Valor salvífico de la Resurrección de Cristo



Fernando Ocáriz
Cfr Ocáriz, Mateo-Seco, Riestra
El misterio de Jesucristo
 2ª ed. Eunsa 1993, pp. 347-376 

 

Sumario

0. Presentación del tema e Introducción.- 1. La Resurrección del Señor.- 2. El testimonio neotestamentario.- 3. La Resurrección de Jesús entre la historia y la fe.- 4. Valor soteriológico de la resurrección de Cristo.- 5. Ascensión y Pentecostés.

 

Presentación

La predicación apostólica sobre la muerte de Jesús no termina en ella, sino que menciona inmediatamente su exaltación. Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, dice San Pedro en su discurso del día de Pentecostés (Act 2,36), refiriéndose a este acontecimiento como la entronización del Mesías. Esta exaltación comporta la resurrección de entre los muertos, su ascensión a la diestra del Padre y el envío del Espíritu Santo (cfr Act 2,32-33). La glorificación de Cristo tras su muerte no debe entenderse como algo que aconteció a Jesús una vez cumplida nuestra redención, sino que esta glorificación es parte integrante de la obra redentora [139].

Sin embargo, la glorificación del Señor comenzó inmediatamente después de su muerte, en el descenso a los infiernos: «Si la muerte comporta la separación del alma y el cuerpo, se sigue que también para Jesús ha habido por una parte el estado de cadáver del cuerpo, y por otra la glorificación celeste de su alma desde el momento de la muerte. La primera Carta de Pedro habla de esta dualidad, cuando, refiriéndose a la muerte de Cristo por los pecados, dice de El: muerto según la carne, pero vivificado en el espíritu (1 Pet 3,18)» [140]. El alma de Cristo, unida secundum Personam al Verbo, recibe ya plenamente la gloria que se deriva de la visión beatífica, como la reciben los santos inmediatamente después de la muerte [141].

Pero la completa glorificación de Cristo, en la integridad de su ser Dios-Hombre, tiene lugar mediante la Resurrección y Ascensión a los cielos.

1. La resurrección del Señor

La resurrección de Jesús es tema central de la predicación apostólica, y forma una unidad indisoluble con el misterio de la crucifixión y de la muerte. A este Jesús —dice San Pedro en el discurso recién citado—, Dios lo ha constituido Señor y Mesías (Act 2,32.36). Es la misma afirmación que encontramos en los discursos de San Pablo: Os anunciamos -dice en la sinagoga de Antioquía- la realización de la promesa hecha a nuestros padres, que Dios ha llevado a cabo para nosotros, sus descendientes, al resucitar a Jesús, según estaba escrito en el salmo segundo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy (Act 13,32-33).

La resurrección del Señor se encuentra presente también en todos los Símbolos [142] y profesiones de fe [143], pues siguen fielmente el núcleo de la predicación apostólica. En algunas de estas profesiones, se precisa que se trata de verdadera resurrección con frases todo lo explícitas posible para evitar el docetismo; de ahí que se aluda a que comió y bebió después de la resurrección [144]. En algunos textos se afirma que el Señor resucitó por propio poder [145]. También está presente en las profesiones de fe en la Resurrección la mención de que resucitó al tercer día; en los Símbolos latinos se suele expresar diciendo simplemente que «resucitó al tercer día», mientras que en los Símbolos griegos, como el Nicenoconstantinopolitano, es más frecuente encontrar la expresión «resucitó al tercer día según las Escrituras». En esto los Símbolos no hacen otra cosa que seguir de cerca las expresiones del Nuevo Testamento. Así se encuentra dicho explícitamente, p. e., en 1 Cor 15,4. Y San Pedro recurre al Sal 15,10 (Pues no has de abandonar mi alma en el sheol, ni dejarás que tu santo vea la corrupción) para aplicarlo, como texto profético, a la Resurrección del Señor (cfr Act 2,24, ss). También lo hace San Pablo (cfr Act 13,35 ss) [146].

La Resurrección es, antes que nada, la glorificación del mismo Cristo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, por lo que Dios le exaltó y le otorgó un nombre que está sobre todo nombre ( Fil 2,9). Esta glorificación que le corresponde en atención a su dignidad de Hijo [147], al mismo tiempo, ha sido conquistada —merecida— por Jesucristo, conforme se subraya en el texto citado de Filipenses: Dios lo exaltó por haber sido obediente hasta la muerte de cruz, es decir, Cristo, obedeciendo, mereció su exaltación. Esta exaltación fue también objeto de esperanza para Cristo [148], y de oración, conforme se ve, p.e., en Jn 17,1 y 5: Padre, llegó la hora: glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique (...). Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la que tuve cerca de tí antes de que el mundo existiese [149]. La exaltación de Cristo culmina, pues, su vida y su obra, de forma que con la resurrección no sólo se inaugura una nueva forma de existencia de Jesús de Nazaret —la existencia gloriosa—, sino que se inaugura también una nueva forma —en poder—, de su misma acción como Mesías, conforme dice San Pablo: constituido Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de la resurrección de entre los muertos (Rom 1,4).

En cierto sentido, esta nueva forma —en poder— se halla presente ya en la misma humillación de la Pasión y de la Muerte, de modo que se trata de acontecimientos que no deben separarse en la consideración teológica. Como hemos visto, San Juan lo pone de relieve al considerar la crucifixión como una exaltación [150]; al mismo tiempo, la resurrección jamás aparece separada de la crucifixión, pues quien resucita es el crucificado, que conserva las heridas de la cruz (cfr p.e., Jn 20,26-29). Se trata de un único misterio: el misterio de la Pascua del Señor [151], en el que existe una indisoluble continuidad entre el crucificado y el resucitado.

En este misterio se manifiesta la íntima naturaleza del Señorío de Jesús: Si confiesas con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, serás salvo, escribe San Pablo poniendo de manifiesto que la fe en Jesús como Señor está en dependencia del acontecimiento supremo en que se manifiesta: la resurrección (cfr Rom 10,9). Es el mismo pensamiento que aparece en los discursos de San Pedro recogidos en Hechos (cfr Act 2,32.36; 3,13-26). La resurrección de Jesús tiene, pues, una dimensión soteriológica indiscutible. Con la resurrección de Jesús, Dios da cumplimiento a sus promesas de un Mesías salvador (cfr Act 13,30.32-37). La relación entre la resurrección de Jesús y nuestra salvación es tan estrecha, que San Pablo no duda en afirmar: Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe (...). Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados (1 Cor 15,14.17).

Conviene precisar que estas afirmaciones están hechas desde una consideración soteriológica de la resurrección, y no desde una perspectiva primordialmente apologética. Lo que se considera aquí, antes que el hecho de que con la resurrección se confirma la verdad de las palabras de Jesús -perspectiva apologética [152], es el que la resurrección de Jesús constituye la auténtica y definitiva victoria sobre la muerte [153], una victoria que es parte esencial de nuestra redención y en la que participamos mediante la unión con El: Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicias de los que duermen. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos (1 Cor 15,20-21).

Finalmente, la resurrección de Jesús se puede considerar en su aspecto apologético, es decir, en su carácter de milagro que confirma la santidad de Jesús, la verdad de sus palabras, la legitimidad de su pretensión mesiánica. En efecto, el hecho de que Dios le haya resucitado de entre los muertos confirma la credibilidad de Jesús. Durante su vida terrena el mismo Jesús apeló a sus milagros como razón para que se creyese en El (cfr Jn 10,38), y habló de su resurrección como signo para la generación que le escuchaba (cfr Mt 12,39-40), es decir, remitió a su resurrección como prueba de la autenticidad de su mesianismo [154].

2. El testimonio neotestamentario

En el Nuevo Testamento se encuentran numerosísimos testimonios referentes a la resurrección del Señor, incluso en aquellos escritos que se detienen poco en la narración de hechos de la vida de Jesús. Hay como una universal urgencia de dar testimonio de la resurrección del Señor, de forma que se encuentra reflejada no sólo en los cuatros evangelios, sino en los discursos misioneros de San Pedro y San Pablo recogidos en Hechos, en las cartas paulinas y en los otros escritos apostólicos.

Todos los escritos del Nuevo Testamento hablan de la resurrección de Jesús. Unas veces se trata de narrraciones largas, como es el caso de los evangelios; otras, de exposiciones directas y aplicaciones teológicas, como en Hechos o en el capítulo 15 de 1 Cor; otras veces se trata de proclamaciones en himnos, o de breves confesiones de fe. Puede decirse con rigor que todos estos testimonios apuntan hacia lo que constituye una dimensión esencial del ministerio apostólico: dar testimonio de la resurrección de Jesús, conforme a la frase de San Pedro: Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos (Act 3, 15). Es significativo que la condición que se pone para la elección de quien ha de ocupar el puesto que Judas ha dejado vacante es que quien sea elegido haya convivido con el Señor y sea testigo con nosotros de su resurrección (Act 1, 21-22).

La resurrección de Jesús ocupa el centro de la predicación apostólica, como se ve por los discursos de San Pedro y de San Pablo, incluso los dirigidos a paganos, o los pronunciados en un ambiente de claro rechazo de la resurrección como es el caso del discurso de San Pablo en el areópago (cfr Act 17, 31), pues la conversión al cristianismo implica necesariamente la fe en la resurrección de Jesús. De ahí que se encuentre explícitamente afirmada en los escritos más antiguos del Nuevo Testamento, que a su vez remiten a una parádosis recibida y de la que se tiene conciencia que hay que transmitir íntegramente. Es decir, remiten a las primeras predicaciones, algunas de las cuales se recogen en Hechos.

Tal es el caso del conocido pasaje de 1 Cor 15,3-8, escrito entre el 53-57, donde el comienzo solemne nos advierte ya de que nos encontramos ante lo esencial de la parádosis: Pues a la verdad os he transmitido lo que yo mismo he recibido: que Cristo (...) resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, luego a los Once. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos permanecen todavía, y algunos durmieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los apóstoles, y después de todos, como a un aborto, se me apareció a mí. Es clara la solemnidad con que se proclama la resurrección del Señor, así como el empeño en subrayar su realidad, es decir, en el empeño por dejar claro que no pertenece al ámbito de la mera subjetividad de los discípulos. Este empeño se manifiesta entre otras cosas al aducir esa lista de apariciones -con la expresa mención de que aún viven muchos de esos más de quinientos hermanos-, como acontecimientos que garantizan la realidad objetiva de la resurrección del Señor [155].

A este respecto, se suele subrayar la importancia dada a las apariciones del resucitado y la fuerza que implica el verbo que se utiliza para mencionarlas: ofthé, fue visto, se apareció, porque con este verbo se subraya la objetividad de la visión: que es el mismo Jesús el que se manifiesta [156], el que se hace ver [157], es decir, es el mismo Cristo el que se muestra por sí y desde sí [158], hasta el punto de que es El quien sale al encuentro; el verbo ofthé indica que es El quien se aparece, quien toma la iniciativa. Esto es algo, por otra parte, que está ligado con otros pormenores en los relatos de las apariciones: éstas parten siempre del resucitado, y no son efecto de la fe, de la esperanza o del deseo de verlo por parte de los apóstoles. Es el resucitado el que sale al encuentro, el que se hace presente.

1 Cor 15, 3-8 es un texto de carácter semítico que en su mismo lenguaje, con expresiones no usadas normalmente por San Pablo, muestra la fidelidad con que intenta transmitir la fórmula recibida. Se trata de un texto, de tradición primitiva, «articulado de modo que unos verbos confirman a los otros: murió, pues fue sepultado; fue sepultado, pero resucitó; fue resucitado, pues se apareció» [159].

Estas afirmaciones breves constituyen las más antiguas expresiones de la predicación y de la fe en la resurrección de Jesús, como formulaciones que van cristalizando. Cfr p.e., además de 1 Cor 15,3-8, Rom 10,9 (Jesús es el Señor; Dios lo ha resucitado de entre los muertos), Act 2,23 ss; 3,15; 4,10; 5,30-31; 10,37-40; 13,27-31; 1 Pet 3,18 ss. etc. Sólo más tarde se pasa a hablar de la resurrección de Jesús en las formas narrativas, es decir, en los relatos evangélicos de las apariciones y del sepulcro vacío. Estos relatos, como es obvio, están en estrecha dependencia de la fe, firmemente profesada desde el principio, en la resurrección de Jesús: de lo que constituye su afirmación esencial: Verdaderamente el Señor ha resucitado (Lc 24,34) [160].

Estas narraciones se encuentran en los cuatro Evangelios ocupando los capítulos finales (Mc 16; Mt 28; Lc 24; Jn 20-21), y en Act 1,1-11. Son relatos de una gran sobriedad. Todos ellos hablan de apariciones de Jesús, pero en ninguno se dice que nadie haya visto resucitar al Señor; sólo testifican con sencillez que el resucitado se les ha aparecido. Está claro que ninguno pretende haber sido testigo del acontecimiento de la resurrección de Jesús en cuanto tal. Se testifica la resurrección por el encuentro con el resucitado.

En estos relatos se destaca la continuidad entre el crucificado y el resucitado. Se trata del mismo Jesús, que es reconocido al aparecerse. Se le reconoce, p. e., al hablar (cfr Jn 20,16), en la fracción del pan (cfr Lc 24,31). A veces, esta identidad queda subrayada incluso en el aspecto corporal. Así p.e., Jesús invita a comprobar mediante el tacto que es él mismo, que tiene verdadero cuerpo (cfr Lc 24,39), Y mostrando las manos taladradas Y el costado traspasado, insiste en que este cuerpo es el mismo que fue crucificado (Jn 20,27).

En este aspecto tiene gran importancia el hecho del sepulcro vacío. Los cuatro evangelios comienzan a tratar de la resurrección precisamente mencionando el hallazgo del sepulcro vacío. No es que el sepulcro vacío en cuanto tal sea prueba principal de la resurrección: la prueba definitiva de la realidad de la resurrección son las apariciones, particularmente a los Once. La realidad del sepulcro vacío sí es imprescindible, en cambio, para que haya tenido lugar la resurrección [161]. Los relatos hablan de una continuidad entre el cuerpo sepultado y el cuerpo resucitado, imposible si el sepulcro no hubiese estado vacío. El sepulcro vacío orienta hacia la resurrección y, particularmente, hacia la verdadera corporeidad del resucitado. Jesús no está en el sepulcro, porque ha resucitado: quien quiera encontrarlo debe buscarlo entre los vivos, no en el sepulcro. Este es el mensaje de los ángeles a las mujeres: No está aquí: ha resucitado, según lo había dicho (Mt 28,6); Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado; ha resucitado, no está aquí (Mc 16,6); ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado (Lc 24,5-6). Aunque el sepulcro vacío no es en sí una prueba directa de la Resurrección, ha constituido para todos un signo esencial. San Juan dice que, al entrar en el sepulcro vacío y «descubrir las vendas en el suelo (Jn 20,6) vio y creyó (Jn 20,8). Esto supone que constató en el estado del sepulcro vacío (cfr Jn 20,5-7) que la ausencia del cuerpo de Jesús no había podido ser obra humana y que Jesús no había vuelto simplemente a una vida terrenal como había sido el caso de Lázaro» [162].

Es indudable, pues, la importancia que el sepulcro vacío tiene en la mente de los discípulos a la hora de hablar de la resurrección, para distinguirla de la simple pervivencia de un elemento «espiritual». Es el hilo argumentativo subyacente al discurso de Pedro a la hora de hablar de la resurrección de Jesús: Hermanos, séame permitido decir con toda libertad y franqueza: el patriarca David murió y fue sepultado, y ahí está su sepulcro hasta nuestros días; pero, como profeta que era (...) habló sobre la resurrección del Mesías: éste no fue abandonado en el sheol, ni su carne experimentó la corrupción (Act 2,29-31) 163. Esta forma de argumentar supone no sólo que el cuerpo de Jesús no está en el sepulcro, sino que es conocido que no está en el sepulcro, es decir, que se sabe que se descubrió que el sepulcro estaba vacío. Estas palabras, dichas en Jerusalén, suponen, además la seguridad de que nadie —ninguno de los adversarios— podrá demostrar lo contrario.

Los relatos de la resurrección, al mismo tiempo que ponen de relieve que existe identidad entre el cuerpo sepultado y el cuerpo resucitado de Cristo, dan fe de que, siendo el mismo, se encuentra en un estado superior en el que no está sometido a las normales leyes físicas. Así se desprende de la forma en que tienen lugar las apariciones: Jesús entra en el cenáculo estando las puertas cerradas (cfr Lc 24,36; Jn 20,19.26). En el texto de 1 Cor 15, San Pablo hablará de la resurrección gloriosa teniendo en mente la gloria que se desprende del cuerpo resucitado de Jesús: se resucita en incorrupción, en poder y en gloria. Se trata, pues, de la corporeidad llevada hasta su máxima posibilidad de glorificación. El mismo San Pablo llamará al cuerpo glorioso soma neumatycon, cuerpo espiritual (1 Cor 15,44), para destacar la diferencia existente con el cuerpo terreno [164].

Esta diferencia se encuentra presente en la misma naturaleza de las apariciones. Si bien es verdad que se trata de apariciones reales —es Jesús el que se «muestra» a los discípulos—, estas apariciones para ser aceptadas plenamente como tales exigen la fe de los apóstoles. El cuerpo de Jesús ya no pertenece a este mundo; por decido de algún modo, tiene un carácter sobrenatural. Las narraciones evangélicas destacan las dudas incluso de algunos discípulos que ven a Jesús (cfr Mt 28,17). Era un verdadero ver a Jesús y al mismo tiempo un don de la gracia [165]. Agudamente lo expresa Tomás de Aquino: «Los Apóstoles pudieron testificar la resurrección de Cristo también de visu, porque, después de la resurrección, vieron por los ojos de la fe (oculata fide) a Cristo vivo, el cual sabían que estaba muerto» [166]. La nueva vida de Jesús es ya inaccesible al conocimiento común de los hombres. El se manifiesta a los apóstoles, que le ven oculata fide, con «una fe que tiene ojos», es decir, con los ojos de la fe. Porque le ven, pueden testificar con un testimonio que es único [167]; pero, al mismo tiempo, esa visión es un don de la gracia que, a su vez, han de aceptar por la fe. Jesús dice a Tomás: Porque me has visto has creído; dichosos los que sin ver creyeron (Jn 20,29). Se trata de un auténtico ver, que sólo fructifica si es acogido en la fe. En otros términos, el carácter y las implicaciones sobrenaturales de la Resurrección hacen que los Apóstoles, para aceptada con plena certeza, aun viendo físicamente al Resucitado, hayan necesitado la fe.

3. La resurrección de Jesús entre la historia y la fe

Es claro que la afirmación de la resurrección del Señor es de una radical originalidad. No existe paradigma al que pueda remitirse. Lo que se dice de Jesucristo resucitado es único: su cuerpo no está en el sepulcro, porque ha vuelto a la vida; pero esta vida no es la anterior a la muerte, sino muy distinta: ha sido transformada en la gloria de Dios.

El Resucitado ya no pertenece a la forma de existencia corporal que conocemos y podemos comprobar. En la resurrección de Jesús existe una analogía con la resurrección de muertos de que se habla en los evangelios, p. e., la resurrección de Lázaro o del hijo de la viuda de Naín (cfr Jn 11,33-44; Lc 7,11-17). Con ello se quiere decir que Jesús vuelve a vivir en su corporeidad. Pero una vez dicho esto, aparecen las divergencias con este tipo de resurrecciones, porque Jesús no sólo resucita, sino que su corporeidad entra en otro tipo de vida, inaferrable desde nuestra ladera [168]. Incluso los testigos elegidos de antemano por Dios (Act 10,41) para que den testimonio de la resurrección del Señor sólo podrán aceptada plenamente oculara fide, con los ojos de la fe.

Esta realidad y el reservar el apelativo de histórico sólo a aquellos acontecimientos cuyas causas y efectos son intrahistóricos dan lugar a que algunos autores contemporáneos califiquen la resurrección de Jesús como un acontecimiento no histórico, sino metahistórico. Se trata del intento de hablar en un lenguaje heredado de la Ilustración, con su peculiar concepto de lo que pertenece a la historia de los hombres. En efecto, si se admite que sólo es histórico aquello que pertenece a lo intramundano en sus causas y en sus efectos y además se encuentra situado en un horizonte de verosimilitud histórica, es decir, en un contexto de sucesos semejantes a él en los que encuadrado, es claro que el apelativo de histórico no se debe aplicar a la resurrección del Señor. Esta resurrección, en efecto, ni tiene sucesos semejantes a ella —es radicalmente nueva—, ni la vida del Resucitado está sometida a nuestras leyes intramundanas.

A nadie se oculta, sin embargo, el riesgo de deshistoriza ción y de espiritualización del mensaje pascual —¡El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón! (Lc 24,34)— si se utiliza este lenguaje. En efecto, según el lenguaje usual entre los hombres lo que no se puede llamar histórico no se puede decir que haya sucedido realmente. Esto es así, porque se entiende por histórico aquello que realmente ha sucedido y nosotros podemos conocer porque nos llega testimonio fidedigno de ello. Es decir, el acento recae no en la posibilidad de comprobación experimental por nuestra parte, sino en la fiabilidad del testimonio [169].

En este sentido es lógico afirmar que la resurrección de Jesús es un hecho histórico, pues sucedió realmente y nos es transmitida por testigos fiables. Ciertamente es un hecho histórico único —sin que tenga otro igual—, trasmitido por unos testigos que pueden dar testimonio porque han visto, no el hecho de la resurrección, sino al Resucitado. Pero su testimonio es válido [170], y la existencia de ese testimonio así como el hallazgo de la tumba vacía sí son comprobables con la comprobación propia de los sucesos pasados, es decir, con la aportación de documentos. Pero de igual forma que los testigos, al ver al resucitado necesitaron la fe para aceptada plenamente, nosotros necesitamos la fe para aceptar su testimonio, que nos llega en la vida y predicación de la Iglesia. En cierto sentido, también hoy la fe cristiana debe producir escándalo a todo pensamiento cerrado a lo sobrenatural, encerrado en el poder de la ciencia, pues lo que proclama la Iglesia es que Jesús ha resucitado, y basa su afirmación, no en razones científicas, ni en el parecer de sabios, sino en el testimonio de los Apóstoles, es decir, en el testimonio de unos pescadores.

Se trata de un testimonio que da pie a llamar histórico a este acontecimiento, en el sentido de que existen suficientes signos como para poder afirmar que verdaderamente sucedió [171]. De ahí que algunos autores prefieran decir de la resurrección de Jesús que es un acontecimiento histórico en cierta forma, pues aunque, al resucitar, el cuerpo de Jesús se transformó en un cuerpo de gloria (Fil 3,21), «se manifestó en diferentes efectos y señales» [172], Y proponen que, si se decide entender como acontecimientos históricos sólo aquellos que son comprobables por la investigación crítica histórica, entonces se designe a la resurrección de Jesús con un acontecimiento indirectamente histórico, dadas las señales históricas en que se manifiesta [173].

Otros autores, con los que coincidimos, prefieren denominar histórico al acontecimiento de la resurrección del Señor [174]. En cualquier caso, está clara la importancia de este acontecimiento para la fe cristiana. San Pablo lo expresa con palabras fuertes: Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana es también nuestra fe. Seremos falsos testigos de Dios, porque contra Dios testificamos que ha resucitado a Cristo... y si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres (1 Cor 15,14.18). Así pues, quien acepte la doctrina cristiana, no puede deshistorizar la resurrección del Señor, entendiéndola en forma doceta, es decir, privándola de su realidad fáctica. La insistencia con que los Padres repiten que Jesús resucitó verdaderamente es paralela a su insistencia en que nació verdaderamente de María Virgen, y murió verdaderamente [175], y es testimonio también de la importancia que para la fe cristiana tienen la realidad del cuerpo de Cristo y los hechos de su vida. El repetido uso del adverbio verdaderamente es un intencionado rechazo del docetismo, también de una concepción doceta de los acontecimientos de la vida de Jesús, que, p.e., a la hora de hablar de la resurrección de Jesús la redujese a mera pervivencia como es el caso de los gnósticos del siglo II, o a un acontecimiento que tiene lugar exclusivamente en la fe de los Apóstoles [176], de modo que sea posible desmitologizarlo, eliminando su carácter de acontecimiento real, independiente y previo a la fe de los Apóstoles.

En conclusión, «podemos ver en la resurrección ante todo un hecho histórico. En efecto, se ha realizado en un marco preciso de tiempo Y espacio (...). Pero, aun siendo un evento cronológica Y espacialmente determinable, la resurrección trasciende y está por encima de la historia» [177].

La Resurrección del Señor es, pues, un acontecimiento real que trasciende la historia, pero que «tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como atestigua el Nuevo Testamento» [178]. Se trata de unos testimonios que hacen «imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico» [179]. Y al mismo tiempo, este «acontecimiento histórico, demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado», pertenece «al centro del Misterio de la fe en aquello que trasciende y sobrepasa la historia» [180].

4. Valor soteriológico de la resurrección de Cristo

La glorificación de Jesús no sólo es el premio a su obediencia, sino que forma parte esencial de nuestra redención. Como se proclama en el Símbolo de Nicea, Jesús ha resucitado «por nosotros y por nuestra salvación». Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo —escribe San Pedro—, que según su gran misericordia nos reengendró para una viva esperanza mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una herencia incorruptible (1 Pet 1,3-4). La afirmación es clara: la resurrección de Jesús nos afecta a nosotros hasta el punto de que por medio de ella somos reengendrados para una herencia incorruptible. No en vano la resurrección de Jesús es su triunfo sobre la muerte. La Resurrección está situada en el centro mismo de la Redención, constituyendo con la muerte un único misterio salvador. San Agustín dirá, por ello, que de nada nos habría aprovechado Cristo muerto, si no hubiese resucitado de entre los muertos [181], Y esto no sólo porque la resurrección confirma la veracidad de cuanto Jesús dijo, sino porque es a través de ella como nos llega la salvación.

San Pablo insiste de múltiples maneras en esta verdad. Al resucitar a Jesús y no permitir que su cuerpo viese la corrupción en el sepulcro, el Padre ha dado cumplimiento a las promesas mesiánicas hechas a los Patriarcas (cfr Act 13,32-37), es decir, a las promesas de salvación de la humanidad. Esta salvación comporta no sólo la justificación de las almas, es decir, la liberación del pecado, sino también la redención de nuestro cuerpo (Rom 8,25), es decir, la victoria sobre la muerte mediante la resurrección. Ambos aspectos de la salvación están en dependencia de la resurrección de Jesús. El Señor fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rom 4, 23) [182] ; la resurrección de nuestros cuerpos está en dependencia de la resurrección de Jesús (cfr 1 Cor 15,12-28).

También aquí ha de aplicarse con todo rigor lo que se afirma de la solidaridad de Cristo con cada hombre, su capitalidad. El es el nuevo Adán: Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que duermen. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos vivificados (1 Cor 15,20-23) .

Primicia de los que duermen; nuevo Adán en quien recibimos la vida nueva. Las dos expresiones apuntan hacia lo que es esencial en el cristianismo: la salvación llega a través de

Cristo, en Cristo, mediante la unión con El. La afirmación de San Pedro —nos reengendró mediante la resurrección de Jesucristo (...) para una herencia incorruptible (1 Pet 1,4)— ha de ser entendida en toda su radicalidad. El Padre actúa primariamente en Cristo, y en El, con El y por El actúa en nosotros.

Es la misma estructura del pensamiento paulino: Jesús es primicia de los que duermen (1 Cor 15,23), principio, primogénito de entre los muertos, para que obtenga la primacía sobre todas las cosas (Col 1,18). Con estas expresiones se apunta a la causalidad de la resurrección de Jesús sobre la nuestra: así como según la ley judía las primicias son especialmente de Dios y se ofrecen pidiendo buena cosecha, así Jesús, al resucitar, es las primicias que garantizan la resurrección de los muertos; en El, que es el primogénito de los muertos se depositan las bendiciones divinas para toda la familia humana.

Estas afirmaciones encuentran una dimensión nueva, si se leen desde la perspectiva de Jesucristo como nuevo Adán por el que nos viene la vida; perspectiva a la que remite San Pablo inmediatamente después de haber afirmado de Jesús que es primicias de los que duermen. Por el viejo Adán nos vino la muerte; por el nuevo nos viene la resurrección de la muerte.

A semejanza del primer Adán —que nos transmitió su muerte—, pero en forma más estrecha, el nuevo Adán transmite su victoria sobre la muerte mediante la resurrección. «Cristo puede llamarse primogénito de los que resucitan de entre los muertos -escribe Tomás de Aquino-, no sólo en el sentido temporal (...) sino también en sentido causal, porque su resurrección es causa de la de los demás, y también en cuanto a la dignidad, porque resucitó de modo más glorioso que todos los otros» [183] . Esta causalidad es doble: eficiente y ejemplar. Es decir, la resurrección de los muertos se encuentra estrechamente ligada a la de Jesús, como el efecto a la causa; y, además, en la resurrección para la vida, es decir, en la resurrección de los justos, Jesucristo transformará nuestro humilde cuerpo conforme a su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas (Fil 3,21).

La causa primera de nuestra resurrección es Dios, pero la resurrección de Jesucristo opera también verdadera y eficientemente nuestra resurrección como causa instrumental, es decir, como instrumento unido a la Divinidad: «El Verbo de Dios primero da la vida inmortal al cuerpo que le está unido naturalmente, y por medio de él obra la resurrección en todos los demás» [184]. Algunos autores se preguntan si la causa eficiente de nuestra futura resurrección será Cristo resucitado o la misma resurrección de Cristo, es decir, Cristo resucitando (Cristo resurgens) [185], pues algunos textos paulinos, sobre todo aquellos que hablan del bautismo como un «conmorir» y «conresucitar» con Cristo, parecen atribuir nuestra resurrección a la misma resurrección del Señor [186].

La dificultad para afirmar que es la misma resurrección de Cristo la que causa la resurrección de los muertos estriba en concebir cómo un hecho del pasado puede ser causa eficiente (aunque sea instrumental) de un efecto futuro. Santo Tomás afirma que «la resurrección de Cristo es la causa eficiente de nuestra resurrección por virtud divina, de la que es propio dar vida a los muertos. Y esta virtud divina alcanza praesentialiter todos los lugares y todos los tiempos» [187]. Aunque esto es aplicable a todos los acontecimientos de la vida de Cristo, en el caso de la resurrección lo es por doble motivo: el alcanzar praesentialiter todos los lugares y tiempos corresponde no sólo a la virtus divina, sino también a la virtus de la realidad humana de Jesús, plenamente deificada en alma y cuerpo y que ha penetrado en la eternidad participada de la gloria. Esto quizás explica por qué Santo Tomás dice una veces que la causa eficiente de nuestra resurrección es Cristo resucitado, y otras que es Cristo resucitando.

La resurrección de Cristo es también causa de nuestra resurrección espiritual: causa eficiente y ejemplar de nuestro paso del estado de pecado al de gracia. Los textos paulinos en torno al bautismo antes citados lo muestran con toda claridad [188]. Desde el punto de vista de la eficiencia, la Vida, Muerte y Resurrección de Cristo constituyen una unidad causal, eficaz tanto sobre la resurrección de las almas como sobre la resurrección de los cuerpos. Pero desde el punto de vista de la causalidad ejemplar, la Muerte es causa ejemplar de nuestra muerte al pecado y a la vida antigua, mientras que la Resurrección lo es de la novedad de la vida de la gracia y de la inmortalidad (cfr Rom 4,25) [189].

Finalmente, la resurrección del Señor afecta también en modo misterioso a la creación entera, como una participación en la libertad de la gloria de los hijos de Dios, pues sabemos que la creación entera gime con dolores de parto y no sólo ella, sino también nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo (Rom 8,22-23). La redención comporta la restauración de todas las cosas (Act 3,21), cuando —en palabras del Concilio Vaticano II—, «con el género humano, el universo entero que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado» [190], realizándose así la final recapitulación de todas las cosas en Cristo (cfr Ef 1,10) [191].

5. Ascensión y Pentecostés

La Ascensión del Señor es un artículo de fe, que aparece en los Símbolos más antiguos [192] como parte esencial de la exaltación de Cristo. En ella se expresa el señorío de Jesús, su plenitud de vida y poder, su potestad de Rey del universo [193].

Puede decirse que el núcleo esencial del contenido de la Ascensión del Señor se encuentra precisamente en el sedet ad dexteram Patris en cuanto participación de Cristo en la soberanía del Padre [194], que le ha entregado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). También la Ascensión —como los demás misterios de la vida de Cristo— está colocada en el Símbolo de Nicea bajo la elocuente advertencia de que fue «por nosotros y por nuestra salvación», es decir, la Ascensión afecta no sólo a la exaltación de Cristo en cuanto tal, sino al ejercicio de su mesianismo [195]. Como afirma el Concilio Vaticano II, la «obra de la Redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, que tuvo su preludio en las admirables gestas divinas obradas en el pueblo del Antiguo Testamento, ha sido realizada por Cristo Señor, especialmente por medio del misterio pascual de su santa Pasión, Resurrección Y gloriosa Ascensión, misterio con el que muriendo ha destruido nuestra muerte y resucitando nos ha devuelto la vida» [196].

La Ascensión se encuentra descrita en dos relatos de S. Lucas (Lc 24,50-53; Act 1,9-14) Y en el final del evangelio de S. Marcos (Mc 16,19). S. Pedro la presenta en su primer discurso como el término del tiempo en que vivió entre nosotros el Señor Jesús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue arrebatado en alto (Act 1,21-22). En el Nuevo Testamento se encuentran, además, numerosas alusiones a la Ascensión, bien como predicciones (cfr Mt 26,64; Lc 24,25-26; Jn 6,62; 14,2; 16,28; 20,17), bien como acontecimiento al que se alude (cfr Act 2,34; Ef 4,10; 1 Tim 3,16; Hebr 4,14; 6,19-20; 7,26; 9,24; 1 Pet 3,22) [197].

Los relatos de la Ascensión (Mc 16,19; Lc 24,50-53; Act 1,9-14) le dan particular relevancia en cuanto ligada a la última aparición del Resucitado, cerrándose así un período en la convivencia de los discípulos con el Señor. A partir de aquí se inaugura un tiempo nuevo —«el tiempo de la Iglesia»—, en el que se vive con la esperanza y el deseo de que el Señor vuelva.

Esa vuelta tendrá lugar al final de la historia. Hasta entonces quizás podrá hablarse de visiones de Jesús, pero no de apariciones en el sentido preciso que se les da como acontecimiento en el que se fundamenta la capacidad de ser testigo de la Resurrección [198]. Estas apariciones de que hablan los apóstoles terminan con la Ascensión.

La Ascensión puede calificarse como la otra cara de la Resurrección. Como tal tiene importancia básica para los hechos salvíficos futuros: es el supuesto previo de la parusía.

Es el fundamento de aquel interim de la Iglesia, por su relación con el envío del Espíritu Santo [199]. Es también manifestación de la entrada de Jesús en su gloria, «de su entrada en el Santuario celeste», donde, «sentado a la derecha de Dios», siempre vive «para interceder por nosotros», ejerciendo así en el cielo su potestad regia y sacerdotal.

Jesucristo con su gloriosa Ascensión culmina su sacrificio redentor y desde entonces intercede por nosotros como abogado en la presencia de Dios Padre. Es decir, no sólo intercedió por nosotros aquí en la tierra, cuando en los días de su vida mortal ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas, convirtiéndose en salvación para todos los que le obedecen (cfr Hebr 5,7 ss), sino que continúa intercediendo por nosotros en el cielo, presentando al Padre su Humanidad con las gloriosas señales de su Pasión y expresando el gran deseo de su alma de conseguir nuestra salvación [200]. Por eso la Iglesia, cuando dirige su oración a Dios Padre, se apoya en esta realidad —per Christum Dominum nostrum—, amparándose así en la intercesión de quien es el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (1 Tim 2,5). Cuando la Iglesia peregrina se haya transformado toda ella en celeste, terminará esta acción intercesora de Cristo para dejar paso al canto eterno del «Cristo total» de alabanza a la Trinidad Beatísima [201].

¿Qué añade la Ascensión a la gloria de Cristo resucitado? ¿Cuál es su eficacia salvífica? Una primera respuesta podría ser la siguiente: la Ascensión no añadió nada a la gloria del Resucitado ni a la obra de la Redención; simplemente manifestó la gloria de Jesús ante los discípulos y señaló el final de la presencia sensible de Cristo en la tierra. Se trata de una posible respuesta [202].

Esta respuesta, sin embargo, parece no hacer suficiente justicia a la importancia que la Ascensión encuentra en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, incluida su liturgia. Aunque en esencia, para Jesucristo, la Ascensión coincide con su resurrección y en este sentido no añade nada a su glorificación, sí tiene importancia, sin embargo, en la historia de la salvación. El Señor alude a ese aspecto salvador al decir: Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (Jn 16,7).

Dios quiso que la misión del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo se hiciera mediante la Humanidad de Jesús, que así es para nosotros fuente de todo bien, de todo don divino y, sobre todo, del Don por excelencia que es el Espíritu Santo [203]. Y «donando el Espíritu, Cristo se hace Salvador en el sentido más profundo de la palabra. El puede hacerse presente a todos los hombres con su fuerza salvífica» [204].

Al igual que la Resurrección, la Ascensión es también causa eficiente de nuestra salvación, como argumenta Tomás de Aquino, pues con ella, «en primer lugar nos preparó el camino para subir al cielo, según lo que El mismo dice voy a prepararos un lugar, pues siendo El nuestra Cabeza, es preciso que los miembros sigan allá a donde los precede la Cabeza, por lo cual añade para que donde Yo estoy estéis también vosotros (Jn 14,2-3). En segundo lugar, porque la misma presencia de Cristo en el cielo con su naturaleza humana es intercesión en favor nuestro. Por último, porque Cristo, sentado en el trono de los cielos como Dios y como Señor, envía desde allí los dones a los hombres» [205]. Durante los cuarenta días que median entre la Resurrección y la Ascensión, el Señor come y bebe familiarmente con sus discípulos (cfr Hech 10,41) Y les instruye sobre el Reino (cfr Hech 1,3); su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cfr Mc 16,12; Lc 24,15; Jn 20,14-15; 21,4). «El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios (Jn 20,17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y trascendente de la Ascensión marca la transición de una a otra» [206].

Con la Ascensión se encuentra ligado lo que la Sagrada Escritura califica como «estar sentado a la derecha del Padre», antigua expresión bíblica (cfr Sal 109,1) con la que se afirma la potestad regia y el sacerdocio del Mesías. En el lenguaje del Nuevo Testamento, «estar sentado a la derecha del Padre» es la expresión y complemento de lo que se enuncia con la afirmación de la Ascensión: Jesús, después de hacer la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas, hecho tanto mayor que los ángeles, cuanto que heredó un nombre más excelente que ellos (Hebr 1,3-4). Mediante la Ascensión, la Humanidad de Cristo recibe el efectivo dominio sobre todo lo creado, participando de un modo inefable del mismo poder de Dios, como Señor y Juez universal: «El es Aquel a quien el Padre ha resucitado de la muerte, ha exaltado y colocado a su diestra, constituyéndolo Juez de vivos y muertos» [207].

Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, dice Jesús en la última despedida de los Apóstoles (Mt 28,18). Aunque este poder lo tenía ya Jesús en su calidad de Hijo, el efectivo ejercicio de tal poder sobre el universo entero sólo lo recibe, también como premio a su anonadamiento y obediencia hasta la muerte (cfr Fil 2,6-11), en la exaltación. En esta perspectiva, es necesario dar toda su importancia a la exaltación de Cristo de que hablan los textos. Se trata de una auténtica exaltación en la que culmina la vida de Cristo, que «entra en el cielo», como Hijo de Dios con el poder del Espíritu Santo (Rom 1,4; 1 Tim 3,16), con una soberanía que se extiende sobre todo el universo (cfr Fil 2,9-11; Ef 1,20-21; Col 2,15), y que se revelará definitivamente en la Parusía (1 Tes 1,10; Fil 3,20).

Es precisamente en el ejercicio de este poder universal de Cristo donde llega a ser efectiva para nosotros la salvación. Por este poder somos regenerados, hechos «nueva criatura en Cristo»; por este poder se otorgará a los hombres también la resurrección y la gloria. Somos salvados, pues, en la exaltación del Hijo del hombre hasta el punto de que San Pablo puede decir: Con El nos resucitó y nos sentó en los cielos (Ef 2,6). Desde que Jesús subió a los cielos, nuestra patria está en los cielos, de donde aguardamos que venga el Salvador, el Señor Jesucristo, el cual transfigurará el cuerpo de nuestra humilde condición, conformándolo al cuerpo de su condición gloriosa, según la eficacia de su poder para someter a su dominio todas las cosas (Fil 3,20-21).

Así pues, a la pregunta de qué añade la Ascensión a la Resurrección parece conveniente dar una respuesta más completa: la Ascensión no añade nada a la Resurrección con respecto a la glorificación de Cristo en sí misma, pero sí añade el estar sentado a la derecha del Padre. Esta expresión no sólo significa estar en el cielo, sino que incluye además el pleno ejercicio sobre toda la creación de su potestad universal de Kyrios. «Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre (cfr Dan 7,14)» [208]. Es precisamente ese ejercicio el que causa nuestra salvación. El Señor, «habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura la permanente efusión del Espíritu Santo» [209].

En el Nuevo Testamento la relación entre Jesús y el Espíritu es señalada en un doble aspecto, como dos líneas que convergen [210]. En primer lugar, Jesús aparece como fruto del Espíritu. Al Espíritu Santo se atribuye la concepción de Jesús: El «cubrirá» a la Virgen con su sombra, y por esta razón lo que nazca de ella será llamado santo (cfr Mt 1,18.20; Lc 1,35); El desciende sobre Jesús en el bautismo (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22; Jn 1,32-33); El le guía al desierto (cfr p.e., Mt 4,1; Mc 1,12; Lc 4,1); El interviene también en la misma Resurrección, pues Cristo murió según la carne, y ha sido vivificado según el Espíritu (1 Pet 3,18).

Junto a esto, el Espíritu aparece también en el Nuevo Testamento como donación de Jesús. Jesús es no sólo «el que viene por el Espíritu Santo, sino también el que trae al Espíritu Santo»; «lo trae como don de su misma persona, para comunicado a través de la su humanidad» [211]. El Mesías no sólo posee la plenitud del Espíritu de Dios, sino que es también el mediador para conceder este Espíritu a todo el pueblo [212].

El Señor alude repetidas veces a esta característica de su mesianismo. Jesús ora pidiendo al Padre que envíe el Espíritu a los discípulos (cfr Jn 14,16-17); su partida de este mundo es condición para que venga el Espíritu (cfr Jn 16,7; 14,26). Jesús da el Espíritu a sus Apóstoles el día de la Resurrección (cfr Jn 20,22). En la última aparición, promete a los discípulos que recibirán el poder del Espíritu, que vendrá sobre ellos y serán sus testigos hasta el extremo de la tierra (Act 1,8). Finalmente, tras la Ascensión —al cumplirse el día de Pentecostés como destaca San Lucas (cfr Act 2,1)— los Apóstoles reciben el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo —escribe Juan Pablo II— «por obra del Hijo, es decir, mediante el misterio pascual, es dado de un modo nuevo a los Apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero» [213]. En la economía de la salvación, la venida del Espíritu Santo está relacionada con el misterio Pascual [214]. Jesús exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha derramado sobre nosotros, como vosotros mismos estáis viendo y oyendo (Act 2,33). Se trata de la donación del Espíritu que da origen y vida a la Iglesia.

A esta donación, poniéndola en dependencia de la exaltación de Jesús, se refiere San Juan en su evangelio. Jesús promete que de quien crea en El manarán ríos de agua viva. Y añade San Juan: Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El, pues aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7,39). Es claro que la frase no había Espíritu no se refiere a la inexistencia del Espíritu, sino a una forma de presencia que sólo se inaugura con su envío en Pentecostés, es decir, tras la exaltación de Cristo. Se trata de esa presencia que edifica a la Iglesia y que le da unidad [215], pues es el único Espíritu en el que todos somos bautizados para formar un único cuerpo, todos los que hemos bebido del único Espíritu (1 Cor 12,12-13) [216]. Con Pentecostés se inaugura, pues, el tiempo de la Iglesia, y recibe su último complemento la Redención [217].

Notas

[140] Juan Pablo II, Discurso, 11.1.1989, n. 5, Insegnamenti, XII, 1 (1989),77.

[141] Mox post mortem (Cfr Benedicto XII, Consto Benedictus Deus, 25.IV.1342, DS 530).

[142] Cfr p.e., DS 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, etc.

[143] Cfr p.e., DS 791, 801, 852, 1338, 1862, 2529.

[144] «...pro nobis et pro nostra salute passum vera carnis passione et sepultum, ac resurrexisse a mortuis die tertia vera carnis resurrectione: propter quam confirmandam cum discipulis, nulla indigentia cibi, sed sola voluntate et potestate, comedisse...» (León IX, Professio fidei, DS 681) «...mortuus est vera corporis sui morte, et resurrexit vera carnis suae resurrectione et vera animae ad corpus resumptione; in qua postquam manducavit et bibit...» (Inocencio III, Professio fidei Walensibus praescripta, DS 791). De igual forma, S. Pío X sale al paso de la «deshistorización» de la Resurrección de Jesús, tal y como la practicaban los modernistas (cfr Decr. Lamentabili, propos. 37 y 38, DS 3437 y 3438).

[145] «...tertio quoque die virtute propria sua suscitatus e sepulchro resurrexit» (Conc XI de Toledo, Symbolum, DS 539). «...propria virtute resurrexit» (Pablo VI, Solemnis professio fidei, 30.VI.68, n. 12: AAS 60 (1968) 438. La Sagrada Escritura atribuye la resurrección del Señor unas veces al Padre (cfr p.e., Act 2,24 ss; 3,13, ss; Gal 1,1), y otras veces se utiliza sin más la expresión resurrexit pareciendo atribuir la resurrección al Señor mismo. De hecho Jesús había declarado expresamente: Nadie me arrebata mi alma, sino que yo la doy; tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo (Jn 10,18). Este poder por el que Cristo resucitó es el de la Divinidad, bien se atribuya al Padre, bien al mismo Hijo, bien al Padre en el poder del Espíritu Santo. Según el poder de la divinidad que les estaba unida (al cuerpo y al alma), escribe Santo Tomás, «el cuerpo tomó el alma de que se había separado, y el alma volvió a tomar el cuerpo, que había abandonado (...). Mas si consideramos el cuerpo y el alma de Cristo muerto según el poder de la naturaleza creada, así no podían unirse entre sí, sino que era preciso que Cristo fuera resucitado por Dios». Y concluye: La causa principal de la Resurrección es la Trinidad, pues «una misma es la virtud divina y la operación del Padre y del Hijo»; (S. Tomás de Aquino, STh III, q. 53, a. 4).

[146] Cfr M. J. Lagrange, Le Messianisme dans les Psaumes, RB 14 (1905) 192. Cfr también L. Cerfaux, Cristo nella teologia di S. Paolo, cit., 66-68.

[147] La consideración de la perfecta unidad de Persona en Cristo ha llevado a los Santos Padres y a los teólogos a la convicción de que la exaltación de Cristo no es otra cosa que el que la divinidad otorga a su humanidad participar de su propia gloria en cuanto la humanidad es capaz de ello (cfr p.e., S. Gregorio de Nisa, Adv. Apollin., 21: PG 45,1165; Ad Theophilum: PG 45, 1276 A; cfr L.F. Mateo-Seco, Estudios sobre la cristología de San Gregorio de Nisa, cit., 56-61). De ahí que les pareciese lo más «natural» a unión tan estrecha el que la humanidad participase de los atributos de la divinidad -inmortalidad, etc-, de forma que la pasibilidad se debe a una permisión de la voluntad divina, a un positivo querer de Dios en atención a la redención: «por beneplácito de la voluntad divina se permitía padecer a la carne» (S. Juan Damasceno, De fide orthodoxa, UI, 19 PG 94, 1080), es decir, estaba como impedida la total participación de la humanidad en la gloria del Verbo. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 14, a. 1.

[148] «Cristo, desde el primer momento de su concepción —escribe Santo Tomás de Aquino—, gozó plenamente de la posesión de Dios, por lo cual no tuvo la virtud de la esperanza. No obstante (...) tuvo esperanza respecto de algunas cosas que todavía no había alcanzado, porque (oo.) no estaba en posesión de todos los elementos de su perfección, como la inmortalidad. Y la glorificación del cuerpo, que podía esperar» (STh III, q. 7, a. 4).

[149] Con esta oración, Cristo no sólo reconoce al Padre como autor de su glorificación, sino que también, en cierto sentido, pide por nosotros, como observa, Santo Tomás: «La gloria que Cristo pedía en su oración se refería también a la salvación de los demás, según las palabras de San Pablo: Resucitó por nuestra glorificación (Rom 4,25). Así pues, incluso aquellas preces que hacía por sí mismo eran en cierta manera por los demás, de igual modo que un hombre que pide a Dios un bien para servirse de él en favor de los otros, no ora por sí solo, sino también por los demás» (STh III, q. 21, ad 3).

[150] «Cuando el evangelista hace coincidir la obra de la glorificación y la de la Pasión (Jn 12,23; 13,31), nada permite considerar la pasión separada de la resurrección. La unión de ambos acontecimientos es verdaderamente estrecha; están unidos por una misma hora. La pasión está ya bajo el signo de la resurrección; es ya el comienzo de la glorificación de Cristo. En el sufrimiento de la pasión, Juan contempla ya al Cristo glorificado, al Cristo que Dios va glorificando» (J. Dupont, La christologie de Saint Jean, Brujas 1951, 261).

[151] Conviene subrayar, como hace Bordoni, que un cristianismo, que para «destacar la fuerza conquistadora del mensaje cristiano en términos de vida y de triunfo pusiese entre paréntesis el anuncio del Crucificado y la memoria de la sangre de Jesús, correría el riesgo de perder una parte sustancial de su identidad y el verdadero sentido de su historicidad» (M. Bordoni, Gesu di Nazaret, cit., IV, 520).

[152]. Esta perspectiva también tiene verdadera importancia. En efecto, la Resurrección es un sello divino sobre la autenticidad de la misión de Jesús y sobre la veracidad de sus palabras. Pero aunque la Resurrección de Jesús ha de calificarse como «histórica» —se verá más adelante las precisiones que requiere este término aplicado a la Resurrección del Señor—, es al mismo tiempo objeto de fe. En efecto, la aceptación de la Resurrección conlleva también la aceptación de su carácter sobrenatural y, sobre todo, la aceptación de la divinidad de Jesucristo. Cfr F. Arduso, Gesu di Nazaret e Figlio di Dio?, cit., 103-128; H. Schlier, Das Ostergeheimnis, Johannes Verlag, Einsiedeln 1976; M. J. Nicolás, Thélogie de la résurrection, Desclée, París 1982; S. Pié i Ninot, Tratado de teología fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca 1989, 250-291.

[153]. La muerte plantea al hombre, como dice el Concilio Vaticano II, un grave y radical interrogante en torno al sentido mismo de la vida, pues la semilla de eternidad que lleva en sí mismo, se levanta contra la muerte (cfr Const. Gaudium et spes, n. 18). Conviene recalcar aquí que jamás el cristianismo ha intentado resolver el interrogante que plantea la muerte apelando exclusivamente a la inmortalidad del alma, sino a la resurrección, es decir, a la victoria sobre la muerte que comporta la resurrección de Jesús. A El se aplica con justicia, en razón de su resurrección, el apelativo de «triunfador de la muerte».

[154] Este aspecto de la resurrección del Señor ha sido tradicionalmente estudIado con agudeza, y encuentra su lugar adecuado en los tratados de Teología Fundamental. Así pues, no lo trataremos aquí extensamente. Para una presentación general del tema, un estudio más detallado y la correspondiente bibliografía, cfr entre otros, A. Lang, Teología Fundamental, I, Rialp, Madrid 1966, 297-316; S. Pié i Ninot, Tratado de Teología Fundamental, cit, 250-292; J . A. Sayés, Cristología fundamental, Cete, Madrid 1985, 303-389.

[155] La aparición a Pedro se insinúa también en Mc 16,7, Y se recoge en Lc 24,34, cuando al volver al cenáculo los discípulos de Emaús, son recibidos con la exclamación Realmente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón.

[156] «No puede subsistir duda —escribe Díez Macho— de que ófze significa aparición real, objetiva manifestación que se impone desde fuera, si examinamos el sentido de tal verbo en pasajes paralelos de los Evangelios: Lc 24,34; Act 9,17; 13,31. Este aparecerse, activo, de Jesús es el cumplimiento de la promesa hecha a los discípulos, en los relatos del sepulcro vacío, de que el Resucitado se les aparecería en Galilea: Mc 16,7; Mt 28,7.10; cfr Jn, 20; 18,25.29; Act 9,27; 22,18; Lc 24,37.39» (A. Díez Macho, La resurrección de Jesucristo y la del hombre en la Biblia, ed. Fe Católica. Madrid 1977, 272).

[157] Es la fórmula que utiliza Bordoni como traducción del ófze: «Il Cristo si e fatto vedere: óphthe» (M. BORDONI, Gesu di Nazaret, cit., II, 535).

[158] Entre las características de la «certeza pascual» de los Apóstoles, se destaca que esta certeza es común a toda la tradición y que es consecuencia del hecho de que «Cristo Resucitado se ha hecho ver o se ha manifestado». Se trata «de una expresión que, en el NT constituye como un punto de convergencia de los dos grupos fundamentales de datos, a través de los cuales se anuncia el misterio del Resucitado. Esta convergencia, tan llamativa, se muestra en el uso del verbo ophthe, aoristo de la forma pasiva cuya construcción literaria no debe traducirse como fue visto, poniendo el acento en el acto del sujeto que ve o experimenta, sino en el sentido de que se hizo ver, subrayando de este modo la iniciativa del Resucitado. De esta forma, a través de las apariciones, la experiencia de la resucceción muestra su carácter objetivo, en cuanto experiencia de alguien que se impone Con su presencia real y ante el cual el ver de los discípulos se coloca en posición de pasividad» (M. Bordoni, Gesú di Nazaret, cit., 537).

[159] A. Díez Macho, La resurrección de Jesucristo y la del hombre, cit., 265-273.

[160] Desde muy pronto, los Santos Padres hicieron notar la dificultad existente para conjugar armónicamente algunos de los detalles que se narran en estas perícopas, p.e., en cuanto al lugar de las apariciones, los ángeles que son vistos por las mujeres, etc., e intentaron armonizarlos sin conseguirlo del todo. Es el resultado, como nota H. Schlier de que no se ha sentido la necesidad de presentar los hechos en sucesión cronológica, ni de armonizarlos, precisamente porque el hecho en sí mismo de la resurrección es considerado indudable (Cfr H. Schlier, La Résurrection de Jésus-Christ, Mulhouse 1969, 11-16).

[161] En la predicación primitiva, el sepulcro vacío ocupa un discreto segundo plano. La narración más antigua del sepulcro vacío es la de Mc 16,1-8, que recoge una tradición anterior. Conviene tener presente que esta tradición se centra en un lugar preciso y determinado de Jerusalén Y menciona hechos y nombres, como p.e., el de José de Arimatea, que de ser falsos podrían haber sido impugnados fácilmente. Sobre este asunto, cfr A. DIEZ MACHO, La resurrección de Jesucristo y la del hombre, cit., 279-282.

[162] CatIC, n. 640.

[163] La incorrupción del cuerpo de Cristo en el sepulcro está insinuada también en aquellos pasajes —como 1 Cor 15, 4— en que se destaca que resucitó al tercer día, cuando según los judíos debía comenzar la corrupción del cadáver.

[164] Sobre la glorificación del cuerpo en cuanto deificación de la materia, cfr Juan Pablo II, Alocución, 9.XII.1981, Insegnamenti, IV, 2 (1981) 880-883; M.J. Scheeben, Los misterios del cristianismo, cit., 722-729; F. Ocáriz, La Resurrección de Jesucristo, cit., 756-761.

[165] «Así pues —comenta K. Adam—, lo que los discípulos veían y atestiguaban no era sólo un conocimiento puramente natural, producido por los sentidos. Era también una experiencia íntima sobrenatural, semejante a la experiencia de Cristo que han tenido algunos santos. Más profundamente, consistía en una acción personal del resucitado y era gracia en el mismo sentido en que fue gracia la cristofanía de San Pablo en el camino de Damasco. No era un ver natural, sino un ver gracioso. De ahí que el motivo sustentador y el fondo beatificante de la fe pascual no era propiamente tanto la resurrección como acontecimiento histórico, cuanto Cristo mismo resucitado como persona presente» (K. Adam, El Cristo de nuestra fe, cit., 450).

[166] S. Tomás de Aquino, STh III, q. 55, a. 2, ad 1. Cfr H. Bouillard, Sur la Resurrection de Jésus. Le point théologique, Cerf París 1972,45 ss.

[167] En el Nuevo Testamento se distinguen perfectamente las visiones de Jesús que hayan podido tener otros cristianos —por ejemplo, la de Ananías relatada en Act 9,10—, de las apariciones del Resucitado en cuanto tales, que son situadas a otro nivel. «La experiencia, pues, de que nos hablan es, a juicio de ellos, una experiencia completamente sui generis, diversa de todas las otras experiencias místicas, que pueden ser repetidas indefinidamente y, mucho más aún, diferente de otros fenómenos de entusiasmo religiosos, que pueden ser provocados a voluntad» (M. González Gil, Cristo, el misterio de Dios, cit., n, 308).

[168] Los teólogos suelen enumerar las siguientes características de la Resurrección del Señor, para destacar que no se trata de un simple regreso a la vida anterior. He aquí las principales: verdadera, porque vuelve a vivir (resurge) aquello que murió; perfecta, porque constituye una definitiva victoria sobre la muerte, ya que el cuerpo de Cristo vuelve a una vida inmortal; gloriosa, porque la deificación llega hasta el mismo cuerpo en el que se manifiesta la gloria —claridad, impasibilidad, etc.— de su alma. Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, qq. 53-54; P. Rodríguez, La Resurrección de Cristo en el pensamiento teológico de Santo Tomás de Aquino, en VV. AA., Veritas et Sapientia, Eunsa, Pamplona 1975, 327-336; M. J. Scheeben, Los misterios del cristianismo, cit., 727-729; F. Ocáriz, La Resurrección de Jesucristo, cit., 756-761.

[169] Esto supone, lógicamente, la no aceptación de la estrecha concepción de histórico propuesta por la mentalidad de la Ilustración y, consiguientemente, la vuelta al uso del término histórico según el significado vulgar común. He aquí algunas de las razones que se aducen: «¿Es cierto que en lo histórico como realidad entra la experiencia de su dimensión espaciotemporal? (...) ¿Es cierto que lo histórico tenemos que experimentarlo siempre por nosotros mismos? (...) ¿Cuándo o cómo un documento del pasado se convierte para nosotros en testimonio de un suceso histórico? Sólo cuando unos hombres coetáneos convierten ese documento en testimonio para nosotros desde su conocimiento experimental. Así pues, la historicidad no depende primordialmente para nosotros de la relación física en el espacio y el tiempo; lo determinante para la calidad y seguridad del relato histórico son más bien los mismos narradores: si ellos tienen por histórica una cosa y nos la transmiten, es también histórica para nosotros (...). Así, podemos y debemos decir sin duda alguna como cristianos, cuyo saber respecto de los acontecimientos históricos como contenido de nuestra fe hemos de sacarlo del testimonio de la Escritura: los relatos bíblicos de la tumba vacía y de las apariciones de Jesús a sus apóstoles y de las relaciones de los apóstoles con el Resucitado, los entienden y relatan los narradores de la Escritura, los evangelistas, como acontecimientos históricos sin género de duda. Más aún, es sólo por la calidad de lo histórico que esos relatos bíblicos adquieren su verdadero contenido de fe; sin dicha calidad tales relatos habrían sido para los mismos narradores puros mitos o fábulas. Por tanto, quien hoy cuestiona o niega la historicidad de la resurrección de Jesús tiene por lo mismo que cuestionar o negar la fe en ese acontecimiento por parte de los hagiógrafos. ¿No tenemos hoy conciencia cada vez más clara de que ese nuestro lenguaje de tales acontecimientos, inspirado por la Ilustración o nacido de una concepción meramente científica del mundo no es compatible con nuestra fe en esa realidad?" (J. Auer, Curso de Teología Dogmática, IV/2, Jesucristo Salvador del mundo, cit., 356-358).

[170] Como escribe González Gil, «hoy se mide el hecho histórico más por su influjo para la marcha de la historia que por la materialidad escueta de su facticidad: se usa —y se abusa— del epíteto de histórico para un suceso que ha traído consecuencias o transformaciones históricas de importancia» (M. González Gil, Cristo, el misterio de Dios, cit., n, 339). En este sentido al menos, la testificación hecha por los Apóstoles ha de calificarse de histórica por el influjo decisivo que ha tenido en la historia. Pero esto por sí solo no es suficiente para expresar todo lo que se contiene en la afirmación cristiana de que Jesús ha resucitado, pues los cristianos por el testimonio de los Apóstoles creemos que Jesús ha resucitado verdaderamente.

[171] En palabras de Latourelle, «tenemos los vestigios de una realidad misteriosa, objeto de fe. Lo que la historia puede alcanzar es estos vestigios, estos signos, que la investigación teológica busca interpretar. El procedimiento histórico-teológico consiste en deducir la realidad de la resurrección como la única explicación coherente de todo un conjunto de hechos atestiguados constantemente» (R. Latourelle, L’Istanza storica in Teologia Fondamentale, en AA. VV, Istanze della teologia fondamentale oggi, Bolonia 1982, 81); cfr S. Pié i Ninot, Tratado de Teología Fundamental, cit., p. 257, nt. 124 y p. 273, nt. 146.

[172] Así se expresa Pié i Ninot, quien añade a continuación: «1. De hecho la Resurrección hizo desaparecer el cuerpo de Jesús del sepulcro, causando de esta manera una señal próxima, aunque puramente negativa de sí mismo. 2. y al mismo tiempo, el Resucitado en sus misteriosos encuentros con sus testimonios dejó signos de su vida nueva, así la Eucaristía, el Espíritu, la Iglesia, el corazón ardiente (Lc 24,32), la paz (Jn 20, 26)...» (S. PIÉ I N1NOT, Tratado de Teología Fundamental, cit., 272-273).

[173] «En efecto -argumenta Pié i Ninot-, por la investigación histórica directa conocemos tanto el sepulcro vacío como los testimonios de las apariciones; estos dos hechos, acompañados de la muerte de Jesús, la situación de los discípulos, la sepultura, el primer anuncio de las mujeres, la comunidad reunida, la misión subsiguiente... sugieren un motivo común Y por su confluencia constituyen un motivo para admitir la Resurrección como explicación trascendente» (S. Pié i Ninot, Tratado de Teología Fundamental, cit., 273).

[174] Tal es el caso, p.e., de Díez Macho, quien escribe: «El acto mismo de la Resurrección de Jesús, ciertamente, no cae bajo el control de la historia, porque es de naturaleza trascendente. Como dice gráficamente J. Delorme, un testigo, encerrado en la tumba de Jesús, hubiera podido constatar la desparición o volatilización del cuerpo, pero no la Resurrección, cual la entiende nuestra fe. Pero el hecho histórico de haber Cristo resucitado, ese sí que cae en el campo de la experiencia histórica: si Jesús, después de muerto, se ha aparecído, si ha sido visto por testigos, es que Cristo ha resucitado» (A. Díez Macho, La resurrección de Jesucristo, cit., 265-266). Esta es también la posición de J. Auer, quien escribe: «Los relatos bíblicos de la tumba vacía y de las apariciones de Jesús a sus apóstoles y de las las relaciones de los apóstoles con el Resucitado, los entienden y relatan los narradores de la Escritura, los evangelistas, como acontecimientos históricos sin género de duda» (J. Auer, Jesucristo, salvador del mundo, cit., 357).

[175] «No oigáis —escribe San Ignacio de Antioquía—, a quienes os hablan de otra cosa que no sea Jesucristo, de la descendencia de David, nacido de María, que ha nacido verdaderamente, que ha comido, que ha bebido, que sufrió verdaderamente bajo Poncio Pilato, que ha sido crucificado verdaderamente (...), que ha resucitado también verdaderamente de entre los muertos» .(Ad Tract., 9,1). Estas expresiones evocan fórmulas análogas del mismo Ignacio de Antioquía (cfr p.e., Ad Magn., 11; Ad Smyrn., 1,1-2), Y de muchos otros Padres, como San Justino (1 Apol., 21,1; 31, 7; Dial., 85, 2). Son eco de antiguas profesiones de fe, cuyos términos se encuentran ya fijados en 1 Cor 15,3 ss., y que eran utilizadas en la liturgia del bautismo y de la eucaristía. El uso del adjetivo alethós, verdaderamente, realmente, tan vigorosamente puntualizado por Ignacio de Antioquía, destaca que el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Cristo no son meras apariencias (como querían los docetas), sino la más sólida realidad (Cfr TH. Camelot, Ignace d’Antíoche, Polycarpe de Smyrne: Lettres, SCh, París 1969,25 y 100).

[176] Para mantener la fidelidad requerida a la predicación apostólica, no basta, en efecto, con decir, que Jesús ha resucitado, porque sigue viviendo en el kérygma, o en la fe de los Apóstoles. «¿Es la resurrección de Jesús -escribe Fabris- la que engendra la fe en él, o es la fe en Jesús la que crea su resurrección? En esta última proposición, aunque sea de modo demasiado simplista, se reconoce a R. Bultmann y a los que se inspiran en él, particularmente a W. Marxsen.» (R. Fabris, Jesús de Nazaret, cit., 266-267).

[177] Juan Pablo II, Discurso, 1.III.1989, nn. 2 y 3: Insegnamenti, XII, 1 (1989), 456-457.

[178] CatIC, n. 639

[179] CatIC, n. 643

[180] CatIC, n. 647

[181] «Nihil (Christus) nobis mortuus prodesset, ni si a mortuis resurrexisset» (S. Agustín, Sermo 246: 3 PL 38, 1154).

[182] Comenta Prat: «Jesucristo no vino a la tierra simplemente para morir; vino para unimos a El y asociamos a su triunfo. Así es que no le bastaba con morir por nosotros; debía resucitar también por nosotros» (F. Prat, La teología de San Pablo, cit., II, 244).

[183] S. Tomás de Aquino, Comp. Theol. 1, cp. 239.

[184] S. Tomás de Aquino, STh III, q. 56, a. 1, in c.

[185] Para un estudio más detallado, cfr F. Ocáriz, La resurrección de Jesucristo, cit., 764-767. Sobre el pensamiento de S. Tomás de Aquino en este asunto, Cfr F. Holtz, La valeur sotériologique de la résurrection du Christ selon saint Thomas, ETL 29 (1953) 616-627; A. Piolanti, Dio-Uomo, cit., 577-588.

[186] Así p.e., se dice en Rom 6,3-7: ¿Ignoráis que todos nosotros que fuimos bautizados en Cristo fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, sepultados con El por el bautismo en su muerte, a fin de que así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también procedamos nosotros con nuevo tenor de vida. En efecto, si fuimos injertados con El por la semejanza de su muerte, lo seremos también por la de la resurrección... Cfr también Col 2,12. Comenta Prat: «Ser bautizado en la muerte de Cristo es ser bautizado en el Cristo moribundo, es decir, ser incorporado a Cristo en el acto mismo en que El nos salva, es morir místicamente con Aquel que sufrió la muerte en nombre y para provecho de todos» (F. Prat, La teología de San Pablo, cit., II, 296). Si «ser bautizado en la muerte de Cristo» es equivalente a ser bautizado en el Cristo «moribundo», el paralelismo parece insinuar que la resurrección también significada en el bautismo sea una resurrección «en el Cristo resucitando».

[187] S. Tomás de Aquino, STh III, q. 56, a. 1, ad 3.

[188] Cfr además S. Tomás de Aquino, STh III, q. 56, a. 2.

[189] Cfr F. Ocáriz, Estudio de la Resurrección de Cristo en cuanto causa de la resurrección de los hombres, según la doctrina de Santo Tomás de Aquino, en VV. AA., Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre, cit., esp. 980-981.

[190] Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 48.

[191] Sobre la «recapitulación» (anakefalaiosis) en Ef 1,10, cfr J.M. Casciaro, Estudios sobre la Cristología del Nuevo Testamento, cit., 308-324.

[192] Las fórmulas tienen siempre la misma concatenación: ascensión —estar sentado a la diestra del Padre— vendrá a juzgar; tienen también casi idéntica redacción literaria: Credimus...in deiformem ascensionem, in sessionem ad dexteram Patris, in terribilem (et gloriosum) adventum (DS 6); Credis in Christum Jesum... qui.. .et ascendit in caeli8 et sedit ad dexteram Patris, venturus iudicare vivos et mortuos? (DS 10); ascendit in caeli8, sedet ad dexteram Patris, unde venturus est iudicare vivos et mortuos (DS 12, 13,14, 15, 16, 17, 18, 19,23,25,26,28, etc.).

[193] La Ascensión se encuentra en estrecha relación con la exaltación de Cristo en la Cruz: "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo» (CatIC, n. 662).

[194] Cfr K. Adam, El Cristo de nuestra fe, cit., 455.

[195] Hermosamente lo expresa la liturgia de la Ascensión: «Porque Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido (...) a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo» (Misal Romano, Solemnidad de la Ascensión, Prefacio).

[196] Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n.5.

[197] Después de presentar la lista de lugares de la Escritura en que se alude a la Ascensión, comenta Lebreton que carece de sentido decir que la historicidad de la Ascensión descansa, en definitiva, sobre un único texto; «por el contrario, esta sostenida por un conjunto de testimonios que representa toda la tradición apostólica» (J. Lebreton, L'Ascension, DBS 1, 1070).

[198] Sólo se asimila a las apariciones primitivas, la aparición a S. Pablo en el camino de Damasco, a la que se refiere en 1 Cor 15,4-8.

[199] Cfr R. Schlier, Problemas exegéticos fundamentales del Nuevo Testamento, Fax, Madrid 1970, 315-316.

[200] S. Tomás de Aquino, STh III, q 57, a. 6; cfr también In Epist. ad Hebr,VII, 4 (Marietti, 417).

[201] R.M. Esteve, De caelesti mediatione sacerdotali Christi juxta Hebr 8, 3-4, CSIC Madrid 1949, 166: J.R. Nicolás, Synthese Dogmatique, cit., 543 ss y 932 ss.

[202] Así p.e., P. Benoit, L'Ascension RB 56 (1949) 201; R. Koch, Ascensión del Señor, DTB, 113, afirma que «sólo cabe atribuir a la Ascensión importancia o significación de segundo orden».

[203] Cfr A. Aranda, Cristología y pneumatología, en Cristo Hijo de Dios y Redentor del hombre, cit., 667-669; B. de Margerie, Le Christ pour le monde, cit., 392-395.

[204] F. Ardusso, Gesu di Nazaret e Figlio di Dio?, cit., 125. Más en general, cfr también M. Bordoni, Cristo logia e pneumatologia. L'evento pasquale come atto del Cristo e dello Spirito, Lat 47 (1981) 432-492.

205. S. Tomás de Aquino, STh III, q. 57, a. 6, c.

[206] CatIC, n. 660

[207] Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 45.

[208] CatlC, n. 664.

[209] CatlC, n. 667.

[210] Cfr J.A. Domínguez Asensio, La teología del Espíritu Santo, en VV. AA., Trinidad y salvación, Eunsa, Pamplona 1990, esp. 206-219. Cfr también I. de la Potierie, Christologie et Pneumatologie, en Pontificia Comisión Bíblica, Bible et Christologie, Cerf, Paris 1984,271-287.

[211] Juan Pablo II, Enc. Dominum et vfvificantem, cit., nn. 19 y 22.

[212] «La profesión Jesús es el Cristo —escribe Kasper—, es el resumen de la significación salvífica de Jesús. Esta profesión dice entre otras cosas: 1) la persona misma de Jesús es la salvación; expresa, pues, la unicidad e insustituibilidad del mensaje cristiano de salvación; 2) esa profesión implica la pretensión universal y pública de Jesús, excluyendo toda falsa interiorización y privatización de la concepción de la salvación; 3) por último, esa profesión dice de qué modo Jesús es la salvación del mundo; es el que está pleno del Espíritu Santo, de cuya plena virtud participamos en el espíritu» (W. Kasper, Jesús, el Cristo, cit., 314).

[213] Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, cit., 23. Comenta Domínguez Asensio: «A partir de la resurrección de Cristo, el Espíritu —el mismo Espíritu que actuó en la creación y habló por los profetas— es dado de un modo nuevo: No es novus, sed nove datus. Esta novedad a la que con tanta insistencia se alude en la Encíclica, radica en la intervención del Resucitado. El Espíritu es, ahora, no sólo el Espíritu de Dios, sino el Espíritu de Cristo (Rom 8,9; Fil 1,19; 2 Cor 3,17; Gal 4,6). Su donación no es ya donación del Espíritu Santo en general, sino en cuanto Espíritu de Cristo. Por eso, a partir de la resurrección, la misión del Espíritu Santo aparece siempre en constante referencia a la obra de Jesús» (J. A. Domínguez Asensio, La teología del Espíritu Santo, cit., 218).

[214] La venida del Espíritu Santo es fruto del triunfo de Jesús, triunfo que implica tanto su inmolación en la Cruz —por eso se dice que es fruto de la Cruz—, como su exaltación; y al mismo tiempo la venida del Espíritu Santo muestra la profundidad del triunfo de Cristo. Cfr San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, cit., 127-138.

[215] La Iglesia «procede de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo según el designio del Padre» (Conc. Vaticano II, Decr. Ad gentes, n. 2).

[216] Cfr M. González Gil, Cristo, el misterio de Dios cit., n, 486-488.

[217] «Para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo» (Misal Romano, Domingo de Pentecostés, Prefacio).