Un repaso a la virtud de la fortaleza

 

Aurelio Fernández
Cfr Moral especial, Capítulo XIV
Rialp 2003

 

Introducción

 

La prudencia sitúa al bautizado en una actitud rectora de la vida moral. El hombre prudente está dispuesto a decidir siempre a favor de la consecución del bien. El prudente mira lo bueno de la realidad, lo pondera y decide ejecutarlo, puesto que la prudencia es un "saber directivo". No obstante, determinarse por el bien no siempre es tarea fácil, pues muchas veces encierra muchas dificultades. De ahí la importancia de la fortaleza para llevar a término lo resuelto por la voluntad prudente. De este modo, las virtudes de la prudencia y de la fortaleza se coposibilitan mutuamente.

En efecto, la fortaleza no es una virtud aislada que puede actuar sola y por sí misma. Si así fuese, cabría confundirla con la intemperancia o con la violencia o la impetuosidad ciega, dando lugar no al ejercicio de una virtud, sino a que se origine otro mal: un nuevo pecado, el cual, si es reiterado, acaba en la vehemencia del fogoso y tal vez en el vicio del iracundo. Por ello, dado que la prudencia es la "forma" de las demás virtudes cardinales, también debe informar a la fortaleza convirtiéndola en virtud. En este estadio de la vida moral, entra en juego la fortaleza para vencer las dificultades que surgen, las cuales en ocasiones son tan graves que exigen sacrificios bien costosos e incluso pueden demandar la muerte martirial.

Otras veces, para practicar la fortaleza se requieren golpes de audacia para adelantarse y vencer los obstáculos que se presentan cuando alguien se determina a llevar a término una vida santa. Por este motivo, junto a la virtud de la fortaleza, en este capítulo, se estudian también otras seis virtudes afines que derivan de ella y que, al mismo tiempo, la alargan y la engrandecen, cuales son la magnanimidad y la magnificencia, así como la paciencia y la longanimidad, la perseverancia y la constancia. Finalmente, en este apartado se estudian los vicios opuestos a este conjunto de virtudes.



 

La virtud de la fortaleza
 

La fortaleza es la virtud cardinal que potencia la voluntad para que se decida por el bien difícil con el fin de alcanzarlo, empleando para ello todas las fuerzas, incluso con riesgo de la propia vida corporal.

Por eso se la denomina la "virtud del bien arduo" y perfecciona el apetito irascible (cf. CEC 1808). La fortaleza ocupa el tercer lugar en la mención de las virtudes cardinales, y la razón es obvia: sólo quien es prudente y justo puede ser fuerte, dado que no se decidirá por resistir al mal y alcanzar el bien, sino está convencido de que es prudente actuar en tal situación y si está seguro de que se trata de una causa justa. Fortaleza sin prudencia puede confundirse son ímpetu instintivo o incluso airado. Y fortaleza para una causa injusta, en sentencia de san Ambrosio, "es una palanca para el mal" [1]. Por su parte, santo Tomás escribe: "El hombre pone su vida en peligro de muerte sólo cuando se trata de salvar la justicia. De ahí que la importancia de la fortaleza derive de la dignidad de la causa justa" [2].

En efecto, sólo cuando lo demande la prudencia y si tal situación representa un compromiso con la justicia, entra en juego la fortaleza, pues entonces la voluntad se empleará a fondo y se dispondrá a conseguirlo haciéndose violencia incluso hasta el martirio.

No obstante, es preciso distinguir entre la "fortaleza natural" y la "fortaleza virtud". La natural coincide con la firmeza de carácter para decidirse a actuar en situaciones en verdad graves. Tal fortaleza nace de la energía de la propia voluntad, por lo que de sí no responde a la virtud cristiana. Por el contrario, la fortaleza virtud cardinal, se ejercita cuando esa firmeza y energía de ánimo toman origen no sólo del carácter psicológico, sino y sobre todo del auxilio de la gracia que le ayuda a sobrellevar las dificultades que entraña actuar en situaciones graves y conflictivas.

 

Necesidad de la fortaleza
 

La virtud de la fortaleza lleva al cristiano a ser fuerte y valiente ante las múltiples dificultades internas o externas que se presentan al momento de luchar contra el mal y de hacer el bien. En último término, equivale al imperativo cristiano de cumplir en todo -también en lo arduo- la voluntad de Dios.

La fortaleza se apoya en dos presupuestos: Primero, la existencia del pecado original, que ha dañado profundamente la naturaleza humana. Segundo, derivado del primero, que la vida moral del cristiano es apurada y difícil, dado que en el actuar moral encuentra frecuentes y serias dificultades.

Como efecto del pecado de origen, el hombre está sometido a múltiples tentaciones que brotan de la "conjura" entre la propia concupiscencia y los que se denominan "enemigos del alma", o sea, el "demonio, el mundo y la carne". Por ello, la fortaleza debe superar el desorden a que es tan proclive la concupiscencia y debe dominar las agresiones a la voluntad que le causa ese "triple enemigo". Pero la fortaleza supone también que la vida moral del hombre y de la mujer es vulnerable, y, para no ser vencidos, se les exige fuerza y energía para el combate moral. O sea, que para superar esas agresiones a las que la persona humana de continuo está sometida, es preciso el ejercicio de la virtud de la fortaleza.

Los apuros y conflictos que salen al paso de la vida moral son muchos y muy variados. Unos surgen de las debilidades inherentes a la naturaleza humana, tales como la propia finitud y la limitación de sus fuerzas; otros nacen de las pasiones más comunes que le inquietan y alteran, como la pereza, el instinto sexual y, en general, los instintos pasionales que pugnan por ser satisfechos. Con frecuencia se dan también dificultades provocadas por agentes externos, como son la incomprensión y las persecuciones. Tampoco faltan en la vida de cada individuo situaciones normales y comunes, pero difíciles, como son el dolor, la enfermedad e incluso la muerte, bien sea natural o provocada. Pues bien, en todas estas circunstancias la virtud de la fortaleza tiene un campo específico para conducir al hombre y a la mujer por la ruta del recto comportamiento moral.

 

La fortaleza y el sufrimiento

La virtud de la fortaleza se ejercita de ordinario en los momentos del dolor y sobre todo ante la proximidad de la muerte. Es claro que el fuerte no sufre por sufrir, el cristiano no acepta el sufrimiento por el sufrimiento, sino que se encuentra con él y, cuando se le presenta, debe empeñarse a fondo para vencerlo -si es posible-, y, en el caso de que no sea superable, debe acogerlo y sobreponerse a él con fuerza y vigor. Por ello, la virtud de la fortaleza evita el riesgo tan frecuente de que la experiencia del mal suponga un obstáculo para practicar la virtud y aún más grave, cuando el dolor o el peligro de la muerte sea motivo de que se presente la tentación de la desesperación.

Siempre que surjan esas y otras dificultades graves, exigirá del cristiano el ejercicio de la virtud de la fortaleza hasta el heroísmo. Tal es la justificación de aceptar serenamente la muerte e incluso, si fuese preciso, padecer el martirio. Como escribe Santo Tomás: "El hombre tiene que estar dispuesto a dejarse matar antes que negar a Cristo o pecar gravemente" [3]. Esa disposición a morir antes que renegar de la fe supone el ejercicio máximo de la virtud de la fortaleza. Pero el mismo Santo Tomás matiza que no es fuerte quien está dispuesto a sufrir la muerte, sino y sobre todo el que se expone a morir por alcanzar y obrar el bien: "El soportar la muerte no es laudable en sí mismo, sino sólo en la medida en que se ordena al bien" [4].

La fortaleza cristiana tampoco se ejerce cuando alguien se expone innecesariamente al peligro, sino que se practica al intentar superarlo cuando se tropieza con él, sobre todo si tal peligro conduce a obrar el mal o supone un obstáculo para la realización del bien. La práctica del bien y la superación del mal es lo que pone en juego la virtud de la fortaleza: "Por el bien se expone el fuerte al peligro de morir" [5]. Asimismo, el fuerte tampoco busca el peligro por el riesgo que entraña, sino por cuanto es preciso superarlo para conseguir el bien: "Al actuar frente al peligro, la fortaleza no busca el peligro, sino que pretende realizar el bien que le presenta la razón" [6].

 

Fortaleza y martirio
 

Martirio es el acto de la virtud de la fortaleza por el cual, para testificar la fe, se sufre voluntariamente la muerte. Para que se dé verdadero martirio, se requiere que la muerte del mártir se produzca por odio a la fe (in odium fidei).

El acto supremo de fortaleza es el martirio. Más aún, la tradición cristiana sitúa al martirio como la plenitud del ejercicio de la virtud de la fortaleza. La razón es doble. Primero, los mandamientos del Señor vinculan la conciencia, de forma que el creyente debe estar dispuesto a morir antes de ofender a Dios gravemente. Segundo -derivado del anterior-, el mandato imperativo de Cristo de dar testimonio de él cuando sea perseguido por su Persona o a causa del Evangelio (Mt 5,11-12; Jn 15,20). Por este motivo, la Iglesia ha considerado siempre el martirio como la señal máxima de la fortaleza y lo premia con el reconocimiento de la santidad.

Los mártires cristianos han dado siempre el testimonio público, sellado con su propia sangre, de que lo absoluto es Dios y la vida eterna, por lo que todo lo demás, incluso la existencia terrenal, es relativo y, consiguientemente, está subordinado a alcanzar la salvación final. En consecuencia, la fortaleza ha de ayudar al cristiano a orientar su vida radicalmente a Dios sin condicionarlo a nada. Jesucristo lo formuló con esta sentencia evangélica tan rica como expresiva: "El que ama su vida la perderá y quien la pierde en este mundo, la ganará para la vida eterna" (Jn 12,25).

Conviene hacer notar que el optimismo que manifiestan las Actas de los mártires contrasta con el egoísmo que patentiza la existencia humana si está plegada sobre sí misma y dispuesta a claudicar de los ideales cuando surge un grave peligro. Por eso, el martirio no es comprendido por una generación que vive cerrada sobre el disfrute del momento. El filósofo Josef Pieper critica las actitudes de la cultura de nuestro tiempo, en el que se sobrevalora la vida placentera, por lo que no se entiende la virtud de la fortaleza para entregar la propia vida en defensa del bien y de Dios:

"Cuando el concepto y la posibilidad real del martirio se desvanecen en el horizonte visual de una época, fatalmente degradará ésta la imagen de la virtud de la fortaleza, al no ver en ella otra cosa que un gesto de bravuconería. Pero no estará de más advertir que ese desvanecimiento puede tener lugar de múltiples modos. El pequeño burgués estima que la verdad y el bien `se imponen por sí mismos´ sin que tenga que exponerse la persona; y esta opinión es en todo equiparable a ese entusiasmo de bajo precio que no se cansa nunca de elogiar la `alegre disposición al martirio´. Porque en uno y otro caso se diluye por igual la realidad de este acto (...). La Iglesia piensa de otra forma en este asunto (...). La disposición para la muerte es, por tanto, uno de los fundamentos de la doctrina cristiana" [7].

Pero la fortaleza no se ejercita sólo en el martirio ni en los momentos más difíciles de la existencia, sino también en las circunstancias normales de la vida. Esta afirmación es constante en los escritos de los santos, especialmente de los místicos. Por ejemplo, Santa Teresa de Jesús escribe que para perseverar y avanzar en la virtud es preciso tener "más ánimo" -o sea, practicar la fortaleza- que para sufrir el martirio:

"Digo que es menester más ánimo para, si uno no está perfecto, llevar camino de perfección, que para ser de presto mártires; porque la perfección no se alcanza en breve, si no es a quien el Señor quiere por particular privilegio hacerle esta merced (...). Y así, como digo, es menester gran ánimo" [8].

Y otro santo de nuestro tiempo, san Josemaría Escrivá, a quien Juan Pablo II, denominó "santo de la vida diaria", escribe que no es fácil que en la vida de los cristianos se les presente la ocasión de hacer grandes cosas por Dios, pero a diario pueden vivir heroicamente las circunstancias normales y cotidianas de su vida:

"Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana. ´Todo lo que se desarrolla -advierte uno de los escritores de los primeros siglos, refiriéndose a la unión con Dios-, comienza por ser pequeño. Es al alimentarse gradualmente como, con constantes progresos, llega a hacerse grande´. Por esto te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente (...), has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas" [9].

Y esta fortaleza en la vida ordinario, la denomina heroica, "en el sentido más fuerte y tajante de la expresión" [10].

 

La audacia y el temor

Ante un peligro caven dos actitudes: la resistencia y el ataque. La fortaleza se ejerce no sólo cuando se vencen las dificultades que surgen, sino también cuando se toma la iniciativa para superar el posible o eminente riesgo que se presenta para la realización del bien.

En general, ataca quien se adelanta al peligro para mejor superarlo. Por ello, también se ejercita la fortaleza cuando se tiene la audacia de acometer una empresa difícil o se combate y elimina un riesgo inminente, antes de que acontezca. Sin embargo, conviene precisar que la audacia no es la fanfarronería que se adelanta a vencer los obstáculos, por el simple pretexto de manifestarse fuerte, sino que la fortaleza del audaz toma la iniciativa cuando es necesario porque lo exige el bien que está amenazado. Por ello la audacia de anticiparse está subordinada a la práctica del bien o a superar los riesgos que se barruntan.

Ahora bien, frente a lo que suele idearse, la verdadera fortaleza está más en la resistencia que en el ataque. Tomás de Aquino formula este principio en apariencia sorprendente, pero que confirma esta tesis: "Los menos valientes son los mejores soldados" [11]. Y la razón tomista es que la resistencia es como el acto primero de la fortaleza, porque la esencia de la virtud de la fortaleza se cumple cuando alguien tiene que actuar, pero está impedido por un gran obstáculo que debe vencer y superar. En tal situación se ejerce un verdadero acto de fortaleza porque se exige la fidelidad de quien está seriamente amenazado de cometer el mal o de ser infiel a la fe que profesa. La comparación tomista es exacta: un buen soldado es, ciertamente, quien ataca; pero demuestra mayor fortaleza aquel que, atacado, siente la obligación de defender con toda su fuerza y con riesgo de morir el puesto estratégico que está obligado a custodiar y defender.

Cabría objetar que quien ataca ejerce mayor fortaleza, dado que demuestra más valentía y carece de miedo, mientras que quien defiende, frecuentemente, lo hace forzado por la situación y con miedo. Pero, según santo Tomás, el miedo y el temor que acompañan a la acción decisiva y fuerte para afrontar el riesgo e incluso la muerte, no se opone a la fortaleza. Pieper, en comentario a la sentencia de santo Tomás respecto a que el mejor soldado no es al más valiente, comenta:

"La fortaleza no significa la pura ausencia de temor. Valiente es el que no deja que el miedo a los males perecederos y penúltimos le haga abandonar los bienes últimos y auténticos, inclinándose así ante lo que en definitiva debe ser temido constituye e incondicionalmente hay que temer. El temor de lo que en definitiva debe ser temido constituye, como negativo del amor de Dios, uno de los fundamentos sencillamente necesarios de la fortaleza (y de toda virtud en general): ´el que teme a Dios ante nada tiembla´ (Eccli 34,16)" [12].

En efecto, fuerte no es el que no teme, sino quien, a pesar del miedo, se mantiene firme en la defensa del bien, aunque en el empeño tenga que exponer su vida.


 

Otras virtudes derivadas y unidas a la fortaleza: magnanimidad, magnificencia, paciencia, longanimidad, perseverancia y constancia.

Es clásica la teoría sobre la virtud de la fortaleza que sostiene que esta virtud tiene algunas "virtudes derivadas" o virtudes "pequeñas" que se originan de ella y la acompañan. Los autores enumeran seis. Son las siguientes, agrupadas según tres circunstancias:

- Si se refieren a la actitud y disposición para acometer grandes empresas, se mencionan la "magnanimidad" y la "magnificencia".

- Si se trata de superar las dificultades que se levantan ante los males presentes, se nombran la "paciencia" y la "longanimidad".

- En el caso de que las dificultades sean duraderas o permanentes, se distinguen la "perseverancia" y la "constancia".

 

Magnanimidad

Es la virtud que inclina a la persona a acometer, en el ejercicio de cualquiera de las virtudes, grandes obras, dignas de honor y de aprecio.

La virtud de la magnanimidad supone un corazón grande para idear nobles y ambiciosos proyectos en orden a realizar el bien. La magnanimidad requiere tener grandeza de alma, por lo que del magnánimo se dice que es "noble de espíritu". Es curioso apreciar los grandes elogios que se hacen al hombre magnánimo, y es que tal persona, además de la fortaleza y de la magnanimidad, practica también otra serie de virtudes, tales como la caridad, la honradez, la veracidad, la sinceridad, la justicia, etc.

 

Magnificencia

Es la virtud que se dispone a llevar a cabo grandes obras y no fáciles de ejecutar, sin que sea obstáculo para realizarlas las dificultades, incluida la cuantía económica.

La virtud de la "magnificencia" coincide con la "magnanimidad" en que ambas se ejercitan en proyectar y llevar a término grandes proyectos. Pero, mientras la "magnanimidad" tiene lugar en el ejercicio de cualquier virtud, la "magnificencia" se ejerce sólo en proyectar empresas grandes, tales como iglesias, hospitales, monumentos, etc.

 

Paciencia

Paciencia es la virtud que soporta, sin tristeza pero con fortaleza y constancia, las dificultades físicas o morales que le aquejan.

La paciencia es una virtud imprescindible en la lucha por alcanzar la perfección moral. La razón es que la existencia humana está llena de dificultades y se necesita la constancia para perseverar con buen ánimo. Ahora bien, esta reacción no es de ordinario algo espontáneo. Por ello, si el hombre es pronto para desanimarse o para entristecerse ante la persistencia del mal, se concluye que es necesaria la paciencia.

Además de este dato experimental, hay otras causas que ayudan a valorar, a adquirir y a practicar la virtud de la paciencia. Entre ellas destaca el deseo de cumplir en todo la voluntad de Dios. El hombre paciente descubre en las dificultades el querer divino, por lo que, al cumplir el deber o al abstenerse de cierta realidad que apetece o al sufrir alguna privación, descubre el amor de Dios que actúa así por motivos que él no logra descubrir, pero confía pacientemente en Él.

Otro motivo para practicar la paciencia es el deseo de padecer con Cristo y contribuir de este modo a la obra de la redención. Finalmente, en situaciones en verdad difíciles, la paciencia se alimenta sobre todo de la fe en la otra vida, donde se acabará todo mal y se gozará del cielo, que supone la suma de todos los bienes y la ausencia de cualquier mal.

 

Longanimidad:

Es la virtud que da ánimos para persistir en lograr algo bueno, pero que parece inalcanzable.

La longanimidad participa de las virtudes de la paciencia y de la magnanimidad. Con esta última tiene en común la espera alegre en que puede alcanzarse lo que se pretende; pero se diferencia por cuanto la posibilidad de lograrlo es menor o sólo será posible a mayor distancia. En esto, precisamente, conviene con la paciencia, que espera resignadamente en medio de las dificultades. Si bien se distingue de la paciencia por cuanto ésta no aspira a bien alguno, tal como es lo propio de la longanimidad.

 

Perseverancia:

Perseverancia es la virtud de permanecer en el bien, a pesar de que se alarga la consecución de aquello a lo que se aspira y para lo cual se lucha, bien sea para adquirir una virtud o para desarraigar un vicio.

Esta virtud tiene mucho en común con la paciencia, si bien se distingue por cuanto la perseverancia está a la espera de conseguirlo, mientras que la paciencia se vive con serenidad y alegría fundamentalmente en situaciones permanentes. También tiene cierto parecido con la longanimidad, puesto que ambas virtudes han de esperar largo tiempo antes de que se logre aquello que se propone alcanzar.

 

Constancia:

Es la virtud que tiene por objeto robustecer la voluntad para que no desfallezca en el empeño por persistir en la práctica moral a pesar de las dificultades que sobrevengan.

La diferencia entre la "perseverancia" y la "constancia", cabría situarla en que la primera hace relación a que se continúe y se persista en la práctica del bien, mientras que la segunda acentúa las dificultad ante los obstáculos exteriores con que se tropieza.

 

Pecados contra la virtud de la fortaleza

La moral cristiana no es la moral negativa del "no hacer", y por ello no es sólo una "moral del pecado", sino la moral positiva del ejercicio de las virtudes y del cumplimiento de los mandamientos. No obstante, la naturaleza caída del hombre está inclinada al mal. Por ello, si bien se debe alentar el ejercicio de las virtudes, también se ha de advertir del riesgo del pecado, que sigue a su incumplimiento. En este apartado enunciamos los pecados más frecuentes contra cada una de estas seis virtudes:

Cabe enumerar los tres siguientes:

- La cobardía. Es un pecado por defecto. Se comete cuando por miedo se omite el cumplimiento de algo a lo que se está obligado. En este pecado puede incluirse el llamado "respeto humano". Es pecado mortal o venial según sea grave o leve la materia que se omite en el ejercicio de la fortaleza debida.

- La impasibilidad. Se falta a la virtud de la fortaleza cuando se deja de actuar por indiferencia, por despecho o vanidad. Será pecado mortal o venial en dependencia del grado de obligación o de la materia que impone la acción, aunque sea costosa.

- La temeridad. Es un pecado por exceso, pues se actúa sin contar con el peligro o los riesgos que entraña la acción. Por ello se falta a la prudencia debida porque se expone a no tener suficientes fuerzas para vencer el peligro. La gravedad del pecado de temeridad depende de la magnitud del riesgo al que se expone quien así actúa. La "temeridad" se distingue de la "audacia", pues el que actúa audazmente mide el peligro, pero piensa que puede superarlo.

 

Pecados contra la virtud de la magnanimidad

Contra la magnanimidad cabe mencionar cuatro pecados: tres por exceso y uno por defecto. Por exceso se puede pecar contra esta virtud por presunción, ambición y vanagloria. Por defecto, por pusilanimidad:

 

- La presunción. Supone que se emprenden obras que superan las capacidades de la persona, del cargo que se ostenta o de las posibilidades con las que se cuenta. A este respecto, puede pecar de presunción quien aspira a cargos que superan su capacidad y preparación. De ordinario, este pecado va unido a la soberbia, por lo que su gravedad depende, en gran medida, de la soberbia que motiva tal presunción.

- La ambición. Es el deseo desordenado de alcanzar honores no merecidos e indebidos. Como la presunción, también este pecado tiene origen y se mide su gravedad en virtud del papel que en él juega la soberbia.

- La vanagloria. Es la búsqueda desconsiderada de la fama para la que no se tienen los suficientes méritos y sobre todo porque descuida ofrecer a Dios la gloria que le corresponde para atribuírsela injustamente a sí mismo. Puede ser pecado especialmente grave, por cuanto roba a Dios la gloria que se le debe y porque además suele ir acompañada de otra serie de pecados, tales como la hipocresía, la desobediencia a la autoridad para ser acreedor de mayor fama, la calumnia a los competidores o enemigos, las disputas graves para vencer al contrario, la envidia, etc.

- La pusilanimidad. El pusilánime peca por defecto, dado que, por desconfianza en sí mismo, no confía en los dones que Dios le ha dado. Se peca también por mezquindad, en cuanto no emprende las obras debidas o se queda siempre corto en la ejecución de las mismas. En ocasiones alguien puede ser mezquino por falsa humildad. La gravedad del pecado depende de la importancia de lo que no se acomete, siendo necesario llevarlo a la práctica. También puede considerarse en ocasiones como "pecado de omisión".

 

Pecados contra la virtud de la magnificencia

Contra esta virtud se puede pecar por exceso: el despilfarro o por defecto: la tacañería.

- El despilfarro. Es el gasto indebido y desproporcionado tanto respecto a la obra que debe realizarse, como de las posibilidades con que se cuenta.

- La tacañería. Por el contrario, el tacaño se queda corto en todo, se falta a la esplendidez que merece la persona o la ocasión y no se aprovechan los medios con que se cuenta.

 

Pecados contra la virtud de la paciencia

Contra la paciencia se pueden cometer dos pecados opuestos: la impaciencia y la dureza de corazón.

- La impaciencia. Cuando se manifiesta descontento por las circunstancias que acompañan una acción y esa impaciencia va unida de ordinario a arrebatos de ira o de críticas a las situaciones o personas que, en su opinión, impiden que se realice lo que se pretende.

- La dureza de corazón. Se denomina también "insensibilidad". Es el pecado opuesto a la impaciencia. El insensible no se inmuta por las circunstancias que concurren en una situación determinada, con lo que deja de actuar con la consiguiente falta de eficacia, por lo que algunos pueden salir perjudicados.

 

Pecados contra la virtud de la longanimidad

Contra esta virtud se puede pecar por "poquedad de ánimo", que es la menguada aspiración a que se realice algo porque se presenta como muy lejano en el tiempo. Tal "pequeñez de espíritu" hace que no se aspire a alcanzar una virtud o la santidad por lo lejano que se presenta.



Pecados contra las virtudes de la perseverancia y de la constancia

Dada la semejanza entre ambas virtudes, también los pecados contra ellas cabe estudiarlos conjuntamente. Suelen mencionarse dos: uno por defecto y otro por exceso.

- La inconstancia. Por defecto, el pecado más común contra estas dos virtudes es la "inconstancia". El inconstante no sabe mantenerse firme en la práctica del bien. Es bastante común, que muchos desistan en su intento de perseverar en la virtud cuando surgen las primeras dificultades. Suele ser un pecado de la gente más joven, si bien en la lucha por la vida moral se generaliza en bastantes adultos. Santo Tomás denomina a la inconstancia con el término latino "molitie", es decir, "blandura": es lo que se denuncia en algunos sectores de nuestro tiempo, en el que se acusa a la juventud de ser en exceso "blanda".

- La terquedad. El pecado por exceso es la "terquedad", que cabe definir como la disposición de quien se obstina en mantenerse en una actitud o en una opinión que no merece garantía alguna. El terco se persiste en su decisión o sigue intentando seguir un camino que se ha experimentado que "no conduce a ninguna parte".

 

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Unida a la fortaleza -como virtud acompañante- aparece la paciencia, y en palabras de la Escritura, es en la paciencia donde el hombre adquiere el pleno dominio sobre sí mismo. Estas son las palabras de Jesús: "En vuestra paciencia, poseeréis (salvaréis) vuestras almas" (Lc 19,19). Es así como la fortaleza no sólo facilita el llevar a cabo las demás virtudes morales, sino que también contribuye grandemente a adquirir el equilibro de la propia persona.
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Notas

[1] San AMBROSIO, Sobre los oficios. I, 35. PL 16, 175-209.

[2] Santo TOMÁS de AQUINO, II-II, q. 123, a. 12 ad 3.

[3] Santo TOMÁS de AQUINO, Quodlibetales, 4, 20.

[4] Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 124, a. 3.

[5] Santo TOMÁS de AQUINO, Suma Teológica II-II, q. 125, a. 2 ad 2.

[6] Santo TOMÁS de AQUINO, Cuestiones disputadas sobre las virtudes cardinales, 4 ad 5.

[7] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales. Ed. Rialp. Madrid 1980, 185-186.

[8] Santa TERESA de JESÚS, Libro de su vida, c. 31, 17.

[9] J. ESCRIVÁ de BALAGUER, Amigos de Dios. Ed. Rialp. Madrid 1978, n. 7. La cita es de san Gregorio Magno, Homilías sobre el Evangelio VI, 6. PL 76, 1098.

[10] Ibidem 3; cfr. nn. 5, 22, 134, 139.

[11] Santo TOMÁS de AQUINO, Comentario a la Ética a Nicómaco 3, 18, 593.

[12] J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, o. c., 199.