Teología y secularización del matrimonio
(Diálogos de Almudí 2007)


miércoles, 30 de mayo de 2007
Juan Andrés Taléns
 



 

El Evangelio ante el pesimismo familiar

 

Desde siempre y en todas las culturas, los jóvenes han deseado casarse para ser felices. No había duda. Todo el mundo estaba convencido. Casarse, llegada la edad, era lo natural.

En la Europa de hoy asistimos a un paradójico cambio de mentalidad. Mientras casi todos los políticos están muy ocupados en equiparar la institución matrimonial a otras formas de convivencia, el índice de nupcialidad no hace más que bajar. Para un número creciente de jóvenes el matrimonio legal es hoy poco interesante. Este fenómeno demográfico ha sido calificado por el prof. Jan Latten de la Oficina de Estadística Central de los Países Bajos como la “informalización del matrimonio”[1]. Para  este estudioso, el descenso de matrimonios no significa que haya muerto el ideal de la paternidad y vida en pareja, se trata más bien de un movimiento social hacia formas de convivencia que se perciben como más auténticas y  románticas, y además más realistas ante las apabullantes cifras de rupturas  matrimoniales.                       

 

1. El pesimismo cultural ante el matrimonio.

Esta nueva mentalidad no ha surgido de la nada. Como todo fenómeno histórico tiene sus raíces en múltiples procesos anteriores. Si se observa con atención la historia de la institución matrimonial en Occidente, es evidente que llevamos ya casi   quinientos años de secularización progresiva del matrimonio. Desde el siglo XVI el matrimonio monogámico e indisoluble ha sido constantemente combatido en Europa nombre de la libertad y el progreso, y considerado una mera convención arbitraria, cuando no una imposición injusta, negándosele el rango de institución natural.

Las legislaciones protestantes primero, y después las liberales han venido sustituyendo progresivamente la verdad del amor conyugal, fundamento natural del matrimonio indisoluble que lo distingue de cualquier otra forma de convivencia, por el simple y subjetivo “consentimiento mutuo de dos adultos”. Para esta corriente relativista el matrimonio es una invención social más o una creación del Estado (más frecuentemente de la Iglesia Romana), y no una institución que brota de la naturaleza social y moral del ser humano[2]. La consecuencia es que la institución matrimonial tiende a considerarse en las leyes humanas como un simple bien instrumental, útil para alcanzar algunas ventajas fiscales o jurídicas, pero cada vez menos como bien fundamental para la educación de las nuevas generaciones, constructor de humanidad, creador de esperanza y generador de los mejores esfuerzos en pro de la humanidad. La “informalización del matrimonio” se inserta históricamente en el largo proceso de la secularización y desnaturalización del matrimonio, de la llamada larga “agonía del matrimonio legal”. El mal llamado “matrimonio homosexual” no es más que el antepenúltimo episodio de una depreciación progresiva de la institución matrimonial ante las leyes.

 En España por ejemplo, con las últimas reformas legislativas, la unión matrimonial está menos protegida que un simple contrato mercantil. ¿Cuáles serán las consecuencias de tal desprotección? Exactamente las que sabe prever cualquier  economista que se ocupe de contratos mercantiles: menos calidad y más costes. Al final, más estado y más impuestos, puesto que alguien debe resolver los problemas que antes resolvía el matrimonio que respetaba sus cláusulas.

En esta situación los jóvenes de nuestros días tienen razones más que sobradas para ser escépticos respecto de la institución matrimonial que le ofrecen nuestros parlamentos. Se habla de autenticidad, de primado del sentimiento, de auge del amor romántico, pero no se puede ocultar que debajo de esta hiperindividualización de la unión matrimonial hay mucho miedo e incertidumbre. Curiosamente el estudio de Latten dice que la inmensa mayoría de los jóvenes holandeses que están renunciando a casarse pretenden hacerlo en algún “momento del futuro”. Si no se casan ya es porque no se ven “con la preparación suficiente” o creen que aun es pronto para comprometerse. De momento la cohabitación parece una buena solución temporal, una escuela para el matrimonio. Pasa el tiempo, llegan los desamores y las desilusiones. El matrimonio deja de ser una opción realista y las partes se conforman con firmar un contrato ante notario, en previsión de futuros litigios. Como suele ocurrir en la vida el temor al fracaso lleva a fracasar. Las estadísticas confirman que las rupturas son mucho mayores entre parejas de hecho que en matrimonios, y aún más –estima Latten- entre parejas que ni siquiera se han registrado. Aparecen multitud de familias informales, simplemente invisibles para el Estado, donde crece la desprotección de la infancia. Cada año en los Países Bajos 35.000 niños se ven afectados por las rupturas familiares. Según demuestran un arsenal de estudios, estos menores perderán total o parcialmente sus vínculos con el padre o la madre, sufrirán problemas económicos, tendrán más posibilidades de padecer enfermedades psíquicas o incluso físicas, ¿quién paga los platos rotos?

El ideal del matrimonio es popularmente atractivo. Hoy sigue vivo incluso entre los que han llegado al “divorcio”. Una encuesta de Norval D. Glenn, de la Universidad de Texas, reveló que dos tercios de los divorciados responden afirmativamente a las preguntas: “¿Le hubiera gustado esforzarse más para salvar su matrimonio? “¿Habría preferido que su ex cónyuge hubiera puesto más empeño en salvar el matrimonio?”. Las encuestas aseguran que los europeos damos la máxima valoración a un matrimonio y una familia felices, y en los últimos años esta tendencia no hace más que confirmarse. ¿Qué podemos hacer? ¿Nos tendremos que resignar a pasar a la historia como la generación que destruyó la institución del matrimonio y sepultó su principal fuente de felicidad?

Diane Sollee, fundadora y directora de la “Coalición por el Matrimonio, la Familia y la Educación de las Parejas”, asociación cívica muy activa en USA, sostiene que la primera defensa de la familia pasa por superar el ambiente de pesimismo cultural que rodea a la institución matrimonial[3]

En este contexto social y cultural adquieren una particular importancia el corpus doctrinal de la Iglesia sobre la dignidad del matrimonio y la familia, como puso de relieve una vez más Benedicto XVI en el reciente V Encuentro Mundial de las Familias en Valencia. Desde nuestra ciudad el Papa supo lanzar llevar un mensaje de esperanza “a todas las familias del mundo”[4], una llamada a avanzar en la autoestima de la familia: “a vivir unidos y a proclamar al mundo la fuerza invencible del verdadero amor”[5]. Los cristianos estamos llamados a formar familias basadas en el amor verdadero, pero tenemos además la responsabilidad de ayudar a que todos puedan llevarlo a cabo, y para ello el primer paso es la dignificación cultural de la verdad del “eros”,  de la realidad universal y transcultural llamada “amor humano entre un hombre y una mujer”. Como ha evidenciado el éxito de convocatoria del V Encuentro Mundial de la Familias con el Santo Padre, la vía no es ningún revanchismo reaccionario, ninguna nostalgia por un pasado que con sus conocidas luces y sombras nunca volverá a repetirse,  sino la reflexión serena y constructiva con todos los hombres de buena voluntad, sobre la dignidad del verdadero amor conyugal.

Ajenos en gran parte a esta gran apuesta de la Iglesia por una nueva cultura familiar, muchos se han sorprendido de que Benedicto XVI haya reivindicado la dignidad del amor humano en su primera encíclica. Aludiendo a la gran variedad de significados que la palabra “amor” posee en nuestra cultura, el Papa Ratzinger dice en la introducción de su encíclica Deus caritas est: “en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación con la cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor.”(DCE 2). El Papa apuesta por el eros, amor humano entre el hombre y la mujer, como el analogado próximo de toda forma de amor.

Pero ¿dónde nos quiere llevar este Papa? ¿Podrá el evangelio de Jesucristo ayudar a nuestras sociedades postmodernas a encontrar de nuevo la vía del amor? ¿No es más bien el modelo conyugal cristiano el principal perdedor en la batalla por la libertad sexual? ¿No es la Iglesia uno de los responsables de la situación actual por su tradicional rigidez moral ante el querer humano? ¿Cuál es en esencia la aportación que el cristianismo es capaz de dar a los jóvenes de hoy perplejos ante los avatares de la institución matrimonial? En este contexto encuentra toda su oportunidad los números del 61 al 66 dedicados a la moral de la sexualidad y la vida y a la moral social de la Instrucción Pastoral a la que se ha dedicado este ciclo de Conferencias.  En concreto quiero remarcar el párrafo 63 en el que nuestros Obispos nos advierten sabiamente de que “la banalización de la sexualidad” -del eros-  “conlleva la banalización de la persona”, e igualmente, que “ el matrimonio legítimo e indisoluble de un hombre con una mujer, abierto a la vida, es el fundamento de la sociedad y el lugar natural para la educación de los hijos”, y en consecuencia “los ataques al matrimonio que con frecuencia presenciamos no dejarán de tener consecuencias graves para la misma sociedad”.

Esta nítida posición del magisterio de nuestros Obispos nos da la base firme para afrontar nuestra humilde pero urgente reivindicación del valor liberador y humanizador del “eros” interpretado y vivido a la luz del Evangelio. En nuestro discurso seguiremos las huellas de la Encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI, que consideramos de gran actualidad para la educación de la juventud europea[6].

 

  1. La vía del amor y las aporías del libertinismo.

Según Benedicto XVI el amor humano basado en la diferencia sexual es el paradigma del campo semántico correspondiente en nuestra cultura al término “amor”. El “eros”, la experiencia más natural y espontánea en el hombre, que implica todos los niveles del ser humano –su corporeidad, su afectividad y su espiritualidad-, es vista por el Pontífice como prototipo del amor. Efectivamente, el Papa enseña que “entre el amor (eros) y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y complemente distinta de nuestra existencia cotidiana” (DCE 5).

Esta afirmación del Pontífice enlaza con las grandes tradiciones culturales y filosóficas de la humanidad. Platón diría que en “eros” nos habla una voz que no es nuestra razón calculadora, una voz que nos empuja a salir de nosotros mismos y a entregarnos a él, que nos enlaza con lo eterno. Pero el planteamiento de Benedicto XVI se funda sobre todo en la gran tradición bíblica. La experiencia del amor humano y del amor divino están íntimamente vinculadas en las Escrituras, sobre todo en el Cantar de los Cantares, pero también en los profetas Oseas y Ezequiel, los cuales –como recuerda Benedicto XVI- han descrito el amor de Dios por su pueblo con “audaces imágenes eróticas” (DCE 9).

En los tiempos modernos, sin embargo, se ha difundido la opinión, según la cual el cristianismo en general, y la Iglesia en particular, no ha sabido valorar la fuerza del amor humano. Para plantear esta objeción, Benedicto XVI trae a colación a Friedrich Nietzsche, quien con su lenguaje impactante dice en su obra Más allá del bien y del mal: “El cristianismo ha dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio” (DCE 3). En su lucha contra el cristianismo, responsable en su opinión de la degeneración de la cultura clásica, Nietzsche exaltaba la moralidad de Dionisos -la exuberancia de la vida no sometida a límites, natural e instintiva-, frente a la moral de Apolo -demasiado ordenada y racional-. Según el profeta de la muerte de Dios, el eros mortificado por una moralidad demasiado rígida no ha podido desarrollar sus energías. Aún así, ni siquiera Nietzsche era favorable a la liberación total de los instintos. En su ética el instinto debe estar al servicio de la voluntad de poder, lo que implica una cierta normatividad.

La visión de una sexualidad desinhibida y liberada de todo control moral ha sido, por el contrario, popularizada en el siglo XX por la llamada revolución sexual. Aunque ya el pensamiento libertino del XVIII sostenía una concepción ética similar, los libertinos no la proponían para toda la sociedad, sino sólo para el círculo restringido de los “iluminados”[7]. La revolución sexual del siglo XX, por el contrario, se inscribe en el gran movimiento social de liberación de los autoritarismos, que se expresa en formas diversas en el campo social y cultural, especialmente tras la segunda guerra mundial. Uno de los temas preferidos del antiautoritarismo es la abolición de la vieja moral sexual, impuesta por la tradición y la Iglesia. El hombre, liberado de toda constricción moral en su sexualidad, sería no sólo más feliz, sino también menos agresivo. Según ellos, es más bien la moral represiva impuesta por la tradición la que genera en el hombre las pulsiones agresivas.

Por suerte o por desgracia,  la historia de la agresividad doméstica, cada vez más documentada, es suficientemente amplia como para descartar esta hipótesis, que ya en su día no alcanzó la unanimidad ni siquiera en su entorno ideológico. De hecho, uno de los máximos representantes del pensamiento antiautoritario, Max Horkheimer, la criticó inclinándose más hacia Pablo VI y la encíclica Humanae vitae, que hacia el proyecto de revolución sexual de su colega Marcuse. El mismo Sigmund Freud, sostenía que la energía o impulso de la sexualidad dejado sin control se convertía en fuerza destructiva más que liberadora. En la persona madura, según Freud, junto al “principio del placer” es el “principio de realidad” el verdadero regulador de la satisfacción de los instintos.

Como hoy es reconocido por la ciencia, una personalidad madura sólo se  fragua a través de un proceso en el cual aprendemos a controlar la satisfacción inmediata de los impulsos del instinto. Sólo de este modo podemos dar unidad a nuestra personalidad. Quien no consigue hacerlo, permanece víctima de los impulsos primarios que provienen de su inconsciente. El eros vivido en este modo infantil y primario, puede también fácilmente llegar a usar de otras personas para alcanzar su satisfacción y termina por referirlo todo a sí mismo. En este modo, más que una fuerza en pro de la unidad personal individual, el eros se convierte en una fuerza disgregadora y antisocial. Benedicto XVI concluye su reflexión sobre el eros ebrio e indisciplinado diciendo: “Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser.” (DCE 4).

Este sano realismo no justifica, sin embargo, la sospecha sistemática ante el eros. Benedicto XVI se opone a la identificación, pesimista y puritana, del eros con el amor propio, egoísta y posesivo, y a su contraposición al agapé, presentado como puro amor desinteresado y específicamente cristiano. Pero esta unidad de eros y agapé merece un pequeño análisis.

 

 

3. La nefasta contraposición de eros y agapé.
 


    En su indagación sobre la esencia unitaria del amor, Benedicto XVI no sólo ha tenido que hacer frente a las formas infantiles y empobrecidas del eros interpretado hedonísticamente. Igualmente ha tenido que afrontar la contraposición puritana entre el amor humano y el agapé divino: “A menudo, en el debate filosófico y teológico, estas distinciones se han radicalizado hasta el punto de contraponerse entre sí: lo típicamente cristiano sería el amor descendente oblativo, el agapé precisamente; la cultura no cristiana por el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por el amor ascendente, vehemente y posesivo, es decir, el eros.” (DCE 7).

En el trasfondo de esta tesis pontificia es posible ver una alusión a la interpretación del binomio eros-agapé hecha por el pastor suizo Anders Nygren, el cual propició un animado debate sobre la naturaleza del amor en la teología del siglo XX.  Nygren parte de una fenomenología del amor meramente descriptiva. Sin detenerse a investigar la naturaleza íntima de tal fenómeno[8], reduce los diversos tipos de amor al binomio eros-agapé, que define como términos inconciliables. Al explicar el movimiento ascendente del eros, que busca sobre todo alcanzar su propia satisfacción egoísta, Nygren pretende hacer emerger la novedad del dinamismo descendente llamado agapé, defendiendo de este modo la sobrenaturalidad de la revelación cristiana[9]. Eros y agapé serían entonces dos fenómenos esencialmente contradictorios, que en el hombre histórico se encuentran mezclados, y frecuentemente enfrentados, sin verdadera posibilidad de reconciliarse[10]. Desde este planteamiento Nygren critica la teología de la caritas de Santo Tomás y del pensamiento católico en general.

La interpretación del eros de  Nygren tiene numerosos precedentes en la historia del pensamiento. En El Banquete de Platón,  una mítica sacerdotisa llamada Diotima explica el nacimiento de eros partiendo de Poros (la riqueza) y Penia (la pobreza)[11]. Eros recibe de su madre la precariedad y menesterosidad, y hereda de su padre la impetuosidad y el deseo de sabiduría. Se trata por ello de un dios dubitativo y débil, de actuar esencialmente paradójico.  Aunque Platón le atribuyó la motivación que nos hace tender hacia el Bien y la Belleza, el amor erótico es incapaz de alcanzar por sí mismo el contenido de la promesa que lleva inscrita en su interior. Este modo típicamente griego de explicar el amor humano tuvo su máximo representante en Aristóteles, que se sirvió del eros en su Metafísica para explicar la atracción de todas las cosas a partir del Motor Inmóvil. Como hace notar el actual Pontífice, “la potencia divina a la cual Aristóteles, en la cumbre de la filosofía griega, trató de llegar a través de la reflexión, es ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser – como realidad amada, esta divinidad mueve el mundo- , pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada.” (DCE 9).

Resultan evidentes los límites de análisis del eros en la filosofía griega. Todo pensamiento que no acepte la posibilidad de un amor que trascienda al eros cae irremediablemente en una contradicción interna, y acaba desconfiando de él. El eros para alcanzar su perfección necesita exactamente de aquello que el deseo no puede dar: recibir un don.

 

 

4. La unidad de eros y agapé en el amor humano.

    
¿Cuál es entonces la propuesta de la Encíclica DCE sobre el verdadero valor del eros? Para contestar esta pregunta  debemos recordar las principales enseñanzas de las catequesis sobre el amor humano Hombre y mujer del Siervo de Dios Juan Pablo II. En la interpretación del texto bíblico de la creación del hombre y la mujer Juan Pablo II destacó dos puntos esenciales para la correcta comprensión del valor del eros: el valor incomparable de la persona y la necesidad del otro inscrita en la misma naturaleza de la persona. El eros mismo, entendido como deseo de la comunión con el otro, es visto como parte del designio original de Dios sobre el hombre y por tanto cargado de valor y sabiduría.

En el plano existencial, el eros expresa la misma verdad que leemos en el Génesis: “No es bueno que el hombre esté solo”(Gn 2,18). El hombre no se basta a sí mismo, se encuentra a sí mismo sólo en la comunión con el otro, pero ese otro no puede ser visto sólo como objeto del deseo, como una cosa que meramente satisfaga nuestro deseo. Tratar al otro de ese modo sería humillarlo en su dignidad. El encuentro con el otro, que comienza con el deseo, conduce a la superación del deseo. La dignidad que cada persona posee, pide que siempre y en todo caso sea afirmada por sí misma, pero en el amor entre el varón y la mujer esta afirmación del otro, válida en todo caso, alcanza incluso un nivel superior de profundidad. Cada persona es única, pero en el amor del hombre por la mujer y de la mujer por el hombre la singularidad de la persona es descubierta en modo concreto y existencial: este hombre, esta mujer es única, única para mí entre todas las personas: “A nadie te pareces desde que yo te amo”, dijo el poeta[12].

¿Cómo responder adecuadamente a esta singularidad de la persona entre las personas? En ese momento nace en el corazón del hombre y de la mujer el deseo de darse al otro, es decir, el eros se convierte al mismo tiempo en agapé. La verdad, la plenitud del eros es precisamente ésta: por su propia dinámica interna el eros conduce al agapé. Si esta trasformación no ocurre, entonces el eros no ha encontrado su meta; en cierta manera, se ha traicionado su vocación consistente en descubrir la verdad más profunda del hombre: el hombre se encuentra a sí mismo sólo a través de la experiencia del don sincero de sí, cuyo destinatario es otra persona (Cfr. Gaudium et spes 24). Escribe Benedicto XVI: “Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente –fascinación por la gran promesa de felicidad-, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará “ser para” el otro.”(DCE 7). El don de sí al otro – agapé - se convierte así en una consecuencia natural del eros. El amor como deseo no es suprimido sino transformado. También la respuesta del otro al deseo del don recíproco es vivida como don – no puede ser pretendida o forzada, sino sólo libremente dada y acogida-.

En esta visión, que nace conjuntamente del corazón de la experiencia del amor humano y de la Revelación Bíblica, el eros es vivido como parte integrante del amor personal, amor que es a la vez deseo y afirmación de la persona. Sí, el amor como eros es deseo, pero el sujeto, cuando se confronta con la realidad concreta de la persona amada, ve que no puede tratarla como un simple objeto de complacencia. Impactado por su belleza es capaz de defenderla y protegerla sacrificándose a sí mismo.

 

 

5. La revelación en Cristo de la verdad del eros.

 

Este modo de entender el eros transforma y supera con mucho la concepción griega. Ciertamente para los griegos, el eros puede empujar al hombre hasta “morir por el otro”. En el Banquete, Platón habla de los héroes que movidos por “una condición extraordinaria de deseo (eros) de convertirse en famosos y adquirir una gloria inmortal” han llegado a sacrificar su propia vida[13](208 c). En esta concepción, el eros nos puede empujar hasta la realización de actos heroicos, pero no en el nombre de la grandeza de la persona del otro, sino de la gloria y el honor de la propia persona. Comentando este fragmento del Banquete, Guido Calogero dice que cuando se afronta la investigación del eros más típico, del amor de las personas, estas cuentan tan poco en el concepto de eros platónico que la tendencia por ellas, singularmente consideradas, es puesta en el escalón más bajo de las mejores formas del eros, y es destinada a la superación inmediata en un amor cada vez más generalizado y alejado de las personas concretas, en la ascensión hacia la realidad absoluta y la impersonalidad de la Idea. Un amor concebido como donación de sí y abnegación a favor de la otra persona no parece si quiera concebible[14].

Si consideramos la afirmación de Nietzsche desde este punto de vista, podemos decir que el filósofo alemán tenía razón al sostener que el cristianismo ha transformado profundamente el eros, pero la transformación realizada por el cristianismo no ha consistido en su envenenamiento, sino bien al contrario en su elevación. No es ilícito pensar que Nietzsche, gran conocedor y admirador de la cultura antigua, quería retornar precisamente a la concepción del eros en la que el amor sirve sobretodo a la autoafirmación del sujeto, al reforzamiento y al desarrollo de la voluntad de poder. Está claro que en este proceso los otros no son afirmados por sí mismos; son más bien la ocasión o el medio para la afirmación de sí mismo, así como en la concepción de Platón consistían sólo un escalón en la ascensión del sujeto hacia el mundo absoluto de las ideas. La gran novedad del cristianismo consiste precisamente en el descubrimiento de que tanto el Absoluto-Dios, como el ser humano son personas. Como persona el ser humano no puede ser instrumentalizado ni siquiera por los fines más altos: como persona, representa el fin más alto en el mundo visible, la imagen del mismo Dios. Así, el eros siempre apunta, en su nivel más profundo y auténtico, a la realidad personal por excelencia.

En resumen, podemos afirmar con seguridad que, contrariamente a lo que postula Nietzsche, el eros vivido en función de la afirmación de la propia voluntad de poder es verdaderamente un vicio. Pero entonces el cristianismo ha estado muy lejos de envenenar al eros, el evangelio no ha la sido ponzoña que lo ha hecho degenerar en vicio,  sino la medicina que lo ha sanado y dignificado al máximo liberándolo de su interna contradicción.

 

6. Conclusión: Cristo revela la fuerza invencible del eros.

    
Después de su elección, Benedicto XVI dijo: “Para poder decirle a alguno «tu vida es buena aunque yo no conozco tu futuro», son necesarias una autoridad y una credibilidad que es superior a la que el individuo puede darse a sí mismo”. Pero, ¿no es esto lo propio de la promesa matrimonial? ¿Acaso no consiste en hacer un acto de afirmación de la bondad de la vida del otro como un todo? La voluntad de prometerse en matrimonio, postula lo que podríamos llamar un “salto de fe”, una apuesta por el otro que implica toda la densidad de la existencia. El amor conyugal –su ser exclusivo y eterno-, conlleva de por sí pronunciar una palabra que, en efecto, es más grande de cuanto los esposos puedan prometerse por ellos mismos. Teniendo en cuenta este “salto”, esta superación de la propia capacidad a la hora de amar, es comprensible la angustia del amante: la tentación de desesperar del amor humano, de no ser capaz de cumplir lo prometido, de engañar. Oscar Wilde la describió gráficamente: “Toda persona que ama, mata”. El eros incluso transformado en agapé permanece siempre ambiguo, porque el hombre no puede cumplir plenamente la promesa que se ve impulsado a realizar. La misma entrega de su propio ser no basta. En El taller del orfebre, Karol Wojtyla afirma: “Es extraño, pero es necesario alejarse después el uno del otro, porque el hombre no consigue durar en el otro sin fin y el hombre no basta”.

Ante el matrimonio, los jóvenes de hoy se preguntan, quizá con más radicalidad que los de antes, si es posible vivir en la tierra el pleno don de sí; si existe verdaderamente el amor que no mata; si es posible vivir humanamente la plena comunión de vida y amor, el matrimonio indisoluble, la entrega irrevocable del propio ser.

Ante esta angustiosa pregunta no podemos dejarlos solos. El cristianismo es la Buena Noticia también para ellos: sí, en el mundo vivió un hombre que amó hasta el extremo para que los jóvenes de hoy puedan amarse como Dios los ama, como su corazón y todo su ser desea. Cristo es el hombre que supo amar sin matar, que nos enseñó a perdonar, que entregó libremente la vida por los que Él amaba, por todos. En Cristo el deseo de Dios –el eros divino- se expresó definitivamente como agapé:

 

“Esto es amor en su forma más radical.... Es allí en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esta mirada, el cristiano -todo hombre- encuentra la orientación de su vivir y de su amar. ”(DCE 12).

 

La verdadera alternativa que se presenta a nuestras sociedades no está en elegir entre humanismo permisivo o rigorismo puritano, sino en optar entre el pesimismo o la confianza cultural ante la fuerza del amor humano, entre la desesperación o la esperanza creyente en el valor del amor conyugal como motor de una existencia no miserable sino mucho más plena. Quien acierte hoy a reivindicar culturalmente la grandeza de la sexualidad y el amor humano, no sólo podrá mostrar a los jóvenes y al mundo la belleza incomparable de la institución matrimonial, sino que tendrá la clave del verdadero progreso, del futuro de la humanidad y de la evangelización del Tercer milenio.

 

 


 


[1] Cfr. Ricardo Benjumea, “Del matrimonio a la pareja. Familia en Occidente:¿individuo contra institución?” en Aceprensa 28 junio-4 julio-nº 72/06.

[2] Ramón García de Haro, Matrimonio e famiglia nei documenti del Magistero. Corso di teologia matrimoniale, Milano: Ares 2000, 70: “L`indisolubilità del matrimonio, diceva Voltaire, è una imposizione “barbarica e crudele”; in favore del divorzio stanno l`equità, la storia e l`esempio di tutti i popoli, “salvo il popolo cattolico romano”. Niente assicura di più la durata del matrimonio, argomenta Montaigne, che la posibilità del divorzio: “Quel che salvò il matrimonio a Roma, per tanto tempo colmo di onori e di salvezza, fu la libertà di romperlo. Amavano di più le loro mogli, nel timore di perderle”. Infine Kant fu tra i primi a negare che la procreazione fosse il fine proprio e intrinseco del matrimonio, affermando che la si poteva escludere per volontà dei coniugi.”.

[3]  Es muy interesante la propuesta de un grupo de expertos norteamericanos de elevar el nivel intelectual del debate público en torno al  matrimonio aprovechando la polémica entorno al “pseudo-matrimonio homosexual”. Cfr. Robert P. george – Jean Bethke Elshtain, “The meaning of Marriage. Family, state, market &morals”, Spence Publishing Company 2006.

[4] Benedicto XVI, Homilía 9 de julio de 2006

[5] Benedicto XVI, Ángelus 9 de julio de 2006.

[6] Al hacerlo me sitúo en el camino emprendido por la comunidad académica del Ponticificio Instituto Juan Pablo II y reflejado en el volumen La Vía del Amor. Reflexiones sobre la Encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI, L. Melina-C. A. Anderson eds., Burgos - Vaticano: Monte Carmelo – Pontificio Instituto Juan Pablo II, 2006. En particular me he inspirado en los artículos que en dicho volumen han publicado los profesores  Jaroslaw Merecki y Antonio Prieto. 

[7] Cfr. Rocco Buttiglione, L`uomo e la famiglia, Roma, Dino Editore, 1991,239-244.

[8] J.J. PÉREZ-Soba, <>. Estudio de la interpersonalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino, Roma: Pul-Mursia 2001, 25.

[9] Cfr. A. Nygren, Érôs et Agapé. La notion chretienne de l`amo,ur et ses transformations, II Paris: Aubier Montaigne 1962, 10.

[10] Cfr. ibid. I, 49.

[11] Cfr. Platón, El Banquete o del amor, en Platón, Obras completas, Madrid: Aguilar 21979, 584.

[12] Cit. En T. MELENDO, Introducción a la Antropología: la persona, Madrid, Eiunsa, 2005, 119.

[13] Platón, El Banquete o del amor, en Platón, Obras completas, Madrid: Aguilar 21979, 588.

[14] Cfr. G. Reale, Eros. Dèmone mediatore, Milano: Rizzoli 1997, 196.