La salvación: relación entre Cristo y los hombres

Cfr Ocáriz, Mateo-Seco, Riestra, El misterio de Jesucristo, 2ª ed. Eunsa 1993, pp. 435-452

Sumario

Introducción.- 1. El amor redentor.- 2. El sufrimiento de Dios en Cristo.- 3. Universalidad de la Redención.- 4. La relación actual de salvación entre Cristo y los hombres.

Introducción

En su conversación con Nicodemo, Jesús apunta hacia la causa que subyace al hecho de que Dios, en su plan salvador ?en la oeconomia salutis?, haya elegido la muerte del Hijo como causa de nuestra salvación: tanto amó Dios a este mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16). La Redención es obra de amor e iniciativa divina; es obra también de sufrimientos y de muerte: Dios experimenta el dolor y la muerte en la Humanidad del Verbo. De igual forma que se dice que Santa María es Madre de Dios, porque es Dios mismo el que es concebido por ella en su Humanidad, también puede decirse con todo rigor que Dios muere en la cruz, pues experimenta la muerte en su Humanidad.

1. El amor redentor

Todo el misterio de la Encarnación y de la Redención ?el misterio de Cristo?, constituye la suma revelación del amor de Dios: amor del Padre a Jesús; amor de Dios al mundo, fidelidad de su amor al hombre; amor de Jesús al Padre, al que obedece amorosamente hasta la muerte; amor de Jesús a los hombres, que El compara al amor del Padre hacia el Hijo: Como el Padre me amó, yo también os he amado (Jn 15,9); amor que le lleva hasta dar la vida, pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos (Jn 15,13); el Espíritu Santo, Amor-Persona, lleva la obra de nuestra salvación hasta su pleno cumplimiento.

Como escribe Pío XII, «el misterio de la Divina Redención es propia y naturalmente un misterio de amor: es decir, un misterio de amor justo por parte de Cristo hacia el Padre celeste, a quien el sacrificio de la cruz, ofrecido con ánimo amante y obediente, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por las culpas del género humano (...). Además, el misterio de la Redención es un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y del Redentor divino hacia la humanidad entera» [146].

Ciertamente, en la Redención brilla también la justicia divina, pues Dios ha elegido para la salvación del género humano una satisfacción adecuada por el pecado. Pero brilla, sobre todo, su amor misericordioso, pues ha sido el mismo Dios quien, en la Humanidad del Hijo constituido Cabeza de la humanidad, ha ofrecido una tal satisfacción. Aquí se revela en forma especial el misterio del amor infinito de Dios, en el que están unidas justicia y misericordia: «la cruz de Cristo, sobre la que el Hijo, consustancial con el Padre, rinde plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, o sea, del amor que se opone a todo lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: contra el pecado y la muerte» [147].

2. El sufrimiento de Dios en Cristo

En la obra de la Redención, el amor de Cristo ?el amor humano de Jesús, que es revelador del infinito amor divino? se manifestó de modo particularmente elocuente en el sufrimiento. Se trata de verdadero sufrimiento humano. La Humanidad de Cristo, en efecto, era verdaderamente pasible y estaba verdaderamente sujeta al dolor. Así se refleja con claridad en los evangelios, donde vemos a Jesús pasar hambre, sed, cansancio (cfr p.e., Mt 4,2; Lc 4,7; Jn 4,6-8), tener emociones psicológicas de alegría y de tristeza (cfr p.e., Mc 3,5; 9,19; Lc 19,41; Jn 11,33-38) etc., hasta sufrir el sumo dolor de la muerte en Cruz.

A pesar de esta evidencia, los docetas y algunos monofisitas se negaban a aceptar la existencia de dolor en Cristo, e incluso su misma capacidad de padecer, es decir, su pasibilidad. La razón de fondo, en los docetas, es su rechazo a aceptar la realidad del cuerpo de Cristo ?lo concebían como mera apariencia? y, en consecuencia, la existencia de todo dolor sensible en Cristo, pensando que ambas cosas ?dolor y cuerpo verdadero? eran indignas de Dios [148]. A parecido rechazo llegaron algunos monofisitas, al concebir que en la unión hipostática lo humano queda absorbido por lo divino. En este caso, era lógico pensar que la pasibilidad connatural a la naturaleza humana había quedado absorbida por la impasibilidad propia de la naturaleza divina [149].

Aunque por razones bien contrarias a los monofisitas, el planteamiento de Nestorio llega a una conclusión parecida: al concebir la unión hipostática como una unión moral, aunque acepte que la Humanidad de Jesús sufre, no capta que es el mismo Verbo quien sufre en esa humanidad. De ahí que en los Anatematismos de San Cirilo se insista en que el Verbo ha padecido en la carne [150].

Algunos Padres y teólogos medievales opinaron que la unión hipostática hacía necesariamente impasible a la Humanidad del Señor. Pensaban, en efecto, que una unión tan estrecha como es la unión en unidad de persona debía comunicar a lo humano, en la medida de lo posible, los atributos de la Persona del Verbo. Esa comunicación la veían realizada en la glorificación de Cristo. De ahí que pensasen que la impasibilidad era connatural a Cristo, y dijesen que fue necesario un milagro para que pudiese padecer [151], con lo que, dado que aceptaban la realidad de los padecimientos de Jesús, se veían forzados a aceptar que toda su vida en la tierra fue un milagro permanente.

Parece mucho más lógico aceptar que la capacidad de padecer era connatural a Cristo, es decir, que el Verbo asumió una naturaleza humana, pasible en sí misma, que sufría naturalmente las acciones de los elementos que harían sufrir a un hombre normal. En otras palabras, para sufrir el cansancio del camino, Jesús no tuvo que hacer ningún milagro; simplemente tuvo que caminar un largo trecho, de igual modo que, para que las torturas de la Pasión le mataran, no fue necesario ningún milagro, simplemente fue necesario sufrir tales torturas [152]. Como se dice en el Concilio de Florencia, Cristo «era pasible por la condición de la naturaleza que había asumido» [153].

La mayor parte de los teólogos, como ya se ha dicho, piensan que Cristo gozó en esta vida de la ciencia de visión. A este conocimiento se le llama también visión beatífica, porque causa la suma felicidad. Así sucede en el cielo: a la visión intuitiva y facial de Dios, sigue inevitablemente el amor, y a éste se encuentra indisolublemente ligada la suprema felicidad. La existencia de ciencia de visión en Cristo hay, pues, que entenderla coexistiendo al mismo tiempo con su capacidad de padecer, pues en la Sagrada Escritura aparece claramente expresada la pasibilidad de Cristo y que el dolor le era connatural por la carne asumida.

La existencia de ciencia de visión en Cristo se apoya en sólidos argumentos teológicos [154]. También es clara la existencia del dolor. Para explicar la coexistencia del dolor y de la suma felicidad en Cristo, la teología suele ofrecer diversas soluciones. La más general es recurrir a la idea de que su felicidad tiene lugar, por así decir, «en el centro del alma», mientras el dolor es padecido en las facultades y potencias. Esta es la solución propuesta por Santo Tomás y seguida por la mayor parte de los teólogos, y significa que la suma felicidad que acompaña a la visión beatífica no se difundía a toda la humanidad del Señor [155].

Esta «no redundancia» de la gloria del alma de Cristo en toda su Humanidad tiene lugar ?según el mismo Santo Tomás? por una dispensación de la providencia divina [156]. Conviene recalcar que, en la doctrina de Santo Tomás, semejante dispensación no tiene carácter de milagro, sino de algo connatural, resultante del modo en que ha sido querida la Encarnación por la providencia de Dios [157]. En cualquier caso, es claro el camino elegido por Santo Tomás para acercarse a contemplar el misterio que supone la existencia del sumo dolor y del sumo gozo en el mismo sujeto: se trata de un camino que quiere evitar la contradicción que se daría, si se dijese que el mismo sujeto gozaba y sufría al mismo tiempo y en el mismo punto. Este camino, por otra parte, tiene una constatación clara: el cuerpo de Cristo no fue glorificado hasta la resurrección, lo que quiere decir que antes la gloria del alma no se difundía en él.

La explicación dada por Santo Tomás, sin embargo, no satisface a todos. Así algunos, como Aureola, dicen que Cristo no sufrió más que en la parte sensitiva del alma; Melchor Cano, Valencia y otros dijeron que Cristo no quiso recibir el gozo que se deriva de la visión beatífica [158]. Otros prefieren obviar el problema hablando de la ciencia de visión en Cristo, pero considerándola «no como ciencia objetivante, sino como subjetiva, corno la percepción íntima de Jesús de su filiación divina y de su unión con Dios» [159]. El problema sigue siendo el mismo: o esa percepción «subjetiva» es clara visión de Dios y, entonces ha de ser necesariamente beatificante, o es una experiencia perteneciente, de una forma o de otra, al género de las experiencias místicas, en cuyo caso no se trata de la visión beatífica y, por lo tanto, no tiene lugar el problema que se intenta solucionar.

En cualquier caso, no puede olvidarse que si ya el dolor humano es, de algún modo, un misterio, el dolor de Cristo lo es aún más. Lo es, como acabamos de ver, por el hecho de la riqueza única e incomparable de su vida interior. En efecto, decir que Cristo tiene la absoluta plenitud de gracia comporta decir que goza de la visión beatífica, que es el sumo grado de gracia; pero están inequívocamente expresados en la Sagrada Escritura los sufrimientos del Señor. La aceptación de ambos extremos comporta, por parte de la teología, el intento de asomarse al profundo misterio del alma de Cristo, para atisbar cómo, durante la Pasión, coexistían en ella el sumo dolor y el sumo gozo.

Existe otro aspecto del misterio, más arduo para nuestra inteligencia, si cabe hablar así. Se trata de una consecuencia que se deriva de la unión hipostática: el sufrimiento de Cristo es sufrimiento de Dios. En efecto, «cuando la Humanidad de Cristo sufre, en el cuerpo o en el alma, es el Yo de Cristo el que sufre, es decir, la Persona del Verbo, no porque el dolor afecte a la Divinidad, sino porque es el Verbo el que sustenta el ser de esta Humanidad, la cual subsiste en El corno en su propia Persona, y de El depende en todo su ser y todo su obrar. Pensar en Cristo Hombre que sufre como nosotros, y el Verbo ajeno a este dolor equivale a eliminar todo misterio de la Pasión de Cristo y quitarle todo su infinito valor redentor» [160]. Se plantea aquí el núcleo más profundo del misterio del dolor en Cristo: su dolor es dolor del Verbo. Ciertamente, el Verbo sufre en su humanidad, o con su humanidad, pero el misterio no se puede solucionar por el fácil expediente de entender esta afirmación en clave nestoriana ?como si se tratase del dolor de dos sujetos relacionados con mayor o menor intimidad?, sino manteniendo los dos términos del misterio: que el Verbo sufre en Cristo ?es decir, que quien sufre es un sujeto que es Dios?, y que la Divinidad, sin embargo, es impasible. Esta impasibilidad divina de que se habla en la Revelación es una manifestación de la infinita perfección de Dios, y no puede confundirse ni con la indiferencia, ni con la ataraxia.

Cuando hablamos del sufrimiento de Dios en Cristo, la noción de sufrimiento se toma en todo su significado y en todas sus resonancias humanas. Dios ha querido hacer suyos todos estos sufrimientos nuestros, pues «el hombre que sufre es en persona el mismo Unigénito: "Dios de Dios"» [161]. Por esto, el misterio del sufrimiento de Dios es, antes que nada, el misterio de la Encarnación; Encarnación que hizo posible que, en el Gólgota, veamos a «Dios crucificado» [162], porque «el Impasible ha padecido en la carne, el Inmutable ha muerto» [163]. En la luz de este hecho tremendo de un Dios que sufre, encuentra sentido y valor el dolor humano ?también el dolor de los inocentes?, que Dios permite como camino para nuestra identificación con Cristo Redentor, como medio de purificación espiritual, como ocasión de manifestar, también nosotros, la verdad de nuestro amor [164].

La expresión dolor de Dios ha encontrado en las plumas de algunos teólogos, sobre todo en las últimas décadas, una acepción distinta de aquella en que hasta aquí la hemos venido utilizando. Estos teólogos hablan del dolor de Dios refiriéndolo no ya al aspecto del sufrimiento humano de Dios en Cristo ?es decir, enmarcado en el misterio de la Encarnación del Verbo?, sino afirmando la existencia de un sufrimiento de Dios en sí mismo, en su intimidad, considerando, por tanto, el misterio de la cruz, como un suceso intratrinitario, del que el dolor de Cristo no sería más que un reflejo o un aspecto [165].

De una forma o de otra, utilizando a la cruz como pretexto, se presenta a la Divinidad como un gigantesco proceso dialéctico del que la historia humana es, a la vez, realización y reflejo. Buen ejemplo de ello es la filosofía de Hegel [166]. En su base se encuentran las variadas teologías kenóticas del siglo XIX. En ellas, la kénosis del Verbo en el acto de encarnarse es entendida como autolimitación de lo divino; los mismos autores piensan que después, tras la resurrección, el atributo divino de omnipresencia otorga la ubicuidad a la humanidad de Jesús [167]. Se trata, en definitiva, de una incorrecta aplicación de la communicatio idiomatum, que es consecuencia de un velado monofisismo. Como hace notar Michel, las teorías kenóticas tienen su origen en la dificultad de concebir dos naturalezas completas ?conservando cada una sus propiedades sin división ni mezcla?, unidas en la unidad de una única persona. De ahí que los argumentos que usan e incluso los problemas que plantean sean en el fondo los mismos de Arrio, Apolinar y, en general, los de los monofisitas [168].

El problema planteado con esta teología del dolor de Dios, en cierto sentido, no es cristológico, sino trinitaria, o, si se quiere decir con mayor precisión, se trata de un problema trinitario surgido con motivo de una incorrecta posición en cristología. Al no aplicar correctamente la communicatio idiomatum en Cristo, no se acepta con todas sus consecuencias el célebre immutabiliter del Concilio de Calcedonia, y se cae en un monofisismo que choca de frente con la omniperfección e inmutabilidad divinas [169]. De ahí que, en estos autores, hablar del dolor de Dios sea hablar de la mutabilidad divina [170].

Puede decirse con justicia que, con semejantes planteamientos, de una forma o de otra, nos encontramos con posiciones similares a las del antiguo teopasquismo, de origen monofisita [171].

En este aspecto, es necesario decir que no se puede admitir una tal pasibilidad en Dios. Aunque es claro que las fórmulas usadas al hablar del dolor de Dios en Cristo son percibid as muy limitadamente por nosotros, pues no somos capaces de captar en toda su profundidad la estrecha unión del Verbo con su carne sufriente ?es el Verbo quien sufre en su carne?, «la cristología de la Iglesia no acepta que se hable formalmente de pasibilidad de Jesucristo según la divinidad» [172]; tampoco se puede hablar formalmente de mutabilidad y pasibilidad en Dios [173].

Finalmente, al hablar del dolor de Dios, otros autores, respetando la afirmación de la inmutabilidad divina, intentan aplicar a este dolor la noción de sufrimiento, purificándola de todo aquello que comporta materialidad, pasibilidad, imperfección [174], y, por lo tanto, purificando la noción de dolor de todo lo que no es compatible con la infinita perfección de Dios. Así, estamos de nuevo ante el gran misterio de Dios en su relación con el mundo y con el hombre. Es una cuestión abierta a la profundización teológica, en la que la inmutabilidad divina ?entendida correctamente?, constituye un punto clave e irrenunciable; se trata de la inmutabilidad correspondiente a la infinita perfección de la vida divina, y, por lo tanto, no opuesta ni a la libertad, ni al amor de Dios. Una inmutabilidad que nada tiene que ver con la indiferencia, ni con la ausencia de vida.

«La piedad cristiana siempre rehusó la idea de una Divinidad a la que de ningún modo llegaran las vicisitudes de su creatura; incluso era propensa a conceder que, como la compasión es una perfección nobilísima entre los hombres, también existe en Dios, de modo eminente y sin imperfección alguna la misma compasión, es decir, la inclinación (...) de la conmiseración, no la falta de poder (León I), Y que ella es conciliable con su felicidad eterna. Los Padres llamaron a esta misericordia perfecta con respecto a las desgracias y dolores de los hombres, pasión de amor, de un amor que en la Pasión de Jesucristo llevó a cumplimiento y venció los sufrimientos (cfr Gregario el Taumaturgo)» [175].

Cuando, dentro de los límites indicados, se afirma un sufrimiento de Dios en Sí mismo, nos encontramos, obviamente ante una atribución analógica. Por tanto, es afirmar en Dios «algo» semejante y al mismo tiempo mucho más desemejante a lo que entendemos por sufrimiento. Como nuestra noción de sufrimiento tiene un prevalente significado de mutabilidad y pasibilidad, si la aplicamos a Dios en Sí mismo, debemos purificada de muchas de las resonancias intelectuales y, sobre todo, afectivas, que la palabra sufrimiento produce en nuestro ánimo.

Como escribe Juan Pablo II, «la concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios, se da un amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar: Estoy arrepentido de haber hecho al hombre (cfr Gen 6,7) (...). Pero a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre que siente compasión por el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inescrutable e indecible dolor de padre engendrará sobre todo la admirable economía del amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado. Para que prevalezca el don (...). En la boca de Jesús Redentor, en cuya humanidad se verifica el sufrimiento de Dios, resonará una palabra en la que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: Siento compasión (cfr Mt 15,32; Mc 8,2)» [176].

3. Universalidad de la Redención

El Señor ha muerto por todos los hombres y, en consecuencia, «el hombre ?todo hombre sin excepción alguna? ha sido redimido por Cristo, porque con el hombre ?cada hombre sin excepción? se ha unido Cristo de algún modo, incluso aun cuando ese hombre no es consciente de ello» [177].

Jesucristo ha redimido a todos los hombres de todos los tiempos: por todos ha muerto Cristo (2 Cor 5,15; cfr Rom 5,18). Jesús, como afirma San Juan, es víctima de propiciación por nuestros pecados; no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero (1 Jn 2,2). Estas palabras fueron más tarde recogidas por el Concilio de Trento, para enseñar esta verdad de fe [178]. Ya en el Concilio de Quiercy (año 833), se afirmó que «no hay, hubo o habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo Señor nuestro» [179], en contra de la doctrina de Gottschalk (Gotteschalcus), que afirmaba una doble predestinación: a la gloria y a la condenación. Y cuando los jansenistas afirmaron que Cristo murió sólo por aquellos que, de hecho, se salvan, el Papa Inocencio X condenó tal tesis como herética [180]. Pocos años más tarde, también en contra del jansenismo, Alejandro VIII reafirmó la verdad de la universalidad de la Redención [181]. Cristo ha muerto por todos los hombres.

La universalidad de la Redención no significa que necesariamente todos los hombres hayan de salvarse. Es verdad que todo hombre, sin excepción alguna, ha sido redimido por Cristo; pero todo hombre puede rechazar la salvación que se le ofrece; para ser salvo, el hombre debe recibir en sí el efecto de la Redención. La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos (cfr 2 Cor 5,15), da al hombre, mediante su Espíritu, luz y fuerza para que pueda responder a su suprema vocación; no ha sido dado en la tierra otro nombre a los hombres por el que puedan ser salvos (cfr Act 4,12). Por tanto, cuando un hombre no se salva, no es porque Cristo no le haya redimido, sino porque él ha rechazado la gracia de la redención. Como señalaba San Juan Crisóstomo, «si por gracia, dice, ¿por qué no nos salvamos todos? Porque no queréis. Pues la gracia, aunque sea gratuita, salva a los que no a los que no quieren, a los que la rechazan» [182]. Pero aunque algunos rechacen la gracia de la Redención, Cristo «murió ciertamente por todos, para, por lo que a El respecta, salvar a todos» [183].

Esta distinción entre la redención objetiva (la redención operada por Cristo, que es absolutamente universal) y la redención subjetiva (la salvación hecha efectiva en cada hombre, porque los hombres pueden no salvarse), es clara manifestación del respeto divino por la libertad humana. «El Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados; prefiere hijos libres» [184]. Por esto, como escribe San Agustín, «el que te ha hecho a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti» [185].

La Redención es objetivamente universal no sólo porque Jesucristo haya ganado la posibilidad de salvación para todos los hombres, sino porque El ofrece de hecho a todos y a cada uno de los hombres los medios suficientes para alcanzar la salvación. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4); y a todos ofrece gracia suficiente para que, si libremente la aceptan, alcancen la gloria.

Por esto, la Iglesia enseña que ningún hombre se condena porque no haya tenido la posibilidad de salvarse. Esta posibilidad se ofrece a los hombres principalmente mediante la predicación y los sacramentos de la Iglesia; pero también a aquellos que, sin culpa, no han recibido esa predicación y esos sacramentos, Dios ofrece, de modo oculto para nosotros, la posibilidad de recibir la gracia de Cristo y de llegar después a la vida eterna: «la universalidad de la salvación no significa que se conceda solamente a los que, de modo explícito, creen en Cristo y han entrado en la Iglesia. Si es destinada a todos, la salvación debe estar en verdad a disposición de todos. Pero es evidente que, tanto hoy como en el pasado, muchos hombres no tienen la posibilidad de conocer o aceptar la revelación del Evangelio y de entrar en la Iglesia. Viven en condiciones socioculturales que no se lo permiten y, en muchos casos, han sido educados en otras tradiciones religiosas. Para ellos, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada a su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo: ella permite a cada uno llegar a la salvación mediante su libre colaboración» [186]. Sin embargo, esto no diminuye la importancia de la misión de evangelizar confiada por Jesús a la Iglesia [187], porque la doctrina y los sacramentos de Cristo hacen que el hombre pueda vivir más fácilmente una recta vida moral (indispensable para la salvación), y porque la unión con Cristo a través de la fe y de los sacramentos es un altísimo bien que prepara, ya en la tierra, una incomparable gloria en el Cielo.

4. La relación actual de salvación entre Cristo y los hombres

Después de la Ascensión, Jesús no desapareció del horizonte de nuestra existencia, porque El es la Cabeza de la Iglesia, y «con la grandeza de su potencia domina todos los seres celestes y terrestres, y con su supereminente perfección y operación, llena dé las riquezas de su gloria todo su cuerpo» [188].

La Iglesia es este Cuerpo de Cristo (cfr Ef 1,20-23), porque de El, como de la Cabeza, recibe constantemente la vida divina, la gracia de la salvación [189]. Esta verdad perteneciente a la fe ha sido enseñada insistentemente por el Magisterio. Especialmente en la encíclica Mystici Corporis se expone ampliamente esta verdad de fe [190]. La analogía entre Cristo y la Iglesia con la cabeza y el cuerpo ?contenida en la Sagrada Escritura, cfr Ef 1,20-23; Col 1,18?, tiene un significado claro: de modo semejante a como la cabeza es la parte más alta, y mueve al resto del cuerpo, así, por la proximidad a Dios, Cristo posee la gracia más elevada e infunde la gracia a todos los miembros de la Iglesia [191].

La relación de todo miembro de la Iglesia con Cristo, que puede tener muchos aspectos y manifestaciones, en su raíz, es una unión espiritual. «Esta unión de Cristo con el hombre, es en sí misma un misterio, del que nace el hombre nuevo llamado a participar en la vida de Dios (cfr 2 Pet 1,4), creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad (cfr Ef 2,10; Jn 1,14.16)» [192]. El «hombre nuevo», llamado a participar de la vida de Dios, nace de la unión con Cristo, porque el principio de la vida nueva es la gracia, y ésta es en el hombre una participación de la gracia que llena plenamente el alma humana de Cristo: su gracia capital.

San Juan, después de presentamos a Cristo como Aquel que está lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14), añade: De su plenitud, hemos recibido todos gracia sobre gracia (Jn 1,16). La gracia, que constituye al hombre en hijo de Dios, como «hombre nuevo», no sólo nos viene por Cristo, sino que también nos viene de Cristo; Jesús no sólo ha merecido la gracia para nosotros y la produce en nosotros, sino que además esta gracia es participación de la plenitud de gracia que colma su Santísima Humanidad. El alma de Cristo posee la gracia en toda su plenitud; esta eminencia es la que le capacita para comunicada a los demás; por eso, la gracia habitual, que santifica el alma de Cristo, y la que le pertenece como Cabeza de la Iglesia y principio de santidad de todos los hombres son la misma. Entre ambas sólo existe una distinción de razón: como habitual, dice relación a la santificación de su alma, y como capital, a la causalidad de la misma gracia en todos los hombres [193].

Así, Aquel que era ya semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado, nos hace semejantes a El en el orden sobrenatural de la deificación: en la gracia y en la gloria. Precisamente por esto, podemos decir que Cristo es la fuente de toda santidad en la Iglesia. Así como Dios es el principio universal del ser, Cristo en cuanto hombre es principio de toda gracia, pues de modo análogo a como Dios da el ser a todas las criaturas, toda la gracia que tienen los hombres es infundida por Cristo a través de su Humanidad, en cuanto instrumento unido a la Divinidad [194]. La Humanidad del Verbo no es sólo santa, sino también santificante, pues por su santidad son santificados los hombres [195].

La participación de la gracia de Cristo comporta nuestra unión con El, mediante su presencia en nosotros. Como escribe San Agustín, el Señor, haciéndonos miembros suyos, hace que también «en El seamos nosotros Cristo» [196]. Este ser en Cristo (cfr también Rom 6,11; Gal 3,28; Ef 2,5-6), esta unión de Cristo con cada hombre en gracia, no significa que haya una omnipresencia de la Humanidad de Jesús ?tal afirmación fue condenada en el Concilio II de Nicea, en el año 787 [197], ni tampoco una inhabitación física del cuerpo del Señor en los fieles. Esta unión de Cristo con el hombre significa una presencia virtual, es decir, operativa, de la Humanidad de Jesús en el hombre que está en estado de gracia [198].

La presencia virtual ?operativa? de la Humanidad de Cristo en el hombre lleva, de por sí, a la identificación del hombre con Cristo. Por esto, «el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo» [199]. La eficacia santificante de la presencia virtual de la Humanidad del Señor en el hombre es constante mientras el hombre permanezca en estado de gracia, y adquiere un especial valor de salvación en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, en la que hay no sólo una presencia virtual de la Humanidad de Jesús, sino también una presencia sustancial. Por esto, en la Eucaristía no sólo encontramos la fuerza santificadora de Cristo, sino al mismo Cristo, verdadera, real y sustancialmente presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Y por eso, «en la Eucaristía se resume todo el bien espiritual de la Iglesia» [200].

Señalemos, en fin, que la identificación con Jesús ?que puede y debe ser una realidad creciente en la vida temporal de todo hombre?, alcanzará su plenitud sólo al final de los tiempos, cuando nuestro Señor volverá visiblemente a la tierra como Juez universal (cfr Mt 24,29-31), y transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo (Fil 3,21). En otras palabras, la Historia Sagrada no acaba con el Nuevo Testamento; aún hay un misterio de Cristo que esperamos: la Parusía; por eso, nuestro tiempo ?el tiempo de la Iglesia en la tierra? es un tiempo de salvación, ya alcanzada, pero también es un tiempo de salvación que aún no ha llegado a su definitiva plenitud. Las palabras finales del Apocalipsis expresan esta tensión escatológica: ¡Ven, Señor Jesús! (Apoc 22,20).

Notas

[146] Pío XII, Enc. Haurietis aquas, cit.: AAS 48 (1956) 321-322. Sobre la centralidad del amor en la Redención, cfr M. Richard, La Rédemption, mystere d'amour, RSR 13 (1923) 193-217; 397-418.

[147] Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, cit., n. 8. Cfr S. Di Giorgi, Il Mistero Pasquale, rivelazione del Mistero del Padre, en VV. AA., Dives in misericordia. Commento all' Enciclica di Giovanní Paolo II, cit., 94-95. Sobre la justicia divina como amor que justifica y salva, cfr también J. Galot, La Rédemption, mystere d'Alliance, cit., 81-107.

[148] Como se ha visto ya anteriormente, los Padres de la Iglesia reaccionaron vigorosamente ante semejante negación de la realidad de la Encarnación. Cfr p.e., S. Ignacio de Antioquía, Ad Polycarpum, 3, 2 (PG 5, 721); S. Justino, Apología I, 52 (PG 6, 404); Apología II,13 (PG 6, 465); Tertuliano, Adv. Praxeam, 27 (PL 2, 190; Adv. Marcionem, 3, 8, PL 2,331).

[149] Cfr M. Jugie, Monophysisme, DTC X, esp. 2225-2226.

[150] «Si alguien no confiesa que el Verbo de Dios ha padecido en la carne, y ha sido crucificado en la carne y ha gustado la muerte en la carne (...) sea anatema» (Anathem 12: DS 263).

[151] Cfr Clemente de Alejandría, Stromata, VI, 9, 71 (2 PG 9, 292).

[152] Esto no significa que el Señor ?dueño de la vida y de la muerte? no tuviese el poder de rechazar esos sufrimientos, sino que esos sufrimientos eran connaturales a la carne asumida (cfr Jn 10,18; cfr también S.Tomás de Aquino, STh III, q. 47, a. 1).

[153] Conc. de Florencia, Bula Cantate Domino, cit. (DS 1337).

[154] Cfr capítulo IV, n. 3, b), iii).

[155] A la pregunta de si, en la Pasión, toda el alma de Cristo gozaba de la visión beatífica, contesta Santo Tomás: «Si se toma toda el alma según su esencia, hay que decir que gozaba toda el alma, en cuanto que es sujeto de la parte superior del alma, a la que pertenece gozar de la divinidad (...) pero si tomamos toda el alma como todas sus potencias, así hay que decir que no toda el alma gozaba (...), porque mientras Cristo era viador, la gloria de la parte superior del alma no redundaba en la parte inferior, ni del alma al cuerpo. Y al revés, porque la parte superior del alma no era impedida por su parte inferior, síguese que, aún mientras padecía Cristo, gozaba la parte superior de su alma» (S. Tomás de Aquino, STh III, q. 46, a. 8). El problema que plantea la solución aducida por Santo Tomás radica en que semejante distinción entre la parte superior y la inferior del alma puede parecer más retórica que real, pues la tristeza ?que es pasión espiritual? forma parte de los dolores de la Pasión; ahora bien, decir que el gozo tiene lugar en una «parte» distinta del alma que aquella en la que se padece la tristeza, no se entiende fácilmente, sobre todo, si se considera la simplicidad del alma. No obstante, la solución de Santo Tomás no es, sin más descartable, porque una misma alma puede gozar por un motivo y sufrir, a la vez, por otro.

[156] «Según la natural relación que existe entre el alma y el cuerpo, de la gloria del alma redunda la gloria al cuerpo; pero esta natural relación (habitudo), en Cristo, estaba sometida a la voluntad de su divinidad; ésta hizo que la felicidad permaneciese en el alma y no se difundiese al cuerpo, de forma que la carne padeciese lo que corresponde a una naturaleza pasible, según lo que dice el Damasceno: por beneplácito de la voluntad divina, se permitía a la carne padecer y obrar lo que le era propio» (S. Tomás de Aquino, STh III, q. 14, a. 1, ad 2).

[157] Cfr J.H. Nicolás, Synthese dogmatique, cit., 408-409.

[158] Cfr Capreolo, III, d. 16, q. 1, a. 2. La refutación que hacen los Salmanticenses de esta posición es fácil: el dolor de Cristo fue también un dolor espiritual, como el dolor por los pecados y la misma tristeza; la posición de M. Cano parece también inaceptable ?aunque muestra la dificultad de la solución propuesta por Santo Tomás?, pues parece contradictorio ver a Dios cara a cara y no gozar con esa visión (cfr R. Garrigou-Lagrange, De Christo Salvatore, cit., 464-465).

[159] Así, entre otros, M. González Gil, Cristo, el misterio de Dios, cit., n, 70.

[160] P. Parente, Il mistero di Cristo, Ares, Roma 1958, 57-58.

[161] Juan Pablo II, Carta Apost., Salvifici doloris, cit., n. 17.

[162] Tertuliano, Adv. Marcionem, 2, 27 (PL 2, 345).

[163] Hipólito, De sancto Paschate, frag. 2, en GCS, Hyppolitus Werke, t. l, p. II, 259.

[164] Cfr Juan Pablo II, Carta Apost. Salvijici doloris, cit., 14-27; cfr también J .H. Nicolás, L'amour de Dieu et la peine des hommes, Beauchesne, París 1969.

[165] Exponente típico de este planteamiento, que tiene sus raíces en lo que Lutero entiende por theologia crucis, es J. Moltmann. Según apreciación de Moltmann, en la teología evangélica de la cruz, «se llega a una comprensión más rica y profunda de la pasión trinitaria de Dios» (J. Moltmann, Ecumenismo bajo la cruz, en VV.AA., Teología de la cruz, Sígueme, Salamanca 1979, 165). Esta comprensión «más rica» consiste en que se piensa que «el Padre sacrifica al Hijo de su amor eterno para convertirse en Dios y Padre que se sacrifica. El Hijo es entregado a la muerte y al infierno para convertirse en Señor de vivos y muertos» (Ibíd., 167). Y un poco más

adelante, afirma: «En la noche del Gólgota, Dios realiza la experiencia del dolor, de la muerte, del infierno en sí mismo» (Ibíd. 177). Se trata, por tanto, según el pensamiento de Moltmann, de colocar la cruz en el seno mismo de la Trinidad, de forma que se la pueda entender como su momento constituyente de la misma Trinidad, pues el Padre se dintingue del Hijo precisamente en el hecho de sacrificarlo. Comenta Gherardini: «El hecho es que Moltmann coloca la cruz en el ser mismo de Dios como aquello que, en lo interno de este ser trinitaria, distingue y une a las Personas divinas en sus relaciones recíprocas» (B. Gherardini, Theologia crucis, L'ereditil di Lutero nell'evoluzione teologica della Riforma, cit., 320).

[166] Sobre la influencia hegeliana en estos planteamientos y los aspectos que no son aceptables, cfr CTI, Teología, cristología, antropología, cit., II B.

[167] Cfr A. Gaudel, Kénose, DTC, VIII, 2339-2342.

[168] A. Michel, Hypostatique (union), DTC, VII, 543. Cfr L.F. Mateo-Seco, Teología de lacruz, ScrTh 14 (1982) 165-179.

[169] Cfr P. Henry, Kénose, en DBS, V, 157.

[170] He aquí una elocuente presentación del pensamiento de Moltmann, en la que se ataca frontalmente la inmutabilidad divina: «El misterio de Dios se nos manifestará en la cruz como el misterio de un Dios muy distinto de aquel dios perfecto, estático, inmutable, impasible, producto de la helenización del cristianismo (...) en la cruz se mostrará ese pathos de ese Dios trinitario, por el que el Padre sufre la separación del Hijo, el Hijo sufre el abandono del Padre, y el Espíritu es el amor crucificado en esa muerte, de donde vuelve a manar la vida para el mundo» (A. Ortiz García, La teología de la cruz en la teología de hoy, en VV.AA., La teología de la cruz., cit., 10).

[171] Cfr A. Amann, Théopaschisme (controverse), DTC, XV, 502-512.

[172] CTI, Teología, cristología, antropología, cit., II B, 3.

[173] Cfr Ibid., II B 4.

[174] Cfr J. Maritain, Quelques réflexions sur le savoir théologique, RT 69 (1969) 3-27; J. Galot, Il mistero della sofferenza di Dio, Cittadella Editrice, Asís 1975. Cfr tambien P. Sequeri, Cristologie nel quadro della problematica della mutabilita di Dio: Balthasar, Küng, Mühlen, Moltmann, Galot, «SC», 1977, 114-151.

[175] CTI, Teología, cristología, antropología, cit., II B, 5.1.

[176] Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, cit., n. 39. Sobre el dolor de Dios en la doctrina de Juan Pablo II, cfr L.F. Mateo-Seco, Cristo Redentor del hombre, en VV.AA., Trinidad y salvación. Estudios sobre la trilogía trinitaria de Juan Pablo II, Eunsa, Pamplona 1990, 143-149.

[177] Juan Pablo II, Ene. Redemptor hominis, cit., n. 14.

[178] Cfr Conc. de Trento, Decr. De justificatione, cit. (DS 1522).

[179] Conc de Quiercy (DS 624); cfr también Conc de Arlés, a. 475 (DS 340); Conc Vaticano II, Decr. Ad gentes, n. 3; Juan Pablo II, Ene. Redemptor hominis, cit., n.13.

[180] Cfr Inocencio X, Const. Cum occasione, 31.V.1653 (DS 2005).

[181] Cfr. S. Oficio, Decr. de 7.Xn.1690 (DS 2304).

[182] S. Juan Crisóstomo, In Epist. ad Rom, 18,5 (PG 60, 579).

[183] Id., In Epist. ad Hebr., 17,2 (PG 63,129); cfr S. Tomás de Aquino, Sth III, q. 79, a. 7, ad 2; In Epist. ad Tim., cp. 2, lect. 1.

[184] San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, cit., n. 33.

[185] S. Agustín, Sermo 169, 11, 13 (PL 38, 923). Sobre la distinción entre redención objetiva y redención subjetiva, cfr M.J. Scheeben, Katholische Dogmatik, V, 2, n. 1330, Feckes, Friburgo 1954, 198 ss.

[186] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 7.Xn.1990, n. 10. Cfr Conc.Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 16; Const. Gaudium et spes, n. 22.

[187] Cfr Conc. Vaticano II, Decr. Ad gentes, n. 7; Const. Lumen gentium, n. 13. En efecto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esa misma salvación. Ambas favorecen la comprensión del único misterio salvífico, de manera que se pueda experimentar la misericordia de Dios y nuestra responsabilidad. La salvación, que siempre es don del Espíritu, exige la colaboración del hombre para salvarse tanto a sí mismo como a los demás» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 9).

[188] Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 7; cfr también n. 50.

[189] Sobre este tema, cfr p.e., B. Gherardini, La Chiesa oggi e sempre, Ares, Milán 1974.

[190] Cfr Pío XII, Enc. Mystici corporis, 29.VI.1943: AAS 35 (1943) 200 ss.

[191] Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 8, a. 1.

[192] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, cit., n. 18.

[193] Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 8, a. 5.

[194] Cfr S. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 29, a. 5. Vid. también F. Ocáriz, La elevación sobrenatural como re-creación en Cristo, cit., 281-292.

[195] S. Tomás de Aquino, STh III, q. 34, a. 1, ad 3; cfr Ibid., q. 8, a. 1.

[196] S. Agustín, Enarrationes. in Psalmos, 26, 2, 2 (PL 36, 200). Las expresiones en Cristo, en Cristo Jesús, en el Señor, se encuentran 164 veces en las cartas paulinas; y, en muchos de estos casos, indican la unión e identificación íntima del hombre con Cristo. Cfr p.e., F. Buchsel, In Christus bei Paulus, ZNW 42 (1942) 121-158; S. Zedda, "Vivere» in Christo secondo S. Paolo, RBI 61 (1958) 83-92; M. Meinertz, Teología del Nuevo Testamento, cit., 414-420; A. Wikenhauser, Die Christusmystik des Apostel Paulus, 2ª ed., Friburgo 1956.

[197] Cfr DS 606.

[198] Cfr E. Hugon, La causalité instrumentale dans l'ordre surnaturel, Tequi, 3ª ed., París 1924, 111.

[199] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, cit., n. 96.

[200]. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 5. Cfr J.L. Illanes, La Santa Misa, centro de la actividad de la Iglesia, ScrTh 5 (1975) 733-759.