Reconocer a Cristo

 

Luigi Giussani *

 

«Aquellos dos discípulos, oyéndole hablar así, siguieron a Jesús. Jesús se volvió y al ver que le seguían dijo: '¿Qué buscáis?'. Le respondieron: 'Rabí, ¿dónde vives?' Les dijo: 'Venid y lo veréis'». Esta es la fórmula, la fórmula cristiana. El método cristiano es éste: «Venid y lo veréis».

Afirmaba Kafka «existe un punto de llegada, pero ningún camino». ¡No! El hombre que dijo «Yo soy el camino» es un hecho histórico que ha acontecido. Y cada uno de nosotros sabe que ha sucedido. Nada ha sucedido en el mundo tan impensable y tan excepcional como aquel hombre del que estamos hablando: Jesús de Nazaret. El cristianismo es un Acontecimiento presente en la historia, experimentable aquí y ahora. Kafka: «Existe un punto de llegada, pero ningún camino». Aquel hombre era –es- el camino. «Si nos vamos de tu lado, ¿adonde iremos? ¿Cuál será el camino, cuál puede ser el camino? ¡El camino eres Tú!».

 

 

La meditación de esta mañana terminaba con una frase lapidaria de Franz Kafka: «Existe un punto de llegada, pero ningún camino». [1] Es innegable: hay algo ignoto. Los geógrafos antiguos trazaban prácticamente una analogía entre lo ignoto y la famosa «terra incognita» que cerraba sus grandes mapas; en los márgenes del pergamino señalaban: tierra desconocida. En los márgenes de la realidad que el ojo abarca, que el corazón siente, que la mente imagina hay algo ignoto. Todos lo sienten. Todo el mundo lo ha sentido siempre. En todas las épocas los hombres lo han sentido tanto que hasta lo han imaginado. En todas las épocas los hombres han intentado, a través de sus elucubraciones o de su fantasía, imaginar, descubrir el rostro de lo ignoto. Tácito, en su Germania, describía así el sentimiento religioso que caracterizaba a los antiguos teutones: «secretum illud quod sola reverentia vident, hoc deum appellant» [2] (esa cosa misteriosa que intuían con temor y temblor, a esto llamaban Dios, y a esto es a lo que siguen llamando Dios). Todos los hombres de todos los tiempos, sea cual sea la imagen que se hayan formado de ello, hoc deum appellant, llaman Dios a esta realidad ignota ante la que pasan las miradas de una mayoría indiferente, pero también las de muchos otros apasionados. Indudablemente, entre los apasionados están aquellos trescientos que desfilaron hace poco con el cardenal Martini desde San Carlo hasta el Duomo de Milán. ¡Trescientos representantes de religiones distintas! ¿Y cómo se puede llamar, con un denominador común, a eso que trataban de expresar y honrar con su participación en la gran iniciativa del cardenal de Milán? Un secretum illud, algo misterioso, tierra incógnita, algo no conocible, ¡no conocible!

 

Me gustaría recordar ahora un ejemplo que se encuentra en el segundo volumen de la Escuela de Comunidad. [3] Quien lo haya leído ya lo conoce. Imaginaos el mundo de los hombres, la historia humana, como una inmensa llanura, y que en esta inmensa llanura hay una inmensa multitud de sociedades, de empresas constructoras, especialmente preparadas para construir caminos y puentes. Cada una en su rincón, desde su rincón, trata de lanzar a partir del punto en que está, desde el momento efímero en que vive hasta el cielo bordado de estrellas un puente que una los dos términos, conforme a la imagen de Víctor Hugo en su bello poema de Les contemplations titulado «Le Pont» («El Puente»). [4] En él se imagina a un individuo, a un hombre mirando, sentado en la playa por la noche, una noche estrellada, que se fija en la estrella más grande, aparentemente más cercana, y piensa en los millares y millares de arcos que habría que levantar para construir ese puente, un puente que jamás se podría tender, que jamás se podría realizar. Imaginaos, pues, esta llanura inmensa, toda ella abarrotada de intentos por parte de múltiples grupos, grandes y pequeños, e incluso por parte de algún que otro solitario, como en la imagen de Víctor Hugo, cada uno aplicando el proyecto que ha imaginado, que ha soñado. De repente se oye en la inmensa llanura una voz potente que dice: «¡Parad! ¡Parad todos!». Y todos, los obreros, los ingenieros y los arquitectos, interrumpen su trabajo y miran hacia el lugar de donde proviene la voz. Es un hombre que, alzando sus brazos, continúa: «Sois grandes, vuestro esfuerzo es noble, pero este intento vuestro, aunque sea grande y noble, resulta triste; por eso tantos lo abandonan y no piensan más en ello, se vuelven indiferentes. Es grande, pero triste, porque jamás llega a su término, jamás consigue llegar hasta el final. Sois incapaces de ello porque no tenéis poder para alcanzar ese objetivo. Hay una desproporción que no puede colmarse entre vosotros y la última estrella del cielo, entre vosotros y Dios. No podéis imaginaros el Misterio. Ahora dejad ese trabajo tan duro e ingrato, y seguidme: Yo os construiré ese puente; es más, ¡Yo soy ese puente! ¡Porque Yo soy el camino, la verdad y la vida!». [5]

 

Estas cosas no se comprenden en su riguroso valor intelectual si uno no se ensimisma en ellas, si uno no trata de ensimismarse con el corazón. Imaginaos, por ejemplo, que estáis en unas dunas cercanas al mar, y veis un corrillo de personas del pueblo vecino que están escuchando a uno de ellos hablar, uno que está allí en medio del grupo al que está hablando. Vosotros pasáis por allí para ir a la playa a la que os dirigís; pasáis cerca, y mientras pasáis y miráis con curiosidad, oís decir al individuo que está en medio: «Yo soy el camino, la verdad, la vida. Yo soy el camino, la verdad...». El camino que no se puede conocer del que hablaba Kafka: «Yo soy el camino, la verdad, la vida». Imaginaos, haced un esfuerzo de imaginación, de fantasía: ¿qué haríais?, ¿qué diríais? Por muy escépticos que seáis no podríais evitar que vuestros oídos se sintieran atraídos hacia allí y, por lo menos, miraríais con extrema curiosidad a ese individuo que, o bien está loco, o dice la verdad: tertium non datur. O está loco o es verdad lo que dice. Tanto es así que sólo ha existido un hombre, uno, que haya dicho esta frase, uno solo en toda la historia del mundo, ¡del mundo! Un hombre que hablaba en medio de un grupillo de gente, muchas veces en medio de un grupillo de gente, y muchas otras en medio de una muchedumbre.

 

Así pues, en la gran llanura todos suspenden el trabajo y ponen atención a esa voz, mientras él repite continuamente las mismas palabras. ¿Quiénes fueron los primeros en sentirse molestos con ello? Los ingenieros, los arquitectos, los dueños de las diversas empresas constructoras, que dijeron casi de inmediato: «¡Venga chicos, al trabajo, al trabajo! ¡Obreros, al trabajo! ¡Ese es un fanfarrón!». Era una alternativa radical, tranchant, a su proyecto, a su creatividad, a sus ganancias, a su poder, a su renombre, a sí mismos. Era la alternativa a ellos mismos. Después de los ingenieros, los arquitectos y los jefes, también los obreros, medio riendo, con más dudas, desviaron la mirada de aquel individuo, hablando sobre él durante algún tiempo y tomándolo a broma, o diciendo: «Quién sabe, vete a saber quién es, ¿estará loco?». Pero algunos, en cambio, no. Algunos oyeron un acento que no habían oído jamás, y cuando el ingeniero, el arquitecto o el dueño de la empresa les decía «Vamos, deprisa, ¿qué hacéis ahí?, ¿qué estáis mirando todavía ahí?», ellos no respondían: seguían mirándole. Y él caminaba. Entonces se fueron con él. Entre ciento veinte millones eran doce. Pero aconteció: es un hecho histórico.

 

Lo que Kafka dice («ningún camino») no es cierto históricamente. Paradójicamente se podría decir que es cierto teóricamente, pero no históricamente. ¡El misterio no se puede conocer! Esto es cierto teóricamente. ¡Pero si el misterio llama a tu puerta...! «Si alguno me abre yo entraré y cenaré con él». [6] Estas son palabras que se leen en la Biblia, palabras de Dios en la Biblia. Pero es, además, un hecho que ha acontecido.

 

El capítulo primero del evangelio de san Juan, que es la primera página literaria que habla de ello -además del anuncio general: «El Verbo se ha hecho carne», aquello de lo que toda la realidad está formada se ha hecho hombre-, contiene el recuerdo de los que inmediatamente le siguieron, de los que resistieron la presión que les hacían los ingenieros y los arquitectos. En una página uno de ellos ha anotado sus primeras impresiones y los rasgos de aquel primer momento en que el hecho sucedió. En efecto, el primer capítulo de san Juan contiene una serie de apuntes que son precisamente notas sacadas de su memoria. Siendo él uno de los dos primeros discípulos, ya anciano, recuerda los apuntes que perduraban en su memoria. Porque la memoria tiene su propia ley. La ley de la memoria no es una continuidad sin espacios en blanco, como ocurre, por ejemplo, en una creación imaginaria, de ficción. La memoria literalmente «toma apuntes» como estáis haciendo ahora vosotros: una nota, una línea, un punto, y este punto engloba muchas cosas, de modo que la segunda frase parte ya de las muchas cosas supuestas en el primer punto. Las cosas están más supuestas que dichas; sólo se narran algunas como puntos de referencia. Por esto yo, a mis setenta años de edad, releo ese pasaje por enésima vez sin ningún síntoma de cansancio. Os reto a imaginar algo que sea de por sí más grave, que tenga más peso, en el sentido latino de pondus, que sea más grande, más desafiante para la existencia del hombre, que esté más repleto de consecuencias en la historia que esto, que este hecho, a pesar de su fragilidad aparente:

 

«Aquel día estaba Juan allí de nuevo con dos de sus discípulos. Fijando su mirada en Jesús que pasaba dijo...». Imaginad la escena. Tras 150 años de espera, por fin, el pueblo hebreo, que siempre, a lo largo de toda su historia, durante dos milenios, había tenido algún profeta, alguno reconocido por todos, tras 150 años, por fin, tenía un nuevo profeta: se llamaba Juan el Bautista. Hablan también de él otros escritos de la antigüedad; está, pues, documentado históricamente. Toda la gente –ricos y pobres, publicanos y fariseos, amigos y contrarios— iban a oírle y a ver cómo vivía, al otro lado del Jordán, en tierra desierta, comiendo langostas y hierbas silvestres. Tenía siempre un corro de personas a su alrededor. Entre estas personas estaban también aquel día dos que habían ido por primera vez y que venían, por así decirlo, del campo: del lago, que estaba bastante lejos y se encontraba fuera de la influencia de las ciudades importantes. Estaban allí como dos pueblerinos que van por primera vez a la ciudad, turbados, mirando con ojos asombrados a todo lo que sucedía a su alrededor y, sobre todo mirándole a él. Estaban allí con la boca abierta y con los ojos abiertos de par en par para mirarle, para oírle, atentísimos. De repente, uno del grupo, un hombre joven, se marcha tomando el sendero que bordea el río para ir hacia el norte. Y Juan el Bautista, de improviso, con la mirada fija en él, grita: «¡He ahí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo!».

 

La gente no se movió, porque estaba acostumbrada a oír de vez en cuando al profeta expresarse con frases extrañas, incomprensibles, sin nexo aparente entre ellas, sin contexto; por eso la mayor parte de los presentes no hizo caso de ello. Pero los dos que venían por primera vez, que estaban allí pendientes de todas las palabras que decía Juan, que miraban sus ojos y los seguían hacia donde él dirigía su mirada, vieron que se fijaba en aquel individuo que se iba, y se marcharon detrás. Le seguían manteniéndose a distancia, por temor, por vergüenza, pero extrañamente, profundamente, oscuramente y sugestivamente movidos por la curiosidad. «Aquellos dos discípulos, oyéndole hablar así, siguieron a Jesús. Jesús se volvió y al ver que le seguían dijo: '¿Qué buscáis?'. Le respondieron: 'Rabí, ¿dónde vives?' Les dijo: 'Venid y lo veréis'». Esta es la fórmula, la fórmula cristiana. El método cristiano es éste: «Venid y lo veréis». «Y fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con Él aquel día. Eran alrededor de las cuatro de la tarde». No especifica cuándo se fueron, o cuándo empezaron a seguirle. Como decía antes, todo el párrafo, y también el siguiente, está compuesto de apuntes: las frases terminan en un punto que da por descontado que ya se saben-muchas cosas. Por ejemplo: «Eran alrededor de las cuatro de la tarde»; pero, ¿quién sabe cuándo se fueron, cuándo se marcharon de allí? Sea como fuere, eran las cuatro de la tarde. Uno de los dos que habían oído las palabras de Juan el Bautista y habían seguido a Jesús se llamaba Andrés y era hermano de Simón Pedro. Se encontró, en primer lugar, con su hermano Simón... Dejan a Jesús y el primero con el que Andrés se encuentra es con su hermano Simón que volvía de la playa, de pescar o de repasar las redes para pescar, y le dice: «Hemos encontrado al Mesías». No narra nada, no cita nada, no documenta nada: es cosa ya sabida, está claro, ¡son apuntes de cosas que todo el mundo sabe! Pocas páginas se pueden leer con tanto realismo y veracidad, tan sencillamente verídicas, donde ni una sola palabra se añade al puro recuerdo.

 

¿Cómo pudo decir: «Hemos encontrado al Mesías»? Jesús, al hablar con ellos, les diría esta palabra propia de su vocabulario. Porque decir espontáneamente que aquél era el Mesías, tan seguros como de que «dos y dos son cuatro», hubiera sido de otro modo imposible. Pero se ve que estando allí durante horas escuchando a aquel hombre, viéndole, mirándole hablar —¿Había alguien que hablase así? ¿Quién había hablado así hasta entonces? ¿Había alguien que hubiese dicho esas cosas? ¡Nunca se habían oído! ¡Nunca se había visto a alguien como Él!—, lentamente se iba abriendo paso en su ánimo la expresión: «Si no creo en este hombre no puedo creer en nadie, ni siquiera en mis propios ojos». No es que lo dijeran, ni que lo pensaran; lo sintieron, no lo pensaron. Aquel hombre diría, pues, entre otras cosas, que El era el que tenía que venir, el Mesías que tenía que venir. Y fue tan obvio el carácter excepcional de su anuncio (de su afirmación), que ellos lo asumieron como si fuese algo sencillo —¡de hecho era algo sencillo!—, como si fuese algo fácil de entender.

 

«Y Andrés le llevó adonde estaba Jesús. Jesús, con la mirada fija en él, le dijo: 'Tú eres Simón, el hijo de Juan. Tú te llamarás Cefas, que quiere decir piedra'». Los judíos solían cambiar el nombre de uno para indicar el carácter, o para indicar algún hecho que le había sucedido. Imaginaos, pues, a Simón yendo con su hermano, lleno de curiosidad y un poco de temor. El hombre a cuyo encuentro le conduce su hermano le mira fijamente. Aquel hombre le estaba mirando ya desde lejos. De qué modo le miraría que comprendió su carácter hasta la médula: «Tú te llamarás Piedra». Pensad en uno que se sienta mirado así, que se sienta alcanzado en lo más profundo de sí mismo por alguien que acaba de conocer, absolutamente extraño. «Al día siguiente, Jesús quiso partir hacia Galilea...». Se trata de media página compuesta de este modo, a base de breves alusiones y de puntos en los que se da por descontado que lo que había sucedido lo sabían todos, que era algo evidente para todos.

 

«Existe un punto de llegada, pero ningún camino». ¡No! El hombre que dijo «Yo soy el camino» es un hecho histórico que ha acontecido y cuya primera descripción está en esta media página que he empezado a leer. Y cada uno de nosotros sabe que ha sucedido. Nada ha sucedido en el mundo tan impensable y tan excepcional como aquel hombre del que estamos hablando: Jesús de Nazaret.

 

Pero aquellos dos, los dos primeros, Juan y Andrés -Andrés, muy probablemente, estaba casado y tenía hijos—, ¿cómo hicieron para quedar cautivados tan de repente y reconocerle: No existe otra palabra que pueda emplearse adecuadamente más que ésta de reconocerle. Diré que, si este hecho sucedió, reconocer a aquel hombre, reconocer quién era aquel hombre, no de manera exhaustiva y detallada pero sí que era algo excepcional, algo fuera de lo común —absolutamente fuera de lo común—, que ningún análisis podía deducir, reconocer esto debía ser fácil. Si Dios se hiciese hombre y viniese a vivir entre nosotros, si viniese ahora, si se hubiese colado entre el gentío actual, si estuviese aquí entre nosotros, reconocerle, a priori lo digo, debería ser fácil, debería ser fácil reconocer su valor divino. ¿Por qué sería fácil reconocerle? Por su carácter excepcional, por una excepcionalidad incomparable. Yo tengo delante algo excepcional, a un hombre excepcional, sin comparación posible.

 

¿Qué quiere decir excepcional? ¿Qué significa? ¿Por qué te impacta lo excepcional? ¿Por qué sientes como «excepcional» una cosa que es excepcional? Porque corresponde a las expectativas de tu corazón, por muy confusas y nebulosas que sean. Corresponde de repente —¡de improviso!— a las exigencias de tu alma, de tu corazón, a las exigencias irresistibles e innegables que tiene tu corazón, como nunca lo habrías podido imaginar ni prever, porque no existe nadie como ese hombre. Lo excepcional es, pues, paradójicamente, que aparezca, que se manifieste lo que es más natural para nosotros. Y ¿qué es lo más natural para mí? Que lo que deseo suceda. ¡Más natural que esto! Que aquello que más deseo suceda: esto es lo natural. Toparse con algo que es absoluta y profundamente natural, porque corresponde a las exigencias del corazón que la naturaleza nos ha dado, es sin embargo absolutamente excepcional. Es como una contradicción extraña: lo que sucede corrientemente nunca es excepcional, realmente excepcional, porque no logra responder adecuadamente a las exigencias del corazón. Se roza lo excepcional cuando algo hace latir al corazón por la correspondencia que creemos que tiene con un determinado valor, pero el día siguiente lo negará, el año siguiente lo anulará.

 

Es el carácter excepcional con el que se presenta la figura de Cristo lo que hace fácil reconocerle. Hace falta imaginar, como he dicho antes; es necesario ensimismarse con estos acontecimientos. Si pretendes juzgarlos, si quieres juzgarlos, no digo comprenderlos, sino juzgarlos sustancialmente, determinar si son verdaderos o falsos, es la sinceridad de tu ensimismamiento la que te permitirá ver como verdadero lo que es verdadero y no como falso, y que tu corazón no dude de lo verdadero. Es fácil reconocer su ontología \divina porque es excepcional, porque corresponde al corazón: uno asiente y no se alejaría nunca, lo que es signo de su correspondencia con el corazón. No se alejaría nunca y le seguiría toda la vida, como de hecho le siguieron ellos los otros tres años que vivió.

 

Pero imaginad a aquellos dos escuchándole durante varias horas y que luego deben volver a casa. Él les despide y ellos se marchan callados, en silencio, porque les invade la impresión que han tenido de presentir el misterio, de sentirlo. Y después se separan. Cada uno se va a su casa. No se despiden. No es propiamente que no lo hagan sino que lo hacen de otro modo: se despiden sin hablar porque están llenos de lo mismo, los dos son una sola cosa de tan llenos como están de lo mismo. Andrés entra en su casa, pone el mantel y su mujer le dice: «Pero, Andrés, ¿qué pasa? Estás diferente, ¿qué te ha sucedido?». Imaginemos que él, abrazándola, rompiese a llorar y que ella, turbada, siguiese preguntándole: «Pero, ¿qué tienes?». Él seguía abrazando a su mujer, que no se había sentido abrazada así en toda su vida: ¡Era otro! Era él pero era otro. Si le hubiesen preguntado «¿Quién eres?», habría dicho: «Me doy cuenta de que soy otro... Después de haber oído a ese individuo, a ese hombre, soy otro». Amigos, esto, sin muchas sutilezas, es lo que sucedió.

 

No sólo es fácil reconocerle, no sólo fue fácil reconocer su excepcionalidad —porque «si no creo en este hombre ya no podría creer siquiera en mis ojos» [7]-, sino que también rué fácil comprender qué tipo de moralidad, es decir, qué tipo de relación nacía de Él. Porque la moralidad consiste en tener una relación con la realidad en cuanto creada por el misterio, es la relación justa, ordenada con la realidad. Fue fácil, les resaltó fácil comprender qué sencilla era la relación con Él, qué sencillo era seguirle, ser coherentes con Él, coherentes con su presencia: consistía en adherirse a su presencia.

 

Hay otra página de san Juan que cuenta estas cosas de un modo espectacular: es en el último capítulo de su evangelio, el vigésimo primero. Aquella mañana estaba la barca llegando ya a tierra y no habían pescado nada. Cuando estaban aún a varios centenares de metros de la orilla se dieron cuenta de que había un hombre allí, erguido —había preparado una pequeña hoguera y, por eso se le veía a cien metros de distancia—, que les interpeló de una forma que ahora no detallo. Juan es el primero que dice: «¡Es el Señor!». Pedro se lanza sin pensárselo al agua y en cuatro brazadas alcanza la orilla: y es el Señor. Mientras tanto llegan los demás, pero nadie habla. Se ponen todos en corro, en silencio. Permanecen callados porque todos sabían que era el Señor resucitado: había muerto y se les había aparecido ya varias veces después de haber resucitado. Esta vez había preparado para ellos pescado asado. Todos se sientan y comen. En el silencio casi total que pesaba sobre la playa, Jesús, recostado, miró al que tenía a su lado, que era Simón Pedro. Le miró fijamente y Pedro sintió sobre él —imaginemos cómo lo sintió— el peso de aquella mirada, porque se acordaba de su traición de pocas semanas antes, y de todo lo que había hecho —hasta el punto de que Jesús le había llamado una vez Satanás: «Apártate de mí, Satanás, escándalo para mí, para el destino de mi vida» [8]—. Se acordaba de todos sus defectos, porque cuando uno se equivoca gravemente una vez le viene también a la mente el resto, incluso lo menos grave. Pedro se sintió aplastado bajo el peso de su impotencia, de su incapacidad para ser hombre. Y aquel hombre recostado allí a su lado se pone a hablar y le dice: «Simón (imaginaos cómo debía temblar Simón), tú, ¿me amas?».

 

Si intentáis ensimismaros ahora con esta situación temblaréis al pensarlo, sólo al pensarlo, al pensar en esta escena tan dramática. Y es dramática pues describe muy bien lo humano, expone con claridad lo humano, lo exalta, porque el drama exalta los factores humanos mientras que la tragedia los aniquila. El nihilismo conduce a la tragedia; en cambio este encuentro introduce en la vida el drama, pues el drama es la relación que se vive entre un yo y un tú.

 

Entonces, como un suspiro, apenas como un suspiro, respondió. Su respuesta fue apenas musitada, como un suspiro. No se atrevía, pero...: «No sé cómo, pero sí, Señor, yo te amo; no sé cómo pero es así» (como decía el vídeo que algunos de nosotros hemos visto hace pocas semanas). [9] «Sí, Señor. No sé cómo, no puedo decirte cómo, pero...».

 

En resumidas cuentas, era facilísimo mantener, vivir la relación con aquel hombre. Bastaba adherirse a la simpatía que provocaba, una simpatía profunda, parecida a la simpatía vertiginosa y carnal que siente el niño hacia su madre, que es simpatía en el sentido más intenso del término. Bastaba adherirse a la simpatía que provocaba. Porque, después de todo lo que le había hecho, y de su traición, le oyó preguntar tres veces: «Simón, tú, ¿me amas?». Y él, la tercera vez, dudó. Había quizá también duda en la pregunta, y respondió más extensamente: «Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero. Mi simpatía humana es para ti; mi simpatía humana es tuya, Jesús de Nazaret».

 

Aprender de algo excepcional es tenerle simpatía: ésta es la lógica del conocimiento y la lógica de la moralidad que la convivencia con aquel individuo requería, sólo esto. Aprender, en última instancia, es sentir simpatía. Como el niño con su madre; puede equivocarse mil veces al día, cien mil veces al día, pero si se le separa de su madre, ¡ay de él! Si el niño pudiera comprender la pregunta «¿Amas a esta mujer?» y responder, pensad con qué alaridos diría que «sí». Cuanto más se hubiese equivocado, más gritaría que «sí» para afirmarlo. Estoy hablando como hombre a hombres que, por ser jóvenes, tenéis menos prejuicios; o mejor, estáis «llenos» de prejuicios, pero son los de los adultos.

 

¿Qué es, entonces, en el fondo, lo que esta moralidad de la simpatía hacia él exige que tú hagas, que tú lleves a cabo? Observarle, ese observarle activo que se llama seguir. Seguirle. De hecho, al día siguiente del primer encuentro, Juan, Andrés y Pedro volvieron con Él. Y Él volvió con ellos al tercer día, porque vivía en un pueblo cercano. Comenzó a ir a pescar con ellos, y por la tarde iba a buscarles a la playa cuando repasaban las redes. Pronto empezó a ir de vez en cuando a los pueblos del interior, se pasaba por ahí y les decía: «¿Venís conmigo?». Algunos iban y otros no; pero más tarde terminaron por ir todos. Empezaron a ir algunas horas, después algunas horas más y luego el día entero. Después Él empezó a pasar fuera también las noches y le siguieron, olvidando su casa... ¡Pero no es que olvidaran su casa! Había algo más grande que su casa, había algo de lo que nacía su casa, de lo que nacía el amor a su mujer, que podía salvar el amor con que miraban a sus hijos y les veían con preocupación hacerse mayores; había algo que salvaba todo esto más que sus pobrísimas fuerzas y su pequeñísima imaginación.

 

¿Qué podían hacer ellos frente a los años de carestía o frente a los peligros con los que se topaban sus hijos? ¡Le siguieron! Todos los días escuchaban lo que decía; todo el mundo estaba allí con la boca abierta y ellos con la boca más abierta aún. No se cansaban de oírle.

 

Además, era bueno. «Tomó a un niño, le estrechó contra sí y dijo: 'Ay de aquél que haga el menor daño al más pequeño de estos niños'». [10] Y no hablaba de no hacer daño físico a los niños, pues se tiene por lo general un poco más de reparo en hacerlo —ahora no, y éste es otro triste síntoma de nuestros tiempos—, sino que hablaba de escandalizar a los niños, que es —aunque nadie lo piense— hacerles daño. Era bueno. Cuando vio aquel funeral, enseguida se informó: «¿Quién es?». «Es un adolescente que perdió a su padre hace poco tiempo». Su madre iba gritando y llorando detrás del féretro, no ritualmente como se solía hacer entonces sino como hace la naturaleza del corazón de una madre cuando se expresa libremente. Se abrió paso hasta ella y le dijo: «Mujer, ¡no llores!». [11] Pero, ¿hay algo más injusto que decirle a una mujer viuda cuyo hijo ha muerto, «Mujer, no llores»? Y, sin embargo, era señal de una compasión, de un afecto, de una participación en el dolor que no tenía límites. Le dijo al hijo: «¡Levántate!». Y le restituyó su hijo. Pero no podía devolverle el hijo sin decir algo antes: habría quedado como un profeta y taumaturgo lleno de gravedad, como un hombre capaz de obrar milagros. «Mujer, ¡no llores!», le dijo. Y le restituyó su hijo. Pero primero le dijo: «Mujer, ¡no llores!».

 

Imaginaos esto durante un año o dos, imaginad que le hubierais escuchado todos los días, que hubierais sentido esa bondad suya, que hubierais visto ese poder suyo sobre la naturaleza, una naturaleza que parecía estar a su servicio.

 

Aquella tarde se rué en la barca con ellos y se hizo de noche. De repente se levantó un viento impetuoso y se desencadenó una tempestad terrible sobre el lago de Genesaret; y estaban a punto de irse a pique. La barca estaba llena de agua y Él dormía; estaba tan cansado que ni siquiera sentía la tempestad y dormía en popa. Uno de ellos dijo: «¡Maestro, despiértate, despiértate, que nos hundimos!». Y Él alzó la cabeza, extendió la mano, «increpó al viento y al mar y sobrevino una gran bonanza». Aquellos hombres —termina el Evangelio— llenos de temor se decían unos a otros: «¿Pero, quién es éste?». [12]

 

Esta pregunta da comienzo al problema de Cristo en la historia del mundo y hasta el fin del mundo; esta precisa pregunta que se encuentra en el capítulo octavo del evangelio de san Lucas. Era gente que le conocía muy bien, que conocía a su familia; le conocían como la palma de su mano, le seguían ¡hasta el punto de que habían abandonado su casa! Pero era tan desproporcionado el modo de actuar de aquel hombre, tan inconcebible, tenía tal soberanía, que entre sus amigos surgía espontáneamente la pregunta: «¿Quién es éste?» Es decir: «¿Qué es lo que hay detrás de él?» No hay nada que desee más el hombre que esta «incomprensibilidad». No hay nada que desee más ardientemente, aunque sea con temor, sin ser consciente, que esta presencia inexplicable. Porque esto es Dios. Esta es la señal que enlaza al hombre con el misterio.

 

De hecho, es la misma pregunta que le harían sus enemigos al final de su vida antes de matarle. Pocas semanas antes de matarle, discutiendo con Él, le dijeron: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? —y literalmente— Dinos de qué parte vienes y quién eres». [13] Tenían su empadronamiento, era alguien que se había empadronado en el registro hacía treinta y tres años. De ningún otro hombre que haya existido en el mundo se ha podido decir «¿Pero quién es éste que hace estas cosas?», aferrados por el estupor y la desproporción entre lo que se imagina como posible y la realidad que se tenía delante.

 

Se comprende, entonces, que aquella vez que dio de comer a más de cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y los niños -quitándoles el hambre misteriosamente—, desapareciera después porque querían hacerle rey. Tocados en lo económico dijeron «¡Este es realmente el Mesías que tenía que venir!», [14] volviendo así, de repente, a la mentalidad común con la que habían vivido siempre, que todos tenían, pues, como les habían enseñado sus jefes, el Mesías tenía que ser un hombre poderoso que habría de dar a Israel, su pueblo, la supremacía sobre el mundo.

 

Huyó de ellos, y muchos intuyeron que había ido a Cafarnaún. Hicieron entonces el periplo del lago para alcanzarle a la caída de la tarde del sábado. Y fueron a la sinagoga, pues era aquél el lugar donde podían encontrarle. El tomaba siempre como punto de partida para hablar el pasaje bíblico que se le proponía al pueblo aquel día, a partir del rollo que escogía el sirviente. En efecto, estaba justamente allí, en la sinagoga, hablando. Y les estaba diciendo que sus padres habían comido el maná, pero que El daba de comer algo mucho más grande, su palabra, y que su palabra era verdad. Les daba de comer la verdad, les daba de beber la verdad, la verdad de la vida y del mundo.

 

Entonces se abre la puerta del fondo y entra aquel grupo que le estaba buscando, que, por decirlo así, le había perseguido. Le buscaban. Le buscaban por un motivo equivocado, porque querían hacerle rey. No porque estuvieran impresionados por el signo que constituía Él mismo, por el misterio de su persona, que el poder de sus gestos aseguraba, sino porque buscaban en Él un interés material. Era un motivo equivocado, pero le buscaban. Le buscaban pues, en efecto, había nacido para que todo el mundo le buscase.

 

Se conmovió, y de repente -pues, siendo hombre como nosotros, las ideas le venían igual que a nosotros a partir de las circunstancias— le vino a la mente una idea fantástica. Cambió el sentido de lo que estaba diciendo y exclamó: «¡No os voy a dar sólo mi palabra sino que os daré a comer mi cuerpo y a beber mi sangre!». [15] ¡El pretexto! Por fin los políticos, los periodistas y los «telepresentadores» de entonces tuvieron un pretexto: «Está loco, ¿quién puede dar a comer su carne?». Cuando decía algo que le apremiaba y la gente no entendía o se escandalizaba por lo que decía, Él no daba explicaciones sino que repetía y repetía: «En verdad os digo, quien no coma mi carne no podrá empezar a comprender la realidad, no podrá entrar en el reino del ser para comprender la realidad, no podrá entrar en las entrañas de la realidad, porque esto es lo verdadero». Se marcharon todos: «Está loco, está loco» decían, durus est hic sermo, «tiene una forma de hablar estrambótica». [16] Hasta que en la penumbra de la tarde se quedó Él solo con los doce de siempre. Ellos estaban también en silencio y cabizbajos. Imaginaos la escena en la pequeña sinagoga de Cafarnaún, que es como un aula escolar de 30 ó 40 plazas. «¿También vosotros queréis marcharos? No retiro lo que he dicho: ¿también vosotros queréis iros?». Y Simón Pedro, el testarudo Pedro, dice: «Maestro, tampoco nosotros comprendemos lo que dices, pero, lejos de ti, ¿adonde iremos? Tú tienes palabras que dan sentido al vivir». [17] Kafka: «Existe un punto de llegada, pero ningún camino». Aquel hombre era el camino. «Si nos vamos de tu lado, ¿adonde iremos? ¿Cuál será el camino, cuál puede ser el camino? ¡El camino eres Tú!».

 

Aquellos dos, Juan y Andrés, y aquellos doce, Simón y los demás, se lo dijeron a sus mujeres, y algunas de esas mujeres se fueron con ellos. Llegó un momento en que muchas se fueron con ellos para seguirle: abandonaban sus casas y se iban con ellos. También se lo dijeron a otros amigos, que no abandonaban necesariamente sus casas, pero que compartían su simpatía hacia aquel hombre, que compartían su actitud positiva de asombro y de fe en Él. Y esos amigos se lo dijeron a otros amigos, y luego a otros amigos, y más tarde a nuevos amigos aún. Así pasó el primer siglo, y estos amigos invadieron con su fe el siglo segundo al tiempo que también invadían geográficamente el mundo. Llegaron hasta España a fines del siglo primero y hasta la India en el siglo segundo. Y luego los del siglo segundo se lo dijeron a otros que vivieron después de ellos, y éstos a otros, como una gran corriente que se fue agrandando, como un gran río que crecía, hasta que llegaron a decírselo a mi madre, ¡a mi madre! Y mi madre me lo dijo a mí cuando era pequeño, y yo también digo: «Maestro, tampoco yo comprendo lo que dices, pero si nos vamos de tu lado, ¿adonde iremos? Sólo tú tienes palabras que corresponden al corazón». Que es la ley de la razón: la ley de la razón es confrontar todo con el corazón. Los criterios de la razón son las exigencias de mi naturaleza, las exigencias del corazón.

 

Me han contado de una amiga nuestra que, al leer uno de nuestros textos —ella no es católica—, observaba: «Aquí he encontrado la palabra corazón usada de manera distinta a como la entiendo yo, porque yo entiendo que el corazón es el punto de referencia del sentimiento: yo tengo un determinado sentimiento, y tú tienes otro. Mientras que aquí no: ese corazón del que se habla en El sentido religioso es igual para todos, es igual para mí que para ti»18. Si el corazón es la sede de la exigencia de lo verdadero, de lo bello, de lo bueno, de lo justo, de la sed de felicidad, ¿quién de nosotros puede sustraerse a estas exigencias? ¿Quién? Constituyen nuestra naturaleza, la mía y la tuya: por eso estamos más unidos que «ausentes», que extraños unos a otros como nos sentimos normalmente. Y el último coreano, el último hombre de Vladivostok, el último hombre de la región de la tierra más lejana y pérdida está unido a mí justamente por esto.

 

Aquella tarde nació un flujo humano, una corriente humana que ha llegado hasta ahora, hasta mí- Al igual que mi madre pertenecía a este flujo también pertenezco yo, y al decírselo a muchos amigos les hago participar de él también a ellos.

 

Aunque ya la hayáis leído en Huellas-Litterae Communionis, vuelvo a leer -porque no es perder el tiempo- la carta, que descubrí tarde, desgraciadamente, de un joven enfermo de Sida que murió dos días después de haberme escrito. «Querido don Giussani: Le escribo llamándole 'querido' aunque no le conozco, nunca le he visto ni le he oído hablar. Sin embargo, a decir verdad, puedo decir que le conozco en cuanto que, si he entendido algo de El sentido religioso y de lo que me dice Ziba, 'le conozco por fe' y, añado ahora yo, gracias a la fe. Le escribo únicamente para darle las gracias. Gracias por haberle dado sentido a mi árida vida. Soy un compañero de estudios de Ziba, con quien siempre he mantenido una relación de amistad pues, aunque no compartía su postura, siempre me ha sorprendido su humanidad y su disponibilidad desinteresada [que es el único modo en que podemos proclamar a otro y a todo el mundo que «Cristo es verdadero»]. En esta atormentada vida creo que he llegado al paso final, llevado por ese tren que se llama Sida y que no perdona a nadie. Ahora, decir esto ya no me da miedo. Ziba me decía siempre que lo importante en la vida es tener interés en algo verdadero y seguirlo. Yo he buscado este interés muchas veces, pero nunca era el verdadero. Ahora he visto el verdadero, lo veo, lo he encontrado y comienzo a conocerlo y a llamarlo por su nombre: se llama Cristo. No sé siquiera qué quiere decir eso ni cómo puedo decir estas cosas, pero cuando veo el rostro de mi amigo o leo El sentido religioso, que me está acompañando, y pienso en Vd. o en las cosas que Ziba me cuenta de Vd., todo me parece más claro, todo, incluso mi mal y mi dolor. Mi vida, que estaba ya aplastada y estéril, como una piedra lisa por la que todo resbalaba como el agua, ha. robrado repentinamente un sentido y un significado que expulsa los malos pensamientos y los dolores; es más, que los abraza y los vuelve verdaderos haciendo de mi cuerpo, larvoso y pútrido, un signo de Su presencia. Gracias, don Giussani, gracias porque me ha comunicado esta fe o, como Vd. lo llama, este Acontecimiento. Ahora me siento en paz, libre y en paz. Cuando Ziba rezaba el Ángelus delante de mí, yo blasfemaba en su cara, le odiaba y le decía que era un cobarde, porque lo único que sabía hacer era decir aquellas estúpidas oraciones. Ahora, cuando intento balbucearlo con él, comprendo que el cobarde era yo, porque no veía la verdad que tenía delante, a un palmo de mi nariz. Gracias, don Giussani; es lo único que un hombre como yo puede decirle. Gracias, porque puedo decir con lágrimas en los ojos que morir así tiene ahora sentido, no porque sea más bonito —tengo mucho miedo de morir—, sino porque ahora sé que hay alguien que me quiere, que incluso yo puedo quizá salvarme y que también yo puedo rezar para que mis compañeros de habitación encuentren y vean lo que yo he visto y encontrado. Así me siento útil, fíjese, usando solamente la voz me siento útil; con la única cosa que todavía puedo usar bien, puedo ser útil; yo, que he desperdiciado mi vida, puedo hacer el bien por el simple hecho de rezar el Ángelus. Es impresionante, pero aunque fuese una ilusión, es algo tan humano y razonable, como Vd. dice en El sentido religioso, que no puede dejar de ser verdad. Ziba ha puesto en la cabecera de mi cama una frase de santo Tomás de Aquino: 'La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción'. Creo que mi mayor satisfacción ha sido haberle conocido escribiéndole esta carta, pero será aún mayor cuando, por misericordia de Dios y si Él quiere, yo le conozca a Vd. allí donde todo será nuevo, bueno y verdadero. Nuevo, bueno y verdadero como la amistad que Vd. ha llevado a la vida de muchas personas y en la que puedo decir que 'yo también estaba'. También yo, en esta mísera vida, he visto y he participado en este acontecimiento nuevo, bueno y verdadero. Rece por mí; yo seguiré sintiéndome, útil durante el tiempo que me quede rezando por Vd. y por el movimiento. Un abrazo. Andrea, Milán». [19]

 

Dos mil años quedan fundidos por esta carta. No fue ayer, es hoy, y no es hoy sólo para mí, sino que es hoy también para ti, sea cual sea la postura que tengas: ¡Cámbiala, si tienes que cambiar! También yo comprendo todas las mañanas que la debo cambiar, porque soy responsable de muchas cosas que El ha puesto en mis manos. Digo solamente que este acontecimiento o esta presencia es una presencia de ahora, ¡de hoy! Ese flujo humano del que hemos hablado lo llevo yo hoy a tu vida. No hay otra cosa que Dios, sólo Dios, ayer, hoy y siempre. Un acontecimiento grande, decía Sören Kierkegaard, únicamente puede ser presente, porque lo que nos puede cambiar no es algo pasado, no es un muerto. Si algo nos cambia, es que está presente: «Está, porque cambia», dice un texto \nuestro.

 

Pero no tenemos solamente esta bellísima carta. Habréis leído (en los periódicos o en Litterae) la oración que han escrito los amigos nuestros de Turín que han perdido a todos sus familiares en la reciente tragedia del Piamonte. [20] «En esta hora tremenda y grande queremos dar gracias al Señor, Dios y Padre nuestro, por habernos dado, en Cristo, a Francisco, Cecilia, Lucía y la pequeña Cecilia. A través de ellos Tú, Cristo, has comenzado a darte a conocer a nosotros con el Bautismo, la educación, la adhesión de Lucía al movimiento y la llegada de Cecilia, acogida como un milagro. Haz, Cristo, que ahora que ellos están en Ti mientras Tú haces toda la realidad, nos ayuden a reconocerte cada vez más en todos los instantes de la vida»21. Después de dos mil años sigue estando ahora. Para Alberto y Mario está aquí ahora. ¡Pídele a gritos a Él, que está aquí ahora, que venza tu frialdad, tu ignorancia, tu distancia!

 

Cuando era niño y me ponía enfermo, y estaba en la cama con fiebre, veía a la gente lejana, lejana; la habitación y las paredes las veía lejos, lejos; veía los muebles lejísimos; y tenía miedo de quedarme solo en aquel espacio anchísimo y altísimo, hasta el punto de que cuando mi madre entraba en la habitación la veía pequeñísima, casi inexistente. Es una patología lo que hace que Le veamos lejano, porque El es Dios, el Presente. «Es», El «es», porque está presente. Lo que no está en nuestra experiencia presente, lo que de algún modo no estuviese en nuestra experiencia presente, no existe, no existiría.

 

Hay un tercer testimonio que quiero citar. Siete amigos nuestros, cuatro mujeres Memores Domini y tres sacerdotes, dos de los cuales proceden del seminario romano de monseñor Massimo Camisasca, todos del movimiento, están viviendo en la gran Siberia, concretamente en Novosibirsk. Es la diócesis, y la parroquia, más grande del mundo: va desde Novosibirsk hasta Vladivostok, 5.000 kms. Ellos recorren toda esta zona, haciendo 400 kms., cada semana. Recientemente se ha celebrado el primer Sínodo católico de Siberia en Vladivostok, ciudad que está cerca del Japón en el extremo oriental del continente. Y los obispos han invitado también a nuestros amigos. Están allí desde hace tres años y tienen ya un grupo de amigos que se han bautizado. Algunos participan de la vida de CL. Y uno de ellos ha contado lo que le ha sucedido en su vida. Es un muchacho de 17 años.

 

«He conocido el movimiento justo después de mi encuentro con la Iglesia católica. Entonces no sabía prácticamente nada de la vida cristiana y comprendía todavía menos. Me encontré con una compañía de gente bastante joven, donde había sobre todo estudiantes y algunos italianos que hablaban el ruso poco o nada. Les oía hablar de la vida, del trabajo; hablaban de su experiencia cristiana, de su primer encuentro con Cristo; y también cantaban y se divertían. Luego íbamos juntos a Misa, y .a veces a rezar Vísperas. Tuve la impresión de que eran buenos amigos, pero realmente había algo que me resultaba extraño: ¿Por qué habían venido estos extranjeros desde tan lejos? ¿Por qué habían venido hasta un sitio como éste donde hace tanto frío y la vida no es tan confortable como en su país? ¡Y, además, gente tan joven, tan distintos unos de otros, y aún así tan amigos! Y ¿por qué juntos? Probablemente justo en esto o también en esto consiste la gracia del primer encuentro: cuando tú, intuitivamente, sientes aquello de lo que tienes necesidad en la vida, sientes algo que te corresponde, que es bueno, que despierta en ti curiosidad y deseo, de forma que a cada rato revives ese primer encuentro sin reconocer hasta el fondo por qué. Pues, en efecto, sólo más tarde he empezado a intuir y a comprender que en esta compañía está presente Alguien frente al que todos se inclinan y que une a gente que a primera vista no podría jamás estar junta. Para mí fue una especie de 'momento extraordinario' cuando reconocí la presencia de Cristo, cuando la descubrí en esa compañía. Reconocí que Jesús me ama [como Andrea], que me ama mucho a través de esta gente que El mismo ha puesto a mi lado y que me acompaña. Hace ya tres años que estoy en el movimiento de CL y esto me ayuda. Puedo decir que ahora siento gusto de vivir y esto me parece realmente importantísimo [lo contrario de lo que predomina hoy: la pérdida del gusto de la vida como síntoma del carácter macabro de la cultura actual]. De hecho todos los aspectos de mi vida son ahora distintos: el trabajo, el descanso, el estudio, las vacaciones. Y ver el sentido que tienen todos esos aspectos de la vida, reconocer que Dios se ha hecho acontecimiento en nuestra vida: esto es el cristianismo. Nada sucede por casualidad, nada sucede simplemente porque sí, y cada momento de la historia puede atestiguar la presencia de Cristo aquí y ahora. Tengo muchos amigos, conozco a mucha gente y experimento cada vez más dolor por el hecho de que no hayan tenido aún la gracia del primer encuentro que permite acoger Su presencia y empuja a seguirla. Quisiera comunicar a todos los que conozco el deseo de experimentar el gusto de esta vida ['gusto': un término tan natural, tan carnal y tan divino; es el anticipo de la felicidad eterna, de ese gusto eterno que es el objetivo del vivir]. Es verdad que mi experiencia es todavía pequeña, pero yo pido que en todos los aspectos de mi vida pueda dar testimonio de Cristo, presente aquí y ahora. Josif». [22]

 

En efecto, al igual que Josif, la sorpresa más grande para mí, cristiano, es experimentar ahora, encontrar, ahora, la correspondencia con el corazón que Él significa. Cuando aquel periodista se acercó a una hermana de la Madre Teresa de Calcuta en la India y le hizo algunas preguntas, entre otras cosas -y era una hermana jovencísima, que no llegaba a los veinte años— ella dijo: «Me acuerdo de que recogí una vez a un hombre por la calle y le traje a morir a nuestra casa». «Y ¿qué dijo aquel hombre?». «No murmuró, no blasfemó; dijo solamente: 'He vivido en la calle como un animal pero estoy muriendo como un ángel, amado y cuidado. Hermana, estoy volviendo a la casa de Dios', y murió. No había visto nunca una sonrisa como la que vi en el rostro de aquel hombre». [23] El periodista replicó: «¿Por qué incluso cuando hacéis los sacrificios más grandes parece como si en vosotras no se viera esfuerzo, como si no tuvieseis cansancio?». Entonces intervino la Madre Teresa: «Es a Jesús a quien le hacemos todo lo que hacemos. Nosotras amamos y reconocemos a Jesús hoy». [24] Hoy: ayer ya no existe. Lo que había ayer, o está hoy, o ya no existe.

 

Siento no poder leerla entera porque es demasiado larga, pero quiero citar también al menos un trozo de esta carta de Gloria, [25] una amiga nuestra, joven profesora, que se ha ido con Rose a África, a Kampala, y que dice: «Nada me es inmediato [nada me resulta conveniente, nada me resulta fácil]. Y en ciertos momentos he experimentado que me era imposible estar ante esta gente enferma, sucia, sin el mínimo de condiciones higiénico-sanitarias. [Pero, ¿quién le hace obrar así? ¿El recuerdo de algo que sucedió hace dos mil años? ¡No! Una presencia de ahora. Algo que está aquí ahora]. Una mañana, mientras me despedía de Rose, ella me dijo: 'Pide a la Virgen que no te espantes de ver el modo en que Cristo se te va a presentar'. Con estas palabras en el corazón me fui con Claudia a la cárcel de menores. Todo me producía horror: el olor, la suciedad, la sarna, los piojos. Y en ese momento comprendí que mi petición coincidía con la postura de mi persona». Cuando estaba inclinada sobre el enfermo o sobre el niño encarcelado, cuando estaba inclinada así, en esa postura, su petición, la petición de ser, que es la petición del corazón del hombre —porque, aunque uno no lo piense, clama por esto: pide ser, pide ser feliz, pide lo verdadero, el bien, lo bueno, lo justo, lo bello-, esta petición era su misma postura, su petición coincidía con la misma postura que estaba asumiendo.

 

Pero la noticia más grande de estos últimos tiempos, seguramente la mayor de toda nuestra historia, es lo que ha sucedido en Brasilia. Os ruego que leáis en Litterae el relato del asesinato de Edimar, un chaval del mundo de los delincuentes de Brasilia, más de una vez asesino, porque pertenecía a una banda de asesinos. Al comienzo del curso pasado llega a su clase una profesora libanesa perteneciente a los Memores Domini, que actualmente está en Brasil. Habla nuestro lenguaje. Edimar se siente profundamente turbado; también él quiere tener los ojos llenos de azul como los suyos, y no oscuros, negros y sucios como los tiene él. Se propone cambiar. El jefe de la banda comprende que hay algo que no marcha e inmediatamente le pone a prueba y le ordena ir a matar a una persona. Edimar dice: «Yo no mato a nadie más». Y el jefe le responde: «Entonces te mato yo». Y lo mató. Es el segundo mártir de nuestra historia. [26]

 

Ahora bien, ¿cuál es la fórmula que sintetiza por entero la figura de Cristo en sí misma, como hombre que fue empadronado al nacer en el registro de Belén y que ahora sigue presente para solicitar y exigir la vida y el corazón de cada uno de nosotros, con el fin de que a través nuestro el mundo entero le reconozca, que sea más feliz, que toda la gente del mundo sea más feliz, conozca el «porqué» de todo y pueda morir como Andrea? La fórmula sintética que describe por completo la dinámica de Jesús es que fue «enviado» por el Padre.

 

¿Por qué Jesús, siendo Dios, Verbo de Dios, la expresión de Dios, y por lo tanto el origen del mundo, se hizo hombre? ¿Por qué entró en las entrañas de una joven de 15 años, fue engendrado en esas entrañas, nació, se hizo niño, adolescente, joven, hombre de treinta años, y habló como le hemos oído hablar? ¿Por qué ha sacudido a Andrea, o a nuestros amigos de Villa Turro, los enfermos de Sida que cuidan otros amigos nuestros, o a Edimar? ¿Por qué se hizo hombre y actúa así en la historia? ¿Por qué se hace presente en la historia de este modo? Para llevar a cabo el designio de Otro. Él utiliza, Él mismo utiliza la palabra extrema que indica el origen de todo, de donde nace por tanto la vida: el Padre. Su vida se define como llamada del Padre para llevar a cabo una misión: la vida es vocación.

 

Esta es la definición cristiana de la vida: la vida es vocación. Y vocación es cumplir una misión, desarrollar la tarea que Dios determina para cada uno a través de las circunstancias banales, cotidianas, instante tras instante, que El permite que tengamos que atravesar. Por eso Cristo es el ideal de nuestra vida: en cuanto que ésta es intento de respuesta, deseo de responder a la llamada de Dios. Vocación, llamada de Dios, proyecto que el Misterio tiene sobre mí. Porque yo en este instante, si soy sincero, si lo pienso, comprendo que no hay nada tan evidente —ni siquiera tú que estás a dos metros de mí- como el hecho de que yo no me estoy haciendo a mí mismo en este instante: no me doy el pelo, no me doy los ojos, no me doy la nariz, no me doy los dientes, no me doy el corazón, no me doy el alma, no me doy los pensamientos, no me doy los sentimientos. Todo me es dado para que cumpla Su designio —un designio que no es el mío— a través de todas las cosas, a través del escribir, a través del hablar, a través del Ángelus, como decía Andrea, a través de todo, de todo. «Ya comáis, ya bebáis», [27] dice san Pablo, poniendo la comparación más banal que se pueda imaginar; «ya veléis, ya durmáis», [28] «ya viváis, ya muráis» [29] —dirá de nuevo en otros pasajes—, todo es para gloria de Cristo, es decir designio de Dios.

 

Cristo es el ideal de la vida. Aquél al que oían Juan y Andrés era el ideal de la vida. Por eso su corazón se sobresaltó, por eso se marcharon a casa en silencio, por eso aquella noche Andrés abrazó a su mujer como nunca la había abrazado antes, sin saber qué decir. Habían encontrado el ideal de la vida. Pero los pobrecillos no podían expresarlo inmediatamente de este modo. Lo dijeron pocos años después. Desde entonces fueron a decirlo por todo el mundo: Cristo es el ideal de la vida.

 

¿Qué quiere decir que Cristo es el ideal de la vida? Quiere decir que es el ideal del modo en que tratamos a toda la naturaleza, el ideal del modo en que vivimos el afecto, en que por consiguiente concebimos, miramos, sentimos, tratamos, vivimos la relación con la mujer y con el hombre, con nuestros padres y con nuestros hijos. Es el ideal con el que nos dirigimos a los demás y vivimos nuestras relaciones con ellos, es decir, con la sociedad en su conjunto y como compañía de hombres. Y ¿cuál es la característica que infunde este ideal en el modo que tenemos de tratarnos unos a otros, de tratar a todo, desde la naturaleza —y con esta palabra quiero indicar todo lo que existe, porque puedo tratar mal, injustamente, a este micrófono, como hice antes sin darme cuenta— hasta mi padre y mi madre? Esa característica está descrita por dos palabras que tienen la misma raíz, pero una es el principio y la otra es el fin de la trayectoria de nuestros actos.

 

La primera es la gratitud. ¿Por qué? Por lo que he dicho antes: nada es tan evidente en este momento, para mí o para ti, como el hecho de que no te estás haciendo a ti mismo, que todo te es dado, que hay Otro en ti que es más tú que tú mismo, que naces de una fuente que no eres tú. Esa fuente es el misterio del ser. Así comprendemos, análogamente, que todas las cosas están hechas por Otro. Tú, hombre, eres la conciencia de la naturaleza: el yo es el nivel en que la naturaleza toma conciencia de sí misma. Al igual que yo tengo conciencia de que no me hago a mí mismo, soy consciente de que tampoco la naturaleza se hace a sí misma: es dada, algo dado, don. Por eso lo primero es estar agradecido: la gratitud es el fundamento y la premisa de cada acto, de cada actitud.

 

¿Qué es lo que insinúa esta gratitud en todos mis actos? Insinúa un aspecto, un matiz, un aura de gratuidad. Pura gratuidad, aquélla de la que hablaba Ada Negri, como tantas veces hemos recordado, en un incomparable poema suyo [30] que expresa esto de una manera que yo no sé decir mejor: «Amas, y no piensas en ser amada: a cada / flor que brota o fruto que madura / o niño que nace, al Dios de los campos / y de las estirpes das gracias en tu corazón». Amas, te gusta la flor no porque la huelas sino porque existe. Miras el fruto que madura no porque lo muerdas sino porque existe. Miras al niño no porque sea tuyo sino porque existe. Esto es la pureza absoluta. Por favor, haced un esfuerzo para ensimismaros con esta pureza absoluta. Un aliento de esta pureza, de esta gratuidad, entra en nosotros aunque ni siquiera nos demos cuenta, entra en cada uno de nuestros actos de modo casi natural. Porque cualquier actitud que yo tenga hacia ti, si no lleva dentro esta gratuidad, una pincelada de esta gratuidad, es deforme, es una relación ruinosa, caduca y falsa, es una relación que está ya empezando a arruinarse, a deshacerse. Únicamente esta gratuidad pura no deforma, sólo esta gratuidad permite no deshacer nada, mantener vivas todas las cosas del pasado, mantener en el presente todas las cosas nacidas en el pasado. Y así mi sujeto se enriquece en el presente con todo lo que hizo ayer y antes de ayer, y ya nada es inútil, como decía nuestro amigo Andrea dos días antes de morir.

Por eso el resultado de seguir a Jesús como ideal de la vida, el resultado de la vida entendida como vocación —corno dice el Evangelio— es el ciento por uno, el céntuplo aquí: [31] las cosas se vuelven más fuertes. Se hace más fuerte mi relación contigo. Es como si hubiésemos nacido juntos, aunque no te conocía, hasta hace pocos años no te conocía. Y no tengo ningún tipo de interés, en el sentido de buscar una contrapartida o un provecho. Ninguno. No es por provecho por lo que estamos juntos. Y me encuentro muy a gusto contigo, a pesar de lo que pienses, porque no es por esto por lo que soy amigo tuyo. Se trata, pues, de una riqueza mayor en todas las relaciones: en el modo de ver las flores, en el modo de mirar las estrellas, en el modo de mirar las plantas, las hojas, en la manera de soportarme a mí mismo, que pretendo con osadía de vosotros que permanezcáis aquí todavía cinco minutos más, en la forma en que pienso en mis culpas de ayer o de antes de ayer. «Señor perdóname, perdóname porque soy pecador»: decir esto no me defrauda, no me deprime, me vuelve más verdadero. Si no hablara así sería menos verdadero, ya que soy, de hecho, pecador.

 

De esta riqueza deriva una capacidad de fecundidad que no tiene nadie; de fecundidad, esto es de comunicación de la propia naturaleza, de la propia riqueza, de la propia inteligencia, de la propia voluntad, del propio corazón, del propio tiempo, de la propia vida. Es decir, «daría la piel por cada uno de vosotros»: cada uno de nosotros lo diría por cada uno de los demás. Y lo dice de hecho. Si no lo dice es porque no lo ha pensado nunca, y si no lo ha pensado es porque no ha pensado nunca cayendo en la cuenta de la presencia de Cristo. Si parte de esto lo dirá: «Daría incluso la piel, ¡pero Jesús, ayúdame, eh!». Se trata de una fecundidad nueva en el trabajo, de una pasión por el trabajo que no es para buscar provecho o por gusto o para perseguir una incidencia particular en el resultado de mi presencia en la sociedad; es amor al . trabajo como acción que perfecciona, tenga el resultado que tenga. Se trata de una fecundidad que es amor a dar lo que soy, a darme a mí mismo, es decir, a darse uno mismo a los hijos: amor a todo lo que entra y entrará en relación con los hijos, amor a los otros, pues también ellos son hijos, a todos los hombres, al pueblo. Es fecundidad en el trabajo, fecundidad con los hijos, fecundidad para la vida del pueblo. En resumen, el ideal de la vida se traduce en el bien de los otros, en el bien para los demás: el bien de todos, vuestro bien, mi bien. Esta es la finalidad para la que Dios ha hecho el mundo: el bien de todo, el bien. Lo contrario del libro que ha escrito Norberto Bobbio, [32] un ensayo sobre el mal serio y conmovedor, creo yo, por algunas de sus páginas. Pero el proyecto de un padre es el bien de su hijo. El ideal de la vida pasa a ser el bien.

 

Ahora os pido que estéis especialmente atentos estos últimos cinco minutos, porque lo que voy a decir es lo más peliagudo de todo lo que hemos hablado hoy, es la consecuencia más extrema del tema de hoy. Hay una forma de vocación que llama a tomar un camino inopinado e inopinable, impensado e impensable para la mentalidad corriente y que se llama, perdonad si lo digo inmediatamente, virginidad. Es una forma de vocación que nos atraviesa, como la luz atraviesa el cristal. Es una forma de vocación que atraviesa las exigencias más naturales, tal y como se presentan en la experiencia de todos. Los que toman este camino tienen las exigencias naturales que tenemos todos: pues bien, esta forma de vocación atraviesa las exigencias más naturales, tal y como se presentan en la experiencia, satisfaciéndolas paradójicamente con un potencial nuevo.

 

En ellos, con esta vida, con esta forma de vocación, el trabajo se convierte en obediencia. Porque cada quien va a su trabajo por muy diversos motivos, entre los que está también ese aliento que hemos llamado gratuidad. Pero en el caso de éstos todo su trabajo se convierte en gratuidad, tiende a convertirse en gratuidad totalmente. ¿Por qué vas a tu despacho de abogado? ¿Por qué vas a tu clase como profesor? Que llegue el sueldo a fin de mes, o el hacer carrera, o el hecho de que en todo caso haga falta trabajar, son motivaciones que con el tiempo desaparecen realmente; sólo subsiste la voluntad de hacer el bien a los demás: que se cumpla la voluntad de Dios. Es decir, el trabajo se convierte en obediencia. ¿Qué es la obediencia? La obediencia es actuar para afirmar a Otro.

 

¿Qué es la acción? La acción es el fenómeno mediante el cual se afirma el yo, mediante el cual se afirma a sí mismo, se realiza. Para realizarme a mí mismo la acción que ejerzo no la hago para mí sino para Otro: esto es la obediencia. La ley de la acción es Otro, es afirmar a Otro, es un amor al Verbo, es amor a Cristo. El trabajo es amor a Cristo.

 

Del mismo modo que el trabajo se convierte en obediencia, el amor a la mujer o al hombre se ve exaltado. Un hombre cuya humanidad es exaltada, en el sentido físico del término, es un hombre que se erige en toda su estatura, con toda la altura de su persona. La mujer se ve exaltada como signo de la perfección, del atractivo para el que está hecho el hombre. Es lo que intuyó Leopardi. Hubo un momento en su vida, aunque después decayó, en que intuyó que el rostro de la mujer era un signo. Había amado a muchas mujeres, pero en aquel momento intuyó que no se trataba de este o de aquel rostro, sino que era otro rostro con la «R» mayúscula, era una mujer con la «M» mayúscula —para la que compuso un himno bellísimo— lo que buscaba. El amor a la mujer queda exaltado al ver a ésta como signo de la perfección y del atractivo que tiene lo bello, lo bueno, lo verdadero y lo justo, que es Cristo. Porque la perfección, la fuente del atractivo, la fuente de lo bello, del bien, de lo verdadero y de lo justo es el Verbo de Dios. Como decía Leopardi en el himno A su mujer, [33] lo que trasluce en la belleza de un panorama de la naturaleza, en la belleza de un sueño o de un rostro, es lo divino que está en la fuente de todo. En el rostro del otro -del otro por excelencia, como es la mujer para el hombre y viceversa— trasluce lo divino, trasluce de manera inefable, que no se consigue decir. Quien ha llegado a decirlo mejor, creo yo, ha sido Leopardi, que tampoco lo llegó a decir del todo, pero que estuvo a punto. Perdonadme, pero para que no os resulten abstractas estas cosas os voy a leer una carta que le ha mandado a una chica uno que fue su novio. Habían estado juntos tres años. Pasados esos tres años ella intuyó que tenía vocación a la virginidad y le dijo que había decidido comprobarlo, asistiendo a un período de «verificación» vocacional.

 

Su antiguo novio le escribe así: «Querida, sólo quiero encerrar unas pocas palabras pues todo está ya contenido en nuestros corazones para siempre [¡para siempre! Nada queda eliminado]. Estoy conmovido, es decir, asombrado, maravillado por lo que está sucediendo en tu vida, o mejor, por quien está haciendo que suceda. Es una alegría que con el tiempo me conducirá al destino de bien que te ha tomado consigo. Incluso el dolor que me asalta, algunas veces con más fuerza que otras, por cómo te traté en algunos momentos de nuestra relación, se ve aliviado por la misericordia que lo vuelve más verdadero. Sigue siendo un misterio que, sin embargo, ya empieza a revelarse. Toda la plenitud de la relación que hemos vivido entre nosotros, de ese tramo de historia que hemos recorrido juntos, se explica mejor así. Me gusta creer que cada instante que has pasado conmigo, incluso frente a mi incapacidad, no se va a perder [¡es para siempre!] y que haya servido, es decir, que haya sido utilizado por Cristo para acompañarte hacia Él. Te pido perdón, o sea, te pido que me dones lo que tú mendigas, con la certeza de que has dado un mayor amor a mi persona perteneciendo a los Memores Domini, de que me has querido más así que habiéndote casado conmigo. Te agradezco tu espera y le pido a la Virgen que siempre te rodeen rostros de esperanza como ahora tienes en torno a ti, para que en cada paso tuyo te protejan y te amen. Te he regalado un icono de Cristo, signo de Su encarnación [un concepto que la ortodoxia tiene bien claro] con el fin de que te conforte siempre Su presencia y para que te acuerdes de pedir por mí, por la tarea que ahora se me ha confiado de amar a Elisabetta, por mis familiares y nuestros amigos, pero sobre todo para que no abandone ese abrazo del Espíritu Santo que es el movimiento y su misteriosa centinela».

 

Es uno que ha entendido. ¿Os dais cuenta de cómo ha entendido? El trabajo se convierte en obediencia; el amor a la mujer se convierte en signo supremo de la perfección del atractivo que ella ejerce sobre nosotros, de la felicidad que nos espera; y el pueblo, en lugar de ser sujeto de una historia humana llena de luchas y litigios, se convierte en una continuidad de gente, en un flujo, en un río de conciencias que lentamente se iluminan cediendo, al menos en la muerte, a la gloria de Cristo.

 

Esto es la caridad; estos cambios se llaman caridad. El trabajo, cuando se convierte en obediencia, se llama caridad. El amor a la mujer, cuando se convierte en signo de la perfección final, de la belleza final, se llama caridad. Y el pueblo que se convierte en historia de Cristo, en reino de Cristo, en gloria de Cristo, es caridad. Porque la caridad es mirar a lo presente, a toda presencia, con el ánimo cautivado de pasión por Cristo, de ternura por Cristo. Se produce un gozo y una alegría que sólo son posibles en estas condiciones. Gozo y alegría son dos palabras que en caso contrario habría que arrancar del vocabulario humano, porque de otro modo resultan imposibles. Existe el contento, la satisfacción, todo lo que queráis, pero el gozo no existe, porque el gozo exige la gratuidad absoluta, que sólo es posible con la presencia de lo divino, con el anticipo de la felicidad. Y la alegría es su explosión momentánea, cuando Dios quiere, para alentar y sostener el corazón de una persona o de un pueblo en momentos educativamente significativos.

 

Pero, perdonad, que el trabajo se convierta en obediencia, que el amor a la mujer se convierta en signo, como intuyó Leopardi, que el pueblo no sea un gentío informe de caras sino el reino de Cristo que avanza, esta caridad es la ley para todos, no solamente para los que son vírgenes. Es la ley para todos, sí, de todos. La virginidad es una forma de vida visible que recuerda a todos el mismo ideal de todos, y para todos, que es Cristo, lo único por lo que merece la pena vivir y morir, trabajar, amar a la mujer, educar a los hijos, gobernar y ayudar a un pueblo. Es para todos, pero algunos son llamados al sacrificio de la virginidad justamente para que estén presentes, entre los demás, recordando este ideal que es para todos. Ya deberíais haber estudiado en el tercer volumen (tomo 2) de la Escuela de Comunidad, [34] si es que habéis llegado hasta ahí, el concepto de milagro. E! milagro es un acontecimiento -como se define allí— que remite a Dios de manera inexorable, un fenómeno que te hace pensar en Dios a la fuerza. El milagro de los milagros, más que todos los milagros de Lourdes, más que todos los milagros de cualquier santuario del mundo, el milagro de los milagros, es decir, el fenómeno que de manera inexorable te obliga a pensar en Jesús, es una chica guapa de veinte años que abraza la virginidad.

 

La Iglesia es el lugar de este camino y de todas las influencias operativas, fecundas y florecientes sobre la gente que camina unida en la compañía que Dios crea, compañía en la que todos los caminos van juntos. La Iglesia es el lugar en el que toda esa gente se enriquece, se da y se enriquece con el don de los demás. La-Iglesia es un lugar de humanidad conmovedora, es el preciso lugar de la humanidad, donde la humanidad crece, donde se incrementa, expurgando continuamente lo que entra en ella de espurio, porque somos hombres; pero es humana, pues los hombres son humanos cuando expurgan lo espurio y aman lo puro. La Iglesia es algo verdaderamente conmovedor.

 

La lucha con el nihilismo, contra el nihilismo, consiste en vivir esta conmoción.

 

Notas

 

[1] «Hay una meta, pero no un camino» (F. Kafka, Il silenzio delle sirene. Scritti e framment ipostumi (1917-1924), Milán 1994, p. 91).

 

[2] Tácito, Germania, IX, 2.

 

[3] L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid, 1989, pp. 42-43.

 

[4] V. Hugo, «Le Point», en Les Contemplations, París, 1857.

 

[5] Cfr.Jn 14,6,

 

[6] Ap 3, 20.

 

[7] Cfr. L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, op. cit., pp. 76 y 92.

 

[8] Mc 8, 33.

 

[9] Los textos y las imágenes de ese vídeo han sido publicados en 30 Días, año IX, n. 89, Madrid 1995, pp. 33-48, inserto central bajo el título «Simón», ¿tú me amas?».

 

[10] Mt 18, 2-6; Me 9, 36-42.

 

[11] Lc 7, 11-14.

 

[12] Cfr. Mt 8, 23-27 y Lc 8, 22-25.

 

[13] Jn 10,24.

 

[14] Jn 6, 14-15.

 

[15] Jn 6, 48-54.

 

[16] Jn 6, 60.

 

[17] Jn 6, 67-68.

 

[18] Cfr. L. Giussani, El sentido religioso, op. cit., pp. 16-20

 

[19] Ver Litterae Communionis,  Madrid, enero 1995, n. l,p. 4.

 

[20] Se refiere a las gravísimas inundaciones y hundimientos provocados por las lluvias torrenciales que asolaron el norte de Italia en el otoño de 1994.

 

[21] Ver Litterae Communionis, Madrid, enero 1995, n. 1, pp. 8-9.

 

[22] Ver Litterae Communionis -Traces, n. 10, Milán, noviembre 1994, p. 19.

 

[23] Ver Il Sabato, n. 15, 1 febrero 1986, p. 8.

 

[24] Ver Il Sabato, n. 22, 30 mayo 1987, p. 4.

 

[25]  El texto completo de la carta se encuentra en Litterae Communionis, Madrid 1994, n. 6, pp. 18-19.

 

[26] Ver Litterae Communionis,, Madrid, 1994, n. 5, pp. 28-30.

 

[27] 1 Cor 10, 31.

 

[28] 1 Ts 5, 10.

 

[29] Rm 14, 8.

 

[30] A. Negri, «Mia Giovinezza», en Mia Giovinezza, Milán 1995, p. 78.

 

[31] Cfr. Mc 10,29-30.

 

[32] N. Bobbio, «Gli dei che hanno fallito. Alcune demande sul problema del male», en Elogio della mitezza e altri scritti morali, Milán 1994.

 

[33] G. Leopardi, «Alla sua donna», en Poesie e prose, Milán L972, pp. 46-47 (ed. cast., Poesía y Prosa, Madrid 1990). El poema y su traducción se encuentran en el Apéndice 5 de este volumen.

 

[34] L. Giussani, Por qué la Iglesia, tomo 2, Ediciones Encuentro, pp. 134 y 137-139.

 


 


* Luigi Giussani nació en Desio el 15 de octubre de 1922. Estudió en el seminario de la diócesis de Milán y cursó los estudios de Teología en la Facultad de Teología de Venegono, donde más tarde fue profesor. En los años 50 abandona las clases en la Facultad de Teología para dedicarse a la enseñanza de la religión en un colegio de Enseñanza Media. Da vida así a un movimiento eclesial –Comunión y Liberación- que hoy es una realidad viva en 70 países del mundo, con reconocimiento pontificio.