La proclamación de la santidad en la Iglesia (I)

 

 

Breve historia de las canonizaciones

 

 

José Luis Gutiérrez

 

 

en «Ius Ecclesiae» 12 (2000) 493-529

 

 

 

Sumario

 

1. Importancia de la proclamación de la santidad hoy.- 2. Algunas notas sobre la historia de la canonización.


1. Importancia de la proclamación de la santidad hoy


En la introducción al Motu pr. Sanctitatis clarior, del 19 de marzo de 1969, con el que fueron introducidas modificaciones a la normativa referente a las causas de canonización, Pablo VI escribió: «No hay de que maravillarse si el Concilio Vaticano II, hablando del misterio de la Iglesia, ha puesto de relieve la nota de la santidad, a la que todas las demás están íntimamente unidas, y repetidamente ha invitado a todos los cristianos de cualquier condición a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad; llamada a la santidad que se considera característica especialísima del mismo magisterio conciliar y como su finalidad última»(1).

Del mismo modo, Juan Pablo II afirma: «El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana»(2).

Éste es el contexto en el que hay que inserir el reconocimiento público que la Iglesia da a la santidad de quienes han derramado la propia sangre por la fe o han practicado las virtudes con perseverancia heroica. Al proclamarlos beatos, y posteriormente santos, la Iglesia da gracias a Dios, honra a sus hijos que han respondido generosamente a la gracia divina y los propone como intercesores y, a la vez, como ejemplo de aquella santidad a la que todos los fieles están llamados en las concretas circunstancias de su vida terrena. Las beatificaciones y las canonizaciones tienen siempre como finalidad la gloria de Dios y el bien de las almas.

Desde el inicio de su pontificado, Juan Pablo II ha empujado con particular intensidad las causas de canonización y ha procedido a la proclamación como beatos o como santos de fieles cristianos de todas las épocas --también de tiempos recientes-- y de las más diversas condiciones: sacerdotes y laicos, religiosos, personas casadas, ancianos venerables o bien jóvenes a los que Dios ha llamado a Sí en la flor de la juventud. Cada uno de ellos presenta rasgos peculiares y en todos, igualmente, se advierte un denominador común: todos han tomado en serio el empeño radicado en el bautismo y, en su concreta existencia, sin carecer de debilidades, han respondido día a día a la gracia y, después de haber combatido con tenacidad como miembros de la Iglesia militante, han merecido formar parte de la Iglesia triunfante.

El Concilio Vaticano II ha puesto de relieve con renovado vigor la llamada universal a la santidad en el Capítulo V de la constitución dogmática Lumen gentium, en cuya conclusión se lee una afirmación tajante y audaz: «Quedan invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado»(3). El texto conciliar reacciona con fuerza frente a una concepción que parecía hacer consistir la santidad en gestas clamorosas y en modos de actuar alejados de los cursos por los que discurre la vida de la mayor parte de los mortales, de modo que pudo ser considerada patrimonio exclusivo de pocos y objeto de admiración, pero no modelo a imitar y poner en práctica. A esta concepción deformada, la Const. Lumen gentium responde sin dejar lugar a dudas: «todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»(4).

La llamada universal a la santidad está, por tanto, en el centro de la existencia de la misma Iglesia. De todos modos, para mantenernos dentro de los límites del título dado a la presente exposición, debemos buscar la respuesta a una pregunta que surge espontánea: ¿Cuál es el significado de la proclamación oficial de la santidad de un Siervo o de una Sierva de Dios? En otras palabras: ¿Hay una relación inmediata entre la beatificación o la canonización y la llamada universal a la santidad?

Respecto al sentido de la santidad canonizada leemos en la Const. Lumen gentium: «Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidas; a ellos, junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, profesó peculiar veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos, luego se unieron también aquellos otros que habían imitado más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo, y, en fin, otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y cuyos divinos carismas lo hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles. Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura, y al mismo tiempo aprendemos cuál sea, entre las mundanas vicisitudes, al camino seguro conforme al propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con Cristo, o sea a la santidad [...]. Y no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aún más, para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna»(5).

Todavía se puede formular otra pregunta para precisar más aún el argumento que nos proponemos afrontar: ¿Es excesivo el número de causas de canonización en curso? ¿Hay determinadas categorías de fieles cuya canonización y propuesta como modelo de santidad sea hoy particularmente importante? ¿Cuál es la función de las canonizaciones en la pastoral de la Iglesia?

Estas cuestiones, cargadas de evidentes repercusiones sobre el modo de aplicar la normativa en vigor, han sido referenciadas por el Santo Padre, señalando así nuevas directivas, tanto para la Congregación para las Causas de los Santos como para los procesos que se instruirán en cada diócesis. Juan Pablo II ha afirmado: «La verdadera historia de la humanidad está constituida por la historia de la santidad [...]: todos los santos y los beatos son "testigos", es decir, personas que, confesando a Cristo, su persona y su doctrina, han dado consistencia y expresión creíble a una de las notas esenciales de la Iglesia, que es precisamente la santidad. Sin ese continuo testimonio, la misma doctrina de la religiosa y moral, predicada por la Iglesia, correría el peligro de confundirse con una ideología puramente humana. Y es, en cambio, doctrina de vida, o sea, aplicable y transferible a la propia existencia: doctrina que "debe hacerse vida", a ejemplo de Jesús mismo, que proclama: Yo soy la vida (Jn, 14, 8) y afirma que vino para dar esta vida y darla en abundancia (cfr. Jn 10, 10). La santidad, no como ideal teórico, sino como camino que hay que recorrer en el fiel seguimiento de Cristo, es una exigencia especialmente urgente en nuestros tiempos. Hoy la gente se fía poco de las palabras y de las declaraciones solemnes; quiere hechos. Por ello, mira con interés, con atención e incluso con admiración a los testigos. Se podría decir que la deseada mediación entre la Iglesia y el mundo moderno, para que tenga de verdad eficacia, exige testigos que sepan hacer realidad la perenne verdad del Evangelio en su propia existencia y al mismo tiempo la conviertan en instrumento de salvación para sus hermanos y hermanas»(6).

Respecto al número de causas en curso, que algunos consideran excesivo, el Romano Pontífice ha precisado: «Se dice a veces que hoy se realizan demasiadas beatificaciones. Pero esto, además de reflejar la realidad que, gracias a Dios, es como es, corresponde también al deseo expresado por el Concilio Vaticano II. Tanto se ha difundido el Evangelio en el mundo, y tan profundas son las raíces que ha echado su mensaje, que precisamente el gran número de beatificaciones refleja vivamente la acción del Espíritu Santo y la vitalidad que brota de él en el campo que es más esencial para la Iglesia, a saber, el de la santidad»(7).

Desde la perspectiva de la preparación pastoral de toda la Iglesia para entrar en el Tercer Milenio, Juan Pablo II escribió: «En estos años se han multiplicado las canonizaciones y beatificaciones. Ellas manifiestan la vitalidad de las Iglesias locales, mucho más numerosas hoy que en los primeros siglos y en el primer milenio. El mayor homenaje que todas las Iglesias tributarán a Cristo en el umbral del tercer milenio, será la demostración de la omnipotente presencia del Redentor mediante frutos de fe, esperanza y caridad en hombres y mujeres de tantas lenguas y razas, que han seguido a Cristo en las distintas formas de la vocación cristiana»(8).

En particular, el Papa ha subrayado la importancia de la canonización de algunas categorías de fieles. En primer lugar, de los mártires del siglo XX: «Como testimonio de Cristo crucificado y resucitado, la Iglesia no puede olvidar que, durante nuestro siglo, en el Continente europeo ha madurado una particular mies de martirio, quizá la más grande después de los primeros siglos del Cristianismo. Sabemos que la Iglesia nace de la siega de esta mies evangélica: sanguis martyrum semen christianorum (cfr. Tertuliano, Apologet., 50: PL 1, 535). Expresión de tal convicción son los antiguos martirologios. ¿No deberemos nosotros, Pastores del siglo veinte, añadir a los antiguos martirologios un capítulo contemporáneo o, más bien, muchos capítulos? Muchos porque tienen que ver con las diversas Iglesias particulares en diversos países»(9).

Igualmente, subrayando también la función del martirio en la acción ecuménica, como veremos a continuación en detalle, Juan Pablo II afirma: «Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes --sacerdotes, religiosos y laicos-- han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del mundo (...).

«Es un testimonio que no hay que olvidar. La Iglesia de los primeros siglos, aun encontrando notables dificultades organizativas, se dedicó a fijar en martirologios específicos el testimonio de los mártires.

«En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi «militi ignoti» de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben perderse en la Iglesia sus testimonios. Como se ha sugerido en el Consistorio, es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria. Esto ha de tener un sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división. El martyrologium de los primeros siglos constituyó la base del culto de los santos. Proclamando y venerando la santidad de sus hijos e hijas, la Iglesia rendía máximo honor a Dios mismo; en los mártires veneraba a Cristo, que estaba en el origen de su martirio y de su santidad»(10).

También, respecto a la nueva evangelización de Europa, el Papa evidencia la importancia central del martirio «Los santos de nuestro siglo han sido en gran parte mártires (...). Ésta es la gran multitud de los que, como se dice en el Apocalipsis, "siguen al Cordero" (cfr. 14, 4). Ellos completaron con su martirio el testimonio redentor de Cristo (cfr. Colosenses 1, 24) y, al mismo tiempo, están en la base de un nuevo mundo, de la nueva Europa y de la nueva civilización»(11).

El Papa sitúa el testimonio de los mártires en la raíz de la unidad entre Oriente y Occidente, y en la base del ecumenismo: «El valiente testimonio de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar y nos recuerda la obligación de acoger y poner en práctica su exhortación. Estos hermanos y hermanas nuestros, unidos en el ofrecimiento generoso de su vida por el Reino de Dios, son la prueba más significativa de que cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio (...) Unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos (n. 1).

«¿No es acaso el siglo veinte un tiempo de gran testimonio, que llega «hasta el derramamiento de la sangre»? ¿No mira también este testimonio a las distintas Iglesias y Comunidades eclesiales, que toman su nombre de Cristo, crucificado y resucitado? (n. 48).

«He hablado de la voluntad del Padre, del espacio espiritual en el que cada comunidad escucha la llamada a superar los obstáculos para la unidad. Pues bien, todas las Comunidades cristianas saben que una exigencia y una superación de este tipo, con la fuerza que da el Espíritu, no están fuera de su alcance. En efecto, todas tienen mártires de la fe cristiana. A pesar del drama de la división, estos hermanos han mantenido una adhesión a Cristo y a su Padre tan radical y absoluta que les ha permitido llegar hasta el derramamiento de su sangre. ¿No es acaso esta misma adhesión la que se pide en esto que he calificado como «diálogo de conversión»? ¿No es precisamente este diálogo el que señala la necesidad de llegar hasta el fondo en la experiencia de verdad para alcanzar la plena comunión? (n. 83).

«Si los mártires son para todas las Comunidades cristianas la prueba del poder de la gracia, no son sin embargo los únicos que testimonian ese poder. La comunión aún no plena de nuestras comunidades está en verdad cimentada sólidamente, si bien de modo invisible, en la comunión plena de los santos, es decir, de aquéllos que al final de una existencia fiel a la gracia están en comunión con Cristo glorioso (n. 84)»(12).

Respecto al martirio padecido por tantos religiosos, el Santo Padre afirma: «(Fidelidad hasta el martirio) En este siglo, como en otras épocas de la historia, hombres y mujeres consagrados han dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida. Son miles los que obligados a vivir en la clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos violentos, obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la asistencia a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta conformación con Cristo crucificado. La Iglesia ha reconocido ya oficialmente la santidad de algunos de ellos y los honra como mártires de Cristo, que nos iluminan con su ejemplo, interceden por nuestra fidelidad y nos esperan en la gloria.

«Es de desear vivamente que permanezca en la conciencia de la Iglesia la memoria de tantos testigos de la fe, como incentivo para su celebración y su imitación. Los institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica han de contribuir a esta tarea recogiendo los nombres y los testimonios de las personas consagradas que pueden ser inscritas en el Martirologio del siglo XX»(13).

No es difícil percibir cuánto trabajo exigirá la puesta en práctica de las indicaciones del Santo Padre, sobre todo por una repetida recomendación: las Iglesias locales deben hacer todo lo posible para no dejar perder la memoria de cuantos han padecido el martirio, recogiendo la documentación necesaria. En efecto, todavía es relativamente escaso el número de mártires de México y de España para los que se ha recogido la documentación en el respectivo proceso. Por lo que se refiere a los Países del Este europeo, únicamente desde hace poco tiempo las circunstancias han permitido iniciar la búsqueda, también las Naciones de Oriente cuentan con mártires de los que no se dispone de mucha información. Además, en la medida en que la recopilación de documentación llegará a la Congregación para las Causas de los Santos para posibles causas de beatificación o de canonización, el Dicasterio se enfrentará a una tarea cuya realización requerirá notables esfuerzos, evidentemente sin menoscabo de la seriedad y del rigor que caracterizan las causas de canonización.

Del mismo modo, el Romano Pontífice ha subrayado la importancia de la canonización de laicos: «Es natural recordar aquí la solemne proclamación de algunos fieles laicos, hombres y mujeres, como beatos y santos, durante el mes en que se celebró el Sínodo [el 4 de octubre de 1987]. Todo el Pueblo de Dios, y los fieles laicos en particular, pueden encontrar ahora nuevos modelos de santidad y nuevos testimonios de virtudes heroicas vividas en las condiciones comunes y ordinarias de la existencia humana. Como han dicho los Padres sinodales: "Las Iglesias locales, y sobre todo las llamadas Iglesias jóvenes, deben reconocer atentamente entre los propios miembros, aquellos hombres y mujeres que ofrecieron en estas condiciones (las condiciones ordinarias de vida en el mundo y el estado conyugal) el testimonio de una vida santa, y que pueden ser ejemplo para los demás, con objeto de que, si se diera el caso, los propongan para la beatificación y canonización" (Propositio 8 [de las conclusiones del Sínodo sobre los laicos])»(14).

Respecto a los laicos que se han santificado en el matrimonio, el Romano Pontífice señala: «Será tarea de la Sede Apostólica, con vista al Año 2000, actualizar los martirologios de la Iglesia universal, prestando gran atención a la santidad de quienes también en nuestro tiempo han vivido plenamente en la verdad de Cristo. De modo especial se deberá trabajar por el reconocimiento de la heroicidad de las virtudes de los hombres y las mujeres que han realizado su vocación cristiana en el Matrimonio: convencidos como estamos de que no faltan frutos de santidad en tal estado, sentimos la necesidad de encontrar los medios más oportunos para verificarlos y proponerlos a toda la Iglesia como modelo y estímulo para los otros esposos cristianos»(15).

 

2. Algunas notas sobre la historia de la canonización


La canonización no es la sentencia de un tribunal de justicia, sino que, ante todo, responde a un juicio de Dios, que manifiesta su voluntad con el fin de que un Siervo que ha vivido y muerto santamente sea proclamado santo.

La veneración de los santos, especialmente de los mártires, se manifiesta desde los inicios de la Iglesia. Sin embargo, sería inadecuado aplicar al culto que se les ha tributado a lo largo de la historia, determinados conceptos como el de canonización o el de beatificación, cuyas características actuales están ligadas a una época más bien reciente(16). El culto a los santos se ha desarrollado siempre en el ámbito de la communio eclesial, pero sólo con el paso del tiempo se dibujó nítidamente la intervención decisiva de la autoridad eclesiástica: primero, del Obispo local; después, del Romano Pontífice, a quien quedó reservada la cuestión.

Sintetizando al máximo, podemos distinguir los siguientes períodos:


a) Veneración de los mártires y de los confesores de los primeros siglos(17). En la época de las persecuciones, y sobre todo después de la paz de Constantino, la comunidad cristiana veneró a los mártires, celebrando su memoria junto a su sepultura, especialmente en el aniversario de su muerte (dies natalis). El hecho del martirio era de dominio público, por lo que no precisaba de una proclamación oficial de la autoridad eclesiástica, que, en cualquier caso, de modo especial en las iglesias de África, confeccionó una relación escrita de los propios mártires (martires vindicati) y tuvo que vigilar para que no se tributase culto a cristianos asesinados por motivos ajenos a la fe, o a los maniqueos, que también eran perseguidos(18).

Se puede decir, en general, que, en esta época, el martirio era un hecho de domino público, que no precisaba ulteriores pruebas y mucho menos un proceso, en el sentido actual del término: bastaba con la vox populi, en unión con los propios pastores, para que fuese venerada la memoria de un mártir, veneración unida, en un primer tiempo, al lugar de sepultura y al dies natalis y, posteriormente, extendida a otras Iglesias. De modo parecido surgió y se propagó el culto a los primeros confesores.


b) La canonización episcopal. Siempre a nivel de Iglesia particular, a partir del siglo VI se generalizó la canonización mediante la exhumación del cuerpo del Siervo de Dios para darle una sepultura más digna (elevatio) o para transferirlo en procesión solemne a una iglesia, donde era colocado quizá bajo un altar (translatio). El punto de partida era siempre la vox populi, que acudía a la tumba del Siervo de Dios, invocaba su intercesión y difundía los milagros allí obrados por Dios. A continuación, transcurrido más o menos tiempo, se celebraba un acto público, que consistía en la lectura de la vida, o, sobre todo, en la narración de los milagros. El Obispo, con su clero del sínodo diocesano, y quizá con otros Obispos reunidos en un Concilio provincial, daba su aprobación y se procedía a la (elevatio) o a la (translatio)(19).


c) Coexistencia de la canonización papal y de la episcopal. El período a que nos referimos abarca desde la canonización de S. Uldarico de Augusta, llevada a cabo por el Papa Juan XV en el año 993, hasta a la de S. Bernardo de Claraval, llevada a cabo por Alejandro III en el año 1174, o con más precisión, hasta la reserva de la canonización al Papa, hecha operativa con la promulgación de las Decretales de Gregorio IX en el año 1234(20). Durante esta época, los Obispos --con frecuencia reunidos en un Concilio provincial o con el visto bueno del Arzobispo-- continuaron a realizar la translatio de Santos en las propias diócesis.

Justo Fontanini publicó las bulas correspondientes a las canonizaciones decretadas por los Romanos Pontífices durante los años a que ahora nos referimos, generalmente en presencia de los Cardenales y del clero(21). El motivo por que los Obispos interesados se dirigieron al Papa para la canonización no parece surgir de una duda sobre su propia competencia, sino sólo el deseo de una mayor solemnidad y de un culto más extendido. Conviene señalar que sólo en cuatro casos (se trata de los Santos Simeón de Siracusa, Gerardo de Toul, Teobaldo y Tomás de Canterbury) la bula papal estableció que los canonizados fueran venerados en la Iglesia universal. Para los otros, en cambio, la concesión de culto se restringía al ámbito local(22).

Respecto al procedimiento seguido, los Romanos Pontífices tomaban sus decisiones después de oír la relación de la vida y de los milagros transmitida por los Obispos interesados. En S. Enrique Emperador encontramos el primer ejemplo históricamente documentado de una investigación ordenada por Eugenio III y llevada a cabo por dos Cardenales, legados suyos, que se desplazaron a Bamberga para verificar la veracidad de la relación(23).

Observamos que, a partir de Alejandro III (1159-1181), la canonización se consideraba dada con el acto pontificio y no con la traslatio, que pasó a ser una ceremonia solemne que seguía a la canonización.


d) La reserva al Papa(24). El 6 de julio de 1170, Alejandro III dirigió a Canuto I, Rey de Suecia, a los obispos, al clero y al pueblo una carta que inicia con las palabras Aeterna et incommutabilis, en la que, entre otras cosas, se lee: «Denique quiddam audiuimus, quod magno nobis fuit horrori, quod quidam inter vos sunt, qui dyabolica fraude decepti hominem quendam in potatione et ebrietate occisum quasi sanctum more infidelium uenerantur [...], hominem illum de cetero colere in periculum uestrarum animarum nullatenus presumatis, cum etiam si signa et miracula per eum plurima fierent, non liceret uobis pro sancto absque auctoritate romane ecclesia eum publice uenerari»(25).

El cuidado estudio llevado a cabo por Kuttner muestra que Alejandro III no pretendió establecer una reserva de carácter universal mediante una carta dirigida a un pueblo recién convertido, como era el de los suecos, en la que, entre otros temas tratados, lamentaba el culto abusivo dado a un hombre asesinado en estado de embriaguez. Sólo después, con la inclusión del texto en las decretales de Gregorio IX (1234), la canonización quedó reservada en exclusiva al Romano Pontífice.

De todos modos, pese a la difusión universal de la norma por la que sólo el Papa era competente para canonizar, no quedaba claro si únicamente se podía dar culto oficial a los canonizados, y ni siquiera existía una noción que permitiese delimitar con precisión las formas de culto que se les reservaban(26). De este modo, en los cuatro siglos sucesivos --es decir, hasta los decretos de Urbano VIII (1634)-- no faltaron casos de culto público local tributado a un Siervo de Dios. De hecho, algunos Obispos se consideraron autorizados, en virtud de su propia potestad, no a canonizar, pero sí a permitir o a favorecer el culto en honor de un Siervo de Dios, con exclusión, sin embargo, de la Misa y del Oficio(27). En otras ocasiones, los Romanos Pontífices dieron su consentimiento tácito, o viva vocis oraculo al culto de un Siervo de Dios no canonizado o, incluso, precisando todavía que «canonitzatus aut alias approbatus non censeatur»(28).

Respecto al procedimiento, el recurso frecuente al Papa desde el fin del primer milenio para la canonización, hasta llegar a la reserva, hizo que el modo de verificar la santidad de vida y los milagros se acercase siempre más a aquel establecido por el derecho procesal de la época para las causas judiciales, hasta que el procedimiento para la canonización fue él mismo un proceso(29), cuyos resultados se presentaban al Papa en el consistorio que seguía al examen de un Cardenal que hacía de relator.

Por lo que ahora nos atañe, no parece necesario ir más allá. Bastará con señalar que, con la legislación de Urbano VIII promulgada en 1642 se quitó definitivamente a los Obispos cualquier facultad de conceder culto público en honor de un Siervo de Dios. Posteriormente, con Benedicto XIV, el proceso adquirió la forma que, recibida en el Código de Derecho Canónico de 1917, perduró en la práctica hasta las normas de 1983, actualmente vigentes.

Este rápido recorrido permite subrayar algunos aspectos de la canonización a lo largo de la historia:


1. Por cuanto se refiere al sujeto activo, en los primeros siglos la canonización de los mártires y, sucesivamente, también de los confesores, se realizaba por la comunidad de los fieles, laicos y pastores conjuntamente, mediante la veneración espontánea que se les tributaba en el ámbito de una Iglesia particular. Con las canonizaciones episcopales, el eje se desplazó hacia la jerarquía, puesto que, respondiendo a los requerimientos del pueblo, era el Obispo quien decretaba la elevatio o la traslatio; y, en último término, la canonización quedó reservada al Papa.


2. La prueba de la santidad consistió, desde el inicio, en la fama de que los Siervos de Dios gozaban entre los fieles por el martirio padecido (posteriormente también por las virtudes practicadas) y por los milagros que se obraban sobre todo junto a su tumba. Para los mártires del primer siglo no existía un procedimiento para la prueba, puesto que el martirio era un hecho evidente a todos. Posteriormente la prueba se fundaba sobre la relación de las virtudes del Siervo de Dios y de los milagros obrados por su intercesión, y una vez oído, el Obispo decretaba la elevatio o la traslatio, llevada a cabo con la participación de la comunidad de los fieles, acto con el que se daba por completada la canonización. La reserva al Papa conllevó una rápida unificación del procedimiento en base a la pauta de las normas procesales, con disposiciones cada vez más precisas sobre el modo de probar la fama de santidad, las virtudes, el martirio o los milagros. Conviene notar que, aun existiendo todos los elementos señalados, el eje se desplaza gradualmente de la veneración por parte de la comunidad de los fieles a la producción de pruebas valoradas según un criterio judicial.


3. La vox populi Dei parte de un protagonismo de la comunidad de los fieles en la canonización durante los primeros siglos, y tiende, cada vez más, a configurarse técnicamente como fama sanctitatis et signorum, como uno de los elementos que deben ser demostrados en el desarrollo del proceso judicial, finalizado a la prueba del martirio o de las virtudes practicadas en grado heroico. De todos modos, permanece intacta la característica de la canonización como acto en el que participa de modo coral el entero pueblo de Dios jerárquicamente estructurado.


En consecuencia, la canonización no ha sido nunca concebida como un acto aislado de la jerarquía de la Iglesia, cuya acción, menor en los inicios, y que se intensifica hasta adquirir una mayor centralidad, constituye una de las voces armónicamente integradas en un coro en el que viene escuchada:


a) la vox populi Dei, que considera digno de veneración un fiel que ha vivido santamente o que ha muerto para dar testimonio de la fe(30);

b) la vox Dei, que obrando milagros por intercesión de un Siervo suyo, manifiesta su voluntad de que aquél fiel sea honrado como santo por parte de la comunidad cristiana y venga propuesto como modelo e invocado como intercesor;

c) finalmente, la vox sacrae hierarchiae que, antes de asentir, no sólo solicita y examina las pruebas de la santidad, del martirio o la verificación de los milagros, sino que implora la luz de Dios para garantizar que el acto que va a llevar a cabo responda a Su voluntad.

Notas

1. PABLO VI, Motu pr. Sanctitatis clarior, 19-III-1969: Cfr. AAS 61 (1969), pp. 149-153.

2. JUAN PABLO II, Esort. Ap. postsinodal Christifideles laici, 30 de diciembre de 1988, n. 16. Cfr. AAS 81 (1989), pp. 393-521.

3. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 42.

4. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40.

5. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 50. Cfr. D. Ols, Fondamento teologico del culto ai santi, en los apuntes ad usum privatum del Studium de la Congregación para las Causas de los Santos, Roma 1999, pp. 1-52.

6. JUAN PABLO II, Aloc. del 15 de febrero de 1992, cfr. «Insegnamenti» XIV/1 (1992), pp. 304-305 [n del t.: la versión española se ha tomado de «Documentos Palabra» 24 (1992), trad. L'O.R.].

7. JUAN PABLO II, Aloc. del 13-VI-1994 a los Cardenales en el V consistorio extraordinario, n. 10: cfr. «Insegnamenti» 17/1 (1994), p. 1186 [n del t.: la versión española se ha tomado de «Documentos Palabra» 72 (1994), trad. L'O.R.]. Sobre las causas actualmente iniciadas en las diócesis o en estudio en la Sede Apostólica, se puede ver CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS, Index ac status causarum, Ciudad del Vaticano 1999.

8. JUAN PABLO II, Carta Ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 37. Cfr. AAS 87 (1995), pp. 5-41.

9. JUAN PABLO II, Discurso con motivo de la reunión postsinodal de los Presidentes de las Conferencias Episcopales Europeas a un año de la Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos (1-XII-1992): en «Insegnamenti» 15/2 (1992), p. 793 [Se ha corregido un error que parece haberse deslizado en el original italiano: 'p. 973' por 'p. 793']. «Un signo perenne, pero hoy particularmente significativo, de la verdad del amor cristiano es la memoria de los mártires. Que no se olvide su testimonio. Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor. Su existencia refleja la suprema palabra pronunciada por Jesús en la cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" ( Lc 23, 34). El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires. Además, este siglo que llega a su ocaso ha tenido un gran número de mártires, sobre todo a causa del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales. Personas de todas las clases sociales han sufrido por su fe, pagando con la sangre su adhesión a Cristo y a la Iglesia, o soportando con valentía largos años de prisión y de privaciones de todo tipo por no ceder a una ideología transformada en un régimen dictatorial despiadado. Desde el punto de vista psicológico, el martirio es la demostración más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano incluso a la muerte más violenta y que manifiesta su belleza incluso en medio de las persecuciones más atroces. Inundados por la gracia del próximo año jubilar, podremos elevar con más fuerza el himno de acción de gracias al Padre y cantar: Te martyrum candidatus laudat exercitus. Ciertamente, éste es el ejército de los que "han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap. 7, 14). Por eso la Iglesia, en todas las partes de la tierra, debe permanecer firme en su testimonio y defender celosamente su memoria. Que el Pueblo de Dios, fortalecido en su fe por el ejemplo de estos auténticos paladines de todas las edades, lenguas y naciones, cruce con confianza el umbral del tercer milenio. Que la admiración por su martirio esté acompañada, en el corazón de los fieles, por el deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así lo exigieran las circunstancias» (JUAN PABLO II, Bula Incarnationis mysterium, 29-XI-1988, para la convocación del Gran Jubileo del 2000, n. 13).

10. JUAN PABLO II, Carta Ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 37. Las mismas ideas se repiten en el Angelus del 26 de diciembre de 1994: «Il diacono Stefano fu il primo di una lunga schiera di testimoni, dal cui sangue la Chiesa fu irrorata e da cui prese vigore la sua rapida diffusione nel mondo intero: Sanguis martyrum semen christianorum, il sangue dei martiri è germe di cristiani, osservava Tertulliano (Apol., 50, 13). Se non fosse stato per questa seminagione di martiri e per quel patrimonio di santità che caratterizzarono le prime generazioni cristiane, forse la Chiesa non avrebbe avuto lo sviluppo che tutti conosciamo. La Chiesa è stata in effetti costantemente irrobustita dal contributo dei martiri che, come santo Stefano, si sono sacrificati per la grande causa di Dio tra gli uomini. Il popolo cristiano, pertanto, non può e non deve dimenticare il dono che gli hanno recato questi suoi membri eletti: essi costituiscono un patrimonio comune di tutti i credenti. L'esempio poi dei martiri e dei santi rappresenta un invito alla piena comunione tra tutti i discepoli di Cristo. Nella recente Lettera Apostolica Tertio millennio adveniente ho manifestato l'intenzione della Santa Sede di aggiornare i martirologi osservando che "il più grande omaggio, che tutte le Chiese renderanno a Cristo alla soglia del terzo millennio, sarà la dimostrazione dell'onnipotente presenza del Redentore mediante i frutti di fede, di speranza e di carità in uomini e donne di tante lingue e razze, che hanno seguito Cristo nelle varie forme della vocazione cristiana" (n. 37)... Maria, Regina dei martiri, associata al Figlio in un unico martirio accompagni ciascuno di noi nelle piccole e grandi occasioni nelle quali è richiesta la nostra fedele testimonianza evangelica. Ci conforti con il suo amore di madre nel quotidiano impegno a seguire Cristo, specialmente nelle situazioni complesse e difficili. L'amore per Cristo, che animò il martire Stefano, alimenti come linfa vitale la nostra esistenza di ogni giorno» (JUAN PABLO II, Angelus del 26 de diciembre de 1994: «L'Osservatore Romano», 27-28 dicembre 1994, p. 4; se puede ver también Angelus del 29-VIII-1999: «L'Osservatore Romano», 30-31 luglio 1999, p. 6).

11. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, pp. 179-180. Se puede ver también Veritatis splendor, 6 de agosto de 1993, nn. 90-94.

12. JUAN PABLO II, Enc. Ut unum sint, 25 de mayo de 1995. Cfr. AAS 87 (1995), pp. 921-982. En el mismo sentido: «La teologia della divinizzazione resta una delle acquisizioni particolarmente care al pensiero cristiano orientale. In questo cammino di divinizzazione ci precedono coloro che la grazia e l'impegno nella via del bene ha reso "somigliantissimi" al Cristo: i martiri e i santi (n. 6).... [Per quanto concerne l'unità di tutti i cristiani]... La comune esperienza del martirio e la meditazione degli atti dei martiri di ogni Chiesa, la partecipazione alla dottrina di tanti santi maestri della fede, in una profonda circolazione e condivisione, rafforzano questo mirabile sentimento di unità (n. 18)... Quando, in occasione del Venerdì Santo 1994, Sua Santità il Patriarca di Costantinopoli Bartolomeo I fece dono alla Chiesa di Roma della sua meditazione sulla "Via della Croce", ho voluto ricordare questa comunione nella recente esperienza del martirio: "Noi siamo uniti in questi martiri fra Roma, la 'Montagna delle Croci' e le Isole Solovieskj e tanti altri campi di sterminio. Noi siamo uniti sullo sfondo dei martiri: non possiamo non essere uniti" (Discorso dopo la Via Crucis del Venerdì Santo, 1º aprile 1994: AAS 87 [1995], p. 87) (n. 19)... Le Chiese orientali entrate nella piena comunione con questa Chiesa di Roma... entrando nella comunione cattolica non intendevano affatto rinnegare la fedeltà alla loro tradizione, che hanno testimoniato nei secoli con eroismo e spesso a prezzo del sangue (n. 21)... Dopo il comune martirio patito per Cristo sotto l'oppressione dei regimi atei, è giunto il momento di soffrire, se necessario, per non venire mai meno alla testimonianza della carità tra cristiani (n. 23)» (Juan Pablo II, Carta Ap. Orientale lumen, 2 de mayo de 1995: AAS 87 [1995], pp. 745-774). Se puede ver también, P. Peeters, La canonisation des Saints dans l'Église Russe, en «Analecta Bollandiana» 33 (1914), pp. 380-420 e 38 (1920), pp. 172-176; J. Bois, Canonisation dans l'Église russe, en «Dictionnaire de Théologie Catholique», Tomo II-2, París 1923, col. 1659-1672; Y. M.--J. Congar, A propos des saints canonisés dans les Églises orthodoxes, en «Revue des sciences religieuses» 22 (1948), pp. 240-259; P. de Meester, La canonizzazione dei Santi nella Chiesa Russa Ortodossa, en «Gregorianum» 30 (1949), pp. 393-407; G. Larentzakis, Heiligenverehrung in der orthodoxen Kirche, en «Catholica» 42 (1988), pp. 56-75.

13. JUAN PABLO II, Esort. Ap. postsinodal Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, n. 86: AAS 88 (1996), pp. 377-486 [n del t.: la versión española se ha tomado de «Documentos Palabra» 42 (1996), trad. L'O.R.]. En el texto se citan los siguientes documentos: Propositio 53 (de la Novena Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos, sobra «La vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo», octubre de 1994); Juan Pablo II, Carta Ap. Tertio millenio adveniente, 10 de noviembre de 1994, 37: AAS 87, 1995, 29-30.

14. JUAN PABLO II, Exort. Ap. postsinodal Christifideles laici, 30 de diciembre de 1988, n. 17. Cfr. AAS 81 (1989), pp. 393-521.

15. JUAN PABLO II, Carta Ap. Tertio millennio adveniente, n. 37. Cfr. también la Carta a las familias del 2 de febrero de 1994, nn. 18 y ss. Sobre los trabajos de actualización del Martyrologium o catálogo de los Santos, cfr. J. Evenou -- J. Gibert Tarruell, La preparazione della nuova edizione del "Martyrologium Romanum", en «Sacramenti, Liturgia, Cause dei Santi. Studi in onore del Cardinale Giuseppe Casoria», Nápoles 1992, pp. 457-479.

16. «Les canonistes modernes ont souvent, pour souligner la différence doctrinale entre les deux genres historiques d e canonisation, la particulière et l'universelle, substitué à ces expressions des notions modernes, en réservant le nom de canonisation aux seules canonisations papales et en qualifiant les canonisations particulières ou translation épiscopales de simples béatifications. Mais, d'après notre sentiment, il n'est pas de bonne méthode d'appliquer la terminologie développée à une époque relativement récente aux phénomènes historiques d'une époque plus reculée» (St. Kuttner, La réserve papale du droit de canonisation, en «Revue historique de droit français et étranger», IV série, 17 [1938], pp 172-227; el párrafo citado en el texto, p. 175).

17. Cfr N. Brox, Zeuge und Märtyrer. Untersuchungen zur frühchristlichen Zeugnis-Terminologie, München 1961; H. von Campenhausen, Die Idee des Martyriums in der alten Kirche, Gottingen 1936; H. Delehaye, Sanctus. Essai sur le culte des Saints dans l'antiquité, Bruxelles 1927; Id., Les origines du culte des Martyrs, 2ª ed. Bruxelles 1933; A. P. Frutaz, voz Märtyrer, en «Lexikon für Theologie und Kirche», vol. 7, 2ª ed. 1962, coll. 127-132; J. Schlafke, De competentia in causis Sanctorum decernendi a primis post Christum natum saeculis usque ad annum 1234, Roma 1961, pp. 9-17.

18. Cfr. G. Dalla Torre, Santità e diritto. Sondaggi nella storia del Diritto Canonico, Torino 1999, p. 17.

19. El Concilio de Magonza, en el año 813, expresa la conciencia de que la (translatio) no es un hecho meramente local, sino que involucra a la comunión de toda la Iglesia, y así lo expresa: «Deinceps vero corpora sanctorum de loco ad locum nullus praesumat transferre, sine consilio principis vel episcoporum et sanctae synodi licentia» (Mansi XIV, 75, cap. 51 = c. 37 de cons., D. 1). Se puede ver L. Hertling, Materiali per la storia del processo di canonizzazione, en «Gregorianum» 16 (1935), pp. 174-175.

20. De todos modos, todavía se darán concesiones episcopales de culto público en honor de fieles difuntos por razón de su santidad hasta la legislación promulgada por Urbano VIII en 1642.

21. Cfr. J. Fontanini, Codex Constitutionum, quas Summi Pontifices ediderunt in solemni canonizatione Sanctorum a Johanne XV ad Benedictum XIII, sive A.D. 993 ad A.D. 1729, Roma 1729.

22. Mientras que en la antigüedad, santo y beato eran considerados sinónimos, la primera beatificación, en el sentido actual del término, parece ser la del agustino Juan Bono, a quien Sixto IV en 1483 concedió que «possit pro Beato [...] venerari [...], donec aliud per Nos, vel Sedem praedictam fuerit solemniter ordinatum» (Benedicto XIV, Opus de Servorum Dei beatificatione et Beatorum canonizatione, Prato 1839-1841, L. I, cap. 39, n. 9). Se puede ver F. Veraja, La beatificazione: problemi prospettive, Roma 1983, pp. 27-28, 100-103; G. Stano, Il rito della beatificazione da Alessandro VII ai nostri giorni, in AA.VV., «Miscellanea in occasione del IV Centenario della Congregazione per le Cause dei Santi (1588-1988)», Ciudad del Vaticano 1988, pp. 370-371.

23. La bula pontificia es de 1152. Cfr. J. FONTANINI, Codex Constitutionum ... (nt. 21 ), p. 14.

24. En este sentido es fundamental el estudio de St. Kuttner, La réserve ... (nt 16). Se puede ver también E. W. Kemp, Canonization and Authority in the Western Church, Londres, 1948.

25. Para la transcripción, cfr. St. Kuttner, La réserve ... (nt 16) , pp. 212-215. A través de la recepción de parte de la escuela boloñesa (especialmente en la II), la carta de Alejandro III se inspiró en el Libro III de las Decretales de Gregorio IX, bajo el título «De reliquiis et veneratione Sanctorum», con el siguiente texto: «Alexander III. Audivimus quod quidam inter vos diabolica fraude decepti, hominem quendam in potatione et ebrietate occisum, quasi sanctum (more infidelium) venerantur [...]. Illum ergo non praesumatis de caetero colere: cum etiam si per eum miracula fierent, non liceret vobis ipsum pro Sancto absque auctoritate Rom.(ana)e Eccl.(esiae) venerari» (X, III, 45, 1).

26. En la glosa de Sinibaldo de Fieschi (Inocencio IV), en el cap. Audivimus se lee: «Canonizare est sanctos canonice et regulariter statuere, quod aliquis sanctus honoretur pro sancto, puta solenne officium pro eo facere, sicut pro aliis sanctis, qui sunt eiusdem conditionis, ut si canonizetur confessor fiat pro eo officium confessorum, et si martyr, fiat pro eo officium martyrum, et sic de aliis» (Inocencio IV, In quinque libros Decretalium commentaria, Venecia 1578, 188). Canonizar es, pues, «statuere quod aliquis sanctus honoretur pro sancto», y sólo para los que son canonizados así es lícito celebrar la Misa y el oficio.

27. Se pueden ver los ejemplos citados por Benedicto XIV, Opus de servorum Dei ... (nt 22), L. I, cap. 10, n. 8, entre otros, el de Francisco Todeschini-Piccolomini, Obispo de Siena (después Pablo III), que, en 1583, procedió a la solemne elevatio del cuerpo de la Beata Alda Aldobrandesca, viuda.

28. Se pueden ver muchos ejemplos citados por Benedicto XIV, Opus de servorum dei ... (nt 22), L. II, cap. 20-21; J. Löw, voz Canonizzazione, en «Enciclopedia Cattolica», vol. III, Città del Vaticano 1949, coll. 588-589; F. Veraja, La beatificazione ... (nt 22), pp. 20-79.

29. Queda claro que el procedimiento tenía exclusivamente un carácter instructivo, y que la decisión se reservaba al Romano Pontífice.

30. Como se verá, para la beatificación o para la canonización es requisito indispensable la fama sanctitatis vel martyrii.