Presupuestos para una sana teología de la liberación


La Redención de Cristo como liberación

 

Lucas F. Mateo-Seco
Cfr Ocáriz, Mateo-Seco, Riestra
El misterio de Jesucristo
2ª ed. Eunsa 1993, pp. 381-404


Sumario

Introducción.- 1. La Redención como liberación y reconciliación.- 2. La liberación del pecado.- 3. La liberación del poder del demonio.- 4. La liberación de la muerte.- 5. Liberación de la ley antigua.- 6. La reconciliación de los hombres con Dios.- 7. Libertad cristiana y liberación humana.- 8. Presupuestos para una teología de la liberación.

 

Introducción

La Encarnación, los misterios de la vida de Cristo y, en especial, los de su muerte y resurrección han tenido lugar, como se proclama en el Símbolo de Nicea, «por nosotros los hombres y por nuestra salvación». En el capítulo precedente se ha estudiado el valor salvífico de toda 'la vida de Cristo, especialmente de su muerte y de su glorificación: nuestra salvación ha sido conquistada por el Señor al precio de su sangre; por eso, se le llama Redención [1]. Dos grandes cuestiones nos ocupan, ahora, en este último capítulo: la naturaleza y contenido de esa salvación operada por Cristo, y el modo en que ha sido conseguida. Estudiaremos, pues, los efectos de la Redención en sus múltiples dimensiones, y analizaremos también, con más detalle que en el capítulo anterior, cómo la vida, la muerte y la resurrección del Señor son causa de nuestra salvación.

En una primera aproximación al significado de la palabra salvación, hay que señalar que este término indica la liberación de un mal, bien sea físico o bien sea moral: uno se salva de un peligro, de una grave enfermedad, de la esclavitud, etc. Siendo esto así, la salvación tendrá por objeto tantos aspectos y niveles como los aspectos y niveles de los males que aquejan o pueden aquejar al hombre.

El concepto salvación está relacionado, además, con otros dos conceptos afines: salud -de hecho en latín se utiliza la misma palabra salus para designar salvación y salud-, y liberación. En la sinagoga de Nazaret, nuestro Señor se aplica asimismo unas palabras del profeta Isaías en las que se ve la relación entre salvación, salud y liberación: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar la libertad a los cautivos, la recuperación de la vista a los ciegos; para poner en libertad a los oprimidos (Lc 4,18-19).

El Señor sitúa estas palabras en un ámbito universal, que trasciende lo meramente temporal. La salvación que El trae a los hombres es una salvación total, que les afecta en las mismas raíces de su existencia y, por ello, se extiende a todas las dimensiones de su ser. Se le debe poner el nombre de Jesús -Salvador-, como indica el ángel a José, porque salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1, 21). La palabra salvación recibe en el Nuevo Testamento un sentido decididamente religioso. Comprende, por una parte, la liberación del pecado; y por otra ?como la otra cara de la misma moneda? las bendiciones de Dios en las que se incluye, en su consumación escatológica, la liberación de todas las esclavitudes.

La salvación operada por Cristo, en su dimensión dinámica, puede describirse como el paso de la muerte (del estado de pecado y sus consecuencias) a la vida (al estado de gracia y, en su consumación, al estado de gloria). Se trata pues de un tránsito, de una transformación, que tiene un punto de partida ?la situación de que somos liberados?, y un punto de llegada: la vida nueva a la que el hombre es engendrado como nueva criatura en Cristo (cfr 2 Cor 5,17) [2]. Por otra parte, la salvación ?en cuanto liberación del pecado? comporta inseparablemente la reconciliación del hombre con Dios.

1. La redención como liberación y reconciciliación

Jesús anuncia su obra como liberación: Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres (Jn 8,36). Los judíos que escuchaban estas palabras las interpretan en el sentido de una liberación externa; Jesús insiste en que se trata de una liberación que afecta a lo más profundo del hombre: una liberación del error y del pecado, pues todo el que comete pecado es esclavo del pecado. La libertad de que habla Jesús es una libertad profunda y universal, que afecta al hombre en la intimidad y totalidad de su ser, y lo hace verdaderamente libre (cfr Jn 8,31-36).

El concepto antiguo de libertad (la eleuthería griega) no se refiere directamente a la libertad interior de la persona, sino a su estado o situación; es decir, a la libertad en cuanto opuesta a la esclavitud. A partir de este sentido, en el Nuevo Testamento, con este término (eleuthería) se indica sobre todo la condición de los hijos en contraposición a la condición de los siervos y, más concretamente, a la condición de los hijos de Dios. De ahí que esta libertad no sea ya un simple estado o situación exterior, jurídico, sino una condición ontológica: es la libertad de los hijos de Dios, como escribe reiteradamente San Pablo en la Carta a los Gálatas (cfr Gal 4,1.5.21-31; 5,13) [3].

Se trata, pues, de una liberación que se encuentra situada en el ámbito religioso, no porque no afecte a todos los aspectos de la existencia humana, sino porque afecta en primer lugar a la raíz de todos los males que aquejan al hombre: el pecado (cfr Gen 3; Rom 5,12 ss). La obra de Cristo se encuentra relacionada tanto con los orígenes ?el pecado cometido en el exordio de la historia? como con el más allá de la historia humana, cuando en la consumación final sea vencido el último enemigo ?la muerte? mediante la resurrección (cfr 1 Cor 15,26).

Jesús mismo manifestó su mesianismo como perteneciente al ámbito religioso ?es decir, al ámbito de las relaciones de los hombres con Dios?, y evitó por todos los medios que fuese confundido con un mesianismo político. El venía a salvar a los hombres primordialmente de su lejanía de Dios; venía a salvarlos del pecado. El predica el reino de Dios. Más bien, el reino de Dios llega con El. Por eso comienza predicando la penitencia: Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está cercano; arrepentíos y creed en el evangelio (Mc 1,15).

2. La liberación del pecado

Cuando los fariseos se extrañan de que Jesús sea amigo de pecadores, el Señor declara que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia (Lc 5,32). Este llamar a penitencia no era sólo una exhortación a la conversión, sino que era también dar de hecho el perdón de los pecados. Con toda claridad y energía manifiesta el Señor que tiene poder para perdonar los pecados, y de hecho los perdona. Más aún, recurre al milagro más de una vez como signo que muestra que el pecado ha sido perdonado (cfr p.e., Mt 9,2; Lc 5,20; 7,48). Resucitado, con la infusión del Espíritu Santo, el Señor da a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados (cfr Jn 20,23). Tan central es en su misión el perdón de los pecados, que Jesús habla de este perdón como la razón de la entrega de su cuerpo y de su sangre (cfr Mt 26,28).

Así, San Pablo escribe a Timoteo: Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores (1 Tim 1,15; cfr Ef 1,7). Esta salvación del pecado es una auténtica liberación: Gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos del pecado (...) liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia (Rom 6,17-18) [4]. El mismo paralelismo antitético establecido por San Pablo entre Cristo y Adán (Rom 5,12-21) ?Adán como causa del pecado y Cristo como causa de la liberación del pecado?, muestra también la centralidad de la liberación del pecado en la obra salvadora de Cristo [5]. La Iglesia ha comprendido esta centralidad del perdón de los pecados hasta el punto de que la fe «en la remisión de los pecados» forma parte de los artículos del Credo.

La victoria del Señor sobre el pecado es total. Y nos hace partícipes de ella. Cristo con su predicación desenmascara al pecado; lo muestra en su maldad, y lo condena como lo que es: como enemistad con Dios, como expresión demoníaca del egoísmo. Con su obediencia cura nuestra desobediencia y en su justicia somos justificados (cfr Rom 5,12-21). No sólo expía el pecado sobreabundantemente ?El es propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4,10)?, sino que tiene el poder de restituir al hombre a la gracia, de hacerle una nueva criatura.

Cuando dice «tus pecados te son perdonados», no se trata sólo de una no imputación meramente legal, sino de una auténtica curación. No se trata de un mero recubrimiento exterior, sino de una auténtica transformación interior: de una auténtica aniquilación del pecado.

Son elocuentes los textos de la Sagrada Escritura en que se canta la fidelidad de Dios y su triunfo sobre el mal que emerge de los corazones humanos e invade, en cierto modo, la creación entera (cfr Rom 8,19-24). Ni la fidelidad de Dios, ni la victoria de Cristo en la cruz, serían propias de la omnipotencia divina, si su eficacia sólo alcanzase a lo externo del hombre, si sólo consistiese en una justificación extrínseca ?un mero recubrimiento con los méritos de Cristo?, y no rehiciese al hombre de nuevo, no lo restaurase a la justicia y santidad en que fue creado [6].

La victoria de Cristo sobre el pecado comporta su aniquilación en nosotros. Esta aniquilación incluye el perdón de Dios; incluye también arrancar el mal del corazón del hombre. En Cristo Redentor, «el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención el hombre es confirmado y en cierto modo es nuevamente creado. ¡El es creado de nuevo!» [7]. La liberación del pecado estriba precisamente en que el hombre, de pecador, es hecho justo, con santidad verdadera. La liberación del pecado es, pues, en cierto modo, una creación, precisamente porque la liberación del pecado consiste en hacer del hombre una nueva criatura en Cristo (cfr Ef 4,24; Col 3,10).

La liberación del pecado no consiste sólo en la liberación de la culpa cometida, en la purificación de la deformación que mancha el corazón del hombre. Significa también que el hombre puede ?con la gracia de Dios? vencer en sí mismo el poder del pecado, es decir, las tendencias hacia el mal que surgen dentro de él como consecuencia del desorden introducido en la naturaleza por el pecado de origen y por los propios pecados personales.

Este desorden es lo suficientemente grave como para que se hable de que la naturaleza humana está herida [8] (la inteligencia está proclive al error, y la voluntad siente una atracción hacia el mal), y pertenece a la fe de la Iglesia que el hombre, sin la gracia de Dios ?que no niega a nadie?, no puede cumplir durante largo tiempo ni siquiera toda la ley natural [9]. Y, sin embargo, la victoria de Cristo sobre el pecado comporta que con su gracia el hombre puede vencer el mal que emerge dentro de su corazón. «La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad que viene de Dios» [10].

La liberación del pecado comporta, finalmente, la liberación de la pena debida por el pecado. El hombre ?dice Tomás de Aquino al explicar este punto?, al pecar, se había hecho merecedor de penas eternas y temporales, y esto implica una cierta cautividad, pues es propio del hombre libre usar de sí como quiera, mientras que padecer lo que no se quiere es como un encadenamiento [11]. Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte (Rom 8,1-2).

El hecho de que Cristo haya destruido el pecado y nos haya reconciliado con Dios no significa que los hombres no seamos todavía pecadores. Cuando se dice que Cristo ha destruido el pecado, lo que se afirma es que ha instituido una causa universal de remisión de los pecados, en virtud de la cual pueden ser perdonados todos los pecados y en cualquier tiempo en que se cometan. Pero es preciso que esa causa universal se aplique al individuo ?aplicación que en quien ha llegado al uso de razón requiere su cooperación?, para que el perdón llegue hasta él, cosa que acontece, especialmente, por los sacramentos del bautismo y la penitencia. La comparación clásica al hablar de este asunto, es la del médico que hubiera preparado una medicina capaz de curar cualquier enfermedad: para que llegue a surtir efecto, el individuo debe tomarla [12].

Jesucristo, liberando al hombre del pecado, lo libera también de otras consecuencias del pecado, en particular, del error, del poder de Satanás y del dominio de la muerte. En efecto, Jesús, sobre todo mediante la enseñanza de la verdad religiosa, libera al hombre de la esclavitud de la ignorancia y del error. Se trata de un verdadera liberación, también porque el conocimiento de la verdad es condición necesaria para el ejercicio de la libertad (cfr Jn 8,32), pues la libertad tiene como acto propio el amor ?la elección libre del bien?, y es el conocimiento de la verdad lo que nos hace conocer cuál es el auténtico bien.

3. La liberación del poder del demonio

En la medida en que el hombre es esclavo del pecado, se encuentra también bajo el dominio del demonio, no porque Satanás tenga un derecho sobre el pecador, sino porque tiene un mayor influjo sobre él para inducirlo al mal. El Concilio de Trento enseñó que, después del pecado original, el hombre cae «en el poder de aquel que tiene el dominio sobre la muerte (Hebr 2,14), es decir, del demonio» [13].

Jesús manifestó desde el principio, como perteneciente a su misión, la victoria sobre Satanás y la destrucción del dominio de éste sobre el mundo. La llegada del reino de Dios implica la destrucción del poder tiránico del demonio. El es el tentador, que indujo al hombre al pecado, introduciendo así la muerte en el mundo (cfr Gen 3,15); la antigua serpiente, llamada Diablo o Satanás, que extravía a toda la redondez de la tierra (Apoc 12,9). El ejerce su poder contra el reino de Dios mediante el engaño y la seducción, pues es mentiroso y padre de la mentira (cfr Jn 8,44). Mediante esta seducción, el diablo es el dueño del mundo, hasta el punto de que se le califica príncipe de este mundo (cfr Jn 12,31; 14,30; 16,11).

Jesús vence ya a Satanás superando las tentaciones (cfr Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13); expulsa a los demonios mostrando su poder sobre ellos y también como signo del carácter liberador de su mesianismo (cfr Mc 1,21-27; 5,1-20; 7,24-30; 9,14-29; Mt 17,17-18; Lc 4,35; 11,20, etc.). Los evangelios, sobre todo el de San Marcos, ponen de relieve que estas expulsiones forman parte de la lucha de Cristo contra el demonio [14]. Frente a los fariseos que dicen que expulsa a los demonios por arte de Beelzebul, el mismo Jesús advierte que hace estas curaciones con el poder de Dios, y que en ellas se da un signo de que ha llegado el reino de Dios: Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ya ha llegado hasta vosotros (Lc 11,14-22; cfr Mt 12,22-29) [15], y, a veces, resume la naturaleza de su obra de salvación como una victoria sobre el diablo, cuyo dominio sobre este mundo será destruido: Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera (Jn 12,31).

La victoria de Jesús sobre Satanás se muestra en toda su rotundidad, porque Jesús le derrota sin utilizar sus armas. No expulsa a los demonios por arte de magia o utilizando poderes terrenos, sino en el dedo de Dios (Lc 11,20); no vence la mentira con la mentira, sino con la sencillez de la verdad; los poderes diabólicos son vencidos exclusivamente con fuerzas divinas, con el poder de la santidad y de la verdad.

El reino de Dios manifestado en Cristo no es una dominación política, ni se funda en poderes terrenos; es la revelación e implantación de la ley del amor y de la verdad de Dios. Jesús vence a Satanás ?como se pone de relieve en su victoria sobre las tentaciones? porque no busca la adoración de sí mismo, ni el propio engrandecimiento, sino la adoración a Dios (cfr Mt 4,1-11) [16], mostrando y abriendo así el camino para nuestra lucha contra el demonio. Esta victoria sobre el demonio ya ahora es real, aunque todavía no se le ha arrebatado todo poder de tentar a los hombres. Sin embargo, está verdaderamente vencido, pues no puede conseguir la victoria final, ni tiene ya esperanza de reinar sobre el mundo; en forma velada, pero eficaz, el reino de Dios ha llegado hasta nosotros, y «la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta santidad» [17].

En la primitiva literatura cristiana, se habló a veces de los «derechos del demonio» sobre el hombre. La cuestión que se planteaba esta literatura puede resumir se así: Los hombres, al alejarse de Dios, se han sometido al poder del demonio. ¿Acaso no tendría el demonio sobre ellos algún derecho de conquista, que Dios, a la hora de redimir al hombre, debería tener en cuenta y, en cierta forma, respetar? [18].

Es una cuestión que se plantea ya San Ireneo. Era necesario, dice, que el demonio fuese vencido justamente, «y no habría sido vencido justamente nuestro enemigo, si el que le venció no hubiese sido un hombre nacido de mujer» [19]. Junto a esto, S. Ireneo afirma con toda claridad que nosotros no éramos deudores del diablo, sino de Dios [20]. Orígenes retoma este pensamiento, exagerándolo al radicalizar la cautividad del hombre al demonio, pues dice que, al pecar, «nos hemos vendido al diablo; el demonio ?dice? nos ha comprado por medio de nuestros pecados: su moneda ?la moneda que lleva su efigie? es el homicidio, el adulterio, es todo pecado. Con este dinero nos ha comprado y ha adquirido sobre nosotros el derecho de propiedad» [21]. Como se ve, se trata de frases que buscan, antes que nada, conmover al auditorio que escucha la homilía, subrayar que, al pecar, el hombre se hace esclavo del demonio. Conviene recordar que Orígenes entiende que el rescate de la cautividad del diablo se produce mediante la muerte de Cristo, que es un sacrificio ofrecido a Dios y no a Satanás; sin embargo, a veces, dice equivocadamente que esta sangre fue un precio pagado al demonio para nuestro rescate [22].

También S. Basilio y S. Gregorio de Nisa se harán eco de esta forma de explicar la liberación del poder del demonio como parte de la salvación traída por Cristo [23]. A nadie se ocultan los excesos casi irreverentes a que pueda llevar el uso de semejante lenguaje. Las sectas heréticas, p.e., Megecio el Marcionita, llevarían la teoría a extremos verdaderamente grotescos. La misma teoría, aún expuesta en la forma en que lo hace Orígenes, es ampliamente rechazada. Así sucede, p.e., en el De recta in Deum fide [24]. Y S. Gregorio de Nacianzo, tan vinculado a S. Basilio y a S. Gregorio de Nisa, reacciona fuertemente contra esta teoría [25].

La teoría de los «derechos del demonio» está relacionada en los mismos escritores con otra, denominada la «teoría del fraude del demonio», o del «abuso de poder del demonio». Según esta teoría, el demonio tendría cierto derecho sobre los pecadores; tramando la muerte de Cristo ?a veces se dice que trama la muerte de Cristo porque no es consciente de todas las consecuencias de esta muerte?, se habría excedido en sus atribuciones, habría abusado de su poder y, en consecuencia, habría merecido justamente ser desposeído de él. Al haber soportado, con su muerte, el injusto abuso de poder del demonio, Jesucristo nos habría rescatado «justamente» del poder que había adquirido sobre nosotros al sometemos a él mediante el pecado.

Algunos Padres latinos, como San Ambrosio, San Agustín y San Fulgencio hablan parecido lenguaje. «Por una cierta justicia de Dios ?dice S. Agustín? el género humano ha sido entregado al poder del demonio, desde luego, no por orden de Dios, sino por justa permisión. Dios ha querido vencer al demonio, no por poder, sino por justicia (.. .). ¿Qué justicia es la que ha vencido al demonio, sino la de Jesucristo? ¿Cómo ha sido vencido el demonio? Al matar a Cristo sin que hubiera en El nada que mereciera la muerte. Era justo, pues, que los deudores que retenía fueran puestos en libertad, los que creen en Aquel que no era deudor y fue condenado a muerte» [26]. En parecida forma se manifiestan San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría y San Gregario Magno [27].

S. Anselmo impugnó esta forma de entender la liberación del poder del demonio, diciendo que «el derecho del demonio para castigar era nulo; es más, su conducta en esto era tanto más injusta, cuanto que le impulsaba, no el amor de la justicia, sino el odio» [28]. El diablo no tiene ningún derecho sobre el hombre: «ningún derecho había en el demonio que impidiese a Dios usar su fuerza contra él y libertar al hombre» [29].

A partir de aquí, la Teología va abandonando esta forma de hablar para referirse a la cautividad del demonio, aunque se sigue recordando, para puntualizarla, la frase de San Agustín citada anteriormente [30]. «La Redención ?escribe S. Tomás? se exigía para la liberación del hombre por lo que toca a Dios, no por lo que toca al diablo, pues el rescate debía ser pagado a Dios, no al diablo» [31]. El Señor nos libera del poder del diablo, precisamente al liberarnos del poder del pecado, que es el instrumento de su dominio sobre el hombre. Como enseña el Concilio Vaticano II, «el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (Jn 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado» [32].

4. Liberación de la muerte

La muerte y todo lo que de dolor y frustración se sintetiza en ella, es pena del pecado: por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte alcanzó a todos, por cuanto todos pecaron (Rom 5,12; cfr Gen 2,17; 3,17 ss) [33]. La liberación del pecado, comporta, pues, la liberación de la muerte, pues «estando destruido el pecado, la muerte que procede de él ha sido también aniquilada. Muerta la raíz, ¿podrían sobrevivir las ramas? Desaparecido el pecado, ¿por qué deberíamos morir nosotros;?» [34].

La victoria sobre la muerte es la resurrección de los muertos. Jesucristo venció la muerte mediante su Resurrección; pero también puede decirse que venció la muerte con su propia Muerte, pues con ella expió nuestras culpas y mereció su Resurrección y la nuestra: «Por medio de su muerte, el Salvador nos ha liberado de la muerte; entregado El mismo a la muerte, mata a la muerte; recibe la muerte y cuelga a la muerte en la Cruz. En la muerte de Cristo, la muerte misma ha sido herida de muerte; la vida, al morir, ha matado a la muerte; la plenitud de la vida ha absorbido a la muerte» [35].

Esta victoria de Cristo, por cuanto se refiere a nuestra muerte, tiene un doble significado. Ante todo, el de nuestra futura resurrección (Cfr Rom 8,10-11; 1 Cor 15,20-28); pero tiene también el de la liberación, en esta vida, del temor de la muerte. Cristo vino para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor de la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud (Hebr 2,14-15). Si bien Dios ha querido que la Redención no nos devuelva inmediatamente la inmortalidad, sino que pasemos a la vida eterna a través de los dolores y angustias propios de la muerte corporal, ésta ya tiene un sentido nuevo para los creyentes en Cristo: el ser paso a la Vida, lo que arrebata a la muerte su horror fundamental; hemos sido liberados del temor de la muerte y, al final de los tiempos, lo seremos también de la muerte misma, que será totalmente vencida: el último enemigo en ser destruido será la muerte (...). y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? (1 Cor 15,26.54-55).

La victoria de Cristo sobre el dolor y sobre la muerte comporta también, por así decirlo, el haberlos cambiado de signo: su negatividad se convierte en positividad [36]. En efecto, para quien se incorpora a Cristo por la fe y los sacramentos, el dolor, el fracaso y la muerte ya no son la negación de la realización de lo humano, sino auténtica realización trascendente del hombre que, unido a Cristo, corredime con El. La muerte y la negatividad de la limitación humana se convierten de este modo en cooperación a la redención de la humanidad; la muerte ha perdido su aguijón, absorbida por la victoria (cfr 1 Cor 15,55) de Cristo, de la que nosotros participamos. Gracias a esta victoria, «la vida y la muerte son santificadas y adquieren un nuevo sentido» [37]: la posibilidad de identificarnos con Cristo y de cooperar con El ?también mediante el dolor y el fracaso? en la salvación del mundo (cfr Col 1,24). Unidos a Cristo, nuestro dolor y nuestra muerte adquieren el mismo sentido que tuvieron el dolor y la muerte del Redentor; también en ellos se hace presente el reino de Dios, y así somos coherederos de Cristo, ya que sufrimos con El, para ser también conglorificados con El (Rom 8,17) [38].

5. Liberación de la ley antigua

Jesucristo no vino a destruir la ley, sino a darle cumplimiento (cfr Mt 5,17); pero también habla de su sangre como sangre de una nueva alianza (cfr Lc 22,20), Y como un nuevo Moisés pronuncia palabras que llevan la Ley Antigua a su última perfección, una perfección que la trasciende al mismo tiempo que le da plenitud. Por eso, al mismo tiempo que da cumplimiento a la ley, nos libera del régimen de la ley mosaica [39]. San Pablo insiste en que la victoria de Cristo sobre el pecado va acompañada de la liberación de la ley antigua. La Ley en sí era santa, justa y buena (cfr Rom 7,12), pero fue, en cierto modo, ocasión de pecado; en primer lugar, porque el conocimiento detallado que daba de la ley natural y del pecado, hacía que éste fuera más consciente y más grave. Es lo que señala el Apóstol cuando escribe: yo no conocí el pecado, sino por la Ley. Pues yo no conocería la codicia, si la Ley no dijera: No codiciarás (Rom 7,7) [40]. En segundo lugar, porque a partir de la Ley el pecado se convirtió en transgresión de una ley positiva de Dios. No es que antes de la Ley no hubiese pecados ?para ello bastaba con la ley natural, impresa en el corazón de los hombres, que les hace responsables de sus actos?, sino que el pecado cobró un nuevo aspecto, que antes sólo se había dado en el pecado de Adán: la transgresión de una ley divino positiva. Se entiende, pues, que San Pablo escribiera que Cristo nos rescató de la maldición de la Ley (Col 3,13).

La necesidad de que Cristo nos liberara del régimen de la ley mosaica era tanto más grande cuanto que la Ley de por sí no confería la gracia para que el hombre pudiera luchar eficazmente contra el pecado y contra las tentaciones. Con el régimen de la Ley nueva, instaurado por Cristo, se ha concedido al hombre un acceso fácil y abundante a las fuentes de la gracia para la lucha contra el pecado [41]. Esto no significa que en el Antiguo Testamento no hubiera justos, con la gracia de Dios: ésta se aplicó a través de la fe en el futuro Mesías y en previsión de sus méritos. Esta fe en Cristo se manifestaba mediante el cumplimiento de la ley mosaica.

Después de que Dios enviara a su Hijo para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley (Gal 4,5), el cristiano no está ya bajo la letra de la ley. Los antiguos preceptos judiciales carecen de vigencia, y los ceremoniales carecen de sentido, en signo de lo cual se rasgó el velo del Templo al morir Cristo en la Cruz (cfr Mt 27,51). Los preceptos morales, en cambio, continúan vigentes, no por estar contenidos en la ley mosaica, sino porque ésta no hacía sino recoger lo que es de ley natural [42]. La nueva Ley confiere la gracia para cumplir sus mandamientos en virtud de la Pasión de Cristo [43]. Por esto puede escribir San Pablo que ya no nos encontramos bajo la ley, sino bajo la gracia (Rom 6,14). La gracia lleva inseparablemente consigo la caridad, por la que participamos del Amor infinito que es el Espíritu Santo, y como la nueva Ley se resume en el precepto del amor, la obligación de esta ley no coarta la libertad, pues no se puede amar sin libertad. La nueva Leyes, así, ley perfecta de libertad (Sant 1,25) [44]. Según la enseñanza paulina, la Ley antigua «desaparece de una manera natural con su fin que es Cristo, cuando ya no tiene razón de ser, cuando se realizan las promesas inconciliables con ella. El cristiano queda sustraído al imperio de la Ley por el hecho del bautismo» [45].

6. La reconciliación de los hombres con Dios

La Redención, que comporta en su punto de partida (en el término a qua) la liberación del pecado, del poder del demonio y de la muerte, en su aspecto positivo (en el término ad quem) no es otra cosa que una realidad nueva, a la que con frecuencia se denomina en el Nuevo Testamento como reconciliación con Dios: Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la Muerte de su Hijo (Rom 5,10). Se trata de una reconciliación en la que la iniciativa ha correspondido a Dios: Plugo (al Padre) que en El (en Cristo) habitase toda la plenitud, y por El reconciliar consigo todas las cosas en El, pacificando con la sangre de la cruz así las de la tierra como las del cielo (Col 1,19-20).

Esta reconciliación implica el perdón de los pecados, que habían constituido a los hombres en enemistad con Dios: Porque en Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones (2 Cor 5,19). El perdón es verdadera aniquilación del pecado hasta tal punto que se trata de una transformación del hombre mediante la gracia sobrenatural, tan profunda que se denomina al que la recibe «hombre nuevo» y «nueva criatura»: El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo (2 Cor 5,17-18; cfr Gal 6,15). Por tanto, ser reconciliados con Dios no es una simple no imputación de la culpa ?algo exterior o legal?, sino una auténtica renovación interior [46]. En este sentido utilizan los Padres de los primeros siglos la expresión reconciliación con Dios para designar la redención obrada por Cristo. «En el primer Adán ?dice S. Ireneo? habíamos ofendido a Dios no observando su mandato; en el segundo Adán hemos sido reconciliados, al ser El obediente hasta la muerte» [47]. Orígenes habla con frecuencia de Cristo como el pontífice que nos reconcilia con el Padre y como la víctima de un sacrificio de reconciliación [48]. Es el mismo lenguaje que utilizará el Concilio de Trento siglos más tarde: Cristo, «hecho por nosotros justicia, santificación y redención, nos reconcilió con el Padre en su sangre» [49].

La reconciliación del mundo y de los hombres con Dios no es un simple restablecimiento del orden primitivo en que se encontraba el hombre antes del pecado original. Mediante la redención, el hombre recupera la amistad con Dios, la gracia, la condición de hijo de Dios, pero no recupera los dones preternaturales propios del estado de justicia original; persisten en el hombre después de su reconciliación con Dios la inclinación al mal (la concupiscencia), la proclividad al error, los sufrimientos y la muerte. Pero estas heridas de la naturaleza humana, con la Redención, han adquirido un valor y un sentido nuevos: el de ser camino y medio de cooperar con Cristo en la obra de la Redención. Se trata de un estado transitorio ?durante el estado de caminante, que eso es la vida terrena?, que desaparecerá en la consumación del triunfo de Cristo en su segunda venida en gloria, cuando Dios mismo enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado (Apoc 21,4).

Existe otra diferencia entre el estado de justicia original del hombre y el estado del hombre redimido, que ha recibido los frutos de la Redención: la reconciliación entre Dios y los hombres operada por Cristo ?la Redención? lleva a los hombres a una unión con Dios más íntima que la de Adán, porque es el mismo Jesucristo el «lugar» de nuestra reconciliación: «Jesucristo, Hijo de Dios vivo, se ha convertido en nuestra reconciliación con el Padre (cfr Rom 5,11; Col 1,20)» [50]; pues, en Cristo, Dios reconciliaba el mundo consigo (2 Cor 5,19), Y no es posible una unión más íntima, una Alianza más estrecha entre Dios y el hombre que la realizada en Cristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre. Es en Cristo donde nosotros somos reconciliados con Dios: mediante nuestra unión e identificación espiritual con Jesús. Por eso se puede decir, con toda la fuerza de la expresión, que El es nuestra reconciliación con el Padre [51].

7. Libertad cristiana y liberación humana

La libertad cristiana es la libertad de los hijos de Dios (cfr Rom 8,21); es la libertad con la que Cristo nos ha liberado (Col 5,1); es, sobre todo, una realidad interior al hombre, pues esta libertad consiste primordialmente en la amistad del hombre con Dios y en la liberación del pecado. Es evidente que esta libertad interior no puede no expandirse al exterior, no puede no tender a liberar todas las realidades humanas (familia, sociedad, etc.), purificando las mismas estructuras sociales de los signos del pecado, del error, del demonio y de la muerte. «La obra de la Redención de Cristo, mientras por su misma naturaleza tiene como fin la salvación de los hombres, abraza, además, la instauración de todo el orden temporal» [52].

No hay, pues, realidad humana que pueda considerarse al margen de la Redención, y que no deba ser liberada del influjo del pecado. Pero no se debe olvidar que el pecado es precisamente la causa radical de las tragedias que marcan la historia de la libertad, y que el curso de la historia humana mantiene un lazo misterioso con él. De ahí que la verdadera liberación sólo puede tener su inicio y su plenitud en el interior del corazón del hombre [53]. Esta liberación, pues, empieza por el corazón del hombre, liberándolo de la esclavitud a los diversos ídolos que se forja, pues «el hombre, cuando atribuye a las creaturas una carga de infinitud, pierde el sentido de su ser creado. Pretende encontrar su centro y su unidad en sí mismo. El amor de sí es la otra cara del desprecio de Dios. El hombre trata entonces de apoyarse sobre sí, quiere realizarse y ser suficiente en su carencia» [54].

Liberar al hombre del error de estar curvado sobre sí mismo, implica sanar su corazón, liberado para el amor. La libertad encuentra su sentido precisamente en el amor. Las exhortaciones del Señor a que cada uno tome su cruz y le siga, a que quien quiera ser el mayor se convierta en el servidor de todos, son buena muestra de ello. «En nuestro tiempo se considera a veces erróneamente que la libertad es fin de sí misma, que todo hombre es libre cuando usa de ella como quiere, que a esto hay que tender en la vida de los individuos y de las sociedades. La libertad, en cambio, es un don grande sólo cuando sabemos usada responsablemente para todo lo que es verdadero bien. Cristo nos enseña que el mejor modo de usar la libertad es la caridad que se realiza en la donación y en el servicio. Para tal libertad nos ha liberado Cristo (Gal 5,1. 13)» [55].

La relación entre libertad y caridad es fundamental en el pensamiento cristiano, pues el hombre está hecho a imagen de Dios, que es Amor (cfr 1 Jn 4,8). Esta relación indisoluble entre libertad y amor ha sido puesta de relieve a lo largo de toda la historia del cristianismo. Como escribe S. Agustín, «la libertad es de la caridad» [56]; y S. Tomás de Aquino: «cuanto más amor tiene uno, tiene más libertad» [57]. La razón de la pertenencia de la libertad a la caridad estriba en la íntima naturaleza de la libertad, que es capacidad de elegir y amar el verdadero bien, capacidad que sólo en el amor a Dios alcanza su más plena realización: «la libertad adquiere su auténtico sentido, cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres» [58].

8. Presupuestos para una teología de la liberación

La originalidad de la libertad cristiana muestra ya en su propia naturaleza ?al fundarse sobre la caridad y la gracia?, que el camino de la liberación humana, en todos sus aspectos, no pasa a través del egoísmo ni de la violencia, sino sólo a través del amor; de un amor que es fruto de la Redención.

Las cuestiones más profundas relativas a la libertad y a la liberación del hombre son, por su misma naturaleza, de orden teológico, pues como dice el Concilio Vaticano II, «en realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» [59]. Es Cristo quien revela al hombre definitivamente su dignidad y su destino y quien, al redimido, le devuelve al amor y, con ello, al sentido de la libertad. De ahí que se pueda decir que «la verdad, empezando por la verdad sobre la redención, que es el centro del misterio de la fe, constituye la raíz y la norma de la libertad, el fundamento y la medida de toda acción liberadora» [60], y que Juan Pablo II subraye que «la teología de la liberación debe, sobre todo, ser fiel a toda la verdad sobre el hombre, para poner en evidencia no sólo en el contexto latinoamericano, sino también en todos los contextos contemporáneos, qué realidad es esta libertad con la que Cristo nos ha liberado» [61].

A la luz de la obra salvadora de Cristo, los temas de la liberación del hombre han de ocupar atención preferente en el quehacer de la Iglesia y en el pensamiento teológico. Teniendo presente esta realidad, en 1968 nace una corriente teológica denominada teología de la liberación, que pronto se expande con fuerza. Se trata de un amplio y variado movimiento [62] surgido en Latinoamérica, que influye con fuerza en numerosos países de África y de Asia y, en Europa, en muchos grupos de cristianos. Se proponen como tema central de su consideración las cuestiones relativas a la liberación del hombre y, al hacerlo, algunos de sus más conocidos autores han asumido algunos planteamientos propios del pensamiento marxista, incluso en las nociones fundamentales de ser, verdad y bien.

Es evidente que no todo discurso sobre la liberación del hombre es, sin más, un discurso teológico. Para ser verdaderamente teológico, el discurso ha de partir de la Revelación, es decir, de la Sagrada Escritura y de la Tradición conforme se encuentran propuestas por el Magisterio de la Iglesia; además, ?y la historia lo ha puesto de manifiesto recientemente? el error, incluso el error filosófico, no sólo no libera al hombre, sino que lo esclaviza. De ahí que numerosos episcopados y la Congregación para la Doctrina de la Fe se viesen en la necesidad de intervenir seriamente sobre este asunto [63].

El rechazo de unos planteamientos que han resultado erróneos por asumir un método equivocado, no puede conducir a negar la legitimidad de la reflexión teológica sobre la liberación, ni a excluir del ámbito propio del cristianismo las exigencias de la liberación. Al mismo tiempo, no se debe olvidar que sólo teniendo en cuenta las realidades más profundas del hombre ?que son teológicas? se podrá hablar de liberación en sentido pleno, ya que la plena libertad sólo se alcanza mediante la identificación con Jesucristo.

«La Iglesia siente el deber ?enseña Juan Pablo II? de anunciar la liberación de millones de seres humanos, el deber de ayudar a que se consolide esta liberación; pero siente también el deber correspondiente de proclamar la liberación en su sentido integral, profundo, como lo anunció y realizó Jesús. «Liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es, ante todo, salvación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y ser conocido por El» (Exh. Evangelü nuntiandi, n. 9). Liberación hecha de reconciliación y de perdón. Liberación que arranca de la realidad de ser hijos de Dios (...) y por la cual reconocemos en todo hombre a nuestro hermano, capaz de ser transformado en su corazón por la misericordia de Dios. Liberación que nos empuja, con la energía de la caridad, a la comunión, cuya cumbre y plenitud encontramos en el Señor. Liberación como superación de las diversas servidumbres e ídolos que el hombre se forja y como crecimiento del hombre nuevo. Liberación que dentro de la misión de la Iglesia no se reduzca a la simple y estrecha dimensión económica, política, social o cultural, que no se sacrifique a las exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo» [64].

Entre Evangelio y liberación existen, pues, vínculos estrechos e indisolubles: no es posible vivir seriamente el Evangelio sin que repercuta profundamente en las estructuras sociales y en la ordenación misma de la sociedad y, al mismo tiempo, no es posible una liberación plena del hombre sin que ésta se encuentre fundamentada en la verdad del Evangelio.

De ahí que, aunque convenga distinguir entre progreso terreno y crecimiento del Reino, ya que no son del mismo orden, no haya de entenderse esta distinción como una separación, «porque la distinción entre el orden sobrenatural de salvación y el orden temporal de la vida humana, debe ser vista en la perspectiva del único designio de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo» [65]. En consecuencia, la Iglesia pone «todo su interés en mantener clara y firmemente a la vez la unidad y distinción entre evangelización y promoción humana: unidad, porque ella busca el bien total del hombre; distinción, porque estas dos tareas forman parte, por títulos diversos, de su misión» [66].

Así, aunque la gestión política de la sociedad no entre directamente en la misión de la Iglesia ?«esta tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por propia iniciativa con sus conciudadanos»?, la Iglesia debe resistirse a los intentos de reducir el campo de su misión al ámbito de lo «privado», pues su doctrina «abarca todo el orden moral y, particularmente, la justicia que debe regular las relaciones humanas». En consecuencia, «la Iglesia no se aparta de su misión cuando se pronuncia sobre la promoción de la justicia en las sociedades humanas, o cuando compromete a los fieles laicos a trabajar en ellas según su vocación propia» [67].

Ciertamente, la plenitud de esta liberación humana es escatológica, pues sólo al final de los tiempos habrán desaparecido la muerte y los sufrimientos (cfr 1 Cor 15,26; Apoc 21,4). Pero, mientras tanto, esta liberación humana ?que también pertenece a la salvación conseguida por Cristo?, es operante en la historia; en primer lugar, porque ya ahora Cristo nos ha liberado del temor de la muerte (Hebr 2,15) y del temor del sufrimiento, al haber dado a esa muerte ya esos sufrimientos un sentido y valor nuevos; la de poder ser unidos al sufrimiento redentor de Cristo (cfr Mt 10,38; Jn 16,33); en segundo lugar, la liberación humana es también operante en la historia en cuanto meta y deber de los cristianos, que han recibido de Cristo el mandato supremo del amor a todos los hombres: un amor que presupone ?pero va más allá? de la simple justicia (cfr Jn 13,34; 1 Jn 3,17), pues está normado por el mensaje de las bienaventuranzas [68].

Notas

[1] Como hace notar Santo Tomás, «...existe una diferencia entre liberación y redención: porque la redención se hace cuando se paga el precio justo, pero la liberación se puede hacer de cualquier otro modo. Así pues, se dice que el género humano no pudo ser redimido de otra forma que no fuese la encarnación y la pasión de alguna persona divina, porque de otra forma no pudo haber un justo precio, esto es, una satisfacción condigna» (In III Sent., d. 20, q. 1, a. 3). Cualquier otra forma de salvar al hombre ?y Dios podía haberlo salvado por muchos otros caminos?, «no habría tenido razón de redención, sino sólo de liberación, porque se habría conseguido la liberación, pero sin pagar el precio» (ibid. a. 4).

[2] Cfr C. Spicq, Salvación, GER XX, 741-743.

[3] Cfr J. Ratzinger, Chiesa, ecumenismo e politica, Paoline, Roma 1987, 183 y 187.

[4] Cfr L. Cerfaux, Cristo nella teologia di San Paolo, cit., 114-119.

[5] Sobre la antítesis Adán-Cristo en San Pablo, cfr F. Prat, La teología de San Pablo, cit., II, 200-209; L. Cerfaux, Cristo nella teologia di San Paolo, cit., 193-208.

[6] Es paradigmática a este respecto la postura de Lutero en torno a la corrupción del hombre y, en consecuencia, en torno a su justificación. Según Lutero el hombre está intrínsecamente corrompido y, por tanto, la «justificación» consiste en que no se le imputan sus pecados en atención a los méritos de Cristo (Cfr J. Paquier, Luther, DTC IX, esp. 1206 ss; J. Lortz, Historia de la Reforma, II, Taurus, Madrid 1964; C. Boyer, Lutero: su doctrina, ed. Balmes, Barcelona 1973; L. F. Mateo-Seco, Lutero: Sobre la libertad Esclava, cit., esp. 57-59. El Concilio de Trento afronta directamente la cuestión en la sesión sexta, al enseñar que la gracia de Dios justifica realmente al hombre, de forma que nos hace realmente justos (cfr Conc. De Trento, Decr. De justificatione, cp. 7: DS 1529).

[7] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, cit., n. 10.

[8] "Creemos que todos pecaron en Adán ?dice la Profesión de fe de Pablo VI?: lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en que padeciese las consecuencias de aquella culpa (...). Así pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte es dada a los hombres» (Pablo VI, Solemnis professio fidei, cit., n. 16).

[9] Cfr Conc. De Trento, Sess. VI, cp. 13 y cn. 22 (DS 1541 y 1572).

[10] Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, cit., n. 7. Cfr P. Giglioni, La misericordia di Dio e la catechesi, en VV. AA., Dives in misericordia. Commento all'Enciclica di Giovanni Paolo II, Pont. Univ. Urbaniana, Roma-Brescia 1981, 263.

[11] Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 45, a. 4.

[12] Ibid. III, q. 49, a. 1, ad 3 y ad 4.

[13] Conc. De Trento, Decr. De peccato originali, cit., (DS 1511); cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 49, a. 2.

[14] "¿Qué hay entre ti y nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdemos? Te conozco; tú eres el Santo de Dios" (Mc 1,24). Estas palabras son toda una exégesis al gesto hecho por Jesús.

[15] Cfr Juan Pablo II, Discurso, 3.VIII.1988, nn. 3-4: Insegnamenti, XI, 3 (1988),206-207.

[16] Cfr M. Schmaus, Teología Dogmática, cit., VII, 106-107.

[17] Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 48.

[18] Para una amplia exposición del tema, cfr J. Rivière Le dogme de la Rédemption. Essai d?étude historique, París 1905, 373-394; Id. demption, DTC XIII, 1939-1940.

[19] S. Ireneo, Adv. Haer., V, 1 (PG 7, 1121); cfr Ibíd., III, 18,7 (PG 7, 937 -938).

[20] Cfr. S. Ireneo, Adv. Haer., V, 16,3 y 17,1 (PG 7, 1168-1169).

[21] Orígenes, In Exod., VI (PG 12, 338 A-C).

[22] Cfr Orígenes, In Rom., 11, 13 (PG 14,991 C-D).

[23] Cfr S. Basilio, Hom. in Psalm. 48, 3 (PG 29, 437); S. Gregorio de Nisa, Orat. Cat., 18 (PG 45, 53). Cfr L.F. Mateo-Seco, Estudios sobre la cristología de San Gregario de Nisa, cit., 127-156.

[24] Adamantius, De recta in Deumfide, sect. I (entre las obras de Orígenes, PG 11, 1736-1737).

[25] «Nosotros éramos prisioneros del demonio por habemos vendido al pecado y haber abdicado de nuestra felicidad. Si (la sangre de Cristo) no se ofrece como rescate a aquel que nos tiene prisioneros, ¿a quién entonces ?pregunto? ha sido ofrecida la sangre de Jesucristo y por qué motivo? Si se dice que se ha ofrecido al demonio, ¡qué injuria! ¿Cómo pensar que el demonio recibe de Dios no sólo un rescate, sino al mismo Dios como rescate, con el pretexto de ofrecer a su tiranía un pago tan sobreabundante, que (el demonio) en justicia no tenía más remedio que soltamos a nosotros? (S. Gregorio de Nacianzo, Or., 45, 22: PG 36, 653).

[26] S. Agustín, De Trinitate, 13, 12, 16-18 (PL 42, 1026-1028).

[27] S. Juan Crisóstomo, In Rom. Hom. 13, 5 (PG 60, 514); S. Cirilo de Alejandría, In Ioan., 6, 8, 44 (PG 73,894); S. Gregorio Magno, Moralia, 11, 22, 41 (PL 75, 575.ss).

[28] S. Anselmo, Cur Deus homo?, 1 (PL 158; cfr Ibid., 567).

[29] Ibid.

[30] Cfr p. e., S. Tomás de Aquino, STh III, q. 49,2, in c.

[31] S. Tomás de Aquino, STh III, q. 48, a. 4, ad 3.

[32] Conc. Vaticano II, Consto Gaudium et spes, n. 13.

[33] Cfr Conc. XVI de Cartago, De peccato originali, en 1 (DS 222); Conc. II de Orange, De peccato originali, en. 1 (DS 371). Cfr también Conc. de Trento, Sess. V, Decr. De peccato originali, (DS 1511-1512); Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, nn. 13-14. Cfr L.F. Mateo-Seco, Muerte y pecado original en Santo Tomás de Aquino, en VV. AA., Veritas et Sapientia, Eunsa, Pamplona 1975, 277-315.

[34] S. Cirilo de Alejandría, In Ioan., I, 29 (PG 73,192).

[35] S. Agustín, In Iaan. Tract., XII, 10-11 (PL 35, 1489-1490).

[36] En esta convicción ?y no en un sentimentalismo más o menos filantrópico?, radica el aprecio de la Iglesia hacia los que sufren cualquiera de los innumerables dolores que aquejan a la humanidad: en ellos se refleja en forma especial el rostro de Cristo sufriente; ellos son un gran tesoro para la humanidad. Así se puede comprobar, p.e., en la obra del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, quien, por una parte, muestra su aprecio de cristiano hacia el dolor con frases tan radicales como ésta: «Bendito sea el dolor. -Amado sea el dolor.- Santificado sea el dolor...¡Glorificado sea el dolor! (Camino, ed. Rialp, Madrid, 1990, 208); por otra, muestra su libertad ante el miedo al dolor o al fracaso: «¡Has fracasado!. -Nosotros no fracasamos nunca.- Pusiste del todo tu confianza en Dios.-No perdonaste, luego, ningún medio humano. Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo ?ahora y en esto? era fracasar.Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!" (Camino, n. 404); finalmente, expresa su aprecio por los que sufren, considerándoles no como seres frustrados, sino especialmente portadores de Cristo: «Niño. -Enfermo.- Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son El» (Camino, n. 419).

[37] Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 22.

[38] Cfr S. Tomás de Aquino, STh III, q. 43, a. 3, ad 3. Sobre el sentido cristiano del dolor, cfr Juan Pablo II, Ep. Apost. Salvifici doloris, 11.II.1984.

[39] Sobre la posición de Jesús ante la Ley y ante las instituciones legales de Israel, cfr R. Banks, Jesus and the Law in the Synoptic Tradition, Cambridge 1975; M. Hubaut, Jésus et la Loi de Moise, RTL 7(1976) 410425; R. Fabris, Jesús de Nazaret, cit., 115-128.

[40] Cfr S. Tomás de Aquino, In Epist. ad Rom., c. V, lect. 6; In 2 Epist. ad Cor., cap. III, lect. 2.

[41] Cfr S. Tomás de Aquino, STh I-II, q. 103, a. 3, ad 2; III, q. 47, a. 2, ad 1.

[42] Cfr S. Tomás de Aquino, STh I-II, q. 100, a. 1.

[43] Cfr S. Tomás de Aquino, STh I-II, q. 107, a. 2.

[44] Cfr F. Ocáriz, Lo Spirito Santo e la liberta dei figli di Dio, en Atti del Congresso Internazionale di Pneumatologia, Lib. Ed. Vaticana 1982, 1239-1251.

[45] F. Prat, Teología de San Pablo, cit., II, 259-260.

[46] Cfr M. Schmaus, Teología Dogmátíca, cit., III, 353-355.

[47] S. Ireneo, Adv. Haer., I, 16, 3 (PG 7, 1168).

[48] Cfr Orígenes, In Levit. Hom., 9,10 (PG 12, 523); In Joan., 1,37 y 6,33 (PG H, 85 y 292).

[49] Conc. De Trento, Decr. De peccato originali (DS 1513). Cfr Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 78. Cfr también S. Tomás de Aquino, STh III, q. 49, a. 4.

[50] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, cit., n. 9.

[51] Cfr M.J. Scheeben, Los misterios del cristianismo, cit., 662-669; L. Cerfaux, Cristo nella teologia di San Paolo, cit., 119-122.

[52] Conc. Vaticano II, Decr., Apostolicam actuositatem, n.5.

[53] «Como núcleo y centro de la Buena Nueva, Cristo anuncia la salvación, gran don de Dios, que no sólo es liberación de todo aquello que oprime al hombre, sino, sobre todo, liberación del pecado y del Maligno» (Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 8.III.1975, n. 9; cfr también n. 18). Cfr también C. Basevi, Promoción humana y salvación cristiana en la Declaración de la Comisión Teológica Internacional (septiembre 1977), ScrTh 10 (1978) 673-713.

[54] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 22.III.1986, n. 41.

[55] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, cit., 21; cfr Discurso inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 28.1.1979, AAS 71 (1979) 202-203.

[56] «Libertas est caritatis» (S. Agustín, De natura et gratia, 65, 78: PL 44, 286).

[57] S. Tomás de Aquino, In III Sent., d. 29, q. unica, a. 8, q 1a. 3, s. c.

[58]. San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, cit., n. 27.

[59] Conc. Vaticano II, Const. Gaudium etspes, n. 22.

[60] Instr. Libertatis conscientia, cit., n. 3. Cfr L. F. Mateo-Seco, Libertad y liberación, ScrTh 13 (1986) 873-889.

[61] Juan Pablo II, Alocución, 21.n.1979, Insegnamenti, n, 1 (1979),431.

[62] Para una historia de estos acontecimientos y de su contenido doctrinal, cfr entre otros, A. Bandera, La Iglesia ante el proceso de liberación, BAC, Madrid 1975; B. Mondin, I teologi della liberazione, Borla, Roma 1977; A. López Trujillo, La cristologia, perspectivas actuales en VV. AA. Cristo, Hijo de Dios..., cit, 55-77; L.F.Mateo-Seco, G. Gutiérrez, H. Assmann, R. Alvés: Teología de la liberación, Emesa, Madrid 1981; Teología de la liberación, en GER 25, 1139-1146; El futuro de la teología de la liberación, ScrTh 22 (1990) 195-211.

[63] A este respecto, merece especial atención la Instrucción Libertatis nuntius de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que tiene como fin alertar «sobre las desviaciones y riesgos de desviación, ruinosos para la fe y la vida cristiana, que implican ciertas formas de teología de la liberación, que recurren, de modo insuficientemente crítico, a conceptos tomados de diversas corrientes de pensamiento marxista» (Inst. Libertatis nuntius, 3.IX.84, n. 3). Cfr L.F. Mateo-Seco, Algunos aspectos de la teología de la liberación, ScrTh 17 (1985) 225-271.

[64] Juan Pablo II, Discurso inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano,.., cit., III.

[65] Instr. Libertatis conscientia, cit., n. 80.

[66] Ibíd., n. 64.

[67] Ibíd., nn. 61-64.

[68] Cfr F. Ocáriz, Presupues/os para una válída Teología de la liberación, en VV. AA., Portare Cristo all?uomo, Pont. Univ. Urbaniana, Roma 1985,743-753.