El precio de la paz

(La justicia se cumple verdaderamente en la caridad)

 

Juan Miguel Otxotorena

Publicado en la revista Nuestro Tiempo, Marzo 2002, nº 573

 


Todos queremos la paz, pero los hechos prueban que no nos ponemos de acuerdo en qué precio pagar por ella. La cuestión se suscita ante las amenazas que todavía la comprometen en nuestro entorno, cercano y lejano. Y es que no falta quien pretende imponerla por la fuerza, ni tampoco quien la quebranta al recurrir a la violencia para apresurar un cambio suficiente que desactive las propias tensiones que presuntamente padece.

Suele decirse que la paz constituye el objetivo supremo de la acción política; pero ha de basarse también en la justicia. Es claro que la paz será viable a medio plazo tan sólo si no hay fuertes tensiones larvadas capaces de estallar y, en definitiva, si las reivindicaciones legítimas de parte se encuentran satisfechas. Debemos pensar, en efecto, que si hay justicia parece difícil el arraigo de actitudes rebeldes capaces de hacerse fuertes y volverse amenazadoras. Ahora bien: de entrada, cabe que eso no sea óbice para que, a pesar de todo, haya o pueda haber elementos descontentos aislados, capaces de sublevarse contra el orden social y de ponerlo en jaque para lograr sus objetivos particulares, más o menos egoístas; y además, tal confusión plantea otras cuestiones encadenadas, como la de si la justicia es viable en sentido estricto, global, o hay que conformarse con conquistas intermedias y soluciones posibilistas.

Así, por ejemplo, seguramente podemos y debemos aceptar con resignación que no hay justicia en este mundo: no cabe una situación de justicia total, sino sólo movimientos y procesos, más o menos satisfactorios, orientados; en la buena dirección. Sin duda, la apreciación resulta pertinente: responde al reconocimiento de la inevitable efectividad de la entropía y el rozamiento. Los hechos la demuestran cargada de razón; y lleva a concluir que para lograr realmente la paz es necesario armarse para defenderla, prepararse para la guerra buscando con esto unos efectos de carácter preventivo y disuasorio.

El lema de los ejércitos de los países avanzados ha sido durante mucho tiempo, precisamente, el de si vis pacem para bellum; y se corresponde con la resignación de quien reconoce la imposibilidad de una idílica pax olimpica, de una paz completa y estable, y asume la necesidad de enseñar los dientes a todo aquel que pueda un día llegar a perturbarla.

Por desgracia, esta resignación es fruto de la experiencia. Por eso, la idea de que la paz ha de basarse en la justicia no puede servirse sola, aislada: remite a una cuestión de acentos. Preocuparse por la realización de la justicia es sin duda el mejor modo de trabajar por la paz; no obstante, puede no ser suficiente mientras tal realización se alcanza, a lo largo del proceso de su consecución; y, en general, la cosa se agrava en tanto, según ocurre, tal consecución resulte y deba reconocerse inalcanzable en plenitud, y, por tanto, inasequible en sentido estricto.


Los peligros de un enunciado


El caso es que es frecuente oírlo a propósito de las situaciones de violencia crónica que todavía ensombrecen la imagen de nuestro mundo, en especial ante el tema del terrorismo. No es difícil encontrar a este respecto pronunciamientos del tipo: «Estoy a favor de la paz, pero la paz ha de basarse en la justicia»; ni escuchar de labios de los propios terroristas que el objetivo de su lucha no es otro que justamente la paz, la consecución de una paz duradera y estable.

El asunto está en si es posible avanzar hacia la paz a través de la guerra. Apunta a un debate muy vidrioso y movedizo; y lo que viene a plantear, en el fondo, es si la paz puede tener un precio o si, más bien, hay que ponerla en primer plano subordinando cualquier otro objetivo al de la paz y, en tal caso, a quién debe exigirse que lo haga.

Pues bien: cabe que, en la medida en que se la aísle y se la saque de contexto, la idea de que la paz ha de basarse en la justicia -sea cual sea su formato o su expresión- resulte tanto capciosa en el plano argumentativo cuanto, en la práctica, poco constructiva. En efecto: por un lado, el recurso a este enunciado puede resultar un tanto interesado y cómplice; quizá donde esta idea encuentra más sentido y acomodo es en el marco de un discurso reivindicativo que, si bien sin querer aprobarla de modo formal o expreso, reconoce de manera implícita una cierta legitimidad a la violencia, aunque sea indirecta: la estaría viendo como el resultado, quizá excesivo y no deseable pero en último extremo explicable, de una situación de injusticia que presume real y pendiente de solución.

Por otro lado, hay que contar con que, a sus propios ojos, los antagonistas en los conflictos a que tal idea se refiere tienen seguramente muy buenas razones para pensar que la justicia está de su parte, con lo que la mera apelación a su necesidad puede ser muy poco útil.

Las situaciones de violencia de este tipo, en la medida en que además se enquistan y retroalimentan, suelen terminar enconando las posturas y repartiendo de manera paralela -virtualmente simétrica- excesos verbales, agravios desmedidos, rencores y deseos de venganza. Así pues, la referencia a la justicia y la equidad puede no resultar resolutiva y, por tanto, suficiente. Es preciso completarla, plantear el tema en otros términos. Ahora bien, eso supone trascenderla, superarla por elevación. Lo cierto es que, aunque pueda parecer simplista o ingenuo proponerlo de manera tan directa, esos otros términos no pueden ser sino los de la magnanimidad, la comprensión y, en definitiva, la generosidad.


El bien supremo de la paz


Puede resultar ilustrativo a este respecto recordar la posición del Papa en relación con los trágicos sucesos del ya célebre 11 de septiembre de 2001, formulada por él mismo en el momento --al hilo de los acontecimientos-- en su viaje a Kazastán: frente a esta terrible tragedia, que hará que este día sea recordado "como un día negro en la historia de la humanidad", Juan Pablo II clama por "el bien supremo de la paz", instando a todos a "... rezar por la paz, para que el mundo sea preservado del inicuo flagelo del terrorismo", recordando que el diálogo y la negociación son métodos para resolver los conflictos más acordes a las necesidades de la paz de la humanidad que el recurso a las armas.

Los medios de comunicación destacaron del conjunto de sus declaraciones una frase muy similar a las aludidas al principio: el Papa dijo, en efecto, que "la paz no va desligada de la justicia"; pero hay que remitir tal frase a su contexto, escucharla entera: "Ciertamente, la paz no va desligada de la justicia, pero esta debe ser alimentada por la clemencia y el amor". Cabe que esto no sea un mero recurso retórico de signo espiritualista y correlativo de cierta sensación inevitable de impotencia. Puede que la solución a la violencia requiera, de suyo, necesariamente, una llamada a la clemencia y a la generosidad.

Por lo demás, existe una razón de fondo que se impone subrayar a tal respecto. Asumir que, en último extremo: por un lado, en efecto, no hay justicia en este mundo, en el sentido de que no existe una especie de estadio de llegada, definitivo e ideal, que satisfaga todas nuestras demandas y aspiraciones; y por otro, la justicia y la caridad se encuentran de por sí en una relación de continuidad íntima y fundamental que relativiza la imagen separativa que solemos manejar de ellas, acaso debido a nuestra obsesión por delimitar el alcance exacto de nuestras obligaciones.

La justicia se cumple verdaderamente en la caridad, entendiendo por tal la solidaridad y piedad: no puede haber discontinuidad entre ellas. Algo de esto se intuye al considerar, por ejemplo, cómo no puede haber razón --por importante que sea-- para saltarse o pasar por alto los derechos humanos: la dignidad humana merece toda atención, sea cual sea el precio; hay bienes innegociables que son absolutos, que no se pueden poner en la balanza para medirse con otros.


Imprescindible compasión


La cuestión está en la medida en que sólo cabe la llamada a superar el discurso apoyado en argumentos de justicia por el basado en la compasión, y en cómo y dónde puede esta llamada ser planteada.

Tal llamada (la apelación a la generosidad y la magnanimidad), en todo caso, cabe y se impone de acuerdo con dos premisas más, que tampoco es posible dejar de lado: en primer término, en la medida en que la iniciativa relativa al fenómeno de la violencia es de una de las partes -al menos por lo que se refiere a la violencia directa y física-, esta llamada a la generosidad y la amplitud de miras ha de estar dirigida especialmente a ella, que sin duda aparece cargada de una especial responsabilidad; y a su vez, en segundo término, el reconocimiento de la necesidad de esa llamada -y, si se quiere, la apuesta por ella- no significa obviar la diferencia en los grados objetivos de justicia que pudieran apoyar las respectivas posiciones y motivaciones subjetivas de los antagonistas: es sólo, y no es poco, el camino de salida (es claro a este respecto que, en principio, no cabe justificar el terrorismo por la medida en que supone una relativización de los derechos humanos y el recurso a la extorsión para el logro de objetivos políticos; y menos en el interior de una democracia que pueda considerarse tal, aunque tenga problemas e imperfecciones).


Una llamada que espera respuesta


Hay que hacer, por tanto, una llamada prudente y responsable a la generosidad y grandeza de alma, dirigida especialmente a los terroristas y sus mentores políticos. Tal llamada no es una mera salida ingenua que resulta de (y demuestra) la carencia de argumentos que pudiera desnivelar una hipotética balanza; constituye precisamente la conclusión desniveladora que arroja la confrontación silogística de sus argumentos con aquellos contra los que se sublevan. Por eso no es simplemente voluntarista sino seria, madura y rigurosa; y por eso puede también esperar una respuesta que esté a la altura.

Seguramente la experiencia nos previene contra cualquier tentación de optimismo, e incluso frente al escaso margen para la esperanza que esa conclusión vendría a imponernos. La historia está llena de precedentes de la mofa cruel con que los halcones suelen despreciar las actitudes cándidas de las palomas, potencialmente llamadas a engrosar la lista de sus víctimas. No obstante, a la larga, la fuerza de su callado grito --¿vale la pena matar?, ¿vale la pena morir?-- traspasa las fronteras de espacio y tiempo y se impone sobre los odios y sobre el rugir de las armas; y remite con una eficacia intangible al juicio definitivo que, por encima de los límites del mundo, termina llegando a nuestras conciencias.