María
y la Eucaristía
Fernando Ocáriz
www.almudi.org.
En el contexto general eclesiológico de la Encíclica, la relación entre María y
la Eucaristía se articula principalmente alrededor de la consideración de María
como Madre y modelo de la Iglesia: "Si queremos descubrir en toda su riqueza la
relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre
y modelo de la Iglesia" (Ecclesia de Eucharistia n. 53).
María es Madre de la Iglesia por ser Madre de Cristo, por haberle dado la carne
y la sangre; esa carne y esa sangre que en la Cruz se ofrecieron en sacrificio y
se hacen presentes en la Eucaristía (cfr. Ecclesia de Eucharistia n. 55). Este
es el aspecto más inmediatamente perceptible de aquella "relación profunda" de
la Virgen con el misterio eucarístico, tradicionalmente contemplado desde la
antigüedad [2]. Pero la Encíclica se detiene especialmente en contemplar la
relación de María con la Eucaristía en cuanto la Madre del Señor es modelo: "La
Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con
este altísimo misterio" (Ecclesia de Eucharistia Ecclesia de Eucharistia n. 53).
Imitar, ante todo, su fe y su amor, en la anunciación y en la visitación a
Isabel, donde María es realmente tabernáculo vivo de Cristo (cfr. Ecclesia de
Eucharistia Ecclesia de Eucharistia n. 55); en el Calvario (cfr. Ecclesia de
Eucharistia nn. 56-57) y, más allá, cuando recibió la Comunión eucarística de
manos de los Apóstoles (cfr. Ecclesia de Eucharistia n. 56). Una fe y un amor
que —como en el Magnificat— se desbordan en alabanza y en acción de gracias (cfr.
Ecclesia de Eucharistia n. 58). Es grande la riqueza de matices de esta llamada
a la imitación de María "mujer eucarística", que la teología ha contemplado
sobre todo en el contexto de la vida espiritual. Recuérdese la figura de S. Luis
María Grignion de Montfort; por ejemplo, cuando escribe sobre la unión con la
Virgen antes, durante y después de la Comunión eucarística, de modo que sea Ella
quien reciba dignamente el Cuerpo de Cristo en nosotros [3]. Aunque menos
frecuentes, tampoco han faltado ensayos de profundización
especulativo-sistemática [4]. En estas páginas, me detendré sobre algunos de los
aspectos en que la Santísima Virgen se manifiesta como "modelo de fe
eucarística" y, después, sobre su "intervención" actual en la Eucaristía.María,
modelo de fe eucarística
Cuando María era ya tabernáculo vivo del Hijo de Dios encarnado, escuchó aquella
alabanza: beata, quae credidit (Lc 1, 45). "Feliz la que ha creído. María ha
anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la
Iglesia. Cuando en la Visitación lleva en su seno el Verbo hecho carne, se
convierte de algún modo en "tabernáculo" —el primer "tabernáculo" de la
historia— donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se
ofrece a la adoración de Isabel, como "irradiando" su luz a través de los ojos y
la voz de María" (Ecclesia de Eucharistia n. 55).
La fe de María hacía su inteligencia tan "connatural" al misterio sobrenatural,
que debemos considerar en Ella una "plenitud de fe" correspondiente a la
plenitud de gracia con la que Dios la elevó desde su inmaculada concepción. Una
connaturalidad con los misterios divinos que hace posible el pleno asentimiento,
en su triple dimensión de credere Deo, credere Deum et credere in Deum [5].
Ciertamente, Santa María tuvo unos motivos de credibilidad excepcionales (sobre
todo: el anuncio de San Gabriel; el experimentar que efectivamente tenía en sus
entrañas, sin obra de varón, el Hijo anunciado; que también Santa Isabel y luego
San José habían recibido de lo Alto el anuncio de su maternidad divina). Sin
embargo, también en Ella, la fe fue siempre "de lo que no se ve" (cfr. Hb 11,
1). "Si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su
vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el
cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe" [6].
Podemos considerar razonablemente que cuanto más intensa es la fe, mayor resulta
también la dimensión de oscuridad que es, junto a la luminosidad, una dimensión
esencial de la fe.
Ante el anuncio del Ángel, el fiat pronunciado por María fue un acto de fe
plena: de confianza en Dios, de asentimiento intelectual a la verdad misteriosa
que le era anunciada, y de completa entrega de su persona a Dios. Con ese fiat,
la Virgen acogía en su seno al Verbo eterno dándole Ella su carne y su sangre.
¡Qué modelo para lo que debe ser acoger al Hijo de Dios en nosotros cuando
recibimos la Comunión eucarística! "Hay, pues, una analogía profunda entre el
fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel
pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien
concibió "por obra del Espíritu Santo" era el "Hijo de Dios" (cfr. Lc 1, 30.35).
En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide
creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con
todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino" (Ecclesia de
Eucharistia n. 55).
Considerar la fe de nuestra Señora, como modelo de fe eucarística, nos lleva
necesariamente a contemplarla al pie de la Cruz de su Hijo, ya que el sacrificio
de la Eucaristía es el memorial sacramental que hace presente el sacrificio del
Calvario. En realidad, como escribe Juan Pablo II, "María, con toda su vida
junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial
de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén "para
presentarle al Señor" (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño
sería "señal de contradicción" y también que una "espada" traspasaría su propia
alma (cfr. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en
cierto modo, se prefiguraba el stabat Mater de la Virgen al pie de la Cruz.
Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de "Eucaristía
anticipada" se podría decir, una "comunión espiritual" de deseo y ofrecimiento,
que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en
el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística,
presidida por los Apóstoles, como "memorial" de la pasión" (Ecclesia de
Eucharistia n. 56).
¿Cómo no ver aquí una invitación a imitar, también nosotros cada día, esa
preparación de María al sacrificio de Cristo? Sólo con la fe, imitando la fe de
María, mujer eucarística, es posible vivir todas las incidencias de la jornada,
especialmente las que contrarían, como "preparación" de la personal
participación en la Santa Misa. "El sentido cristiano de la Cruz se pone
especialmente de relieve, sin duda, en las circunstancias graves, penosas o
difíciles que los hombres atravesamos; pero ilumina también lascircunstancias
más corrientes, si nos decidimos a apreciar las pequeñas contradicciones
cotidianas, que suponen una ocasión para el amor y para la entrega" [7].
Si, con toda su vida, la Santísima Virgen mediante la fe "hizo suya la dimensión
sacrificial de la Eucaristía", esto culminó al pie de la Cruz. Allí, mientras
Ella stabat, de pié, firme, no desmayándose —como piadosa pero equivocadamente
se la ha representado en mucha iconografía—; allí tuvo lugar en su alma "la más
profunda kénosis de la fe en la historia de la humanidad" [8]. La íntima
realidad de esta kénosis no pudo consistir en un "anonadamiento", en el sentido
de anulación o disminución de la fe. Más bien cabe pensar que la fe de María,
contemplando la terrible muerte de su Hijo, sufrió la más dura prueba "en la
historia de la humanidad"; prueba de la que Ella fue plenamente vencedora. ¿Pudo
esta prueba configurarse propiamente como una duda de fe? Pienso que en el
Evangelio no disponemos de elementos suficientes para una respuesta del todo
segura. Como es sabido, algún Padre de la Iglesia era del parecer que la Virgen
sufrió al pie de la Cruz el asalto de la duda, lo cual no sería contrario a su
plenitud de gracia y de fe [9], ya que la estructura misma de la fe hace posible
la duda involuntaria y no consentida, compatible con el más alto grado de gracia
y de virtud [10].
La fe de los cristianos en la Eucaristía puede sufrir los asaltos de la duda,
más aún en estos tiempos cuando se percibe la ignorancia de tantos, la
indiferencia de muchos e, incluso, los malos tratos que el Señor eucarístico
recibe en su propia casa: abusos que Juan Pablo II una vez más ha denunciado con
dolor en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (cfr. Ecclesia de Eucharistia n.
10). En cualquier caso, cuando la dimensión de oscuridad del misterio parece
prevalecer sobre su luminosidad, acudir con humildad al ejemplo y a la mediación
de Santa María son siempre ayuda segura para que la duda, ni buscada ni
consentida, se transforme una vez más en victoria, no nuestra sino de Cristo en
nosotros: "ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe" (1 Jn 5, 4) [11].
La presencia de la Virgen en el sacrificio eucarístico
Se trata de un aspecto especialmente misterioso, que presenta un dilatado
horizonte a la reflexión teológica y a la contemplación espiritual.
Efectivamente, la relación actual de María con la Eucaristía no es sólo de tipo,
por así decir, histórico (el cuerpo y la sangre presentes en la Eucaristía
fueron engendrados en y de María); ni tampoco se trata sólo de una relación de
ejemplaridad entre María y los cristianos ante la Eucaristía. No; se trata,
además y en cierto modo sobre todo, de una verdadera presencia de la Madre en el
hacerse presente sacramentalmente el Sacrificio del Hijo. Juan Pablo II lo
expresa con palabras claras: "En el "memorial" del Calvario está presente todo
lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo
que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro" (Ecclesia
de Eucharistia n. 57). Se trata de una verdadera presencia de la Virgen,
ciertamente diversa de la presencia sustancial de Cristo en la Eucaristía:
"María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas
nuestras celebraciones eucarísticas" (ibidem).
Podemos considerar que no se trata sólo de una presencia por "concomitancia
gloriosa", es decir del simple hecho de que en la Eucaristía está presente
Cristo glorioso y su Madre está inseparablemente con El en la gloria. En este
sentido, todo el Cielo está presente en la Eucaristía. Más bien cabe pensar que
esa presencia de María "en todas nuestras celebraciones eucarísticas" y,
precisamente, "como Madre de la Iglesia", pertenece al núcleo del evento
salvífico que se celebra, y que se trata de una presencia activa; es decir, que
la Santísima Virgen, de algún modo, "interviene" en el sacrificio eucarístico.
Así lo afirmaba San Josemaría Escrivá en una de sus homilías: "(En la Santa
Misa), de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que
tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su
Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo
concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola
virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la
que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Santa Misa" [12].
Esta intervención de la Virgen en el sacrificio eucarístico tiene, sin duda, su
origen en su maternidad divina; en ese llevar Cristo "la misma Sangre de su
Madre", pero no se reduce a esta realidad radical; se trata de una
"intervención" actual "en todas nuestras celebraciones eucarísticas", que
—atendiendo a la esencial identidad del sacrificio eucarístico con el sacrificio
del Calvario— habrá que considerar en relación con la intervención de María al
pié de la Cruz, pues, como explica Juan Pablo II en uno de los textos apenas
citados, en la Misa está presente todo lo que Cristo ha realizado en la Cruz,
"también con su Madre para beneficio nuestro". Veinte años antes, el mismo
Romano Pontífice, lo afirmaba con estas palabras: "Cristo ofreció en la Cruz el
perfecto Sacrificio que en cada Misa de modo no sangriento se renueva y hace
presente. En ese Sacrificio, María, la primera redimida, la Madre de la Iglesia,
tuvo una parte activa. Ella permaneció junto al Crucificado, sufriendo
profundamente con su Primogénito; con un corazón maternal se asoció a su
Sacrificio; con amor consintió su inmolación: Ella lo ofreció y se ofreció a sí
misma al Padre. Cada Eucaristía es un memorial de ese Sacrificio y de esa Muerte
que restituyó la vida al mundo; cada Misa nos sitúa en íntima comunión con ella,
la Madre, cuyo sacrificio "se vuelve presente" del mismo modo que el Sacrificio
de su Hijo "se vuelve presente" en las palabras de la consagración del pan y del
vino pronunciadas por el sacerdote" [13].
En suma, para aproximarnos a contemplar la "intervención" de María en el
sacrificio eucarístico, hemos de contemplar su "intervención" en el Calvario
iuxta Crucem Iesu (Jn 19, 25). Santa María se asoció, por la fe y el amor, al
sacrificio de su Hijo "mediante el sacrificio de su corazón de madre" [14].
Ofreciendo el sacrificio de Jesús en unión con Él, Santa María realizaba un
propio sacrificio, que —como se ha recordado en líneas anteriores— comportó "la
más profunda kénosis de la fe en la historia de la humanidad"[15]. A la vez, es
necesario afirmar la completa y sobreabundante suficiencia salvífica del
sacrificio de Cristo, que no pudo ni puede ser "completado" por ningún otro
sacrificio, tampoco por el de su Santísima Madre [16]. ¿Cómo entender entonces
la intervención de María en el sacrificio redentor? Es una de las grandes
cuestiones ante las que la Mariología, ya desde la Patrística, ha tenido siempre
una inagotable materia de profundización [17].
Teniendo en cuenta que el sacrificio de la Cruz es ejercicio de la mediación de
Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1 Tm 2, 5), podemos
ciertamente considerar que María ejerce también su propia mediación al asociarse
al sacrificio de su Hijo. A la vez, debemos afirmar que esta mediación mariana
es esencialmente una mediación participada: "La mediación de María está
íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno
que la distingue del de las demás criaturas que, de un modo diverso y siempre
subordinado, participan de la única mediación de Cristo, siendo también la suya
una mediación participada" [18]. Parece oportuno detenernos brevemente en el
concepto de participación. Se trata de una noción que abarca una amplia gama de
realidades, desde la más fundamental participación trascendental del ser, que es
la inmediata y siempre presente causalidad divina del acto de ser de cada
criatura, hasta el simple tomar parte varias personas de un bien material que se
divide entre ellas. No es sólo el partem capere de la etimología latina directa,
sino también el habere partialiter y, además, el communicare cum aliquo in
aliqua re que nos remite al griego koinonía, es decir comunión [19].
Jesucristo no sólo realiza una función de mediación entre Dios y los hombres,
sino que El, con su humanidad unida hipostáticamente a la divinidad, es
Mediador.
Análogamente, las mediaciones participadas no son sólo una realidad funcional,
sino un ser mediadores por participación. En Santa María, esta participación en
la mediación de Cristo no se configura como sacerdocio ministerial ni como
sacerdocio común, sino como una participación única y eminente en el sacerdocio
de Cristo, correspondiente a su maternidad divina y a su maternidad espiritual
sobre la Iglesia. De ahí que, con la expresión fuertemente subrayada por Juan
Pablo II, la mediación de María posea "un carácter específicamente materno". La
Madre de Jesús es también "nuestra Madre en el orden de la gracia" [20], pues
"cooperó con el amor a que nacieran en la Iglesia los fieles" [21]. Esto
supuesto, la mediación de María al pié de la Cruz tendrá características propias
de una participación, pero no de una "aportación" que complemente de algún modo
la eficacia salvífica del sacrificio de su Hijo. Más bien, es el mismo Cristo
quien da a participar su eficacia redentora al "sacrificio del corazón de madre"
de Santa María, haciéndolo suyo, según la estructura de la koinonía en su
significado de participación-causalidad-comunión. Es decir, Jesús hizo suyo el
sacrificio de María, en cuanto que el dolor de la Madre formó parte, y parte
importante, del dolor del Hijo, y en cuanto que Jesús, ofreciendo al Padre su
vida por la salvación del mundo, ofreció —asumido en su propio sacrificio, en
koinonía, y no simplemente "añadido"— el ofrecimiento realizado por María de la
vida del Hijo y de su propio martirio espiritual.
En realidad, la asunción de otros sacrificios en el sacrificio de Cristo se
realiza continuamente en la vida de la Iglesia, pues el valor que, en el orden
de la salvación, tienen los sacrificios personales que los cristianos ofrecemos
a Dios no puede provenir más que de Cristo mismo, de que el Señor los haga suyos
como Cabeza nuestra. Pero en el caso de la Santísima Virgen, esta realidad tiene
características propias, que la sitúan en un plano superior al de todos los
santos. Para aproximarnos más a este misterio de la Madre, fijémonos
precisamente en este carácter "materno" de su mediación y, concretamente, de su
intervención iuxta Crucem Iesu.
Si tomamos —como debemos tomar— el término "materna" en sentido analógico propio
y no simplemente metafórico, hemos de ver a la Virgen en el origen mismo de la
vida sobrenatural, es decir participando de algún modo en la capitalidad de
Jesucristo. En otras palabras, Jesucristo, asumiendo en su propio sacrificio el
de su Madre, le dio a participar de su eficacia satisfactorio-expiatoria,
meritoria y eficiente, con la participación—koinonía (plena unión espiritual)
correspondiente a la plenitud de gracia de María, de la kejaritomene: la
completamente transformada por la gracia [22].
En la metafísica de la participación, aplicada al orden sobrenatural, Santo
Tomás de Aquino expone un principio de capital importancia: "Aquello que es por
sí es medida y regla (mensura et regula) de aquellos que son por otro y por
participación. Por tanto, la predestinación de Cristo, predestinado a ser Hijo
de Dios por naturaleza, es medida y regla de nuestra vida y de nuestra
predestinación, ya que somos predestinados a la filiación adoptiva, que es una
cierta participación e imagen de la filiación natural"[23]. La aplicación de
este principio arroja una luz notable para la contemplación teológica de la
filiación divina del cristiano en su constitutiva relación con la filiación
divina natural de Jesucristo, Unigénito del Padre y Primogénito entre muchos
hermanos [24]. Asimismo, Cristo en cuanto principio de toda gracia (principaliter,
en su divinidad; instrumentaliter, en su humanidad [25]) es "medida y regla" del
carácter materno (capital por participación) de la mediación de María y,
concretamente de su "intervención" al pié de la Cruz. Esta presencia de María en
el sacrificio del Calvario es, pues, una presencia materna, no sólo respecto a
Jesucristo, sino también respecto a la humanidad redimida, de manera que cuando
el Señor nos la entregó en San Juan como Madre (cfr. Jn 19, 26-27), no
constituyó su maternidad espiritual sino que la declaró.
Toda esta realidad se hace presente en la Eucaristía, pues —en las palabras de
Juan Pablo II, ya citadas parcialmente antes— "en el memorial del Calvario está
presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto,
no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro.
En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de
nosotros: "¡He aquí a tu hijo!". Igualmente dice también a nosotros: ¡He aquí a
tu madre!". Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica
también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros —a ejemplo
de Juan— a quien una vez nos fue entregada como Madre" (Ecclesia de Eucharistia
n. 57).
Estamos ante un aspecto del misterio de la Eucaristía que, a su vez, nos remite
al misterio de la Redención por la Muerte y Resurrección gloriosa de Jesucristo:
es un aspecto central del "misterio de la Madre". Son bien conocidos los
esfuerzos de la teología por entender un poco más cómo se hacen presentes en la
sacramentalidad de la Iglesia los misterios de la vida, muerte y glorificación
de nuestro Señor [26]. Baste aquí recordar, con Santo Tomás, que la Pasión y
Muerte de Jesús, así como su Resurrección, por la virtus divina, alcanza
praesentialiter todos los lugares y todos los tiempos [27]. Y, en la Eucaristía,
esa presencia del Sacrificio de la Cruz (y de todo lo que Jesús llevó allí a
cabo, también con su Madre en beneficio nuestro) se realiza de modo que sólo
Jesucristo está sustancialmente presente bajo las especies eucarísticas, con su
fuerza salvífica capital de la que, sin embargo, su Santísima Madre participa,
en esa plena koinonía por la que Jesús y María constituyen en la gloria, como en
la Cruz y en la Eucaristía, del modo más perfecto, "un solo corazón y una sola
alma" (Hch 4, 32).
Santa María, presente como modelo y Madre de la Iglesia en todas las
celebraciones eucarísticas, "nos enseña a tratar a Jesús, a reconocerle y a
encontrarle en las diversas circunstancias del día y, de modo especial, en ese
instante supremo —el tiempo se une con la eternidad— del Santo Sacrificio de la
Misa: Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para
colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la
presencia de Dios Padre" [28].
También ante el misterio de la Madre, y concretamente en su ser "mujer
eucarística", aunque la teología puede y podrá siempre profundizar mucho más, es
necesario adoptar la actitud del silencio adorante y agradecido: indicibilia
Deitatis casto silentio venerantes [29].