Levántate y vete a Egipto

 

Federico Suarez
José, esposo de María
Rialp Madrid 1973

 

Cuando San Mateo narra en su Evangelio la adoración de los Magos omite el nombre de José: y habiendo entrado en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrados le adoraron (Mt 2,11). Esta omisión, sin embargo, no significa necesariamente que José no estuviera presente; lo que en realidad dice es que Jesús estaba con su Madre, que Ella le tenía. Siendo el objeto de la narración de San Mateo la adoración de los Magos, evidentemente era superfluo ocuparse en mencionar quién, o quiénes, estaban presentes en la casa en aquel momento. Quizá había, además de José, algunos vecinos, pues la presencia en una aldea como Belén de unos hombres importantes, llegados de lejos, con un séquito que bastaba para llamar la atención, con el objeto de visitar a una joven madre en un pobre hogar, difícilmente podría pasar inadvertida. José, pues, no es mencionado porque en esta escena no desempeña papel alguno. Pero sí en la siguiente.

Herodes había mostrado una gran amabilidad con los Magos. Cuando al llegar a Jerusalén le preguntaron dónde podrían hallar al nacido rey de los judíos, Herodes, en medio de su desconcierto y turbación, se tomó la molestia de llamar a los sacerdotes y escribas para solicitar de ellos respuesta a la pregunta de los Magos; y cuando le comunicaron lo que las Escrituras decían al respecto, indicando la aldea de Belén como la cuna del Mesías, Herodes, llamando a los Magos, les encaminó diligentemente al lugar que le habían indicado, aunque no sin averiguar antes con todo cuidado el tiempo en que se les había aparecido la estrella. A cambio de su solicitud, tan sólo les pidió una cosa: que tan pronto hallaran al Niño, volvieran a Jerusalén para comunicárselo, puesto que el ?les dijo? también quería ir a adorarlo. Esto, naturalmente, no era cierto, pero los Magos no podían saberlo.

Dios sí lo sabía. Por eso se cuidó de que un ángel les avisara para que regresaran a su tierra y a sus casas sin volver a Herodes. Y también a José.

Como de costumbre, la narración del Evangelio es tan sencilla que, aparentemente, no da idea de lo angustioso de la situación. Dice: Cuando hubieron partido, he aquí que un ángel del Señor se apareció en sueños a José diciendo: Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estáte allí hasta que yo te diga, porque Herodes buscará al niño para quitarle la vida. El cual, de noche, levantándose, tomó al niño y a su madre y se dirigió a Egipto, permaneciendo allí hasta la muerte de Herodes (Mt 2,13-15).

Otra vez José era visitado en su sueño por el ángel. Pero ahora no para revelarle una buena nueva, como la vez anterior, sino para prevenirle de un peligro inminente; no para aliviarle de un peso casi insoportable, sino para ponerlo sobre sus hombros. La primera vez la visita del ángel puso fin a su angustia; esta segunda, con una noticia angustiosa, puso fin a unos días felices. Ahora bien: la reacción de José fue idéntica en ambas ocasiones. Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, se lee en Mt 1,24, cuando ya sabía el misterio de la Encarnación; el cual, de noche, levantándose, tomó al niño y a su madre y se dirigió a Egipto, se dice en Mt 2,14, con relación a este momento: exactamente lo que el ángel del Señor le había indicado.

Fue la señal de la cruz en un día dichoso, quizá demasiado dichoso. Porque había sido una jornada memorable. La joven Madre había contemplado pasmada cómo unos hombres importantes habían hecho un largo camino, conducidos por Dios, para honrar a su pequeño Niño; había visto cómo aquellos hombres importantes se habían postrado adorando al Hijo de sus entrañas, y le habían ofrecido ricos presentes. José, siempre en un discreto segundo término, había observado la escena con legítimo orgullo, quizá agradeciendo a Dios aquellas honras que, de algún modo, compensaban el abandono y la pobreza que habían acompañado al nacimiento. Al fin del día los Magos se habían marchado, y ellos se habían entregado al reposo, con el alma llena de serena alegría y rebosante de agradecimiento a Dios por el honor dispensado a su pobreza.

Cuando he aquí que, de repente, sin previo aviso, sin ninguna preparación ni atisbo que, siquiera confusamente, les dispusiera para lo que les esperaba, la revelación de un peligro inmediato y grave introdujo el temor y el desasosiego donde antes anidaran la paz y la serenidad. Porque la revelación fue acompañada de un mandato que les urgía a la acción casi antes de poderse hacer cargo de lo que ocurría. Quien lo haya experimentado, sabe bien la desazón, el malestar, la oscura inquietud de un despertar bruscamente del sueño por alguna desagradable o catastrófica noticia, el confuso desconcierto y la intranquilidad paralizadora que acompaña a ese estado entre turbio con referencia a la mente y demasiado claro por lo que respecta a presentimientos infaustos. Un estado de ánimo que se caracteriza por el desconcierto, la pesadumbre de corazón, la sensación de que no puede ser y la certeza de que es, mal cuerpo y un indefinido aturdimiento que suele impedir hacerse cargo de las circunstancias con prontitud.

Debió ser muy duro. Y también desconcertante, lo que todavía era peor. Pues la dureza de una situación no impide estar en posesión de una explicación clara, pero el desconcierto viene siempre producido por la falta, o la dificultad al menos, de comprensión; y cuando no somos capaces de comprender, cuando no acertamos a ver con claridad una situación o un acontecimiento porque se nos escapa su sentido, entonces el estado de confusión interior puede paralizar a un hombre para tomar decisiones, porque la ignorancia del porqué o para qué de algo que nos sobreviene de improviso suele provocar un estado tal de perplejidad que es muy difícil entonces acertar con la decisión adecuada.

Quizá por eso el ángel le dijo ?como la otra vez que le ilustró en sueños? lo que debía hacer, aunque ahora por motivos distintos. Entonces, la primera vez, la revelación de Dios fue la solución a una terrible duda que paralizaba su capacidad de decidir, y le vino después de una larga y dolorosa deliberación; ahora, en cambio, se trataba de algo que debía ser realizado con urgencia, por lo que todo el tiempo que se gastara en deliberar acerca de la mejor solución era tiempo perdido, porque con aquella amenaza cada segundo era precioso. No era momento de hacer preguntas, ni de perderse en lamentaciones inútiles.

Es muy expresivo el Evangelio al relatar la reacción de José tan pronto el ángel terminó de instruirle sobre lo que debía hacer y por qué debía hacerlo: El cual, levantándose, de noche, tomó al Niño y a su Madre... Alguna versión dice: «El cual, al punto, de noche...». En cualquier caso es lo mismo: no hubo dilación entre la recepción del aviso y ponerse en el acto a cumplir las instrucciones. Aquí se nos muestra otra faceta del carácter de José: «en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida»; y, en efecto, «sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan» (Monseñor Escrivá de Balaguer) o las situaciones con las que debe enfrentarse. Ahora no se tomó José tiempo para reflexionar. La reflexión está bien y, es necesaria para el acierto, antes de tomar una decisión, cuando se ponderan y estudian distintas posibles soluciones. Pero una vez se ha visto claro, una vez se ha tomado una decisión, ya no es tiempo de pensar, sino de hacer. La reconsideración de una decisión tomada después de la conveniente deliberación (a no ser que hayan aparecido factores nuevos) es algo muy parecido a la duda, a la inseguridad, y ambas son paralizantes. Y cuando es a otro a quien le corresponde deliberar, sea por su posición o por su mayor conocimiento, y comunicar lo que debe ser hecho para la adecuada solución de un problema, todo el discurso que cabe es el indispensable para entender las instrucciones: simplemente, enterarse, obedecer y ejecutar. No es ya tiempo de detenerse a discurrir acerca de si la solución dada es la mejor, o cuáles son sus fundamentos, o si éstos son lo suficientemente sólidos. «Tal es ?dice San Juan Crisóstomo? la mejor calidad de la obediencia: no buscar razones de lo que se nos manda, sino sencillamente obedecer a lo mandado. No cabe duda de que, puesto a dar vueltas a los porqués de la situación, José pudo haberse planteado preguntas muy inquietantes. Todavía no había transcurrido mucho tiempo desde la circuncisión, cuando él había impuesto al Niño el nombre de Jesús, que significaba «Salvador», porque, como le había dicho el ángel, iba a salvar al pueblo. ¿Iba a salvar al pueblo y no tenía poder para desbaratar los planes de Herodes? ¿Era necesaria esa huida precipitada, como si no hubiera otro medio para conjurar el peligro?

Por lo general, los que cuando llega el momento de obedecer se ponen a hacer este género de consideraciones son los que confían demasiado en su propia inteligencia, los que se resisten a aceptar lo que no entienden, aun cuando venga de quien lo sabe. Por el contrario, José se dejó aconsejar. No era la clase de hombre que va por la vida con la convicción de que nadie tiene que enseñarle nada que él no sepa ya. Pero si era un hombre dócil a los designios de Dios, de ningún modo era un hombre débil. «Su docilidad ?escribe J. Escrivá de Balaguer? no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos»; no es falta de energía, no es un puro conformismo pasivo. Más bien es lo contrario: una disposición de hacer, un estar pronto para convertir en realidad todo aquello que se presenta como un querer de Dios. Tampoco era de los que conciben la obediencia simplemente como una pérdida de voluntad, como si no se esperara de él nada más de lo que cabe esperar de un instrumento inerte. Era capaz de pensar, y bien lo demostró cuando se estuvo debatiendo en dolorosas dudas; era también capaz de tomar decisiones, aun cuando fueran notoriamente incómodas o lesivas de sus propios intereses, como lo demostró asimismo al estar dispuesto a quitarse de en medio con tal de no perjudicar a la Virgen María. Lo que no tenía eran los defectos que suelen impedir que un hombre haga lo que debe hacer, esa clase de defectos que sólo facilitan hacer con prontitud lo que agrada, o lo más fácil, o lo menos costoso.

Porque hay obstáculos para la obediencia, y los más dañinos son los que tienen su origen en la soberbia. Está, desde luego, la pereza, pero no es, ni con mucho, lo peor. Hay una malignidad peculiar en la falta de docilidad que radica en la actitud mental propia del soberbio, esa típica arrogancia que se da a veces en algunos intelectuales, que porque ven ?o les parece ver? claro rechazan toda autoridad y aun todo consejo, y a los que ni siquiera la contemplación de unos hechos, reales y objetivos, les hace mudar de actitud. Esta es, evidentemente, la peor especie de prejuicio, y termina siendo hasta irracional. Quizá por eso es tan difícil hacer ver su falta de razón a los que están tan seguros de sí que no son capaces de rendir su propio juicio; curiosamente, acaban cayendo no pocos de ellos en un puro voluntarismo, esto es, en la negación a someterse a la realidad porque no se ajusta a la propia visión de las cosas, y a sustituirla por otra distinta concebida no por Dios, sino por uno mismo. El ejemplo más claro y expresivo de este tipo de prejuicio lo dieron los fariseos, tan aparentemente honrados en su apego a la ley de Moisés, que no depusieron su actitud ni siquiera ante la realidad de los hechos. ¿Qué fue lo que dijeron al tenerse que enfrentar con los milagros de Jesús?: Este no echa los demonios sino por el poder de Belcebú, príncipe de los demonios (Mt 12,24). ¿Cómo reaccionaron ante la resurrección de Lázaro?: Desde aquel día tomaron la resolución de matarle (Jn 11,53).

Claro que, afortunadamente, este tipo de prejuicio no se da siempre, ni en todos. La falta de docilidad puede provenir no de mala voluntad, sino de falta de capacidad para admitir lo que no se comprende, aun cuando venga anunciado por quien puede conocerlo. Así Zacarías se resistió a creer el anuncio del ángel cuando le hizo saber que su esposa Isabel le daría un hijo, siendo ella estéril y ambos ya mayores. Y no es que se le comunicara tan buena nueva en sueños, sino en plena vigilia y ejerciendo sus funciones en el templo.

He aquí cómo un humilde artesano mostró una mente mucho más abierta y capaz, menos aferrada a prejuicios, que hombres sutiles y hasta buenos sacerdotes, pues cumplió «los mandatos de Dios sin vacilaciones, aunque a veces el sentido de esos mandatos le pudiera parecer oscuro o se le ocultara su conexión con el resto de los planes divinos» (J. Escrivá de Balaguer). Lo que proviene de Dios, y especialmente sus designios sobre cada uno en orden a su participación en el gran misterio de la Redención, tiene sus propios caminos para manifestarse a los hombres; pero es necesario algo más que un ingenio sutil o una inteligencia despierta para captar los mensajes divinos o las mociones del Espíritu Santo.

Hay ciertas cosas que tan sólo son reveladas a los pequeños (Lc 10,21), en tanto permanecen ocultas a los sabios y poderosos: acaso porque los niños ?y los que son como ellos, los humildes? son capaces de obedecer con docilidad, sin artificiosas disquisiciones formalistas ni entretenidas problemáticas que acaban paralizando la voluntad y, en consecuencia, la parte que, al poner por obra los mandatos de Dios, les corresponde hacer en el plan divino de salvación. Los hombres son muy capaces de enredarse con sus propios pensamientos hasta tropezar con ellos; y cuando pretenden investigar lo que les ha sido comunicado para su realización, el resultado no suele ser alentador, puesto que «la curiosa e inútil indagación» (como la llamó Juan Pablo II) de las misteriosas razones por las que Dios quiere algo concreto del hombre sólo lleva a pérdida de tiempo (que puede ser mortal, como lo hubiera sido en el caso de José), y también, acaso, a despojar de su más profundo sentido el mensaje divino.

Y no se piense que la obediencia, o esa disposición natural o adquirida que hace que un hombre obedezca en el acto y sin aparente esfuerzo, y que se conoce como «docilidad», sea una merma o una limitación de la libertad. Jesús se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Phil 2,8), pero nadie de cuantos han pisado, pisan o pisarán la tierra, ha sido, es o será más libre que El. La suprema libertad, la verdadera, la auténtica, la única que con todo merecimiento puede ser llamada con tal nombre es decir «si» cada vez que Dios se dirige a nosotros para decirnos: «¿quieres...?»; entonces, cuando ningún capricho, ninguna presión del instinto, del entorno, de los individuos o de las circunstancias nos ata para responder «sí» a lo que Dios pide, cuando ningún desfallecimiento o desviación de la voluntad nos lleva como arrastrados por donde no debemos ir, entonces es cuando un hombre es verdadera y realmente libre.

Hoy, cuando tanto se habla de libertad, quizá no son muchos, desgraciadamente, los hombres que se sienten y son libres. El sometimiento al pecado, a las fuerzas del mal y a los peores o más bajos instintos, lo suelen llamar hoy liberación de los tabúes y de las represiones. Con todo, esta capitulación del hombre ante el mal no sería tan mala si, al menos, tuviera el valor de llamar a las cosas por su nombre y no capitulara también hasta el extremo de decidir cambiar las palabras para justificarse a sus propios ojos, como si cambiando las palabras cambiara también la naturaleza de las cosas y el mal dejara de serlo por el simple hecho de decir que es bueno. Mala cosa es desobedecer los preceptos de Dios y negar su ley; pero peor aún ?si es que ello es posible? es la hipocresía de declarar «superados» los Mandamientos de Dios para sustituirlos por mandamientos de hombres sin más razón que la de no tolerar un orden moral cuya existencia pone de relieve nuestro propio desorden.

Por lo demás, en la vida de aquella santa familia, «Dios, amador de los hombres, mezclaba trabajos y dulzuras, estilo que El sigue con todos los santos. Ni los peligros ni los consuelos nos los da continuos, sino que de unos y de otros va El entretejiendo la vida de los justos. Tal hizo con José» (San Juan Crisóstomo).

No podemos encerrar a Dios dentro de nuestros estrechos horizontes y limitada capacidad. Es imposible. En último extremo, y dada la pequeñez de la razón humana (a pesar de su grandeza), nunca acabaremos de entender por completo los planes de Dios, sus caminos y sus exigencias, que trascienden siempre nuestra capacidad y nuestras posibilidades. Tampoco un niño puede comprender el porqué de lo que su padre hace o le manda. Simplemente, lo acepta y obedece. Y ésta es la única actitud correcta y verdaderamente racional ante Dios, y también la única realmente eficaz.