LA HORA DE LOS LAICOS
José Antonio Pagola
http://www.porunmun
SUMARIO
1. La pasividad de la mayoría
2. El despertar de una nueva conciencia
3. Participación dentro de la comunidad eclesial
4. Presencia en la sociedad
5. El laicado organizado
6. Dos hechos preocupantes
7. Las relaciones entre el clero y el laicado
1. Recuperación de la Iglesia - comunión
2. La experiencia de la comunión eclesial
3. La corresponsabilidad
4. Exigencias de la corresponsabilidad
5.Presbíteros y laicos en una Iglesia-comunió
1. La Iglesia entera es misionera
2. La Iglesia en medio del mundo
3. La Iglesia, al servicio del Reinado de Dios
4. Tres actitudes fundamentales de la Iglesia en el mundo
5. Tres graves tentaciones
4. Las tareas del laico en la Iglesia
1. Diversidad de vocaciones, carismas y servicios
2. La tarea profética de los laicos
3. La tarea cultual de los laicos
4. Tarea pastoral de los laicos
5. Ministerios laicales
5. Las tareas del laico en el mundo
1. El ámbito temporal, lugar propio del seglar
2. Desde su condición seglar
3. El cumplimiento fiel de la tarea temporal
4. Compromiso transformador
5. Hacer presente a la Iglesia en el mundo
6. Traer la experiencia del mundo al interior de la Iglesia
7. El Apostolado asociado
1. Seguidor de Cristo
2. Al servicio del Reino de Dios
3. Miembro activo y responsable del Pueblo de Dios
4. Enviado al mundo
5. Enraizado en la Palabra de Dios y en la Eucaristía
6. Radicalidad evangélica
7. La formación
El objetivo de esta reflexión es fácil de precisar: se trata de tomar una conciencia más clara de la identidad propia del laico y de su tarea específica tanto en el interior de la Iglesia como en medio de la sociedad.
No pretendo ofrecer una teología exhaustiva del laicado, sino de captar bien lo esencial para despertar más nuestra conciencia y promover el compromiso activo y la participación viva de los laicos en la misión de toda la Iglesia.
Por eso, entiendo también que no nos hemos de
mover sólo en el plano teórico, sino que hemos de esforzarnos en «aterrizar», en
ver las consecuencias prácticas operativas correctas.
Utilizaré en lo posible un lenguaje sencillo, inteligible, accesible. Es
curioso ver cómo los documentos conciliares y de la jerarquía hablan del laicado
utilizando un lenguaje que es, a veces, todo menos laical.
I.- APROXIMACIÓN A LA REALIDAD
Sin pretender una visión exhaustiva parece
conveniente que comencemos por abrir los ojos para ver cómo es, cómo actúa, cómo
se siente el laicado hoy en nuestra Iglesia, en nuestras diócesis y parroquias.
1. La pasividad de la mayoría
Un buen número de laicos, hombres y mujeres, constituyen dentro de la comunidad eclesial la «mayoría silenciosa». Cristianos convencidos, aceptan la doctrina que enseña la jerarquía, asisten habitualmente o con frecuencia a los actos de culto, pero no tienen conciencia (ni siquiera lo sospechan) de que puedan tener alguna otra responsabilidad de construir la comunidad cristiana o de anunciar a otros el Evangelio. Son cristianos «sin vocación». «Están» en la Iglesia en actitud pasiva. No tienen necesidad de más. Ni exigen ni se plantean una participación más activa y comprometida. Su objetivo es, en último caso, ser buenos cristianos. Esta situación todavía hoy muy generalizada se debe a diversas causas:
No es fácil sacudirse de encima un clericalismo que ha moldeado y configurado la Iglesia durante siglos. Ahora pagamos las consecuencias: la Iglesia parece un «asunto de curas y monjas», el pueblo fiel es el «rebaño» que debe dejarse guiar por los pastores; unos pertenecen a la Iglesia «docente» (los que enseñan) y otros a la Iglesia «discente» (los que aprenden), unos obedecen y otros mandan...
Por otra parte, se ha cultivado una religiosidad muy individualista. Cada uno ha de preocuparse de la salvación de su alma. Lo importante es ser fiel a la propia conciencia, cumplir los preceptos de Dios y ser un buen practicante. El sentido de pertenencia a una comunidad, el contacto, la comunicación y colaboración con otros creyentes, la experiencia comunitaria de la fe... son aspectos más descuidados.
No hemos de
ocultar que la actuación del clero favorece todavía esta minoría
de edad del laicado. El protagonismo excesivo, el autoritarismo, el
control, el acaparamiento de casi todo por parte de ciertos presbíteros..
2. El despertar de una nueva conciencia
Sin embargo, es evidente que existe también, un número creciente de laicos y laicas que viven su adhesión a Cristo y su pertenencia a la Iglesia de un modo adulto y renovado. Han personalizado su fe de manera responsable, participan, de forma más viva y activa en la liturgia, se comunican con otros creyentes, están en la Iglesia como «algo muy suyo» y, por eso, adoptan una actitud más comprometida, abierta y crítica. No sin dificultades y tensiones, van ocupando un lugar más importante dentro de las comunidades cristianas. Una buena parte de estos laicos, aun sin participar en organizaciones de ningún tipo, se preocupan de verdad por la comunidad cristiana, van tomando conciencia de su responsabilidad, tratan de vivir su vida familiar, profesional, social, con madurez y coherencia cristiana.
El cambio es profundo y claro. Se debe, sin duda, a un cambio de actitud eclesial que alcanza un punto decisivo en el Vaticano II, el primer concilio que se ha ocupado de los laicos directa y explícitamente. Influye, sin duda, el clima sociocultural que favorece la responsabilidad personal, el sentido comunitario y social, la crítica a lo institucional, la cultura creciente de la población, etc. Y también, sin duda, la actuación responsable de los presbíteros que comienzan a trabajar con un nuevo estilo de colaboración fraterno y corresponsable.
3.
Participación dentro de la comunidad eclesial
Fruto de esta nueva conciencia es un hecho que
algunos consideran como el dato más positivo y prometedor para el futuro
de la Iglesia. Son muchos los laicos que, conscientes de su responsabilidad y
con una voluntad de servicio incondicional, se han ido comprometiendo
estos años en diversas tareas pastorales y se han integrado en diferentes
organismos eclesiales (comisiones, consejos pastorales, organismos diocesanos..
Sin ellos hoy sería absolutamente imposible la
transmisión de la fe a las nuevas generaciones, la acción caritativa y el
servicio a los marginados, la celebración de la liturgia..., en una palabra, la
marcha de la comunidad cristiana. Hay que destacar que este laicado activo y
comprometido
en el interior de la Iglesia está formado en su gran mayoría por mujeres que van
tomando conciencia creciente de que, a pesar de esta presencia tan importante,
no son debidamente valoradas y reconocidas por la Iglesia.
A pesar de este hecho tan positivo de la participación laical dentro de la
comunidad eclesial, hay que señalar dos datos:
Los laicos que se comprometen de manera responsable y estable son pocos, casi siempre los mismos, y los mismos para todo.
A pesar de esta participación tan importante de laicos y laicas, la responsabilidad de la dirección en los diferentes campos sigue casi siempre en manos de los presbíteros. La acción pastoral está todavía pensada, dirigida y encauzada casi exclusivamente por los presbíteros.
4.
Presencia en la sociedad
Es necesario señalar también otro hecho muy positivo. Son bastantes los laicos y laicas que, motivados por su fe, se comprometen activamente en diferentes campos y tareas temporales, fuera de la Iglesia, tomando parte en estructuras cívicas, culturales, sociales y políticas. Son laicos comprometidos que construyen el Reino de Dios y evangelizan el mundo sin que, muchas veces, su compromiso sea reconocido y valorado debidamente en la comunidad eclesial.
No hemos de pensar sólo en los «grandes»
compromisos a nivel de vida política o cultural. Pensemos en tantos padres y
madres que se hacen presentes en el campo de la familia y la educación
(asociaciones de padres de alumnos, movimientos familiares, etc.). Pensemos
también en quienes toman parte en asociaciones de vecinos, ayuntamientos,
actividades culturales y deportivas que favorecen la humanización de barrios y
pueblos.
Hoy en día hemos de destacar, sobre todo, el auge del voluntariado cristiano
en muy diversos campos de marginación y promoción humana (movimientos sociales,
plataformas, organizaciones no gubernamentales, ayuda al Tercer Mundo, servicio
a marginados, enfermos, minusválidos, asociaciones humanitarias (Teléfono de la
Esperanza, lucha contra el Sida, presencia en las cárceles...). Ellos aseguran y
encarnan la presencia de los valores evangélicos y del amor cristiano en el
mundo.
5. El laicado organizado
También en la época anterior al Concilio, existían asociaciones organizadas de laicos. Recordemos las hermandades, cofradías, terceras órdenes, asociaciones pías que se constituían con diferentes objetivos. Por otra parte, recordemos también la Acción Católica y los movimientos apostólicos (HOAC, JOC, etc.), que promovieron con gran fuerza la militancia cristiana en el campo obrero, sindical, universitario, rural, etc., en los años del franquismo. Hoy estamos viviendo otro momento social y eclesial.
Los movimientos de Acción Católica entraron en fuerte crisis, las cofradías, hermandades, etc., han cambiado de signo o languidecen sin apenas vida. Después del Concilio aparecen, no sin problemas, otro tipo de movimientos, comunidades y asociaciones tales como el OPUS DEI, las comunidades neocatecumenales, Comunión y Liberación, focolares, carismáticos, etc. Junto a ellos, es de señalar el esfuerzo por renovar la Acción Católica general e impulsar los movimientos apostólicos.
6. Dos hechos preocupantes
Dentro de este impulso de un laicado más corresponsable y activo hemos de anotar, sin embargo, dos hechos preocupantes:
Los laicos se vienen incorporando, sobre todo, a tareas y servicios internos de la comunidad y no tanto en los diferentes ámbitos de la vida temporal. Preocupados por la falta de fuerzas, los presbíteros buscan, ante todo, colaboradores inmediatos en el interior de la parroquia, con el riesgo de arrancarlos de su misión más propia y especifica de laicos en la vida familiar, profesional, cultural, social, política. Es explicable que, en unos tiempos de crisis y debilitamiento de las comunidades cristianas, se piense en fortalecer la misma comunidad, pero -como diremos- no hemos de olvidar que «la tarea primaria e inmediata de los laicos no es la instalación y desarrollo de la comunidad eclesial..., sino poner en práctica todas las posibilidades evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo. El campo propio de su actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo».
Por otra parte, se
puede observar que, con frecuencia, este desarrollo e incorporación activa de
los laicos no logra introducir en el seno de la comunidad cristiana las
preocupaciones, problemas y experiencias de la vida del mundo. Muchos de los
laicos realizan su servicio sintiéndose meros «colaboradores» del clero, pero
sin aportar su propia experiencia seglar del mundo y de la vida. Más aún, hay
laicos que pierden su propia identidad laical y actúan como un «clero» de
segundo orden, con mentalidad, lenguaje, esquemas y, formas de actuación
típicamente clericales. De ahí la importancia de que los laicos no sólo
participen activamente en la Iglesia, sino de que descubran y desarrollen su
propia identidad laical.
7. Las relaciones entre el clero y el laicado
Es un tema decisivo. El paso de una Iglesia clerical
a una Iglesia corresponsable donde todos los bautizados desarrollen su propia
tarea y misión no se producirá sin tensiones, resistencias y conflictos. El
desarrollo de un laicado adulto y responsable lleva consigo
necesariamente la exigencia de que el clero encuentre su verdadero lugar,
desprendiéndose de tareas y actividades que no tienen por qué estar en sus
manos. Se trata, por tanto, de una transformació
Estas actitudes del clero, llamadas a desaparecer, tienen sus raíces en una mentalidad clerical que se convierte en un obstáculo para la promoción de un laicado adulto. No pocos presbíteros que hacen esfuerzos sinceros por fomentar la vocación y la responsabilidad de los laicos tienen una visión falsa del laicado que se puede resumir así:
Se sigue considerando, en el fondo, al laico como destinatario de su dedicación pastoral: los presbíteros se entregan al pueblo cristiano, trabajan a su servicio, lo guían, lo dirigen..., pero siempre son ellos los que hacen todo por los laicos. No se ven trabajando junto con ellos, codo con codo, al servicio del Reino de Dios. Son presbíteros para los demás, no con los demás. El laico es el objeto de la dedicación clerical.
Se le busca al laico como colaborador de la misión del presbítero, para ayudarle en aquello a lo que ya él no llega. Se produce entonces una paradoja curiosa: El sacerdocio es un servicio concreto a la comunidad. Pero el presbítero busca "servidores" para que le ayuden a él en su servicio a la comunidad. En el fondo, es él quien sigue siendo el factor decisivo de todo. Este presbítero nunca confiará a los laicos responsabilidades de dirección, no les ayudará a encontrar su verdadero lugar en la comunidad. Lo único que hará es rodearse de laicos útiles, elegidos a dedo, dirigidos por él y al servicio de su responsabilidad pastoral («necesito catequistas», «me hace falta un monitor», «voy a formar un Consejo Pastoral»). El presbítero sigue siendo el único protagonista.
Todo esto tiene graves consecuencias. Señalo, sobre todo, dos:
No son pocos los laicos que, deseando sinceramente trabajar en la Iglesia, se ven frenados por esta actitud clerical. Desean comprometerse al servicio de una Iglesia más evangélica, fraterna y comunitaria, más viva, más presente en los problemas de hoy, más entregada al servicio de los marginados, pero no quieren ser meros colaboradores al servicio de los intereses del cura de turno.
Por otra parte, los presbíteros en vez de ser estimuladores de las diversas vocaciones y servicios en el interior del Pueblo de Dios, siguen actuando, rodeados de laicos colaboradores, pero como los únicos responsables y ejecutores últimos de casi todo. Pero, pronto sucede lo inevitable; tarde o temprano estos presbíteros terminan limitando su trabajo y creatividad a las tareas más fundamentales (catequesis de infancia, confirmación, caritas, culto), rodeados de un pequeño grupo de laicos a su servicio. De esta manera, la comunidad se empobrece en su interior y va quedando vacía de fuerza evangelizadora, hacia el exterior.
Esta sencilla aproximación a la realidad nos hace
ver ya la necesidad urgente de que todos -no sólo los laicos, también el clero-
tomemos conciencia más clara de la identidad y de la misión propia del laicado
en la Iglesia y en el mundo.
Para clarificar la identidad y misión de los laicos (y, al mismo tiempo, la del
clero), es necesario tener una visión clara de la Iglesia. Sin pretender ofrecer
aquí una teología completa de la Iglesia, nos detendremos en los dos rasgos
fundamentales que el Concilio Vaticano II ha destacado de manera particular.
La Iglesia es comunión, comunidad, fraternidad de unos hombres y mujeres, que han recibido el mismo bautismo y viven animados por el Espíritu del mismo Señor. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia es misión. Esta comunidad de Jesús no es, no existe para sí misma. Está llamada a encarnarse en el mundo. Ha de sentirse enviada a testimoniar el Evangelio en medio del mundo, a hacer presente la fuerza salvadora de Cristo entre los hombres.
Estas son las dos claves fundamentales que nos
van a permitir situar correctamente a los laicos tanto en el interior de la
comunidad eclesial como en medio del mundo. Comunión y misión son dos aspectos
fundamentales de la Iglesia que son inseparables. Si nos preocupamos sólo de
crear comunión, comunidad, sin preocuparnos de la misión, podemos terminar
construyendo una Iglesia sectaria, un «ghetto» o refugio para los fieles
practicantes. Si nos limitamos a desarrollarla misión sin crear comunidad,
podemos caer en la dispersión, en el vaciamiento de la comunidad, el
proselitismo individualista:
La comunión nos descubrirá la importancia de los laicos y laicas para
la construcción y el crecimiento de la comunidad eclesial. La misión nos
permitirá captar el papel insustituible de los laicos para construir el Reino de
Dios en el mundo.
1.
Recuperación de la Iglesia-comunió
Durante muchos siglos y por razones que no podemos
analizar aquí, la Iglesia se ha ido desarrollando como una estructura
jerárquica, organizada en estratos y que puede ser sugerida con la imagen de una
«pirámide». En la cúspide está el Papa, Vicario de Cristo en la tierra; bajo él,
el cuerpo de los obispos; más abajo, el clero presbiteral, los religiosos y las
religiosas; por último los laicos y, por fin, las laicas. Todo funciona como si
la acción del Espíritu actuara en cascada. El primer depositario de la
revelación, de la gracia y del Espíritu sería el Papa, luego los obispos, el
clero, los laicos. Dentro de la Iglesia habría una especie de «Super-Iglesia»
El Concilio Vaticano II supera esta visión piramidal de la Iglesia y con diversas expresiones e imágenes subraya que la Iglesia es comunión, comunidad fraterna de creyentes, fundamentada en la recepción de un mismo Bautismo y de un mismo Espíritu. Se puede decir que la comunión es la idea central y fundamental de la eclesiología del Vaticano II. La Iglesia no debe ser ya imaginada como una pirámide sino como un círculo, una comunidad, una familia. El Espíritu actúa en todos. La dignidad de todo creyente arranca de su bautismo y su comunión con Cristo. La dignidad cristiana del Papa, del Obispo, del presbítero es la misma que la de cualquier laico. No son unos superbautizados. Son cristianos con una misión propia.
Para destacar esta visión de la Iglesia, el
Vaticano II emplea una nueva terminología. La Iglesia es «el pueblo de Dios»
que ha de ser «germen de esperanza y de salvación para todo el género humano».
Con ello se subraya la igualdad de todos en cuanto al ser cristiano y a la
dignidad, la vinculación fraterna que existe entre todos, la misión común a
impulsar entre todos, el destino común hacia el que caminamos todos. El Vaticano
II, va a insistir, sobre todo, en la igualdad. «Cuanto se ha dicho del Pueblo
de Dios se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos». Por
decirlo de manera sencilla, todos somos «laicos», pertenecientes al Pueblo de
Dios. Es cierto que hay diferentes ministerios, carismas y vocaciones, pero el
Concilio insiste: «Se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a
la dignidad y a la acción común de todos los fieles».
2. La experiencia de la comunión eclesial
Pero, ¿qué es esta comunión de todos?, ¿en qué consiste? Esta comunión no es de orden sociológico. No es fruto de un consenso logrado por el juego de las mayorías y minorías hasta llegar a un acuerdo doctrinal o pastoral.
No es tampoco de orden jurídico. No se logra por decreto, de manera institucional. No es la autoridad jerárquica la que logra la comunión o la unidad.
La comunión la crea el Espíritu de Cristo, presente en toda la Iglesia y en cada uno de sus miembros. La jerarquía no hace sino presidir esa comunidad que sólo puede ser creada por Espíritu de Cristo derramado en nuestros corazones. Vamos a detenernos en esta comunión de orden espiritual.
Lo primero que hemos de recordar es que el
Espíritu no es privilegio de un grupo o estamento. El Espíritu se da a toda la
comunidad eclesial. «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, y todos
hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13). El mismo Espíritu está
actuando en todos nosotros. Él crea a la Iglesia, él le da su fuerza, le infunde
su dinamismo, la unifica y la vivifica permanentemente. El crea la comunión («koinonia»),
la comunidad del Espíritu. Su primera acción es construir la comunión eclesial.
No hay en la Iglesia sectores que gozan de la garantía del Espíritu y sectores
privados de Espíritu. Todo el Pueblo de Dios posee el Espíritu. El Espíritu es
para todos. «Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo»
(Rm 8, 9).
El Espíritu no deshace nunca la comunión, no disgrega al Pueblo de Dios. Los
diversos dones o carismas («charismata») que se dan en la Iglesia han de ser
entendidos y vividos como manifestación y concreción de la única gracia («charis»)
del Espíritu que alienta a toda la Iglesia. Por eso, «la manifestación del
Espíritu se le da a cada uno para el bien común» (1 Co 12, 7). El Espíritu
no separa a nadie de los demás ni lo sitúa por encima de otros. Ni siquiera la
jerarquía ha de ser entendida como si ella fuera la primera depositaria del
Espíritu de Cristo y sólo desde ella se transmitiera luego a los demás.
Por ello, nadie puede pretender acaparar al Espíritu y menospreciar o ignorar
la acción del Espíritu en los demás. Esa es la gran tentación de la jerarquía:
creer que el Espíritu tiene que pasar necesariamente por ella para actuar,
dinamizar y dirigir a su Iglesia. Al contrario, la comunión exige sentido de
complementariedad, diálogo, colaboración, corrección mutua. Nos necesitamos
todos. «No puede decir el ojo a la mano: no te necesito; ni la cabeza a los
pies: no os necesito» (1 Co 12, 21). El Espíritu comunica sus dones de tal
manera que cada uno necesita de los demás, y nadie puede pensar que él, con su
don del Espíritu, se encuentra por encima de los demás.
3. La corresponsabilidad
La comunión exige una Iglesia corresponsable.
Todos somos Iglesia y todos hacemos la Iglesia. Como dice el Vaticano II, «La
Iglesia entera es misionera y la obra de la evangelizació
Significa que en la Iglesia todos los miembros son, de alguna manera,
necesarios. Nadie es superfluo o inútil. Nadie ha de ser considerado como
innecesario. Nadie sobra.
Significa que todos los miembros en la Iglesia han de ser activos. Nadie ha de
considerarse sólo y exclusivamente pasivo, objeto de la acción de los demás.
Todos estamos llamados a construir la Iglesia y a participar activamente en su
misión evangelizadora. «La Iglesia no está verdaderamente formada, ni vive
plenamente, ni es representació
La corresponsabilidad no significa que todos
en la Iglesia tengamos idéntica misión o que todos podamos y debamos hacer lo
mismo. En la Iglesia hay diversidad de carismas y, por tanto, diversidad de
vocaciones y funciones. Pero cada uno recibe su carisma para el bien de toda la
comunidad, cumple su misión propia dentro de la comunidad y lo hace en
colaboración y complementariedad con otros fieles, portadores de otros carismas
y funciones.
Por tanto, en la Iglesia todos somos corresponsables, aunque no todos
seamos responsables de la misma manera, con el mismo carisma y en los mismos
campos de acción. Se trata de una corresponsabilidad orgánica y diferenciada,
propia de un organismo vivo. Recordemos la imagen paulina del cuerpo con
diversos miembros (1 Co 12, 4-30).
4. Exigencias de la corresponsabilidad
La corresponsabilidad exige ir avanzando hacia una distribución adecuada de las tareas y responsabilidades en un clima de comunicación y complementariedad. Todos, laicos y presbíteros, hemos de ir encontrando nuestro sitio en la comunidad eclesial. No se trata de promover a los laicos para que absorban tareas y funciones que son propias de los presbíteros. Ni tampoco de que los presbíteros lo sigan monopolizando todo, incluso lo que han de hacer los laicos. Corresponsabilidad no significa dejación por parte de los presbíteros, ni traspaso de responsabilidades propias a otros, sino distribución y animación adecuada de todos los carismas.
Ni inhibiciones ni extralimitaciones. La corresponsabilidad exige, por tanto, que: laicos y presbíteros asuman su propia responsabilidad, realicen su servicio con generosidad, sin inhibirse, sin caer en la pasividad, sin desentenderse o actuar como meros espectadores; exige también no extralimitarse, respetar el carisma de los demás, confiar en los otros, colaborar, no invadir campos, no acaparar otros carismas y funciones, ejercer el sentido de complementariedad.
Pedagogía de participación. Es necesario desarrollar mucho más una pedagogía de responsabilidad y participación: Confiar en las personas, dar responsabilidades, promover experiencias protagonizadas por laicos, por modestas y limitadas que puedan parecer. Ofrecer campos nuevos a los laicos, desarrollar las posibilidades de las personas, acompañar en su crecimiento, capacitar, formar...
Para que todo esto no quede sólo en buena
voluntad es necesario asegurar cauces de participación y corresponsabilidad:
asambleas, consejos, comisiones..
5.
Presbíteros y laicos en una Iglesia-comunió
En la Iglesia hay diversidad de carismas y servicios, pero los laicos se encuentran en concreto ante el carisma de los presbíteros. ¿Cómo situarse y cómo entender y diferenciar a presbíteros y laicos?
La diferencia no debe entenderse en términos de actividad y pasividad, como si a los presbíteros les compitiera la construcción activa de la Iglesia y a los laicos el ser destinatarios pasivos que se han de dejar servir.
La diferencia no debe entenderse en términos de superioridad e inferioridad, como si el sacerdote fuera de rango superior, estuviera más cercano a Dios y a lo sagrado, o fuera, por el sacramento del orden una especie de «super-bautizado» que queda por encima de los que son sólo bautizados. Como dice R. Rahner, «al lado, antes y por encima de la jerarquía ministerial, hay una jerarquía del espíritu, si bien oculta en el misterio de Dios, una jerarquía de la gracia, de la unión con Dios y de la santidad, que no se identifica ni corre paralela a la jerarquía del ministerio». La proximidad a Dios no es un privilegio de clase que se disfruta en razón de un cargo.
La diferencia no está tampoco en la categoría de la mediación, como si el sacerdote fuera mediador entre Dios y los hombres, mientras los laicos no hicieran sino recibir esa mediación salvifíca. No hay un grupo de bautizados elevados al rango de mediadores por encima de otros que quedarían sólo para recibir los frutos de esa mediación. En realidad, el único mediador es Cristo. Y todos los cristianos, en la medida en que reciben la gracia de Cristo, se convierten en Cristo y por Cristo, en fuente de gracia para los demás.
En realidad, el presbítero es un laico al que se le imponen las manos para que pueda actuar en la comunidad «en nombre de Cristo cabeza».
Así habla el Vaticano II: «Los sacerdotes,
por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que
los configura con Cristo Sacerdote, de tal manera que puedan obrar en nombre de
Cristo cabeza». Esto significa que a los presbíteros se les encomienda y se
les pide que ofrezcan a la comunidad el servicio de «re-presenta» o
«hacer presente» a Cristo como cabeza, es decir, a Cristo como principio de
vida que anima y vivifica a toda la comunidad y a Cristo como principio de
comunión y de unidad de, todo el cuerpo. De aquí derivarán unas tareas propias,
diferentes a las del
laico, tal y
como lo veremos más adelante.
III.- LA IGLESIA ES MISIÓN
El otro rasgo fundamental es la misión. La comunidad
eclesial no es para sí misma.
Está llamada a abrirse a la misión. La fuerza de la comunión se manifiesta,
sobre todo, en el vigor evangelizador, en la capacidad de la Iglesia en ser
fermento liberador y transformador de la vida en medio del mundo.
1. La Iglesia entera es misionera
La Iglesia no es para sí misma. Está al servicio del
Reino de Dios. Pablo VI recoge bien la eclesiología del Vaticano II en una frase
citada con frecuencia: «Evangelizar constituye la dicha y la vocación propia
de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar». Ese
Espíritu que está en la Iglesia creando comunión, está en ella empujándola fuera
de sí misma, hacia la misión. Así dice E. Schweizer: «Una comunidad que no
actúa en forma misionera no es una comunidad dirigida por el Espíritu».
Pero no olvidemos que el Espíritu está en toda la Iglesia. Por eso, la misión
evangelizadora no es deber o responsabilidad de un grupo de apóstoles o
evangelizadores. Atañe a todos. El sujeto de la acción evangelizadora es toda
la comunidad eclesial. La misión es de todo el Pueblo de Dios. La Iglesia
entera es misionera y evangelizadora. Toda ella es enviada a construir el Reino
de Dios: «La Iglesia entera es misionera y la obra de la evangelizació
2. La Iglesia en medio del mundo
Si la Iglesia quiere cumplir su misión ha de estar en medio del mundo. Es lo que nos ha recordado el Vaticano II. «La Iglesia está presente en el mundo y con él vive y obra». Es la condición normal de la Iglesia. Estar en el mundo sin ser del mundo, sin identificarse totalmente con él. No hemos de entender a la Iglesia como una comunidad que vive su propia vida, «junto a» o «por encima de» la sociedad, sino «dentro de» ella.
Desde esta perspectiva, se ha de decir que toda la Iglesia es secular; esto es, está en el «siglo» (= mundo), somos seculares. Hemos de vivir nuestra adhesión y seguimiento a Cristo en medio de la sociedad. Toda la Iglesia tiene una «dimensión secular». No podemos concebir a la Iglesia desgajada del mundo, ajena a los problemas e inquietudes de la gente, insolidaria con la suerte de los pueblos donde vive, sino inserta en los sufrimientos de las gentes, compartiendo la vida de todos. «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son, a la vez, gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón... La Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano, y de su historia».
Esta inserción de la Iglesia en el mundo se realiza, concreta y asegura, sobre todo, por la vida y la acción de los seglares que son, al mismo tiempo, miembros vivos de la Iglesia y ciudadanos de la sociedad civil. Toda la Iglesia es secular y está en el mundo, pero son los seglares los que viven en las condiciones ordinarias de la vida familiar, laboral, social y política. Son sobre todo ellos quienes enraízan y encarnan a la Iglesia en el mundo.
3. La Iglesia, al servicio del Reinado de Dios
La Iglesia no es el Reino de Dios. Es la comunidad que tiene como misión anunciarlo, promoverlo y extenderlo en medio del mundo. El Reino de Dios consiste en promover una sociedad más humana, fraterna, solidaria y justa, más digna del ser humano. Por tanto, si la Iglesia se preocupa sólo de su vida, de sus estructuras y de su propio futuro, ha de ser siempre en función de su misión última, que es hacer presente el Reino de Dios en medio de la vida y la actividad de los hombres y mujeres.
Este servicio al Reino de Dios, como veremos más
adelante, sería impensable sin el testimonio y sin la acción comprometida de los
laicos en medio del mundo: «El carácter secular es propio y peculiar de los
laicos... a quienes corresponde, por propia vocación, buscar el Reino de Dios
gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios». (LG 31)
4.
Tres actitudes fundamentales de la Iglesia en el mundo
El Vaticano II recuerda tres actitudes fundamentales de la Iglesia en el mundo.
Conviene no olvidarlos:
La Iglesia ha de reconocer y respetar el valor propio y autónomo que tiene la actividad temporal en los diferentes ámbitos de la vida, sin pretender subordinar «lo temporal» al poder religioso. El mundo posee leyes dinámicas y valores que le son propios. Por eso, la Iglesia no se puede identificar con ningún sistema político, económico o social concreto ni puede exigirlo a sus fieles en nombre del Evangelio: La Iglesia «en virtud de su propia misión y naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico o social». (GS 42)
La Iglesia ha de adoptar ante el mundo una actitud de servicio incondicional y no de poder dominante o instrumentalizador. El único título que la Iglesia ha de reivindicar en medio del mundo es el de estar siempre al servicio del ser humano y del dinamismo liberador de la humanidad.
La Iglesia ha de colaborar sin temor alguno con todos los hombres y mujeres de buena voluntad que promuevan el bien de la humanidad, los valores evangélicos y la liberación progresiva de todo aquello que esclaviza y deshumaniza al ser humano.
5. Tres graves tentaciones
El Vaticano II nos pone en guardia para evitar tres tentaciones a la hora de entender y vivir la misión en el mundo.
Tentación integrista. Sería el intento de
volver a una situación de cristiandad en la que, de nuevo, las realidades
temporales quedaran totalmente integradas en las estructuras de la Iglesia
(estado confesional, prensa católica, partidos cristianos..
Tentación de ghetto sociológico. Como ya la situación no es de cristiandad (una sociedad sometida a la Iglesia) algunos pueden pretender constituir una pequeña «cristiandad» en el seno de la sociedad moderna. El Concilio invita a que se respete el pluralismo «sin tender fácilmente a vincular la propia solución con el mensaje evangélico» y «sin reivindicar en exclusiva a favor del propio parecer la autoridad de la Iglesia». (Ibíd. n.43)
Tentación de repliegue eclesial. En una
sociedad como la actual, en proceso de secularizació
IV.-LAS TAREAS DEL LAICO EN LA IGLESIA
Después de siglos de clericalismo no es fácil imaginar las posibilidades que se le ofrecen a los laicos que asumen su participación con pleno derecho como miembros responsables y activos del Pueblo de Dios.
1. Diversidad de vocaciones, carismas y servicios
La diversidad de vocaciones, carismas y servicios
constituye una fuente inagotable de enriquecimiento y renovación para la
comunidad eclesial. Los laicos y laicas, como vamos a ver, se pueden hacer
presentes en todos los campos desde su propia identidad laical, junto a los
presbíteros y junto a los laicos y laicas consagrados a Dios en la vida
religiosa.
Las tareas de los laicos dependen de su vocación que ha de ser bien
discernida, de su estado de vida (matrimonios, célibes, viudos/as), de sus
cualidades, de las necesidades en la comunidad, etc. Son tareas y servicios que
pueden realizarse de manera individual o asociada, a través de cauces y
estructuras permanentes o de forma más coyuntural y espontánea, pero siempre
articulándose con los demás carismas de la comunidad y siempre al servicio del
bien común.
Esta actividad pluriforme y variada hemos de entenderla siempre dentro de una Iglesia comunión donde el «ministerio ordenado» tiene el servicio de representar a Cristo como principio de vida y de animación y como principio de unidad y comunión.
2. La tarea profética de los laicos
Todo el Pueblo de Dios es responsable de la misión profética y evangelizadora. Todos los miembros del Pueblo de Dios están llamados a anunciar la Palabra de Dios de muchas y diversas maneras. Todos pueden dar y recibir la Palabra, todos pueden evangelizar y ser evangelizados.
¿Cuál es la tarea propia del presbítero? En
cuanto representante de Cristo como principio de vida, a él se le encomienda el
servicio de recordar a todos que la Palabra salvadora viene de Dios, no es fruto
de nuestro esfuerzo y reflexión. Sólo Cristo es el Señor del Evangelio. El
presbítero ha de preocuparse de que la palabra que se está anunciando en aquella
comunidad sea realmente la Palabra de Cristo, no la arbitrariedad de una persona
o de un grupo. Por otra parte, en cuanto representante de Cristo como principio
de unidad el presbítero es el responsable de que, en el anuncio del Evangelio,
no haya enfrentamientos y disensiones, sino diálogo, complementació
Supuesto este servicio, son los laicos y laicas los llamados a anunciar el Evangelio con pleno derecho en todos los órdenes. Ellos pueden predicar, catequizar a niños, jóvenes y adultos, dirigir espiritualmente, dar Ejercicios, enseñar teología, hablar a los enfermos, exponer el mensaje cristiano, preparar para la recepción adecuada de los sacramentos, denunciar las situaciones injustas, educar la fe de sus hijos, dar testimonio del Evangelio en cualquier situación, dialogar con personas alejadas.
En 1997 se dio a conocer una Instrucción elaborada
conjuntamente por ocho Congregaciones romanas sobre algunas cuestiones acerca de
la colaboración de los laicos en el ministerio de los sacerdotes. Al hablar del
«ministerio de la palabra» afirma que «los fieles no ordenados participan según
su propia índole de la función profética de Cristo, son constituidos sus
testigos y proveídos del sentido de la fe y de la gracia de la palabra». Al
mismo tiempo, da algunas orientaciones: reserva la homilía durante la
celebración de la Eucaristía sólo a los ministros ordenados, pero los laicos
pueden hacer breves explicaciones, dar su testimonio, participar en un diálogo
moderado por el presbítero y hacer homilías fuera de la Eucaristía.
3. La tarea cultual de los laicos
El culto verdadero a Dios, según la fe cristiana, es «el culto espiritual», es decir, la vida misma vivida desde el Espíritu de Cristo. «Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como víctima viva, santa, agradable a Dios; ése será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1). Todo el Pueblo de Dios está llamado a ofrecer ese «culto espiritual» en la vida diaria, y todos están también llamados a reunirse en asamblea para expresarlo litúrgicamente y unirlo al Sacrificio de Cristo en la Eucaristía.
Los laicos no son miembros pasivos ni al ofrecer el culto en la vida, ni al expresarlo litúrgicamente en la celebración. El que «celebra» la Eucaristía no es el presbítero, sino la comunidad (él preside). El que casa no es el sacerdote, son los novios, etc.: «La santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano».
¿Cuál es la tarea específica del presbítero? Hacer presente a Cristo, en medio de la asamblea litúrgica, como principio de vida y principio de unión y comunión. Por eso, preside la celebración de la Eucaristía, centro y cúlmen de la liturgia cristiana. Desde esa responsabilidad, es él quien ha de preocuparse de que todo el Pueblo de Dios participe de forma variada y orgánica, con sentido de comunión.
Supuesto esto, todos los laicos pueden y deben
participar activamente en preparar, organizar y realizar la celebración
cristiana (lecturas, cantos, oración). De ahí la diversidad de tareas y
servicios: monitores, cantores, director de canto, organistas, acólitos,
lectores, distribuidores de la comunión. En toda celebración se debería ver con
claridad que es todo el Pueblo el que toma parte, interviene y realiza la
celebración. El sacerdote sólo preside.
En la citada Instrucción de 1997 se insiste en que se eviten abusos en la
intervención de los laicos (presidir, ornamentos, plegaria eucarística, etc.),
pero por razones de necesidad, da orientaciones diversas para que los fieles no
ordenados puedan presidir bodas, bautizar y presidir exequias eclesiásticas.
4. La tarea pastoral de los laicos
La comunidad crece, se desarrolla y vive con la
aportación variada de todos los miembros del Pueblo de Dios, según sus diversas
vocaciones y carismas. El conjunto de posibilidades es múltiple: organización y
planificación del trabajo, administració
La tarea del presbítero no es hacerlo todo, controlarlo todo, ni siquiera dirigirlo todo. Él, como representante de Cristo, principio de vida, ha de dedicarse a animar, suscitar, promover, fomentar vocaciones, estimular la participación, promover la corresponsabilidad. Por otra parte, como representante de Cristo, principio de unión y comunión, ha de preocuparse de que se trabaje de forma coordinada y convergente, que no haya disensiones o enfrentamientos, que crezca el sentido de pertenencia a la comunidad, que crezca el diálogo y la comunión.
Supuesto esto, gran parte de la actividad que
llevan a cabo hoy los sacerdotes, podría y debería ser desarrollada por laicos (administració
Por lo demás, es en esta construcción de la comunidad cristiana donde hay que insistir en la necesidad de promover verdaderos cauces de participación (asambleas, consejo pastoral, etc.).
5. Ministerios laicales
El desarrollo de un laicado responsable y activo plantea la necesidad de instaurar servicios estables, con entidad propia, y más consolidados en la comunidad cristiana. Son los «ministerios laicales». Serían: servicios cualificados en función de la comunidad y de su misión; reconocidos oficialmente por la diócesis o la comunidad; con un tiempo de continuidad o estabilidad adecuado; en muchos casos, remunerados.
Las diócesis están llamadas a configurar estos
ministerios laicales según las necesidades y con el debido discernimiento y
formación de los laicos. Puede haber ministerios en todos los campos: liturgia
(lectores, acólitos, distribuidores de la comunión); catequesis (catequistas,
educadores de la fe); caridad (servicio a los enfermos, etc.).
V.- LAS TAREAS DEL
LAICO EN EL MUNDO
Los laicos son miembros de una Iglesia enviada al
mundo como «sacramento de salvación». Y es, precisamente, en esta misión al
mundo donde aparece con más claridad toda la importancia del laicado.
1. El ámbito temporal, lugar propio del seglar
Los laicos pueden colaborar de muchas maneras en la vida y desarrollo de la comunidad cristiana, pero su campo más propio de acción es el mundo. «A los laicos pertenece, por propia vocación, buscar el Reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales». Lo ha recordado con fuerza Pablo VI: «Su tarea primera e inmediata no es la instalación y desarrollo de la comunidad eclesial -ésta es función específica de los pastores-, sino poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo».El Papa cita la política, la realidad social, la economía, la cultura, la ciencia, el arte, los medios de comunicación social, la familia, la educación, el trabajo profesional, el mundo del dolor, como algunos de los campos propios de los laicos.
En todo ese vasto y complejo mundo se ha de hacer presente el laicado, según la vocación propia y las posibilidades de cada cual. No basta el compromiso dentro de la comunidad: «Ahí están llamados por Dios para que, desempeñando su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento».
2. Desde su condición seglar
Según el Concilio, «el carácter secular es lo propio y peculiar de los laicos», lo que cualifica, de manera propia su vivencia de la fe y su acción evangelizadora. La acción de los seglares «adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de vida en el mundo». Ellos viven insertos en un hogar, haciendo vida de pareja, sacando adelante una familia, con un trabajo o profesión, con responsabilidades cívicas, etc. No tienen que abandonar su entorno natural y secular. Ahí han de vivir. Su testimonio adquiere así una «peculiar eficacia» por el mismo hecho de provenir, no de un sacerdote o religioso, sino de un seglar.
Por ello, la disminución de presbíteros en activo y la colaboración cada vez más estrecha de presbíteros, religiosos y laicos en la comunidad, no nos ha de hacer olvidar que «a los laicos competen propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares».
3. El cumplimiento fiel de la tarea temporal
La primera tarea de los seglares en el mundo es «cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico». Ser un buen padre, un profesional competente, un ciudadano honesto y responsable, un vecino solidario, un estudiante responsable, un deportista ejemplar. Lo primero es el testimonio de vida. No las palabras y los discursos, sino los gestos, las obras, la vida responsable y sana.
No es bueno que los laicos descuiden sus tareas y compromisos familiares, sociales o cívicos para encerrarse en su mundo religioso o eclesial. Juan Pablo II alerta de «la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural o político». El Vaticano II pide, además, que «no se creen oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa, por otra». Ellos están llamados a «contribuir desde dentro a la santificación del mundo... brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad».
4. Compromiso transformador
Pero el laico cristiano no está presente en el mundo de cualquier manera. Su presencia está motivada por un inequívoco compromiso transformador a favor de un mundo más humano. Por eso, se sitúa siempre a favor de los que sufren por la injusticia y la insolidaridad social.
Según el Concilio, la presencia de los
seglares en el mundo ha de ser transformadora: «Los seglares han de procurar, en
la medida de sus fuerzas, sanear las estructuras y los ambientes del mundo». Su
compromiso está dirigido a transformar ambientes, mejorar costumbres, corregir
estructuras, evangelizar criterios de actuación, estados de opinión,
planteamientos colectivos, etc. Así decía Pablo VI: «Evangelizar significa para
la Iglesia llevar la Buena Noticia a todos los ambientes de la humanidad y, con
su influjo, transformar desde dentro y renovar a la misma humanidad... convertir
la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que están
comprometidos, su vida y ambiente concretos» Ellos están llamados como nadie a
ser «sal», «luz», y «levadura». Lo dice Juan Pablo II: «Las imágenes evangélicas
de la sal, de la luz y de la levadura, aunque se refieren indistintamente a
todos los discípulos de Jesús, tienen también una aplicación específica a los
fieles laicos».
5. Hacer presente a la Iglesia en el mundo
Esta presencia evangélica de los laicos en medio del mundo no es algo meramente individual y privado. Están ahí, según el Concilio, «haciendo presente y operante a la Iglesia». El laico «se convierte en testigo e instrumento vivo, a la vez, de la misión de la misma Iglesia». Una Iglesia reducida a su vida interna, centrada en el culto y la catequesis, anunciando el Evangelio en el interior de los templos, privada de laicos que, encarnados en el mundo, hagan presente el Reino de Dios, es una Iglesia sin fuerza evangelizadora, sin vigor salvador.
Por eso, dice el Concilio: «Los laicos...
están llamados particularmente a hacer presente y operante a la Iglesia en los
lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través
de ellos. Así, pues, todo
laico, por los
mismos dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo e instrumento
vivo, a la vez, de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo
(Ef 4, 7)».
6. Traer la experiencia del mundo al interior de la Iglesia
Hay también que recordar una tarea que, a veces, se echa en falta entre nosotros. Los laicos están llamados a traer a la Iglesia la experiencia de la vida, los problemas, las preocupaciones, los interrogantes del hombre o la mujer de hoy. Desde su propia experiencia en medio del mundo, han de «secularizar» a la Iglesia, hacerla más cercana a la vida, más humana, encarnarla en la experiencia de las gentes. «Acostúmbrense los seglares a trabajar en la parroquia íntimamente unidos con sus sacerdotes; a presentar a la comunidad de la Iglesia los problemas propios y del mundo, los asuntos que se refieren a la salvación de los hombres, para examinarlos y solucionarlos por medio de una discusión racional; y ayudar, según sus fuerzas, a toda empresa apostólica y misionera de su familia eclesial».
7. El apostolado asociado
Son diversas las razones en las que se basa la Iglesia para insistir hoy en la necesidad de promover un apostolado asociado de laicos, desarrollando grupos, asociaciones, movimientos, comunidades, etc. Aunque el compromiso de la mayoría de los laicos será individual y se llevará a cabo en el ámbito natural y cercano donde vive cada uno (familia, trabajo, vecindad, etc.), es importante impulsar el asociacionismo. Las razones son muchas.
Es más fácil cuidar la propia espiritualidad laical en grupo aprendiendo desde la comunicación y el contraste de experiencias a ir haciendo una síntesis entre fe y vida.
Es más posible la formación integral, sistemática y organizada, el aprendizaje del método de la revisión de vida, etc.
Es más fácil madurar la conciencia de pertenencia a la Iglesia y la identidad comunitaria y eclesial adulta.
Es más fácil discernir en grupo la propia vocación, asumir responsabilidades y revisar entre todos los compromisos adquiridos.
Es más posible sostener el testimonio e incidir en el compromiso transformador en un determinado ámbito (Movimiento Familiar Cristiano, Cristianos en la Enseñanza), o en un ambiente concreto (Apostolado del Mar, Apostoldao Rural, movimientos especializados, etc.). Esta presencia social es más significativa y eficiente.
VI.- PERFIL DEL LAICO CRISTIANO
De manera breve, vamos a señalar algunos rasgos propios del laico cristiano, que es necesario tener en cuenta para cultivar una espiritualidad laical.
1. Seguidor de Cristo
El primer rasgo que define al laico cristiano es su adhesión a Cristo, su respuesta a la llamada de Cristo, su seguimiento fiel. Ahí está la fuente de toda vocación cristiana: en la adhesión incondicional a su persona y a su Evangelio. Ahí está la fuente del ser y del obrar laical.
Esto exige una espiritualidad de seguimiento y discipulado. El laico se siente llamado a encarnar los mismos sentimientos y actitudes que tuvo Cristo. Seguir a Cristo es identificarse con él, adherirse a su persona, dejarse configurar por él, inspirarse en su espíritu, mirar la vida como la miraba él, tratar a la gente como él la trataba, poner la esperanza donde la ponía él, defender su causa... Irse haciendo «cristiano».
El Vaticano II proclama que «todos los
cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la
vida cristiana y a la perfección del amor», naturalmente, desde su propia
condición laical.
2. Al servicio del Reino de Dios
Seguir a Cristo es ponerse al servicio del Reino de Dios, que es el objetivo al que se entregó, por el que vivió y murió Jesús. Esto tiene diversas exigencias.
Lo primero es renunciar a toda clase de ídolos y falsos dioses (dinero, bienestar, poder), para rendir nuestro ser sólo a Dios nuestro Padre y buscar sólo su voluntad, que es la felicidad de todas y cada una de sus criaturas.
Exige, además, trabajar por una sociedad donde
reine Dios. Si reina Dios, no pueden reinar los fuertes sobre los débiles, los
ricos sobre los pobres, los varones sobre las mujeres, el Primer Mundo sobre el
Tercero... Donde reina Dios como Padre, ha de reinar la fraternidad (no la
insolidaridad)
El
laico
cristiano tiene muy claro hacia dónde ha de dirigir sus esfuerzos y trabajos,
hacia dónde ha de orientar su vocación laical, dónde ha de poner su mirada, sus
objetivos y aspiraciones.
3. Miembro activo y responsable del Pueblo de Dios
Lo hemos dicho ya. Es un rasgo esencial. El laico se ha de sentir sujeto de pleno derecho en la comunidad eclesial. Está animado por el Espíritu que alienta a toda la Iglesia. Con derecho y obligación de manifestar sus necesidades, sugerencias y opiniones por el bien de la Iglesia. Con derecho a tomar parte en la vida y en la marcha de la comunidad según su vocación, sus cualidades y posibilidades.
Para que el
laico pueda
tomar parte en la comunidad es importante el esfuerzo por discernir y encontrar
la propia vocación, el servicio que cada uno puede realizar, individualmente,
con su pareja, en un grupo o movimiento..
4. Enviado al mundo
Seguidor convencido de Cristo, animado por el Espíritu para el servicio del Reino de Dios, constituido en sujeto integrante del Pueblo de Dios con pleno derecho, el laico se siente enviado al mundo donde ha de desarrollar su misión a través del testimonio y del compromiso transformador.
Esto exige descubrir la vocación matrimonial y
la espiritualidad conyugal, vivir la vocación cristiana de madre o padre,
descubrir el valor cristiano del trabajo y la profesión secular, la importancia
de la transformació
El
laico
cristiano ha de tener muy claro que está llamado a ser testigo, apóstol,
militante, agente transformador. Esto es ser «practicante». Habría que ampliar
el contenido de practicante más allá de la participación en la Eucaristía
dominical y hacer que abarque la praxis, el comportamiento en la vida y en la
sociedad.
5. Enraizado en la Palabra de Dios y en la Eucaristía
La vida del
laico se
alimentan en dos fuentes: la Palabra de Dios y la Eucaristía dominical.
Es de gran importancia la lectura personal habitual, a solas o en grupo, el
contacto frecuente con el Evangelio (aprendizaje, práctica, método, en grupo, en
pareja...). Y, junto a todo ello, la Eucaristía dominical participada de manera
gozosa, activa, consciente, comulgando con Cristo y con la comunidad,
alimentando la propia fe y la vocación cristiana.
Sólo así se puede luego leer el libro de la
vida, escuchar a Dios en los acontecimientos, ver a Cristo en los pobres, hacer
una lectura creyente de la realidad, comulgar con hombres y mujeres, crecer en
el servicio al Reino de Dios.
6. Radicalidad evangélica
La espiritualidad del laico no es menos exigente que otras formas de vida, pues está marcada por la radicalidad evangélica del seguimiento. Es falsa aquella división clásica que separaba a los cristianos en dos sectores: el sector llamado a una vida de perfección en la consagración de los tres votos (pobreza, castidad y obediencia), y la mayoría de los cristianos, llamados solamente al cumplimiento de los mandamientos de Dios: cristianos de segunda categoría.
Todos estamos llamados a seguir a Cristo según el espíritu de las bienaventuranzas, todos hemos de vivir con el corazón entregado a Dios como único Señor, todos hemos de usar los bienes materiales desde y para el amor, todos hemos de buscar la obediencia a la voluntad del Padre. No hay estados más o menos perfectos, sino formas diversas de escuchar y vivir la llamada al seguimiento.
Lo que sí hemos de destacar es algunas
virtudes y actitudes que reclaman hoy un cuidado más especial en el mundo actual
de competitividad, consumo, apariencia, agresividad.
7. La formación
No es posible un crecimiento responsable del laicado si no se cuida y promueve debidamente su formación. Sólo con una formación y capacitación adecuadas, podrán los laicos, educados desde otras claves y otra sensibilidad, adquirir personalidad, seguridad e iniciativa dentro del Pueblo de Dios.
Es importante promover medios, jornadas, procesos que ayuden a descubrir la personalidad cristiana laical y su misión en la Iglesia y en el mundo. Junto a esto, es necesaria la capacitación especializada para cada campo pastoral o ámbito secular.
No hemos de esperar a la actuación de los presbíteros o de la jerarquía. Son los mismos laicos y laicas quienes han de tomar la iniciativa para pedir, promover y poner en marcha los instrumentos y servicios necesarios.