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LAICOS, LAICIDAD Y LAICISMO

 

En HUMANITAS Nro.34

 

 

 

Es curioso el destino de algunas palabras: nacidas para significar una cosa, terminan indicando otra, en general distinta, pero con frecuencia opuesta. Es el destino de la palabra “laico” y aquellas que a la misma se refieren, a saber “laicidad” y “laicismo”. A raíz del aparente reavivamiento de la querelle laicos-católicos, en realidad jamás desaparecida, y la sobreabundancia de declaraciones de laicismo -¡hay quienes se declaran “101 por ciento laicos”! (P. Mieli, en Avvenire, 30 de mayo de 2000)-, nos parece indicado retomar un tema sumamente abordado, pero que siempre es necesario aclarar aún más. ¿Quién es entonces el “laico”? ¿Qué implica la “laicidad”? ¿Qué es el “laicismo”?

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La palabra “laico” viene del griego laos (pueblo): el sufijo ikos (laikos) indica el hecho de pertenecer a un grupo, a una categoría. Así, en la Grecia antigua los laikoi eran la masa de la población en cuanto se distinguía de sus gobernantes. Al traducir la Biblia hebraica al griego, los Setenta no emplearon esta palabra, utilizada en cambio por los traductores posteriores (Aquila, Símaco y Teodoción), dándole el significado de cosa no consagrada a Dios, que por lo mismo podía ser por todos destinada a usos profanos: así, el pan “laico” se oponía al pan “consagrado”.

Es preciso señalar, en todo caso, que estos traductores de la Biblia aplican la palabra “laico” a las cosas inanimadas (los panes, un viaje, un territorio) y no a las personas, a las cuales la aplicaron los cristianos. Tenemos el primer ejemplo en la Carta a los Corintios (40, 5), de Clemente Romano (95 DC), donde se habla de “presbíteros”, ”levitas” y “laicos” (laikos anthrôpos). Estos últimos son los simples fieles, en cuanto se distinguen de quienes ejercen un ministerio en la comunidad cristiana y por lo tanto son “consagrados” para el servicio de Dios. Únicamente en el siglo III los laicos pasan de categoría sociológica a categoría religiosa. Se dice en la Leyenda de los Apóstoles (II, 26, 1) (ed. Funk, 102) (hacia el año 225): “Escuchad por tanto también vosotros, oh, laicos (que sois) la Iglesia elegida de Dios”.

Este texto muestra que los laicos se encontraban totalmente integrados en la Iglesia, al igual que los encargados de ejercer el ministerio sagrado. En cambio, a partir de la alta Edad Media, se produjo en la Iglesia una desvalorización de los laicos, tanto desde el punto de vista cultural como espiritual. Así, la cultura teológica –y la cultura en general- llegó a ser monopolio de los clérigos y se llamó idiotae e illiterati a los laicos. Por otra parte, bajo el influjo de la espiritualidad monástica, los monjes y el clero fueron denominados spirituales por cuanto se dedicaban a las realidades espirituales y a la perfección cristiana, mediante la renuncia a los bienes materiales y al matrimonio. Los laicos, en cambio, eran llamados carnales porque se dedicaban a las realidades materiales y vivían casados. De ese modo, se generó una clara división entre clérigos y laicos. Éstos debían ocuparse solamente de las realidades seculares y mundanas, mientras los asuntos de la Iglesia correspondían únicamente a los clérigos: Laici sua tantum, id est saecularia; clerici autem sua tantum, id est ecclesiastica negotia, disponant et provideant, escribía el cardenal Humberto de Silva Cándida († 1061) en su obra Adversus simoniacos libri tres (III, 9 [PL 143, 1153].

Esta distinción entre clérigos y monjes, por una parte, y laicos, por otra, se acentuó de tal manera que el monje jurista Graciano llegó a escribir en su Decretum (II Pars, Causa XII, quaest. I, c. VII): Duo sunt genera christianorum. Uno está constituido por quienes se dedican a la oración y a la contemplación, y son los clérigos y monjes (clerici et Deo devoti); el otro está integrado por los laicos, a los cuales “está permitido” casarse, cultivar la tierra, ser jueces, dar diezmos, “y así podrán salvarse, si a pesar de todo hubieren evitado los vicios haciendo el bien (et ita salvari poterunt, si vitia tamen benefaciendo evitaverint)”. El primer “género” es superior al otro. En realidad, los clérigos son reyes (sunt reges), en cuanto asumen la dirección propia y de los demás a la luz de las virtudes; los laicos, en cambio, constituyen el pueblo (populus), que debe ser conducido por los “espirituales” para llevar a cabo su vocación cristiana. Esta división de los cristianos en dos “géneros” condujo a la “clericalización” de la Iglesia y al sometimiento del poder temporal, es decir del Imperio cristiano, al poder espiritual de la Iglesia, de acuerdo con la teoría de las “dos espadas”: una, espiritual, en manos de la Iglesia; la otra, temporal, al servicio de la Iglesia.

Las cosas cambiaron en el siglo XIII, cuando comenzó a afirmarse lo que G. De Lagarde llamó “el espíritu laico” (ver La naissance de l’esprit laïque au déclin du Moyen Age, Lovaina, París, Nauwelaerts, 1956). Efectivamente, con el renacimiento del derecho romano, nació el Estado moderno como “potencia pública”, dotado de un poder (imperium) soberano, independiente de cualquier otro, incluido –sobre todo- el poder religioso. De aquí surge el conflicto entre el Estado (o los Estados) y el Papa, entre los “Comunes” y las autoridades religiosas locales, es decir los obispos, conflicto motivado a menudo por intereses económicos contrapuestos, pero cuya razón profunda era la afirmación de la autoridad “laica” del Estado y el Municipio contra la tendencia de las autoridades “eclesiásticas” a intervenir en los asuntos civiles o evitar, mediante la institución de la inmunidad, las cargas tributarias o de otro tipo. Este conflicto adquirió tal magnitud que creó un estado de hostilidad general contra el clero, tanto así que a fines del siglo (1296), Bonifacio VIII, retomando una frase del Concilio de Colonia de 1266, inicia la Bula con la cual abre el conflicto con el rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, con estas palabras: Clericis laicos infestos oppido tradit antiquitas (Es una antigua tradición que los laicos sean absolutamente contrarios a los clérigos).

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De este modo comenzó entre la Iglesia y los Estados modernos un conflicto que duraría muchos siglos, conduciendo a la separación entre la Iglesia y el Estado y a la total laicización del poder civil. Así, en el ámbito “clerical”, en la Bula Unam Sanctum (18 de noviembre de 1302), Bonifacio VIII retoma la teoría de las “dos espadas”, afirmando que “ambas están en poder de la Iglesia (in potestate Ecclesiae)”, pero el poder espiritual, representado por la “espada espiritual”, debe ser ejercido “por la Iglesia (ab Ecclesia)”, mientras el poder político, representado por la “espada material”, debe ser ejercido “a favor de la Iglesia (Pro Ecclesia); pero agrega que “es necesario que una espada se encuentre bajo la otra y la autoridad temporal se someta a la autoridad espiritual (spirituali sublici potestati)” (Denz-Schönm. 873).

El ámbito “laico” no se contenta con reivindicar sus propios derechos en la Iglesia, y partiendo del principio según el cual “la santa madre Iglesia está constituida no sólo por clérigos, sino también por laicos”, totalmente justo en sí mismo, aspira a controlar la vida de la Iglesia, hasta el punto que Jean de Paris afirma que “si el Papa fuese culpable de crímenes y escandalizase a la Iglesia, siendo incorregible, el príncipe (en esa época Felipe el Hermoso, el “ungido del Señor para la ejecución de la justicia”) podría excomulgarlo indirectamente (indirecte) y deponerlo” (De potestate regia et papali, c. XIII).

A su vez, en 1324, Marsilio de Padua estableció las bases del Estado “laico” moderno, afirmando que a éste le corresponde enteramente la autoridad, no sólo en lo “temporal”, sino también “en lo espiritual”. Efectivamente –afirmaba- la mayor parte de los poderes que la Iglesia ahora se atribuye los ha usurpado al Estado, única entidad dotada de poder universal, por lo tanto también sobre la Iglesia, que no es una institución divina, sino puramente una sociedad humana, y como tal debe estar sometida a la autoridad estatal: Ecclesia seu Christi fideles omnes subesse debent principibus saeculi (La Iglesia y por consiguiente todos los cristianos deben someterse a los principios seculares) (Defensor pacis, II, c. V).

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Así, en los siglos XIII y XIV comenzó un proceso de laicización –o, como se dice preferentemente en el mundo anglosajón, de secularización- del pensamiento y la vida, que se intensificó en los siglos siguientes, un proceso consistente, en primer lugar, en la progresiva separación por parte de las realidades mundanas de la religión cristiana, sustrayéndose a su influjo y tutela, tanto en el pensamiento como en la vida y sus comportamientos; luego, en la afirmación de la autonomía e independencia de las realidades humanas, inicialmente en relación con la Iglesia, su autoridad, su doctrina y sus leyes morales, y posteriormente también en lo tocante a Dios mismo; y por último en la exclusión de la religión de todos los ámbitos de la vida humana, y por tanto en la negación de Dios y la lucha contra la Iglesia.

Por consiguiente, la laicización es un fenómeno sumamente complejo y de larga duración, por lo cual no es fácil delinear sus etapas y clarificar sus procesos, a menudo subterráneos, intrincados y oscuros. Se puede decir, en todo caso, que con el Humanismo y el Renacimiento se produjo una vigorosa laicización de la cultura. Con Nicolás de Cusa (1401-64), Copérnico (1473-1543) y sobre todo Galileo (1564-1642), se afirma la autonomía de la ciencia, ya que para conocer el mundo físico, ordenado matemáticamente, basta recurrir a los principios de carácter intrínseco en la naturaleza. Así, las matemáticas sustituyen a la teología y la metafísica en la interpretación del mundo físico. La laicización del derecho, que tiende a declararse autónomo no sólo en relación con la religión, sino también con la moral cristiana, comienza con Acursio (1184-1260), quien afirma que el jurista no necesita saber teología, porque “todo está contenido en el derecho” (omnia in corpore iuris inveniuntur)” (Ad. 1, 10, De iustitia et iure, 1), y es formulada plenamente en el siglo XVII por Huig van Groot (Grocio), quien afirma que el derecho natural sería válido “aun cuando admitiésemos que Dios no existe (etiansi daremus non esse Deum)” (De iure belli et pacis, Parisiis, 1625, Proleg. § 11). Con N. Maquiavelo, la política adquiere autonomía en relación con la ley moral, puesto que para el hombre político lo que cuenta es el éxito, independientemente de los medios empleados para lograrlo. Para T. Hobbes, B. Spinoza y J.J. Rousseau, el Estado es el “dios terrenal”, fuente y depositario de todos los derechos humanos.
El proceso de laicización, que cubre todos los campos y alcanza su vértice con el Iluminismo del siglo XVIII y la Revolución Francesa, desemboca en el siglo XIX en el inmanentismo absoluto, es decir, la negación de Dios como Ser trascendente y de todo vínculo de la realidad humana con Dios y la religión, que se convierte en “asunto privado”: el hombre ocupa el lugar de Dios, llegando a ser el punto de referencia y la medida de toda realidad. Como señala K. Marx, “el hombre es para el hombre el ser supremo”, tanto en calidad de ser individual como social, es decir el hombre como Humanidad (Comte), como sociedad (Marx), como Estado (Hegel). Así, con L. Feuerbach, la teología se vuelve antropología; con A. Comte, el positivismo materialista llega a ser la ”religión de la Humanidad”, mientras el cientificismo agnóstico ocupa el lugar de la metafísica y F. Nietzsche proclama “la muerte de Dios”. De ese modo, el proceso de laicización culmina en la irreligión y la lucha contra la Iglesia y el cristianismo.

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Un país donde la laicización adquirió un carácter violentamente antirreligioso y anticristiano fue Francia, especialmente en dos períodos de su historia. Después de exhortar Voltaire a los franceses a écraser l’infâme (¡el infâme es el cristianismo!), la Revolución Francesa, inicialmente con la Constitución civil del clero y la consiguiente persecución feroz contra el clero “refractario”; luego con la abolición del calendario cristiano y por tanto el domingo y las fiestas religiosas; y por último con los cultos de la Diosa Razón y el Ser Supremo, lleva a cabo una obra de descristianización radical, la primera en la historia del cristianismo.
Esta obra es retomada y llevada adelante con obstinación en los años de la Tercera República (1879-1905), cuando los “laicos” –así comenzaron a llamarse- obtuvieron mayoría en el Parlamento y gobernaron en Francia. Entre los “laicos” más famosos, se recuerda a L. Gambetta, J. Ferry, G. Clémenceau, P. Waldeck-Rousseau, E. Combes y R. Viviani, apoyados por hombres de la cultura y sobre todo por masones del Gran Oriente de Francia. El propósito de estos “laicos” es convertir a Francia en una “república laica”, es decir, irreligiosa y anticristiana.

Para instaurar este reino de la irreligión, se utilizaron dos medios: la laicización de la escuela y la separación de la Iglesia y el Estado. El padre de la “escuela laica” fue J. Ferry, positivista y masón, cuyo objetivo –como confiaba él mismo a J. Jaurès- era “organizar una humanidad sin Dios”. Con todo, si bien la escuela laica se implementó rápidamente, con las leyes de 1882 y 1886, se requirió más tiempo para la separación de la Iglesia y el Estado. Así, se esperaron tiempos suficientemente maduros, y el fenómeno tuvo lugar en los primeros años del siglo XX, en 1904-05. E. Combes, autor de la ley de separación junto con P. Waldeck-Rousseau, la visualizaba como “el período natural y lógico del avance requerido hacia una sociedad laica, liberada de toda sujeción clerical”. En este aspecto, coincidía con A. Ranc, para el cual la separación era puramente “un medio”, mientras el objetivo era “la total secularización del Estado, el fin del poder de la Iglesia” (De Naurois, Laïcité, en Encyclopaedia Universalis, vol. 9, París, 1980, 743-747).

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El proceso de laicización, que en Francia condujo a la “escuela laica” y a la “separación de la Iglesia y el Estado”, adoptó formas de irreligiosidad y anticlericalismo en España entre 1868 y 1876, en Portugal entre 1908 y 1917, y en varios Estados de Latinoamérica, especialmente en México durante la primera mitad del siglo XX. También en Italia se produjo un proceso de profunda laicización, en la segunda mitad del siglo XIX, por obra de los gobiernos liberales, apoyados por la masonería. En cambio, en Estados Unidos, la separación entre los Estados y las diversas confesiones religiosas se inspiró desde sus comienzos en el principio de la tolerancia y no adoptó formas de irreligiosidad y anticlericalismo: únicamente se prohibieron las subvenciones públicas a los cultos y actividades religiosas en la primera enmienda de la Constitución federal.

¿Qué actitud tuvo la Iglesia Católica ante el proceso de laicización y sus resultados? En 1864, Pío IX condena la separación del Estado y la Iglesia, rechazando la proposición 55 del Sílabo: Ecclesia a statu statusque ab Ecclesia seiungendus est (Deben separarse la Iglesia del Estado y el Estado de la Iglesia) (Denz.-Schönm. 2955); luego condena la proposición 76, en la cual se afirma que “en nuestra época ya no es conveniente mantener la religión católica como única religión del Estado (tamquam unicam status religionem), excluyéndose todos los otros cultos” (Denz.-Schönm. 2977).

En la encíclica Immortale Dei sobre la “constitución cristiana de los Estados” (8 de noviembre de 1885), León XIII afirma que la sociedad civil debe practicar un culto público y no puede, sin cometer un delito, actuar como si Dios no existiese en absoluto o prescindir de la religión como algo extraño o inútil o admitir una indiferentemente según el propio gusto. Declara por tanto absurda la opinión de quienes consideran que las leyes divinas deben regir la vida y conducta de los individuos, pero no de los Estados, por lo cual está permitido alejarse de los mandatos de Dios en las cosas públicas y legislar sin considerarlos, a raíz de lo cual “surge la perniciosa consecuencia de la separación de la Iglesia y el Estado”.
A partir del momento en que es elegido Pontífice Romano, Pío X se debe enfrentarse con la ley francesa de separación, a propósito de la cual afirma: “Considerar necesaria la separación del Estado y la Iglesia constituye una tesis absolutamente falsa y un error bastante pernicioso”, por cuanto es injurioso para con Dios, Fundador de las sociedades humanas; por cuanto niega el orden sobrenatural, limitando la acción del Estado a la búsqueda de la prosperidad pública; por cuanto subvierte el orden establecido por Dios, que exige una armoniosa concordia entre la sociedad religiosa y la sociedad civil (Carta enc. Vehementer nos, 16 de febrero de 1906).

La virulencia laicista francesa se atenúa al restablecerse en 1921 las relaciones diplomáticas entre Francia y la Santa Sede, y así en 1924 Pío XI acepta un estatuto legal de la Iglesia en Francia. Sin embargo, precisa que no es su intención abolir las condenas de Pío X y reconciliarse “con las leyes laicas. Puesto que lo condenado por Pío X también lo condenamos nosotros; y cada vez que por “laicidad” se entiende un sentimiento o intención contrarios a Dios y a la religión, Nosotros reprobamos totalmente esta “laicidad” y declaramos abiertamente que debe ser reprobada” (Maximam gravissimanque, 18 de enero de 1924).

Al establecer posteriormente la fiesta de Cristo Rey, Pío XI recalca que no sólo los individuos y las familias, sino también los jefes de Estado –en nombre propio y con todo el pueblo- deben rendir homenaje público de respeto y sumisión a la soberanía de Cristo” (Carta enc. Quas primas, 11 de diciembre de 1925). En este documento, afirma que “la peste de nuestra época es el llamado laicismo, con sus errores e iniciativas criminales”: la fiesta de Cristo Rey se celebrará “para acusar y reparar de alguna manera la apostasía pública generada por el laicismo, tan desastrosa para la sociedad”

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En este punto, se inicia en el pensamiento cristiano –sobre todo por mérito de J. Maritain- una reflexión más profunda sobre el problema de la laicidad, que desembocará en la distinción entre “laicidad” y “laicismo”. El punto de partida es la distinción –que no es separación ni oposición- entre el orden de la naturaleza y el de la gracia sobrenatural, entre el orden de la creación y el de la redención. En realidad, sólo existe un orden –el sobrenatural- al cual se ha elevado a la humanidad, y por tanto sólo existe un fin último hacia el cual debe tender la humanidad: la felicidad eterna en el Reino de Dios mediante la obra redentora de Cristo y la gracia santificante del Espíritu Santo. Esto significa que el orden de la naturaleza culmina en el de la gracia y el orden de la creación culmina en el de la redención. Con todo, dentro del orden sobrenatural único, podemos distinguir un orden de la naturaleza, en cuanto realidad creada por Dios, dotado de consistencia y autonomía propias.

La Sagrada Escritura afirma que Dios creó el mundo y lo confió al hombre con el fin de que éste lo utilizara para satisfacer las necesidades de su vida. En cuanto ha sido creado por el amor de Dios al hombre, el mundo es “bueno”, es decir tiene consistencia, bondad y valor propios; tiene una estructura, un orden y una ley de desarrollo propios, y por consiguiente su propia autonomía, cuyo límite reside únicamente en el hecho de ser creado, es decir en la voluntad creadora de Dios, que lo deseó con esa naturaleza y esas leyes de desarrollo; pero si bien Dios creó el mundo, lo confió sin embargo al hombre, ser inteligente y libre, dotado por tanto de autonomía propia (no absoluta, evidentemente) en sus propias opciones, dirigidas a realizar el desarrollo y por tanto hacia la humanización del mundo. Es preciso concluir que, de acuerdo con la Sagrada Escritura, Dios quiso que tanto el mundo por Él creado como el hombre, al cual confió el desarrollo de aquél, gocen de legítima autonomía, si bien con la necesaria dependencia “criatural” de Dios y del orden moral en cuanto expresión de la voluntad creadora de Dios.

En conformidad con dicha enseñanza de la Escritura, el Vaticano II recalcó que la autonomía legítima de las realidades terrenales “es acorde con la voluntad del Creador. Así, en virtud de la creación misma todas las cosas reciben de Dios su consistencia, verdad y bondad, sus leyes propias y su orden. El hombre debe respetar todo aquello, reconociendo las exigencias metodológicas propias de cada ciencia o arte en particular” (Gaudium et spes, n. 36). Las realidades terrenales, como el Estado, la cultura, la filosofía, el arte, el derecho, la política, las ciencias y la economía, no constituyen para la fe cristiana puramente instrumentos y medios para alcanzar el fin sobrenatural del hombre (la salvación eterna) y la historia (la instauración del reino de Dios), sino valores en sí mismos y por tanto fines en sí mismos, dotados por consiguiente de su propia consistencia, bondad y verdad, no por el hecho de estar ordenados con miras al fin sobrenatural del hombre y la historia, sino por el hecho de ser creados por Dios.

Ciertamente, dichos valores están ordenados con miras a ese fin sobrenatural, por lo cual no pueden ser absolutos, siendo siempre valores relativos y fines parciales, lo cual no obstante no impide que sean verdaderos valores y verdaderos fines, de tal manera que pueden buscarse por sí mismos y no sólo por su posible contribución al logro del fin sobrenatural. Esto significa que el mundo, con las realidades terrenales que se encuentran en el mismo, tiene una consistencia y un espesor propios, y por lo tanto leyes de desarrollo propias, pudiendo ordenarse con plena autonomía, con la única obligación de ser fiel a su realidad de criatura y por consiguiente a la voluntad creadora de Dios.

Este mundo de valores y fines es el campo de ejercicio de la responsabilidad humana, entregado en manos del hombre, que para ordenarlo y orientarlo hacia sus propios fines –de carácter temporal y terrestre, y por tanto no propiamente religiosos y trascendentes- debe valerse de su razón humana y las opciones encomendadas a su libertad. Por consiguiente, la realidad mundana, confiada a la razón y a la libertad del hombre, es por su naturaleza “profana”, “laica” y no sujeta a la tutela y vigilancia de la Iglesia, como si ésta fuese la única con competencia para juzgar los problemas del mundo y la única capaz de dar una respuesta a dichos problemas.

Con la afirmación de la autonomía del mundo y las realidades temporales, la fe cristiana afirma su “laicidad”, por lo cual rechaza todo integralismo religioso, es decir toda pretensión de asumir el “mundo” en la fe, convirtiendo a ésta en el principio omnicomprensivo y omnisignificativo de lo real. En otras palabras, rechaza el “totalitarismo religioso”, que desea inferir puramente de la fe la respuesta a todos los problemas de la vida pública y privada, y por tanto niega a los diversos ámbitos culturales de las distintas disciplinas no sólo la autonomía absoluta en relación con Dios y la ley moral, sino también la autonomía relativa en relación con las religiones y la Iglesia, y pretende en principio someterlos (o al menos supeditar la actividad en la cual se expresan los creyentes en estos ámbitos) a su poder.

Ciertamente, la Iglesia puede y debe pronunciarse en el campo de la moral, declarando pecaminosos e ilícitos ciertos modos de proceder; pero eso no le otorga ni siquiera de iure un verdadero poder de intervención en las realidades mundanas. Por el contrario, las declaraciones de la Iglesia son en gran medida de carácter “negativo”, es decir indican con más frecuencia lo que no debe hacerse (por ser contrario a la norma moral y por lo tanto ilícito) que cuanto hic et nunc es preciso llevar a cabo. La decisión sobre qué hacer concretamente en una situación histórica dada corresponde a la conciencia de quien se encuentra inserto en la realidad mundana y es portador de la responsabilidad autónoma. Aun en los casos en que la Iglesia hace proclamaciones solemnes de principios en el campo social, formulando su “doctrina social”, deja el ejercicio autónomo en manos de quienes se encuentran comprometidos con la vida pública. Más bien existen problemas técnicos para cuya solución la Iglesia no está en condiciones de hacer aporte alguno, correspondiendo al ámbito de indagación del hombre, independientemente de ser o no creyente.

Las realidades mundanas mantienen siempre una relación con Dios Creador y la ley moral, pero son realidades “laicas”, “profanas”, autónomas en relación con la religión y la Iglesia. Así debe entenderse la “laicidad” en el sentido cristiano, que ya Pío XII, en un discurso del 23 de marzo de 1958, llamaba “la legítima y sana laicidad del Estado” (AAS 23 [1958] 220), y el Concilio Vaticano II expresó con estas palabras: “La Iglesia, que en razón de su función y competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política y no está ligada con sistema político alguno, es a la vez señal y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas entre sí dentro de su propio campo. Ambas están al servicio de la vocación personal y social de las mismas personas humanas, aun cuando a título diverso, y desplegarán ese servicio en beneficio de todos en forma tanto más eficaz cuanto mejor cultiven una sana colaboración mutua (...). Con todo, siempre tiene la Iglesia derecho a predicar la fe con verdadera libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión sin obstáculos y pronunciar su juicio moral, también en lo relativo al orden político, cuando así lo requieran los derechos fundamentales de la persona humana y la salvación de las almas” (Gaudium et spes, n. 76).

Ésta es la concepción del “Estado laico” en el sentido cristiano. En cuanto al “poder”, éste es soberano e independiente de la autoridad eclesiástica. En cuanto a su carácter institucional, es aconfesional y no tiene competencia en el ámbito religioso, y mucho menos una doctrina religiosa propia; pero le corresponde asegurar a todos los súbditos la libertad religiosa, en el sentido que todo ciudadano debe estar en libertad de practicar -tanto individualmente como en la comunidad, tanto en privado como en manifestaciones públicas comunitarias- la religión que en conciencia estime verdadera. Sin embargo, el carácter aconfesional no implica indiferentismo ni separatismo religioso. Es necesario, en cambio, encontrar formas de acuerdo con las Iglesias y religiones existentes en el Estado con miras al bien común de los ciudadanos, la paz religiosa y la libertad religiosa.

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Ahora podemos decir qué es el laicismo y de qué manera se diferencia de la laicidad en el sentido explicado, advirtiendo en todo caso que a los partidarios del laicismo no les agrada ser llamados “laicistas”, sino “laicos”, y prefieren el término “laicidad” y no “laicismo”. Así, hablan de moral “laica”, concepción “laica” de la vida; hablan de “laicidad” del Estado, “laicidad” de la escuela, etc. ¿Qué es entonces el laicismo? En éste hay que distinguir los principios ideológicos básicos y los ámbitos en los cuales se expresa preferentemente. Los principios que constituyen la base ideológica son esencialmente tres.

El primero es el racionalismo absoluto: la única fuente y la única medida de la verdad es la razón humana: “El laico es el hombre de la razón; el creyente es el hombre de la fe” (N. Bobbio). Por consiguiente, el laicismo rechaza toda revelación y por tanto toda verdad que pretenda basarse en una revelación y desprender de la misma su validez. Específicamente, por cuanto surgió en el interior del mundo cristiano, el laicismo rechaza la religión cristiana en cuanto religión basada en una revelación divina y formulada en dogmas en contradicción –según los laicistas- con la razón humana, a raíz de lo cual exigen una adhesión de fe. Para el laicismo, el cristianismo es un conjunto de mitos y supersticiones en evidente contradicción con la razón humana. No niega el valor simbólico de algunos “mitos” cristianos ni el valor estético de algunos ritos cristianos, pero niega su valor de verdad.

El segundo principio básico del laicismo es el radical inmanentismo: nada existe que trascienda al hombre, este mundo y esta historia, tal como el hombre la ha plasmado en el curso de los siglos, con sus realidades grandes y bellas y con sus monstruosidades. No existe un Ser –como se quiera llamarlo: Dios, lo Absoluto- que haya creado al hombre y el mundo y dirija la historia humana, la cual carece enteramente de finalidad. No existe una ley moral cuyo fundamento y cuya obligatoriedad emanen de un Legislador supremo. Esto no significa que no existan leyes y valores morales que el hombre debe observar; pero estas leyes y valores humanos tienen su origen en el hombre. Sin embargo, por cuanto el hombre es un ser histórico, que vive en el tiempo, las leyes y valores humanos no son realidades absolutas, siempre válidas, sino que evolucionan con el hombre, con la comprensión siempre nueva que él tiene de sí mismo y el mundo, con los inventos y descubrimientos científicos que lleva a cabo, con las exigencias y necesidades siempre nuevas que debe satisfacer. Existe por tanto una ética laica, racional y obligatoria, por lo cual sería falso e injusto acusar al laicismo de inmoralismo y libertinismo; pero es una ética puramente humana, expresión de la autonomía del hombre, siempre expuesta a la duda; es una ética no religiosa y por consiguiente no basada en normas absolutas, siendo el hombre su único juez y árbitro.

El tercer principio básico del laicismo es la libertad absoluta, cuyo único límite consiste en no perjudicar la libertad de los demás y por lo tanto no impedir que ellos puedan gozar de la misma libertad: el “laico” es libre de hacer todo cuanto no perjudique a los demás ni les impida hacer lo que desean.

En conclusión, bajo el perfil ideológico (este término no está enfocado en sentido negativo), el laicismo es en general ateo o al menos agnóstico; profesa la autonomía absoluta del hombre y la sociedad humana en relación con Dios, la fe y la moral cristiana. No es en sí mismo contrario a la religión, pero estima que es –y siempre debe seguir siendo- un asunto privado, por lo cual no debe tener influencia alguna en la vida pública. Por consiguiente, rechaza vigorosamente toda “ingerencia” de la Iglesia –y por lo tanto de la fe y la moral cristiana- en la vida del Estado, en la elaboración de las leyes y en la administración pública. Los cristianos pueden evidentemente participar, en calidad de ciudadanos, en la vida estatal, pero procediendo en su actividad pública etsi Deus non daretur, “como si Dios no existiera”, es decir, sin pretender hacer valer y prevalecer sus principios religiosos y morales.

En la elaboración de las leyes –señala P. Flores d’Arcais-, los católicos “deberán prescindir rigurosamente de la fe y de Dios (y de las palabras de quienes pretenden interpretar su Palabra). Etsi Deus non daretur: éste es el fundamento de toda legislación laica” (la Repubblica, 30 de agosto de 2000). A su vez, G. E. Rusconi afirma que “precisamente en la creación de un espacio para el discurso y la ética pública se replantea el principio de la laicidad en la fórmula etsi Deus non daretur. Laicidad significa debatir, argumentar y actuar “como si Dios no existiese, prescindiéndose por tanto de todo credo religioso. El creyente participa con pleno derecho en el proceso democrático de formación de la voluntad colectiva, pero no emplea argumentos que remitan a un principio de autoridad exterior al proceso discursivo mismo (del tipo “así lo quiere la Sagrada Escritura, así lo enseña el magisterio de la Iglesia”)” (La Stampa, 25 de abril de 2000).

En cuanto a los ámbitos en que el laicismo se expresa preferentemente, éstos son –como está indicado en el Manifesto laico, del cual se han ocupado Enzo Marzo y Corrado Ocone (Bari, Laterza, 1999, 142)- las relaciones entre el Estado y la Iglesia, la escuela, la elaboración de las leyes, el integralismo y el fundamentalismo. El laicismo es contrario a toda forma de Concordato entre el Estado y la Iglesia Católica, ya que mediante los Concordatos se concederían “privilegios” indebidos a la Iglesia Católica, considerada por los laicos una simple asociación de ciudadanos a los cuales se aplican las normas que regulan las instituciones de derecho privado. El laicismo es absolutamente contrario a todo tipo de “ingerencias” de la Iglesia y las jerarquías eclesiásticas en los asuntos públicos, “ingerencias” que van en detrimento de la autonomía y el pluralismo del Estado.

Así, para el laicismo, únicamente la escuela pública administrada por el Estado, en cuanto “institución” estatal, al igual que la magistratura y la policía, debe ser mantenida con fondos públicos, por cuanto sólo ésta es pluralista y no pretende imponer valores unívocos ni verdades reveladas, como las escuelas católicas, que son privadas, deben seguir siéndolo y por tanto no deben ser financiadas por el Estado ni indirectamente ni mucho menos directamente. Por último, el laicismo es por naturaleza pluralista, por lo cual condena todo integralismo y fundamentalismo ideológico o religioso, exigiendo por consiguiente que todo ciudadano pueda adoptar libremente las opciones morales y culturales de su preferencia, sin que nadie pueda impedírselo basándose en principios religiosos o normas morales con fundamento religioso: esto constituiría un integralismo fundamentalista, que por naturaleza es enemigo de la libertad y la tolerancia y fuente de intolerancia, autoritarismo y engaño.

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Deseamos terminar estas consideraciones sobre el laicismo destacando que no todos los “laicos” lo son del mismo modo. Existe un laicismo agresivo y virulento, que emplea un “lenguaje insolente, propio de un viejo anticlericalismo, irrespetuoso”, como definió N. Bobbio el lenguaje utilizado por el Manifesto laico, por lo cual se negó a suscribirlo (p. 123), y como se desprende del n. 4/2000 de MicroMega; y un laicismo que rechaza toda forma de agresividad y está abierto al diálogo con los católicos sobre asuntos especialmente delicados, como el aborto, las uniones de hecho de carácter heterosexual y homosexual, las cuestiones de genética y el financiamiento de las escuelas católicas. Así, hay quienes prefieren hablar de “laicidad” en vez de “laicismo”, como Claudio Magris en el artículo “L’ultima guerra di religione” (La última guerra religiosa) (Corriere della Sera, 6 de diciembre de 1998). En todo caso, es necesario tener en cuenta que los tres principios básicos del laicismo anteriormente referidos están presentes en toda forma de laicismo, por lo cual el diálogo entre laicos y cristianos es siempre problemático, aun cuando el creyente “hombre de fe” puede muy bien ser también “hombre de razón”, sin tener que sentirse por esto laicista. En realidad, como observa G. E. Rusconi, “en la coyuntura político-cultural que está delineándose, está adquiriendo más importancia la distinción entre laicos y católicos que aquella entre izquierda y derecha” (La Stampa, 25 de abril de 2000; ver G. E. Rusconi, “Laici e cattolici oggi” (Laicos y católicos en la actualidad), en il Mulino, n. 388, marzo-abril de 2000, 209-221).