LA IRA DE DIOS

 

PREFACIO

En este trabajo me he propuesto presentar algunas de las evidencias bíblicas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que revelan a Dios como Dios de ira tanto como Dios de amor. Es un axioma de la Biblia que no hay incompatibilidad entre estos dos atributos de la naturaleza divina; y los más grandes teólogos y predicadores cristianos del pasado, en su mayoría, han procurado ser leales a ambos aspectos de la revelación de Dios. En años más recientes, sin embargo, ha habido un descuido general, y aun negación abierta en algunos casos, de la doctrina de la ira divina; se ha hecho énfasis casi exclusivamente en el amor de Dios revelado en Jesucristo. Como resultado, se ha perdido de vista la severidad del cristianismo bíblico, lo que ha llevado a consecuencias muy vastas y desastrosas en muchas esferas de la vida, como ha demostrado claramente el Dr. M. Lloyd Jones en su libro The Plight of Men and the Power of God. Ya es tiempo de que se vuelva a restablecer el equilibrio y que nuestra generación que tiene poco, o ningún, temor de Dios considere la realidad de la ira divina tanto como el amor del Señor.

La llamada objeción "moral" a la doctrina de la ira divina carece de valor, pues, como registro de una revelación de Dios al hombre, la Biblia tiene que usar el lenguaje de las emociones humanas al hablar de Dios. Pero, porque Dios es Dios y no hombre, el amor divino trasciende al amor humano y la ira divina trasciende a la ira humana. En el amor de Dios no hay ninguna de las volubilidades, vacilaciones y debilidades del amor humano; y de la misma manera, tales características se hallan igualmente ausentes de la ira divina. Pero, así como el amor humano es deficiente si no contiene cierto elemento de indignación, enfado a ira al ser contrariado 0 burlado (como Lactancio escribió en el siglo III: "qui non odit non diligit"), así también el enfado y la cólera son elementos esenciales del amor divino. El amor de Dios va inseparablemente unido a su santidad y su justicia. Debe, por consiguiente, manifestar indignación ante el hecho del pecado y la maldad.

La doctrina de la ira de Dios salvaguarda la distinción esencial entre el Creador y la criatura, que el pecado siempre busca minimizar o borrar. Si no nos damos cuenta de esta ira, es muy dudoso que lleguemos a tener ese temor de Dios que es el principio de la sabiduría (Proverbios 1:7). Con la conciencia de esta verdad y con el deseo de ser fiel a la revelación bíblica en su totalidad, ofrezco este estudio como una contribución a la serie de Conferenciar Tyndale.

R. V. G. TASKER

 

 

PROLOGO

 

Nuestra investigación de la doctrina bíblica sobre la ira de Dios debería comenzar por una cuidadosa exégesis preliminar de Romanos 1:18. En este versículo, el apóstol escribe: "Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad a injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad". Los puntos principales en la interpretación de este texto son: en primer lugar, averiguar si dicha oración va ligada al versículo anterior; y, en segundo lugar, saber cuál es el significado exacto de la expresión "la ira de Dios se revela". En la suposición de que los dos versículos (el 17 y el 18) se sigan uno al otro con naturalidad, el versículo 18 suministraría otra razón al apóstol Pablo para no avergonzarse del Evangelio (cf. v. 16). No se avergüenza, porque por medio del Evangelio se da una revelación, no sólo de la justicia, sino de la ira de Dios también. En favor de este punto de vista, se ha dicho que la forma de las dos oraciones sugiere paralelismo y que toda vez que es en el Evangelio sobre todo que la ira de Dios se revela de manera adecuada, no existe contradicción entre 1:18 y la posterior afirmación del apóstol en 3:25 cuando escribe: "(Cristo Jesús) a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados". A la luz de este texto, parece que en Romanos 1:18, siguiendo una misma línea de pensamiento siempre, enseñe que antes de la acción redentora de Cristo no hubo una plena expresión de la ira de Dios. En otras palabras: la característica peculiar de toda la era precristiana fue que Dios en su paciencia pasó por alto las transgresiones de los hombres no inflingiéndoles lo do el castigo que merecían. Pero porque Dios es suma justicia este pasar por alto los pecados no podía ser algo permanente. Más tarde o más temprano, era inevitable que Dios manifestase toda su ira, sobre todo teniendo en cuenta que muchos han interpretado mal la naturaleza y el propósito de su paciencia pensando que Dios es como ellos: "Estas cosas hiciste y yo he callado -leemos en el salmo 50:21-; pensabas que de cierto seria yo como tú; pero lo reprenderé y las pondré delante de tus ojos". De manera que, "a causa de haber pasado por alto los pecados pasados", era necesario que mostrase toda su justicia poniendo a Jesús como propiciación. Es esta verdad -se arguye-, la que presenta también el apóstol en el versículo 18.

Se nos dice, además, que esta interpretación de Romanos 1:18 es consistente con dos afirmaciones de Pablo pronunciadas ante auditorios paganos; la primera en Listra (Hechos 14:16) en la que dice que "en las edades pasadas él ha dejado a todas las gentes andar en sus propios caminos"; la segunda en Atenas (Hechos 17:30, cuando dijo: "Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan". También se nos dice que dicha interpretación está de acuerdo con la versión que la Septuaginta hace de Jeremías 31:32, citada en Hebreos 8:9, donde Dios dice: "Ellos no permanecieron en mi pacto, y yo me desentendí de ellos".

Sin embargo, aunque es cierto que ésta es la exégesis correcta de Romanos 3:25, en donde es obvio que el apóstol subraya la necesidad de la plena satisfacción de la justicia divina por medio del sacrificio propiciatorio de Jesús, toda vez que esa justicia de hecho nunca había sido plenamente satisfecha antes (Dios, como enseñan los profetas, nunca fue hasta el fin al castigar a su pueblo), sin embargo, no creo que dicha interpretación sirva también para Romanos 1:18, pues no se adapta al contexto. La Versión Revisada hace bien en considerar este versículo como el principio de un nuevo párrafo. En efecto, Pablo se ocupa aquí de colocar el fundamento esencial para la doctrina de la gracia, mediante una exposición general de la actitud permanente de Dios con respecto al pecado; porque sólo cuando los hombres son plenamente conscientes de esta actitud invariable, se sienten inclinados hacia las buenas nuevas de la revelación de la justicia de Dios en la muerte salvadora de Cristo y pueden aceptar las mismas. Darnos cuenta de que nos encontramos bajo la ira de Dios y en desgracia (es decir, sin gracia) es el paso preliminar de la experiencia de su amor y su gracia. En este sentido, el Evangelio es una mala noticia antes de que llegue a ser una buena nueva. Y esta revelación de la ira divina ha sido hecha en varios grados, de muchas maneras y en diferentes épocas desde la caída de Adán. Por consiguiente, yo interpretaría "apokaliptetai" en Romanos 1:18 no como un presente profético, como si dijera: "la ira de Dios va a ser revelada", refiriéndose a la manifestación final y perfecta de la ira divina en lo que se denomina, según Romanos 2:5, "día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios"; tampoco lo interpretaría como un estricto presente: "la ira de Dios se revela en este momento", aludiendo solamente a las condiciones que prevalecían en el Imperio Romano cuando Pablo escribió su carta. Tampoco lo limitaría a la revelación de la ira divina en la pasión de Cristo, cuando bebió hasta las heces, por cuenta de los pecadores, la copa de la ira de Dios. Más bien, yo construiría la expresión como un presente continuo y frecuente: "la ira de Dios se revela continuamente" cubriendo en su alcance todo el campo de la experiencia humana, pero delineada especialmente en las Escrituras del Antiguo Testamento. Debemos notar, de pasada, que este elemento permanente de la ira divina es una característica que la diferencia de la ira humana mezclada siempre con el pecado. Esta es siempre inestable y arbitraria muchas veces; mientras que aquélla es eternamente estable, inconmovible y fundada en propósitos eternos. "E1 hombre es una criatura del tiempo ---escribió Lactancio---, y sus emociones tienen que ver con el momento que pasa. Su enfado, por consiguiente, debe ser frenado ya que su cólera es a menudo injusta. Pero Dios es eterno y perfecto. Su ira no es una emoción pasajera si1~ que responde siempre a un propósito fijo y a un designio". Un ejemplo perfecto de este aspecto de la ira humana nos lo da el hermano mayor en la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:28). Estaba enojado con quienes no debía, cuando no debía, y por las razones que no debía.

Pablo añade en Romanos 1:18 que esta revelación de la ira divina es hecha "desde el cielo". Acaso el apóstol subraya esta verdad no meramente para enfatizar que dicha ira es divina en su origen y su carácter sino porque, como sugirió Calvino, es universal en su alcance: "cuan amplio y extensos son los cielos, así la ira de Dios está derramada sobre todo el mundo". Charles Hodge, en su excelente comentario a la epístola a los Romanos, sugirió también pertinentemente que Pablo añadió estas palabras "porque como el relámpago del cielo, la ira de Dios ilumina el espectáculo más repugnante": La enormidad de nuestro pecado. La humanidad puede hacer oídos sordos a la voz divina que trata de hablarle desde el interior de su conciencia, pero encuentra difícil escapar a esta misma voz cuando le llama a través de las vicisitudes de su experiencia.

También añade Pablo que esta revelación va dirigida "contra toda impiedad a injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad". Las palabras traducidas "impiedad" a "injusticia" (asebeia y adikia) no son sinónimos. Más bien, el apóstol intenta demostrar que, por la elección de estas palabras y por el orden en que las coloca, adikia: la injusticia humana, la inhumanidad del hombre para con el hombre, y la conducta bestial y aún infra animal en que a veces cae, tienen sus raíces más profundas en la asebeia, en su fracaso en dar a Dios el honor y la reverencia que el Creador soberano time derecho a demandar de sus criaturas. El pecado que permanentemente evoca la irá de Dios, porque es la raíz de todos los demás pecados, es la supresión intencionada y premeditada dé ésa verdad concerniente a Dios según él mismo ha tenido a bien revelar a los hombres, y sobre la cual no pueden alegar ignorancia

La verdad sobre la naturaleza divina, que se halla al alcance de todos los hombres por la evidencia de las obras de la creación de Dios, es necesariamente más limitada y circunscrita que la revelación especial que ha escogido hacer por medio de su pueblo peculiar al cual ha llamado para recibirla. Es una revelación de su soberanía y de su poder creador más que de su misericordia y su gracia salvadora. Podemos, por consiguiente, considerar primero la manifestación de la ira divina a aquellos que se hallan fuera del pacto que Dios estableció con Israel; observaremos luego las formas particulares que tales manifestaciones tomaron y las causas que las provocaron, cuando Dios dirigió su cólera en contra de su pueblo escogido y finalmente veremos de qué manera la ira divina se manifiesta en Jesucristo, bajo el nuevo pacto que él inauguró y en el día final, el día de la ira. Así tendremos a mano, de modo limitado necesariamente -debido a lo breve de este ensayo-, los puntos principales de este enorme conjunto de material bíblico relativo al tema de la ira de Dios.

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I

LA MANIFESTACION DE LA IRA DIVINA FUERA DEL PACTO

El locus classicus de la Escritura concerniente a la manifestación de la ira divina en el mundo pagano es Romanos 1:19-32. Insiste Pablo en este pasaje que el mundo no judío no puede dar la excusa de que no conoce a Dios porque no ha sido favorecido con la revelación especial concedida a Israel y no merece ser objeto de la ira divina. Por cuanto, aunque invisible al ojo humano, Dios se ha manifestado a través de las obras de su creación y por ellas se deducen "su eterno poder y divinidad". Es evidente, pues, que el poder que hizo el sol, la Tuna y las estrellas es un poder eterno que posee las cualidades de la perfección y la deidad. En un sentido real, por lo tanto, el mundo pagano tuvo conocimiento de Dios; pero el pecado, inherente en cada hijo de Adán, condujo al hombre a la ceguera de no acertar a deducir de este conocimiento la obligación en que estaba de glorificar y alabar al Creador. Como resultado, su conocimiento de Dios fue pervertido de tal modo que en Efesios 2:12, Pablo puede describir a los paganos como estando sin Dios en el mundo (atheoi en toi kosmoi), si bien en este mundo (este koismos) el poder eterno de Dios y su divinidad se hacían más patentes. Esto se debe a que, cuando los hombres cambian la verdad de Dios que les es manifiesta por un falso concepto del carácter divino, pierden el sentido de la diferencia fundamental entre el Creador y la criatura; caen entonces en el pecado cardinal de la idolatría y dan a la criatura la adoración que debiera haberse dado únicamente al Creador. "Así cambiaron su gloria por la imagen de un buey que come hierba" (Salmo 106:20). Y ser idólatra, sea cual sea la forma que tome la idolatría, es estar bajo la ira de Dios.

La entrada del pecado en el mundo se debió a la rebeldía de Adán de aceptar su condición de criatura, su estado de dependencia y sumisión a la soberana voluntad de Dios y a su deseo de convertirse en Dios. Por consiguiente, la ira de Dios se ha volcado sobre toda la humanidad desde entonces. "No aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres" (Lamentaciones 3:33), pero así, y sólo así, puede ser vindicada su soberanía. Uno de los propósitos principales de los primeros capítulos del Génesis -aunque la expresión "ira de Dios" no aparece en ellos-, es registrar los juicios divinos y los castigos que Dios se vio obligado a infligir para que su absoluta soberanía y su perfecta justicia pudieran ser demostradas. La sentencia de muerte pronunciada en contra de Adán, la maldición de la tierra por su causa, y la expulsión de Adán y Eva del paraíso terrestre son manifestaciones -de palabra y obra de la ira divina. Y, lo que es muy importante, son reconocidas como tales manifestaciones por los otros escritores de la Biblia. El salmista, por ejemplo, cuando medita en el hecho ineludible de la muerte, dice: "Porque con lo furor somos consumidos, y con lo ira somos turbados" (Salmo 90:7). Es "en Adán", explica Pablo, que "todos morimos": "Reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la trasgresión de Adán", a saber: en los que no desobedecieron mandamientos específicos como Adán, pero cuyos corazones, como uno de los resultados de la caída de Adán, eran desesperadamente impíos (Romanos 5:14). Los efectos de la maldición pronunciada en contra de la tierra por causa de Adán, señala Pablo, permanecerán hasta la manifestación final de los hijos de Dios: porque ha sido sujeta a vanidad por su Creador (Romanos 8:20). Como comentó R. Haldane: "La misma creación que declara la existencia de Dios y publica su gloria, prueba también que Dios es el enemigo del pecado y el vengador de los crímenes de los hombres, de manera que la revelación de la ira divina es universal extendiéndose a todo el mundo y nadie puede alegar ignorancia".

La expulsión de Adán y Eva del paraíso -aprendemos en el Génesis- condujo a aquella sucesión de males que Pablo enumera como característicos de la vida humana en Romanos 1:29-30. Se presta especial atención en este relato (Génesis 1:6) de las primeras etapas de la existencia humana a la destructora naturaleza del pecado en el asesinato de Abel en manos de Caín, la primera de muchas ilustraciones bíblicas de la verdad que Santiago expresó con estas palabras: "La ira del hombre no obra la justicia de Dios" (Santiago 1:20); también alude a la intranquilidad del hombre como "errante y extranjero en la tierra" (Génesis 4:14) y a los incestuosos matrimonios de "los hijos de Dios con las hijas de los hombres" (Génesis 6:1) que constituyeron una violación del orden moral que Dios había establecido y que resultó en una impiedad tan grande que "Dios se arrepintió de haber hecho hombre en la tierra y le dolió en su corazón" (Génesis 6:6), expresión antropomórfica que expresa mediante un vocabulario muy humano los motivos y sentimientos divinos que llevaron al Señor del Universo a destruir con agua toda la rata humana con excepción de Noé y otros siete. Dentro de la perspectiva bíblica, éste es el ejemplo más significativo de la ira divina en la época precristiana; es una manifestación del juicio de Dios tan sobresaliente que no tiene paralelo y sólo puede ser comparada con el juicio que pasará el Señor sobre los pecadores en el último "día de la ira". No sólo la segunda carta de Pedro conduce nuestra atención hacia este paralelo en las palabras: "por lo cual el mundo de entonces pereció anegado en agua; pero los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos" (2ª Pedro 3:6-7), sino que el mismo Hijo de Dios coloca ambos juicios uno al lado del otro cuando dice: "Mas como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre" (Mateo 24:37 y siguientes).

En la misericordia de Dios pareció posible un nuevo principio para la humanidad después de la salvación de Noé y su familiar y la Escritura da a entender que Noé hizo notoria a sus contemporáneos una pertinente revelación de la justicia soberana de Dios, porque a este patriarca de la antigüedad se le describe en 2.a Pedro 2:5 como "predicador de justicia". Pero el orgullo inherente en el hombre le condujo una vez más a olvidar la distancia existente entre el cielo y la tierra, es decir, entre Dios y el hombre, cuando éste erigió la torre de Babel. Burlándose de la misericordia de Dios revelada en la salvación del diluvio, los hombres sólo acertaron a provocar de nuevo la ira divina, la cual dio lugar a la confusión del lenguaje humano y también a las numerosas lenguas que han causado tantos malentendidos y han constituido siempre un factor de división en la vida humana.

Resulta claro de estos primeros capítulos del Génesis no sólo que la ira de Dios se manifiesta especialmente para confundir el orgullo humano en dondequiera que éste se manifieste, a inflige sufrimiento y muerte como justos castigos, sino también que el hombre, al pecar, se sumerge en mayor pecado y en la corriente de miseria y frustración que el pecado trae siempre consigo. Esta es la verdad que Pablo expone explícitamente en la última sección del primer capítulo de la Epístola a los Romanos, al cual debemos volver.

Los varios actos de impureza que menciona el apóstol en Romanos 1:24-27 -algunos de ellos, los mismos pecados que motivaron la destrucción de Sodoma y Gomorra, "las cuales destruyó Jehová en su furor y en su ira" (Deuteronomio 29:23)-, son los efectos tanto de la idolatría que acarrea la ira de Dios sobre los hombres, como de la corrupción esencial del corazón humano. Pablo habla en estos versículos de Dios como entregando a los hombres a sus "impurezas" y "viles pasiones". Dios opera directamente en este proceso de declive moral, aunque El no es responsable de este mal moral. Haríamos bien en recordar el comentario de Haldane a este difícil pasaje: "Hemos de distinguir --escribió-, entre el acto por el cual Dios abandona al hombre y las terribles consecuencia de este abandono. El abandono procedió de la divina justicia, pero las consecuencias de la corrupción del hombre, en la cual Dios no time parte alguna. El abandono es una acción negativa de Dios, o mejor dicho, una negativa a actuar, en la cual Dios es soberano y dueño absoluto, pues no estando obligado a conceder la gracia a nadie, es libre de retenerla según su beneplácito, de manera que en la retención de la misma no hay injusticia". Llega un momento en que Dios cesa de contender con el hombre (Génesis 6:3).

La razón por la cual se presta tanta atención en esta sección de Romanos a los pecados de impureza probablemente se halla, no meramente en el hecho de que estos pecados eran muy corrientes en el mundo romano cuando la carta fue escrita por Pablo, sino porque estos pecados se asocian muy a menudo con la idolatría. La verdad que se revela es que cuando el hombre degrada a Dios también se degrada a sí mismo hasta caer más bajo que las propias bestias. Por lo tanto, el apóstol afirma en Romanos 1:28: "Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen". Charles Hodge, parafraseando acertadamente este texto lo tradujo así para resaltar el juego de palabras que se da en el original: "Como que ellos no aprobaron a Dios, Dios los entregó a una mente que nadie podría aprobar".

A la luz del lenguaje usado en este primer capítulo de la epístola a los Romanos, no es satisfactorio limitar el significado de "la ira de Dios" en el Nuevo Testamento únicamente a las consecuencias que siguen a las acciones pecaminosas. Sentimos, por consiguiente, cuán impropia es la afirmación del profesor C. H. Dodd cuando dice: "Pablo retiene el concepto de 'la ira de Dios' no para describir la actitud de Dios hacia el hombre, sino para describir el inevitable proceso de causa y efecto en el universo moral".

"La ira de Dios --como se ha dicho con acierto-, es un affectus tanto como un effectus, una cualidad de la naturaleza de Dios, una actitud de la mente de Dios hacia el mal"

Todo a lo largo de esta sección de Romanos se hace énfasis en la justicia esencial de Dios en su trato con los paganos. Las manifestaciones de su ira no son arbitrarias, porque Dios no se complace en la muerte del impío (Ezequiel 33:11), ni tienen lugar para ningún otro propósito aparte la vindicación de sus soberanos derechos como Creador. Los hombres han merecido plenamente la miseria que el pecado les acarrea. "Habiendo entendido el juicio de Dios -escribe Pablo en Romanos 1:32-, que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que también se complacen con los que las practican". La consecuencia está claramente expuesta en 2:14 y 15: su conciencia se halla sumida en la corrupción moral a la que se han abocado, pero esta conciencia no ha borrado el sentimiento de que son seres morales con un sentido ético y una responsabilidad: "dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos". Esto evidencia que, aunque no han recibido la revelación especial de una ley moral tal como ha sido dada a Israel, poseen por naturaleza un conocimiento de la diferencia entre el bien y el mal. Son en sentido real "ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia", por más que fracasen en obrar según los dictados de esta conciencia.

La verdad esencial de la cuestión radica en que si bien el hombre posee por naturaleza un sentido moral, ha fracasado de hecho no sólo en glorificar a Dios y obrar de manera agradable a su voluntad, sino que se ha tornado incapaz de hacer nada de esto debido al pecado que ha ido amontonando en sus miembros. Los hombres, pues, según la expresión de Romanos 9:22, son "vasos de ira preparados para destrucción". El apóstol vuelve a dar testimonio de esta verdad en Efesios 2:3 donde afirma que él mismo y sus hermanos en la fe eran, aparte de la gracia de Dios recibida en su conversión, tekna phusei orines: objetos de la ira de Dios por naturaleza, lo mismo que los demás. Ha habido una manifiesta aversión por parte de los modernos comentaristas a dar a esta expresión su sentido obvio y transparente. Algunos, por ejemplo, debido a la ausencia de la palabra Theou después de orines han supuesto que Pablo no hace más que indicar la propensión de los gentiles a violentos arranques de enfado humano. Esta interpretación no sólo despojaría al pasaje de su obvia solemnidad, sino que las palabras en cuestión no añadirían nada, o muy poco, a la cláusula anterior; y hay varios pasajes en el Nuevo Testamento, donde la palabra orine parece referirse claramente a la ira de Dios, aunque la palabra Dios no se mencione. Otros comentaristas, que reconocen esta referencia como señalando a la ira de Dios, parecen preocupados por suavizar el tono de phusei tanto como sea posible. Así Armitage Robinson interpreta la expresión negativamente y la convierte en una paráfrasis con las palabras "en nosotros mismos", es decir: porque nos faltaba la gracia divina. Pero la palabra phusis se refiere, sin lugar a dudas, a lo que es innato y arraigado en el hombre, no algo que se debe a defecto causado por especiales condiciones o circunstancias. En este pasaje, pues, el apóstol subraya la constitución esencial del hombre caído, la cual es tanto la causa de las prácticas inicuas a las que se entrega, como el medio por el cual éstas son persistentemente mantenidas. Así como en virtud de su creación original a imagen de Dios, el hombre está dotado de un sentido moral y del don de la conciencia, como Pablo ha afirmado en Romanos 2:14; así también por causa de su naturaleza caída se halla inevitablemente envuelto en una manera de vivir que lo hace objeto de la ira divina. La conclusión, por consiguiente, es que aparte del Evangelio, toda la raza humana, engendrada de la simiente de Adán, es tekna phuseis orines. "El desfavor de Dios Homo tradujo Knox, Efesios 2:3- nos acompaña desde la cuna" (God's displeasure is our birthright).

***
 

II

LA MANIFESTACIÓN DE LA IRA DIVINA EN EL ANTIGUO PACTO

En la última mitad del segundo capítulo de la epístola a los Romanos, Pablo quiere demostrar que los hijos de Abraham, que en virtud de sus privilegios como pueblo escogido de Dios estaban predispuestos a pensar que tenían derecho a juzgar al resto del mundo, lejos de verse libres de la ira de Dios -herencia que recoge al nacer todo hijo de Adán-, eran por el contrario los objetos especia les de la misma. Portador orgulloso del nombre de judío, confiando en la ley mosaica y el superior conocimiento que tenía de las cosas divinas, consciente de que su vocación consistía en ser guía de ciegos y luz de los que se hallaban en tinieblas, "instructor de los indoctos, maestro de los niños" el israelita era en realidad víctima de este autoengaño que embota y oscurece el sentido de la realidad y la presencia del propio pecado. Parece que el apóstol, en Romanos 2:16-19, está pensando no solamente en los israelitas de su día, sino en los israelitas a lo largo de toda su historia pasada, la cual los denuncia como culpables de los mismos delitos y pecados que ellos condenaban en los demás. Pablo especifica aquí algunos de estos pecados que pueden ser ilustrados en detalle acudiendo al Antiguo Testamento.

A pesar de todo su horror por el delito de robo, el israelita había incurrido a menudo en el tráfico deshonesto y el engaño en sus relaciones comerciales: "achicaremos la medida y subiremos el precio y falsearemos con engaño la balanza" (Amós 8:5; Romanos 2:21). Pese al aborrecimiento en que profesaban tener el adulterio, el pecado de David con Betsabé es una triste muestra de que aun el mejor de los israelitas había cometido el pecado que era reconocido como una característica del paganismo; y porque había dado ocasión a los enemigos del Señor de blasfemar, David incurrió inevitablemente en la ira divina (2ª Samuel 12:14). Más aún, Dios había protestado por medio de Jeremías que la respuesta del pueblo escogido a la bondad de Dios había consistido en convertir la misma prosperidad que les había sido otorgada en un instrumento más de pecado, en una nueva oportunidad para cometer este odioso pecado: "Los sacié y adulteraron, y en casa de rameras se juntaron en compañías. Como caballos bien alimentados, cada cual relinchaba tras la mujer de su prójimo. ¿No había de castigar esto?, dijo Jehová. De una nación como ésta, ¿no se había de vengar mi alma?" (Jeremías 5:7-9; Romanos 2:21).

"Tú que abominas de los ídolos, ¿cometes sacrilegio?", acusa Pablo a sus hermanos de raza. Eran culpables de haber robado a Dios. Por medio del profeta Malaquías, el Señor denunció la laxitud con que eran celebrados los sacrificios que exigía la ley ritual del antiguo pacto: "¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué lo hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado" (Malaquías 3:8-9; Romanos 2:22). Por más que se gloriara en la ley de Moisés, el israelita, al transgredirla, deshonraba a Dios que se la había dado en presencia de todos los pueblos vecinos: "He tenido dolor al ver mi santo nombre profanado por la casa de Israel entre las naciones adonde fueron" (Ezequiel 36:20-23; Romanos 2:23). El orgullo les impedía comprender que la circuncisión no podía ofrecer ninguna seguridad a los transgresores de la ley. La circuncisión era una señal, o sello, del pacto; pero, si las obligaciones morales impuestas por el pacto eran descuidadas, la circuncisión no tenía más valor que la incircuncisión (Romanos 2:25). Ni siquiera la membresía en la congregación visible de Israel implicaba necesariamente la pertenencia al verdadero Israel de Dios, en el cual se exigía algo más del creyente que la puntillosa observancia de la letra de la ley. Dios pedía una adoración íntima del corazón, una devoción que sólo él podía reconocer y cuya alabanza él sólo podía otorgar (Romanos 2:28-29).

A través de las dramáticas preguntas que cierran el capítulo dos de Romanos, Pablo dirige nuestra atención al hecho de que quienes se enorgullecían de ser el pueblo de Dios estaban más sujetos todavía a la ira divina que aquellos que se encontraban fuera de los privilegios del pacto divino, porque "a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá" (Lucas 12:48). El juicio que debe comenzar por la casa de Dios (1ª Pedro 4:17), es por esta misma razón más severo y terrible. La tragedia del israelita consistía en que se resistía a reconocer su pecado mientras que estaba siempre presto a considerar como pecadores al resto de los hombres. El estado patético a que había llegado la religión de Israel en días de Pablo, es el clímax del continuo declive espiritual descrito en el Antiguo Testamento.

A medida que resume la historia de Israel, Pablo parece preguntarse por qué la decadencia moral no pudo ser contenida a pesar de los castigos que Dios en su ira infligió a su pueblo y a pesar del hecho de que en la ley de Moisés (ese don único de Dios a Israel) había sido dada una gran revelación de la ira divina en contra del pecado. El apóstol dice: "La ley produce ira" (Romanos 4:15), porque exige perfecta obediencia a sus mandamientos y, por consiguiente, su infracción somete a los desobedientes más completamente bajo las consecuencias de la ira divina. Pablo concluye que la principal razón para explicar el fracaso de Israel en contener el proceso de corrupción moral, estriba en su equivocada reacción frente a la paciencia de Dios, su incorrecta comprensión de la misericordia divina que, muy a menudo, no castigó los pecados del pueblo en la plena extensión que merecían. Cuando Dios guardó silencio (Salmo 50:21), luego que el pacto había sido violado por la iniquidad de Israel (según la lista de pecados que el salmista enumera en los primeros versículos de dicho salmo y que son los mismos que Pablo señala en este pasaje de Romanos), los israelitas supusieron equivocadamente que Dios era como ellos: indolente y tolerante con el pecado. No acertaron a ver que la bondad divina, al aplazar la ejecución del castigo en su totalidad, tenía como único objetivo el dar otra oportunidad para el arrepentimiento (Romanos 2:4); despreciaron "las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad les guiaba al arrepentimiento. ¡Cuántas veces, al contener su ira y recordar que no eran y provocaban hicieron caso de los profetas que les enseñaron que Dios "misericordioso es y clemente, tardo para la ira y grande en misericordia y que se duele del castigo" (es decir, que el Señor no quiere desplegar por el momento toda su ira hasta el máximo) y por lo tanto deben rendir su corazón a Dios en una conversión auténtica (Joel 2:12-13). "Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo y no hubo ya remedio" (2ª Crónicas 36:16).

Pablo insiste también, igual que el cronista del Antiguo Testamento, que el abuso de las misericordias de Dios, lejos de detener la mano justiciera de Dios, redundará en una acumulación de ofensas que finalmente recibirán todo el castigo que merecen. Si los hombres no aprovechan las invitaciones al arrepentimiento que se les hacen; si persisten en endurecer sus corazones como Faraón endureció el suyo; y si a pesar del hecho de que Dios extendió todo el día su mano al pueblo rebelde (Isaías 65:2), continúan siendo un pueblo rebelde, entonces sus corazones endurecidos a impenitentes atesoran para sí mismos ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios (Romanos 2:5). Esta es la única posesión permanente que time el impío. No porque Dios haya retirado su ira, sino porque la ha querido demostrar y quiere dar a conocer su poder en el gran "día de la ira", pues "soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción" (Romanos 9:22). En este despliegue final de la ira divina la justicia de Dios será vindicada y su nombre glorificado. La bondad de Dios no puede, pues, asegurar nunca la impunidad de los pecadores; y el abuso que éstos hacen de ella debe agravar necesariamente su culpa y su castigo.

Por lo tanto, la evidencia del Antiguo Testamento así como el estado de los judíos en la época de los apóstoles, testifican en favor de la verdad de que judíos y gentiles por igual, todos son objeto de la ira divina, de la cual sólo la salvación que trae Jesucristo podrá librarles; por cuanto "no hay justo, ni aun uno" (Romanos 3:10). Los que reciben un conocimiento especial de Dios y son los objetos peculiares de su amor -Homo insistieron los profetas deben también ser los objetos especiales de la ira divina si desprecian ese conocimiento y pisotean ese amor: "A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades" (Amós 3:2). Y prosigue Amós la descripción, en el capítulo cuarto, de algunas de las maneras en que Dios haría visitación de las transgresiones de Israel. Más aún, una vez Dios ha decidido ejecutar su ira en contra del pueblo rebelde, nada que éste pueda hacer, logrará detenerla. Ezequiel profetiza la futilidad de la defensa de Jerusalén frente a los ejércitos de Babilonia, que fueron en aquella coyuntura el brazo ejecutor de la ira divina; la caída de Jerusalén había sido decretada por Dios y nada podría estorbar su propósito. Los habitantes de Jerusalén habían hecho preparativos para la defensa, pero no tuvieron valor para enfrentarse con el enemigo; la ira de Dios había ya predeterminado su cobardía y su derrota: "Tocarán trompeta y prepararán todas las casas, y no habrá quien vaya a la batalla; porque la ira está sobre toda la multitud" (Ezequiel 7:14). "¿Quién podrá estar en pie delante de ti cuando se encienda lo ira?" (Salmo 76:7).

Pero no deduzcamos de esta larga historia de un pueblo rebelde y apóstata, que la elección de Israel para ser instrumento escogido de los propósitos de Dios, ha fracasado. Si no hubo base para ninguna arrogante superioridad por parte del judío, tampoco tenía el gentil nada en que gloriarse. El plan de Dios para la salvación de sus escogidos no puede frustrarse ni siquiera por la desobediencia del pueblo elegido; o por la arrogancia de sus opresores; o por aquellos a quienes Dios ha llamado para ser instrumentos de su ira, y quienes se han vanagloriado de su propia fortaleza y se han quedado con todo el honor. Si la ira de Dios desciende sobre su propio pueblo, también cae sobre quienes tratan de impedir la realización de su voluntad concerniente a Israel. Un ejemplo sobresaliente de esta clase de intentos para estorbar los propósitos de Dios, lo tenemos en el endurecimiento de Faraón. Y, sin embargo, el endurecimiento de Faraón y el subsiguiente castigo que le fue infligido fueron los medios por los cuales el poder de Dios se puso en evidencia y su nombre anunciado por toda la tierra (Romanos 9:17; Éxodo 4:16). De manera similar, porque Amalec se puso en el camino de Israel cuando éste subía de Egipto, Saúl es instado a ser el ministro de la ira vengativa de Dios: "Yo castigaré lo que hizo Amalec a Israel al oponérsele en el camino cuando subía de Egipto. Ve, pues, y hiere a Amalec y destruye todo lo que tiene" (l.a Samuel 15:2-3).

Y cuando Saúl desobedece este mandamiento perdonando a Agag y reteniendo lo mejor del botín, se da cuenta de que él mismo ha incurrido en la ira de Dios: "Como tú no obedeciste a la voz de Jehová, ni cumpliste el ardor de su ira contra Amalec, por eso Jehová lo ha hecho esto hoy" (1ª Samuel 28:18). "¿Por qué se amotinan las gentes y los pueblos piensan cosas vanas? Se levantarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su ungido .... El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos. Luego hablará a ellos en su furor, y los turbará con su ira" (Salmo 2:1-5).

En cuanto a aquellos que fueron enviados por Dios para ejecutar su castigo sobre Israel, tales como los asirios, el Señor les habla en estos términos: "Oh Asiria, vara y báculo de mi furor, en su mano he puesto mi ira. Le mandaré contra una nación pérfida y sobre el pueblo de mi ira le enviaré, para que quite despojos y arrebate presa y lo ponga para ser hollado como polvo de las canes", pero la profecía añade: "Pero acontecerá que después que el Señor haya acabado toda su obra en el monte de Sión y en Jerusalén, castigará el fruto de la soberbia del corazón del rey de Asiria y la gloria de la altivez de sus ojos. Porque dijo: Con el poder de mi mano lo he hecho, y con mi sabiduría, porque he sido prudente" (Isaías 10:5-6-12-13).

La profecía de Nahum, que predice la destrucción de Nínive, la capital asiria, cuyos crímenes han merecido su caída, va precedida de un sobresaliente poema introductorio que describe la manifestación de la ira de Dios: "Jehová es Dios celoso y vengador; Jehová es vengador y lleno de indignación; se venga de sus adversarios y guarda enojo para sus enemigos. Jehová es tardo para la ira y grande en poder y no tendrá por inocente al culpable. Los montes tiemblan delante de él, y los collados se derriten; la tierra se conmueve a su presencia, y el mundo, y todos los que en él habitan. ¿Quién permanecerá delante de su ira? ¿Y quién quedará en pie en el ardor de su enojo? 5u ira se derrama como fuego y por él se hienden las peñas. Jehová es bueno, y fortaleza en el día de la angustia; y conoce a los que en él confían. Mas con inundación impetuosa consumirá a sus adversarios y tinieblas perseguirán a sus enemigos. ¿Qué pensáis contra Jehová?..." (Nahum 1:2-9). La ira de Dios se volcó sobre Nínive, "ciudad ensangrentada, llena de rapiña y mentiras" (Nahum 3:1).

De manera similar, cuando Habacuc, perplejo, se pregunta cómo era posible que los caldeos, a quienes Dios había levantado para castigar a Israel, hubiesen sido llamados para tal fin ya que eran mucho más impíos que el propio Israel, recibió la respuesta de que a su vez, Caldea, por su arrogancia, su tiranía y su impiedad, también sería castigada convirtiéndose en objeto de la ira de Dios (Habacuc 2:4). El tercer capítulo de Habacuc contiene un poema descriptivo de la marcha de Dios sobre todos los pueblos para ejecutar su ira: "Con ira hollaste la tierra, con furor trillaste las naciones. Saliste para socorrer a lo pueblo, para socorrer a lo ungido" (Habacuc 3:12-13).

Otro impresionante ejemplo de la venganza de Dios sobre los enemigos de Israel, lo encontramos en Isaías 63:1-6. El profeta ve a Dios "que viene de Edon, de Bosra, con vestidos rojos", manchados con la sangre de sus enemigos. Y Dios dice a su pueblo que sólo él es grande para salvar. La ira de Dios se basa en su justicia: "Yo, el que hablo en justicia, grande para salvar". "De los pueblos, nadie había conmigo; los pise con mi ira, y los hollé con mi furor; y su sangre salpicó mis vestidos, y manché todas mis ropas. Porque el día de la venganza está en mi corazón y el año de mis redimidos ha llegado".

Estos pasajes nos recuerdan que, aunque el pueblo de Dios merece y recibe el castigo de Dios, en parte, sin embargo, en sus tratos con Israel bajo la relación del pacto, Dios cuida de abrir el camino (aunque sea exterminando a sus enemigos) para la realización del plan de salvación de sus elegidos. El amor de Dios no elimina su ira y cuando se enfrenta con el pecado se convierte en enojo santo a través del cual hallan expresión su soberanía y su justicia. La misericordia de Dios no excluye su ira, pero impide que ésta alcance su máxima expresión en sus relaciones con Israel. En su misericordia amorosa Dios ha escogido a Israel para que le sea un pueblo peculiar, el pueblo del pacto; y esta relación fundada en el pacto no puede ser abandonada hasta que no se establezca otro nuevo pacto. Por mucho que Israel pueda pecar, es llamado de Egipto para ser el hijo especial del amor de Dios (Oseas 11:1). Samaria, ciudad en donde moraba Israel, no fue convertida nunca en un lugar como Sodoma o como una de las ciudades de la llanura: "¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? ¿Cómo podré yo hacerte como Adma, o ponerte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión. No ejecutaré el ardor de mi ira, ni volveré para destruir a Efraín; porque Dios soy y no hombre, el Santo en medio de ti" (Óseas 11:8 y siguientes).

Pero quizá la más tierna de las expresiones del amor de Dios por Israel, que le lleva a permanecer en las relaciones del pacto, y que exige una limitación de su santo enojo, es la que hay en Isaías 54:8-10: "Con un poco de ira escondí mi rostro de ti por un momento; pero con misericordia eterna tendré compasión de ti, dice Jehová lo Redentor... Porque los montes se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti". La misma verdad es expuesta por Miqueas 7:18, con estas palabras: "No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia".

Podemos resumir esta parte de nuestro estudio diciendo que bajo el antiguo pacto, se hizo evidente la naturaleza del pecado; y se obligó a los hombres, mediante las manifestaciones destructivas del poder de Dios, a reconocer que su actitud hacia el pecado no puede ser otra que la ira, la ira justa y santa de Dios perfecto. El antiguo pacto, sin embargo, no pudo salvar al hombre del pecado ni poner en orden las relaciones del hombre con Dios. Mas cuando en la revelación dada por la ley y los profetas, y también por medio de las señales inequívocas de la ira divina en el ordenamiento providencial de los hechos históricos, Dios se reveló a sí mismo como absolutamente soberano, perfectamente santo y justo, el antiguo pacto cumplió así su misión y el camino quedaba abierto para el establecimiento del nuevo. En otras palabras, cuando la verdad hubo sido comprendida (aunque parcialmente, quizá, en muchos casos), como Job tuvo que aprenderla, en la amarga escuela del sufrimiento, de que el hombre no debe contender con su Dios y Hacedor, que todo el orgullo humano debe desvanecerse en la presencia del Señor y que el pecador debe humillarse y arrepentirse en el polvo y la ceniza (Job 42:6), entonces la piedad y la misericordia infinitas de Dios -acerca de las cuales el Antiguo Testamento nos enseña tantas cosas-, hicieron eclosión en la historia humana de manera maravillosa en la encarnación del Hijo de Dios.

En Jesús, los propósitos amorosos de Dios, revelados en el Antiguo Testamento, hallan finalmente su cumplimiento, pero no por medio del abandono de la realidad de su ira -notémoslo bien-, ni por ninguna renuncia a su despliegue. El Dios que se revela en Jesucristo es el mismo Dios que retó a Job para que derramase, si podía, el ardor de su ira y que al mirar a los altivos y soberbios los humillase y abatiese (Job 40:11-12). Manifestar enojo en contra del orgullo --que constituye la esencia del pecado del hombre sigue siendo una prerrogativa única de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Nuestra próxima tarea, por consiguiente, debe consistir en ver cómo Jesucristo reveló no sólo la bondad de Dios sino su severidad también.

 

***
 

III

LA MANIFESTACION DE LA IRA DIVINA EN JESUCRISTO

Ya hemos dicho bastante en este estudio para indicar ahora que la opinión sustentada por Marción en el siglo segundo y consciente o inconscientemente adoptada por ciertos sectores que quieren llamarse "cristianos", de que el Antiguo Testamento revela solamente un Dios de ira y el Nuevo Testamento solamente un Dios de amor, es completamente errónea. Puede ser refutada por cualquiera que tenga de la Biblia un conocimiento algo más que superficial. A menos que se haga uso del cuchillo de la crítica para cortar, aquí y allí, todos aquellos textos que no encajan con las presuposiciones del crítico. Es un hecho evidente, y bien comprobado, que en el Antiguo Testamento la ira divina no sufre menoscabo nunca; pero también es verdad que la revelación de Dios como Padre amoroso no se limita al Nuevo Testamento, aunque es en la Persona y la obra de Jesucristo que esa revelación adquiere su suprema expresión. Pocas descripciones más hermosas del amor de Dios como la que encontramos en el Salmo 103, especialmente en el versículo 8: "Misericordioso y clemente es Jehová; lento para la ira y grande en misericordiosa. No contenderá para siempre, ni para siempre guardará el enojo". No obstante, en el mismo Salterio leemos también: "Dios es juez justo, y está airado contra el impío todos los días" (Salmo 7:11). Por otra parte es un escritor del Nuevo Testamento quien al hablar de Dios como Padre, enfatiza al mismo tiempo su obra de Juez delante del cual los hombres deben vivir en terror santo (l.a Pedro 1:17); y es también otro escritor del Nuevo Testamento el que haciéndose eco de las palabras de Deuteronomio 4:24 dice: "Nuestro Dios (es decir: el Dios que adoramos los cristianos) es fuego consumidor" (Hebreos 12 :29).

Tampoco es en el Antiguo Testamento solamente que leemos historian acerca de la repentina destrucción que cae como juicio divino sobre los que quieten desbaratar los planes de Dios o pretender mofarse de su misericordia, histories tales como la matanza que los osos hicieron de cuarenta y don muchachos que se burlaban de Eliseo con estas palabras: "¡Calvo sube! Calvo sube!" (2.a Reyes 2:23-25) (1). En el Nuevo Testamento, Herodes Agripa, el asesino del apóstol Santiago y perseguidor de Pedro, fue herido por Dios "y expiró comido de gusanos" (Hechos 12:

22r23), "por cuanto no dio la gloria a Dios", explica el texto sagrado, antes al contrario, se glorió en la aparatosidad ex terna de su realeza y se dejó corromper hasta tal grado por el orgullo humano que aceptó la adulación idolátrica de sus súbditos. De manera parecida, Ananías y Safira fueron castigados con una repentina muerte por haber tentado al Señor, de igual modo que los israelitas tentaron a Dios en el desierto y fueron destruidos por las serpientes (Hechos 5:9; l.a Corintios 10:9). Los don Testamento registrar revelaciones tanto de la bondad como de la severidad de Dios, porque estos don atributos de la naturaleza divina no pueden separarse el uno del otro. Como ha escrito A. G. Hebert, "el error de Dios exige como su correlativo la ira de Dios, y esto precisamente porque Dios se preocupa por los hombres y es su verdadero Dios. Ha llamado al hombre a tener comunión con él y el rechazo de esta invitación es su ruina y perdición. El Nuevo Testamento enfatiza el error de Dios y por esto mismo subraya igualmente su ira, y el evangelista presenta repetidamente a nuestro Señor Jesucristo presa de justa y santa ira" (2). Estas palabras encierran una apreciación más correcta de las evidencias de los Evangelios que las que escribió el profesor C. H. Dodd: "El concepto de la ira de Dios no aparece en la enseñanza de Jesús a menos que hagamos fuerza a ciertos elementos de las parábolas de manera ilegítima" (3).

Cuando consideramos cuidadosamente las evidencias de los Evangelios resulta claro que la revelación de la ira de Dios en Jesucristo constituye en realidad una parte importante de su ministerio profético y sacerdotal. Coma heraldo de "palabras de vide eterna" revela ira divina llamando a los hombres -como Juan el bautista había hecho antes que él- al arrepentimiento con vistas a la inevitable ira que ha de venir y que caerá inexorablemente sobre cuantos no se hayan arrepentido. Que Jesús no enseñó ninguna doctrina de salvación universal, sino que más bien exhortó a los hombres a temer el día final de la ira divina, se desprende claramente de palabras tales como éstas: "No temáis a los que matan el cuerpo y después nada más pueden hacer. Pero os enseñaré a quién habéis de temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vide, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed" (Lucas 12:4-5). Y "aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente" (Lucas 13:4-5). Jesús veía que lo que aguardaba a la generación a la cual se dirigía no era la salvación sino la condenación. Será más llevadero el juicio -dijo-, a Tiro y Sidón, ciudades paganas, que a las ciudades que han presenciado sus poderosas obras y han seguido en la incredulidad (Lucas 10:14). Es digno de observación que Lucas, el evangelista a quien Dante llamó "scribe mansuetudinis Christi", el discípulo que escribió mayormente pare los gentiles, no dudó en registrar todos estos dichos de Jesús. Además, es el único evangelista que toma nota de las palabras de Cristo anunciando el desastre de la próxima destrucción de Jerusalén, como manifestación específica de la ira divina (Lucas 21:23).

Una revelación similar de la ira divina aparece en las parábolas de Jesús, especialmente las que se refieren al juicio de Dios. Es verdad que los detalles de las parábolas no deben violentarse para convertirlos en fácil alegoría, pero algunos comentaristas han pecado quizá por dejarse llevar por el extremo opuesto: abandonando completamente el elemento alegórico que parece hallarse implícito en algunas de ellas. Así, al hablar de la parábola del festín de bodas en Mateo 22, el profesor Dodd escribe: "Ver el carácter de Dios en el Rey que destruye a sus enemigos es tan ¡legítimo como encontrarlo en el carácter del juez injusto" (4). Pero debemos señalar, sin embargo, que al final de la parábola del Juez injusto, Cristo deja bien sentado que el juez no puede ser interpretado alegóricamente, sino que el argumento implícito está a fortiori. Podemos parafrasear Lucas 18:67 de la siguiente manera: "El Señor dijo: Oíd lo que dijo el juez injusto (quien en esta ocasión aislada ha demostrado alguna consideración por el hombre). ¿Y acaso Dios no hará justicia (Dios, cuyo carácter es tan completamente diferente del juez injusto) a sus escogidos, que claman a él día y noche?" En la parábola del festín de bodas, en Mateo 22, por otra parte no se nos ofrece ninguna explicación parecida; y los oyentes supusieron naturalmente que en el versículo 7 Jesús estaba pronunciando una profecía de la destrucción que esperaba a la santa ciudad como señal de la cólera divina. "AI oírlo el rey se enojó; y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad" (5). En la parábola paralela de la gran cena, en Lucas, el anfitrión se nos presenta como "enojado" con los invitados que rechazaron la invitación al banquete (Lucas 14:21). Otra parábola, la del siervo injusto, da pie al Señor para decir que Dios tratará a aquellos que no quieren perdonar de la misma manera que el rey de esta historia trató a su esclavo que no perdonaba a nadie. El mismo alegoriza la narración: "Entonces, su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía. Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas" (Mateo 18:34-35).

En segundo lugar, Jesús revela la ira de Dios en las expresiones no disimuladas de su propia ira, a las cuales los evangelistas prestan la debida atención en situaciones concretas del ministerio profético del Salvador. Mención explícita del enojo del Señor es la que registra Marcos en el relato de la curación del hombre que tenía la mano seca en la Sinagoga en sábado, en donde leemos: "Entonces, mirándolos alrededor con enojo, entristecido por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: Extiende la mano..." (Marcos 3:5). Mateo no tiene paralelo para la primera parte de esta oración; mientras que Lucas, que parece seguir a Marcos más de cerca, dice: "Y mirándolos a todos alrededor, dijo al hombre: Extiende to mano" (Lucas 6:10; Mateo 12:13).

Es Marcos quien a menudo nos muestra las emociones humanas de Jesús, aunque nunca fueron meramente humanas, porque en ellas se revela la reacción divina a las palabras y los hechos de los hombres. Los comentaristas han observado que el participio que expresa la mirada llena de enojo de Jesús en este incidente está en tiempo aoristo (periblepsamenos) mientras que el participio que indica la pena de Cristo está en tiempo presente (sunlupoumenos), deduciendo que el enojo fue expresado en una mirada fugaz, mientras que el pesar fue persistente. Con todo, el hecho del enojo de Jesús en esta ocasión queda en pie. Parece que fue motivado no sólo al ver que quienes presenciaron su milagro buscaban razones "legales" para acusarle, sino también al contemplar la impotencia de esta miserable gente para comprender que la mera abstención, el no hacer daño a nadie (en el sentido legal), no era la adecuada interpretación del mandamiento divino de no trabajar en sábado. Permanecieron callados cuando Jesús les preguntó: "¿Es lícito en día de reposo hacer bien, o hacer mal? ¿Salvar la vida, o quitarla?" (Lucas 6:9). No entendían que, en ocasiones, no obrar implica de hecho obrar mal. No curar al enfermo es lo mismo que matarlo. ¿Cómo podía Jesús aceptar una interpretación del descanso sabático que llevaba a la violación del sexto mandamiento? Cierto que los rabinos permitían la curación de un enfermo si se creía que su vida peligraba; y los fariseos pudieron muy bien haber pensado que en aquel caso la vida del hombre sanado por Jesús no estaba en peligro. Pero parece que Nuestro Señor se enojó precisamente por esto: porque pensaban que ellos podían decidir cuándo una vida humana se hallaba realmente en peligro. Esto forma parte de la arrogancia que engendra el pecado, arrogancia que nos ciega para ver que nuestra vida está de continuo expuesta al riesgo y la incertidumbre y que no subsistiríamos aparte de Dios, Señor de la vida, y dador de ella. Fue esta ceguera (el verdadero sentido de porosis en Marcos 3:5) to que enojó y entristeció a Cristo.

En Marcos 10:14 leemos que "Jesús se indignó" con sus discípulos porque reprendían a los que traían a sus hijos para que Jesús los tocara; o, como dice Mateo, "para que pusiese las manos sobre ellos y orase" (Mateo 19:13). La indignación de Jesús en esta ocasión no fue motivada por razones humanitarias solamente. Jesús se indignó porque a buen seguro que tras las palabras de reprensión de los apóstoles a quienes se acercaban, se escondía el siguiente pensamiento: "¿Qué han merecido, o qué han hecho estos niños para hacerse acreedores de la bendición del Maestro? Más tarde, cuando hayan amontonado cierta cantidad de buenas obras, podrán venir y reclamar justamente una bendición, pero no ahora". Era esta manera de entender la relación de los hombres con Dios la que despertó la indignación de Jesús. Los apóstoles estaban demostrando que en su corazón eran unos perfectos fariseos. ¿Cómo podía Cristo dejar de bendecir a los niños, cuando en realidad -y como explicó en una ocasión-, eran parábolas vivientes de la verdad esencial que había venido a proclamar: la verdad de que precisamente porque el pecado convierte al hombre en un ser orgulloso y autosuficiente, es necesario un nuevo nacimiento llevado a cabo por la actividad creadora de Dios mismo antes de que el corazón humano pueda recibir el reino de Dios? El hombre tiene que recibir la salvación, que jamás podrá merecer por más que viva, y recibirla con la misma disposición del niño que acepta lo que se le da.

Los evangelistas han conservado el testimonio de esta indignación de Cristo ante el fracaso de los discípulos por entender la verdad encerrada en Romanos 3:20. "por las obras de la ley ninguna carne se justificará delante de Dios".

También registraron la indignación del Maestro en el templo y que dio lugar a una clara manifestación de su justa ira. La causa de su, cólera en esta ocasión fue la torpeza de los fariseos que confiaban ciegamente en los sacrificios del templo como un medio para asegurar la continuidad del pacto y para librarse de la ira que había de venir. No acertaron a ver el carácter temporal del sistema levítico y no conocieron la verdad afirmada en la epístola a los Hebreos: "la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados" (Hebreos 10:4). El templo además, había dejado de ser "casa de oración para todas las naciones" y, a partir del exilio, se convirtió en el símbolo externo del exclusivismo judío. Además, el templo no era ya más que "una cueva de ladrones", según palabras del propio Jesús (cf. Jeremías 7:8-11; Mateo 21:13), donde los hombres pensaban poder salvar sus conciencias mediante fraudulentas transacciones dentro de la propia casa de Dios. Cuando Jesús, según el evangelio de Juan, en su primera visita a Jerusalén "hizo un azote de cuerdas y echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas", no era llevado solamente por el celo de la casa de Dios -como discípulos acertadamente comprendieron (Juan 2:15 y 17)sino que se hallaba cumpliendo las palabras de Malaquías 3:1-2, si bien el evangelista mencionado no las cita: "y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis... ¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida?, ¿o quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador y como jabón de lavadores". En los Evangelios sinópticos es uno de los últimos hechos proféticos realizados por Jesús y conduce directamente a su muerte y resurrección; o, para expresarlo teológicamente, a la destrucción y reedificación del templo de su Cuerpo, acerca del cual el relato de Juan habla de manera accidental (Juan 2:19-22), y que vendría a ser el medio por el que se haría posible una adoración más pura y universal en el santuario del corazón de los redimidos. En Marcos y Mateo el incidente se encuentra también conectado con la misteriosa maldición de la higuera. Israel era como un árbol plantado junto a copiosas aguas y del que cabía esperar fruto a su debido tiempo. Sin embargo, no dio este fruto y su condición era la misma que aquella higuera que Cristo maldijo como símbolo de la maldición fulminada sobre Israel. Por su apariencia parecía llevar mucho fruto, pero en realidad estaba seca. En lugar de producir los frutos dignos del arrepentimiento, que les hubieran permitido huir de la ira futura, los judíos, con su legalísimo pretencioso y la falsa seguridad de su templo, se estaban haciendo acreedores a la maldición divina.

La tercera manera en que Jesús manifestó la ira divina a través de su ministerio profético fue la severidad con la que denunció a aquellos cuya conducta y creencias eran contrarias a to que sabían era la explícita voluntad de Dios, o que deliberadamente rechazaban la gracia divina que se les ofrecía en la propia Persona y obra del Redentor.

Una de sus palabras más severas fue dirigida en contra de quienes deliberadamente levantaban piedras de tropiezo en el camino de los creyentes faltos de madurez: "Cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar" (Mateo 18:6). "El pecado de los pecados -se ha dicho con razón-, es el de llevar a otros al pecado, especialmente los débiles, los simples, los inconstantes, etc.". Los fariseos (y más tarde los judaizantes, que trataron de robar a los convertidos de Pablo la libertad que tenían en Cristo) fueron culpables de este pecado. No es, pues, sorprendente que algunas de las más agrias denuncias de Jesús fueran dirigidas en contra de los fariseos; y la serie de ayes que llenan Mateo 23 constituyen una descripción aguda y completa de la clase de conducta pecaminosa que caracteriza a la "gente religiosa y respetable". La única conducta de la que son capaces, pues permanecen fundamentalmente inconversos, sin conocer el arrepentimiento y ciegos al poder del pecado en sus vidas el cual sigue minando sus intenciones y pervirtiendo sus acciones. El contenido de Mateo 23 puede aplicarse, no sólo a los fariseos que por primera vez lo escucharon, sino a todos cuantos fueron satirizados por Jesús como las noventa y nueve personas "justas" que no necesitan arrepentimiento", gente que mira con desprecio a los demás a quienes califica de "pecadores" porque se resisten a guardar sus tradiciones. James Denney ha resumido así el contenido de Mateo 23:

"Mantener al pueblo ignorante de la verdad religiosa. bien sea porque no la vivimos nosotros o porque no se la dejamos vivir (v. 13); hacer de la piedad un pretexto para la avaricia (v. 14); hacer prosélitos para nuestra facción con la excusa de que estamos reclutando nombres para el reino de Dios (v. 15); engañar a las conciencias simples mediante los sofismas de la casuística (vs. 16-22); destruir el sentido de la proporción en las cuestiones morales, haciendo de la moralidad una cuestión de legalismo frío en el que todas las cosas puedan ser colocadas al mismo nivel (vs. 23 y siguientes); dar más importancia a las apariencias que a la realidad; y reducir la vida a un juego, a una comedia que tiene tanto de tragedia como de farsa (vs. 25-28); volver a cometer los pecados del pasado mientras que al mismo tiempo afectamos una piadosa aversión por los mismos; crucificar a los profetas contemporáneos y construir monumentos a los que sufrieron martirio en el pasado (v. 29 y ss.): todo esto era lo que como un torrente llenaba el alma de Jesús de santa y justa ira y provocó la tajante denuncia que hizo de sus enemigos" (6).

Pero los "ayes" de Jesús, que tan elocuentemente hablan de la ira de Dios, van dirigidos no sólo a los fariseos y a cuantos manifiestan un espíritu farisaico, sino también a los que se enorgullecen de sus posesiones materiales o de sus dones personales; a los que se complacen en sí mismos; a los que están ciegos a su necesidad de arrepentimiento; y a los que imaginan que su vida debe ser buena porque recibe la aprobación de sus semejantes. La ira de Dios, según se desprende de Lucas 6:24-26, está sobre los que se sienten "ricos", "saciados", o que "ríen", o son bien considerados por la sociedad: "¡Ay de vosotros, ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, porque así hacían sus padres con los falsos profetas".

Cristo sabía que esta es la condición en que se encuentran todos los hombres por naturaleza, aunque la mayoría de ellos no se dan cuenta. Mas, como su venida al mundo tuvo por objeto revelar el amor de Dios, tanto como su ira, tenía que haber algo más que proclamar la trágica suerte que aguarda a los incrédulos en las manos de Dios justo y airado contra el pecado. Además de un ministerio profético, Jesús tenía que llevar a cabo una obra sacerdotal; una obra que implicaba nada menos que beber la copa de la ira divina hasta las heces. Bebió esta copa en Getsemaní y en el Calvario cuando Dios "cargó sobre él el pecado de todos nosotros". El conocimiento de la amargura de esta copa le llevó a orar: "Padre mío, si es posible pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú'', "Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora" (Mateo 26:39; Juan 12:27).

Cuando Pablo dice que "Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición" (Gálatas 3:13) y que "al que no conoció pecado, por nosotros le hizo pecado" (2.a Corintios 5:21), está diciendo en realidad que Cristo, aunque era sin pecado, experimentó la ira de Dios en contra de los pecadores que los convierte en malditos según la sentencia de muerte de la ley divina. No vamos a suponer, desde luego, que al beber la copa de la ira, Jesús pensó que Dios estaba airado contra él. ¿Cómo podía Dios enojarse con aquel de quien dijo: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia", y que se levantó de Getsemaní diciendo: "No sea como yo quiero, sino como tú"; y que sabía que Dios podía ser glorificado de manera suprema únicamente por la pasión de su Hijo amado? (Juan 12-31). Pero experimentó la miseria, la aflicción, el castigo y la muerte que son la suerte trágica de todos los pecadores sujetos -por pecadores- a la ira de Dios. Dios es santo y justo, completamente santo y perfectamente justo; debe, pues, castigar a los pecadores. De ahí que sea lógico ver a los cristianos, cuando contemplan la pasión de Jesús, acudir a las palabras de Jeremías sobre las ruinas de Jerusalén toda vez que ven una semejanza entre los sufrimientos del Salvador y la destrucción llevada a cabo por la ira divina mediante la invasión babilónica: "¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; porque Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente furor" (Lamentaciones 1:12) (7). Fue el horror de experimentar la completa separación de Dios, que constituye el estado inevitable y permanente de los impíos, el que hizo resonar de nuevo en las sombras del primer Viernes Santo el clamor del salmista de labios de Jesús: "Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Salmo 22:1; Mateo 27:46). En aquellos instantes, el Salvador apuraba hasta las heces la copa de la ira divina.

El beber la copa de la ira en lugar de aquellos para quienes estaba preparada, formaba parte esencial de los negocios del Padre" (Lucas 2:49) que Jesús había venido a realizar. Y cuando Pedro trató de disuadirle, queriendo estorbar su vocación, el Señor le habló en términos tan vehementes que es difícil no entenderlos como una expresión de su santa ira: "¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo...". )Mateo 16:23).

Los que no le acepten como Cordero de Dios, por cuyo sacrificio la culpa de los pecadores es perdonada, escogen para sí la condenación y se alejan de la salvación; prefieren las tinieblas a la luz, la muerte a la vida. Tal es la verdad que Jesús enseñó en múltiples ocasiones, según nos revela el Evangelio de Juan en muchas de las sentencias del Señor que nos ha conservado. Mas, acaso ninguna tan explícita como Juan 3:36, "El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que desobedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él". Igualmente severas son las palabras registradas en Mateo 21:44, cuando Jesús se refiere a sí mismo como la Piedra angular rechazada por los edificadores y la cual, sin embargo, es la piedra principal del nuevo templo en donde el hombre puede hallar seguridad y obtener la liberación de la ira divina que se cierne sobre él, y añade: "El que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, le desmenuzará". Los judíos habían caído sobre esta piedra, por lo tanto Jesús profetizó que el reino de Dios les sería quitado y dado a otro pueblo que produzca los frutos de él (cf. Mateo 21:43). No reconocer que los hechos de Jesús eran en realidad un asalto divino a la fortaleza del mal; y atribuirlos a algún poder maligno, como hicieron los escribas de Jerusalén, constituyó un pecado de blasfemia contra el Espíritu Santo; y "cualquiera que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno" (Marcos 3:29). De igual manera, no reconocer lo que Jesús es, o sea: el Hijo de Dios venido para proclamar la palabra de Dios y realizar la gran obra de Dios, hizo que los judíos ya no pudieran ser considerados más como hijos de Dios. Demostraban que eran más bien hijos del diablo, condenados a morir en sus pecados y a recibir el castigo preparado para el diablo y sus ángeles (cf. Juan 8:42 y ss.).

Son palabras de Cristo muy severas, pero forman parte integrante de la revelación de Dios dada a conocer en Cristo Jesús tanto como aquellas otras sentencias del Maestro que expresan tan maravillosamente el amor y la misericordia del Dios hecho hombre. Echar a un lado estas palabras tan duras y concentrar la atención únicamente en aquellos pasajes de los Evangelios que proclaman la paternidad de Dios es presentar una cristianismo debilitado a incompleto que no podrá nunca hacer to que Cristo quiso que se hiciera con él y por él: salvar a los hombres de la ira que ha de venir. En este sentido queremos citar las palabras de un escritor que recientemente hizo la siguiente observación que compartimos plenamente: "Los que tan sólo tienen ojos para ver el amor de Dios desvían su mirada de la antipática doctrina de la ira de Dios. Pero al eliminar la ira -la desgracia- de Dios han eliminado también la gracia de Dios. Donde no hay temor no puede haber liberación. El amor debe estar basado en la justicia" (8). También podemos expresar esta verdad tan vital de manera algo distinta diciendo que al tratar de eliminar el infierno hemos de eliminar también el cielo, el cual, en las palabras de¡ Te Deum, Jesús mediante su muerte y resurrección "abrió a todos los creyentes".

La resurrección es la evidencia constante de que el sacrificio sacerdotal de Cristo ha sido aceptado por Dios. El Nuevo Testamento nos enseña claramente que la buena nueva del primer día de Pascua no fue tanto el hecho de que un Hombre se había levantado de su tumba, como el que el sacrificio de Cristo, el verdadero Cordero pascual, había recibido la aprobación divina y que, por consiguiente, todos los que aceptasen este sacrificio pare sí, con fe como medio de salvación, quedaban colocados en una nueva relación con Dios, en un estado no de desgracia, sino de gracia; dejando de ser objeto de la ira divina y convirtiéndose en herederos de la gloria de Cristo como hijos redimidos. Por esto a Jesús le proclaman los apóstoles como "quien nos libra de la ira venidera" (l.a Tesalonicenses 1:10). "Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira", explica Pablo a Los Romanos (Romanos 5:9). El creyente puede, pues, esperar con confianza y seguridad el día en que la ira de Dios será revelada de manera plena y final, sabiendo que el Señor "no :nos ha puesto pare ira, sino pare alcanzar salvación por medio de Nuestro Señor Jesucristo" (l.a Tesalonicenses 5:9).

Aunque la ira de Dios se halla revelada siempre, en mayor o menor grado, en los juicios de Dios que encuentran expresión en el ordenamiento providencial de la historia humane -la historia tanto de naciones como individuos-, sigue en pie el hecho de que en su misericordia soporta "con mucha paciencia los vasos de ira preparados pare destrucción" (Romanos 9:22).

Debe haber, pues, ya que la Biblia lo afirma constantemente, un día de juicio final que resultará ser un día de salvación complete pare el creyente, pero que será también día de ira extreme pare los impíos.

***
 

IV

LA MANIFESTACIÓN DE LA IRA DIVINA EN EL NUEVO PACTO

El Nuevo Testamento enseña claramente que todos cuantos responden con fe al Evangelio apostólico, y se hallan bajo la influencia santificadora del Espíritu de Cristo, son conscientes de un cambio tan grande operado en sus vidas que las únicas expresiones del lenguaje humano para describirlo son los conceptos de "nacimiento" y "resurrección". Han "nacido de nuevo"; "han pasado de muerte a vida". Dios los ha libertado del poder de las tinieblas y los ha trasladado al reino de su amado Hijo (Colosenses 1:13). Un elemento esencial en esta experiencia de conversión es el saber que ya no se encuentran bajo la ira sino bajo la gracia. Con todo, el Nuevo Testamento está lejos de afirmar que el cristiano se ve libre, automáticamente, de cualquier manifestación del enojo divino. El mensaje neotestamentario declara que el pecador justificado debe convertirse en el pecador santificado. Está llamado a permanecer en el amor de Dios. La diferencia esencial entre el creyente y el incrédulo es que mientras éste, tanto si se da cuenta de ello como si no, está inevitablemente sujeto a la ira de Dios, el creyente, mediante su continua sumisión al Espíritu Santo, permanece en la gracia y escapa a esa ira.

Pablo ponía buen cuidado en advertir a los cristianos en contra del peligro de caer en una falsa seguridad. Si vivían por fe en Cristo, el cual se sacrificó por ellos, entonces ellos se encontraban en la obligación de ofrecerse a su Señor como un sacrificio puro y limpio de toda codicia o suciedad. La contaminación moral demostraría que no eran hijos de Dios, sino hijos de desobediencia y bajo la ira divina (Efesios 5:1-6). Mas, si antes eran "tinieblas" y ahora eran "luz en el Señor", debían andar como "hijos de luz", produciendo los frutos de la luz que consisten en la bondad moral (Efesios 5:8-9). Porque habían resucitado con Cristo y podían gozar de los beneficios de su pasión, estaban obligados a mirar "las cosas de arriba... y mortificar sus miembros sobre la tierra"; y estos "miembros" se nos dice que son principalmente la sensualidad y la avaricia que es idolatría. (Una posible explicación de la identificación que Pablo hace de la "avaricia" con la "idolatría" nos la da E. F. Scott: "Probablemente la verdadera explicación hay que buscarla en una modalidad hebrea de hablar que recargaba la gravedad de una ofensa por medio de su identificación con otra que todo el mundo reconocía como a tal". (Epistle to the Colossians, Moffat Commentary, página 67). Sin embargo, Pablo pudo también haber querido decir que la riqueza, el poder, la influencia y las demás cosas que la codicia hace desear al hombre tienden a convertirse en ídolos. Hay una parecida asociación de la avaricia y la idolatría que movió al Señor a pronunciar unas terribles palabras de enojo en Isaías 57:17, después de describir gráficamente la idolatría en la primera mitad del capítulo: "Por la iniquidad de su codicia me enojé, y le herí, escondí mi rostro y me indigné; y él siguió rebelde por el camino de su corazón").

Y añade Pablo que por causa de estas cosas "la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia" (Colosenses 3: 1-6). El hecho de que no estuvieran bajo la ley sino bajo la gracia, no debía hacerles olvidar que hay una "ley de Cristo" que debe ser guardada (Calatas 6:2). El haberse "despojado del viejo hombre con sus hechos" y haberse "revestido del nuevo" debía llevarles a recordar que el nuevo "se va renovando hasta el conocimiento pleno, conforme a la imagen del que lo creó" (Colosenses 3:9-11). Cierto que, como Pablo dijo a los fieles de Tesalónica, "no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo", mas esto mismo constituye una razón que les impulsa a responder al llamamiento que se les hace de ser sobrios, vestidos con "la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo" (1.a Tesalonicenses 5:8-9).

Muchos de los cristianos de Corinto no acertaron a comprender, al principio, que el cristianismo era algo muy distinto de las religiones de misterio tan populares entre los griegos. No se trataba de un opus operatum que iba a darles una seguridad mecánica y permanente. Los que estaban "en Cristo", miembros del nuevo Israel, e hijos del nuevo pacto, no se hallaban libres de la obligación de ocuparse y preocuparse por las cuestiones relativas a la conducta moral. Porque si bien era cierto que todo les era lícito, también lo era que no todo les convenía igualmente. En su intento de hacerles ver claro en todas estas cuestiones, el apóstol Pablo recordaba a sus lectores el trágico destino que sufrieron la mayoría de israelitas en el viaje de Egipto a Canaán. Al obrar así, Pablo pone de relieve que el Dios con quien los antiguos israelitas tenían que habérselas es el mismo Dios que ha convertido a estos cristianos corintios en parte del nuevo Israel, estableciendo con ellos un nuevo pacto inaugurado por la sangre de Jesús. La historia del antiguo Israel no fue escrita como simple tema de interés para los amantes de las antigüedades, sino porque es un registro inspirado por Dios, que contiene la palabra de Dios adecuada para el pueblo de Dios de todos los tiempos. "Estas cosas —escribe Pablo—, les acontecieron como ejemplo y están escritas para amonestarnos a nosotros" (1.a Corintios 10:11). Fueron hechos históricos con un significado único porque en ellos el Dios vivo obró para revelar a la humanidad los elementos esenciales de su naturaleza.

Estos israelitas del pasado, recuerda Pablo a los corintios, fueron un pueblo privilegiado no menos que los cristianos. Estaban colocados "bajo la nube" de la protección divina. Ellos también tuvieron un salvador y experimentaron una salvación, puesto que fueron redimidos de la esclavitud de Egipto y tuvieron el privilegio de ser conducidos por Moisés, un hombre a quien Dios dotó de poderes sobrenaturales. También tenían sus propios sacramentos, porque fueron alimentados con el pan descendido del cielo y bebieron del agua viva de la roca. Sin embargo, fueron muy a menudo visitados en forma devastadora por la ira divina. "De los más de ellos —dice la Escritura— no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto" (1.a Corintios 10:5).

En el relato que el Antiguo Testamento hace de todos los ejemplos que Pablo presenta en 1.a Corintios 10:1-10, se hace explícita mención de la ira de Dios sobre Israel. Leemos cuando el Señor envió codornices del mar en respuesta al deseo de comer carne que formularon los israelitas: "Aún estaba la carne en los dientes de ellos, antes que fuese masticada, cuando la ira de Jehová se encendió en el pueblo e hirió Jehová al pueblo con una plaga muy grande" (Números 11:13). Cuando Aarón levantó el becerro de oro y dijo: "Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto" y "se sentó el pueblo a comer y a beber y se levantó a regocijarse, el Señor dijo a Moisés: "tu pueblo que sacaste de la tierra de Egipto se ha corrompido... Yo he visto a este pueblo, que por cierto es pueblo de dura cerviz. Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos y los consuma" (Éxodo 32:4-5-9-10). Cuando "el pueblo empezó a fornicar con las hijas de Moab, las cuales invitaban al pueblo a los sacrificios de sus dioses; y el pueblo comió y se inclinó a sus dioses... el furor de Jehová se encendió contra Israel; y murieron de aquella mortandad veinticuatro mil" (Números 25:1-3-9). Cuando Israel probó la paciencia de Dios y murmuró contra Aarón y Moisés diciendo: "¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este desierto?", la ira del Señor (aunque esta expresión no aparece explícitamente en el relato) se manifestó en la plaga de serpientes ardientes, hasta que gracias a la intercesión de Moisés fueron liberados por medio de la serpiente de bronce que obró como un medio de la gracia salvadora de Dios (Números 21:5-8). Cuando, después de que la tierra se hubo tragado a Coré, Datan y Abiram, promotores de una rebelión contraria a los dirigentes que Dios mismo había puesto, la congregación de Israel murmuró de nuevo contra Moisés y Aarón y "Jehová habló a Moisés diciendo: Apartaos de en medio de esta congregación y los consumiré en un momento. Y ellos se postraron sobre sus rostros. Y dijo Moisés a Aarón: ve pronto a la congregación y haz expiación por ellos, porque el furor ha salido de la presencia de Jehová; la mortandad ha comenzado" (Números 16:44-46). Pablo deduce de estas referencias, que cita en 1.a Corintios 10, que la misma clase de penalidades que las que sufrió el antiguo Israel caerán sobre los cristianos si piensan que se hallan libres de toda inseguridad: "Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga" (1.a Corintios 10:12). Sin duda, los cristianos de Corinto se vanagloriaban de no ser ya paganos ni profanos. Pero el apóstol les recuerda que los sectarismos que existen entre ellos son señales de que todavía hay en ellos sacrilegio. Están profanando el templo en el cual Dios se digna ahora morar. Y les advierte, no de manera incierta, que "si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es" (1.a Corintios 3:17).

Es de notar que la epístola a los Hebreos llama la atención también a los castigos que la ira divina infligió a Israel durante su travesía por el desierto. Como resultado de la desobediencia persistente, el autor recuerda a sus lectores, citando el salmo 95, que Dios juró "en su ira" que no entrarían en su reposo en la tierra a la cual se dirigían. Y aunque este reposo sigue siendo una esperanza para los hijos del nuevo pacto, sin embargo, la oportunidad de obtener sus bendiciones puede perderse para siempre, en caso de apostasía, como era el peligro en que se encontraban los lectores de dicha carta (Hebreos 3:7-12 y Hebreos 4). El peligro de caer en las manos del Dios vivo que es "fuego consumidor" resulta algo tan real bajo el nuevo pacto como lo era en el antiguo (cf. Hebreos 10:31 y 12:29)

Cuando Pablo recuerda a sus lectores de manera tan enfática el peligro en que se hallan, parece que proclama no sólo una verdad evidente en el Antiguo Testamento sino que está refiriéndose a algo que conoce por propia experiencia como cristiano. Debido a estas continuas advertencias que hace a sus hermanos cristianos, si no por otra razón, parece que deberíamos estar todos de acuerdo con los intérpretes que aseguran que la dramática descripción de su lucha íntima en Romanos 7 es un testimonio de la experiencia propia de Pablo desde, no antes, de su conversión. En los días que precedieron a su conversión, aunque separado ya por Dios desde el vientre de su madre para la gran tarea que le tenía reservada (Calatas 1:15), Pablo se encontraba bajo la ira de Dios. Pero lejos de darse cuenta de esto, pensaba que era un fariseo sin tacha (Filipenses 3:6), lleno de celo por Dios. Había guardado la letra estricta de la ley; si bien esta ley no había nunca influenciado realmente las motivaciones internas de su conducta, tan sólo había alimentado las llamas de su orgullo. No obstante, había sido feliz en su propia auto justificación, porque había supuesto alegremente que estaba haciendo la voluntad de Dios durante ese tiempo. Cuando, pues, miraba atrás a esa época de su vida que culminó en el supremo pecado de perseguir a la Iglesia de Dios (1.a Corintios 15:9) bajo el engaño de pensar hacer la obra de Dios, podía decir: "Yo sin la ley vivía en un tiempo" (Romanos 7:9). La señal característica del hombre no regenerado es que cree estar completamente vivo cuando en realidad está espiritualmente muerto. Supone que es el objeto del amor de Dios, cuando en realidad es el objeto de su ira. En una palabra, no tiene idea de la extrema gravedad de su situación. Después de su conversión, sin embargo, Pablo vio claramente que hasta entonces no había sido más que un pecador todo el tiempo, necesitado de una salvación que él no hubiera podido alcanzar por sí mismo. Pero ahora que la salvación había llegado hasta él por la misericordia de Dios, era consciente de la lucha moral como no lo había sido nunca antes. Hasta aquel momento había sido enteramente "carnal", ajeno a las influencias del Espíritu Santo, y por lo tanto, no había conocido la lucha de un yo dividido. Mas, como cristiano es consciente, de manera aguda, de esta lucha. Sabe que dos fuerzas obran dentro de él: una "carne" que es todavía muy activa y un yo más alto, un "Yo" de tal manera influenciado por el Espíritu divino que ahora su mente es sensible a las cosas de Dios, odiando el pecado, y deleitándose en la ley divina. Entre esta "carne" y este "Yo" hay conflicto perpetuo; pero la victoria en potencia está con el "Yo", porque el "Yo" ya no es sólo el "Yo" sino que, como declara en Calatas 2:20, "ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí". Como resultado de la conversión de Pablo, afirmó acertadamente R. Haldane, "el pecado fue desplazado de su dominio, pero no de su morada"

Pablo, pues, cuando exclama: "¡Miserable hombre de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?", puede afirmar enseguida: "Gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro" (Romanos 7:24-25). Pero que la lucha moral prosigue incluso después de haber sido liberado del dominio del pecado es algo que el apóstol afirma muy claramente al añadir después de su grito de liberación estas palabras: "Así que, yo mismo, con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado". El intento de algunos eruditos, como Moffat, de simplificar todo este pasaje trasladando la segunda mitad del versículo 25 al final del versículo 23, para que pueda armonizar con la interpretación que supone que Pablo está describiendo la lucha previa a su conversión, no tiene apoyo en los manuscritos; por otra parte, dicha interpretación no encaja con la enseñanza de Pablo en los demás escritos suyos. Por consiguiente, debe ser rechazada como arbitraria e improbable. Como Karl Barth ha dicho acertadamente refiriéndose a Romanos 7, "lo que Pablo explica en este pasaje fue muy bien comprendido por los reformadores; pero no lo entienden esos modernos teólogos que lo leen con las lentes de su propia piedad... ¡Qué abismo tan grande separa la actitud arrogante, muy siglo XIX, del héroe conquistador, de la que tuvieron aquellos hombres que llegaron a despreciarse a sí mismos la cual es la característica de la verdadera religión!"

Hemos visto que en el Antiguo pacto aquellos que intentaron eludir los propósitos de Dios y frustrar sus planes para la salvación de sus escogidos, tuvieron que afrontar la ira de Dios y los desastres resultantes de la misma. Pablo tiene la misma certidumbre de que la ira divina descenderá también sobre los que, como dice en 1.a Tesalonicenses 2:15, "mataron al Señor Jesús y a sus profetas, y a nosotros nos expulsaron; y no agradan a Dios, y se oponen a todos los hombres, impidiéndonos hablar a los gentiles para que éstos se salven". La ira del Señor caerá sobre ellos, porque, dice Pablo: "Así colman ellos la medida de sus pecados". Más de una vez se afirma en la Biblia que Dios aplaza el despliegue de su ira hasta que los pecadores hayan alcanzado cierto grado de saturación inicua, más allá del cual Dios no quiere que vayan. Así en Génesis 15:16, se advierte a Abraham que la iniquidad del Amorreo no ha llegado a su colmo. De la misma manera, el Señor dijo a los fariseos de su día que debían llenar la medida de la maldad de sus padres antes de que recibieran el juicio del infierno del que no podrían escapar (Mateo 23:32-33). Se deduce de 1.a Tesalonicenses 2:16 que el tiempo a que se refería Jesús ya había llegado en los días del apóstol: "Vino sobre ellos la ira hasta el extremo". La destrucción de Jerusalén por los ejércitos de Tito culminaría este proceso. Las palabras de Pablo se cumplieron entonces, aunque no completamente, cuando la ciudad santa fue asolada el año 70. Aquel fue un día de ira, como Jesús especifica en Lucas 21:23, en cuyo texto, después de profetizar el sitio de Jerusalén, añade-"Habrá gran calamidad en la tierra (la tierra de Palestina), e ira sobre este pueblo (el pueblo judío)". El lugar en que está colocada esta profecía de la destrucción de Jerusalén en Lucas 21, dentro de un marco escatológico más amplio, hace evidente que Cristo consideró este acontecimiento como precursor del último día de la ira, cuando él mismo volverá para ejecutar el juicio final. Consideraremos ahora la revelación bíblica concerniente a este día.

***
 

V

EL DÍA FINAL DE LA IRA

La expresión "el día del Señor", tan corriente en la época de los grandes profetas de Israel, significaba para los israelitas aquel día final en que Jehová vindicaría (a justicia de su pueblo contra sus enemigos. Una de las tareas de los profetas era insistir en el hecho de que "el día del Señor" sería un día en que Dios vindicaría "su propia justicia" no sólo frente a los enemigos de Israel sino contra Israel mismo. Este "día del Señor" aparece siempre en el Antiguo Testamento como una realidad futura, si bien hubo acontecimientos en la historia que abarca este registro inspirado que fueron verdaderamente días de juicio para Israel y para los pueblos vecinos que lo oprimían.

La certeza de este último "día del Señor", en el que la absoluta justicia de Dios será completamente vindicada y libre de trabas el furor de su ira, pasa al Nuevo Testamento. Y éste es uno —entre otros-— de los factores que dan unidad a la teología bíblica. Queda todavía una "ira que ha de venir", cuando Juan el bautista da su mensaje, inaugurando la edad del cumplimiento a la cual señala el Antiguo Testamento. Un cumplimiento que. sin embargo, no será realizado completamente sino hasta la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo; porque queda todavía una "ira que ha de venir" cuando el Nuevo Testamento termina con las palabras "Ven, Señor Jesús".

El propósito principal de la misión de Juan fue capacitar a sus contemporáneos para que escapasen de la ira final; a tal fin les señalaba a Cristo, como el Cordero de Dios por cuyo sacrificio expiatorio los pecados del mundo serían quitados (Mateo 3:7; Juan 1:29). Pero este Cordero de Dios también está destinado a ser, como afirma Juan 5:22, el agente divino del juicio final: "Porque el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo." Por esta razón, el "día del Señor" —esperado todavía al cierre del Antiguo Testamento (1)—, "el día de la ira y el justo juicio de Dios", como Pablo lo llama en Romanos 2:5, en el Nuevo Testamento es sinónimo del día del retorno de Jesús, el divino Hijo del Hombre, en gloria. Y un elemento esencial de la salvación experimentada por los que se encuentran en el Nuevo Pacto es la anhelante y alegre espera de la gloriosa aparición del Señor y Salvador. Pablo asegura a los tesalonicenses que, si permanecen fieles hallarán aquel día completa liberación de la ira que será manifestada (cf. 1.a Tesaloni-censes 5:9). Los que eran perseguidos, cuando Pablo escribía su carta, pero permanecieron fieles a pesar de la persecución, recibirían el "reposo, en la manifestación del Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder" (2.a Tesalonicenses 1:7). Pero, por otro lado, aquellos que no obedecieron al Evangelio de Jesús y no conocieron a Dios tendrán que afrontar aquel día como un día de ira, en el cual "sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día" (2.a Tesalonicenses 1:9).

En el Nuevo Testamento, por consiguiente, el día final del juicio puede ser llamado no solamente "el día del Señor", sino que, tal como se le denomina en Apocalipsis 6:17, es también "el día de la ira" ("la ira de Dios y del Cordero") en completo paralelismo con el Antiguo Testamento. El Apocalipsis de San Juan enseña que por cuanto Cristo mismo bebió la copa de la ira divina preparada para los pecadores en su pasión expiatoria, es también el Agente divino a través del cual la ira divina será finalmente manifestada. Esta parece ser la razón principal por la que se amonesta a los creyentes a no tomarse la venganza por sí mismos. Si lo hicieran usurparían una función que pertenece a Dios exclusivamente y que será ejecutada por su Cristo. Pero en tanto llega aquel día, los que ejercen autoridad legítima en los gobiernos del mundo y legítimamente se oponen al mal castigando a los transgresores, pueden considerarse, en un sentido, como ministros de Dios, pues a través de ellos se manifiesta, aunque sea parcialmente, el ministerio de la ira divina (Romanos 13:4).

"Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará raíz ni rama. Mas a vosotros los que teméis mi nombre nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación... Hollaréis a los malos, los cuales serán ceniza bajo las plantas de vuestros pies, en el día que yo actúe, ha dicho Jehová de los ejércitos". (Malaquías 4:1-4).

Cuando Pablo en Romanos 12:19 advierte a los cristianos: "No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor", está refiriéndose sin duda a la manifestación de la ira divina en su eclosión final el día del juicio. La presencia del artículo definido en este versículo delante de la palabra "ira" y el hecho de que Pablo cierra su advertencia con la cita de Deuteronomio 32:35, "Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor", corrobora nuestra interpretación más allá de toda duda.

Viene el día cuando, según el Apocalipsis, el Señor resucitado y ascendido, abrirá los sellos del libro divino de los destinos en el cual están escritos los juicios del Dios Todopoderoso. El Cristo resucitado es el único digno de abrir este libro porque él es al mismo tiempo el Cordero que ha sido inmolado y el todopoderoso León de la tribu de Judá que con su sangre ha comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, linaje y nación (cf. Apocalipsis 5:9). El hecho de que el Cordero sea al mismo tiempo el León aumenta el aspecto terrible de su ira, cuando abre los sellos del Libro y desencadena los últimos ayes y plagas que marcarán el fin. Todos cuantos han tenido alguna responsabilidad en los problemas de la humanidad pero han obrado de manera contraria a los propósitos de Dios, se esconderán de la ira del Cordero en aquel día según describe gráfica y vividamente el Apocalipsis. Swete comentó acertadamente sobre Apocalipsis 6:16: "Lo que los pecadores temen no es la muerte, sino la revelación de la presencia de Dios... Hay una profunda psicología —añade-— en la observación de Génesis 3:8: "Y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios". "El Apocalipsis —prosigue el mismo autor— prevé la misma huida de la presencia del Señor en la última generación de la raza que la que tuvo lugar al principio cuando la caída de los padres de la humanidad. Pero entonces, al final, habrá otro motivo de terror: junto a la revelación de la presencia de Dios, se manifestará la ira del Cordero"

El Santo Cordero de Dios, mediante sus ángeles, arrojará su hoz en la tierra y vendimiará la viña de la tierra (llamada así porque es el fruto de una viña en contraste opuesto a la verdadera viña cuyas ramas llevan fruto para Dios) y echará las uvas en el gran lagar de la ira de Dios (Apocalipsis 14:19). Cristo es la palabra de Dios, el rey de reyes, el Señor de señores, que herirá a las naciones, y las regirá con vara de hierro, y pisará el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso (Apocalipsis 19:13-15-16). Y es él, Jesucristo, el que dará a beber a los pueblos el vino que produce esta viña, el vino mortal de la ira de Dios. Todos los que habrán adorado a la Bestia, o a cualquier otro sustituto del verdadero Dios, y todos cuantos hayan perseguido al pueblo de Dios "beberán del vino de la ira de Dios, que ha sido vaciado puro en el cáliz de su ira" (Apocalipsis 14:10). En 15:7 se usa una metáfora algo diferente. A los siete ángeles se les dan siete copas de oro llenas de la ira de Dios para que derramen su contenido sobre la tierra. Por medio de estas figuras y símbolos el libro del Apocalipsis enseña, sin lugar a dudas, la última y completa efusión de la ira divina sobre el mundo.

Los veinticuatro ancianos, que representan la Iglesia de Dios, son presentados en actitud de alabanza y adoración al Señor porque ha vindicado de manera absoluta y suprema su justicia y porque la ira divina ha demostrado ser más fuerte que el rugir vano de las naciones. Así, los siervos de Dios, los profetas y los santos, tanto grandes como pequeños, han recibido su galardón (cf. Apocalipsis 11:18). Porque, por grandes y terribles que sean los desastres que sobrevengan a la tierra, cuando los vasos de la ira sean vaciados, no alcanzarán a los siervos de Dios cuyas frentes están selladas con el bendito nombre de su Redentor, y cuyos nombres están escritos en el libro de la vida del Cordero (cf. Apocalipsis 7:3; 3:5). Para los redimidos, espera un paraíso mucho más sublime que el que Adán perdió, lugar de inefables bendiciones en donde verán a Dios, le adorarán y le gozarán eternamente.

"Por esto están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo; y el que está sentado sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos. Ya no tendrán hambre ni sed y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno; porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los guiará a fuentes de aguas de vida; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos" (Apocalipsis 7: 15-18).

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APÉNDICES


APÉNDICE I

EL DIOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO, ¿UNA DIVINIDAD SANGUINARIA?

A raíz de la guerra árabe-israelí es frecuente oír, o leer, juicios precipitados acerca de Jehová (o Jahveh), el Dios de los judíos, al que se iguala con Alá, el dios de los musulmanes. Ambas deidades, se dice, constituyen un buen estímulo para la lucha puesto que tanto el Antiguo Testamento como el Corán incitan a la "guerra santa" contra los enemigos. Así, Baltasar Porcel, en Destino (14-12-68), escribe: "...creo firmemente que cuando Mahoma proclama en su Corán que 'a quienes combaten en la senda de Dios, sean matados, sean vencedores, les daremos una enorme recompensa', y que cuando Jehová predica en su Biblia que 'perseguiréis a vuestros enemigos, que caerán ante vosotros al filo de la espada', creo firmemente que cuando Mahoma y Jehová hablan así de su pueblo, niegan el derecho a la vida y a la felicidad a Solimán, a Hamed, a Ab-derramán, a Roiz, a Nissim, a Moshé, a todos, absolutamente a todos".

Aparte el hecho de que el factor religioso apenas cuenta para los modernos israelitas (ni Ben Gurion, ni Golda Meyer, ni Moisés Dayan, por ejemplo, son creyentes), semejante aproximación entre el Antiguo Testamento y el Corán, y la nivelación de Mahoma y Jehová, son de una superficialidad rayana en el absurdo, muy a tono con la ligereza que ya comienza a ser proverbial en nuestra época cuando se considera la temática religiosa.

El Dios del Antiguo Testamento

Pero mucho más grave es, a nuestro juicio, el que esa superficialidad y esa ligereza se den cita en las páginas de revistas cristianas. No hace mucho leíamos un artículo en el que su autor exponía estos y parecidos desahogos: "... tampoco me cae simpático el Moisés de la última plaga. Ni justificaría yo al Josué que entra a Jericó matando hombres y mujeres y niños... Y si se me permite ser sincero al máximo, no entiendo al Dios del Antiguo Testamento con sus órdenes extrañas y parciales encaminadas al derramamiento de sangre".

Todos tenemos el deber —y no sólo el derecho— de ser sinceros. Pero, asimismo, todos tenemos ¡a obligación de ser sinceros con la verdad, es decir, con la realidad compleja de la existencia y de la historia. El ex obispo anglicano, Robinson, armó gran revuelo con su libro titulado, precisamente, Honesto para con Dios, del que nos hemos ocupado en otro lugar (1). Al hacer la reseña bibliográfica, algunos periódicos londinenses se hicieron esta pregunta: "¿Sincero con qué Dios?, ya que la imagen que ofrece Robinson de la deidad no tiene nada que ver con la que solíamos conocer por las palabras de la Biblia". Antes de emitir un juicio conviene examinar la cuestión debatida con objetividad y previo examen de todos los factores. No hagamos como el clérigo anglicano citado, cuya sinceridad, al fin y al cabo, no era más que fidelidad a los prejuicios filosóficos aprendidos en los libros de Tillich y a las reglas hermenéuticas de Bultmann. No es sinceridad —más bien le cuadraría llamarle comodidad— el apartar lo que no nos cae bien y despacharlo sin más, arbitrariamente, sólo Dios sabe por qué (los caminos y avalares de los prejuicios en un alma humana son cosa harto borrosa y difícil de aprehender), eximiéndonos del trabajo que comporta el estudio y la reflexión serias.

Por de pronto, es inadmisible lo que han intentado algunos cristianos: hacer división entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre Cristo y Jehová. En el artículo citado leímos —dentro de esta línea—: "Me subyuga más el Dios del Nuevo Testamento. ¡Ese sí que es Dios, aunque nazca de mujer!" Tal exclamación parece un eco de la retórica de Castelar cuando contraponía el Dios del Calvario al Dios del Sinaí, retórica que, hasta cierto punto, podía disculpársele al insigne tribuno del siglo pasado, pues ni era teólogo ni presumía de siervo de Dios. Para la conciencia cristiana es inadmisible esta rotura de la Revelación. En los primeros años del cristianismo se condenó a Marción (uno de los primeros en recortar el canon bíblico a su antojo y en hacer distinción entre Jehová y Jesús, entre el Antiguo Testamento y el Nuevo y aún entre los elementos "judíos" y los "no judíos" en los textos apostólicos) porque la Iglesia primitiva comprendió que si quería ser fiel a Jesucristo tenía que aceptar, como El, los escritos hebreos y reconocer en Jehová al "Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo".

Porque el problema no es que nos caiga simpático Moisés o Josué, sino que entendamos el por qué Dios mandó (ya que fueron órdenes divinas —Deuteronomio 31:1-5 y siguientes—) a ambos caudillos la conquista de Canaán y el exterminio de sus habitantes. La cuestión estriba en saber si tales órdenes fueron "extrañas", "parciales" y hasta "crueles". Y una comprensión de todo ello jamás podrá ser alcanzada, a menos que renunciemos al método fácil de oponer Jehová a Jesús y el Pacto Antiguo al Nuevo, irreconciliablemente.

La unidad del mensaje bíblico

Si aceptamos Isaías 53, hemos de admitir también el libro de Josué en todas sus partes. Si nos admira la gran salvación que Jehová obró con los hijos de Israel oprimidos por los egipcios, al hacerles pasar por medio de las aguas del Mar Rojo, también debemos admirarnos de la obra de su Providencia en las plagas, inclusive la última. No podemos elegir; o todo o nada.

Por medio de la persona y la obra de Jesús de Nazareth, Dios mismo ha irrumpido en la historia del mundo para iluminar y salvar definitivamente a los hombres. Ahora bien, los autores del Nuevo Testamento establecen un vínculo inseparable entre el gran hecho salvador del ministerio y la muerte, y la resurrección y la ascensión de Jesucristo y la historia pasada. Es decir: establecen una relación inconsútil entre la obra de Dios en la historia de Israel y la obra de Dios en Cristo. Lejos de ser un acontecimiento inicial, la manifestación de Jesucristo aparece en el Nuevo Testamento como el cumplimiento de la obra que el Dios vivo emprendió ya desde la más remota antigüedad y la condujo a su término con incansable paciencia en el seno, y a través, del pueblo de Israel constituido bajo la égida de Moisés. La grandeza y la eficacia decisivas del hecho central del Calvario destacan mucho más si se contemplan a la luz del cuadro de toda la historia de la salvación desde el principio, y hasta su cumplimiento. Separar este acontecimiento que llena las páginas del Nuevo Testamento de las promesas dadas a Israel —¡y aun de los eventos vividos tipológicamente (en figura) por el pueblo antiguo de Dios!— equivale a un robo: a quitarle al Nuevo Testamento su profundo y completo significado revelador y salvador. Esta es la razón por la que el Nuevo Testamento cita continuamente del Antiguo. Y es imposible admitir la verdad de aquél sin reconocer, al mismo tiempo, la de éste. El camino de Emaús conduce a esta verdad inexorablemente (Lucas 24:13-35).

Pero, ¿hay, entonces, alguna manera de explicar las órdenes de Dios tocante al exterminio de los habitantes de Canaán sin hacer violencia al amor y a la justicia de la divinidad que se nos revelan en la persona de Jesucristo?

La ira del Cordero

Antes de continuar, convendría detenernos un poco y preguntarnos qué entendemos nosotros por el amor y la justicia revelados en Jesús de Nazareth. ¡Cuidado, no hagamos con Jesús otra caricatura, como la que hemos hecho con Jehová!

Me decía, no hace mucho, un consagrado maestro cristiano, excelente pedagogo y piadoso hombre de Dios, que todos esos que se escandalizan al leer acerca de la ira de Dios en el Antiguo Testamento, parecen olvidar la ira de Jesús en el Nuevo; parecen hacer caso omiso de la ira del Cordero —cuyos vislumbres aparecen en los Evangelios y, sobre todo, en el sermón profético (Mateo 24)— que será revelada en el día postrero (Apocalipsis 14; 19; 19: 13-15-16). El día del juicio hará palidecer todo lo que la Biblia cuenta del Canaán conquistado por los hebreos. La última, completa y final efusión de la ira de Dios sobre el mundo está todavía por venir. El actual silencio de Dios ante la corrupción del hombre no significa que ahora el Señor hace la "vista gorda", sino que manifiesta su paciencia para salvación, hasta el día del juicio (2.a Pedro 3:8-12), pues no quiere que nadie se pierda...

R. V. G. Tasker, catedrático de exégesis del Nuevo Testamento en la Universidad de Londres -—¡hombre nada superficial!— ha estudiado con detalle y erudición este tema en su libro La ira de Dios, en donde resume la cuestión que nos atañe aquí de esta manera:

"La opinión sustentada por Marción en el siglo II, y consciente o inconscientemente adoptada por ciertos sectores que quieren llamarse "cristianos" de que el Antiguo Testamento revela solamente un Dios de ira y el Nuevo sólo un Dios de amor, es completamente errónea. Puede ser refutada por cualquiera que tenga de la Biblia un conocimiento algo más que superficial" (pág. 35).

Vayamos ahora a nuestra problemática concreta: ¿Por qué ordenó Dios el exterminio de los habitantes de Canaán?

En primer lugar, abramos la Biblia en el Génesis 15:16, o mejor todavía, comenzando en el versículo 13:

"Entonces Jehová dijo a Abraham: Ten por cierto que tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida por 400 años...

"...y en la cuarta generación volverán acá; porque aún no ha llegado a su colmo la maldad del amorreo hasta aquí".

Texto importantísimo éste para entender al Dios del Antiguo Testamento. Dios es paciente con el pecador; no castiga sino cuando la maldad ha llegado a su cenit; ni un solo minuto antes alzará su mano; además, su misericordia es tal que permitirá la esclavitud de Israel en Egipto unos años más con tal de no hacer violencia a su principio de justicia y no infringir castigo antes del tiempo justo, exacto y definitivo, cuando ya no queda ninguna esperanza de salvación, cuando "la maldad" ha llegado a "su colmo". Muchas lágrimas y mucho sudor verterán los hijos de Israel antes de poder salir de Egipto, pero no obrará Dios portentos con ellos sino cuando la tierra de Canaán —su futura morada— se halle poblada por una raza que ha perdido su derecho a la existencia.

Las "víctimas" cananeas

¿Quiénes eran las "víctimas" cananeas? Cualquier libro de historia informa sobre ello. Algunos ejemplos bastarán para trazar el cuadro de lo que fue la civilización cananea:

Se encontró en Megido el cadáver de una muchacha de unos 15 años, que había sido emparedada al pie de un muro de fortificación de un edificio. A pocos metros de distancia, una jarra, con el cadáver de un niño dentro. Con tales sacrificios humanos, los cananeos pensaban retener así el espíritu de la víctima en el edificio y asegurar su perpetua protección. Eran los llamados "sacrificios de fundación" (de casas, templos, etc.). Los niños eran introducidos en jarras, todavía vivos, cabeza abajo, y se les sepultaba. Muchos niños que no tenían más de una semana; otros, de meses. Y algunos jovencitos y adolescentes. Un eco de tales prácticas, condenadas por la palabra de Dios, puede ser consultado en los textos siguientes: Josué 6:26; 1.a Reyes 16: 34; Levítico 18:21; 20:2; Deuteronomio 12:31; 18:10; 2.a Reyes 16:3; 21:6; 23:10; Jeremías 7:31. La prostitución sagrada en los templos, el sadismo (a los prisioneros de guerra se les arrancaban los ojos y se les torturaba) y la violencia estaban a la orden del día.

Las divinidades cananeas —fiel reflejo del pueblo, como reza un proverbio alemán: "cada nación tiene la religión que merece", aforismo que, como todos, es relativo pero apunta un aspecto de la verdad— eran divinidades crueles, que exigían también sacrificios humanos, torturas y toda clase de obscenidades como parte integrante del culto que se les debía ofrecer. La degeneración comenzaba en el templo, en las ideas acerca de los espíritus, de las cosas trascendentes, y concluía en el hogar, donde ya apenas quedaba nada de dignidad, amor y respeto (Oseas 4:11-14; Isaías 57:5 y Jeremías 3:6 ilustran estas prácticas —como los textos anteriores— realizadas por otros pueblos contemporáneos a la monarquía israelita). Estos cultos obscenos ejercían una fuerte atracción, dado que apelaban a los instintos naturales del hombre no regenerado, a sus inclinaciones más salvajes y primitivas. Es de notar que pese a la conquista de Israel, el modo de vivir cananeo —y un buen número de ellos— pervivió y luego se esparció por todas aquellas tierras. ¿Cuál hubiese sido su influjo posterior si no hubiera sido exterminado como nación? Muchos rasgos de la misma mentalidad aparecerán luego en algunos de los enemigos del pueblo de Dios: asirios, babilonios, etc. Un estudio de las crueldades de la civilización asiria es, igualmente, elocuente al respecto. Con todo, Israel no cumplió a rajatabla las órdenes de Dios. Muchos cananeos siguieron con vida. Luego, Israel sufrió las consecuencias de manera dolorosa y trágica.

No olvidemos tampoco que en los cuatro siglos de la paciencia de Dios, mientras Israel sufría el yugo de la servidumbre egipcia, los cananeos derramaron mucha, muchísima más, sangre que la vertida por los hebreos en la conquista.

Además, en Canaán, la misma vida cotidiana era un continuo terror, un pánico legalizado, y la existencia se había convertido en algo más cruel que la muerte misma. Nada tan terrible allí como el ser niño, anciano, mujer o lisiado.

¿Justifican, sin embargo, estas condiciones un acto de genocidio? Existen otros factores que deben ser tomados en cuenta y que enlazan con mucho de lo que ya hemos dicho al comienzo de este artículo.

Israel, depositario de la palabra de Dios

La perversidad y la impiedad de los madianitas, los cananeos, etc., constituía una infección cancerosa que hubiera acabado destruyendo, tarde o temprano, el testimonio de Israel, si se les hubiera consentido una convivencia junto al pueblo elegido.

Mas, ¿no ha habido a lo largo de la historia, otros pueblos que han caído en iguales, o parecidos, excesos y corrupciones? Efectivamente, los ha habido. Y este hecho debe guiar nuestra interpretación de los mandatos de Dios para aquella ocasión. Así aprenderemos que fue aquella una coyuntura única. Su singularidad le viene de que no hay, ni hubo jamás, ningún otro pueblo —como el Israel de antaño— cuya supervivencia fuera tan vital para la historia de la humanidad y muy particularmente para la historia de la salvación. La preservación de Israel era algo fundamental para el bien del futuro del mundo. Y esta preservación había de ser tanto moral como física, espiritual y nacional.

Al juzgar algunos pasajes del Antiguo Testamento se olvida demasiado fácilmente que Israel fue llamado expresamente por Dios para recibir, guardar y transmitir el conocimiento redentor del Dios único, en medio de un mundo y unas sociedades atraídas casi irresistiblemente por la idolatría y toda su secuela de inmoralidad, crueldad y corrupción. "¿Qué ventaja tiene, pues, el judío? Mucho, en todas maneras. Primero, ciertamente, que les ha sido confiada la palabra de Dios" (Romanos 3:1-2). Esta custodia de la Revelación divina se encontrará en peligro muchas veces, en el devenir histórico de Israel; en ocasiones, por causas internas, otras veces por amenazas externas. Pensemos —como una combinación de ambos elementos— en la situación de Israel bajo el reinado de Acab y Jezabel (1.a Reyes 18 y siguientes) y cómo Dios consintió al exterminio de los profetas de Baal —obcecados, obstinados en su incredulidad y prestos a eliminar por el asesinato a todos sus oponentes—, así como más remotamente pronunciara sentencia contra Sodoma y Gomorra. Cuando el hombre peca contra el Espíritu Santo, es decir, contra todas las evidencias de la verdad divina que le ha sido propuesta de varias y distintas maneras, ya no queda esperanza para él. Si a ello se añade una inquina violenta contra el pueblo de Dios, un afán de destruirlo, de acallar su testimonio y hacer nula la Revelación divina de que es portador, entonces Dios no puede detener el castigo.

Sólo Dios puede dar la orden

Pero observemos que es Dios mismo el que en todos y cada uno de estos casos da la orden. Jamás deberá el hombre atreverse a tomar la iniciativa. No sólo porque es demasiada responsabilidad, sino porque entraña pecado de soberbia. Equivale a pretender conocer los designios de Dios antes de que Dios mismo los revele.

No es válido, pues, usar estos textos para "legalizar" cualquier acción similar posterior, alegando que se trata también de "guerra santa". Vienen al caso aquí las palabras de Martin Buber, al citar a un rabino: "Lo que la Torah nos enseña es esto: nadie sino Dios puede ordenarnos la destrucción de un hombre". Apoyado en este principio, M. Buber se opuso a la ejecución de Eichmann al ser condenado por los tribunales israelíes.

El test de las "Guerras santas"

No negamos que puedan haber civilizaciones tan decadentes y corruptas como las cananeas de los tiempos de Moisés y de Josué. Tal vez hoy mismo las hay. Pero lo que ha cambiado es la situación histórica, y muy concretamente el momento de la historia de la salvación. No hay ninguna comunidad humana, hoy, cuya supervivencia tenga para la preservación del depósito de la palabra divina, la misma importancia que tuvo entonces Israel. Ya los apóstoles viven en la plenitud de la revelación de esta palabra. Revelación y redención han sido consumadas en los días apostólicos. Esta es la ventaja que tenemos sobre los profetas del Antiguo Testamento (1.a Pedro 1:10-12). Tanto la acción redentora como la reveladora han sido consumadas y su testimonio ya no es patrimonio de un pueblo políticamente organizado sino del nuevo Israel de Dios, la Iglesia de Jesucristo, un pueblo en medio de los demás pueblos de la tierra.

Pero en tanto que dicha Revelación estaba en proceso —y la salvación que proclamaba—, el pueblo de Dios no podía quedar diluido en medio de los otros pueblos, a menos de poner en peligro la eficacia de su cometido. El riesgo era demasiado grande. Si Israel fallaba, Dios tenía que comenzar con otro pueblo. Y a repetir la historia. ¿Tendría esto sentido? El cuidado ejercido por Dios sobre el Israel antiguo —en lo que respecta a protección nacional y física— es algo excepcional y especial. Nadie hoy puede anotarse los mismos privilegios. Ni la Iglesia, puesto que vive en otras condiciones.

Desgraciadamente, siempre hay quien bajo la excusa de buscar la mayor gloria de Dios comete barbaridades sólo en su provecho. Entonces, se apela superficialmente a los textos del Antiguo Testamento. Pecado grave, que comienza siéndolo de exégesis y termina, casi siempre, en desvarío de apostasía. Esta es la tragedia de las guerras de religión.

Sólo Dios tiene derecho a indicar quién y cuándo debe morir. Sólo Dios conoce si todos los resortes y la sensibilidad del pecador han sido alcanzados; sólo Dios sabe si no queda nada que hacer en favor del pecador. Y, sobre todo, no olvidemos que era Dios quien dirigía la historia de su salvación, identificada en la historia de Israel. Sólo El daba esta clase de órdenes, para llevar a cabo sus propósitos de alentar el Reino de Dios en el mundo. La falsedad evidente de todas las demás supuestas "guerras santas" se descubre por cuanto nada han hecho, realmente, para cumplir los auténticos propósitos de Dios ni para adelantar su Reino.

Pero, ¿y los niños de Canaán?

En cuanto a los niños, su muerte fue una liberación. No hemos de olvidar que fueron arrebatados a una existencia bestial y tuvieron el privilegio de ir a la presencia de Dios; cosa difícil, si no imposible, en el caso de que hubiesen crecido en la cultura cananea o bajo sus influjos. Sé que esta explicación no convencerá al incrédulo, pero Jesús mismo nos invita a pensar de esta suerte, pues fue El quien dijo que "de los niños es el Reino de los cielos" y San Pablo escribía —y vivía— la gran verdad de que estar con el Señor, en las moradas eternas, es "mucho mejor". Se trata de una cuestión de fe que nos pone a prueba. O toda la Biblia, o nada de la Escritura. El mensaje entregado por Dios, a través de Israel, constituye un "todo" armónico y bien trabado. Si sacamos una "pieza", el resto del edificio se viene abajo; aunque no lo observemos nosotros a primera vista.

Jehová, lento para la ira y grande en misericordia

Para concluir, y como ejemplo de este carácter auténticamente "sagrado" que tomó la conquista de Canaán, examinemos textos como Josué 6:17 en donde comprobamos que aquella lucha no fue una simple expedición guerrera, sino un servicio hecho a Dios, con un carácter religioso específico, ya que todo el botín debía ser, no para los conquistadores, sino "anatema consagrado a Dios", según el sentido de la palabra original, que une la idea de algo maldito pero que debe ofrecerse a Dios a quien le pertenece por derecho de victoria.

El mensaje de la salvación obrada por Cristo —al que apuntan sin cesar las páginas del Antiguo Testamento— quiere darnos la misma lección: el hombre, debido a su pecado, es maldito para Dios. Pero el amor del Señor —cuya perfecta expresión nos la da la cruz donde pagó los derechos de su perfecta justicia que no puede pasar por alto el pecado— nos vence y tomando nuestro "anatema" lo destruye en el mar insondable de su misericordia. Y ya no se acuerda más de nuestros pecados.

Este es el mismo Dios de Moisés y de Josué, de Elías y de David, el Dios encarnado en Jesucristo y que desde las páginas del Antiguo Testamento ya decía a la humanidad:

"Misericordioso y clemente es Jehová; lento para la ira y grande en misericordia. No contenderá para siempre, ni para siempre guardará el enojo" (Salmo 7:11).

Creo que cuanto antecede es suficiente para contestar a las objeciones de quienes consideran cruel al Dios del Antiguo Testamento. La cristiandad moderna, sin embargo, más dada a la superficialidad que a la profundidad, preferirá ahorrarse el estudio y dirá que no entiende a Jehová. Todavía leeremos, como nosotros hemos leído recientemente: "La sangre en el Antiguo Testamento corre... Por qué corre y cuál es el alcance final de las acciones divinas, es algo que sólo Dios sabe", con lo cual se hace a Dios responsable de toda la sangre del Antiguo Testamento. Igual sería hacerle culpable de la sangre de Abel y de todos los sufrimientos de la historia humana.

No se trata de justificar toda la violencia y toda la sangre que aparece en las páginas de la Biblia. Es elemental en exégesis y en hermenéutica bíblicas la distinción entre lo que son órdenes expresas de Dios y lo que es simple descripción de los pecados de los hombres. Vindicamos las acciones de Dios y los motivos que para las mismas nos han sido claramente revelados. Pero el cristiano no tiene que defender todos los hechos sangrientos, sin discriminación, que se narran en el relato bíblico. Tampoco tiene que echar en la cuenta de Dios toda la sangre que corre en el Antiguo Testamento como si fuera movida por decreto divino y con finalidades que no se nos alcanzan, tal como parece deducirse de la afirmación arriba citada.

Hay razones para explicar los mandamientos de Dios a Moisés y a Josué (Números 31 y Josué 8, por ejemplo), pero no hay ninguna para justificar la inmoralidad de Judá y Tamar (Génesis 38), a no ser la corrupción que el pecado desarrolla en el hombre. Tampoco caben atenuantes para Jefté (Jueces 11), ni para la crueldad de buen número de israelitas en el período de los Jueces y de los reyes, todo lo cual nos muestra la Biblia para que aprendamos a conocer mejor las raíces profundas de la iniquidad y la perversidad del corazón humano (Génesis 6:1-8).

Conviene, pues, saber diferenciar entre lo que la palabra de Dios nos transmite acerca de la voluntad divina expresada en mandamientos concretos y órdenes claras, y lo que esta misma palabra de Dios nos cuenta —con la garantía de que es verdad, por cuanto es inspirada —acerca de la situación del mundo y del hombre. Por consiguiente, es absurdo el hacer responsable a Dios, sin más y a la ligera, de toda la sangre que protagoniza un cierto número de relatos bíblicos. Como lo sería igualmente el intentar justificarla. Cualquier principiante en la asignatura de hermenéutica conoce la importancia de la diferencia que hemos señalado para la correcta interpretación de la Biblia.

No podemos alegar ignorancia de lo que está revelado. Lo que Dios nos ha comunicado por medio de su palabra, fue desvelado para que no continuemos inmersos en el misterio y la oscuridad: ''Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre" (Deuteronomio 29:29). El tema objeto de nuestro debate pertenece al orden de cosas reveladas, no al de las secretas.

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APÉNDICE II

LA VIOLENCIA DE DIOS Y LA VIOLENCIA DE LOS HOMBRES

Si uno está al corriente de la bibliografía religiosa moderna, se da cuenta del modo creciente que el tema de la violencia o el de la no violencia, el de la revolución y el de la "contestación" (galicismo que está tomando carta de naturaleza en la prensa, en la literatura y en el habla del hombre actual) va tomando, y robando, la atención de los teólogos, los filósofos y los pensadores de cualquier especialidad que tenga que ver con lo humano y lo social.

La temática —y hablamos en singular a propósito— de la "contestación" —la violencia y la revolución— constituye un todo interrelacionado. La actitud cristiana frente a este problema, como frente a otros, es primeramente la del lector y oyente atento de la palabra de Dios.

Biblia y violencia

¿Qué pauta nos marca la Biblia tocante al tema de la violencia?

Comprobamos ya el hecho evidente de que Dios, en determinados casos y en momentos concretos de la historia, ha usado método violentos. Tal comprobación la hacemos en la conquista de Canaán y en la destrucción de ciudades como Sodoma y Gomorra. Además, el Juicio final comportará un elemento de violencia y la condenación eterna de todos los que han rechazado a Dios y su amor revelado en Cristo entraña, asimismo, una dimensión de fuerza, pues aprendemos por la Escritura que estos impenitentes serán arrojados "fuera de la presencia de Dios". Los últimos capítulos del Apocalipsis nos dan un cuadro bastante claro sobre esta temática central, aunque los detalles puedan ser objeto de matizaciones e interpretaciones ligeramente distintas.

Surge, de inmediato, la pregunta: Si Dios no fue injusto al desencadenar la violencia contra la injusticia de los cananeos y la perversión de los sodomitas; si no lo será tampoco cuando en el postrer día de la historia del mundo hará juicio violento contra los impíos, ¿por qué no puede el creyente, hoy, echar mano de métodos violentos para promover la justicia en el mundo?

Para obtener la adecuada respuesta bíblica a estas prepuntas será bueno que, antes, resumamos algo de lo que hemos aprendido hasta aquí. Podemos hacerlo planteándonos tres preguntas:

1) ¿Eran los cananeos unas víctimas cualquiera?

2) ¿Era Israel un pueblo conquistador cualquiera?

3) ¿Fue el exterminio de los cañoneos una regla para cualquier tiempo?

Los cananeos, ¿unas víctimas cualquiera?

Comprobamos en nuestro estudio que los habitantes de Canaán no fueron unas víctimas ordinarias que tuvieron que sufrir un castigo que no merecían. Todo lo contrario, Génesis 15:16 demuestra que se trataba de unas civilizaciones que habían llegado a una situación límite en cuanto a perversidad, corrupción e impiedad. El juicio violento de estas culturas no es más que un anticipar el castigo que, tarde o temprano, Dios había de aplicarles. En este caso, se anticipó la manifestación de la ira divina en contra del pecado por una serie de complejos factores que se dieron cita en aquel tiempo, según ya vimos en el artículo anterior. Lo que nos importa destacar aquí es que la violencia de Dios fue empleada únicamente en situaciones límite, extraordinarias y de ninguna manera corrientes o triviales.

La violencia en Dios es, pues, un método especial, extraordinario y que se ejecuta sobre quienes ya se han apartado de la verdad de modo tan radical que no queda esperanza para ellos.

Tratándose de un método excepcional no puede —el creyente menos que nadie— ser convertido en norma de relaciones públicas.

¿Fue Israel un pueblo conquistador cualquiera?

Comprobamos que la respuesta a esta pregunta es negativa. Aún más: vimos cómo la historia del pueblo de Dios en aquellos tiempos se identifica —hasta quedar absorbida por ella— con la historia de la salvación y de la revelación. Se trata de unos tiempos únicos, especiales (a esta revelación se la denomina, precisamente, Revelación Especial).

El pueblo de Dios, luego de la muerte del último de los apóstoles y cerrado el canon del Nuevo Testamento tiene, como misión, el deber de recibir la palabra de Dios, vivir de ella, guardarla y proclamarla. Pero, a diferencia del Israel que fue receptor de la Revelación hasta Malaquías y de la Iglesia del primer siglo que tuvo con ella el carisma inspirado de los apóstoles, a diferencia de estos períodos de tiempo iluminados por la luz de unos cielos que se abren para dejar oír palabra divina, el pueblo de Dios en la actualidad no es receptor de nuevas revelaciones (la Revelación terminó; cf. Judas 3; Hebreos 1:1 y siguientes) ni su historia como Iglesia postapostólica se confunde tampoco con la historia de la salvación, dado que esta redención ya ha sido hecha, el Mesías vino ya y la Revelación ha sido definitivamente completada y sólo espera la manifestación final del Día del Señor.

Nada hay que justifique el uso de la violencia por parte de la Iglesia. Lo más Importante ha sido ya llevado a cabo. El reino de los cielos se hace fuerza, es verdad, y los valientes lo arrebatan pero ello ocurre mediante la predicación del Evangelio y el dinamismo de la fe y la vida cristiana consagrada en servicio activo.

¿Fue el exterminio de los cananeos una regla para cualquier tiempo?

El inaudito error hermenéutico cometido por los teólogos de las llamadas "Cruzadas" consistió en aplicar a los mahometanos los textos que en la Biblia se aplican únicamente a los cananeos y en un determinado tiempo y lugar.

Sólo Dios puede dar tales órdenes. Porque sólo Dios sabe cuando un pueblo o un individuo ha llegado al límite y se halla ya en la postración final de la que no querrá ni podrá salir.

La orden de Dios dada a Moisés y a Josué es concreta en extremo. Nadie puede adaptarla a sus particulares intereses.

Violencia de los hombres y violencia de Dios

Llegados a este punto, examinemos quiénes son los escandalizados por la voluntad de Dios tocante a Sodoma y Gomorra y Canaán. Suelen ser los incrédulos, los ateos, los agnósticos, los indiferentes y también —¡claro está!— los llamados "teólogos radicales" y "críticos avanzados".

Es curioso, no obstante, que estos mismos hombres suelen justificar la violencia y el uso de la fuerza bruta —revolución, guerra, etc.— en ciertos casos. Estos casos vienen condicionados por ciertas "estructuras que hay que cambiar", por injusticias que conviene atajar, por mejoras sociales que urgen o para conseguir tales o cuales reivindicaciones. En la mayoría de los casos, sin embargo, se trata simplemente de imponer, o hacer avanzar determinadas ideologías a la moda, buenas o malas, óptimas o mediocres. El meollo de la cuestión aquí radica en que los críticos de Dios y de su palabra, los que se escandalizan por la justa ira de Dios y la violencia que ejecuta sus planes en Canaán, estos mismos críticos dan por sentado que el sacrificio que ellos piden está fuera de toda crítica, que la sangre que ellos verán correr para implantar cualquier ideología humana no debe escandalizar a nadie y que la violencia que arrasa a los pueblos, separa los afectos y siembra pánico y muerte, esta violencia siempre está justificada.

Incluso los teólogos radicales están elaborando sus propias teorías y teologías de la violencia, mientras los discípulos suyos ponen el grito en el cielo cada vez que leen Josué. Parecen dar a entender que un partido político, una ideología social, una filosofía, cualquier ideario es digno de que se le sacrifiquen víctimas —incluso víctimas inocentes ("es inevitable, arguyen, pero nada es demasiado para el futuro que aguarda a nuestros seguidores")— sin contrapartida, siquiera, de una esperanza ultraterrena; lo humano se merece la inmolación de centenares o miles de almas, lo divino no parece tener este derecho. Todo es poco para ciertos fanáticos de modas y modos ideológicos, pero cualquier cosa es demasiado para la salvaguarda del depósito que tenía que dar al mundo el registro de la palabra de Dios. La vida del más vil cananeo o sodomita es demasiado preciosa en ojos del hombre moderno para que sea ajusticiada y con ello se preserve a Israel, el pueblo del que nacerá el Mesías.

La contradicción es demasiado evidente para que nos pase desapercibida. Veamos la multiplicidad de aspectos que toma esta contradicción y todas sus inconsecuencias:

— La violencia de los hombres, incluso cuando tratan de hacer prevalecer objetivos e ideales justos, ha de vivir la servidumbre de caer en injusticias. La violencia de Dios no se pone en acción sino cuando la maldad de los hombres ha llegado a su cénit, al punto máximo en que toda la misericordia divina ya resulta impotente para salvar. Dios es siempre justo y no sacrifica jamás ni a una sola víctima inocente.

— La violencia de los hombres se desencadena para defender postulados terrenos, valores seculares, temporales, casi nunca trascendentes y casi siempre condenados a la extinción en las próximas generaciones. La violencia de Dios se impuso, y se impondrá al final de los tiempos, para preservar valores infinitos cuya eficacia y poder son eternos.

— La violencia de los hombres es un medio "normal"

de relación; las guerras no han cesado desde el primer pecado. Tácitamente se acepta que es un "recurso" natural y obvio para la promoción de "sistemas" e ideologías. Sólo el miedo a la fuerza superior del enemigo disuade de su empleo; de ahí el "equilibrio del terror" suscitado por las armas atómicas cuya fabricación apenas si guarda secretos para nadie. La violencia de Dios es anormal; es un método extraordinario que se sale de lo usual en él y se aplica solamente al reo impenitente que se opone a la obra del Espíritu Santo en su favor.

— La violencia de los hombres fomenta la idolatría personal, la formación de tiranías, la constitución de imperios, el poder absoluto. Y se cumple lo que advirtió lord Acton: "El poder, en manos del hombre caído, tiende a la corrupción; el poder absoluto corrompe absolutamente". La violencia de Dios es un acto de estricta justicia que, en ocasiones, mueve al hombre a la humildad y al arrepentimiento. Es así, por cuanto toda violencia de Dios es un juicio y una misericordia al mismo tiempo; dependerá siempre de nuestra actitud el que se convierta en lo uno o lo otro.

— La violencia de los hombres trata de excusarse con mucha palabrería, en ocasiones incluso echa mano de ropajes trascendentes —"el futuro...", "el porvenir...", siempre hipotéticos y nunca demostrables, por lo menos en una generación— sin poseer ninguna trascendencia. Promesas de un mañana mejor que carecen totalmente de significado para el hombre materialista, o el simplemente indiferente o agnóstico, ya que tienen una sola existencia que vivir: aquí abajo y ahora. La violencia de Dios busca el advenimiento del Reino eterno —que en Cristo es prenda segura y válida eternamente y no un "truco publicitario"— comenzando ya a partir de ahora con la "vida abundante" que el Salvador concede a sus salvados convertidos en discípulos.

El camino de la no violencia

El camino cristiano es, hoy, el de la no violencia. El creyente no es un simple pacifista sentimental, un cómodo "escapista", alguien que rehuye afrontar sus responsabilidades. Todo lo contrario, el haber renunciado a la fuerza bruta tiene su explicación en el hecho de que tiene a su disposición una fuerza superior: la fuerza del amor. La mejor ilustración de nuestro aserto se halla en la vida de Martín Lutero King y su libro La fuerza de amar.

El camino de la fuerza dinámica del amor no significa tampoco que en el cristianismo no haya elementos "contestatarios" o "revolucionarios"; los hay y aún nos atrevemos a decir que son los más revolucionarios en el sentido total de la palabra; pero el método de esta "revolución" no es la fuerza ciega ni la violencia que sacrifica sin discernir al culpable del inocente.

Rene Padilla lo ha explicado de esta manera: "Lo que simple y llanamente no cabe en el esquema mental del cristiano es la violencia como norma del quehacer histórico.

"El rechazo de la violencia por parte del cristiano es consecuente con su comprensión del hombre y de la sociedad. La situación de injusticia que prevalece en la sociedad no obedece principalmente a causas externas al hombre. Es, más bien, el resultado de una inclinación al mal endémica en él. Es, en el fondo, una cuestión moral. Halla su centro en la misma esencia del carácter del hombre. En palabras de Jesucristo: "Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, los engaños, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen" (Marcos 7:21-23), y contaminan al hombre. En último análisis, ahí tenemos la raíz de todos los males sociales. "Este es el centro de las enfermedades de la humanidad: el 'Yo' fuera de lugar, desplazado", dice E. Stanley Jones, y añade: "Todo lo demás son síntomas: esto es la enfermedad". Los curanderos intentan curar los síntomas, los médicos curan las enfermedades... Como el revolucionario, el cristiano desea la destrucción de todas las estructuras establecidas que esclavizan al hombre. Se hace eco de las palabras del profeta: "Corra el juicio como las aguas y la justicia como impetuoso arroyo" (Amos 5:24), pero, al igual que Jesucristo, sabe "lo que hay en el hombre" (Juan 2:25). Además, ve en la historia el juicio que cae sobre quienes intentan transformar la sociedad antes de transformar al individuo, esa "ley de gravedad" que echa por tierra los sueños de los hombres de construir por ellos mismos un nuevo mundo. Por esta razón, desecha la solución revolucionaria y busca otra clase de revolución que sea todavía más radical, más completa. Una revolución que corrija el distanciamiento entre el hombre y Dios y entre el hombre y su prójimo. Como dice el famoso pensador Nicolás Berdiaeff: "El cristiano es el eterno revolucionario que no se halla satisfecho con ningún sistema de vida, porque va en busca del Reino de Dios y su justicia, porque aspira a una más radical transformación del hombre, de la sociedad y del mundo".

"El problema de la violencia estriba no en que sea radical, sino más bien en que no lo es suficientemente. Intenta eliminar los síntomas sin curar las enfermedades. Prescribe tranquilizantes cuando lo que se necesita en realidad es una operación quirúrgica. El fallo parte de un erróneo concepto de lo que es el hombre" (Rene Padilla, "Certeza", número 39, enero-marzo de 1970).

"Mía es la venganza"

Escribe Pablo: "No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor" (Romanos 12:19).

Es mucho más sensato dejar el juicio en manos de Dios y esperar en su providencia. Esto no significa que, mientras tanto, el cristiano debe estar cruzado de brazos, a la manera del descanso sabático de los judíos en el que no cabía siquiera la posibilidad de obrar activamente en favor del bien. No es esto. Significa simplemente que la acción cristiana debe tomar como motivación el amor y como precaución una sana crítica, realista y compasiva, para vencer con el bien el mal (Romanos 12:21; Lucas 6:28).

Cada vez que la ira de Dios ha hallado expresión, manifestándose con violencia, lo ha hecho justamente y, en el fondo, no ha sido sólo un acto de justicia sino de misericordia. Al profundizar en las consecuencias que tuvo la orden dada por Dios respecto a los cananeos, comprendemos que, pese a todas las críticas de los críticos de toda laya, los resultados constituyen una prueba de amor en favor de estos mismos críticos a quienes el Señor sigue dirigiendo su palabra iluminadora y redentora. Esta palabra que sólo fue posible por la preservación de un pueblo y de un linaje del que había de nacer el Mesías, el Cristo: Jesús, Dios hecho Hombre. La palabra de Dios escrita —registrada hoy en la Biblia— y la palabra de Dios encarnada —humanada en Jesús de Nazareth— han sido posibles gracias al cuidado providencial de Dios que no escatimó ni siquiera la violencia en momentos extremos. Esta violencia es, pues, en el fondo un fruto de amor cuyos beneficios se extienden a toda la humanidad.

¡Cuan distintos los frutos de la violencia humana, incluso los de la pretendida "cristiana violencia"!

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