El hombre y la mujer en la familia,

en la sociedad y en la política

Janne Haaland Matlary

Catedrática de Ciencias Políticas en la Universidad de Oslo

Publicado en L?Osservatore Romano, nº 53, el 31 de diciembre de 2004

 

La Carta de la Congregación para la doctrina de la fe a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo pone de relieve la igual dignidad humana y también la diferencia fundamental entre los sexos. En efecto, «la igual dignidad de las personas se realiza como complementariedad física, psicológica y ontológica» (n. 8). Por consiguiente, es fundamental su igualdad en cuanto personas, pero también su diferencia, que no es sólo física, sino también ontológica.

¿Qué es lo femenino?

La antropología cristiana de los sexos es mucho más profunda que el simple reduccionismo biológico propugnado por algunos o que el constructivismo social sostenido por muchos. Da la respuesta a la cuestión esencial sobre dónde orientarse entre la Escila del determinismo biológico y la Caribdis del constructivismo contemporáneo dominante. Por tanto, los cristianos, al igual que los no cristianos, deberían estudiar esta rica y profunda antropología de los sexos para encontrar soluciones a problemas urgentes en materia de familia y de políticas relativas a la mujer. El análisis de esta Carta es algo nuevo y esperanzador en un mundo en el que a menudo se ha dado excesivo relieve a la biología se ha visto a las mujeres sólo en su función de procreación y así se las ve en muchas culturas- y en el que el carácter artificioso de ciertas funciones sexuales se ha subrayado hasta el punto de hacer insignificante la diferencia entre los sexos, como si fuera una simple «construcción social». Esta ideología constituye un problema central en el Occidente actual.

En la antropología católica los sexos se integran mutuamente, no sólo en sentido biológico, sino también en la totalidad de la vida. Por eso, los padres no son sólo padre y madre desde el punto de vista biológico; para sus hijos resultan diversos y complementarios en sentido profundo. Olvidan completamente este aspecto quienes ven en la biología la única diferencia, y lo niegan los constructivistas, los cuales sostienen que la maternidad y la paternidad son simples funciones sociales que pueden ser deconstruidas y, por tanto, no tienen ninguna importancia para la vida del niño. La segunda tesis es utilizada por los grupos de presión homosexuales con el fin de cambiar el concepto de familia, y a menudo lo logran, pues cada vez menos personas comprenden cómo y por qué los sexos se diferencian.

La relación entre los sexos, y en realidad la misma vida cristiana, lo cual es aún más fundamental, tiende a un solo fin, es decir, a la imitación de Cristo a través del don de sí y del servicio al prójimo. Naturalmente, este ideal no se realiza siempre, y a menudo las relaciones se caracterizan por luchas de poder y conflictos. Pero la Iglesia enseña que esos contrastes se pueden superar y, por consiguiente, el ideal sigue siendo la norma. Además, el don que la mujer hace de sí misma durante el embarazo, en el parto y en la educación de los hijos se recuerda como la prueba de la peculiar capacidad de la mujer de donarse a sí misma, que es la esencia de lo femenino y también un modelo de conducta verdaderamente cristiana.

Así pues, la sorprendente consecuencia de la doctrina católica sobre lo femenino es que la mujer tiene una capacidad peculiar para «humanizar» la familia, y también la sociedad y la política, a condición de que realice este don de si misma. Si una mujer logra vivir este don de sí, esta vida altruista, tendrá un influjo enorme en la sociedad, y los hombres deberán contemplarla e imitar su modo de vivir un amor oblativo. Aunque ambos sexos tienen la capacidad de amar como cristianos dándose a sí mismos, la Iglesia subraya que las mujeres, por razón de la maternidad, tienen esta capacidad de un modo peculiar, y la maternidad no es sólo un fenómeno físico.

Si la mujer vive su vocación cristiana, eso significa efectivamente que ocupa una posición privilegiada en la Iglesia, en la familia y en la sociedad. El análisis que hace la Carta sobre este aspecto debería explicarse a todos los que piensan que en el cristianismo se da a la mujer menos espacio que al hombre. En efecto, es una mujer, María, la que encarna el modelo más elevado de vida cristiana. Ciertamente, la paradoja para el hombre moderno consiste en que el «poder» cristiano quiere decir «servicio». Cuando la reflexión sobre el papel de la mujer en la Iglesia y en la sociedad parte del supuesto de que el poder es dominio, el análisis falla. Hablaré más adelante sobre las consecuencias que se siguen de esto para el feminismo.

Por tanto, ¿cuáles son las implicaciones de esta antropología para la familia, para el mundo del trabajo y para la política?

La condición femenina hoy

Desde el punto de vista de la perspectiva histórica, hoy la mujer se encuentra en una situación que no se ha vivido nunca, al menos en Occidente, pero que cada vez está más presente en todo el mundo. La mujer es instruida y ejerce profesiones fuera del hogar. La Iglesia católica siempre ha dado un gran relieve a la instrucción de las niñas y de las mujeres, desde los inicios del sistema escolar europeo. Hoy la Iglesia es uno de los principales educadores también en los países en vías de desarrollo. Desde el principio, el cristianismo ha trabajado mejor que nadie por la igualdad de la mujer y del hombre, tanto en comparación con la sociedad judía como con la romana. La educación es la principal fuerza de cambio de los esquemas tradicionales del papel de los sexos. La inserción de la mujer en todas las profesiones de la sociedad y en la actividad política es un fenómeno verdaderamente nuevo y revolucionario.

Las fechas de la introducción del voto femenino nos recuerdan con cuánto retraso y después de cuántas sospechas e incluso resistencias la mujer conquistó iguales derechos políticos. Finlandia, en 1906, fue el primer país en conceder el voto a la mujer. Noruega lo hizo en 1913, mientras que un Estado tan importante como Francia no lo permitió hasta 1946, y el cantón suizo de Appenzéll en 1986. Lo mismo se puede decir con respecto a muchas profesiones, a las que la mujer sólo ha sido admitida desde hace pocos decenios. Pero hoy hay mujeres que ocupan cargos políticos y profesionales en todos los campos, y en muchas Universidades la mayoría de los alumnos está constituida por mujeres.

Con todo, las mujeres sufren a menudo discriminación cuando se trata de obtener y mantener un puesto de trabajo, ya que los varones dictan los criterios y establecen los únicos modelos de referencia. Además, no logran conciliar la maternidad con la actividad fuera del hogar. Con frecuencia se ven obligadas a elegir entre los hijos o el trabajo. Por último, muchas que quisieran quedarse en el hogar no pueden permitírselo a causa de políticas económicas que obligan a ambos cónyuges a trabajar fuera de casa. Es algo que sucede en la mayor parte de los países europeos. Los problemas que deben afrontar las mujeres en los países en vías de desarrollo son peores. Allí, de las mujeres no sólo dependen sus familias sino también enteras comunidades, con jornadas laborales interminables, a menudo entre pobreza y privaciones. «Instruir a una mujer significa instruir a una aldea», reza un proverbio africano. Por eso, la Iglesia se dedica con notable empeño a la instrucción de la mujer. Sin embargo persisten problemas generales de salud y pobreza, y de los países del África subsahariana nadie «se acuerda» en el ámbito de la economía mundial.

Principios fundamentales de un «feminismo católico»

El término «feminismo católico» se usa para subrayar la diferencia entre este modelo y el «modelo de igualdad» común del feminismo, que discutiremos más tarde. Pero se trata de un término inexacto, porque no existe un feminismo católico autónomo, ni debería existir. Los católicos no tienen programa: políticos especiales para la mujer: lo católico es universal, aunque se discuta. Además, no hay motivo para aislar las mujeres y crear sólo para ellas una ideología llamada feminismo. Hablamos de la mujer y del hombre, así como de su colaboración y diferencia; no sólo de la mujer. Por consiguiente, la terminología que se usa aquí no es muy adecuada, pero tiene una utilidad didáctica.

¿Qué dice la Carta sobre las implicaciones prácticas y políticas de un feminismo católico, de un feminismo «nuevo»? Las implicaciones de su antropología son radicales. Como se ha dicho, la mujer debería, ser libre para decidir trabajar a tiempo completo en el ámbito familiar; no .debería ser obligada a optar entre una profesión fuera de casa o la maternidad; por último, la familia ocupa el primer lugar, en orden de importancia; la sociedad y la política, por decirlo así, son el resultado del trabajo realizado en la familia. Eso cambia totalmente el análisis común basado en el poder e indica la función auxiliar del Estado y de la sociedad según el principio de subsidiariedad: la familia no es un «cliente» del Estado, sino que el Estado y la sociedad son los que dependen de la familia y de su labor de formación de ciudadanos moralmente sanos.

¿Se debe tratar de modo igualo diverso a la mujer y al hombre? La Carta es muy explícita sobre el hecho de que la mujer y el hombre son diversos y, por tanto, a la mujer no se la debe tratar como si fuera un hombre. Este aspecto es radical. La mayor parte del movimiento feminista de la década de 1970, muy avanzado como proyecto político en Escandinavia, mi patria, actuó basándose en la teoría del trato igualitario. Sin embargo, no sólo se produce discriminación cuando sujetos iguales no son tratados de forma igual, sino también cuan. do sujetos diversos son tratados de forma igual.

Las políticas contemporáneas sobre el papel del hombre y la mujer a menudo tratan a ambos del mismo modo, y a esto se le llama igualdad. Estas políticas han llevado a la mujer a lograr muchos progresos en el mundo del trabajo, pero no se ha tomado debidamente en cuenta la cuestión fundamental de la diferencia. A la mujer se le ha permitido imitar al hombre, pero no ha obtenido políticas que tomen seriamente en consideración la maternidad y también el hecho de que la mujer fiel al ideal cristiano de servicio tiene una manera diversa de gobernar y trabajar respecto del hombre.

Con esto quiero decir que cualquier mujer puede adoptar un estilo de gobierno agresivo, si lo requiere la situación de la empresa, pero a la mujer no le agrada verse obligada a actuar de esa manera. Por lo general, una mujer que ocupa un puesto de responsabilidad tiene dificultades para ser respetada y gozar de autoridad siguiendo su estilo femenino peculiar. Pero puede conseguirlo, gracias a la experiencia y a la educación. El problema radica en que la mujer no se debe ver constreñida a imitar al hombre, porque no es un hombre. Su femineidad no consiste sólo en la maternidad, sino en mucho más.

Feminismo «de igualdad»: el modelo dominante

El feminismo escandinavo, ejemplo destacado de la tradición de igualdad, ha abierto justamente a la mujer el camino en todas las profesiones que se ejercen fuera del hogar y en la vida política, pero al mismo tiempo ha hecho imposible a la mujer (y también al hombre) trabajar en casa, ocupándose de los hijos y de los quehaceres domésticos.

El proyecto político ha consistido sobre todo en garantizar a la mujer que no sufra discriminación en la actividad laboral, pero también en el intento ideológico de abolir la figura del ama de casa tradicional y la estructura familiar «patriarcal». Por eso, mientras que la mujer goza de un año entero de excedencia por maternidad pagado (y algunas semanas de excedencia obligatoria, pagada, de paternidad), el sistema fiscal no tiene en cuenta el núcleo familiar, sino sólo los sueldos individuales, imposibilitando de hecho a uno de los cónyuges trabajar en casa.

Por consiguiente, las condiciones previstas para la maternidad son excelentes para el primer año de vida del niño; pero, sucesivamente, la única «solución» posible es inscribirlo en una guardería. Cuando los demócratas cristianos introdujeron la contribución económica para los padres que querían permanecer en casa con sus hijos (por lo general, la madre), que sería una cantidad equivalente a lo que el Estado gasta por una inscripción a una guardería pública, los socialistas se opusieron fuertemente: «Las mujeres se ven obligadas a volver a desempeñar el "papel de ama de casa" y, por tanto, se invalida el feminismo». El hecho de que muchas madres deseen efectivamente permanecer en el hogar con sus hijos pequeños fue considerado inaceptable, y aún se sigue considerando así.

Este modelo de feminismo es claramente deficiente, aunque predomine en el mundo occidental, de modo especial en Europa. Al respecto, las ideas y las tendencias que vienen de Escandinavia son empíricamente importantes. La Carta alude a las actitudes como principal obstáculo para realizar las justas modalidades de colaboración entre el hombre y la mujer en la sociedad contemporánea. Se trata de un aspecto importante: las tendencias, las mentalidades, los prejuicios comunes constituyen un fuerte condicionamiento, incluso en el ámbito político.

En Europa estas actitudes son fuertemente contrarias a los que quisieran trabajar en el seno de la familia y de hecho son contrarias al concepto mismo de familia. El notable descenso del número de nacimientos en Europa es un dato alarmante, que sólo ahora está consiguiendo la atención de los legisladores, por lo demás una atención aún demasiado escasa como para dar resultados positivos.

La familia no sólo es discutida en su identidad por grupos homosexuales, que obtienen «derechos familiares» en un número de naciones cada vez mayor; además, la mayor parte de las corrientes de pensamiento feminista la consideran una institución represiva y «burguesa». La persona más despreciada de esa familia es, naturalmente, el ama de casa, la cual no reivindica sus «derechos» a una vida fuera del hogar, sino que se pone al servicio de los demás familiares con su trabajo diario. «Liberar» a la mujer del trabajo doméstico y dar importancia sólo al trabajo realizado fuera del hogar fue el tema clave del movimiento feminista de la década de 1970. En este contexto, las tendencias más significativas son las siguientes: los individuos tienen derechos; la familia como unidad pierde radicalmente importancia; el único trabajo que cuenta y da prestigio es el que aporta poder o dinero.

La tendencia individualista está muy extendida e implica, en última instancia, que la familia ya no es importante como categoría política o jurídica. En efecto, hay una gran diferencia entre la Declaración universal de derechos humanos, (promulgada en 1948 por las Naciones Unidas, la cual afirma que «la familia es la unidad natural y fundamental de la sociedad» y, por poner un ejemplo, el individualismo del derecho a tener hijos (un derecho humano que no existe, pues sólo a los niños les asiste el derecho a tener padres). La concepción de los derechos en que se basa la política moderna es ahora también la característica de las políticas familiares y feministas. Pero si sólo pueden existir los derechos individuales (sin deberes), entonces la familia está destinada a desintegrarse.

Este tipo de lenguaje de los derechos va unido al análisis del ,poder realizado por el feminismo. La familia y su actividad no cuentan para nada en la jerarquía del poder. El trabajo dentro de la familia no aporta ni dinero ni poder, sino que «sólo» representa un servicio a los demás. Lo que importa a la mujer es ocupar al menos el 50% de todos los cargos de relieve en la sociedad, incluida la política. Con este fin, a veces, se introducen sistemas por cuotas. Entonces el interés político se centra únicamente en la esfera de la política y del trabajo fuera del hogar. La vida de la familia realmente no es importante en el análisis del poder, puesto que, en el mejor de los casos, impide a la mujer realizar su propio talento. Tener hijos se transforma en una carga para la mujer, ya que compite con el hombre para obtener cargos atractivos. Los patronos quieren saber incluso si tienen hijos, cuántos tienen o si piensan tenerlos, mientras que al hombre no se le hacen nunca esas preguntas.

Pero recientemente los hombres y las mujeres que desempeñan el papel de padres están cada vez más interesados en compaginar el trabajo con la vida familiar. Redescubren la importancia de tener tiempo y energía suficientes para los hijos y el cónyuge. Las políticas familiares en algunos países prevén horarios de trabajo flexibles, especialmente para las madres con hijos pequeños, y una programación que sigue el ritmo de la vida de modo que se trabaje menos (también el padre) cuando los hijos son pequeños. Sin embargo, permanece el hecho de que el punto de partida es la situación laboral y no la familia en cuanto tal. La familia se convierte en un «problema» que se debe afrontar para tener trabajadores serenos.

En conclusión, los hijos y la familia, considerados desde el punto de vista del poder y de una errónea concepción de la igualdad entre el hombre y la mujer, resultan un obstáculo para la autorrealización de la mujer. Este obstáculo puede eliminarse con varias políticas, pero es evidente que en el fondo existe una concepción de la mujer completamente «negativa»: es un hombre fallido, por decirlo así. En este modelo, el hombre sigue siendo el modelo tanto de la esfera profesional como de la política, y nunca se tienen en cuenta su familia y sus responsabilidades paternas. El hecho de que la mujer quede embarazada, dé a luz y amamante a sus hijos, y que por su naturaleza se encargue de cuidar de los recién nacidos, se transforma en un obstáculo para su plena «igualdad», y ese obstáculo debe superarse en la medida de lo posible.

Este modelo de feminismo se basa en el modelo masculino de mujer: ella puede imitar la vida laboral y política de un hombre, donde lo mejor que se puede esperar es la igualdad entre los sexos. Ese modelo se funda en la lógica del poder: la mujer debe tener el mismo acceso al poder y los mismos privilegios.

Implicaciones del «feminismo católico»

En contraste con el «modelo de la igualdad», un «feminismo católico» se basa en principios muy diversos. En primer lugar, la fuerza motriz ideal de la actividad humana es el servicio al prójimo. Eso es de suma importancia, porque implica que las posiciones que tienen relieve en el mundo no siempre son las que se consideran tales, lo cual resulta sorprendente para muchísima gente. En segundo lugar, la mujer no es igual al hombre, salvo por su naturaleza de persona. Como ya he dicho, es diversa y no sólo desde el punto de vista biológico. La madre y el padre no son sustituibles o intercambiables, sino complementarios. Eso significa que la actividad que desempeña la madre en la educación de sus hijos tiene una importancia muy particular, especialmente cuando son pequeños. Naturalmente, también la posición complementaria del padre con respecto a los hijos es sumamente importante, pero la madre es la persona clave para el recién nacido. Sea cual sea el modo como los cónyuges se repartan los quehaceres domésticos y el cuidado de los hijos, permanece el hecho de que esta actividad es de suma importancia no sólo para los hijos, sino también para la sociedad.

El servicio al prójimo que los padres prestan con respecto a sus hijos, y que estos a su vez aprenden, explica por qué la familia viene antes en orden de importancia y tiene una relevancia vital para las otras esferas de la vida. Es en el ámbito de la familia donde se nos ama de modo incondicional, y tal vez solamente allí. Por tanto, es en la familia donde se enseña el amor. Por ejemplo, el servicio en la política (la palabra «ministro» significa servidor) solo se puede «reproducir» después de haber aprendido a amar de modo altruista. De lo contrario, el servicio político se transforma en una búsqueda de poder político, como sucede a menudo. La clara diferencia entre servicio y poder ilustra el punto de contraste radical entre feminismo católico y pensamiento feminista actual.

La familia tiene una importancia clave. No es una suma de preferencias individuales, sino una unidad orgánica, la célula fundamental y natural de la sociedad, como afirman los principales documentos sobre derechos humanos. A los cónyuges no les asiste un derecho a tener hijos, ni individualmente ni en pareja. Pero, si tienen hijos, estos en cambio sí tienen derecho a conocer a sus padres biológicos y ser educados por ellos, como declara la Convención de derechos del niño. Además, la madre y el niño tienen derecho a una protección especial por parte del Estado, también de acuerdo con la Declaración universal de derechos humanos de las Naciones Unidas. El Estado tiene también la obligación de ayudar y privilegiar a la familia.

Los textos clásicos sobre derechos humanos sintetizan muchas de las implicaciones del feminismo católico: a la familia se le reconoce un valor preeminente para el Estado y la sociedad, y del mismo modo se destaca la maternidad. Se defiende a la familia contra la interferencia del Estado, el cual, al mismo tiempo, garantiza una asistencia particular. Algo muy importante: a la familia se la define como la célula fundamental de la sociedad.

En el mejor de los casos, las políticas feministas contemporáneas toleran la existencia de la familia; en el peor, se oponen a ella. Pero no existe un modelo feminista, excluyendo el católico, en que la familia constituya el núcleo fundamental de la sociedad, situándose antes, en orden de importancia, que ella y que la política. Como ya he dicho, compaginar el trabajo y la familia, en el mejor de los casos, pone estas dos esferas de la vida en un nivel de igualdad, subestimando así la importancia preeminente de la familia.

Pero si todo depende de la familia buenos ciudadanos, buenos patronos, la verdadera fibra moral de la sociedad y de la política-, eso ciertamente no es justo. El reconocimiento de la función clave de la maternidad sólo es posible reconociendo a la familia literalmente como el «núcleo fundamental» de la sociedad y su componente básico. Pero esto está muy lejos de ser lo normal en la política occidental de hoy. Cuando los demócratas cristianos noruegos sugirieron calcular el coste de una tasa de divorcios del 50% en términos de enfermedades y otros costes derivados de la desintegración de las familias, inmediatamente se les acusó de discriminar y tomar como chivo expiatorio a los divorciados: ¿no eran éstos menos importantes para el bienestar de la sociedad respecto de los que seguían casados? ¿Alguien podía afirmar que sus hijos eran menos felices y serenos? Por eso, la actual neutralidad de la mayor parte de los Estados occidentales, los cuales ya no afirman que la familia es lo que nos dice la Declaración de las Naciones Unidas, significa que el concepto de familia como categoría política y jurídicamente relevante está en vías de extinción.

Sin embargo, un feminismo católico tiene como principio básico precisamente el hecho de que la familia viene antes en orden de importancia personal y social. Por consiguiente, la obra llevada a cabo al traer al mundo hijos y educándolos no tiene comparación. Las madres son las primeras que realizan esta tarea cuando los hijos son 'muy pequeños; los padres tienen una importancia diversa, aunque igual. Por suerte, la familia moderna y el mundo del trabajo toman cada vez más en cuenta el papel que el padre desempeña en la casa con los hijos, y los padres de hoy quieren pasar con sus hijos mucho más tiempo que en el pasado. Los horarios de trabajo deben ser compatibles con vida familiar. No se puede trabajar hasta entrada la noche y desempeñar el papel de padre.

Otro presupuesto del feminismo católico atañe a la contraposición entre los conceptos de poder y servicio. Eso implica que el trabajo realizado bien no es tal sólo desde el punto de vista profesional, sino también desde el de las intenciones. El «éxito» del trabajo guarda relación con su esencia en el sentido ético cristiano. Servir al prójimo es más noble y cristiano que buscar los intereses personales. A este respecto, el feminismo católico se aleja completamente de la actual corriente de pensamiento feminista. También es claro que el concepto de trabajo entendido como servicio hace que el trabajo realizado en la familia sea sumamente valioso e importante. Considerado así, el trabajo es algo más que tareas emprendidas; significa también colaboración y unión con los demás. A través de la instrucción, la mujer se encuentra y debe encontrarse en todos los ámbitos profesionales.

Conclusión

En este artículo he tocado sólo algunos aspectos de un «feminismo» diverso, basado en una antropología católica. A menudo me ha impresionado el hecho de que la mayor parte de los comentarios y de las críticas actuales sobre el papel de la mujer en la Iglesia católica comete precisamente el mismo error de las críticas feministas sobre la familia: basándose en una visión de poder, no se puede por menos de caer en el error. La dificultad y el desafío para un católico reside precisamente en aceptar y vivir la exigencia de amor altruista y comprender que este es el tipo de poder que nuestro Señor propuso y enseñó. Naturalmente, esta exigencia es la misma para ambos sexos y la diferencia sexual no tiene influjo alguno en la urgencia de comprenderla y de vivir en consecuencia. Sin embargo, como dice la Carta, la mujer resulta muy beneficiada cuando se comprende el valor del altruismo, porque tiene el privilegio de dar la vida a través de la maternidad y, luego, de cuidar de unos seres completamente inermes como son los niños.