Los frutos del Espíritu Santo

(Ideas para la predicación)

 

Josemaría Monforte


 

El «fruto» o los «frutos» es otra denominación usada por la Sagrada Escritura para referirse a la presencia y actuación del Espíritu divino(1). Los frutos, en el reino vegetal, vienen a ser el último esfuerzo del árbol; es decir, lo más perfecto que es capaz de producir y, sobre todo, lo que asegura la conservación de la especie(2). De modo análogo, se puede aplicar a los actos virtuosos que el hombre es capaz de producir. Si provienen de las virtudes naturales, serán frutos buenos aunque meramente humanos. Sin embargo, con sus solas fuerzas naturales, el hombre es absolutamente incapaz de producir frutos de alcance eterno. Más aún: sin la ayuda de la gracia divina fácilmente se producen en él frutos de muerte, y decimos con san Pablo que son la triste herencia del pecado original(3).

Ahora bien, si son el resultado de la acción de Dios en el alma, se tratará de frutos divinos. Todo lo que es sobrenaturalmente bueno en nosotros es y puede llamarse fruto del Espíritu Santo, si bien suele reservarse este nombre para designar los actos humanos sobrenaturales que proceden de las virtudes infusas perfeccionadas por los dones del Paráclito, cuando son perfectos en su orden y, en consecuencia, otorgan una consolación espiritual(4). Toda criatura humana, una vez que ha sido injertada por el Bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, y nutrido con la savia vivificante de su Espíritu, es capaz de actos sobrenaturales(5). Cuando se deja cultivar por el Agricultor divino(6), el alma cristiana produce estos frutos sobrenaturales «que el Espíritu Santo, incluso en esta vida perecedera, engendra y manifiesta en los hombres justos; frutos llenos de toda dulzura y gozo --asegura el Papa León XIII--, y así deben serlo, procediendo del Espíritu "que, en la Trinidad, es la Suavidad del Padre y del Hijo, y se difunde con ingente liberalidad y fecundidad en todas las criaturas"(7)»(8). Esta dulzura es totalmente espiritual. No consiste en consuelos sensibles --que el Señor, por otra parte, puede conceder cuando y a quien quiera--, sino en el testimonio de la conciencia y en el gozo íntimo que lleva consigo el cumplimiento fiel de la Voluntad de Dios(9).

Sin pretender hacer una enumeración exhaustiva de los frutos del Paráclito, San Pablo(10) enumera doce: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad(11). Y para que maduren estos frutos sobrenaturales, hay que trabajar constantemente(12); es decir, la lucha ascética humilde y confiada, sostenida por la gracia, va quitando obstáculos para que el Paráclito los haga surgir. En el orden natural, la poda de los árboles, hecha en el tiempo oportuno, es uno de los mejores medios para obtener buenos y abundantes frutos. Igual sucede en el orden sobrenatural, como anunciaba Jesucristo: «Yo soy la Vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en Mí no lleva fruto, lo cortará, y a todo aquel que diere fruto, le podará para que dé más fruto»(13). Esa poda divina es el sufrimiento, la Cruz que une a Cristo e identifica con Él, de modo que se realicen en el alma fiel las palabras del Maestro: «quien permanece en Mí, y Yo en él, ése da mucho fruto»(14). Se nos pide, pues, ser almas de oración y de penitencia, comenzar y recomenzar nuestra pelea espiritual siempre que haga falta, y una docilidad rendida a la actividad del Espíritu divino(15). Son frutos diversos, como variadas son las manifestaciones del Paráclito en las almas, para que «la sabiduría multiforme de Dios»(16) resplandezca en todos los pensamientos, palabras y acciones. «Que nuestros pensamientos --escribió el Beato Josemaría-- sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi(17), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir»(18).

El primero de los frutos del Espíritu Santo es la caridad, el amor y es el coronamiento de la vida sobrenatural. «¡Ved qué exactitud en las palabras del Apóstol, qué conveniencia en su doctrina! --exclama San Juan Crisóstomo--. Ante todo pone la caridad, y enseguida los actos que de ella provienen; fija la raíz, y después muestra los frutos; establece el fundamento y sobre él construye; parte desde el manantial y llega hasta el río»(19). Es lógico que así sea, porque el mismo Paráclito es, en el seno de la Trinidad, el Amor inmenso e infinito con que el Padre y el Hijo se aman desde toda la eternidad(20). Este fruto del Espíritu Santo se manifiesta, ante todo, por un amor fuerte y sin medida a Dios Uno y Trino, a quien el alma considera vívidamente, sin sombra de duda, como el centro en el que ha de converger toda su vida. Sólo amando a Dios encuentran los hombres la felicidad verdadera, porque --como escribió San Agustín, en frase universalmente conocida-- «nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti»(21). Este fruto incomparable lleva consigo, necesariamente, otro que en realidad es el mismo: el amor a todos los hombres sin excepción(22).

A este primer y principal fruto del Espíritu Santo «sigue necesariamente el gozo, pues el que ama se goza en la unión con el amado»(23). La alegría es el descanso de la voluntad en la persona o en la cosa amada. Si se ama a Dios, el gozo que brota de este amor es inenarrable, «un tesoro que nadie nos debe arrebatar. No es simplemente una alegría fisiológica. Es mucho más. Es la alegría de los hijos de Dios: un don sobrenatural que procede de la gracia, y que consiste fundamentalmente en la paz del alma, esa paz que el mundo no puede dar(24) y que sólo se halla junto a Cristo, Autor de la gracia y Príncipe de !a paz.

Ahora bien, estos tres primeros frutos del Paráclito --caridad, gozo, paz-- hacen saborear al cristiano, ya en la tierra, una bienaventuranza que no puede compararse con nada de este mundo. Pero aquí abajo no es posible disfrutar de una felicidad perfecta. La vida presente es tiempo de prueba, y nuestra alma ha de ser pasada --como el oro por el fuego-- por el crisol de la tribulación. También entonces el Espíritu de Dios acude en nuestra ayuda, haciendo producir al alma cristiana otros frutos que son, en definitiva, nuevas manifestaciones del amor. Entre ellos, San Pablo enumera en primer lugar la paciencia y la longanimidad, que ponen de relieve la perfección del alma ante las dificultades que se oponen a la felicidad. Por un lado, la paciencia lleva a soportar con igualdad de ánimo, por amor de Dios, sin quejas ni lamentos, los sufrimientos físicos y morales de la vida(25); es decir, no se inquieta ante la adversidad porque ve en todo la mano amorosa de su Padre Dios, que se sirve de los sufrimientos y dolores para purificar a sus elegidos y hacerlos santos. Por otro lado la longanimidad, que da un ánimo constante capaz de sobrellevar sin desánimo ni desesperanza las dilaciones queridas o permitidas por la Providencia divina, antes de alcanzar las metas que nos proponemos, y que son claramente Voluntad de Dios; y --como dice el Apóstol--, «la caridad a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y lo soporta todo»(26). Este fruto del Espíritu Santo otorga al alma la certeza absoluta de que --si pone los medios, si hay lucha ascética-- en ella y a alrededor se realizarán los misericordiosos designios divinos, a pesar de los obstáculos objetivos que pueda encontrar, a pesar de sus flaquezas y aun de sus mismos errores y pecados. La longanimidad y la paciencia aparecen así como frutos maduros de la fe y de la esperanza, sostenidas y potenciadas por el Espíritu Santo.

Después de los frutos que ordenan el alma a Dios y la perfeccionan en sí misma, San Pablo menciona otros que se refieren más directamente a las relaciones con el prójimo(27). Son la bondad, benignidad y mansedumbre. El primero consiste en una disposición sobrenatural de la voluntad por la que se desea el bien a toda clase de personas, sin distinción de amigos o de enemigos, de parientes o desconocidos, de vecinos o lejanos; inmersa en el amor a Dios, la persona en quien el Espíritu Santo produce este fruto respira bondad en todos sus pensamientos, palabras y obras(28). Pero no basta querer el bien para otros. El verdadero amor es operativo, y siempre que tiene ocasión se traduce en hechos concretos: la caridad es bienhechora(29). Esa disposición del corazón, que inclina a hacer efectivamente el bien a nuestro prójimo, es el fruto que San Pablo llama benignidad, y produce la fragancia espiritual que impregna un ambiente cuando allí se viven todas las exigencias de la fe. Brilla este fruto en la multitud de obras de misericordia, corporales y espirituales, que los cristianos llevan a cabo por el mundo entero desde hace veinte siglos. Además, inseparablemente unido a la bondad y benignidad está la mansedumbre que les da como su acabamiento y perfección. La caridad no se aíra(30), sino que en todo muestra suavidad y delicadeza. Así se comporta el alma en la que el Espíritu Santo desarrolla su acción sin tropiezos. Ante las dificultades que proceden de otras personas, ante las injusticias y ofensas, no se irrita ni alberga sentimientos de cólera o impaciencia, aunque sienta --y a veces muy vivamente, por la mayor finura que se adquiere mediante el trato con Dios-- la aspereza de los demás, los desdenes, las humillaciones: cosas todas de las que se sirve Dios para acrisolar a las almas(31). Y a la mansedumbre, San Pablo añade la fe, entendida en el sentido de «fidelidad»(32).El fraude, la mentira, la doblez, la traición, causan horror a un alma en la que el Paráclito produce este fruto. El cristiano, cuando empeña su palabra, no se echa atrás: es leal a sus compromisos y promesas. Y como esta franqueza arraiga profundamente en el fondo de su carácter, el alma fiel se halla fácilmente inclinada a creer lo que le dicen los demás(33). Santo Tomás ve en la fidelidad el cumplimiento acabado de cuanto hay obligación de dar a los demás; por eso constituye la perfección de la justicia(34). Por esto, la fidelidad constituye como la suma de todos los frutos del Espíritu Santo que miran a nuestras relaciones con el prójimo.

Los tres últimos frutos del Paráclito mencionados por San Pablo, hacen directa referencia al perfecto control de las pasiones. Esta es la principal misión de la templanza, con todo su cortejo de virtudes subordinadas, que bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo produce frutos de modestia, continencia y castidad. Una persona modesta es aquélla que sabe comportarse, en da circunstancia de su vida, de modo equilibrado, justo, sin excesos. La modestia ha de brillar, primero, dentro de nosotros mismos(35). Además, la modestia pone orden dentro de nosotros mismos: modera los deseos de conocer --hay una curiosidad buena, pero otra que es inútil o incluso perjudicial--, tamiza los juicios por el filtro de la caridad, encauza los afectos pasándolos por el Corazón de Jesucristo... El fruto de la modestia se refleja también en el porte exterior de la persona: en su modo de hablar y de vestir, de reír y de moverse, de tratar a la gente y de comportarse socialmente. Y, finalmente, la continencia y la castidad, son frutos dignos de los hijos de Dios que saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo(36). Pero hay que poner los medios para conservarla y acrecentarla, cuidando con delicadeza el pudor y la modestia, mortificando los sentidos y la imaginación, evitando hasta la más pequeña ocasión de pecado.

La Santísima Humanidad de Cristo es el fruto incomparable que el Espíritu Santo --en unión con el Padre y el Hijo-- ha producido jamás en nuestra tierra, sirviéndose de la cooperación de la Virgen Santísima, a quien alabamos por el fruto bendito de su vientre(37). Ella nos invita a que nazca espiritualmente en nosotros. Acercarse a la Virgen es un modo seguro de producir frutos copiosos, porque Dios se sirve de Santa María para renovar, de modo invisible, la misión de las divinas Personas en el alma por la gracia(38). «Yo, como la vid, eché hermosos sarmientos, y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos. Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. Venid a mi cuantos me deseáis, y saciaos de mis frutos. Porque recordarme es más dulce que la miel, y poseerme, más rico que el panal de miel. Los que me coman quedarán con hambre de mi, y los que me beben quedarán de mí sedientos. El que me escucha jamás será confundido, y los que me sirven no pecarán»(39).

Notas

1. En efecto, en muchos lugares, la Biblia compara al hombre justo, que se deja conducir por el Espíritu Santo, con «un árbol plantado junto a la corriente de las aguas, que da su fruto a su tiempo» (Ps 1,2-3). Y Jesucristo mismo decía a los Apóstoles: «no me habéis elegido vosotros a Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros; y os he puesto para que vayáis, y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Ioh 15,16)..

2. S. Th. I-II, q. 70, a. 1. Y aun así, en el lenguaje corriente son frutos por antonomasia sólo aquéllos que resultan gratos al paladar: cuando esto no sucede, se añade algún calificativo que denota su imperfección; y se habla, por ejemplo, de frutos verdes o amargos. Reflejando el sentir común, Santo Tomás de Aquino escribe que «se llama fruto al producto de la planta cuando llega a la perfección y tiene cierta dulzura».

3. «Las obras de la carne --escribe San Pablo-- son manifiestas, las cuales son adulterio, fornicación, deshonestidad, lujuria, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, enojos, riñas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, embriagueces, glotonerías y cosas semejantes. Sobre las cuales os prevengo, como ya tengo dicho, que los que tales hacen no alcanzarán el reino de Dios» (Gal 5,19-21).

4. En este sentido, no son verdaderos frutos del Espíritu Santo los actos de virtud practicados de modo remiso --es decir, sin correspondencia plena a las mociones divinas--, o hechos sin rectitud de intención, de mala gana o a medias.

5. «Han descendido del Cielo torrentes, no para remover la tierra de manera que produzca sus frutos, sino para inducir a la naturaleza humana a que devuelva al Agricultor divino el fruto de la virtud de los hombres». (San Juan Crisóstomo, Homilía I de Sancta Pentecostés, 2).

6. Cfr 1 Cor 3,9.

7. San Agustín, De Trinitate, VI, 9.

8. León XIII, Divinum illud munus, 9-V-1897.

9. Esta dulzura, hecha habitual en el alma, es el festín delicioso al que invita la Sabiduría divina: «venid a mi cuantos me deseáis y saciaos de mis frutos, porque recordarme es más dulce que la miel, y poseerme es más rico que el panal de miel» (Qoh 24,26).

10. Al hablar de los frutos del Espíritu Santo, San Pablo no hace una enumeración exhaustiva, sino que señala las principales variedades de ese fruto primero y principalísimo que es la caridad. Ya San Agustín comentaba que «siendo Dios el Sumo Bien del hombre --y esto no se puede negar--, se sigue que la vida santa, que es una dirección del afecto al Sumo Bien, consistirá en amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu. Así se preserva el amor de la corrupción y de la impureza, que es lo propio de la templanza; le hace invencible frente a todas las adversidades, que es lo propio de la fortaleza; le lleva a renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia; y, finalmente, le hace estar siempre en guardia, para discernir las cosas y no dejarse engañar por la mentira y el dolo, que es lo propio de la prudencia» (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae et de moribus manicheorum, I,25).

11. Cfr Gal 5,22-23. Los textos y versiones más antiguos sólo mencionan nueve de estos frutos, y así se ha recogido en la Neovulgata. En la Vulgata aparecen además la paciencia, la modestia y la castidad. Es decir, todas las obras buenas del alma movida por el Espíritu Santo, que constituyen la cosecha abundante del sarmiento unido a la Vid verdadera, Jesucristo.

12. «Lo que el hombre sembrare, eso cosechará --advierte San Pablo--. Quien sembrare en su carne la corrupción, de la carne cosechará la corrupción; pero quien siembre en el Espíritu, del Espíritu cosechará la vida eterna. No nos cansemos, pues, de hacer el bien, que a su tiempo cosecharemos, si no desfallecemos» (Gal 6,8-9).

13. Ioh 15,1-2.

14. Ioh 15,5.

15. «Caminad en Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otra se oponen» (Gal 5,16-17)..

16. Eph 3,10.

17. Cfr 2 Cor 2,15.

18. ECP, 156.

19. San Juan Crisóstomo, In Pentecostes homilía, II,3.

20. En la primera epístola a los Corintios, San Pablo escribe un sublime himno a la caridad: «aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y el lenguaje de los ángeles, si no tuviere caridad, vengo a ser como metal que suena o campana que retiñe. Y aunque tuviera el don de profecía y penetrase todos los misterios y poseyese todas las ciencias, aunque tuviera toda la fe, de manera que trasladase de una parte a otra los montes, no teniendo caridad, soy nada. Y aunque distribuyese todos mis bienes para sustento de los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si la caridad me falta, todo lo dicho no me sirve de nada» (1 Cor 13,1-3).

21. San Agustín, Confesiones, I,1.

22. «Si alguno dice: si, yo amo a Dios, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso (...). Tenemos este mandamiento de Dios: que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Ioh 4,20-21). Es el mandamiento nuevo que Cristo dio como señal distintiva de sus seguidores: «en esto conocerán todos que sois mis discípulos» (Ioh 13,35); el signo más cierto de la actuación del Espíritu Santo en el alma, que la lleva a alegrarse de todo verdadero bien que ve en el prójimo, a entristecerse ante el mal que le impide dar a Dios la gloria debida, y a ayudar a los demás en sus necesidades espirituales y materiales: «no hay señal ni marca que así distinga al cristiano y al amador de Cristo, como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las almas» (San Juan Crisóstomo, De incomprehensible homiliae, 6,3).

23. S. Th. I-II, q. 70, a.3.

24. Cfr Ioh 14,27.

25. «Caritas patiens est» (1 Cor 13,4), la caridad está llena de paciencia. Y, al mismo tiempo, la paciencia es un gran baluarte del amor. «La caridad --escribía San Cipriano-- es el lazo que une a los hermanos, el cimiento de la paz, la trabazón que da firmeza a la unidad; la que es superior a la esperanza y a la fe, la que sobrepuja a la limosna y al martirio; la que quedará con nosotros para siempre en el Cielo. Quítale, sin embargo, la paciencia, y quedará devastada; quítale el jugo del sufrimiento y de la resignación, y perderá las raíces y el vigor» (San Cipriano, De bono patientiae, 15).

26. 1 Cor 13,7.

27. A los que alude también Carta a los Colosenses: «revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre (...), soportándoos y perdonándoos mutuamente, siempre que alguno diere a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros» (Col 3,12-13).

28. «Caritas non aemulatur» (1 Cor 13,4), la caridad no tiene envidia ni busca sus propios intereses. Es el fruto que el Apóstol llama bondad, y que se contrapone a los frutos amargos de la envidia y de los celos no tienen cabida en un alma en la que reina el Espíritu Santo.

29. 1 Cor 13,4.

30. 1 Cor 13,5.

31. Incluso puede decirse que una persona así se va haciendo más dulce y delicada, más amable y cariñosa, y experimenta el impulso de rezar más por las personas que le hacen sufrir, y de tener con ellas más detalles de cariño: ha aprendido a querer incluso sus defectos, siempre que éstos no sean ofensa a Dios. Este fruto es tan importante, que Jesucristo nos enseñó que constituye una auténtica bienaventuranza: «bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra» (Mt 5,4), al mismo tiempo que se nos ofreció como modelo: «aprended de Mi, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).

32. Según la Sagrada Escritura, fiel es el hombre que cumple sus deberes --aun los más pequeños-- con sentido de profunda justicia, en quien los demás hombres pueden confiar. «Nada hay comparable a un amigo fiel --asegura el Eclesiástico--; su precio es incalculable» (Sir 6,15).

33. Es decir, la sola idea del engaño o la mentira le repugna, porque «la caridad no se goza de la injusticia, sino que se complace en la verdad» (1 Cor 13,6).

34. Entendido así, este fruto del Paráclito es también una gustosa variedad del amor, porque «el que ama a su prójimo cumple plenamente la ley» (Rom 13,8). Le ama como Cristo nos ha amado: con un amor misericordioso y compasivo, que se duele ante el de los otros, especialmente del pecado que destroza las almas; con un amor benevolente y gratuito, que se entrega sin esperar nada a cambio; con un amor operoso y efectivo, que sabe buscar las mejores soluciones para ayudar de verdad a los necesitados.

35. Un alma modesta aprecia como conviene los talentos naturales y sobrenaturales que Dios le ha dado, sin minimizarlos ni exagerarlos, y reconoce sencillamente que son un regalo del Señor, para que use en servicio de los demás. No se los apropia, como si fueran mérito suyo, ni tampoco desea más de lo que Dios le ha dado. Es la expresión viva de una caridad que --como escribe también San Pablo--, no se ensoberbece ni es ambiciosa (1 Cor 13,4). Esta modestia interior tiene la fragancia de la verdadera humildad.

36. «La fornicación y cualquier género de impureza (...) ni se nombre entre vosotros, como conviene a los santos; ni tampoco palabras torpes, ni groserías, ni truhanerías, que no son convenientes» (Eph 5,3-4), exhorta San Pablo. Esta pureza interior y exterior es muy grata a Dios y a la Virgen Santísima, y el Señor la otorga a quienes la piden con humildad.

37. Cfr Lc 1,42.

38. Para una amplia exposición de los frutos del Espíritu Santo en la Virgen, cfr A. Royo Marín, La Virgen María. Teología y espiritualidad marianas, BAC, 2ª ed., Madrid 1997, pp. 328-352.

39. Sir 24,23-30.