Fidelidad

José Morales


Para ser fiel, hay que saber bien, ante todo, cómo son las cosas. Se cumple el dicho culto de que «nada hay tan práctico como una buena teoría». Parece obligado preguntarse ahora cómo un ser finito y condicionado temporalmente, como es el hombre, puede hacerse capaz de decisiones que le comprometen de por vida hasta la infinitud de la eternidad, y que revisten un carácter incondicionado.

  

En esta era de cambio vertiginoso e inconsistencia, de perplejidad sobre los principios morales y espirituales, donde la fidelidad parece retroceder, el profesor José Morales nos ofrece un libro titulado «Fidelidad» (Ediciones Rialp, Madrid 2004), del que puede decirse, que en estos tiempos que corren resulta «de obligada lectura». En el prólogo de este ensayo el autor afirma: «tratar hoy de fidelidad encierra mucho sentido, es como un imperativo cristiano en la hora presente.»

En medio de la sacudida del siglo XX, la fidelidad, el amor, ha logrado permanecer en la existencia de hombres y mujeres de carne y hueso «La presencia de esta lealtad en el mundo es uno de los motivos para creer en los valores espirituales y trascendentes de la humanidad.» Las cristianos han desarrollado siempre su fidelidad al Evangelio bajo la presión de la sociedad donde han vivido. Pero esas presiones adversas no pueden eliminar el núcleo irreductible de la libertad personal, y la fidelidad implica precisamente la trascendencia del espíritu sobre los condicionamientos temporales. En este trabajo el autor analiza con detalle aspectos como lealtad y fidelidad; el despliegue de la fidelidad; sus fundamentos; sus soportes y sus enemigos.

Extraemos aquí el capítulo VII, sobre los soportes de la fidelidad. Hemos introducido ladillos y subrayados para facilitar la lectura.

 

LOS SOPORTES DE FIDELIDAD

Consideraremos en este capítulo las fuerzas espirituales y los instrumentos humanos que conducen hacia el centro verdadero de la vida personal fiel, y ayudan decisivamente a que la existencia del hombre sea coherente consigo misma en la aventura arriesgada de la fidelidad. Los factores que coadyuvan a la fidelidad del ser humano a sus compromisos sustanciales lo hacen de modo desigual, pero convergente, y son de distinta naturaleza. Testimonian así la admirable fusión de lo divino y lo humano que preside la dinámica de esta virtud.

 

Claridad de principios según las enseñanzas cristianas

La práctica adecuada y coherente de la fidelidad exige que el hombre y la mujer que han de vivirla tengan bien diseñada y explícita en su mente la verdadera naturaleza de aquello a lo que se comprometen. Se trata de sanar, por así decirlo, los fundamentos de la fidelidad, liberando su régimen y su sentido de posibles equívocos, confusiones, y eslóganes, que obran fácilmente, por ignorancia personal o por influencia del ambiente, en el ánimo del sujeto. Hay que saber dónde está el norte, para adoptar y mantener una correcta orientación.

La fidelidad implica casi siempre la adhesión libre y motivada de la persona a unas pautas y cauces ya establecidos de comportamiento, que suelen reflejar la naturaleza, también establecida, de una institución, de las muchas que vertebran y configuran la existencia y los proyectos humanos. Este hecho moral supone la integración reflexiva y calculada del hombre en un universo espiritual de valores que él no ha creado, y que encuentra ante sí a modo de bienes comunes de seres libres, llamados a la dignidad que les corresponde.

[No confundir la ficción con la realidad]

Conocer y aceptar el significado y el alcance correcto de esas realidades divino-humanas es de suma importancia para la persona que debe decidir entre los diversos caminos y alternativas que se le ofrecen para emplear su libertad. La fidelidad iniciaría un arranque en falso y una vía imposible, si el sujeto que desea comprometerse no despeja primero las dudas que pueblan en ocasiones el ambiente cristiano en torno al sentido del matrimonio, la naturaleza del sacerdocio ministerial, y el ideal evangélico de la virginidad. La falta de conocimiento en estos extremos provoca que muchos se muevan a la acción sin saber bien lo que hacen, y confundan la ficción con la realidad. Lo mismo debe decirse respecto a los deberes para con Dios, que han dejado de ser para muchos principios irrefutables de la existencia humana.

Igualmente decisivo es el examen de las premisas psicológicas y mentales con las que se aceptan y se viven por un ser finito y sujeto a las contingencias temporales, compromisos que llevan un sello de permanencia y de incondicionalidad, que parecerían sustraerlos a esos avatares.

[Paradojas introducidas por falsas filosofías]

El pensamiento filosófico ha introducido paradojas y llegado a conclusiones enigmáticas, tales como imaginar que la infidelidad puede ser en condiciones normales la máxima expresión de la fidelidad auténtica, y que el hombre es precisamente el ser capacitado para demostrar fidelidad en lo que muchos consideran superficialmente infidelidad. Análogas paradojas existenciales permiten a algunos afirmar que el incrédulo es el que cree verdaderamente, porque ha eliminado en su interior todos los posibles «ídolos» de lo divino, fabricados por las tradiciones religiosas; y decir por tanto que quien niega a Dios en serio, lo está en realidad afirmando. En esta trastocación de valoraciones y perspectivas, puede resultar fácilmente que la infidelidad a los compromisos formalmente contraídos por la persona sea considerada en último término una manera de vivir la fidelidad «de incógnito».

Diversas opiniones flotantes y escritas acerca del matrimonio, su naturaleza, y los deberes y derechos que derivan de la relación matrimonial, han debilitado la idea de la institución en la mente y en el ánimo de muchos cristianos, y sembrado dudas de graves consecuencias acerca de los compromisos conyugales. Este hecho se vincula estrechamente a la problematización actual de la familia, constituida sobre el consentimiento matrimonial indisoluble, como conjunto de personas unidas por el amor y por un deseo operativo de compartir la vida, que mantiene una relación estable y fecunda.

La institución matrimonial ha sido y es el blanco de reinterpretaciones que vienen a deformar su carácter, y a cuestionar la práctica conocida de la vida conyugal y familiar. Se la presenta en ocasiones como un elevado ideal, que sería prácticamente imposible realizar según la figura normativa enseñada y regulada por la Iglesia. Se sublima el matrimonio, de modo que parezca un proyecto espiritual y humano, prácticamente irrealizable por la gran mayoría de los hombres y mujeres cristianos. Si ha de ser un camino de vida para la muchedumbre -se dice-, la disciplina matrimonial teológico-canónica debe sufrir cambios importantes, que hagan más fácil y asequible abrazar y vivir el matrimonio.

Otras veces se insiste casi exclusivamente en el amor mutuo de los contrayentes, como esencia de la unión matrimonial, dejando de lado o restando importancia al hecho de que es el consentimiento de los esposos, y no el amor, lo que hace realmente el matrimonio. Las demás dimensiones de carácter personalista vienen también a construir el matrimonio, pero lo hacen en torno al consentimiento, que hace la unión matrimonial monogárnica e indisoluble.

No debe olvidarse en ningún caso que el matrimonio es imagen terrena de la fidelidad de Cristo a su Iglesia. Esta consideración capital es la raíz para la comprensión y realización en el tiempo de la unión conyugal, establecida por Dios desde el comienzo de la Creación, y que los hombres tienden a desvirtuar por motivos diversos de pragmatismo, tendencias egoístas, oscurecimiento espiritual, y concesiones al secularismo.

No menos destructivas y desorientadoras han resultado las discusiones y polémicas acerca del sacerdocio ministerial y del celibato, intensificadas casi siempre por presiones mundanas. El cuestionamiento del ministerio ordenado en su sentido eclesial y evangélico, y en su realización práctica, se ha manifestado en debates agrios acerca de si el sacerdocio debe totalizar o no la existencia del hombre que ha recibido la ordenación; sobre la mediación cultual y el lugar de la predicación en la tarea del sacerdote; sobre la implicación de éste en actividades temporales; y su situación y figura teológica con respecto a los laicos, y al mundo. Igualmente intensas han sido las discusiones acerca de la posible equiparación del sacerdocio ministerial al sacerdocio común de los fieles.

El celibato sacerdotal ha sido objeto por sí mismo de serios debates, en los que no han faltado apreciaciones e intervenciones populares y de los medios de comunicación, más o menos bien informadas y genuinas. La discusión se ha centrado especialmente acerca del sentido del celibato, su vinculación necesaria u opcional con la ordenación del presbítero, y con la posibilidad de un celibato ad tempus.

El resultado de estas discusiones y tomas de posición ha servido en muchas ocasiones para un desarrollo fecundo, tanto en las grandes líneas cómo en el detalle, de la reflexión sobre el sacerdocio, que ha visto sin duda reforzada su percepción por parte de la Iglesia y de los cristianos. Pero ha engendrado también indefinición acerca de lo que el sacerdocio católico significa, y el modo en que haya de realizar sus tareas en la Iglesia y en el mundo. Muchos sacerdotes han podido afirmar, en buena o mala conciencia, que no sabían ya exactamente lo que eran ni lo que representaban en la vida eclesial.

La Iglesia, sin embargo, ha mantenido su concepción dogmática del sacerdocio ministerial, y de la disciplina que los presbíteros han asumido en la ordenación como norma de vida, y en comunión con el resto de los estamentos y carismas eclesiales. El Concilio Vaticano II (1962 1965) ha permitido profundizar y ampliar la teología del sacerdocio, su espiritualidad, y el sentido de la disciplina sacerdotal, incluido el celibato. El sacerdote aparece nítidamente en la primera línea de la misión santificadora de la Iglesia, estrechamente unido al obispo y a sus hermanos del presbiterio diocesano. El celibato sacerdotal es signo y estímulo de santidad y se destaca sin equívocos como un don de Dios libremente aceptado, y no como una imposición jurídica, accidentalmente vinculada a la ordenación. Significa ante todo disponibilidad abierta a todos los proyectos divinos.

Los votos religiosos y monásticos han recibido igualmente un perfil definido, en su sentido escatológico, y en su amable obligatoriedad, libremente asumida propter regnum coelorum. La vida religiosa acentúa en quienes la adoptan los aspectos profundos por los que la Iglesia no es de este mundo, y sin definirse necesariamente por la fuga saeculi o el contemptus mundi, mira fija y esperanzadamente hacia el más allá de Dios.

Para ser fiel, hay que saber bien, ante todo, cómo son las cosas. Se cumple el dicho culto de que «nada hay tan práctico como una buena teoría».

Parece obligado preguntarse ahora cómo un ser finito y condicionado temporalmente, como es el hombre, puede hacerse capaz de decisiones que le comprometen de por vida hasta la infinitud de la eternidad, y que revisten un carácter incondicionado.

La idea misma de que seres tan limitados como el hombre y la mujer puedan vincularse de un modo absoluto por una promesa, hecha a Dios o a sus semejantes, viene cargada de una formidable tensión. ¿Cómo puedo comprometer definitivamente mi futuro, cuando resulta que, por mi finitud y contingencia de criatura, no puedo estar, ni estoy de hecho, disponible para mí mismo?

El hombre no dispone de sí mismo. Sólo Dios se halla en posesión completa y plena de Su propio Ser divino. El ser humano no ha dispuesto su existencia, ni cuál ha de ser su fin último, ni tampoco los medios para conseguirlo. Es un ser situado, como ha subrayado la filosofía existencial, para extraer de esa afirmación consecuencias erróneas o acertadas. Todo lo que tiene que ver con el hombre parece caracterizarse por una cierta necesariedad, y a la vez por la imprevisibilidad y la deriva que son propias de un ser pasajero como un soplo de viento o la forma de una ola.

Y sin embargo esta cuestión de cómo se aúnan lo finito de su ser con las pretensiones de infinito que anidan en el corazón humano, se halla respondida de hecho, a nivel empírico, por el conjunto innumerable de hombres y mujeres que han permanecido fieles a sus compromisos hasta el final de sus días. Lo que puede presentarse a nivel teórico como una aporía, se resuelve con sencillez y de modo inmediato, observando las experiencias positivas de la humanidad, y sobre todo de la Iglesia, a lo largo de generaciones.

Esto no significa que las preguntas planteadas pierdan su sentido. Tratar de responderlas resulta necesario, porque permite analizar con más detalle el sentido y el régimen divino-humano de la fidelidad. El observatorio adecuado y el instrumental de ideas para responder no proceden principalmente de la psicología del hombre ni de lo que cabe esperar habitualmente del comportamiento meramente terreno. Las contestaciones y las claves de sentido han de buscarse en el misterio cristiano. Aquí radican lo que podemos denominar aspectos de fondo, que no excluyen otros más próximos a la experiencia cotidiana de los hombres y de las mujeres.

Es decir, la apreciación interior fundamental que está en la raíz del compromiso perenne y de la palabra dada, que contiene una carga y unas virtualidades superiores a sí misma, solamente puede ser de orden religioso. Nos pone en comunicación con lo que podemos denominar con rigor el misterio de la eternidad presente en el tiempo de los hombres: no sólo en el tiempo de la Iglesia (tempus Ecclesiae), sino también en el tiempo y en la duración irrepetibles de la existencia de cada individuo.

El tiempo, no sólo el tiempo de la física sino el tiempo de la historia de la salvación humana, apunta hacia la eternidad; pero dado que tiempo y eternidad no son dimensiones meramente colindantes, ocurre que la eternidad se infiltra continuamente en el tiempo, por así decirlo, y colorea la vida humana creyente con anticipos, silenciosos o explícitos, de infinito.

Puede afirmarse en verdad, y hablando formalmente, que «la eternidad en el tiempo» vale como una cierta definición del Cristianismo, y de todo lo que lleva en la persona el sello cristiano. Lo cristiano personal contiene ya dentro de sí un carácter de permanencia, que debe sin embargo consumarse en el más allá definitivo de Dios. La eternidad se incoa y se anticipa en el tiempo de los hombres, así como en las actitudes y virtudes cristianas, y confiere a ideales y propósitos humanos un aire de perennidad. Se cubre de ese modo el espacio, que podría parecer insalvable, entre lo finito y lo infinito, porque lo finito no es finitud a secas, sino apertura a lo eterno y definitivo en un régimen de gracia que viene de lo alto.

Hay así semillas de fidelidad que le vienen al hombre con el llamamiento de Dios, viven y se desarrollan dentro de él, y le llaman continuamente hacia sus orígenes espirituales.

«Vocabit nos ante mundi constitutionem». La fidelidad se halla por tanto virtualmente presente en el ser humano invitado particularmente a vivir la vida de Dios. Pero todavía debe consumarse. Todavía hay que llegar realmente al final.

Es éste el precio de la espera y el tributo de precariedad, que exige inevitablemente la condición temporal del ser humano, que avanza como viador hacia la eternidad paso a paso, por el camino de la vida, sembrado siempre de riesgos y amenazas interiores y exteriores.

[El puente entre lo finito y lo infinito: las virtudes teologales]

Intervienen necesariamente en este proceso espiritual las virtudes teologales: fe, esperanza, caridad. Se unen en ellas dentro del hombre la vida cotidiana temporal y la vida eterna definitiva, ya incoada en la tierra. Son el puente entre lo finito y lo infinito, tanto esencial como operativamente.

Las tres virtudes teologales concretan la presencia de la eternidad en el tiempo, y puede decirse que la fidelidad del hombre que es una realidad y al mismo tiempo un quehacer equivale a una situación espiritual, determinada y construida por esas tres virtudes, al margen de otros sentimientos, afectos, y nociones que puedan acompañarlas. La fe, la esperanza y el amor originan y luego impulsan y mantienen la fidelidad, que siendo un valor que se vive en la tierra, goza sin embargo de la solidez y estabilidad de aquéllas. Las tres virtudes pueden concebirse como las alas o el motor de la fidelidad, que resulta atraída permanentemente por el imán de lo eterno.

El alimento máximo e imprescindible de la fidelidad a Dios y a las personas que vertebran la existencia del hombre es la Eucaristía. El Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor es el misterio de fe por excelencia, prenda única de la esperanza, y fuente y estímulo del amor. En este banquete sagrado, viático de la vida cristiana, se concentran admirablemente pasado (recolitur memoria passionis eius), presente (mens impletur gratia) y futuro escatológico (et aeternae gloriae nobis pignus datur). Es la eucaristía la que rompe y hace relativas y porosas las barreras del tiempo, y lleva a la eternidad, que contiene ya ella misma como anticipo durante el curso terreno de la Iglesia y del hombre cristiano.

Hay compromisos que pueden ser reconocidos y vividos por el hombre como trascendentes, con un régimen y una legalidad que van más allá de las aportaciones y datos posibles de la experiencia. Suponen en suma el respeto y la atención a la verdad última sobre Dios, sobre la realidad, y sobre uno mismo.

[«Dialéctica profunda de lo negativo»]

La fidelidad es entonces un ideal virtualmente realizado desde el primer momento de la conciencia mediante el propósito de vivirla, pero todavía debe desplegarse en el tiempo, cuyo curso contiene sorpresas. La fidelidad no es una situación inmóvil o estática. Se halla siempre en movimiento, no sólo porque lo exige la dirección hacia la meta, sino porque ha de soportar obstáculos, pruebas, contrariedades e imprevistos de la vida. Precisamente la superación de obstáculos forma parte esencial de la construcción diaria de la fidelidad. Es como una dialéctica fecunda de lo negativo. Hasta que el hombre justo no es tentado por sus enemigos espirituales y vence la tentación, no puede saber con certeza si está siendo fiel.

La fidelidad sólo se consolida y hace firme como un árbol con el paso del tiempo. Mientras estamos en este mundo de contingencias, vivir es cambiar, y la perfección y el acercamiento al ideal propuesto supone en el hombre y en la mujer haber cambiado mucho a mejor. Esto es así porque el ser humano no es solamente una esencia, sino también una historia, en la que los sucesos, asumidos libremente y purificados de ganga caduca, se incorporan a la identidad de la persona.

El hombre no conoce con total certeza el futuro ni sabe con detalle lo que le reserva el porvenir. In manus tuas tempora mea. Pero sabe, a través de la fe, la esperanza y el amor, lo esencial de su destino, en el que llegará a puerto y fondeará de modo definitivo, con el auxilio divino, la nave de la fidelidad.

[La identidad del sujeto en el tiempo y su trascendencia]

La fidelidad a las promesas no solamente se hace posible por las consideraciones de fondo que acabamos de exponer. Se apoya también en aspectos psicológicos y empíricos de la personalidad humana, que tiene su base en la identidad de un sujeto que atraviesa fases y momentos distintos de desarrollo, sin dejar de ser él mismo.

Hay compromisos que son por esencia condicionales y transitorios, y que la persona no necesita tomarse al pie de la letra. Sabe que se puede volver atrás, sin que por ello resulte afectado el fondo de su ser. Pero ahora no nos referimos a vínculos accidentales de quita y pon.

El Yo profundo del hombre, que es raíz de su permanencia y de su conciencia estable, sabe bien, o al menos intuye, que no se solapa sin más con su presente inmediato. Sabe que no coincide con los distintos momentos de su curso vital, y que no se confunde, por tanto, con las situaciones diversas que se producen a lo largo de la vida. Aunque estas situaciones y esos momentos le enseñan y ayudan a ser él mismo, porque le descubren aspectos de su ser que aún desconocía.

Hay algo en nosotros, correlativo al yo profundo, que busca la estabilidad, como valor contrario a la disolución personal en una cadena sucesiva e ininterrumpida de opciones repentinas y nunca bien meditadas. Lo mejor y más nuclear del hombre suele más bien optar por la duración, y huye de la provisionalidad y de los experimentos vitales. La aventura existencial no es lo más propio del ser humano. El hombre ama la familiaridad de sus hábitos sensatos y del ambiente acogedor que estos hábitos crean en su entorno personal. Ama la rutina creativa, que no está desprovista de grandeza en su previsible y cierta reiteración de actos.

Esta condición humana no invita precisamente a un vegetar sin rumbo. El hombre se encuentra urgido por los valores, y en esa atracción emplea de manera excelente lo mejor de su libertad. La voluntad se determina a una decisión calculada de entrega, nacida del amor o de la adhesión meditada a un ideal, y se inicia entonces una historia que el sujeto protagonista se narra y se dice a sí mismo. Es la historia de una fidelidad, cuyas promesas se pueden nutrir de recursos del carácter que es propio de un ser que tiende a ser estable y que quiere ser coherente consigo mismo y con sus proyectos.

A muchos hombres y mujeres se les hace irrespirable un clima personal de infidelidad y de impermanencia, en el que no serían capaces de soportarse o de encontrarse a solas con una intimidad recalcitrante al compromiso estable, que es oxígeno para la existencia. Hay por eso gente que no es del todo fiel, pero que tiene una nostalgia de fidelidad, una querencia irreprimible para retornar las veces necesarias al camino recto.

[Atreverse a persisitir]

El realismo de la vida dice al hombre que la fidelidad a las promesas es un asunto problemático. Su potencial pesimismo le advierte de lo incierto del futuro, y de posibles nuevas circunstancias y avatares que le podrían impedir llevar a cabo sus nobles propósitos y decisiones. Pero estas apreciaciones sombrías y desalentadoras se mezclan en buena hora con otras reflexiones más optimistas que parecen decirle: desconoces aún todas las energías que se encierran en ti, e ignoras aquello de lo que eres capaz: atrévete a persistir en tus objetivos dignos de un verdadero ser humano.

Hay en el desarrollo de la fidelidad un dramático aspecto de pelea, una dimensión agonal, un camino de obstáculos carente de atajos. Es parte del tributo que el hombre paga con temblor a la inseguridad y fragilidad de su existencia terrena. Sabe que deberá aceptar desilusiones que su ánimo podrá convertir en ocasiones creativas. Tendrá que asumir circunstancias y hechos de fuera y de dentro de sí mismo que elevan el costo y exigen renuncias mayores de lo esperado. Será necesario atravesar vados profundos en los que no se hace pie, resolver situaciones límite, y agotar todos los recursos disponibles, humanos y divinos.

La decisión tomada, llevada hasta el fin, pondrá a prueba su inventiva, y su capacidad de improvisación humana y espiritual. Es la aventura de la fidelidad.

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José Morales Marín es profesor de Teología Dogmática en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Trabaja en temas de Teología dogmática y espiritual, y ha investigado en la vida y escritos del Cardenal Newman. Autor de numerosos estudios sobre teología, historia y literatura, ha publicado: Los sistemas de formación de los funcionarios públicos (Madrid, 1962); Traducción, introducción y notas de J. H. Newman. Discursos sobre la fe (Madrid, 1981); Sagrada Biblia, tomo V: Los Hechos de los Apóstoles (Pamplona, 1984); El elemento jurídico en la Iglesia (Roma, 1986); Religión, Hombre e Historia. Estudios newmanianos (Pamplona, 1989); Newman (1801-1890) (Madrid, 1990); El misterio de la Creación (Pamplona, 1994); Introducción a la Teología (Madrid, 1998); Iniciación a la Teología (Madrid, 2000); Teología de las religiones (Madrid, 2001); El Islam (Madrid, 2001); El valor distinto de las religiones (Madrid, 2003), y Jesús de Nazaret (Madrid, 2003).