Eucaristía y libertad: El método sacramental de la Revelación
Javier Prades
1. Jesucristo hace posible que el hombre responda a su vocación
A
medida que pasan los años, la experiencia muestra que sólo quedan las cosas
verdaderas y que se desvanecen las secundarias. Allí donde identificamos lo
verdadero sorprendemos también la novedad; esa verdad que nos parece que ya
conocemos, pero que siempre es más profunda de lo que habíamos imaginado. Por
eso volvemos la mirada a Aquél que es el único fundamento de nuestra común
pertenencia eclesial y de nuestra misión en el mundo. Las consideraciones que
voy a hacer no añadirán ideas originales a lo que ya saben; quieren ser, más
bien, unas reflexiones parciales que den ocasión para crecer juntos en el
reconocimiento afectuoso de lo que es esencial para nuestra vida
[1] .
Como broche de
su encíclica Tertio Millennio Adveniente (nº 59), Juan Pablo II elegía un
importante texto de la Gaudium et Spes que nos sirve para abrir nuestra
reflexión. El texto conciliar dice:
"La Iglesia cree
que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su
Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado
a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya de salvarse.
Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana
se encuentra en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que, en todos los
cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento
último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Por
consiguiente, a la luz de Cristo, Imagen del Dios invisible, Primogénito de
toda criatura, el Concilio pretende hablar a todos para iluminar el misterio
del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los
principales problemas de nuestro tiempo" (GS nº10).
La
autoconciencia de la Iglesia proclama en este pasaje que sólo el encuentro de
cada persona con Cristo le permite alcanzar su plena realización, y que, por
tanto, la historia se ordena y esclarece sólo en torno al Señor. La
posibilidad de que el misterio antropológico se ilumine y los problemas de
nuestro tiempo se puedan resolver pasa por la respuesta que la libertad de
cada hombre, históricamente situada, ofrezca a la iniciativa gratuita de
Cristo. El anuncio cristiano está constituido en su núcleo más profundo por el
encuentro salvífico entre el movimiento del Misterio de Dios hacia el hombre y
el movimiento de respuesta del hombre hacia Dios, en la mediación única de
Jesucristo. Ésta es, en consecuencia, la misión de la Iglesia y su única razón
de ser y actuar en el mundo. El texto conciliar tiene una fuerte impronta
cristológica y antropológica, dada su preocupación soteriológica, pero no
carece de sentido trinitario y eclesial. De ahí que sirva para enmarcar
nuestras reflexiones que se orientan hacia la Eucaristía.
2. Jesucristo es contemporáneo de todo hombre
Si Jesucristo,
en su singularidad histórica, es el único Mediador (cfr. 1Tim 2,5; Hch 4,12),
los hombres que entraron en contacto con Él, pudieron comprobar que su
presencia y su manifestación les comunicaba la vida divina y transformaba sus
existencias. Ahora bien, si la esperanza de que el hombre alcance su plenitud
depende de ese encuentro, hay que responder a una objeción posible: ¿cómo se
dará el diálogo de salvación entre el hombre y Jesucristo si ese
acontecimiento se va perdiendo en el pasado? Es la pregunta por la continuidad
del anuncio cristiano en las mismas condiciones con que se produjo
originalmente. Von Balthasar se refiere a este problema, en el volumen inicial
de su Trilogía, cuando dice: "Trataremos de la Iglesia tan sólo en la medida
en que puede y pretende ser mediadora de la forma de la revelación de Dios en
Cristo. Con ello hemos planteado probablemente la cuestión decisiva y, desde
el punto de vista teológico, quizás no haya ninguna otra pregunta que hacer
con respecto a la Iglesia" [2] . La
Iglesia aparece referida por una parte a Cristo y su misión, y, por otra, a
los hombres a los que es enviada como mediadora de la revelación cristológica.
Es bien sabido
que la Ilustración promovió una enmienda a la totalidad frente a la pretensión
de la mediación única de Cristo y, aún más radicalmente, frente a la
pretensión mediadora de la Iglesia [3]
. Quizá sea éste uno de los rasgos de la mentalidad ilustrada que más ha
pervivido en la cultura dominante de occidente, hasta influir por desgracia en
la misma conciencia de los cristianos, debilitando la razonabilidad de su fe.
De ahí no sólo la importancia sino la urgencia de reflexionar sobre tal
dificultad, aunque sea de manera tan fragmentaria como la que sigue.
La Iglesia
pretende, en efecto, hacer presente el acontecimiento salvífico de Cristo a la
libertad de los hombres de todo tiempo y lugar, no para determinar de antemano
ese diálogo, sino, más bien, para hacerlo posible. Si la Iglesia no pudiera
mantener tal pretensión y no pudiera asegurar que el hombre situado aquí y
ahora alcanza a Cristo, habría una doble consecuencia: Cristo sería una figura
del pasado que, a lo sumo, podría ser el inspirador de un comportamiento
religioso o moral, y la Iglesia no tendría otra legitimidad que la que se
concede a sí misma y no la que proviene de su Señor. Si esto fuera así, el
cristiano no podría afirmar que Cristo le sea contemporáneo, a menos que se
quisiera exponer a la acusación de visionario.
La encíclica
Veritatis Splendor ha afrontado in recto nuestra cuestión cuando recuerda que
la pregunta que alberga el corazón de cualquier hombre (¿qué he de hacer para
conseguir la vida eterna?) sólo encuentra respuesta plena y definitiva en el
diálogo con Cristo, que está siempre presente y actúa en medio de nosotros (cfr.
Mt 28,20). Y añade: "La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada
época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia" (VS nº25). El texto vincula
la permanencia de Cristo y su "contemporaneidad" como realidad presente al
cuerpo viviente de la Iglesia, siguiendo así el camino trazado por Dei Verbum
7-8. La mediación de la figura irrepetible de Cristo no se confía a ninguna
otra realidad que no sea la vida misma de la Iglesia en su integridad,
alentada por el Espíritu [4] .
El Catecismo de
la Iglesia Católica pone como fundamento de esa permanencia de Cristo en su
Iglesia la singularidad del Misterio Pascual: "el único acontecimiento de la
historia que no pasa... un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia,
pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez,
y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo,
por el contrario, no puede permanecer sólamente en el pasado, pues por su
muerte destruyó la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y
padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos
los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente" (nº 1085). El
mismo Catecismo recuerda que Cristo glorioso derrama el Espíritu Santo sobre
su Cuerpo que es la Iglesia y "actúa ahora" por medio de los sacramentos (nº
1084; cfr. nº 556; 1363). Tenemos pues enunciada elementalmente, en sus líneas
básicas, la secuencia que nos lleva desde la libre iniciativa del Misterio de
Dios en la historia (Cristo-Iglesia-sacramentos) hasta la posible respuesta
libre del hombre.
Como vemos, para
hacer frente a la objeción ilustrada, el catolicismo ha encontrado la
respuesta en su genio propio mediante el gran acontecimiento del Misterio
Pascual. Si bien se mira, ya el Jueves Santo resume este misterio, en cuanto
que es el día en que Jesús instituye la Eucaristía y el Orden Sacerdotal y de
este modo anticipa en el sacramento su ofrecimiento "pasión, muerte y
resurrección" a la libertad de los discípulos y de los hombres de todos los
tiempos. Lo mismo que sucedió con la libertad de los hombres de hace 2000
años, también la libertad de los hombres de los siglos posteriores, hasta el
siglo XX, tiene la posibilidad de reconocer la contemporaneidad del
acontecimiento de Cristo en la participación en la Iglesia según su lógica
sacramental. Rahner se preguntaba hace ya algunos años:
"¿Dónde y cuándo
se convierte la Iglesia en acontecimiento de la manera más intensa y actual?
En su esencia más profunda, la Iglesia es la presencia, históricamente
permanente en el mundo, del Verbo encarnado. Es la manifestación
históricamente palpable de la voluntad salvífica de Dios, que se ha realizado
en Cristo. Por eso, la Iglesia está presente más intensa y visiblemente como
acontecimiento, allí donde Cristo crucificado y resucitado está Él mismo
presente en su comunidad, como fuente de salvación, mediante la proclamación
autorizada de las palabras de la consagración"
[5]? refiriéndose expresamente a la
Eucaristía.
Si el hombre no
pudiera participar en el presente de esta realidad sacramental sería imposible
reconocer el concepto católico de Iglesia en cuanto hecho que sucede en el
presente, como memoria sacramental de un hecho que ha acontecido en el pasado.
Estas afirmaciones sobre la naturaleza de la Iglesia como "presencia" de Cristo y sobre los sacramentos como "acciones" de Cristo en el presente, presuponen teológicamente la perfecta mediación entre lo divino y lo humano acontecida en el Verbo de Dios encarnado. Hagamos, pues, una rápida alusión a la dimensión ontológica y soteriológica del acontecimiento de Cristo, en cuanto fundamento de la reflexión sobre la Iglesia y la Eucaristía.
3. La mediación entre lo divino y lo humano en Jesucristo
Jesucristo hace
posible lo imposible, la comunicación entre Dios y el hombre, porque Él mismo,
Palabra encarnada, establece la correspondencia adecuada entre lo divino y lo
humano. Su vida, pasión, muerte y resurrección son el "lugar" en el que se
fundamenta y plenifica cualquier relación pensable entre la iniciativa divina
y la respuesta humana. En efecto, la acción salvífica de Cristo no elimina el
drama de la relación entre el hombre y Dios sino que lo hace posible. Cristo
esclarece el misterio del hombre, de su finitud y su pecado, pero no decide
por adelantado sobre el destino de la libertad finita. Cualquier
"predeterminación" es ajena a la economía salvífica.
En realidad, el
hombre está, desde la creación, "incluido en Cristo"
[6] , según la conocida doctrina paulina de los Adanes (cfr. Rom 5,12ss.;
1Cor 15,21), de tal manera que el primer Adán aparece destinado en su
trascendencia creatural a un fin que le supera infinitamente y que no puede
darse por sí mismo sino sólo recibir del segundo Adán. Pues bien, el
acontecimiento singular de Jesús de Nazaret por un lado nos muestra que la
libertad de Cristo es la realización completa de la libertad humana, y, por
otro, hace posible que todo hombre tenga de hecho la experiencia plena de su
libertad. El principio cristológico de la creación se realiza históricamente
en la Encarnación redentora, en la que el viejo Adán no es aniquilado sino
incorporado al nuevo Adán. Este proceso culmina en la resurrección de Jesús,
como inicio del eón definitivo, y sigue todavía en devenir para la humanidad
en camino ("ya-todavía no").
En el
acontecimiento de Jesucristo se ha llevado a término la más perfecta
correspondencia amorosa a la manifestación del designio divino. Al entregarse
libremente, Jesucristo ha revelado que la libertad finita es totalmente
abrazada por la Infinita para que participe de la misión divina en favor del
mundo. En este sentido, Jesucristo mismo es paradigma de toda existencia
creada. En su vida, y de modo eminente en el misterio pascual, se revela
también plenamente el amor divino, que aparece en su rostro trinitario por la
participación del Padre y del Espíritu Santo en el sacrificio de la Cruz. Se
produce así el "intercambio admirable" por el que la vida nueva se ofrece al
hombre para que la ratifique libremente. Cristo crucificado no sustituye "en
el sentido de que elimine" la libertad del hombre sino, al contrario, con su
muerte "pone a disposición" de la criatura su propia libertad: si no se
resiste a la acción redentora es liberada, es decir, capacitada para una
acción nueva, a la medida de lo que Dios trino ha querido para ella desde la
eternidad y el pecado había imposibilitado.
Este misterio de
la redención sucede, como bien sabían los Padres de la Iglesia, en una
adhesión de la libertad, desde dentro y sin coacción alguna, al plan divino.
Si Ireneo hablaba de suasio, Agustín será el gran defensor de la voluptas
trahens, para significar esta misteriosa comunicación suavísima del Espíritu
que no es violencia ni seducción exterior sino descubrimiento de la más
profunda libertad del corazón, y que consiste precisamente en el amor a Dios y
al prójimo. Tomás escribirá páginas memorables sobre la acción del Espíritu
Santo en el corazón del justo [7] .
Para comprender
bien la categoría soteriológica de correspondencia perfecta en Jesucristo
entre lo divino y lo humano, y así iluminar la participación criatural en
ella, podemos recordar una página poco habitual de la historia del dogma. El
III Concilio de Constantinopla (681) ayuda a una adecuada comprensión
existencial del famoso texto cristológico de Calcedonia (451)
[8] . Este concilio había definido el contenido ontológico de la
Encarnación con su conocida fórmula de las dos naturalezas en una Persona (cfr.
DS 302). El III Constantinopolitano tenía que resolver las polémicas desatadas
después y se hace esta pregunta: ¿cuál es el contenido espiritual de esa
ontología?, o, más concretamente, ¿qué significa práctica y existencialmente
"una Persona en dos naturalezas"?, ¿cómo puede vivir una Persona con dos
voluntades y un doble entendimiento? No eran preguntas nacidas de la mera
curiosidad teórica, sino que se trataba también de comprender la vida
cristiana como tal: ¿cómo podemos nosotros, en cuanto bautizados, participar
de aquello de Pablo: "vivo yo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal
2,20)? En el siglo VII, como hoy, cabían dos soluciones, ambas insuficientes a
la pregunta cristológica. Unos decían: Cristo carecía de voluntad humana. El
Concilio rechaza esta imagen de un "Cristo sin voluntad y sin energía". La
otra posibilidad tendía por el contrario a construir dos esferas de voluntad
completamente separadas. Así se llegaba a una especie de esquizofrenia
inaceptable.
La respuesta
dada por el Concilio fue que la unión ontológica de dos voluntades
independientes y permanentes en la unidad de la persona implica
existencialmente una comunión (koinonía) de ambas voluntades (cfr. DS 557).
Con esta expresión de una unión como comunión el Concilio favorece una
reflexión sobre la ontología de la libertad. Ambas "voluntades" están unidas
de la forma en que se pueden unir voluntad y voluntad: en un sí común a un
valor común. Dicho de otro modo, la doble voluntad de Jesucristo está unida en
el sí de su voluntad humana a la voluntad divina del Logos. Así las dos
voluntades se hacen concretamente, existencialmente, una voluntad, quedando
ontológicamente como dos realidades independientes. Para el Concilio, así como
se puede llamar carne del Verbo a la carne del Señor, igualmente se puede
describir su voluntad humana como la voluntad propia del Logos. De hecho el
Concilio aplica aquí el modelo trinitario a la cristología: la mayor unidad
que existe (la unidad de Dios) no es la unidad de lo inarticulado y lo
indistinto sino que es la unidad al modo de la comunión: una unidad que hace
el amor y que el amor es. De ese mismo modo asume el Logos el ser del hombre
Jesús en el suyo propio y habla de él con su propio yo: "Yo he venido del
cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn
6,38). En la obediencia del Hijo, en el hacer uno de sus dos voluntades al
decir "sí" a la voluntad del Padre, se plenifica la comunión entre el ser
humano y el divino.
Lo que ya se ha
cumplido en Cristo se prolonga en la historia como una comunicación liberadora
y filial al cristiano, que participa adoptivamente de la "comunión" entre
libertad humana y divina. En este "intercambio admirable" se plenifica la
transformación redentora del hombre, que a su vez cambia el mundo; aquí se
origina la comunión con Dios y entre los hermanos, de aquí brota la Iglesia.
La participación en la obediencia del Hijo, en cuanto verdadero cambio del
hombre, es a la vez el acto eficaz para la renovación y transformación de la
sociedad y del mundo: sólo donde sucede esto acontece el cambio para la
salvación.
La Encarnación,
que hace posible la libre ratificación humana del designio divino en la
historia y fundamenta la comunión teándrica, se prolonga en la Iglesia, sobre
todo en la Eucaristía, por la que el Padre sigue entregando al Hijo a los
hombres, por el poder del Espíritu. La Iglesia y los sacramentos aparecen de
este modo como las formas esenciales de mediación del acontecimiento de Cristo
para la libertad humana (sacramentalem revelationis rationem afirma FR nº13).
Escribe Von Balthasar: "la humanidad debe ser incorporada "por la mediación
sacramental del «cuerpo» de Cristo que es la Iglesia" en el nuevo y definitivo
principio. Así como el individuo libremente puede dejar que esto suceda en él,
también puede negarse... y da inicio el periodo más marcadamente dramático de
la historia de la humanidad" [9] .
4. La comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo mediante la Palabra y los sacramentos
La vida
eclesial, y de modo eminente la participación en la Eucaristía, indican el
modo en que se prolonga en la historia el designio divino para nuestra
salvación, haciendo posible el encuentro de personal del hombre con Cristo.
"La Eucaristía constituye la cumbre del misterio en el que, del modo más
sencillo, el cumplimiento del designio divino ha superado con mucho toda
posible esperanza. Ella procura a la humanidad, en el régimen de la fe, con un
don definitivo que signará el camino de la Iglesia hasta el fin del mundo, lo
que fue adquirido de una vez para siempre por la obra redentora"
[10] . En estas líneas se resume la relación entre el designio de Dios
trino y el hombre, a través del misterio eucarístico. La Eucaristía es "el
sacramento en el que no sólo nos es dada la gracia sino el autor mismo de la
gracia. En ella la persona de Cristo se manifiesta del modo más inmediato y
actual" [11] . Debemos referirnos
ahora por tanto a la modalidad con que la mediación sacramental sigue
posibilitando el diálogo dramático entre la iniciativa salvadora de Cristo y
la libertad humana. Para ello se debe caracterizar también a la Iglesia de
modo "dramático", es decir, de manera que la participación en los sacramentos
no atribuya al hombre sus frutos de modo mecánico o extrínseco sino, por el
contrario, como ofrecimiento-provocación a la libertad que los acoge.
En este intento,
nos puede ser útil la categoría de "comunión". Por un lado, el término era
usado, como hemos visto, por el III Constantinopolitano referido a Cristo
mismo y por tanto se enraíza directamente en la soteriología. Por otro lado,
es bien sabido que, desde el Concilio Vaticano II, la palabra "comunión" (la
communio latina, la koinonía griega) ha adquirido gran importancia para
describir la naturaleza de la Iglesia, hasta el punto de que Juan Pablo II la
situaba "en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia"
[12] . Y, en tercer lugar, la palabra "comunión", aun en el uso más
habitual, evoca en nosotros tanto la comunión de la vida intradivina como la
unidad de la comunidad eclesial y la participación en el sacramento de la
Eucaristía. El carácter dinámico de la categoría de comunión y su polivalencia
trinitaria, cristológica, eclesiológica y sacramental la convierten en un
instrumento valioso para nuestra reflexión. Podemos servirnos del documento
final de la Asamblea de 1985, con motivo del Sínodo extraordinario a los 20
años de la clausura del Concilio Vaticano II; allí se afirmaba:
"Koinonía-comunión,
fundadas en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia
antigua y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Desde el Concilio
Vaticano II se ha hecho mucho para que se entendiera más claramente a la
Iglesia como comunión y se llevara esta idea más concretamente a la vida. ¿Qué
significa la palabra compleja comunión" Fundamentalmente se trata de la
comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta comunión se tiene
en la Palabra de Dios y en los sacramentos. El bautismo es la puerta y el
fundamento de la comunión de la Iglesia; la Eucaristía es la fuente y el
culmen de toda la vida cristiana (cf. LG 11). La comunión del Cuerpo
eucarístico de Cristo significa y hace, es decir, edifica la íntima comunión
de todos los fieles en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Cor 10,
16ss)" [13] .
La palabra
"comunión" se refiere en el texto a la comunión con Dios por Jesucristo en el
Espíritu Santo, que acontece por medio de la Palabra de Dios y de los
sacramentos, sobre todo el bautismo y la eucaristía. De ésta se dice,
siguiendo al Concilio Vaticano II, que es fuente y culmen de la vida
cristiana, y que significa y hace la comunión de todos los fieles que es la
Iglesia.
El centro de la
comunión cristiana aparece situado en Cristo, en cuanto que el Verbo hecho
carne es en sí mismo la comunión entre Dios trino y el hombre. Ser cristiano
no es otra cosa, entonces, que participar en el misterio de la Encarnación,
mediante la Iglesia que es su "cuerpo", por el don del Espíritu Santo. Por eso
son inseparables de Cristo la Iglesia y la Eucaristía, la comunión eclesial y
la comunión sacramental [14] .
Las palabras de Pablo en la Primera carta a los Corintios: "La copa de
bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo" Y el
pan que partimos no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo
muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo
pan" (10,16-17), indican este misterio de la comunión íntima del cristiano con
Cristo mediante la participación en su Cuerpo y su Sangre y en la unidad de
los creyentes [15] . Se comprende
que en la experiencia de Pablo es real la permanencia del acontecimiento
salvador en el presente, como verdadero memorial que actualiza una presencia y
no como mero recuerdo del pasado.
5. La comunión eclesial y eucarística, lugar de la realización sacramental de la libertad del hombre
A través de la
comunión eclesial y sacramental la libertad de la persona se ve
permanentemente precedida por una invitación del Misterio para ponerse en
juego, en la adhesión a la realidad que el signo sacramental le acerca a sus
concretas condiciones espaciotemporales. Los cristianos pueden comprobar así,
en el ámbito de su propia existencia lo mismo que vivieron los discípulos en
contacto con Jesús [16] . La
Iglesia aparece como la realidad de comunión interpersonal que llama a la
libertad de cada uno para implicarse en el acontecimiento de Cristo. Esta es
la lógica del sacramento que actualiza en el tiempo y en el espacio el
acontecimiento de la comunión: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19). Dentro
de esta lógica se juega la pertenencia del creyente a Cristo y, con ello, su
realización plena como sujeto libre. Al adherirse a Cristo a través del
sacramento, la libertad encuentra el "objeto" "el único objeto" que satisface
su exigencia original y empieza a gustar anticipadamente en la tierra la
plenitud prometida definitivamente en el cielo. El encuentro con Cristo, como
ya hemos dicho, no atenúa el drama de la libertad sino que lo exalta,
abriéndola a un ulterior cumplimiento. No faltarán los momentos de oscuridad o
de prueba en esta relación con la iniciativa que el Misterio ha tomado en
nuestras vidas, pero las dificultades no eliminan la fascinación de esa
Presencia que nos ha preguntado: "¿Qué buscáis"? (Jn 1,38). El dramatismo
mayor de la vida es precisamente permanecer siempre bajo esa mirada amorosa,
pase lo que pase, como atestigua admirablemente el "sí" de Pedro a Jesús
después de la traición (cfr. Jn 21,15-17 ). La comunión con Cristo se dilata
así en la vida de la persona y se hace visible en el mundo, se convierte en
signo de referencia para otros hombres que, a su vez, se pueden incorporar al
dinamismo eclesial. El creyente que vive "en Cristo" se convierte ipso facto
en testigo de la novedad que Jesús ha traído al mundo, es decir, se implica en
su misión.
La Encarnación,
al producir la comunión entre Dios y el hombre, abre además la posibilidad de
una comunión nueva de los hombres entre sí. La Eucaristía tampoco se reduce a
un diálogo entre dos, Cristo y el individuo, sino que la comunión eucarística
tiende a una conformación total de la vida, con todas sus dimensiones
históricas y sus relaciones. Por así decir, crea un sujeto nuevo en la
historia, la criatura nueva, como principio de una acción nueva. El yo
individualista de cada uno se abre para constituir un nuevo "nosotros", donde
somos "uno" en Cristo Jesús (cfr. Gal 3,26-27). La comunión con Cristo es
necesariamente comunicación con todos los que son suyos: nos hacemos en él
parte del pan nuevo que Él elabora en la transformación de toda la realidad
terrena. Esta "comunidad" entre los cristianos no se puede comprender sólo
desde un punto de vista horizontal o sociológico, sino que la condición de su
existencia es la relación con el Señor, de la que procede y a la que vuelve.
La Iglesia es en su propia esencia una relación fundada en el amor de Cristo,
que a su vez funda una relación nueva entre los hombres. Adaptando unas bellas
palabras de Platón, podemos decir que la eucaristía es en verdad "la
santificación de nuestro amor" [17]
. Recibir al Señor en la Eucaristía significa entrar en la comunión del
ser con Cristo, entrar en una apertura del ser humano hacia Dios que es la
condición de la íntima apertura de los hombres entre sí. El camino de la
comunión entre los hombres pasa a través de la comunión con Dios.
Aparece la
estrecha conexión entre la comunión y la Iglesia como "cuerpo de Cristo" o, en
otra imagen semejante, con Cristo como la Vid verdadera. Estos conceptos
bíblicos iluminan el hecho de que la comunión cristiana nace de Cristo. Siendo
la Eucaristía participación en el Misterio Pascual de Cristo, constituye a la
Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. La necesidad de la Eucaristía es pues la
necesidad de la Iglesia y viceversa, según las palabras del Señor: "Si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis su vida
en vosotros" (Jn 6,53) [18] .
6. La comunión como método: ministerios, dones
y carismas
Como reflexión
final, podemos añadir algunas observaciones de tipo metodológico para la vida
eclesial y la educación cristiana, a partir de lo que hemos expuesto. La
introducción a la vida cristiana y la difusión misionera de la Iglesia pasan
necesariamente por la posibilidad de que cada hombre pueda decir "sí" al signo
eficaz de la presencia de Cristo en el mundo. Se prolonga así el diálogo de
salvación entre el Misterio divino y la libertad históricamente situada. Por
eso, la tarea educativa debe asentarse, en primer lugar, en una participación
personalizada en el acontecimiento eclesial, esto es, en aquella trama de
relaciones personales de la comunión viviente constituida por los que se
adhieren con todo su ser a esta novedad encontrada y testimoniada, y cuyo
corazón es el sacramento [19] .
Si la experiencia de libertad comienza en el encuentro gratuito con Cristo, a
través de los testigos, la continuidad del método no puede ser otro que el de
la comunión, entendida como plena participación y pertenencia a esa realidad
eclesial y sacramental, en la que se esclarecen y orientan los factores
constitutivos del hombre. "La Eucaristía como gesto cotidiano es el signo
eficaz del Misterio de la Resurrección que permite aceptar de forma razonable
lo humano, de otra forma incompleto. Es el signo eficaz de lo eterno que
emerge en lo contingente, en lo efímero de mi vida. Es el signo más grande de
lo que hace de mi vida una historia de verdad y de amor"
[20] . Sólo a través de este método comunional se logra superar la
concepción ética u organizativa de la Iglesia, que descuida su naturaleza de
acontecimiento presente al que incorporarse (seguimiento) y se ve obligada, en
el mejor de los casos, a sustituirla por la aplicación generosa de criterios
de acción, obtenidos a veces mediante los análisis propios de las ciencias
humanas, como inspiración de un comportamiento.
La presentación
de la lógica sacramental que constituye a la Iglesia como lugar de la decisión
existencial del cristiano, reclama un último aspecto que tiene importantes
consecuencias. En la decisión del hombre ante Cristo, la libertad no es
abandonada a sí misma, sino que el Espíritu Santo sostiene ulteriormente el
camino de los que se adhieren a Cristo a través de otros dones, que se llaman
en la tradición teológica, "gratis datae", gracias dadas gratis o carismas
[21] . Son dones para la edificación común, para la construcción y la
utilidad común, porque facilitan persuasivamente a la libertad la adhesión al
contenido de la vida eclesial y de los sacramentos, que es el acontecimiento
mismo de Cristo. Esta ayuda que el Espíritu Santo ofrece a la libertad a
través de los carismas, permite comprender también que en la vida eclesial la
dimensión carismática y la dimensión institucional son coesenciales en una
relación de comunión [22] ; no
pueden concebirse en una contraposición dialéctica, sino en una unidad
orgánica. Así se puede afirmar que la fuerza de Cristo presente en el mundo
dentro de la Iglesia alcance a una persona por medio de un carisma, de un don
particular de gracia, con el que el Espíritu impregna la energía expresiva, la
capacidad de actuación, la capacidad de incidir en otros de un temperamento,
de una persona o de una historia. ¿De qué serviría todo lo que hay en la
Iglesia, desde el punto vista de su realidad institucional, si no nos
alcanzase con una energía luminosa, conmovedora, incidente en la vida de cada
uno de nosotros? Así la Iglesia no es vivida como una abstracción
organizativa, ni, mucho menos como una realidad de poder que hay que asaltar o
de la que hay que defenderse, sino que la Iglesia vive en la persona
históricamente situada. Romano Guardini recordaba, en una frase que se ha
hecho célebre, que es necesario que la Iglesia renazca en las almas
[23] . Pues bien, este acontecer de la Iglesia en la persona, este renacer
de la Iglesia en las almas pasa también a través de diferentes carismas que se
conceden a algunos para la utilidad del cuerpo común. Y la utilidad común se
desprende precisamente de que hacen persuasivo y atractivo el acontecer en la
historia de la realidad eclesial (Palabra y sacramentos). Por eso los carismas
son factores en la autorrealización de la Iglesia, porque contribuyen a su
autorrealización histórica, como movimiento en la historia. Por eso es parte
de una concepción católica de los carismas el derecho de ser garantizados
objetivamente por el discernimiento de la autoridad de la Iglesia, como afirma
claramente el Concilio [24] . Se
trata de un juicio sobre su valor genuino como fruto del Espíritu Santo para
el servicio de toda la Iglesia y de su ejercicio ordenado en el ámbito
práctico. Este juicio corresponde tanto al Papa como a los obispos en el
ejercicio de la comunión del colegio episcopal.
La
contemporaneidad de Cristo a la libertad de cada hombre es la gran condición
de posibilidad de su vocación, y esa contemporaneidad queda garantizada por la
naturaleza sacramental de la Iglesia, puesto que ésta es la única mediación
que garantiza simultáneamente la permanencia del acontecimiento original, por
un lado, y una modalidad adecuada a la libertad humana, por otra. En el
corazón de esta mediación eclesial podemos reconocer la categoría de
"comunión" en su doble vertiente de unidad de los creyentes y de actualización
sacramental del acontecimiento pascual. Así la libertad históricamente situada
puede adherirse eficazmente a Cristo e incorporarse a su misión, que prolonga
el movimiento misericordioso de Dios trino hacia cada hombre y suscita el
movimiento de respuesta del hombre a su Dios.
[1]
Véanse los siguientes textos, en los que me inspiro: A. SCOLA, "Die Logik
der Inkarnation als sakramentale Logik: kirchliches Ereignis und Freiheit
des Menschen" en: Wer ist die Kirche" Einsiedeln-Freiburg, 1999. pp.
99-135; J. HAMER, La Chiesa è una comunione.
Brescia, 19832.
J. RATZINGER, "Kommunion-Kommunität-Sendung" en: Schauen auf den
Durchbohrten. Einsiedeln, 1984. pp.60-84; L. SCHEFFCZYK, "Communio
hierarchica. Die Kirche als Gemeinschaft und Institution" en: Glaube
in der Bewährung.
St. Ottilien,
1991. pp. 323-33; N. REALI, La ragione e la forma. Roma, 1999. M.
OUELLET, "Trinidad y Eucaristía" en: R.C.I. Communio 2 (2000); M.
FIGURA, "La Iglesia y la Eucaristía a la luz del misterio de Dios Trino" en:
R.C.I. Communio 2 (2000).
[2]
H.U. VON BALTHASAR, Gloria I. Madrid, 1985. p.496.
[3]
"Desde la época de la ilustración y del
historicismo se ha hecho problemática la pretensión de los cristianos
actuales de establecer la posición central de Cristo en el drama de la
historia del mundo apoyándose en la pretensión que en otros tiempos se le
reconocía. ¿Cómo es posible que un individuo singular, que desde el punto de
vista histórico parece estar en retirada, desnivele el platillo de la
balanza... si en el otro platillo se encuentra toda la historia y hasta el
futuro" Frente a la pretensión de Cristo de polarizar cualitativamente desde
su persona el drama del mundo... se contrapone con su impresionante magnitud
la pretensión de la historia de incluir por su parte en sí esta pretensión
como un caso particular notable entre otros casos innumerables... para al
final pasar de ese caso antiguo a las cuestiones de actualidad". H.U. VON
BALTHASAR, Teodramática III. Madrid, 1993. p.31.
[4]
Cfr. también Lumen Gentium, 1-8.
[5]
K.
RAHNER, "Primat und Episkopat.
Einige Überlegungen über Verfassungsprinzipien
der Kirche": Stimmen der Zeit 161 (1953) 321-336. Cfr. A. SCOLA, "La
realtà dei Movimenti nella Chiesa universale e nella Chiesa locale" en: I
Movimenti nella Chiesa. Atti del Congresso mondiale dei Movimenti Ecclesiali
(Roma, 27-29 maggio 1998). Città del Vaticano, 1999. pp. 105-127.
[6]
La expresión balthasariana alude a la doctrina revelada sobre la relación
entre creación y elevación. Cfr. Teodramática III, o.c., pp.39ss.
Sobre estas cuestiones remito más ampliamente a A. SCOLA, G. MARENGO, J.
PRADES, Antropologia teologica (=AMATECA, vol.15), de próxima
aparición.
[7]
"Spiritus
autem Sanctus sic nos ad agendum inclinat ut nos voluntarie agere faciat,
inquantum nos amatores Dei constituit". Contra Gentiles IV, 22.
Véase passim los caps. 20-22.
[8]
Cfr. RATZINGER, a.c. CH.
SCHÖNBORN,
El icono de Cristo. Madrid, 1999.
[9]
Cfr. VON BALTHASAR, o.c., p.43. SCOLA, a.c.
[10]
Comité para el Jubileo del año 2000.
Eucaristía, sacramento de vida nueva. Madrid, 1999. p.17.
[11]
Ibid.,
p.18.
[12]
Discurso a los Obispos de los Estados Unidos de América.
16-IX-1987. Citado en CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los
Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia
considerada como comunión. Ciudad del Vaticano, 1992. nº1.
[13]
Sínodo 1985. Relatio finalis. Madrid, 1985. p.15.
[14]
En el texto ya citado, RAHNER añadía: Cristo está presente donde "la
salvación redentora acontece realmente en la comunidad gracias a que Él se
hace presente en su visibilidad sacramental, donde la «alianza nueva y
eterna», que Él ha fundado en la Cruz, realiza su presencia más palpable y
actual en la santa anámnesis de su primera fundación. La celebración de la
Eucaristía es por lo tanto el acontecimiento más intensivo de la Iglesia.
Pues en esta celebración Cristo está presente no sólo como redentor de su
cuerpo, como salvador y Señor de la Iglesia en la celebración cultual, sino
que en la Eucaristía se hace visible del modo más palpable la unidad de los
creyentes con Cristo y entre sí, y en la comida eucarística se realiza del
modo más profundo" (p.330).
[15]
Para San Agustín, estas palabras eran el núcleo de su predicación en la
noche de Pascua, cuando hacía la catequesis sobre la Eucaristía a los recién
bautizados. Al comer el mismo pan, nos convertimos en lo que comemos. Este
pan es el alimento de los grandes, dice Agustín. Normalmente los alimentos
son menos fuertes que el hombre y le sirven a él, se reciben para ser
asimilados y sostenerle. Pero con el alimento eucarístico sucede a la
inversa: el hombre que recibe este pan, se asimila a él, es asumido por él,
se tritura con él y se convierte en pan como Cristo: "Manjar soy de grandes:
crece y me comerás. Mas no me mudarás tú en ti como el manjar de tu carne
sino tú te mudarás en Mí". Las Confesiones, VII, 10, 16.
[16]
Para algunas de estas afirmaciones me permito
remitir más ampliamente a J. PRADES, "El rostro de Cristo en el presente"
en: AA.VV., En busca del rostro de Jesús. Madrid, 1998. pp.9-28.
[17]
Cfr. El Banquete, 188b-c. Madrid, 1977. p. 574, citado por RATZINGER,
a.c.
[18]
Así se señala, de paso, la necesidad de una Iglesia visible y de una unidad
visible y concreta. El misterio más íntimo de la comunión entre Dios y el
hombre se hace accesible en el sacramento del cuerpo del resucitado; por su
parte, el misterio reclama nuestro cuerpo y lo funde en un solo cuerpo. La
Iglesia se construye desde el sacramento del cuerpo de Cristo, y debe ser un
cuerpo, un cuerpo único, como único fue Jesucristo, que se presenta en la
unidad y en la permanencia en la doctrina apostólica. Sobre la extensión y
los límites de la tesis "la Eucaristía hace la Iglesia, la Iglesia hace la
Eucaristía" véase H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia. Madrid
1980. pp. 112-132.
[19]
Véase a este propósito el capítulo IX de Eucaristía, sacramento de vida
nueva.
[20]
L. GIUSSANI, "Un mistero di presenza, di perdono e di resurrezione" en:
Tertium Millennium (Revista del Comité Central del Gran Jubileo del año
2000) 5 (1997) 6-8.
[21]
Cfr. A. SCOLA, "La realtà dei Movimenti nella Chiesa universale e nella
Chiesa locale" cit. Véase también J. RATZINGER, "I Movimenti eclesiali e la
loro collocazione teologica": I Movimenti nella Chiesa. o.c.,
pp.23-51.
[22]
Cfr. "Messaggio di Giovanni Paolo II" en: I Movimenti nella Chiesa,
o.c., p.18. Véase también LG 12.
[23]
Cfr. R. GUARDINI, La realtà della Chiesa. Brescia, 1989. p.21.
[24]
LG 12.