Los católicos y la vida pública

 

Javier Palos

 


La Congregación para la Doctrina de la Fe, oído el parecer del Pontificio Consejo para los Laicos, ha estimado oportuno publicar una nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política. La Nota se dirige a los Obispos de la Iglesia Católica y, de especial modo, a los políticos católicos y a todos los fieles laicos llamados a la participación en la vida pública y política en las sociedades democráticas. La Santa Sede explica cómo políticos católicos deben vivir coherencia entre fe y vida pública. A título de ejemplo, en esta Nota se afirma que un político no puede ser católico y "pro-aborto" al mismo tiempo. Veamos algunas de sus líneas.


Un compromiso ineludible


En el título del documento aparece el término compromiso. Nadie duda del compromiso que tienen los padres en la educación de los hijos o un profesional de la medicina en procurar la salud del paciente. Pero la vida pública, ¿no es más bien una tarea para unos pocos, que han sido elegidos para esta función? A lo largo de estas líneas, y siguiendo las pautas de la Nota, intentaremos fijar qué grado de implicación se espera de los católicos en estas cuestiones.

Hay que afirmar que existe un compromiso que lleva unas obligaciones. Hay que afirmar también que todo compromiso es consecuencia de una llamada de Dios, una vocación -inherente a la vocación cristiana- de santificar las realidades temporales. Hay leyes que podrían denominarse técnicas, que no influyen directamente en la conciencia de las personas, pero es evidente que otras sí lo hacen y de modo claro: pensemos en las leyes sobre la inmigración, la educación, la regulación de la prostitución y de la droga, etc. Cuando en un país se aprueba una de esas leyes un cristiano no puede desentenderse y afirmar que no es cosa suya; todos tenemos un grado de responsabilidad, que variará según los casos, pero todos hemos de sentirnos, de alguna manera, corresponsables de esas leyes.

Si el sujeto de este compromiso son todos los cristianos, parece también claro que el grado de responsabilidad dependerá de la materia de que traten estas leyes, pues no es lo mismo una que se refiere al funcionamiento de una comunidad de vecinos como las que versan sobre la reproducción humana. También variará el compromiso según proximidad o las posibilidades del ciudadano de influir en estas leyes: no es lo mismo un simple votante que un concejal de un pueblo pequeño o que un parlamentario


Una participación activa


En el documento, junto al término compromiso se utiliza el de participación. En cualquier sociedad, pero aquí nos estamos refiriendo a una sociedad democrática, los cristianos deben participar en la vida pública, estar implicados.

El título de la participación es por ser ciudadanos, no por cristianos. Conviene que en este punto los cristianos no estén a la defensiva: el "ser cristiano" no se opone al "ser ciudadano", sino que más bien lo refuerza, recordando las palabras del propio Jesús, dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Lc 20, 25). "Los cristianos, a través de la política contribuyen a que se instaure un ord3nimento social más justo y coherente con la dignidad de la persona"(n.6). Se trata de superar cualquier complejo de inferioridad de los cristianos en estas cuestiones (n.7)

Los cristianos tienen una obligación especial de promover el "bien común" y, por tanto de "participar" en la vida política. "Los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la partición en la política"; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común" (Juan Pablo II, Christifideles laici, 42).

Recuerda la Nota que los ciudadanos católicos, al cumplir según su conciencia cristiana estos comunes deberes cívicos y políticos, desarrollan a la vez una misión que es propia de los fieles laicos: animar cristianamente el orden temporal, respetando su naturaleza y legítima autonomía, y cooperando con los demás ciudadanos, cada uno según su competencia específica y bajo su propia responsabilidad (n.1).

S. Josemaría Escrivá desarrolló ampliamente estas consideraciones y escribió con especial intuición: "Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social" (Surco, 302). "Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar "sin miedo" en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad" (Forja, 715) (1)


Participación coherente


Un cristiano, al participar en la vida pública, afirma la nota, se compromete en «la promoción y defensa de bienes tales como el orden público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente, la justicia, la solidaridad, etc.» (n. 1). La participación en la vida pública no puede tener nunca como finalidad exclusiva el defender unos intereses personales o políticos. Tiene que regirse por unos principios de coherencia.


a) Participación coherente es la promoción y defensa del bien común.

b) Participación coherente es actuar según la propia conciencia, iluminada por los valores evangélicos. S. Josemaría, que defendía con fuerza la libertad de sus hijos y de todos los cristianos en cuestiones temporales y políticas, subrayaba al mismo tiempo que lo decisivo es la formación de la conciencia en estas cuestiones de manera que, con una conciencia bien formada puedan actuar libremente siguiendo la voz de su conciencia (2).

La formación de la conciencia supone el estudio, el conocimiento de las enseñanzas de la Iglesia sobre estas cuestiones y tener en cuenta toda una serie de principios éticos, algunos de los cuales iremos mencionando a lo largo del artículo.

Las enseñanzas de la Iglesia en materia social y política respetan todas estas distinciones. Se dirigen a la conciencia de los ciudadanos católicos (y a la de quienes quieran escuchar), para ilustrar las exigencias de la conciencia cristiana referentes al recto ordenamiento de la sociedad política humana (y no a cuestiones confesionales).


c) Coherencia es buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona" (n.6). En definitiva, coherencia es tener presente que en cualquier actuación hay que mirar a la centralidad que tiene la persona.


d) Coherencia no es confundir lo religioso y lo civil. Son dos esferas propias, con autoridades propias y ámbitos diferentes: «Todos los fieles son bien conscientes de que los actos específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la competencia del Estado, el cual no debe entrometerse para exigirlos o para impedirlos, salvo por razones de orden público» (n. 6).

El documento alerta una y otra vez sobre la falacia de pensar que si algunas verdades son también enseñadas por la Iglesia pierden legitimidad civil en virtud de la "laicidad".


e) Coherencia no es dejarse llevar por el relativismo pues entre otras cosas, como más adelante recordará la nota, "hay una serie de principios sobre los que no pueden haber componendas" (n.3). Con una mentalidad relativista, considerando las circunstancias como algo definitivo, se puede acabar legislando en contra de la dignidad y centralidad de la persona.

Conviene evitar, por tanto, una posible falacia: pensar que si algunas verdades son también enseñadas por la Iglesia pierden legitimidad civil en virtud de la "laicidad".


Algunos temas en que se pide una especial coherencia y compromiso


La Nota enumera algunos principios morales que no admiten derogaciones ni excepciones (cfr. n. 6): aborto, eutanasia, respeto de la vida humana en estado embrional, promoción y tutela del matrimonio y de la familia, de su estabilidad e indisolubilidad, derecho de los padres a la educación de sus hijos, tutela social de los menores, libertad religiosa, solidaridad y subsidiaridad, la paz. Sobre la paz se aclara: «Una visión irenista e ideológica tiende a veces a secularizar el valor de la paz mientras, en otros casos, se cede a un juicio ético sumario, olvidando la complejidad de las razones en cuestión. La paz es siempre "obra de la justicia y efecto de la caridad"; exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo, y requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que tienen la responsabilidad política» (n. 6).

En ocasiones -en una sociedad libre no será frecuente- la coherencia lleva a arriesgar los propios intereses e incluso el futuro profesional por la defensa de la verdad y el bien común. Recientemente Juan Pablo II ha querido nombrar a Santo Tomás Moro patrono de los políticos. Como el mejor abogado de la Inglaterra de su tiempo, Tomas Moro hizo todo lo políticamente posible para no ser mártir. Todo menos sacrificar su conciencia y poner al rey por encima de su Dios. Y cuando ya no hubo nada que hacer, el Lord Canciller de Inglaterra subió con tranquila resignación al patíbulo en 1535. La fascinante personalidad del santo inglés explica que creyentes y no creyentes hayan suscrito la petición, acogida por Juan Pablo II, para proclamarlo Patrono de los Gobernantes y de los Políticos.


Libertad política de los católicos


La libertad política de los católicos es la libertad de elegir, «entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común» (n. 3).

El fundamento de la libertad política no está por tanto en una idea relativista, según la cual todas las concepciones del hombre y de la vida social tienen el mismo valor, sino en el hecho de que las actividades políticas miran a la realización concreta del bien humano en un contexto histórico, geográfico, económico, etc. determinado, lo que da lugar, normalmente, a que existan diversas posibilidades de realizar un mismo valor humano, entre las que cabe elegir. El fundamento está en la contingencia de la materia política. En definitiva, no es que haya muchos bienes comunes, sino que el bien común se realiza de formas diversas.

«En el plano de la militancia política concreta, es importante hacer notar que el carácter contingente de algunas opciones en materia social, el hecho de que a menudo sean moralmente posibles diversas estrategias para realizar o garantizar un mismo valor sustancial de fondo, la posibilidad de interpretar de manera diferente algunos principios básicos de la teoría política, y la complejidad técnica de buena parte de los problemas políticos, explican el hecho de que generalmente pueda darse una pluralidad de partidos en los cuales puedan militar los católicos para ejercitar --particularmente por la representación parlamentaria-- su derecho-deber de participar en la construcción de la vida civil de su País. Esta obvia constatación no puede ser confundida, sin embargo, con un indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores sustanciales a los cuales se hace referencia. La legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en la política, que hace referencia directa a la doctrina moral y social cristiana. Sobre esta enseñanza los laicos católicos están obligados a confrontarse siempre para tener la certeza de que la propia participación en la vida política esté caracterizada por una coherente responsabilidad hacia las realidades temporales» (n. 3).

a) Hay que tener presente en primer lugar que la fe cristiana no se identifica con ninguna síntesis cultural y política concreta. La fe no es una cultura política, ni contiene una cultura política completa, alternativa a las culturas políticas humanas, y que por tanto podría ser recibida sólo por quien careciera de cualquier cultura política, es decir, podría ser recibida sólo en un escenario político vacío.

b) A la vez la fe cristiana tiene muchas consecuencias para la actividad política. La fe es para los creyentes el criterio supremo de vida, y por ello la fe informa, confirma, añade o modifica las diversas culturas políticas de los creyentes. La historia demuestra que la fe ha sido más de una vez innovadora y creadora en el ámbito social y político.

Compaginar las dos cosas requiere atención y equilibrio. Porque lo religioso y lo moral, en la práctica, pueden ir en un vehículo político, y por tanto es fácil la confusión. Se requiere tacto, y no dejar que se instrumentalicen políticamente las enseñanzas morales. Toda confusión o identificación de ambos planos acaba siendo dañosa.


La "laicidad" del Estado


Pasamos a lo que suele llamarse laicidad del Estado. La Nota dice claramente que «la promoción en conciencia del bien común de la sociedad política no tiene nada qué ver con la "confesionalidad" o la intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica --nunca de la esfera moral--, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado» (n. 6).

Y añade: «Juan Pablo II ha puesto varias veces en guardia contra los peligros derivados de cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y la esfera política. "Son particularmente delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa se convierte o tiende a convertirse en ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables"» (n. 6).

Es verdad que a veces se invoca la laicidad del Estado de modo ambiguo o impropio, e incluso se quiere fundamentar en esa característica del Estado actitudes poco respetuosas de la religión o de la sensibilidad religiosa de los ciudadanos.

Pero en sí misma, la laicidad del Estado es algo positivo y propio de la concepción cristiana de la vida social.

En el mundo greco-romano existía (y en otras civilizaciones no cristianas existe) una concepción monista de la vida social, según la cual el Estado unifica orgánicamente las dimensiones religiosa, moral y política de la existencia humana. El cristianismo hace inaceptable este monismo. Con el cristianismo entra en juego un concepto más alto de persona, cuya dignidad y libertad se fundamenta en una esfera de valores que trascienden la política.

Lo que el Evangelio enseña es que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Existen dos esferas diversas, con autoridades y misiones diversas, que han de actuar de modo autónomo y armónico. Quien da a Dios lo que es de Dios puede y debe dar al César lo que es del César sin que ambas cosas entren en conflicto.

San Pablo, en Rm 13, 1-7 da un paso más: no se da a Dios lo que es de Dios si no se da al César lo que es del César. El Estado que obra rectamente dentro de su propio ámbito nada tiene que temer de la enseñanza apostólica de que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5, 29).

A la vez, como se dijo antes, la esfera política y la religiosa entran en contacto a causa de las "razones de conciencia" de que habla San Pablo en Rm 13, 5, es decir, a causa de un terreno moral común, que es el de los importantes bienes humanos que integran el bien común.

Teniendo todo esto en cuenta, la concepción cristiana de la laicidad presupone la afirmación simultánea de tres principios:

1º) La política no se puede separar de la moral, porque la política se refiere esencialmente al bien común. La praxis política es praxis moral.

2º) El carácter moral de la praxis política no puede fundamentar confusión alguna entre la sociedad civil y la religiosa, entre sus finalidades y los ámbitos de competencia de sus respectivas autoridades. La conexión entre moral y política debe manifestarse profundamente en la conciencia de los que son al mismo tiempo e inseparablemente ciudadanos del Estado y fieles de la Iglesia. De ahí la importancia de la coherencia de los ciudadanos católicos.

3º) Laicidad del Estado no significa que el Estado sea agnóstico, ateo o hostil a la religión. Reconoce la importancia de la religión, de las convicciones religiosas de los ciudadanos y de las tradiciones religiosas de los pueblos. Pero reconoce que él no es la fuente ni el juez de la conciencia religiosa de los ciudadanos, a los cuales reconoce el derecho de libertad religiosa, es decir, de no estar sometidos a coacción civil en materia religiosa.

-- Por eso dice el Concilio Vaticano II: «Si consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas» (Decl. Dignitatis humanae, n. 6).

-- Las enseñanzas de la Iglesia en materia social y política respetan todas estas distinciones. Se dirigen a la conciencia de los ciudadanos católicos (y a la de quienes quieran escuchar), para ilustrar las exigencias de la conciencia cristiana referentes al recto ordenamiento de la sociedad política humana (y no a cuestiones confesionales).

-- «En las sociedades democráticas todas las propuestas son discutidas y examinadas libremente. Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante» (Nota, n. 6).


Algunos principios éticos


Concluimos y resumimos todo lo anterior con algunos principios, que nos pueden servir como criterios prácticos a la hora de actuar.

1. Principio de libertad política, para elegir, entre las opciones políticas compatibles con la fe y la moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común.

2. Principio de participación. Los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la partición en la política.

3. Principio de coherencia. Las leyes o prácticas que atentan contra estos principios (en concreto los enumerados en el número 6 de la Nota) no pueden ser apoyadas por los católicos con su voto, ni pueden contribuir a su promoción o aplicación, según los principios de la cooperación al mal. En definitiva, se recuerda que hay actuaciones u omisiones en la vida pública que no están exentas de pecado.

4. Toda actuación política tiene una dimensión moral dictaminada por la conciencia de los individuos que intervienen en las distintas actividades políticas. Los políticos, en cualquier actuación deben actuar en conciencia, sin que otros principios (pluralismo, relativismo, tolerancia), coacciones o vayan en detrimento de la propia conciencia.

5. Hay que aceptar y llevar a la práctica los juicios morales que, cuando sea necesario, pronuncie la jerarquía de la Iglesia. No hay que olvidar que Iglesia acostumbra a ser muy respetuosa en sus declaraciones, estudiando los temas despacio y con tiempo; por ejemplo, desde la aparición del primer niño probeta hasta La Exhortación Donum vitae, pasarán más de veinte años de estudio de la cuestión.

6. Un cristiano debe oponerse a las leyes injustas, tratando de abrogarlas. Cuando no es posible hacerlo totalmente, es lícito abrogarlas parcialmente, siempre que ello se pueda realizar sin hacerse cómplice de disposiciones injustas y sin dar escándalo. Es el principio del mal menor que siempre hay que aplicar con prudencia.

 

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Hay mucho camino por recorrer. Viendo leyes que se están aprobando en distintos países acerca de la reproducción asistida, de la libertad para manifestar las propias creencias, etc. incluso se puede pensar que muchas sociedades caminan en una dirección opuesta. El mundo necesita del testimonio de cristianos que sean luz entre las naciones. Juan Pablo, al proclamar a santo Tomás Moro como Patrono de los Gobernantes y de los Políticos, menciona "la necesidad que siente el mundo político y administrativo de modelos creíbles, que muestren el camino de la verdad en un momento histórico en el que se multiplican arduos desafíos y graves responsabilidades". El Papa se refiere, concretamente, a los fenómenos económicos que están modificando las estructuras sociales; a las conquistas científicas en el sector de las biotecnologías, que "agudizan la exigencia de defender la vida humana en todas sus expresiones"; a las promesas de una nueva sociedad, que exigen con urgencia "opciones políticas claras en favor de la familia, de los jóvenes, de los ancianos y de los marginados".

 

Los documentos históricos muestran que Tomás Moro "se distinguió por la constante fidelidad a las autoridades y a las instituciones legítimas, precisamente porque en las mismas quería servir no al poder, sino al supremo ideal de la justicia. Su vida nos enseña que el gobierno es, antes que nada, ejercicio de virtudes".


Notas


(1) Para un estudio de estas cuestiones en S. Josemaría, cfr. José Luis Illanes, Fe cristiana y libertad personal en la actuación social y política, en Romana, julio-diciembre, 2000.

(2) Angel Rodríguez Luño, La formación de la conciencia en materia social y política según las enseñanzas de S. Josemaría, Romana Enero-Junio 1997.