Asunción de María a los cielos
Homilía del Card. Joseph Ratzinger
De la mano de Cristo,
Eunsa, 85
Referencias a la Sagrada Escritura: Apocalipsis 11, 19a; 12, 1-6a. 10ab. 1993
Cada vez que celebramos la festividad de la
Asunción, se nos presenta ante los ojos la grandiosa señal de la que nos habla
la primera lectura de este día: una mujer revestida por el Sol, o sea, inmersa
en la luz de Dios, que la inhabita porque Ella habita en Él. Hombre y Dios se
compenetran y se intercomunican. Los Cielos y la Tierra se han fundido. Por
debajo de los pies, la Luna, como signo de que lo efímero y mortal ha sido
superado, y que la transitoriedad de las cosas ha sido convertida en existencia
perdurable. Y la constelación que la corona significa salvación, pues esas doce
estrellas representan la familia nueva de Dios, anticipada por los doce hijos de
Jacob y los doce apóstoles de Jesucristo.
En esta fiesta pletórica de esperanza y de alegría comprendemos que Jesucristo
no ha querido estar solo a la derecha del Padre, y que con ella se clausura
propiamente la nueva Pascua. Jesucristo, grano de trigo muerto, no se va solo
para encontrarse a solas con el Padre, abandonando a su suerte nuestra tierra.
Recibiendo a María, inicia para nosotros, los que estamos en la tierra, nuestra
propia recepción para que Dios y nuestro mundo se vayan compenetrando, y
aparezca una tierra nueva. Por tanto, la enseñanza que se nos da en este día es
la siguiente: que el Señor no está solo; que el nacimiento de la tierra nueva,
lejos de situarse en el futuro, ha comenzado ya, y que es un germen para
cualquiera de los hombres desde el momento en que se da completamente a Dios.
Con esa alegoría bíblica de la mujer, el Sol y las estrellas, y con el sencillo
lenguaje de nuestro año litúrgico, se nos indica la Asunción del cuerpo de María
en los Cielos. Tres conceptos capitales se mencionan: María, Cielo y cuerpo.
María es el ser humano que se nos ha adelantado plenamente, y que por ello es
para nosotros un foco de esperanza. Los intentos que se han hecho, en los
últimos 200 años, para crear un hombre nuevo, y con él establecer una tierra
nueva, nos han llevado a consecuencias catastróficas. Nosotros somos incapaces
de hacer eso; pero Dios sí lo puede, lo hace, y nos enseña la manera de
prepararnos para el encuentro con El.
Consideremos en su interrelación los otros dos conceptos que la Iglesia nos
presenta en su Liturgia: Cielo y cuerpo, o, dicho exactamente, Cielo y tierra.
Mencionar el primero parece en la actualidad una antigualla. ¿Quién se atreve a
nombrarlo en estos tiempos? La nuestra es una época en la que resuena la voz de
Nietzsche: Hermanos, permaneced fieles a la tierra. Nos invita a que, apartando
por completo del Cielo nuestros ojos, disfrutemos plenamente de la tierra, y no
esperemos otra cosa que lo que ella pueda darnos. Lo mismo Berthold Brecht:
Dejemos el cielo para los pájaros. Y, por su parte, Albert Camus, dando la
vuelta a las palabras de Jesús cuando decía: Mi Reino no es de este mundo (Jn,
XVIII, 36), nos propone como designio: Mi reino es de este mundo. Tal ha sido el
objetivo de toda una centuria. Mi reino es de este mundo: en esto ha resumido
sus aspiraciones nuestro siglo, y en esto continuamos resumiéndolas nosotros.
Deseamos tener en este mundo nuestro reino, el espacio donde vivamos nuestra
vida. Pero ¿qué significa exactamente que nuestro reino es de este mundo?
Significa que pretendemos obtener del tiempo lo que sólo la eternidad nos puede
dar. Nos esforzamos por sacar eternidades de lo que sólo es temporal; y, como es
lógico, nos quedamos siempre cortos, y corremos sin descanso en pos del tiempo
perdido. Cuando el tiempo es o único que cuenta, el resultado no puede ser otro
que impotencia, perdida y falta de tiempo. Llega un día en que el tiempo mismo
se nos va, mientras pensábamos que en él encontraríamos la eternidad.
Y algo parecido nos ocurre con la tierra, con este mundo nuestro, que vemos
convertido en escenario de destrucciones. Si queremos arrancar todo de ella, se
nos queda muy escasa, y acabamos destruyéndola. De aquí vienen inevitablemente
aversiones entre nosotros, hacia nosotros mismos y hacia Dios, rivalidades y
violencias. Frente a esto, bien valdría la pena que nos diésemos cuenta del
mensaje que quiere transmitirnos esa imagen de la mujer que esta vestida por el
Sol: que dirijamos nuestros ojos hacia el Cielo, con la seguridad de que también
nuestra tierra saldrá regenerada. Volver nuestras mirada hacia el Cielo
significa dejar que nuestras almas se abran a Dios para que tome posesión de
nuestras vidas.
Al comenzar la Edad Moderna dijo alguien que deberíamos vivir como si Dios no
existiera. Esto ha ocurrido, y a la vista tenemos las consecuencias. Nuestra
regla debe ser exactamente la contraria: vivir en todo instante dando como
supuesto que Él existe, y conforme a lo que Él es, porque por fuerza es lo que
es. Este vivir significa dar oído a su Palabra y a su Voluntad, sintiéndonos
mirados por Sus ojos. De este modo, sentiremos que pesa más nuestra
responsabilidad; pero, en compensación, se hará mas fácil y mas humana nuestra
vida. Mas fácil, porque nuestros errores, fracasos, privaciones y perdidas jamás
nos parecerán definitivos y fatales, sabiendo como sabemos que detrás de todo
ello existe siempre un sentido, y que nada esta perdido para siempre. Desde esta
perspectiva, nos aparece en primer plano el lado bueno de las cosas.
Ciertamente, con mirar hacia el Cielo no impedimos que lo ingrato siga siéndolo;
pero su peso habrá menguado, porque todo será para nosotros penúltimo. No nos
rebelaremos cuando las cosas no resulten como quisiéramos, o se frustren
nuestros propósitos: porque sabemos que, en el fondo, hay algo bueno en ello,
toda vez que Dios es bueno.
Así, cuando perdamos a un ser querido, pensaremos que no se ha ido
definitivamente, y que algún día volveremos a vernos. Es más: incluso deberíamos
alegrarnos con la idea de un perfecto reencuentro. Si se ha ido de nuestro lado,
nuestra separación provisional se cambiará en su momento por una compañía donde
el gozo será completo y puro, sin que lo empañen las fatigas y tribulaciones de
la vida presente. Y, por lo que se refiere a nuestras obras en general,
procederemos pensando que su peso es oro eterno: porque Dios está mirándonos y
nos guía; y porque El es el origen de la justicia, y nos trata justamente.
Con todo ello, se incrementa nuestro sentido de responsabilidad hacia nosotros,
nuestros prójimos y la tierra en la que vivimos. Nos sentimos en libertad y sin
temor ante el futuro. Nuestra vida mejora en calidad y en amplitud, y se dirige
hacia delante combinando el sosiego con la firme decisión de progresar por el
camino verdadero: el de la justicia y el amor de Dios.
Y hablemos ahora en concreto de las cosas corporales. Hoy se piensa que la
creación de la materia nada tiene que ver con Dios: ella es como es, regida por
sus leyes, y basta. Según esta mentalidad, el Cristianismo se reduce a pura
idea, vacía de realidad. Pero, pensando bien las cosas, advertimos que semejante
posición es incoherente. Sabemos perfectamente que la salud y la enfermedad no
se reducen a fenómenos biológicos y psicológicos; que el cuerpo y el alma se
intercomunican y se condicionan e informan mutuamente; que el alma es una fuerza
constitutiva de nuestra vida corporal. Por otra parte, sabemos que la vida y el
mundo son modificados por el odio y por el amor, y, sobre todo, que tanto el
cuerpo como el alma resultan afectados de modos diferentes si expulsamos a Dios,
o si, por el contrario, le acogemos.
En la Virgen María tenemos el mejor paradigma de lo segundo, por cuanto Ella, no
solo rindió a Dios adoración mediante pensamientos, sino que le ofreció su
cuerpo entero para que, a su vez, Dios tomase cuerpo. Para nosotros, por tanto,
ser cristianos incluso con el cuerpo significa comportarnos como tales amando a
la Creación y al Creador. En tal sentido, debemos hacernos cargo de que jamás
preservaremos la Creación si pretendemos desconocer al Creador; de que
continuaremos maltratando la tierra a menos que la usemos y custodiemos viviendo
en armonía con Él, que nos la ha dado. Tenemos el deber de procurar que nuestra
vida de cristianos esté caracterizada por el respeto hacia nuestros cuerpos y
los ajenos, y hacia esta tierra nuestra, que es don de Dios. Si materializamos
de este modo nuestro ser de cristianos, podremos contemplar como la luz eterna
de Dios renueva y ennoblece nuestros cuerpos y nuestra tierra.
Y ahora, un último punto. Desde antiguo, la fiesta de la Asunción ha sido
acompañada por la costumbre de bendecir las plantas. Esta fundada en la creencia
popular de que, cuando se abrió el sepulcro de María, su interior exhaló
efluvios aromáticos de plantas y de flores. Apoyémonos en ello para decir que,
cuando el hombre hace su vida con Dios y para Dios, también de nuestra tierra
brotan flores, y se desprenden perfumes y cantares. Y lo contrario: que la
inmundicia de las almas contamina nuestra tierra y la destroza, según estamos
viendo. De aquí que, para nosotros, esas plantas constituyan un símbolo del
misterio de María, una señal de la consonancia entre los Cielos y la tierra.
Ellas nos dicen que, si la tierra ha de florecer, será cuando y donde admitamos
a Dios en ella volviéndonos nosotros hacia El. Con este espíritu, las llevaremos
a nuestras casas como signo de que esperamos una tierra nueva; como signo de que
nuestro Dios, que ha de crear unos Cielos nuevos y una tierra nueva, los hace ya
florecer en cualquier parte donde los hombres aciertan a vivir en armonía con Su
amor.