Afirmación del mundo y santidad cristiana

Josemaría Escrivá y el redescubrimiento de la vida ordinaria

Martín Rhonheimer

Cfr. Martín Rhonheimer, Transformación del mundo (La actualidad del Opus Dei), Rialp, Madrid 2006, pp. 53-90

Sumario

1. Vocación universal a la santidad y «amor apasionado al mundo».- 2. El primer redescubrimiento de la vida ordinaria: la Reforma.- 3. Ética protestante del trabajo, motivación religiosa y sello de la modernidad.- 4. El trabajo humano en la perspectiva cristológica.- 5. Filiación divina. Unidad entre trabajo y contemplación.- 6. Consecuencias ascéticas y edesiológicas.

 

 

1. Vocación universal a la santidad y «amor apasionado al mundo»

No lejos de Roma, en las cercanías de la localidad de Pereto, junto a los Abruzzos, se encuentra un santuario mariano en el que se venera a Nuestra Señora bajo la advocación de Madonna dei Bisognosi, «Nuestra Señora de los Necesitados». En el santuario, ahora restaurado, se encuentra un gran fresco del Juicio Final. Realizado por autores de la zona a finales del siglo XV, es una grandiosa obra de arte, que habla un claro lenguaje. A un lado está el paraíso: aparece poblado exclusivamente por clérigos, monjas y religiosos. En el purgatorio, se ven representantes de todos los oficios entonces conocidos, cristianos corrientes de todas clases [1].

Esta representación en el santuario de los Abruzzos expresa algo que durante siglos pareció indiscutible: que Dios quiere que todos los hombres lleguen al cielo y alcancen la santidad en la contemplación de Dios; pero sólo quien renuncia al mundo en esta vida y entra, por la vida consagrada, en el estado de perfección o al menos se hace sacerdote, tiene la oportunidad de vivir en este tiempo una vida que agrade a Dios y alcanzar la perfección en el amor a Él. Quien vive en el mundo, necesariamente se mancha las manos, es decir, el alma, y después de esta vida necesita purificación, si es que no se pierde para siempre.

El mensaje es nítido: el ideal de la vida cristiana y de la perfección es el apartamiento del mundo; la «imitación de Cristo» de manera consecuente y radical sólo es posible en el alejamiento de la vida terrena ordinaria.

En el horizonte de esta perspectiva ?que no es en absoluto la concepción cristiana original, aunque en el curso de la Edad Media se perfiló cada vez con mayor claridad, siendo cuestionada sólo por algunos (como San Francisco de Sales)? se entiende quizá por qué en el año 1928 el joven Josemaría Escrivá tropezó con la desconfianza, el rechazo o la incomprensión de no pocos de sus contemporáneos.

Afirmaba, en efecto, que todos los cristianos, sin excepción, están llamados a la santidad, a la plenitud de la vida cristiana, a la amistad íntima con Dios y a la identificación con Cristo; y que lo están en medio de la vida ordinaria, en el tráfago de la profesión y las preocupaciones cotidianas, en la intimidad del amor matrimonial, en la vida familiar y en los distintos ámbitos de su compromiso con la sociedad, la política y la vida económica. A Dios se le encuentra en todas partes, también en el trabajo diario, en la aparente monotonía de lo corriente. El esfuerzo, eficaz y apostólicamente fructífero, por alcanzar la santidad, no está reservado a algunos privilegiados. El ideal cristiano del amor pleno a Dios y a todos los hombres, dice Escrivá, está abierto a todos. La vida en medio del mundo no es un obstáculo; al contrario, el trabajo ordinario de cada día es un camino hacia Dios. Dicho en pocas palabras: no solamente los clérigos y los religiosos, sino todos, sin excepción, tienen «vocación» y plena responsabilidad en la misión de la Iglesia. El mismo Bautismo es ya una «vocación»: llamada de Dios, elección de Dios. «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto» [2]; Cristo dijo esto a todos los que se hallaban presentes en el Sermón de la Montaña: mujeres y hombres, adultos y niños, sanos y enfermos, solteros y casados, artesanos, campesinos, pescadores, recaudadores de impuestos, hombres de negocios, intelectuales [3].

Estar bautizado significa haber recibido de Dios el encargo de santificar el mundo desde dentro en unión con Cristo ?y siempre sólo con Él?, llevar a término la obra redentora, reconciliar con Dios la creación por medio de la santificación de la vida ordinaria y de la impregnación de todas las realidades terrenas con el espíritu de Cristo.

¿Por qué habrían de tener menos oportunidades los cristianos corrientes, las madres y padres de familia, las personas que se comportan cristianamente durante toda su vida en su trabajo profesional y en la preocupación por la familia, en la educación de los hijos, en la colaboración en el progreso, la ciencia, la técnica, el esfuerzo por alcanzar la paz y la justicia en la sociedad? ¿Por qué todos ellos deberían tener menos posibilidades de esforzarse por buscar la perfección en el amor, si el mismo Cristo ?la Palabra de Dios hecha Hombre? ha pasado la mayor parte de su vida como trabajador en un taller en Galilea? ¿Por qué la vida en el mundo y la realidad del trabajo humano habrían de ser obstáculo (y no camino) hacia la unión con Dios y la identificación plena con Cristo y con su misión? Esta última era una visión muy extendida y teológicamente consolidada ?aunque nunca fue proclamada de esta manera por el Magisterio de la Iglesia?, y se había convertido prácticamente en norma de la praxis pastoral de la Iglesia. Quien tenía «vocación» dejaba de ser un cristiano normal, pues éste, sencillamente, no tenía vocación. Y mucho menos podía entenderse que el matrimonio fuera un verdadero camino de vocación cristiana. El carisma transmitido por Dios a San Josemaría Escrivá consistía en romper la estrechez de este punto de vista y recordar que no era esa la visión del Evangelio ni la de los primeros cristianos o de los Padres de la Iglesia. Por eso, percibía que el mensaje central del Opus Dei «es viejo como el evangelio y como el evangelio nuevo»: «viejo», porque correspondía al espíritu originario de Cristo; «nuevo», porque en el curso de los siglos había caído casi absolutamente en el olvido.

Quedaba lejos del ánimo del Fundador del Opus Dei menospreciar en lo más mínimo la vocación de los religiosos. Al contrario: la amaba de todo corazón, y veía en ella un signo privilegiado del amor de Dios y un tesoro irrenunciable para la Iglesia. Pero, a la vez, confesaba que se llenaba de tristeza cuando entraba en el edificio de un monasterio o de un convento. Escrivá amaba este mundo. A las personas con quienes entraba en contacto como director de almas les insistía en que también ellos debían «amar apasionadamente» al mundo, porque, siendo una obra de Dios, ha salido de sus manos y es bueno. Solamente lo hace malo el pecado que procede del corazón del hombre, el abuso del «regalo divino de nuestra libertad» [4]. Es tarea de todo hombre que sigue la llamada de Cristo redescubrir el rostro de Dios en la creación y hacerla brillar en todas las actividades humanas.

2. El primer redescubrimiento de la vida ordinaria: la Reforma

A veces se oye decir que la afirmación cristiana del mundo y de la vida corriente contenida en el planteamiento apenas esbozado ?y, en particular, la valoración positiva del trabajo profesional? no es más que una tardía asunción de lo que ya desde la Reforma había sido reconocido de modo general en el ámbito no católico. En particular, el ethos protestante del trabajo y, sobre todo, el calvinismo (dentro de él, el puritanismo) habrían descubierto hace mucho el valor de la vida cristiana y la importancia del trabajo profesional.

¿Es esto verdad? Yo afirmaría que es verdad en parte, pero en otra parte no lo es. Ciertamente, los reformadores fueron los primeros en redescubrir la vida ordinaria y el trabajo como vocación cristiana, lo que hace que les corresponda una parte esencial en la configuración de nuestro mundo moderno. Sin embargo, en mi opinión, el núcleo verdadero del redescubrimiento del valor cristiano de la vida ordinaria realizado por el protestantismo ?que a menudo es injustamente minusvalorado, o sencillamente ignorado, en la apologética católica? sólo puede persistir y ser duraderamente fecundo en el interior del conjunto de la fe católica.

Precisamente aquí está el significado histórico, y creo que también el significado ecuménico, del mensaje y la obra de Josemaría Escrivá. En cierto modo, Escrivá es, dentro de la Iglesia católica, un pionero de la recuperación de aquella dimensión original del cristianismo que gira alrededor del sacerdocio común de los fieles y de la igualdad fundamental de todos los bautizados en cuanto llamados a la santidad [5]; una dimensión redescubierta por los reformadores en su histórica rebelión contra la manera de entenderse y de vivir la Iglesia medieval.

No obstante, en Escrivá la recuperación de esta dimensión cristiana original se produce sobre el fundamento del conjunto de la fe católica, tal como el Concilio Vaticano II la confirmó después en calidad de doctrina eclesiástica oficial. Los aspectos verdaderos y susceptibles de ser recibidos de la intención reformadora básica quedaron en situación inestable y peligrosa debido al abandono del suelo de la fe católica, en parte históricamente comprensible.

Algunas de las expresiones históricas más poderosas del pensamiento reformado contribuyeron a dar como resultado una época moderna que se entendió a sí misma, de manera cada vez más marcada, como enfrentada a una interpretación religiosa del mundo y de la vida cristiana, aun cuando sea cierto que diversas formas del protestantismo han producido frutos espirituales capaces todavía hoy de dar una referencia interior y una orientación religiosa a la existencia en el mundo de numerosos cristianos.

¿Cuál era la intención básica de los reformadores y de sus seguidores?

Lo entenderemos mejor recordando el modo en que la Iglesia medieval se entendía a sí misma y planteaba la vida cristiana. De manera muy simplificada y algo esquemática, para el hombre medieval el mundo cristiano estaba dividido en dos partes. Una la formaban los clérigos y los religiosos, competentes para lo espiritual, para la salud de las almas de todos los hombres; renovaban en la Misa el sacrificio de Cristo, administraban los sacramentos, rezaban y reparaban mediante el sacrificio y las obras de penitencia y de amor al prójimo. Ellos eran los cristianos en sentido pleno, que vivían su cristianismo como «vocación». Los sacerdotes eran los mediadores entre el mundo y Dios; y los que, como los religiosos, se entregaban plenamente a Dios por medio del rechazo del mundo, mantenían a flote la barca de la Iglesia con su vida espiritual. La otra parte la componían los laicos, que eran responsables de las cosas temporales, igualmente al servicio del todo: trabajaban en el campo o en el taller y hacían la guerra. Por medio de buenas obras, limosnas y fundaciones piadosas se preocupaban de que los sacerdotes pudieran decir Misa y de que los monjes y las monjas rezaran e hicieran penitencia, mientras ellos se dedicaban a las necesidades de este mundo. La Iglesia era el barco, los clérigos y los religiosos remaban, y los «laicos» eran los pasajeros.

Ahora bien: en tiempo de la Reforma, la barca de Pedro había comenzado a hacer agua; los remeros se habían cansado, se habían vuelto perezosos o, sencillamente, demasiado débiles para llevar adelante el barco. Había razones comprensibles para dudar si todavía tenía sentido esa división tradicional del trabajo o era falsa desde la base; incluso para pensar si la mala situación del clero y los religiosos ?de la Iglesia en general? no era consecuencia de esa desafortunada división. ¿No deben sentirse responsables del avance del barco todos los cristianos? ¿Por qué han de ser simples pasajeros precisamente aquellos que mantienen el mundo en movimiento: los trabajadores de todo tipo, los campesinos, los artesanos, los hombres de Estado, los científicos, los artistas? ¿Por qué han de agradar más a Dios los que se sustraen a todas estas contradicciones y agobias de la vida?

En segundo lugar, de una u otra forma los reformadores negaban la idea de que en la Iglesia haya personas (las pertenecientes al estado sacerdotal) que tengan una responsabilidad especial en la salud del conjunto y estén dotados de facultades que les permitan representar a Cristo como cabeza de la Iglesia. Por eso echaron por la borda todas las instancias mediadoras: rechazaron el sacerdocio ministerial en el sentido tradicional, los sacramentos y, sobre todo, la Misa.

Dicho con otras palabras, abolieron la barca en la que viajaban todos los pasajeros. Después de la Reforma, cada individuo está relacionado con Dios directamente; no necesita que nadie rece por él, expíe por él y ofrezca sacrificios o le perdone los pecados. La fe basta para establecer el contacto inmediato con el Redentor, y en esa fe se es salvado. Ahora cada uno tiene su propio bote, en el que debe remar él mismo, siendo, en ese sentido, «sacerdote de su propia existencia» [6]. El bote es Cristo, el remero es la propia fe. La comunidad eclesial y los sacramentos, aunque no desaparecen, sólo sirven para alimentar esa fe y prestarle expresión. La «Iglesia» ya no es verdadero instrumento de salvación, sino solamente un signo de la salvación; es la comunidad visible de los llamados. Lutero todavía reconoce ciertos aspectos institucionales, pero considera que la Iglesia es el pueblo de Dios reunido en el Espíritu Santo. Para el calvinismo pertenecer a la Iglesia visible sigue siendo una condición para pertenecer a la verdadera Iglesia, que es la comunión invisible de los elegidos en Cristo [7]. Pero ahora ocupa un primer plano la preocupación acerca de la certeza de la propia salvación. Poseer esta certeza se convierte, por así decirlo, en resultado del esfuerzo de la propia fe y se debe preservar en la vida diaria. Por este camino reciben las circunstancias vitales de la «vida corriente» ?trabajo, matrimonio, vida familiar o social, deberes civiles? una significación eminentemente religiosa. La eticidad intramundana no se supera ya mediante la ascesis monacal: los propios deberes intramundanos se convierten en «llamada», como decía Lutero y después de él los puritanos calvinistas; es decir, en una actividad en la que aparece la voluntad de Dios para cada uno y que debe ser santificada, realizándola para la gloria de Dios y no como un fin en sí misma. Para Lutero todos los hombres tienen «el estado espiritual»; y el predicador protestante Sebastián Franck descubría el significado de la Reforma, precisamente, en que con ella todos los hombres se habían convertido en monjes.

De todas maneras, el ethos protestante del trabajo recibirá en el puritanismo una orientación particular. El filosofo canadiense Charles Taylor ha expuesto estas cuestiones en su libro «The Making of the Modern Identity» [8], en especial la concepción de los calvinistas puritanos ingleses y norteamericanos; vale la pena volver a leerlo. Taylor dice: «mientras que el uso de la expresión "vocación" en las culturas católicas normalmente aparecen en conexión con el sacerdocio o la vida monacal, para los puritanos la menor ocupación es una vocación, en el supuesto que sea provechosa para la humanidad y distinguida por Dios con una utilidad. En este sentido, todas las profesiones merecen la misma consideración, independientemente de su posición en la jerarquía social» [9]. En el siglo XVII opinaba Joseph Hall [10] que Dios ama los adverbios, «pues a Él no le preocupa en qué medida algo es bueno, sino en qué medida está bien hecho» [11]. Lo que se hace con amor a Dios sucede para su gloria y está santificado. «Dios no mira el acierto de lo realizado», dice William Perkins [12] en el siglo XVI, «sino el corazón del que trabaja». Y añade: «si comparamos un trabajo con otro trabajo, desde luego que hay una diferencia entre lavar los cacharros y predicar la palabra de Dios; pero si se trata de agradar a Dios, no hay ninguna diferencia». Todo lo que procede de la fe agrada a Dios. Asimismo, «lo que sucede en la consumación del matrimonio es puro y piadoso (. ..), y todo lo que sucede de acuerdo con la ley de Dios, aunque sea hecho por el cuerpo ?limpiar los zapatos y cosas similares? y por mucho que exteriormente parezca basto, sin embargo está santificado» [13]. El pecado ha alterado el orden justo, y el hombre se ha convertido en esclavo de las cosas creadas. Sin embargo, para el puritano la existencia del hombre en el mundo, especialmente el matrimonio y el trabajo, es una realidad vital querida por Dios a la que el hombre no debe sustraerse. Todo depende de que estas realidades sean aprovechadas únicamente por amor a Dios y no por amor al mundo. De ahí resulta ?por citar de nuevo a Joseph Hall? que la meta de nuestra vida es «servir a Dios, sirviendo a los hombres por medio del trabajo en la profesión» [14]. En efecto: tanto el luteranismo como el puritanismo calvinista, y más tarde también el pietismo y el metodismo, han redescubierto el valor religioso y cristiano de la vida corriente; por esta razón han fomentado también un cristianismo activo, caracterizado por la preservación de la fe en el compromiso caritativo y social [15].

3. Ética protestante del trabajo, motivación religiosa y sello de la modernidad

En este redescubrimiento había desde el comienzo un punto débil. La reforma se equivocaba al explicar como un desprecio del laicado la vocación para la vida religiosa y creer que el único modo de valorado debidamente era la abolición de la vida religiosa y del sacerdocio ordenado, además de reforzar el sacerdocio común de los fieles.

Este rechazo radical del celibato apostólico y de la renuncia al mundo que es característica de la ascética monacal, testimonia una curiosa unilateralidad en el subrayado de la mundanidad de la existencia humana. Paradójicamente, los reformadores mantenían también la tesis de que el mundo y el hombre están radicalmente corrompidos por el pecado, siendo la fe el único camino posible para escapar a esta corrupción; solamente así podía resultar grata a Dios la vida en este mundo. No desaparecía, sin embargo, la corrupción interna de todo lo terreno. Aquí aparece una singular ambivalencia o tensión entre la orientación radical al mundo, como una realidad vital querida por Dios, y la redención del mundo, en cuanto caído y marcado por el pecado. En realidad, por tanto, ni la idea luterana del trabajo como «vocación» ni la idea calvinista-puritana de la santificación del trabajo conducían a la redención del mundo, a su sanación interna y a su santificación. Para la doctrina reformadora la «salvación» está solamente ahí: en el nivel de la fe en Cristo como Redentor, que rescata al hombre de su estado pecador, pero sin sanade interiormente.

En Lutero el trabajo es un mandato de Dios también para los ricos. Pero el trabajo mismo continúa siendo considerado de acuerdo con la tradición recibida del ascetismo monacal, como cuando escribe: «no ser perezoso y ocioso, no confiar tampoco en el propio trabajo y acción, sino trabajar y hacer, y, sin embargo, esperado todo de Dios». El trabajo debe ser útil y provechoso, pero lo decisivo es que sirva como ocasión para fortalecer la confianza en Dios. El cristiano trabaja y abandona su preocupación en Dios [16]. La visión luterana del trabajo y de la profesión es crecientemente providencialista, y conduce a una aceptación pasiva de las circunstancias concretas de vida y de las indicaciones recibidas como voluntad de Dios. Sólo el pietismo del siglo XVIII traerá una cierta corrección.

Por su parte, tampoco la conformación calvinista del mundo parece alcanzar una reconciliación interior del mundo con Dios, actuada por Cristo con la colaboración del hombre. Más bien nace del esfuerzo por encubrir la corrupción del mundo (y del gran número de los no destinados a la salvación, que despiertan la repulsa de Dios con su manera de vivir y están, en todo caso, perdidos) con un tipo de orden que se corresponda con los mandatos de Dios, para rendirle así la gloria. En consecuencia, las instituciones eclesiásticas calvinistas eran siempre, simultáneamente, instrumentos de coacción y de dominio, y a menudo desarrollaban una dinámica revolucionaria. En la falta de un verdadero interés por la «salud del mundo» está, naturalmente, la profunda ambivalencia de la concepción puritana, que invita a usar todos los bienes de este mundo sólo para la glorificación de Dios, pero sin disfrutarlos, puesto que ese falso amor al mundo perjudicaría el amor a Dios y la salud de las almas.

Como intentó mostrar el sociólogo alemán Max Weber en 1902, en su famoso estudio «La ética protestante y el espíritu del capitalismo» [17]? (todavía hoy controvertido y discutido), el ethos protestante del trabajo condujo a una enorme potenciación de la actividad transformadora y económica del mundo (en cierto sentido sin pretenderlo, opina Weber). El ethos puritano del trabajo exige compromiso con el mundo, diligencia y observancia del principio de utilidad. El modo de vida sistemático y racionalizado del puritano ?Max Weber acuñó la expresión innerweltliche Askese («ascesis intramundana»)? busca el éxito, la ganancia y la riqueza, concebidos ahora como signo y medida de la elección y de la propia salvación. Pues, tal como predicaban los pastores puritanos, ¿cómo se podría ser diligente, honrado y eficaz en el trabajo y en la profesión, si no es por haber sido renovado y elegido en Cristo? El verdadero cristiano es aquel que es útil para la comunidad y para el mundo, pues así acrecienta la gloria de Dios. Salta a la vista el paso a una moral del esfuerzo y del éxito, una moral utilitaria aunque sin embargo ascética, si bien dotada todavía de una fundamentación puramente religiosa. Y, por la puerta trasera, parece incluso hacerse nuevamente presente la justicia de las obras rechazada por la Reforma [18].

El propio Calvino rechazaba la idea de que del comportamiento exterior se pudiera deducir algo sobre la propia elección a la predestinación, dice Weber. Pero ya los calvinistas posteriores pensaban de un modo muy distinto. Ahora se concibe el buen comportamiento en la vida como signo de la predestinación: las buenas obras no producen la salvación, y son solamente signo de haber sido elegido. Posiblemente hay también otras motivaciones que explican esta «ascesis intramundana» del ethos puritano del trabajo, como puede ser una marcada aceptación apocalíptica de un fin temprano del mundo [19]. Pero se funden en una unidad inseparable con el trabajo, la diligencia, el éxito, la conciencia de la propia salvación y la glorificación de Dios. El esfuerzo por conseguir la riqueza se considera rechazable, pero se entiende que la riqueza que proviene del trabajo es una bendición de Dios. Y se valora como legítimo el afán de ganancia, incluso la ambición de alcanzar todo lo que desde el punto de vista práctico sea útil y sirva al progreso; mientras pasa por rechazable el goce ilimitado de lo conseguido. El pastor John Cotton [20], residente en Boston, escribe en el siglo XVII sobre el «hombre cristiano santo»: «diligencia en los negocios mundanos, pero sin dejarse influir por el mundo (...). Utilizar todas las oportunidades para llevar a cabo algo, antes o después, sin perder ninguna oportunidad; estar en todo y buscar la ganancia diligentemente: esto es lo que hará incansablemente [el hombre cristiano santo] en la vida profesional, aunque cerrará su corazón al mundo (.. .). Aún trabajando en la profesión incansablemente, con el corazón no está apegado a estas cosas» [21]. Esa «ascesis intramundana» conduce finalmente al dilema que John Wesley, el fundador del metodismo, formula de la siguiente manera: la religión produce laboriosidad y espíritu de ahorro, pero éstos producen a su vez riqueza y fomentan «el orgullo, la pasión y el amor al mundo en todas sus formas», lo que perjudica a la religión. Wesley extrae la conclusión de que los hombres tienen que ganar todo lo que puedan, ahorrar todo lo que puedan y dar todo lo que puedan, para reunir un tesoro en el cielo [22]. No obstante, en la época de la industrialización el ethos puritano del trabajo y su exigencia de trabajar, ganar y ahorrar, prohibiendo el gozo, condujo también a la identificación de los intereses de Dios con los intereses de los empleadores. El trabajador, que no posee nada pero que con su trabajo multiplica la riqueza del empleador, puede estar seguro de su predestinación. El desigual reparto de los bienes de este mundo se convierte en una «obra de la providencia divina» [23].

En resumen, la inclinación protestante al mundo y a la vida ordinaria no responde a una auténtica afirmación del mundo, ni en su forma luterana ni en su forma puritana-calvinista. En efecto, ni Lutero ni los calvinistas consiguieron entender la Redención como un reestablecimiento de la creación o una «nueva creación» en Cristo. La Redención y la salvación significan siempre Redención y salvación del individuo, aunque se halle integrado en la comunidad eclesial formada por medio de la fe. En especial, y de acuerdo con su motivación religiosa, el ethos del trabajo de los puritanos no era más que un medio para trascender el mundo mediante una actitud religiosa, para poder dirigirse a Dios y aumentar su gloria en medio de las actividades y condicionamientos de este mundo y de la vida ordinaria. En cierto sentido, se trata de una forma secularizada del ideal ascético monacal. Lo redimido no es el mundo, sino sólo el individuo que, en último término, se separa del mundo. El.trabajo y la profesión son ocasión y medio para la santificación de uno mismo, la salvación de la propia alma. Tampoco la inclinación puritana al mundo procede de un amor a él que afirme su bondad radical como obra creada por Dios y posea un auténtico interés por su salvación de la corrupción del pecado. Por esta causa, y a pesar de motivos e impulsos profundamente cristianos, el fundamento religioso de este ethos es frágil. Falta una relación interior entre trabajo y Redención.

Si quiebran las raíces religiosas y las motivaciones resultantes, lo que queda es un ethos del trabajo que sólo consigue abrirse a perspectivas mundanas. Queda, por ejemplo, el ideal utilitarista de la diligencia, de Benjamín Franklin: Time is money, el tiempo es dinero, como lo formuló clásicamente en el siglo XVIII el estadista americano, inventor del pararrayos. Se trata de alcanzar una manera de vivir máximamente racional, aunque no a efectos del crecimiento de la posesión y del gozo ?el puritano secularizado e irreligioso no es en modo alguno un hombre hedonista?, sino simplemente del aumento de la propia habilidad y capacidad de acción, de la que son señal la adquisición legal del dinero y la acumulación de riqueza [24] (de ahí también la famosa máxima de Franklin: renunciar a la actividad sexual salvo por fines de generación de descendencia y por razones de salud). Este ethos gira en torno a la honradez productiva y a la glorificación de los deberes profesionales. Sobre este fundamento no parecen ser posibles una auténtica teología y una espiritualidad de la vida ordinaria, del trabajo en particular.

De la quiebra final de la unidad entre ethos del trabajo y motivación religiosa, surgió en una parte no irrelevante el sello que marca el mundo moderno. Mundanidad y conciencia religiosa se vuelven concurrentes, y se alejan finalmente la una de la otra. Cuando desaparece la base religiosa los motivos religiosos originarios abren paso a un proceso de secularización; cuando se suprime incluso la veste religiosa, como una pieza de ropa que se ha quedado pequeña, nos encontramos de nuevo con un mundo laboral embebido de racionalidad económica y de eficiencia productora de progreso, pero cerrado ante toda trascendencia. Se hace imposible volver a establecer una conexión entre la vida ordinaria y cotidiana (en particular, el trabajo profesional ordinario) y la relación amorosa del hombre con Dios y su tarea como discípulo de Cristo; hasta parece resultar superfluo. Finalmente, el redescubrimiento de la vida ordinaria conduce a su desespiritualización y, a menudo, a su deshumanización (aún cuando la ciencia, la técnica y la medicina modernas hayan producido un impulso humanizador que carece de precedentes históricos). La fe cristiana y la existencia mundana con todas sus preocupaciones y expectativas discurren por cauces paralelos y sin contacto mutuo, si es que la vida cristiana, sencillamente, no se disuelve en puro compromiso.social o actividad política.

4. El trabajo humano en la perspectiva cristológica. El «segundo redescubrimiento» de la vida ordinaria: Josemaría Escrivá

Los reformadores querían poner la Iglesia cabeza abajo. Pero, ¿no hubiera sido mejor devolverle el fundamento perdido: volver a descubrir la vocación universal a la santidad y el valor santificador de la vida ordinaria en medio del mundo, sobre la base del «Evangelio del trabajo»? Esto hubiera supuesto, en primer término, mantener la decisiva tradición católica: la Iglesia como el gran barco en el que todos nos salvamos; naturalmente por nuestra fe, pero no por las obras de nuestra fe, sino sólo y únicamente por las obras de Jesucristo y por sus méritos, con los que está construido el barco de la Iglesia y que nos llegan siempre por los sacramentos de la Iglesia, muy especialmente por la actualización del sacrificio de la Cruz en la celebración de la Eucaristía, que es la Santa Misa.

De este modo ?y ésta es la quintaesencia de la «lógica sacramental»? los méritos de Jesucristo se convierten en nuestros méritos personales; la insuficiencia y la debilidad humanas son superadas por la actuación salvífica divina. En segundo término, hubiera supuesto admitir que la salvación en Cristo (en definitiva, la vida cristiana) no significa sólo ser salvado por la fe en el Redentor, que libra de la propia pecaminosidad y de la del mundo, sino que implica también restablecer el orden de la creación en toda su plenitud, una vez sanada y santificada por el amor de Cristo, que, como dice San Pablo en la Carta a los Romanos, «se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo» [25]. Curiosamente, también en la Iglesia Católica era tan grande el poder de la tradición que, en el campo de la fe católica genuina y en orden a una teología del trabajo y, en general, de la vida ordinaria, apenas se extrajeron consecuencias relativas a la bondad fundamental del mundo [26]. Mientras que la relación establecida por el protestantismo entre fe y mundo y el ethos del trabajo resultante fomentó sin duda excesos de secularización y de separación ?o incluso contraposición? entre fe y existencia en el mundo, el peso de la tradición católica-medieval condujo a un conflicto no menos explosivo entre fe y mundo moderno.

Hasta el Concilio Vaticano II se manifestó en el rechazo de la modernidad en algunas de sus manifestaciones más características (como la libertad de religión, de conciencia y de prensa) a partir de una fundamentación religiosa; así como en una profunda desconfianza frente al ethos de la cultura política moderna [27] y a la realidad moderna del mundo del trábajo y de la economía (anticapitalismo; rechazo de los sindicatos, del afán de beneficio y del espíritu de competencia; cierto antisemitismo motivado cada vez más en razones socioeconómicas y políticas). Precisamente, el antisemitismo que se apoyaba en un planteamiento católico-eclesiástico, religioso, social y político se alimentaba en gran parte del enfrentamiento con el mundo moderno, con la mundanidad normal, con la habilidad en los negocios y con el afán de lucro. A partir de ahí no raramente asumía el carácter de una teoría de la conspiración: los judíos habrían destruido la armonía del mundo antiguo organizado al modo feudal-corporativo por su afán de ganancia, su planteamiento competencial, su temporalismo y materialismo; en una palabra, por un amor al mundo contrapuesto al ideal cristiano de la ascesis [28]. Se descubría en la emancipación de los judíos ?igualación en derechos civiles? una de las más nefastas consecuencias de la Revolución francesa y del liberalismo.

La identificación entre el ideal de perfección ascética de los religiosos y el esquema ideal de la vida cristiana y del orden social y estatal católico, tan extendida; el rechazo de la modernidad y de la orientación hacia el mundo derivada de ella; y una desconfianza frente a la libertad y el pluralismo profundamente arraigada, constituyen la variante típicamente católica de la separación entre fe y mundo moderno. Llevaron a considerar como cristianos de segunda clase, en lo relativo a la vida espiritual y a la responsabilidad apostólica, a los cristianos corrientes, a los laicos que se ocupan de las cosas de este mundo debido a los imperativos de la vida. Por principio, la vida en el mundo, el trabajo y la profesión, así como las obligaciones de la vida matrimonial y familiar, se consideraban impedimento para una verdadera vida cristiana y para el esfuerzo por alcanzar la perfección cristiana. Las virtudes unidas al trabajo profesional ordinario, como la laboriosidad, la honestidad, la honradez y la sana competitividad, apenas se ponían en relación con la vida espiritual y con el mandato cristiano del amor. Todos los intentos de superar el abismo entre fe y mundo moderno y de vencer el creciente alejamiento de la modernidad respecto de Dios, se basaban en el propósito de actuar sobre este mundo «desde fuera», en cierto sentido, y «desde arriba», es decir, de una manera «clerical». En el mejor de los casos, se veía en los laicos a colaboradores en el apostolado de la jerarquía eclesiástica. Su vida espiritual se reducía a la posibilidad de participar de algún modo en la espiritualidad de las diversas órdenes religiosas. Así no es posible pensar la vida espiritual y la acción apostólica del cristiano normal a partir del mundo y de la vida ordinaria en él.

Exactamente aquí aparece el «redescubrimiento católico» de la vida ordinaria, realizado por Josemaría Escrivá. Ante estudiantes, profesores y empleados de la Universidad de Navarra afirma en una homilía del año 1967, publicada bajo el título de «Amar al mundo apasionadamente» y frecuentemente citada [29]: «el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios. Por el contrario, debéis comprender ahora ?con una nueva claridad? que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» [30].

Ya no se trata simplemente de salvarse de un mundo que ha caído en desorden por el pecado, por medio de la fe y de su preservación en una vida de provechosa laboriosidad.

Escrivá llama a descubrir lo santo, divino y bueno que está escondido en el mundo, en el trabajo ordinario, en las situaciones cotidianas. En este sentido, se trata de un verdadero amor al mundo ?un «amor correcto»? y de interés por él, por su situación más íntima y por su salvación. Para el cristiano, Dios no solamente está «más allá» del mundo: lo encuentra también en él.

Desarrollemos todavía un poco estos pensamientos. Escrivá descubre en el trabajo ?así escribió en el año 1954? la «dignidad de la vida» y un «deber impuesto por el Creador» [31], según la narración bíblica de la creación, Dios creó al hombre para que trabajara. El trabajo no es consecuencia del pecado. No debe equipararse al cansancio y al sufrimiento, a los que hay que someterse por razones de supervivencia, de penitencia y de evitación del ocio, como en el concepto medieval del trabajo. Es ante todo, y en primer término, una tarea querida por Dios y una vocación que define lo fundamental de la identidad del hombre en este mundo.

El trabajo ordinario de cada hombre ?y con ello no aludimos solamente al trabajo específicamente «profesional», sino a toda actividad humana honesta? posee entonces un doble aspecto. En primer lugar, el hombre participa por medio de él en la obra creadora. El trabajo es «fuente de progreso, de civilización y de bienestan». Al mismo tiempo, toda acción y todo esfuerzo humanos necesitan también la fuerza purificadora de la Redención. Por eso, «todas las cosas de la tierra, también las criaturas materiales, también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios ?y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas?, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo» [32]. Escrivá cita en este punto la Carta a los Colosenses (1,19-20): «porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz».

Con ello queda de manifiesto un primer y fundamental aspecto. El amor del cristiano al mundo, esta básica e incluso apasionada «afirmación del mundo», une el amor de Dios Creador ?«y Dios vio que era bueno»? y el amor de Dios Redentor, que quería que la creación brillara en su bondad original como «nueva creación en Cristo». Esto es posible ahora, porque el Hijo de Dios encarnado ha derramado su sangre en la Cruz por nosotros los hombres, para el perdón de los pecados. El «amor apasionado al mundo» es el amor del Creador, que encuentra su complacencia en la obra que su amor crea de la nada, y especialmente en el hombre; es, además, el amor del Redentor ?el amor de Cristo? que ha venido para restablecer a los hombres y a toda la creación en su bondad primera; un amor redentor en el que todo cristiano participa por medio del Bautismo y la acción del Espíritu Santo.

Realmente estamos ante el hombre y el mundo como creación de Dios redimida en Cristo. «La salvación dd mundo» y la «glorificación de Dios» intervienen conjun,. tamente. La vida cristiana no consiste sólo en salvarse de la corrupción de este mundo por medio de la fe y de una actitud apropiada, sino en una transformación interior del hombre en Cristo efectuada por el Espíritu de Dios, que ha de conducir también a la renovación interior y a la salvación del mundo realizada por la gracia de Dios: es decir, a su «santificación».

Esto nos lleva al segundo aspecto: la salvación del mundo y la salvación del hombre no pueden separarse una de otra. La «santificación del mundo» ?del trabajo? presupone y está entrelazada con la santificación de la persona y su perfección cristiana. Por eso, y dado que el hombre participa por medio de su trabajo en la obra creadora de Dios, Escrivá piensa que «no sólo es digno, sea el que sea, sino que es un instrumento para conseguir la perfección humana ?terrena? y la perfección sobrenatural (.. .). y los cristianos tenemos el deber de construir la ciudad temporal, tanto por un motivo de caridad con todos los hombres como por la propia perfección personal» [33].

Naturalmente, cuando hablamos aquí de «perfección personal» nos referimos a la perfección en el amor obrada por el Espíritu en y a través de Cristo, es decir, a la perfección y santidad cristianas, aquel ideal que durante siglos se había identificado con huida y rechazo del mundo y con la ascesis monacal. En todo caso, cuando Escrivá habla de perfección cristiana la entiende asimismo integrada por la perfección humana: las diversas virtudes humanas y sobrenaturales, especialmente el amor, la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza, la laboriosidad, la generosidad, la humildad, la lealtad, el desprendimiento interior unido a la competencia en materia profesional, el trabajo bien hecho, el espíritu de iniciativa, etc.

Por consiguiente, de acuerdo con Escrivá, la santidad no debe buscarse en el apartamiento del mundo. Todavía menos considera que la condición mundana del hombre, especialmente el trabajo, sea un obstáculo o freno en el camino hacia la unión con Dios y la perfección en el amor; la ve, al contrario, como medio y camino hacia ellas. El cristiano se identifica con la Cruz de Cristo en las fatigas del trabajo, en la aceptación de la propia limitación, de la debilidad y de los propios fallos; en la lucha interior contra la comodidad, la superficialidad y el egoísmo; en el soportar la injusticia y la humillación que a menudo acompañan el esfuerzo por la justicia y la integridad moral. Como repite Escrivá, esta ascesis y esta Cruz están llenas de fecundidad humana y sobrenatural; le gustaba llamada «ascetismo sonriente». «Estad alegres, realmente alegres», es su invitación. «Un consejo, que os he repetido machaconamente: estad alegres, siempre alegres. -Que estén tristes los que no se consideran hijos de Dios» [34].

No resulta de todo ello una instrumentalización del trabajo para finalidades exclusivamente ascéticas, ni tampoco una simple variante del «ora et labora» («reza y trabaja») benedictino. Para el monje, el trabajo (la ocupación manual y la lectura), el autoabastecimiento del monasterio, el cuidado de los enfermos y la acogida hospitalaria de los peregrinos, en los que debe ver a Cristo, poseen sobre todo el significado ascético de la evitación del ocio, al menos de acuerdo con la forma establecida en la regla benedictina [35]. Evidentemente, no hay que exagerar tales contraposiciones: no son oposiciones absolutas, sino distintos acentos que marcan diferencias básicas, siempre sobre la base común de lo cristiano, aun siendo esenciales. Tampoco debe olvidarse la enorme revalorización del trabajo humano ?especialmente del trabajo manual? ocasionada por el «ora et labora» benedictino, ni los significativos logros civilizadores alcanzados por ese camino, además de mediante la transmisión de la herencia cultural antigua. Sin embargo, el ethos benedictino del trabajo que ha conformado esencialmente Europa no nace del interés por el mundo y por su salvación y santificación humana y sobrenatural, al menos en su intención originaria. Es cierto que, naturalmente, el monje busca con su vida de privación y penitencia conseguir energía espiritual-sobrenatural para el mundo, y actúa en favor de su renovación interior en Cristo. Precisamente aquí descansa el significado más profundo e irrenunciable del estado religioso para la Iglesia. Pero el trabajo ?y esto es de lo que aquí se trata? no tiene para el monje esta significación. Por ejemplo, desde hace casi un milenio los cistercienses llaman «opus Dei» a su oración coral, pero no a su trabajo. La liturgia y el trabajo se conciben, en último término, como dos realidades que discurren paralelas y no como una unidad espiritual.

Para el cristiano corriente que está en el mundo, el trabajo profesional y las tareas diarias en la familia y en la sociedad deben ser «obra de Dios», «opus Dei», oración que sube hacia Dios como el incienso. El mismo trabajo se convierte en oración, como una obra realizada con el amor creador y redentor de Dios. No es una «vida piadosa» dentro del mundo y a pesar del mundo, sino la santificación del mundo ?consecratio mundi?, la transformación del trabajo profesional habitual y de la vida ordinaria en «obra de Dios», operatio Dei, Opus Dei.

5. Filiación divina. Unidad entre trabajo y contemplación

De ahí nace una auténtica espiritualidad del trabajo. El concepto de «espiritualidad» podría inducir a error. En la tradición cristiana tiende a significar una manera ascética de vivir que sustituye a la vida ordinaria, o bien una forma peculiar, paralela a la vida ordinaria, de llevar una vida piadosa y encontrar a Dios, a pesar de la ocupación en las tareas de este mundo, completando y en cierto sentido «corrigiendo» aquella [36]. La «espiritualidad de la vida ordinaria» que predicaba Josemaría Escrivá no es espiritualidad en este sentido. Es sencillamente un «espíritu» o forma concreta de vivir en el mundo ?un estilo cristiano de vivir la vida corriente?, consistente en el descubrimiento de las consecuencias de estar bautizado y ser cristiano, llamado por Dios, en el lugar del mundo en que se está, a ser «otro Cristo», e incluso «el mismo Cristo». Descansa en la conciencia de la filiación divina que ha de impregnar toda acción humana y por la cual podemos llamar «Padre» a Dios, llenos de confianza. Comprende el amor a la Cruz como medio de Redención; y requiere dejarse llevar por el Espíritu Santo para iluminar todas las circunstancias de la vida con la luz de la fe, impregnándolas con el fuego del amor a Cristo. No es una «espiritualidad para los laicos» ?como la que promovía, por ejemplo, San Francisco de Sales?, sino una «espiritualidad laical» desde la raíz [32]: descansa en la realidad de la vida humana entendida como vocación divina del cristiano corriente [38].

La vida ordinaria del cristiano es esencialmente la vida de los hijos de Dios. En esa misma medida es una vida contemplativa, en la que trabajo profesional, lucha ascética y contemplación se funden en unidad. Por eso leemos en Josemaría Escrivá: «La fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra existencia, y no sólo a una parte» [39], de manera que la vocación humana de cada uno es una parte importante de su vocación divina como cristiano. En particular, el trabajo «nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por El, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios [40]. Lógicamente no se trata sólo de que, además, haya que pensar en Dios mientras se trabaja: rezar algo y despertar una intención recta. Como se ha dicho, el mismo trabajo debe convertirse en oración, en elevación del corazón a Dios; lo que presupone a su vez que el trabajo se corresponda con la lógica del amor creador divino: «y Dios vio que era bueno». El trabajo ha de ser bueno. No sólo hay que vivir «piadosamente» en medio del mundo: hay que entregar la propia vida, para configurar el mundo en Cristo de un modo nuevo, trabajar con el amor de Cristo. No por eso hay que hacer cosas «grandes» o «importantes». Por regla general, no se ofrecen oportunidades para ello. La vida ordinaria suele ser un tejido de cosas pequeñas, que por el amor a Dios y el amor al prójimo se convierten en grandes e importantes para la salvación del mundo. Lo grande es lo que Dios hace cuando nosotros ponemos el amor de Cristo en la rutina de lo diario. Con impulso poético proclamaba Escrivá: «en la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria... » [41].

Para Escrivá, el ejemplo son los treinta años de vida oculta de Jesús en Nazaret. «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino». Estos años, «que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres», son «años de sombra», pero a la luz de la fe son «resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección». Para el cristiano corriente que vive en medio del mundo son «llamadas que nos dirige el Señor, para que salgamos de nuestro egoísmo, de nuestra comodidad», y le sigamos con todo el corazón [42].

Escrivá animaba a «materializar» la vida espiritual o, dicho de otra manera, a no llevar una doble vida. La vida cristiana no consiste «en ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino» [43]. Esta sería una «forma falseada» del cristianismo. O se encuentra a Cristo en la vida ordinaria, o no se le encontrará nunca. Se trata de llenar las insignificancias de lo cotidiano de la grandeza de Dios, de «hacer endecasílabos de la prosa de cada día», puesto que, como se dijo, «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes», que toca a cada uno de vosotros descubrir [44]. Por medio de la unión con Cristo concedida por la gracia, el mundo se convierte así en camino hacia Dios, y el hombre, «en camino de la Iglesia», como señaló Juan Pablo II en su primera Encíclica «Redemptor hominis», del año 1978 [45].

En esta perspectiva la «santidad» no se reduce a mundanidad, ni se contempla como fruto del esfuerzo humano. Tampoco se trata de una «salvación por medio del trabajo». Es, en cambio, una «salvación del trabajo», una elevación de la vida ordinaria al nivel de la vida de la gracia, al plano sobrenatural. Para Josemaría Escrivá, lo decisivo no es que los hombres conduzcamos este mundo a Dios por nuestro trabajo y nuestros «logros»; es Cristo el que «lo atrae hacia Sí», cuando nosotros nos esforzamos por poner la Cruz de Cristo en la cumbre de nuestra actividad humana: cuando hacemos con el amor de Cristo aquello que hacemos [46].

Para el cristiano esta posibilidad está abierta precisamente porque es un pasajero en el barco común de la Iglesia y recibe siempre de nuevo por medio de ella y del sacerdocio de Cristo presente en ella (en último término, por medio de los sacramentos) la fuerza sanadora y fortalecedora de la gracia del Espíritu Santo, el amor de Cristo a su Padre Dios. La vida en el mundo se convierte en purificación realizada por la gracia misericordiosa de Dios, en identificación con Cristo y su entrega salvadora en la Cruz, y en sacrificio grato a Dios. El sacerdocio común de los fieles se alimenta de la fuerza del sacerdocio de Cristo, presente y actuante en la Iglesia por medio del sacerdocio ministerial ordenado y de los sacramentos. Aquí tenemos de nuevo el gran barco común. Pero ahora reman todos. Y todos son, al mismo tiempo, pasajeros. También los sacerdotes, los obispos y el Papa. Como fieles bautizados, todos son iguales.

6. Consecuencias ascéticas y edesiológicas. La Iglesia como «barco del mundo». Libertad y responsabilidad personales

La «afirmación del mundo» y el «amor al mundo» parecen contradecir aquella experiencia primaria que la Biblia pone de manifiesto: el «mundo» como enemigo del alma, como tentador y adversario de Dios [47]. ¿No están en lucha irreconciliable el amor al mundo y el amor a Dios? El ethos puritano de la santificación del trabajo vivía de esta contraposición, así como del intento de reorientar el amor al mundo por medio del amor a Dios: una actitud recta dirigida solamente ala gloria de Dios. El amor al mundo era siempre un peligro, mientras que la distancia al mundo e incluso su rechazo eran presupuesto del amor a Dios [48].

Josemaría Escrivá no mantiene una «ascesis intramundana». Naturalmente, el ethos puritano de la santificación de la vida ordinaria respondía a genuinos motivos cristianos, en particular a la máxima paulina de que hay que utilizar el mundo como si no se utilizara, puesto que la figura de este mundo pasa [49]. Escrivá acentúa también la otra vertiente: el mundo es lisa y llanamente bueno, porque tiene su origen en el amor creador de Dios. Es malo y tentador para el hombre, y, en sentido propio transitorio, en la medida en que está marcado por el pecado procedente del corazón del hombre. Superar y suprimir esta deformación de la creación es precisamente el sentido de la Redención en Cristo, una tarea en la que está llamado a colaborar todo cristiano por medio del Bautismo.

El punto decisivo está en que el verdadero amor a Dios no significa para Escrivá «superación» ni «rechazo» del mundo. Es un amor al mundo concreto, una participación en el amor a Cristo que salva y supera el pecado.

«Amar el mundo» significa entrar en él de una manera nueva: a la manera de Cristo. Aquí se plantean todos los temas de la ascesis cristiana, sin que la vida se convierta en una «ascesis intramundana». La vida ordinaria, las múltiples ocupaciones en el trabajo, la familia, la sociedad, el amor entre hombre y mujer, entre padres e hijos, son tarea del hombre redimido en Cristo, al tiempo que medio y camino de unión con Dios. El trabajo convertido en oración (servicio al prójimo y ofrenda en Cristo, simultáneamente) es camino de purificación interior, de aceptación amorosa de la Cruz de Cristo; camino de unión con Dios propiamente mística, es decir, obrada por el Espíritu Santo. Esto es lo que llamamos «santidad». Su crecimiento es un proceso que dura toda la vida, que conoce también fases dolorosas y a menudo heroicas, de abnegación de sí mismo, humillación, desprendimiento interior y oscuridad; y, siempre, la alegría y la paz interior de quien se sabe hijo de Dios [50]. De esta unión con Dios que proporciona la felicidad, del esfuerzo personal por la santidad y del crecimiento en las diversas virtudes resulta, además, la transformación del mundo: la vida espiritual unida a una normalidad orientada hacia el mundo se convierte en vehículo para impregnar todas las realidades terrenas con el Espíritu de Cristo ?en y a través de esta mundanidad?, para renovadas desde dentro y para edificar una «civilización del amor» (con palabras del Papa Pablo VI). «A esto somos llamados los cristianos», señala Escrivá, «esa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor» [51].

La misión de la Iglesia en este mundo alcanza su objetivo por ese camino. La Iglesia no es solamente el barco que conduce a los hombres a la salvación eterna. Es también el barco del mundo, hecho nuevamente navegable por los miembros de la Iglesia mediante su vida ordinaria, en libre y propia responsabilidad (no como brazo prolongado de la jerarquía eclesiástica). Los laicos no son, en absoluto, simples pasajeros; son también marineros, mecánicos de a bordo, remeros, capitanes y timoneles (todo ello también, naturalmente, en género femenino). Pero lo son en la libertad de los hijos de Dios; la libertad y la responsabilidad personal son parte esencial de esa normalidad de la vida ordinaria. En sus tareas, en la profesión, la familia o la política activa, y en todas partes, el cristiano se mantiene sobre sus propios pies y actúa con autonomía y responsabilidad, en unión interna con la Iglesia y según una conciencia cristianamente formada. Escrivá no ofrece una solución a los problemas de este mundo, salvo precisamente esta: concebir la solución de los problemas del mundo como tarea cristiana, que cada uno se plantea en su trabajo ordinario y diario con toda la radicalidad del seguimiento de Cristo. Las soluciones concretas ha de encontrarlas cada uno por sí mismo. «Vida ordinaria» significa también libertad personal, ejercicio bajo la propia responsabilidad de los derechos ciudadanos y de los derechos correspondientes al puesto de trabajo, además de empeño para que sean también respetados los derechos de los otros.

En nuestra época los cristianos somos cada vez más conscientes de la necesidad de preservar en este mundo la fe cristiana. Con frecuencia, esa conciencia desemboca en una superficial invitación a comprometerse en el mundo pertrechados con símbolos cristianos o, incluso, a atribuir un mandato político en sentido estricto a la Iglesia como institución oficial, desconociendo la libertad legítima de los fieles. La visión de Escrivá, en cambio, es la de una Iglesia que se abre al mundo, haciéndose presente con eficacia redentora en todos los ámbitos de la sociedad, por medio de la vida ordinaria de todos los bautizados, de su trabajo y de su actuación, y que de esa manera procura renovar el mundo desde dentro.

El hombre sólo puede renovar el mundo mediante su propia renovación interior por la gracia de Cristo. La alcanzamos especialmente a través de los sacramentos de la Iglesia, con la luz de su doctrina y la acción del Espíritu Santo en nuestros corazones. Este es el cimiento firme, católico e irrenunciable, del redescubrimiento de la vida ordinaria por Escrivá. La meta no es conseguir la salvación por el propio trabajo y esfuerzo ?aquí se intuye un propósito esencial de la Reforma?, sino abrirse a la gracia divina y a la actuación salvífica de Dios en el diario trabajo ordinario. Así sucederá que Cristo «atraiga todo hacia Sí» [52] por medio de nuestra unión con Él, e instaure su Reino, que sólo conocerá su definitiva confirmación al final de los tiempos, en su segunda venida, como don.

Notas

[1] Agradezco la observación a Giorgio Faro; cfr. también G. Faro, Illavoro nell?insegnamento del beato Josemaría Escrivá, Roma 2000, p. 92.

[2] Mt, 5, 48.

[3] Cfr. J. Escrivá, Camino, n. 291.

[4] Cfr. la homilía «La libertad, don de Dios»: en J. Escrivá, Amigos de Dios, op. cit., nn. 23-38.

[5] Ver sobre eso K. Koch, Kontemplativ mitten in der Welt. Die Wiederentdeckung des TaufPriestertums beim seligen Josemaría Escrivá, in: C. Ortiz (ed.), Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, Colonia 2002, pp. 311-327.

[6] Utilizo conscientemente aquí una formulación que procede en realidad de Escrivá: «Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (I Pet 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre» (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 96).

[7] Cfr. el artículo «Kirche», in: Lexikon für Theologie und Kirche, 3a ed., Friburgo 1993-2001, t. 3, (resumen en Lexikon der Reflrmationszeit, Friburgo i. B. 2002, 392 ss.).

[8] Sources of the Self The Making of the Modern Identity, Cambridge, Mass. 1989. Del libro de Taylor tomo también la metáfora del barco y los pasajeros (cfr. p. 217). Por su parte, Taylor toma la mayoría de las citas de las obras siguientes: E. S. Morgan, The Puritan Family, New York 1966; Perry Miller, The New England Mind: The Seventeenth Century, Cambridge, Mass., 1967; Charles H. George y Katherine George, The Protestant Mind of the English Refirmation, Princeton 1961.

[9] Ibidem, p. 223.

[10] 1574-1656. Educado en la época puritana y formado en la Universidad de Cambridge, terminó por ser obispo de Norwich y objeto de la crítica puritana.

[11] Ibidem, p. 224.

[12] 1558-1602.

[13] Ibidem, p. 224.

[14] Ibidem., p. 225.

[15] Ver al respecto G. A. Ritter, Der Sozialstaat. Entstehung und Entwicklung im internationalen Vergleich, 2a ed., Munich 1991, p. 36 ss. Ritter subraya también, no obstante, que en las zonas católicas la ayuda a los pobres fue considerada una tarea religioso-eclesiástica mucho antes, en reacción a la Reforma.

[16] Cfr. W. Conze, artículo «Arbeit», in: Geschichtliche Grundbegrijfe, tomo I, Stuttgart 1972, p.163.

[17] In: Max Weber, Gesammelte Aufiatze zur Religionssoziologie 1, 2ª ed. Tübingen 1922, pp. 17-206.

[18] Este paso a una ética de la diligencia y e! éxito ha de entenderse como un cambio lento y progresivo. En William Perkins, y de modo general en la forma de puritanismo expresada por Charles Taylor, parece encontrarse más bien una ética cristiana de actitudes; cfr. por ejemplo Perkins: «... Dios no atiende a lo excelente del esfuerzo, sino al corazón de quien trabaja» (Taylor, op. cit., p. 550, nota 30).

[19] Cfr. H. Lehmann, Asketischer Protestantismus und iikonomischer Rationalismus: Die Weber- These nach zwei Generationen, in: W. Schluchter (ed.), Max Webers Sicht des okzidentalen Christentums. Interpretationen und Kritik, Frankfurt a. M. 1988, pp. 529-553.

[20] 1585-1652. Formado en el Trinitiy College de Cambridge, emigrado en 1633 a la «Massachusetts Bay Colony» y «teachen) de la «First Church of Boston».

[21] Taylor, op. cit., p. 223. 22 Weber, op. cit., p. 96 s. 23 Ibidem, 198 s. No debe olvidarse que tales planteamientos existían también en sectores católicos. Ahora bien, una doctrina social con motivaciones propiamente teológicas y dirigida a la mejora de la situación de la clase trabajadora se desarrolló en e! siglo XIX, sobre todo en el ámbito católico (como en A.-F. Ozanam en Francia o el obispo de Mainz von Ketteler en Alemania).

[24] Weber, op. cit., p. 30 ss.

[25] Rom, 5, 5.

[26] En la «Philothea» de San Francisco de Sales, que es un libro dirigido a laicos, no se encuentra un capítulo sobre el trabajo. Según mis datos, una verdadera «Teología del trabajo» no comienza a desarrollarse hasta los años 50 del siglo XX (por ejemplo en M. D. Chenu), ni una visión positiva del trabajo humano que no lo considere «castigo» sino vocación original del hombre (colaboración con la obra creadora de Dios). El estado de la reflexión en aquella época se encuentra, por ejemplo, en la segunda edición del Lexikon für Theologie und Kirche (ed. por Karl Rahner), tomo I, artículo «Arbeit: n. Theologisch» de H. Rondet, Friburgo i. B. 1957, pp. 803 ss. Aún así, aparece ahí con claridad una nítida separación entre trabajo por un lado, y contemplación y oración por otro, aunque a través de ambos «resuene la alabanza de Dios».

[27] Cfr. en esta misma obra «Verdad y política en una sociedad cristiana», p. 123.

[28] Exactamente así se expresaba en 1936 la revista «La Civilta Cattolica», representativa del pensamiento clerical-católico de entonces: «La Questione Giudaica», La Civilta Cattolica IV, 1936, p. 37-46 (el artículo procede probablemente del P. Enrico Rosa). En la p. 45 se elogia a la Iglesia medieval, que siempre impidió perseguir a los judios y los protegió, pero también consiguió que no disfrutaran de los mismos derechos civiles que los cristianos, «para hacerlos así inofensivos ("innocui"). «También hoy habría que encontrar los caminos convenientes para hacerlos inofensivos, naturalmente excluyendo toda persecución». Esto casa perfectamente con la tradicional posición eclesiástica que reclamaba la guetización de los judíos y, después de alcanzada la emancipación, su discriminación civil (esto último hacia el comienzo de la década de los cuarenta del siglo XX) para limitar su influjo, considerado corruptor, sobre la sociedad y la vida pública.

[29] In: J. Escrivá, Conversaciones, op. cit., nn. 113-123.

[30] Ibidem, n. 114.

[31] Carta de 31 de mayo de 1954, cit. según: J. L. Illanes, La santificación del trabajo, Madrid 1980, p. 40.

[32] Carta de 19 de marzo de 1954, cito según Illanes, op. cit., p. 61 s. Cfr. del mismo autor también, Iglesia en el mundo: La secularidad de los miembros del Opus Dei, en: P. Rodríguez, F. Ocáriz, J. L. Illanes, El Opus Dei en la Iglesia, op. cit., pp. 199-300, especialmente pp. 221 ss.; F. Ocáriz, Vocazione alla santitá in Cristo, in: M. Belda, J. Escudero, J. L. Illanes, P. O?Callaghan (ed.), Santitá e mondo (Atti del Convegno teologico di studio sugli insegnamenti del beato Josemaría Escrivá, Roma 12-14 ottobre 1993), Cit. del Vaticano 1994, pp. 27-42, especialmente pp. 39 ss.; G. Faro, op. cit., pp. 99 ss.

[33] Carta del 31 de mayo de 1954, op. cito 34 J. Escrivá, Surco, op. cit., n. 54.

[35] Cfr. la Regla de San Benito, cap. 48, Einsiedeln/Zürich 1961, pp. 97 ss. Acerca del valor permanente del «ora et labora», cfr. los comentarios del Cardenal Joseph Ratzinger, Gott und die Welt. Glauben und Leben in unserer Zeit. Ein Gesprach mit Peter Seewald, Stuttgart/München 2000, pp. 334 ss. (traducción española: Dios y el mundo, Barcelona 2002, pp. 369 ss.).

[36] A ese fin respondía la idea de las «terceras órdenes» (terciarios) nacidas en la Edad Media y de las hermandades, que deseaban hacer posible a sus miembros ?laicos que viven en el mundo? vivir en el mundo algunos aspectos de la espiritualidad religiosa y buscar de este modo la perfección cristiana. Se trata de una adaptación de una determinada edad religiosa a las condiciones de la existencia en el mundo, a menudo también con objetivos sociales y caritativos.

[37] Así lo formulaba el Cardenal Albino Luciani (después Papa Juan Pablo I) en un artículo sobre el Fundador del Opus Dei que apareció el día 25 de julio de 1978 con el título «Cercando Dio nel?lavoro quotidiano» en el periódico veneciano «Il Gazzettino».

[38] Por eso es tradicional la central importancia del cuidado de las «cosas pequeñas» (cfr. p. ej. Camino, capítulo «Cosas pequeñas»). Ahora bien, Escrivá no propone una especie de método de ejercitación espiritual como en la espiritualidad al uso, sino el reconocimiento del hecho de que la vida ordinaria de trabajo de una persona que vive en el mundo, así como también las relaciones entre las personas y el amor humano, consta normalmente sobre todo de «cosas pequeñas», de «pequeñeces». Es claro que en Escrivá hay numerosos puntos de conexión con las formas más variadas de espiritualidad cristiana, como muestra su gran estima por la devoción a la Humanidad Santísima de Jesucristo, cuyo descubrimiento debe a Santa Teresa de Jesús, o la «infancia espiritual», en la que seguramente ha influido Santa Teresita de Lisieux. Escrivá se alimenta de la base común de la tradición de la espiritualidad cristiana, y muy especialmente de los Padres de la Iglesia. Me parece que su originalidad consiste precisamente en crear una «espiritualidad» cristiana a partir de la vida corriente, sin «aplicar» a la vida corriente una espiritualidad que permita «tambiém) a los laicos buscar la perfección cristiana «aunque» vivan en el mundo.

[39] J. Escrivá, Es Cristo que pasa, op. cit., n. 46.

[40] Ibidem, n. 48.

[41] Homilía «Amar al mundo apasionadamente», in: Conversaciones, op. cit., n. 116. Por ejemplo, en Friedrich von Hügel (1852-1925), como en otros intentos de potenciar la espiritualidad de los laicos, advertimos un esfuerzo por tratar la vida espiritual y la realidad cotidiana en relación mutua, sin contraposición. Pero falta todavía el paso decisivo: comprender la vida espiritual precisamente a partir de la realidad cotidiana ordinaria de las personas situadas en el mundo, de tal manera que continúa dándose una cierta separación: trabajo, vida diaria y semejantes por un lado, y vida religiosa por otro. No se conciben la vida ordinaria como tal, o el mismo trabajo profesional, como encuentro con Dios, y no se habla de «santificación del trabajo» ni de «santificación por medio del trabajo«. Sí se procura posibilitar el «crecimiento espiritual» también a petsonas ocupadas con el trabajo, en el sentido de un «hacer externo, ineludible, mecánico» y conducirles a la oración contemplativa; cfr. F. von Hügel, Andacht zur Wirklichkeit. Schriften in Auswahl, Munich 1952, p. 222. Aunque precisamente F. von Hügel reclama la realización del amor a Dios en el «contacto con lo contingente» (ibidem, p. 154 s.), la «dedicación a la captación de lo infinito y eterno» significa para él un «decidido apartamiento de toda ocupación con lo casual y finito». «Acción intramundana»o «tierra» parecen no ser compatibles con un contacto radical con el «cielo» (ibidem, p. 156 s.). Al contrario, el texto de Escrivá citado («en la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria») ofrece un contraste claramente perceptible. Escrivá conocía los intentos de una espiritualidad para los laicos, y los mencionaba a menudo. Descubría en ellos la búsqueda justificada de la «unidad de vida» que él postulaba, una búsqueda que conducía a los cristianos a conflictos irresolubles, ya que difícilmente conseguían armonizar su exisrencia en el mundo con el deseo de una vida espiritual profunda.

[42] J. Escrivá, Es Cristo que pasa, op. cit., nn. 14-15.

[43] J. Escrivá, «Amar al mundo apasionadamente», in: Conversaciones, op. cit., n. 113.

[44] Ibidem, n. 116; 114.

[45] Cfr. n. 14.

[46] Cfr. p. ej. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, op. cit., n. 183.

[47] Sobre esto, ver en este libro «Josemaría Escrivá y el amor al mundo», pp. 17-51; especialmente pp. 24 ss.

[48] Taylor, op. cir., p. 394.

[49] Cfr. 1 Cor., 7, 31.

[50] Un texto clave sobre este programa ascético es la homilía «Hacia la santidad» in: J. Escrivá, Amigos de Dios, op. cit., nn. 294-316. Los textos de la Liturgia de las Horas (Oficio de lecturas) de la memoria de San Josemaría Escrivá están tomados de esta homilía.

[51] J. Escrivá, Es Cristo que pasa, op. cir., n. 183. El texto que resume nuestro tema continúa: «Pidamos hoya nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que esta roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado.

Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención.

Nunca hablo de política. No pienso en e! cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa ?sería una locura?, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está ?en circunstancias que no dependen sólo de su posición en la Iglesia o en la vida civil, sino del resultado de las cambiantes situaciones históricas?, sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa.

El cristiano vive en e! mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará ?bien fuerte? la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio».

[52] Jn. 12, 32; cfr. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, op. cit., n. 183.