SALMO 63. LA MÁXIMA ASPIRACIÓN ES VIVIR SÓLO PARA DIOS

CANTO DE LA UNIÓN MÍSTICA DEL ALMA CON DIOS

P. Eduardo Sanz de Miguel, o. c. d.


1 Salmo de David. Cuando estaba en el desierto de Judá.

2 Oh Dios, Tú eres mi Dios, desde la aurora te busco;
mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.

3 Quisiera contemplarte en tu santuario viendo tu fuerza y tu gloria.

4 Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios.

5 Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote.

6 Me saciaré como de enjundia y de manteca
y mis labios te alabarán jubilosos.

7En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti
8 porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo.

9 Mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene.

10 Pero aquellos que andan buscando mi muerte
bajarán a las profundidades de la tierra,

11 Serán entregados a la espada, servirán de presa a los chacales.

12 Pero el rey se alegrará en Dios,
se gloriarán los que juran por él,
porque se hará callar a los mentirosos.


Estamos ante una de las descripciones más íntimas y profundas de la relación amorosa entre el orante y Dios. Este Salmo es una de las cumbres de la espiritualidad bíblica. En él, el orante se reafirma en su opción total por Dios, que es la mejor elección posible, aunque puedan surgir dificultades en el camino.

El salmista en el peligro, ora. Y en la oración hace experiencia casi física de Dios, en la que intervienen todos sus sentidos: busca a Dios desde la aurora y lo encuentra, contempla, ve, gusta... Los símbolos corporales ayudan a dar realismo: la carne, la garganta, la mano. Todo el ser humano, alma y cuerpo, participan de la experiencia mística del orante.

v. 2: "Oh Dios, Tú eres mi Dios". En realidad, se dice: "Elohim, Tú eres mi Dios". Se llama a Dios con el nombre de la Alianza y se dice de Él: Tú eres "mi" Dios, manifestando la relación íntima y personal que se ha establecido con Él. No se dice el Dios de nuestros padres o del pueblo de Israel, sino "mi" Dios. Aquél que me escucha, me acoge y me salva.

Y añade: "Desde la aurora te busco" (otros traducen: "por ti madrugo"). Desde que me despierto, tengo sed de Dios, deseo su cercanía y su misericordia. También en la cama o en la vela nocturna (v. 7) me acuerdo del "Dios de mi alegría". Se cumple, así, el precepto del Deuteronomio (6, 4-7) de amar al Señor por encima de todo "estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado".

No madrugo ni trasnocho angustiado por el trabajo o las ocupaciones. Si me levanto con el sol y por la noche velo, es por ti, mi Dios, que eres la razón de mi existencia. He descubierto que, verdaderamente, sólo Dios basta (Sta. Teresa). ¡Qué gozo es poder dedicar a Dios el primer y el último pensamiento, un día más! ¡Qué hermoso es escuchar la Palabra de Dios que nos dice: "Yo amo a los que me aman, y los que madrugan por mí me encuentran" (Prov 8, 17).

"Mi alma está sedienta de ti". El término usado es "nefesh": "Mi nefesh tiene sed de ti". Esta palabra tiene un doble significado: Espíritu o alma, en relación con la carne, que se citará a continuación, y garganta (que precisamente por su asociación con el acto de respirar dio lugar al otro uso), que se relaciona con el tema de la sed. En la poesía, el juego de palabras es evidente: "mi espíritu y mi carne tienen sed de ti" y, al mismo tiempo, "mi garganta y todo mi cuerpo tienen sed de ti".

Me despierto con sed de agua en la garganta y con sed de Dios en el alma. La sed física es nada comparada con la sed de Dios. Isaías (29, 8) habla del "sediento que sueña que bebe y se despierta con la garganta reseca". Así me encuentro yo, Señor: siempre sediento de ti, verdadera fuente de aguas vivas.

"Mi carne tiene ansia de ti": todo mi ser (también mi cuerpo) participa del deseo de Dios que me quema dentro. El salmo 42 se inicia desarrollando también el tema de la sed: "Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?". Aquí, sin embargo, se da un paso adelante: no sólo mi alma; también mi cuerpo, mi persona entera, tiene sed de Dios.

"Como tierra reseca, agostada, sin agua", esto es, como el desierto mismo. Ya sabemos todas las connotaciones que tiene el desierto para Israel: lugar de la prueba y de la manifestación de Dios. Allí, el Señor dio a su pueblo el maná como alimento y el agua de la roca para saciar su sed (Ex 16 y 17), como nos recuerda el Deuteronómio (8, 15-16): el Señor "te ha conducido a través de ese inmenso y terrible desierto, lleno de serpientes venenosas y escorpiones, tierra sedienta y sin agua; fue Él quien hizo brotar para ti agua de la roca y te ha alimentado con el maná". Como el desierto me siento yo, pero con la confianza de que el Señor volverá a mostrarme la misericordia que mostró a mis antepasados.

Precisamente, este tema de la tierra reseca, junto a la referencia a los enemigos que buscan la muerte del orante del v. 10, es lo que hizo relacionar el salmo con el acontecimiento de David perseguido por Saúl en el desierto (1 Sam 22-24), tal como lo encontramos en el título (v. 1).

La mística de todos los tiempos ha utilizado la imagen de la sed para expresar el profundo deseo de relación con Dios escondido en lo más profundo de todo hombre. Para el salmista, esta sed honda se hace aún más lacerante al recordar los intensos momentos de comunión vividos en el Templo de Dios. Experiencia que se desea repetir, como ahora veremos.

"Quisiera contemplarte en tu santuario viendo tu fuerza y tu gloria" (v. 3). Se canta la certeza de la presencia de Dios en su Templo, esperando a sus fieles. Isaías, en el momento de su vocación, escuchó a los querubines cantar que "toda la tierra está llena de su gloria" (Is 6, 3). Gloria que descansa en el moste santo de Jerusalén (Cfr Ez 11, 23) y que los hombres están llamados a contemplar: "vendrán y contemplarán mi gloria" (Is 66, 18).

Moisés sabía que la gloria del Señor estaba en el Sinaí (Ex 24, 17) y por eso le pidió poder contemplarla. Dios mismo le explicó que no podía ver su rostro y quedar vivo, pero que pasaría a su lado pronunciando su nombre: hacer gracia, manifestar ternura (Ex 33, 18-23). Experimentar la gracia y la ternura de Dios equivale a ver su rostro, su gloria. El salmista ha hecho esta experiencia y puede afirmar:

"Tu gracia vale más que la vida" (v. 4). La gracia es la "hesed" de Dios: su misericordia, su ternura, su fidelidad al perdonar, su alianza. Cuando el Señor revela su nombre a Moisés le dice: "El Señor, el Señor, Dios clemente y misericordioso, paciente, lleno de amor y fiel" (Ex 34, 6). Dios no revela su ser al hombre, que no lo puede entender, sino su actuar para con él: su gracia.

Para el místico, la vida con Dios, su gracia es lo más precioso que se puede poseer; lo único que dura "para siempre, siempre, siempre" (Sta. Teresa) y que, sin duda ninguna, vale más que la vida misma ("Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero porque no muero" S. Juan de la Cruz).

La sed de Dios se ha transformado en plena felicidad en el encuentro y, finalmente, en alabanza: "Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote" (v. 5). Nos encontramos al centro del poema. La alabanza la encontramos, también, en los versículos 4 y 6, haciendo inclusión. El último salmo (el 150, 6) termina diciendo: "Que todo viviente alabe al Señor". Es lo que hace el orante que ha experimentado qué bueno es el Señor.

San Pablo nos recomienda que oremos en todo lugar, levantando las manos (Cfr 1 Tim 2, 8) y el salmo 141, 2 nos habla de las "manos suplicantes como ofrenda vespertina". El alzar las manos es un signo habitual de alabanza y de intercesión. Así, en esa actitud, quiere estar el orante toda su vida.

"Me saciaré como de enjundia y de manteca" (v. 6). Son éstas las partes mejores del sacrificio de animales que se ofrecían en el Templo; las partes reservadas a Dios (se quemaban para Él sobre el altar, mientras que el resto lo comían los hombres en los banquetes de comunión). El salmista hace experiencia de lo que será la era mesiánica. Se alimenta con comida celestial hasta saciarse, según las abundantes promesas de los Profetas y de los otros textos bíblicos: "GUSTAD y ved qué bueno es el Señor" (Sal 34, 9). El que ha buscado a Dios desde la aurora, sediento de Él, y ha puesto en Él su confianza, se encuentra ahora sacio, lleno de sus dones y de su gracia, consolado con su cercanía.

"Fuiste mi auxilio y a la sombra de tus alas canto con júbilo" (v. 8). Aunque tengo enemigos que me persiguen (como se verá después), Tú eres mi auxilio y mi fortaleza, me cubres a la sombra de tus alas. Es éste un símbolo cargado de fuerza expresiva, y muy usado en la Biblia: las fuertes alas protectoras del águila ("os he llevado sobre alas de águla y os he traído a mí", Ex 19, 4) o las cariñosas alas maternas de la gallina ("¡cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos!", Lc 13, 34).

"Mi alma está unida a ti y tu diestra me sostiene" (v. 9). Me siento unido, "pegado" a Dios. Imagen muy usada para hablar de la fidelidad de los hombres a su rey, de la cercanía de Dios a sus fieles y del amor conyugal entre los esposos ("se unirá el hombre a la mujer y serán los dos una sola carne", de Gn 2, 24, por ejemplo). Los Profetas compararon continuamente la relación entre Dios y su pueblo con la que se establece entre dos esposos. Dios es el esposo que dona amor, justicia, fidelidad y hermosura a su pueblo-esposa, ayudándola a serle fiel. Lo mismo sucede con la tierna imagen de la mano derecha de Dios que me sujeta y sostiene para que no caiga.

El salmo termina con un apéndice, en el que se hacen dos constataciones: Los enemigos, las pruebas, las dificultades, no me pueden hacer nada si yo estoy unido a Dios (vv. 10-11) y el gozo de la victoria y de la derrota de los adversarios se contagia a todo el pueblo, que se convierte en testigo de que se puede vivir confiando sólo en Dios, dependiendo de Él de una manera absoluta (v. 12).