CREO EN LA RESURRECCIÓN

 

Martín Gelabert Ballester, o.p.

«Creo la resurrección de la carne y la vida eterna» (Símbolo de los Apóstoles). «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro» (Credo niceno-constantinopolitano).

Un sagrado circuito: fe–esperanza–amor

Las últimas palabras del Credo son sobre la esperanza. Porque la fe desemboca en la esperanza. Más aún, se define por la esperanza: «La fe es garantía de lo que se espera» (Hb 11,1). Tomás de Aquino interpreta así estas palabras de la Carta a los hebreos: la fe es una anticipación de la vida eterna en nosotros. O sea, por la fe, el ser humano vive ya, en forma de deseo, aquello mismo que espera conseguir un día como realidad plena. De modo que la fe y la esperanza se refieren a lo mismo, aunque planteado desde diferente perspectiva: ahora vemos en un espejo, en enigma (= fe); entonces veremos cara a cara (= la esperanza nos asegura que aquello que ya tenemos imperfectamente por la fe, un día será una realidad plenamente gozada y poseída) (cf 1 Co 13,12). Una fe sin esperanza no tiene sentido, es una fe sin objeto, desemboca en el vacío, se ve expuesta al fracaso y, finalmente, muere. Por su parte, la fe confiere sólido fundamento a la esperanza, evita que la esperanza sea una fantasía. Los cristianos creemos -confiamos- en Cristo y, por eso mismo, somos un pueblo de esperanza, un pueblo que cree en la palabra de Jesús: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25).

La esperanza cristiana es trascendente, o sea, no es sólo una esperanza para este mundo. Lo que los cristianos esperamos es la vida en y con Dios más allá de la muerte, una vida en plenitud, gozosa y sin fin; para ello, esperarnos la resurrección de los muertos. Ahora bien, ya desde ahora importa aclarar que tal esperanza se convierte en el presente en una fuerza transformadora: la mirada que el cristiano tiene puesta en el «más allá» no sólo no le impide ver el «más acá», sino que se lo hace ver con más agudeza y finura. El cristiano sufre, o debería sufrir más que nadie, ante el desolador panorama de nuestro mundo: hambre, pobreza, guerras sin fin (todas las guerras acarrean graves injusticias), etc. Sólo si la esperanza nos lleva a resistir ante el mal y a solidarizarnos afectiva y efectivamente con las víctimas, deja de ser un discurso alienante y se convierte en elemento críticamente liberador. Sólo donde se hace verdad que la espera de una tierra nueva hace más viva la preocupación por perfeccionar esta tierra, estamos hablando de auténtica esperanza cristiana.

Eso significa que si la fe termina en la esperanza, la esperanza necesariamente desemboca en el amor. Esas tres virtudes (para emplear un término clásico) son conexas e inseparables. Son como un «sagrado circuito» (Tomás de Aquino). En ellas consiste la santidad del ser humano. Ellas son las que nos asemejan a Dios, las que nos permiten, ya en este mundo, participar de la vida divina. En ellas se resume toda la vida cristiana. Las tres forman el edificio de la salvación y, si falta una, el edificio se derrumba por completo. Por este motivo, aunque el Credo se refiera específicamente a la primera de estas virtudes, a la fe, las otras dos no podían estar del todo ausentes. La esperanza aparece explícitamente en el último artículo del Credo. Pero también tiene que ver con la esperanza lo que se confiesa anteriormente sobre Cristo resucitado de entre los muertos, que vendrá para juzgar a todos los seres humanos. Este futuro de Cristo («vendrá para juzgar») está estrechamente relacionado con el futuro de los cristianos («esperamos la vida eterna»). Y el criterio de su juicio, que nos abrirá las puertas de la vida eterna, será el amor: lo que hicimos o dejamos de hacer con los hermanos más pequeños (Mt 25,31-46; cf Jn 5,29).

Además, la caridad o amor cristiano está presente, como en filigrana, en la totalidad de la confesión de fe: cuando se confiesa que Dios es creador, no hay que olvidar que Dios crea por amor; es el amor el que explica el envío y la vida de Jesús, crucificado y resucitado por nuestra salvación; y la fe en el Espíritu Santo es fe en el Amor de Dios derramado en nuestros corazones, para transformarlos y hacerles vivir una vida de amor; vida que en la comunión eclesial y en la comunión de los «santos» (=los creyentes) se convierte en sacramento -signo eficaz- de otra comunión sin fronteras: la que el cristiano quiere vivir con todos los seres humanos, hasta el punto de que ni siquiera el enemigo, el que no se lo merece, deja de ser objeto de su amor.

Somos cristianos porque creemos en la resurrección

Así se expresaba Tertuliano (siglo III) y con él la mayoría de los primitivos escritores cristianos: «Somos cristianos por esta fe». «Todo está perdido y todo cae, si Cristo no ha resucitado! ¡Todo depende de la resurrección de Cristo!», exclamaba san Juan Crisóstomo. «Todo lo que creemos es por la fe en nuestra resurrección» (Nicetas de Remesiana). «El último artículo sobre la resurrección de la carne comprende -en su lacónica brevedad- la suma de toda perfección» (Rufino de Aquileia). «Quitada nuestra fe en la resurrección, cae toda la doctrina cristiana» (san Agustín). «Es el compendio de nuestra fe... siendo manifiesto que por eso solamente nació Cristo» (san Máximo de Turín). Esta fe nos distingue de los paganos (san Quodvultdeus). «Quien en ella no cree, tampoco tiene fe en lo precedente» (san Pedro Crisólogo).

La resurrección de la carne es, pues, un dogma central de la fe cristiana. Para justificar esta afirmación los padres de la Iglesia apelaban a 1 Cr 15: si no hay resurrección de los muertos «vacía es nuestra predicación, vacía también nuestra fe» (1 Co 15,14). «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!» (1Co 15,19).

Resulta llamativo -y ésta es una prueba muy directa de la importancia y seriedad del artículo de la resurrección- que los cristianos hayan sido perseguidos por profesar la fe en la resurrección de los muertos: «Me juzgan por la esperanza en la resurrección de los muertos», exclamó Pablo en medio del Sanedrín (Hch 23,6). Y «Pedro y los apóstoles», predicando esta misma fe, provocaron «la rabia» del Sanedrín, hasta el punto de que «trataban de matarlos» (Hch 5,2733.40.41). Jugarse la vida por algo es prueba evidente de la importancia que tiene para uno. Y también es prueba de que una fe así no puede ser algo inocuo o privado. Cuando la vida está en juego es porque se trata de algo subversivo. Quizá sería bueno plantear la pregunta por la calidad de una fe en la resurrección que no transforme la vida y en la que la vida no esté en juego.

Un articulo difícil de aceptar

Es significativo comprobar la oposición que suscita este artículo tan propio y característico de la fe cristiana. La fe en la resurrección de los muertos no resulta fácil de entender ni de aceptar. Ya un autor antiguo, como Cirilo de Jerusalén, constataba que la oposición a este artículo era múltiple. Viene de muchos frentes. Por una parte se diría que este artículo molesta al «poder». Por otra, provoca las burlas de la«filosofía». ¿Qué tendrá esta fe?

Un día san Pablo, en el Areópago de Atenas, ante un público culto y tolerante, conocedor de la filosofía, respetuoso de la libertad de conciencia y deseoso de escuchar toda novedad y todo parecer, alzó la voz hablando de Dios, y todos le escucharon admirados. Pero cuando se puso a hablar de resurrección de muertos, se les acabó la paciencia y la tolerancia, y «unos se burlaron y otros dijeron: Sobre esto ya te oiremos otra vez» (Hch 17,32), con propósito de no oírle, claro está. Y otra vez, el mismo Pablo, habló ante el procurador romano Félix, hombre tolerante y culto, acerca de la fe en Jesucristo, pero cuando a continuación se refirió al juicio venidero, Félix, «aterrorizado, le interrumpió» y le despidió (Hch 24,24-25). Y hablando ante el rey Agripa de resurrección de muertos, el gobernador Festo «le interrumpió, gritándole: estás loco, Pablo; las muchas letras te hacen perder la cabeza» (Hch 26,24).

Son tres relatos significativos aplicables a los tiempos actuales: mucha gente no creyente oye hablar con gusto del maestro Jesús, de sus bienaventuranzas, de su enseñanza sobre el amor, pero se ríen o se les acaba la paciencia cuando oyen hablar de resurrección y vida eterna.

Hay quienes no aceptan la resurrección sencillamente porque no creen en Dios y, por tanto, viven también sin esperanza (Ef 2,12). Pero incluso creyendo en Dios, hay quienes no creen en la resurrección de los muertos, como ocurría con los saduceos en tiempos de Jesús, que no entendían hasta dónde llegaba el poder de Dios (Mt 22,23.29). Algunas encuestas actuales ofrecen significativas diferencias entre el porcentaje de quienes dicen creer en Dios y quienes dicen creer en una vida allende la muerte: no pocos que confiesan creer en Dios, afirman que no esperan que la vida tenga continuidad alguna más allá de la muerte. Este Dios, en todo caso, no puede ser el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Modernamente, la filosofía materialista niega abiertamente cualquier posibilidad de una vida más allá de la muerte: sólo existe este mundo y nada más. Y del mismo modo que antes de nacer no fuimos, tampoco después de morir seremos.

Otros no niegan la posibilidad de una vida después de la muerte, basándose en razones filosóficas o religiosas (tesis platónicas de la inmortalidad del alma; teorías antiguas y modernas sobre la transmigración de las almas). Pero sí niegan (o no aceptan) la fe cristiana en la resurrección de los cuerpos. Tertuliano interpretaba que lo que provocó la burla de los atenienses hacia Pablo fue que hablaba precisamente de resurrección de la carne o de los cuerpos, «lo que no habrían hecho (burlarse) si hubiesen oído de él sólo la reconstitución del alma, opinión frecuente en la filosofía por ellos aceptada». Pero, añade este autor, Pablo «proclamó una resurrección jamás oída en el pasado», sacudiendo así la opinión de las gentes y desatando las iras de la incredulidad.

En esta misma línea, hay que decir claramente que las teorías sobre la reencarnación o transmigración de las almas, que vuelven a encontrar eco en las sociedades occidentales (según algunas encuestas alrededor de un cuarto de los europeos creen en la reencarnación), aunque manifiestan la sed de eternidad que anida en el corazón del hombre, son incompatibles con la fe cristiana. Una de las razones de esta incompatibilidad es la valoración que hace la fe cristiana del cuerpo concreto de cada persona como momento básico de la identidad humana.

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