MENTIRA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

Premisa. I. La negatividad ética de la mentira: 
1.
Perspectiva antropológica; 
2. Perspectiva bíblico-teológica; 
3. Perspectiva histórica. 

II. El caso de conflicto; 
1.
A modo de ejemplo; 
2. Intentos de solución; 
3. Observaciones críticas; 
4. La solución dialéctica. 

III. Dimensión colectiva y pública de la mentira.


 

Premisa

En la conciencia de los valores constitutivos de la persona y de la comunidad, el sujeto ético reconoce y afirma la verdad como bien originario, decisivo e imprescindible. La verdad significa para la libertad un pluralismo de tareas y compromisos, sintetizables y unificables en el deber ético y en la virtud moral de la veracidad. Ésta es la disposición permanente y dinámica de la libertad hacia lo verdadero, lo cual implica permeabilidad, respeto, demostración; en una palabra, fidelidad a la verdad. Por eso mismo rechaza el pacto con la falsedad, excluye toda doblez, repudia el engaño; es decir, rechaza la "mentira" como antítesis y contradicción de sí mismo.

La mentira toma forma en la palabra. No sólo en la palabra simplemente hablada, sino expresada en cualquier tipo de manifestación por el ser humano. Donde lo que se manifiesta no es signo efectivo, sino distorsionante y desviado de lo verdadero, existe una mentira, que asume la forma del engaño, de la ficción o de la hipocresía.

I. La negatividad ética de la mentira

La veracidad consiente el dinamismo creador de la verdad en la persona y en la sociedad; la mentira interfiere en él, impidiéndolo o descomponiéndolo con sentido negativo. La mentira no representa, de ninguna manera, una posibilidad, sino una mistificación que la conciencia humana y cristiana estigmatiza y prohíbe como un mal y un vicio: "No mientas".

1. PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA. El hombre vive una íntima tendencia a la verdad. Una vez alcanzada, reconocida, no lo deja indiferente.-es decir, libre para adherirse o nó a ella-,,sino que crea por sí misma una fidelidad. Reconocimiento de la verdad y fidelidad a la verdad forman una unidad, éticamente indisociable. La mentira interviene en esta unidad rompiéndola; es infidelidad a la verdad, su desconocimiento ético [l Verdad veracidad I, 1].

El hombre es fiel a la verdad en la "palabra según verdad" que él pronuncia para si mismo y para los demás. Ante todo para sí mismo, porque es la primera relación, la relación interior consigo mismo. Por esto la primera mentira es la simulación o disimulación de la verdad a sí mismo, según un proceso de "acomodación" más o menos reflejo de la verdad, que se encuentra. en el origen de tantos engaños que el hombre no consigue ya o no es capaz nunca de confesarse a sí mismo. Por eso toda mentira es siempre un "autoengaño" que disocia a la persona en sí misma. Esta no está ya confirmada y reconciliada por la verdad, sino alienada por la imagen que tiende a acreditar de sí y de la realidad.

La mentira, además, atenta contra el significado propio de la palabra de ser signo manifestativo del pensamiento interior. Ninguna interioridad es transparente por sí misma, sino por la mediación simbólica del lenguaje. Éste tiene como finalidad intrínseca ser vehículo del pensamiento. La mentira interfiere en esta finalidad, expropiando al lenguaje de su propia e intrínseca función de signo e instrumentalizándolo para fines que le son extraños. En ella la palabra no está al servicio de la verdad, sino del interés.

La mentira, finalmente, traiciona la confianza y la promesa que toda palabra-signo significa para el otro, con efectos socialmente destructores. Toda comunidad y sociedad procede del encuentro libre de personas que se comunican, abriéndose mutuamente en la verdad del propio pensamiento. La palabra, pronunciada o expresada de cualquier manera, es un acto de mutua confianza, instauradora de relaciones humanas. Comunicar es dar fe a la palabra. Toda mentira atenta contra este crédito de la palabra. Viola la promesa que toda palabra significa para el destinatario, lo induce a error, desviándolo para placer propio e hiriéndole en su dignidad de persona. Toda mentira es un abuso de confianza, que aleja a las personas y alienta la ruptura de los vínculos sociales. La mentira engaña al otro, con consecuencias socialmente envilecedoras, contagiosas e involutivas.

"Envilecedoras": el otro -sobre todo el más pequeño, el más indefenso- sufre inconscientemente el engaño, y de esa manera es manipulado y condicionado. "Contagiosas": el otro, descubierto el engaño, simula o se enmascara a su vez, respondiendo a la falsedad con la falsedad. "Involutivas": desvelado el embrollo o el engaño, el otro sufre una decepción, se recluye en sí mismo, desconfía de la sociedad. En todo caso y en cualquier forma que se exprese, la mentira atenta contra la comunidad humana, convirtiéndose en factor de desunión.

2. PERSPECTIVA BÍBLICO-TEOLÓGICA. Criatura y compañero, dentro de la alianza; de un Dios que en sí mismo es émeth, verdad que se manifiesta en el don del amor creador y liberador, el hombre es constituido en la verdad y llamado a una fidelidad de lealtad que no tolera doblez alguna: "Los labios mentirosos los abomina el Señor, que se complace en cuantos actúan con sinceridad" (Prov 12,22). De ahí la exigencia prescriptiva de la ley: "No mintáis, no os engañéis unos a otros" (Lev 19,11; cf Ex 23,7; Si 7,13-14), apoyada en la oración: "Aleja de mí la falsedad y la mentira" (Prov 30,8).

Este ser de la verdad y en la verdad de Dios se realiza de un modo supremo en la personificación en un hombre nuevo en Cristo, "creado según Dios en la justicia y en la santidad de la verdad" (Ef 4,24). Por lo cual la incompatibilidad entre mentira y vida cristiana es reflejo operativo de la contraposición ontológica entre hombre viejo y hombre nuevo: "No os engañéis mutuamente, ya que os habéis despojado del hombre viejo y os habéis revestido del hombre nuevo" (Col 3,9-10).

De la razón "personalista" se ha derivado la "ecleslal": "Por eso, apartaos de la mentira; decid cada uno la verdad al prójimo, para que seamos miembros los unos de los otros" (Ef 4,25). El vínculo que une a los miembros entre sí haciendo de ellos "un solo cuerpo en Cristo" es una "caridad sin ficción" (cf Rom 12,4-9).

En esta oposición consciente y activa a la mentira, el cristiano se inspira en el ejemplo de lealtad perfecta de Cristo, que reprueba y desenmascara toda falsedad e hipocresía (cf Mt 23,27-28). Y tiene la conciencia de la fe: así como el que dice y atestigua la verdad es de Dios (cf 1Jn 3,9.19; Jn 18,37) y participa de la herencia de la gloria de Cristo (cf Ap 14,15), del mismo modo el que miente y finge está en la órbita de atracción y acción del maligno, por sí mismo "mentiroso y padre de la mentira" (cf Jn 8,44) y está fuera del reino de Dios (cf Ap 21,27; 22,15).

En la teología de Juan mentira, tinieblas y muerte se implican mutuamente en su oposición a verdad, luz y vida. La veracidad sustrae del poder maléfico y mortal de la mentira, abriendo la posibilidad de la luz y de la vida que aporta la verdad.

3. PERSPECTIVA HISTÓRICA. La doctrina tradicional considera la mentira como "lenguaje contrario al propio pensamiento, con voluntad de engañar". Para que exista una mentira en sentido ético-formal, la oposición debe ser con el propio pensamiento (con la verdad interior), no con la realidad o con los hechos (con la verdad objetiva). Por lo tanto, una afirmación conforme con el propio pensamiento pero contraria a la realidad no es formalmente una mentira; el que afirma se equivoca, no miente. E, inversamente, una afirmación contraria al propio pensamiento, pero conforme con la realidad es formalmente una mentira; quien afirma miente, aunque, sin querer, diga materialmente la verdad.

En la definición de la mentira entra también la voluntad de engaño: "La mentira es una comunicación (significado) falsa ,unida a la intención de engañar" (SAN AGUSTIN, Contra mendacium, 26: PL 40,537). Pero, precisa santo Tomás, la intención de engañar (voluntas fallendi) entra como elemento no esencial en cuanto "pertenece a la perfección, y no a la esencia de la mentira". De forma que ésta queda ya calificada moralmente por la falsedad formal, es decir, por la simple voluntad de decir lo que es falso, de expresar algo contrario al propio pensamiento (cf S. Th., II-II, q. 110, a. 1). De ahí la concepción común de la mentira como "locutio contra mentem".

Por razón de la diversidad de motivación, a partir de santo Tomás (cf ib, a. 2) se ha distinguido la mentira en: "jocosa", dicha por diversión; para muchos no se trata de una mentira propiamente, porque por el contexto resulta evidente que no se quiere afirmar lo que se dice, sino divertir simplemente; "oficiosa", dicha por necesidad: para evitar un mal o procurar un bien; "perniciosa", dicha para hacer daño a alguien.

En torno a las reflexiones de san Agustín y de santo Tomás se ha agrupado la doctrina tradicional sobre la intrínseca inmoralidad de la mentira; según ella, la mentira es siempre un mal que hay que evitar, porque por sí misma se opone a la verdad, contradice la finalidad propia de la palabra, destruye la convivencia social y está condenada en la Sagrada Escritura. Esta doctrina es apoyada por la mayor parte de los Padres y de los teólogos y caracteriza de forma clara y continua la tradición eclesial, aunque no existe una definición del magisterio. Fuera del ámbito teológicoeclesial ha tenido algunos eminentes defensores, como Cicerón en la antigüedad y Kant en la época moderna.

A lo largo de esta tradición se ha constituido una tendencia minoritaria que trata de legitimar la mentira en los casos en que decir la verdad puede traer graves consecuencias a alguien. Entre los Padres: Clemente de Alejandría, Orígenes, san. Juan Crisóstomo, san Hilario, Casiano. El mismo san Agustín experimentó vivamente estos casos: "La cuestión de la mentira -escribe- es difícil y frecuentemente nos angustia en nuestra actividad cotidiana" (De mendacio 1, 1: PL 40,487). Entre los teólogos medievales: Guillermo de Auxerre, Alejandro de Hales y san Buenaventura.

Con el advenimiento de la era moderna, que ha desarrollado la atención al sujeto y a las relaciones sociales, se ha abierto camino otra concepción de la mentira como "rechazo de la verdad debida". La atención se traslada aquí de la relación palabra-pensamiento a la relación palabra-destinatario; la esencia de la mentira se determina subjetivamente, ya no objetivamente, por el derecho del interlocutor a la verdad. Con la disminución de tal derecho la mentira se haría lícita. En este caso ya no existiría formalmente una mentira, sino un "falsiloquio"; una mentira en sentido sólo material o psicológico, no ético-formal. Esta teoría, que se remonta al calvinista H. Grozio (1583-1645) y se desarrolló en el ámbito protestante y jurídico, ha comenzado a encontrar consenso recientemente también entre los católicos.

II. El caso de conflicto

Hay dos datos que emergen sin duda ninguna del análisis histórico: la tradición mayoritaria en favor de la intrínseca malicia de la mentira y el reconocimiento de casos particulares en los que decir la verdad se convierte en daño para alguien. El primer dato expresa la negatividad ética de la mentira "a nivel objetivo" como traición de la doble fidelidad que se debe a la veracidad: la fidelidad a la verdad, según la cual es inmoral falsificar lo verdadero, y la fidelidad a la caridad, según la cual es inmoral engañar al prójimo. El segundo dato refleja el conflicto-discordia, que puede establecerse a "nivel subjetivo", entre la exigencia de no engañar diciendo lo falso y la de no hacer daño diciendo lo verdadero.

1. A MODO DE EJEMPLO. En caso de conflicto, una primera posibilidad, con frecuencia obligada, es el silencio [/Secreto]. Pero se dan situaciones en las que es imposible evadirse y callar no resuelve, cuando no agrava. Parecería justo hablar simulando o disimulando la verdad.

Son casos que afectan "a la persona misma a la que se habla", como el ejemplo del drogodependiente o del alcohólico que pregunta con vehemencia a los padres si hay dinero en casa; el ejemplo del enfermo afectado por un mal incurable o bajo un fuerte shock, no preparado todavía para conocer la verdad cruda; el ejemplo del director que obligado por el descubrimiento de un explosivo o por un conato de incendio a hacer evacuar el teatro sin provocar pánico ni salidas tumultuosas con peligro, alega otro motivo. Otros casos afectan "a las personas de las cuales nos vemos forzados a hablar", como el ejemplo del inocente que se refugia en casa de un amigo para esconderse de las amenazas de un injusto agresor, el cual pregunta si el buscado está con él; o también el ejemplo del prepotente que interroga sobre algún secreto ajeno. La persona de la que se está obligado a hablar puede ser el mismo que está siendo interrogado, como en el caso de preguntas indiscretas o impúdicas sobre uno mismo. Se trata de casos evidentemente graves y serios; en ellos hay siempre en juego un bien inalienable de la persona, en ningún caso la comodidad o el provecho de alguien.

En casos de este tipo también santo Tomás, que sostuvo que "no es lícito decir mentiras por alejar un peligro cualquiera de una persona", citando a san Agustín afirma que "es lícito esconder prudentemente la verdad con alguna excusa" (S. Th., Il-II, q. 110, a. 3, ad 4). Expresión muy vaga, pero reveladora de la discordia profundamente sentida y del deseo de encontrarle remedio.

2. INTENTOS DE SOLUCIÓN. Para hacer frente al conflicto se han propuesto dos tipos de solución: el primero gira en torno al planteamiento deontológico [/Deontología profesional], que defiende la intrínseca malicia de la mentira; el segundo a partir del planteamiento teleológico [/ Teleología], que une su malicia al fin buscado.

En el primer caso se ha afirmado la teoría de la "restricción mental" o "anfibolia", consistente en una expresión o palabra ambivalente, susceptible de ser entendida en su exacto sentido por quien la pronuncia y en otro sentido, al menos así se espera, por quien la escucha. Para obviar que la restricción de significado esté toda y sólo en lo interior de quien habla, se ha distinguido una "restricción mental estricta" ("restrictio stricte mentalis'~, que puede ser entendida sólo por quien la formula y no por quien la escucha: ésta la Iglesia la ha condenado como un abuso, por decreto de Inocencio XI en el año 1679 (DS 1176ss); y una "restricción mental lata" ("restrictio late mentalis"), que surge, en cambio, del tono de las palabras y expresiones utilizadas y/o del contexto en que son pronunciadas y escuchadas.

En el segundo caso encontramos la teoría del "falsiloquio", según la cual toda expresión contraria al pensamiento, con la intención de hacer prevalecer un fin sobre la verdad, no es objetivamente una mentira, sino simple falsiloquio. De la lógica del falsiloquio toma su influencia la teoría del derecho a la verdad, en cuyo contexto se ha desarrollado originariamente. En los casos mencionados, el otro no tendría o habría perdido el derecho a la verdad.

3. OBSERVACIONES CRITICAS. La teoría de la restricción mental no está libre de sospechas y dificultades. Muchos autores, incluso en el catolicismo (cf L. GODEFROY, 567), demuestran que entre restricción mental y mentira de hecho no existe diferencia; lo que es decisivo en la mentira no es la palabra interior, en el significado que quien la pronuncia le reconoce, sino la palabra exterior, en el significado en que el interlocutor la percibe, que es el falso, tal como efectivamente se esperaba.

Incluso en el caso de que la teoría sea intachable, no está al alcance de todos, sobre todo de los más simples y menos expertos en el manejo del lenguaje y en aprovecharse de la ambigüedad de las palabras y expresiones. Además está el hecho de que en manos de los más hábiles se presta fácilmente al abuso; la misma separación entre restricción mental lata y estricta no es una cosa clara y simple, ni sus límites están bien definidos, por lo cual se les puede desplazar fácilmente. Una misma expresión, en un mismo caso, es propuesta por un autor como ejemplo de restricción mental lata (cf K.H. PESCHKE, Ética cristiana 781-782), y por otro como ejemplo de restricción mental estricta, y por lo tanto como una bonita y piadosa mentira (cf A. GÚNTHÜR, 452-453); y se trata de especialistas. Además la restricción mental no consigue su objetivo en el caso de personas avisadas y hábiles en captar y desenmascarar reservas mentales y lenguajes velados, dando lugar así a desconfianzas, sospechas y desilusiones.

Por estos motivos la teoría de la restricción mental no goza, sobre todo actualmente, de una acogida favorable; es poco creíble; sirve de subterfugio y expediente a los más elocuentes, que encuentran en ella la fácil justificación de las propias mentiras, y no protege a los más simples, que se encuentran expuestos a decir mentiras sin más. No es entendida como una propuesta formativa de promoción ética de las conciencias, sino como un medio ingenioso de salvaguardia práctica del principio en que se fundamenta. De hecho no ha contribuido a la prevención de la mentira, ya que, incluso en el terreno de su divulgación, proliferan con plena tranquilidad de conciencia. El rigor que posee a nivel teóretico-formal no se corresponde con una conciencia análoga a nivel práctico-concreto; aquí se produce una inflación ética, que es la mentira fácil sin remordimiento.

¿Se debe entonces renunciar a la malicia intrínseca de la mentira y valorarla sólo en función de los bienes y males que entran en juego en algunas ocasiones? ¿Dejará de ser un mal en sí misma para convertirse en la traición de un derecho que puede darse o no darse? ¿Se puede, por esto, cambiar su naturaleza objetiva, de mentira o falsiloquio, cada vez que se persiga algún bien considerado superior a la verdad?

Por una parte, no se ve cómo se puede desconocer la malicia, definida en sí misma, de la palabra infiel a la verdad; la fidelidad de la palabra al pensamiento, espejo de la verdad de lo real, es un bien por sí mismo que la mentira traiciona. Si algo es falso, permanece tal siempre, aún con las mejores intenciones. La tradición teológico-moral se habría equivocado no poco al declarar esta primera y decisiva malicia.

Por otra parte, deducir la naturaleza de la mentira sólo de la traición a otra persona, y además determinarla por el derecho del interlocutor a la verdad, parece muy unilateral y minimiza la importancia ética de la mentira. Se declara indiferente el fines operis como fuente de moralidad, reduciendo ésta al finis operantis: a la intención subjetiva de engañar y de desconocer el derecho de otro. "Todas las teorías que parten únicamente del derecho del interlocutor descuidan el hecho de que es una característica de las leyes específicas del lenguaje el estar ordenadas a la comunicación. Y por lo tanto, el lenguaje está ordenado a la comunicación no sólo subjetiva, sino objetivamente. De ahí que la obligación de la veracidad venga determinada a partir del deber de quien habla, y no en primer lugar del derecho de quien escucha" (W. MOLINSKI, 627).

4. LA SOLUCIÓN DIALÉCTICA. No se da un conflicto de deberes a nivel objetivo; a este nivel verdad y caridad se implican y se integran creativamente. La discordia-contraste se establece siempre y sólo a nivel subjetivo, a nivel situacional. La solución debe ser, pues, de tipo dialéctico entre las exigencias de la norma, que no puede desconocer la objetiva inmoralidad de la mentira, y las de la situación, que no puede abandonar al sujeto a la angustia y a la arbitrariedad.

Indicativo e iluminador de esta mediación dialéctica es la orientación paulina: "Hacer la verdad en la caridad" (Ef 4,15). Lo que la conciencia diga, movida e informada por el vínculo perfeccionador de la caridad (cf Col 3,14), será la palabra con la que resolver la situación conflictiva. Podrá ser una palabra no conforme al pensamiento, y por tanto objetivamente falsa, pero subjetivamente tolerable. Esto significa que las circunstancias particulares y la intención subjetiva que inducen a decir una palabra contraria al pensamiento, aunque no pueden cambiar la cualidad ética de la mentira y ésta permanece objetivamente siendo lo que es, pueden, sin embargo, hacerla menos culpable, inculpable y subjetivamente defendible (cf CONGREGACIÓN DEL CLERO, Caso Washington, 26 de abril de 1971).

No hay caridad sin verdad; la caridad "se complace en la verdad" (1Cor 13,6) y huye de la mentira (cf Rom 12,9; 1 Cor 6,6). Ni tampoco se da verdad sin caridad; la verdad no engaña. Pero ni siquiera es indiferente, irrespetuosa, impúdica; no es nunca injusta, delatora, traidora o disgregadora. Está dentro de la sintonía de la caridad, con valor propio en situaciones normales y decisiva en situaciones conflictivas. Es la caridad que en la palabra se hace piedad hacia el enfermo no todavía dispuesto y preparado para conocer la cruda realidad; defensa del débil frente al arrogante y el opresor; discreción y pudor con el inoportuno y el imprudente; prudencia benévola con quien no esté en condiciones de recibir el "hecho". La mentira que "la veracidad" de la caridad tolera sigue siendo en sí misma una palabra contraria al pensamiento y engañosa para el otro: la caridad no puede cambiarle su naturaleza objetiva. Pero la dice en la longitud de onda del amor que debe promover la vida, la justicia, el respeto, la comunión, cuando la situación se vuelve conflictiva, tensa, de contrastes. La existencia humana está llena de situaciones de éstas. No es posible cerrar los ojos y arrojarse a un objetivismo ingenuo e irreal. Pero no se puede caer tampoco en la simpleza de no querer llamar mentira a una mentira. De esta manera escapamos tanto a la intransigencia de una deontología que no tiene en cuenta la singularidad de la situación como de la subjetividad de una teleología que devalúa el significado objetivo de la acción.

"Que vuestra caridad -exhorta el apóstol- se enriquezca cada vez más en el conocimiento y en todo tipo de discernimiento para que podáis elegir lo mejor" (Col 3,14). Lo "mejor" que elige en cada situación la caridad rica en conocimiento y discernimiento, fruto de la acción iluminadora del Espíritu en la conciencia, es la palabra que permanece en la órbita creadora de la caridad. De ahí la tarea de liberar a la caridad de cualquier interés larvado y condescendiente y de llenarla de amor de Dios, que de la inteligencia, sabiduría y consejo de su Espíritu irradia nuestra caridad.

Si la dialéctica mediadora de la caridad trata de superar con serenidad y confianza la situación conflictiva, no deja espacio alguno para dudar y relativizar la verdad. Porque la caridad no se reconcilia con la mentira y no concede reposo hasta que no está en la verdad. La caridad no admite ninguna componenda ni interés, ningún oportunismo o acomodo. En la medida en que se infiltra un mínimo de egoísmo, yo no estoy "haciendo" la verdad: soy un mentiroso.

III. Dimensión colectiva y pública de la mentira

La mentira, aunque dicha o en todo caso expresada por un individuo, posee también una dimensión colectiva y pública, que en nuestro tiempo se va ampliando en proporción directa a la intensificación y extensión de las comunicaciones sociales. Esta dimensión está fundamentalmente ligada al ejercicio y a la incidencia del l poder en todas sus formas. Por sí misma, la comunicación se ejerce como servicio a la verdad y en beneficio de la sociedad. Pero existe la tentación de centrarse en sí mismo, vehiculando una visión interesada, y por lo mismo adulterada, de la verdad, que en sí misma es una mentira.

Una primera perspectiva para ver esta adulteración de la verdad es la relativa al poder de la palabra pública que, preocupada por crear consenso y por lo tanto por persuadir (l Comunicación social 11, 2), puede estar dictada más por lo verosímil que por lo verdadero, en cuyo caso la palabra -la técnica oratoria, propagandística o publicitaria [l Publicidad]- tiene el riesgo de no apoyar a la verdad. Cuando la retórica o el sofisma, ejercitados de cualquier modo y en cualquier ámbito, se convierten en técnicas valoradas en sí mismas, con independencia de la verdad o incluso contra ella, pertenecen al mundo de la mentira; son una ficción que "da el poder de disponer de las palabras al margen de las cosas y de disponer de los hombres por el uso de las palabras" (P. RICOEUR, La métaphore vive, 15). No se discute el criterio de la verosimilitud. Pero cuando éste se impone sobre la verdad y prescinde de ella, está dominado por el espíritu de la mentira que pervierte la búsqueda de la verdad. Hoy este riesgo es potencialmente mayor: por una parte, por la necesidad de asegurarse el voto y, por lo tanto, de cuidar la imagen; por otra, por las tecno-estructuras de producción y estandarización de los mensajes en un sistema de comunicación no a medida de las personas, sino al servicio de la industria y el comercio. Por ello la tentación de manipulación de la verdad es más fuerte y rentable.

Una segunda perspectiva, puesta en evidencia por P. Ricoeur, es la de la apropiación autoritaria y uniforme de la palabra veraz. Es la pretensión del poder, en todas sus expresiones, de poseer la verdad y acreditarla verazmente a todos. Es una presunción que se apoya en la tendencia a la unidad de lo que es verdadero y que caracteriza a la búsqueda humana de la verdad, en contraposición al proceso inverso de diferenciación y pluralismo de lo verdadero. El poder se presenta como autoridad totalizadora en formas cada vez más exclusivas, monopolistas, totalitarias y dominadoras hasta acallar y doblegar cualquier voz y expresión distinta. No se discute aquí la función unificadora y coordinadora de la autoridad, puesto que es competencia suya irrenunciable, sino el ceder a las "pasiones del poder", lo que induce ala unidad violenta y totalizadora de la verdad. Ésta es "la mentira inicial" o simplemente "la mentira de la verdad" (P. RICOEUR, Verité et mensonge, 177): Porque la ataca precisamente en su principio, allí donde la verdad "se hace" y la persona y la comunidad son constituidas en la verdad. En ella toma cuerpo el espíritu de la mentira, que contamina y pervierte la búsqueda de la verdad en su fundamental exigencia de unidad: "Ése es el paso falso de lo total a lo totalitario" (ib 191). No afecta a la verdad conocida, sino a la verdad por conocer, que él condiciona según la voluntad totalizadora del poder. Como tal, es anterior a todas las mentiras y la fuente de donde brotan y proliferan.

Toda conciencia amante de la verdad está llamada a una doble tarea de vigilancia y de denuncia crítica. La conciencia cristiana vislumbra allí el poder perverso de la "bestia", denunciado por el Apocalipsis, que el "fiel" y "veraz" desenmascara como mentira, seducción y engaño, y lo vence liberando al hombre de su yugo y de sus pasiones.

"Para la libertad nos ha liberado Cristo" (Gál 5,1). Es la libertad de la verdad que libera (cf Jn 8,32) y que pone en guardia al cristiano frente a cualquier cesión activa o pasiva a la mentira. Esta libertad denuncia como irreconciliable con la fe todo poder que adultere la verdad y todo sometimiento condescendiente con él. No somos solamente responsables de la palabra contraria al pensamiento, sino de todo poder de la palabra que no sirve a la verdad para una mayor comunión en la comunidad, sino que se busca a sí misma para dominar sobre la sociedad.

[l Comunicación social; l Relativismo; l Secreto; l Verdad y veracidad].

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M. Cozzoli