PENITENCIA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Datos y problemas. 

II. La tesis. 

III. La Iglesia bajo el poder del pecado. 

IV. El sacramento de la penitencia como reacción de la Iglesia contra el pecado. 

V. Conclusiones.


 

I. Datos y problemas

El concilio Vat. II ha renovado dos verdades olvidadas sobre el sacramento de la penitencia: el concepto patrístico, además de bíblico, de reconciliación: los sacerdotes, que son colaboradores de Cristo en la obra de la reconciliación, "con el sacramento de la penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia" (PO 5); y el concepto, también patrístico y bíblico, del carácter eclesial de la penitencia: "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y oraciones, les ayuda en su conversión" (LG 11). En esta óptica también el concepto de /pecado ha sido repensado en su triple relación: a Dios, a la Iglesia y al hombre (cf. GS 13)...

Por lo que se refiere a la forma del sacramento; no sé encuentran indicaciónes precisas. Se insiste en la participación de los fieles, en la solidaridad de la Iglesia, con una referencia explícita a la praxis pastoral (véase SC 10; PO 12; CD 30). En cambio, es importante la afirmación de SC 72: "Revísense el rito y las formas. de la penitencia, de manera que expresen más claramente la naturaleza y efecto del sacramento". La brevedad de esta declaración es igual a la importancia del problema que suscita. Es decir, si signo y contenido del sacramento son inseparables, ello significa que esta inseparabilidad ha perdido su unidad, o sea, que los ritos y las fórmulas son inadecuados para expresar la naturaleza y el efecto del sacramento. Se requiere una revisión y una reforma. En los textos conciliares hay una sola indicación de la orientación de esta reforma: el momento eclesial que hay que poner de manifiesto con la celebración comunitaria (SC 27; OE 27).

El nuevo Rito de la penitencia (editado por la Comisión Española de Liturgia en el año 1975) prosigue la línea conciliar. En los "praenotanda" y en las Orientaciones doctrinales y pastorales se concede gran atención al concepto de reconciliación y al aspecto eclesial, en el cual se destaca particularmente la continuidad penitencial entre la vida y el sacramento. En cuanto a las partes constitutivas del sacramento, la doctrina es la tridentina. Particular atención se concede al interés común de la Iglesia y del penitente particular en la celebración del sacramento: el penitente se introduce en él y celebra el sacramento con el ministro de la Iglesia.

Particular relieve ofrece la descripción de los tres ritos en los que es posible celebrar el sacramento: capítulo I, rito para reconciliar a un solo penitente (nn. 83-104); capítulo II, rito para reconciliar a varios penitentes con confesión y absolución individual (nn.105-147); capítulo III rito para reconciliar a muchos penitentes con confesión y absolución general (nn. 148-156).

Este último rito suscita algunos problemas teológicos inevitables. Se acepta de manera universal y oficial, en la teoría y en la praxis, la forma de la absolución general y de la acusación genérica. Ello significa que, tratándose de un sacramento real, también de este modo tenemos la realización completa del sacramento, si bien extraordinaria y ocasionada por causas extrínsecas e intrínsecas de orden físico, moral y religioso. Por lo tanto se tiene la esencia del sacramento también sin la acusación y la confesión completa, numérica y circunstanciada de los pecados. Esta celebración no es ni hipotética (es decir, no se suspende hasta que se hayan verificado ciertos complementos) ni fingida (es decir, aparente). De aquí nace un auténtico problema acerca de la naturaleza y el efecto del sacramento. No hay duda de que se establecen condiciones precisas, como la obligación de la confesión completa en una celebración singular dentro de un tiempo debido. Mas estas condiciones no pueden entenderse como si el sacramento permaneciese sin efecto hasta su culminación. Por lo demás, no se puede callar que la misma problemática se plantea respecto a otras celebraciones en las cuales la acusación completa es imposible y cuya validez no se discute, aunque se trata de pecados graves no perdonados precedentemente y de pecados veniales normalmente remisibles por otras vías. Quedando en pie que la celebración singular, con confesión completa y absolución particular, es el único modo ordinario (n. 83), siempre se puede preguntar qué constituye su esencia y cómo esta esencia se realiza y se muestra significativamente. Ulteriores precisiones sobre este tema las ha dado la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, de Juan Pablo II (2 de diciembre de 1984).

Basándose en estos datos, los últimos en orden de tiempo, es inevitable manifestar algunos interrogantes. ¿Qué es la sustancia que permanece inmutable y qué son los modos que cambian y pueden cambiar? ¿Qué relación existe entre modo y sustancia? ¿Qué significado asume SC 72 en este contexto? ¿Es la forma actual un modo que puede y exige ser cambiado? ¿Qué perspectivas permiten explicar en el cambio mismo la sustancia y la naturaleza del sacramento? Estas preguntas se basan en una convicción que se demuestra por sí misma: la convicción del estrecho nexo existente entre la comprensión cristológica y eclesiológica de la gracia, del pecado y del sacramento de la penitencia. De aquí surgen entonces otros interrogantes: ¿Qué es exactamente el pecado en plural? ¿Qué sentido tiene la enumeración de los pecados, incluso y sobre todo graves? ¿Qué es un pecado grave? ¿Se define exhaustivamente la penitencia como remisión de los pecados? ¿Qué sentido tiene la fórmula perdonar los pecados? La reflexión y. la reconsideración de la realidad del pecado se reflejan necesariamente en la nueva comprensión del sacramento de la penitencia y de su significado en la vida cristiana. Así, merece atención la fórmula: permanecer por largo tiempo privados de la gracia y privados de la comunión eucarística. Repensar el pecado y la remisión de los pecados equivale a repensar la Iglesia que se hace penitente. ¿Qué significa que la Iglesia celebra la penitencia? ¿Cómo se debe entender esta Iglesia y cómo se entiende ella a sí misma? Todo esto nos conduce a la autenticación esencial del sacramento de la penitencia. De los elementos presentes y actualmente considerados ordinarios, ¿cuáles son realmente indispensables y cuáles no? De estos interrogantes surge al punto la necesidad de una reconsideración del significado teológico, tanto en el plano teórico como en el plano práctico, a causa del carácter centralmente eclesial de la penitencia y de sus elementos constitutivos: la acusación, la absolución, la satisfacción y, en general, la penitencia personal.

Pero en la base de todos estos interrogantes hasta ahora expresados hay uno que no puede omitirse: ¿la declaración del concilio de Trento se refiere a la esencia inmutable o al modo? Esta pregunta vale aunque se la refiera a un pronunciamiento definitorio. Y hay que hacerla tanto más que el concilio de Trento es un punto -de llegada autoritativo, que ha determinado y sigue determinando la teoría y la praxis penitencial. Cuando SC 72 habla de una revisión del rito y de las fórmulas, ¿en qué relación está con el concilio de Trento? ¿Se puede obtener de él un criterio para ver si y en qué medida el concilio de Trento quiso definir la sustancia del sacramento a través de un modo que el concilio Vat. II no considera ya capaz de expresar con suficiente claridad la naturaleza y el efecto del sacramento? La investigación teológica y moral debe verificarse de acuerdo con estos interrogantes.

II. La tesis

Por nuestra parte, estimamos que la orientación de esta investigación se puede expresar en la tesis siguiente: la penitencia como sacramento de la conversión en la Iglesia y de la Iglesia.

En cuanto a la primera parte: la penitencia como sacramento de la conversión, observamos que cuando, como habitualmente se hace, se define la penitencia como el sacramento de la remisión de los pecados, no se pone de manifiesto el carácter dinámico de la penitencia. Esa afirmación encubre el peligro de imaginar la penitencia de una manera mágica y objetiva; no como el acontecimiento sacramental que expresa el esfuerzo de conversión personal por alejarse del pecado e insertarse más profundamente en el misterio pascual de Cristo. Se puede tener la impresión de que todo ha terminado cuando se imparte la absolución de una acusación íntegra: al penitente no le queda más que recitar y cumplir la satisfacción impuesta. Sin embargo, como sacramento de la conversión, es, por el contrario, el momento sacramental del esfuerzo personal de la vida cristiana: desde él la vida cristiana, corroborada sacramentalmente mediante la participación en el misterio de la cruz, reanuda su camino de conversión y de perfección en la intimidad con Cristo. Por lo demás, también la manifestación de los pecados, si quiere entenderse rectamente, hay que incluirla en el contexto de la penitencia, debe convertirse en acusación, es decir, en expresión de la propia conversión, en cuanto nos somete al juicio de la cruz y nos somete visiblemente: o la acusación es un acto de penitencia o no hay confesión válida, aunque sea íntegra. Y esto sólo se comprende entendiendo la penitencia como sacramento de la conversión. Está claro que con esto no se quiere decir que la remisión de los pecados y la conversión sean dos cosas separadas y exclusivas, de modo que o se da la una o la otra. La conversión es un movimiento de alejamiento y de liberación del pecado y, a la vez, de acercamiento a Cristo y de intensificación de su vida en nosotros; es exactamente la profundización y la consolidación del misterio pascual en nosotros, entendido como muerte al pecado y vida en Dios. De modo que la remisión, o sea, la liberación del pecado, es un momento de este proceso, a saber: el momento negativo, aquél por el que la conversión es un morir al pecado; pero comprende también un momento positivo, el de la identificación con Cristo en la participación de su gloria: el vivir en Cristo. Sólo que este doble proceso no se debe entender como un acto singular y momentáneo, sino como un desarrollo que comienza antes y continúa después del sacramento y en el cual el sacramento se inserta como conexión con la pasión y la resurrección de Cristo. Esta conexión da eficacia sacramental por la virtud de la redención de Cristo, al proceso de la conversión personal, que abraza toda la existencia cristiana.

En cuanto a la segunda parte: en la Iglesia y de la Iglesia, la tesis quiere subrayar el carácter eclesial (no puede ser sacramental si no es eclesial) de la penitencia, de la conversión y sobre todo del pecado. Se puede y se debe afirmar: con nuestro pecado, por una parte, ofendemos a la Iglesia como presencia visible de la gracia divina en el mundo; por otra hacemos en nosotros pecadora a la Iglesia misma considerada en su concretez; con nuestra penitencia o conversión pedimos perdón a la Iglesia de la ofensa que le hemos infligido y purificamos en nosotros a la Iglesia misma; por su parte, la Iglesia asume sacramentalmente tanto el pecado como la penitencia personal, siente y juzga el pecado como separación del sujeto pecador de su realidad de gracia, impone la penitencia reaccionando a esta separación objetiva con una separación penitencial en el plano visible sacramental: el pecador se revela como tal por su situación de exclusión de la comunidad (acto de acusación, exclusión de la eucaristía, etc.); aceptar esta situación penitencial es iniciar la conversión, cuyo primer fruto es la reconciliación con la Iglesia y la admisión en su comunidad; la Iglesia recobra su unidad plena en el fiel que se convierte, y celebra con él la eucaristía (acción de gracias y pascua).

Mas al insistir ahora en la fórmula: sacramento de la conversión, se pretende destacar el carácter sacramental de la penitencia contra el juridismo a ultranza que anularía este sacramento reduciéndolo a un juicio simplemente. El concilio de Trento llama a la penitencia iudicium, al sacerdote confesor iudicem, a la absolución actum iudicialem (DS 1679, 1685, 1709). Mas no se puede menos que observar que en DS 1685 se dice exactamente: "[absolutio... est] ad instar actus iudicialis quo ab ipso [sacerdote] velut a iudice sententia pronunciatur" ([la absolución es] como un acto judicial, con el cual el sacerdote, como si fuese un juez, pronuncia una sentencia). Ello es un claro indicio de que, salvado el poder real de absolver confiado al sacerdote en virtud de la ordenación, el carácter judicial de este poder es una analogía. No está fuera de lugar observar que la teología y la praxis postridentina insistieron excesivamente en el carácter judicial en detrimento de la naturaleza misma del sacramento, que es sacramento de la conversión. Así pues, hay que destacar con toda evidencia el carácter sacramental a partir de la profundización del concepto de juicio, que ha de entenderse como juicio de la cruz. La penitencia es el sacramento en el cual el pecador se identifica con Cristo en la cruz para someterse al juicio de Dios pronunciado en la cruz de Cristo. En la penitencia se hace sacramentalmente visible la muerte en cruz de Cristo. El penitente se somete y experimenta el juicio de Dios, que condenó el pecado en la carne de su Hijo (cf Rom 8,3s; en particular Jn 2,24; 3,16-21; 5,22 y 30; 9,39; 12,31s; 16,8-11; Un 3,14). La cruz de Cristo es el juicio. En la penitencia se hace sacramentalmente presente este juicio, que es separación y condena supremas, y a un tiempo unificación y misericordia supremas. La obra de Cristo, en efecto, es obra de misericordia, de amor; es condenación del maligno, príncipe de este mundo; el que resiste "no cree", se asocia al príncipe de este mundo y a su condena, "ya está juzgado". La penitencia sacramental, al hacer presente este juicio de condena del maligno, ejerce la obra del amor: arroja al maligno y al pecado y establece el dominio de la resurrección y de la vida del penitente. En el sacramento de la penitencia y mediante el sacramento de la penitencia, el fiel, en virtud de la fuerza sacramental, es introducido en la lucha entre Cristo y Satanás y participa de la victoria de Cristo, de su pascua. Por eso Juan nos exhorta a tener confianza en el juicio (Un 4,17; 2,28; 3,21), porque el juicio de Dios en la eternidad no será más que la manifestación del juicio ya pronunciado al presente, tanto para el creyente como para el incrédulo; la resurrección futura no será para el creyente más que la manifestación de la resurrección actual, por la cual ha pasado de la muerte a la vida; lo contrario le ocurrirá al incrédulo, al anticristo. En realidad, se trata de un juicio único, de una resurrección única.

De cuanto hemos dicho deberían seguirse los elementos para la superación de todo carácter puramente legal del juicio. Esa superación la da inmediatamente el hecho de que ese juicio está reservado a Dios y a su Cristo, y que no es un acto, sino un acontecimiento: la venida, la cruz y la resurrección de Cristo. Esto está ampliamente confirmado por la doctrina de Pablo: Rom 1,18.32; 11,3236; 2Cor 5,10; Gál 6,7s. La santidad y la justicia de Dios, que se revelan en Cristo, no le constituyen legislador moral acerca de las acciones de los hombres, sino que se basan en su creación y en la gratuidad soberana de su redención. Los dos aspectos van unidos, de modo que si como creador Dios hace que sin él nada exista y por él existan todas las cosas que existen, como redentor hace que sin él todo sea ruina, pecado y muerte y por él todo sea salvación, redención y vida: Ello nos. aclara la relación entre juicio y mandamiento tanto en el plano creativo como en el plano redentor. En la creación se expresa el mandamiento de Dios como pretensión de que el hombre sea hombre; el mandamiento es, pues, el fundamento de la existencia del hombre, y el cumplimiento de la pretensión es el cumplimiento de la totalidad de la existencia. En la redención se expresa la nueva pretensión de Dios respecto al hombre como nueva criatura, y.el cumplimiento de la nueva pretensión es el cumplimiento de la nueva existencia:

Sólo que la novedad de esta pretensión redentora no se refiere sólo, como en la creación, a una nada sobre la cual triunfa el poder del ser divino, sino que se refiere a una nada puesta por el hombre, y que es el pecado, la destrucción del ser, la degradación de la existencia, la ruina y la muerte. De modo que el poder que supera la nada del pecado es más soberano e ilimitado aún, ya que debe vencer una hostilidad querida y decidida, que se asienta en la libertad del hombre y no triunfa sino como misericordia, amor, perdón y gratuidad absoluta. El juicio de Dios, en efecto, es también aquí su Hijo, Cristo crucificado y resucitado por nuestros pecados y para nuestra justificación (Ron 5,8). Por tanto, el juicio es el acontecimiento que es Cristo; acontecimiento que transforma, recrea al hombre en su totalidad: es la salvación que juzga la situación radicalmente pecaminosa de la humanit dad entera en cuanto que la revela y, al revelarla, instaura la situación radicalmente salvífica en la que el hombre es redimido. Hay que notar que este acontecimiento salvífico está en el plano de la existencia de la fe, del que sigue, sin identificarse, el plano de la existencia ética: Además para comprender la posición de Pablo, hay que tener presente que en la situación radicalmente pecaminosa junta él a los gentiles y a los judíos, y que esta agrupación tiene como. presupuesto la unidad del orden creador y redentor.

Como complemento y aclaración de todo lo dicho hasta aquí se requiere la última observación. El concilio de Trento (DS 1671-72) llama a la penitencia "laboriosus quidam baptismus", recurriendo a la tradición, que había definido ya la penitencia también "segundo bautismo". Realmente, los lazos entre bautismo y penitencia son muy estrechos, y, para aclarar la perspectiva de la penitencia como sacramento de la conversión, conviene destacarlos. La penitencia es condición del bautismo (He 2,38), es decir, de la incorporación a Cristo y a la Iglesia en la fe. En efecto, el bautismo es una conversión radical, total; el bautizado muere al pecado y vive uniéndose a Cristo; es una regeneración en el espíritu de Cristo. El primer efecto del bautismo es la incorporación a Cristo por medio de la incorporación a la Iglesia. Éste es el carácter sacramental del bautismo. Pues bien, esta incorporación, por ser un renacimiento, es un comienzo, es decir, un principio de vida que hay que desarrollar. El bautizado debe vivir su muerte al pecado y su resurrección mediante un desprendimiento progresivo del pecado y de sus consecuencias para adherirse con intensidad creciente al Espíritu de Cristo: Ahora bien, el pecado impide y obstaculiza esta actividad eficaz y formas del carácterbautismal: la exigencia del carácter de adherirse íntima y totalmente a Cristo se ve frus-. trada por el pecado. De ahí brota un dinamismo permanente de la vida cristiana basado en el carácter sacra= mental; ese dinamismo es la penitencia sacramentan A1 dar la gracia que perdona el pecado quita el obstáculo para la actividad de in timización del carácter bautismal. Por tanto, afirma, desarrolla y renueva la conversión inicial del bautismo. La penitencia es la vida sacramental, repetida y continuada,.de'la cruz y de la resurrección; es la purificación progresiva tal como la pide el carácter bautismal, que él funda y hace posible. En virtud de la penitencia el cristiano se relaciona continua e infaliblemente con el juicio de la cruz (=momento negativo del perdón y de la purificación) y con la misericordia de la resurrección (=momento, positivo de la vida y de transformación): De aquí resulta el carácter orgánico del sacramento de la penitencia: envuelve totalmente la vida cristiana en su estructura característica: es vida de bautizado, es decir, de inmerso para siempre y que debe sumergirse cada vez más en el cuerpo muerto y resucitado de Cristo. El sacramento de la penitencia es la realización sacramental, por lo tanto en el máximo grado de intensidad y culminación, que sintetiza toda la vida, del "deber de sumergirse", del deber vivir la propia muerte al pecado y la propia vida gloriosa en Cristo. Resulta también el carácter esencialmente eclesial de la penitencia: el carácter bautismal es eclesial como incorporación a la Iglesia, cuerpo muerto y glorioso del Señor. Finalmente se sigue el carácter dinámico del sacramento de la penitencia: es la sacramentalización del proceso de conversión del bautizado. Este dinamismo es eminentemente personal hasta en la estructura misma del sacramento. -

III. La Iglesia bajo el poder del pecado

No podemos extendernos aquí en hacer una exposición, aunque sea resumida, de la existencia del hombre bajo el poder del pecado, tal como se encuentra en el AT y en el NT. Recordemos sólo que, para el AT, los temas se encuentran: en el pecado de las orígenes (Gén 3); en el pecado de Israel (Dt 9,7, que hay que leer con Sab 14,22-31; Núm 11;31ss); en la enseñanza profética y sapiencial, que culmina en la promesa mesiánica de la desaparición del pecado. El NT es el anuncio de la superación efectiva del poder del pecado, atestiguada tanto por la actitud de Jesús con los pecadores como por la doctrina de Juan sobre el pecado del mundo (Jn 8,34-45;1Jn 3,8-15) y por la doctrina de Pablo sobre el pecado como poder personificado que se opone a Dios y arrastra al hombre (Ron 3-8; 2Cor 5,21; Gál 3,13).

En cambio es necesario detenerse a comprender la existencia de la Iglesia bajo el poder del pecado. Ello es necesario, porque esta doctrina muestra que la historia de la salvación, a la que acompaña y completa la historia de la iniquidad, se puntualiza con una concretez visible y sacramental en la Iglesia. En la historia de la salvación universal la Iglesia representa y realiza la historia de la salvación particular visible-sacramental. Por eso ella es el signo infalible de la presencia y de la actividad de la historia universal de la salvación del mundo. Y al mismo tiempo es el lugar en el que se verifica la máxima intensidad de la gracia y su suprema revelación en cuanto que es sacramento de salvación; pero en ella se verifica también la máxima revelación del pecado. Si la cruz de Cristo es la máxima revelación del pecado, lo mismo hemos de decir de la Iglesia, que es su continuidad.

La presencia del pecado en la Iglesia es una afirmación dogmática ampliamente atestiguada por la tradición, y basándose en esta afirmación se ha podido hablar de la "Iglesia pecadora": no sólo por su origen, en cuanto que ha sido rescatada del pecado y llevada a la gracia, sino por su estado actual, como posible pecadora y como pecadora de hecho. Es claro que el sentido de esta denominación se refiere a la única Iglesia concreta, real, histórica, constituida por el pueblo de Dios. En esta Iglesia única los pecadores son incorporados salvíficamente (en virtud del carácter bautismal), forman parte de su cuerpo visible, están unidos por la misma fe, por los sacramentos y por el gobierno (cf LG 8 y 14). Hay que precisar la afirmación diciendo que la Iglesia es consciente de estar "siempre necesitada de purificación", ya que siente la presencia del pecado en sí como su pecaminosidad: siente el pecado como su pecado. Mas, por ser santa, siente el pecado como contradicción de su esencia; debiendo ser el signo sacramental originario de la gracia victoriosa de Dios en el mundo, la presencia del pecado contrasta directamente con esta esencia suya.

Ahora bien, la relación de la santidad y del pecado con la esencia de la Iglesia es diversa. La santidad visible es expresión de lo que la Iglesia es, de su verdadera esencia: presencia de la gracia de Dios en el mundo. La santidad visible es el fruto de la obra y de la animación del Espíritu Santo en la Iglesia, en la cual él obra continuamente. El pecado, por el contrario, se sitúa solamente en el plano de la visibilidad de la Iglesia, y en cuanto pecado contra esta visibilidad de la Iglesia es pecado contra la Iglesia. Y es pecado contra la visibilidad en cuanto que es contradicción que vela y oscurece la esencia de la Iglesia, que tiende a manifestarse como santa, a dejarse ver como lo que es: gracia de Dios en el mundo. El pecado impide, ofusca, contradice esta fuerza de concretización y de manifestación de la gracia. Porque el pecado no es manifestación de lo que la Iglesia es, sino contradicción de su esencia; una enfermedad del cuerpo de la Iglesia, no una enfermedad de la esencia de la Iglesia. No se puede cometer el pecado para que se manifiesten la gloria y la misericordia de Dios (cf Rom 3,5; 6,1), aunque la misericordia y la gracia superen por integración la culpa. La Iglesia siente, pues, el pecado como una contradicción suya que la ofende (cf DS 1683).

Se puede aclarar también oportunamente la doctrina recurriendo al concepto de signo. El signo comprende siempre dos elementos: el significante y el significado. El primero se encuentra en el plano visible, históricamente comprobable; el segundo está en el plano inteligible, de la comprensión. El punto fundamental de la constitución del signo es la relación, la referencia existente entre el significante y el significado. Una forma de esta relación es la que se establece por ausencia y por presencia del significado en el significante. Basándose en esto, podemos decir: la Iglesia es signo; en ella hay un aspecto significante: su visibilidad histórica, y un significado: su gracia y su animación por parte del Espíritu. El pecado es un significante por ausencia de significado (la gracia y el Espíritu); es un significante, y como tal parte del signo de la Iglesia; pero en su ser significante hay ausencia de significado, es decir, significa vacío, mientras que debe significar lleno.

Por consiguiente, la Iglesia, al sentir el pecado como suyo, sufre por esta contradicción y reacciona a los pies de la cruz. El sufrimiento y el dolor de la Iglesia por el pecado y por la culpa se hacen manifestación y coactuación de la cruz de Cristo en el mundo: en Cristo las consecuencias manifiestas del pecado, o sea, el pecado en su plena manifestación, son a un tiempo su superación. Cuando la Iglesia sufre por el pecado, se somete a la redención de la culpa, puesto que sufre su culpa en Cristo, el crucificado, uniéndose a él en la actitud del que es juzgado y salvado por Dios. Este sufrimiento de la Iglesia a los pies de la cruz, este sentir el pecado en unión con Cristo, es la penitencia de la Iglesia, su conversión, su renovación y su purificación. La Iglesia tiene conciencia de esto también, e incluso cuando se trata de un solo pecado, y por esto siente la continua necesidad de la purificación. A esta luz y en este sentido afirmamos que la reacción de la Iglesia contra el pecado es el sacramento de la penitencia.

IV. El sacramento de la penitencia como reacción de la Iglesia contra el pecado

Pero penetremos un poco más en el sentido de esta definición programática. La Iglesia conoce y es consciente del pecado, porque conoce y cree en la salvación. Las dimensiones del pecado corresponden a las dimensiones de la salvación; y la Iglesia, que tiene por objeto la situación de pecado del hombre, y por tanto la suya, se basa en la fe para el que cree en Cristo muerto y resucitado y para el que cree que ella es la continuación como muerte y resurrección. Pues la comprobación de que Cristo es el salvador de todo hombre manifiesta para la Iglesia no sólo su misión de salvación, sino, al mismo tiempo y en la misma medida, aunque en sentido opuesto, que esa misión es necesaria justamente porque todo hombre, al entrar en la existencia, viene envuelto en el pecado.

Esta conciencia de la necesidad de su misión de salvación, junto con la conciencia de que el pecado sigue habitando en ella, se expresa espontánea e inmediatamente en una praxis penitencial. Esta praxis es, ciertamente, también un procedimiento destinado a la comprensión del pecado: al ejercitar la penitencia, la Iglesia se comprende a sí misma como la continuación de la salvación y al mismo tiempo comprende el pecado, su pecado; inversamente, al comprender el pecado, realidad que ella siente como parte de su vida, comprende espontánea e inmediatamente la necesidad de la penitencia. De aquí, por ejemplo, la distinción entre pecado mortal y pecado venial. Tal distinción es el resultado del hecho de que la penitencia, en el sentido fuerte y pleno del término, es exigida por algunos pecados, pero no es necesaria para todos los pecados. Sin embargo, fundamentalmente esa praxis está destinada a suprimir el pecado como realidad contradictoria de la realidad de la Iglesia, y por tanto opuesta a la historia de la salvación. Es realmente una acción contra el pecado, una purificación de él, un caminar hacia la plenitud de la salvación, una afirmación de la realidad de la muerte y de la resurrección del Señor.

El pecado de la Iglesia y en la Iglesia está presente tanto en particular como en plural. La presencia singular significa que la victoria de Cristo sobre el pecado, como poder suprapersonal opuesto a la gracia, victoria perseguida por la Iglesia, es una victoria radical, pero no plenamente realizada. Por eso la Iglesia está a la espera del día del Señor y proclama su muerte y resurrección hasta que venga en todos los sacramentos: desde el bautismo a la eucaristía. En este plano es donde puede plantearse el problema de la relación entre la penitencia en sentido estricto y específico y los otros sacramentos, es decir, en el sentido de que todos proclaman la muerte y la resurrección del Señor y todos confieren la gracia de esa muerte en la resurrección, gracia destinada a quitar el pecado y a afirmarse ella misma. Esta afirmación hay que matizarla, evidentemente, de modo apropiado para cada sacramento, pero esa diversa configuración no afecta en absoluto a su validez de fondo. Pues todos los sacramentos son sacramentos del tiempo. de la Iglesia, es decir, son sacramentos para la historia de la Iglesia y de la historia de la Iglesia, hasta que esta historia, nunca realizada definitivamente en su globalidad, se realice en la totalidad de la salvación al cumplirse el tiempo, cuando Cristo haya sometido a sí todas las potencias hostiles, la última de ellas la muerte, y todas las cosas las entregue, con la sumisión de sí mismo, a Dios, a fin de que Dios sea todo en todos (1Cor 15,25-28). El final de la Iglesia y de sus sacramentos coincide con el final del pecado y de todas las potencias hostiles que son consecuencia e instrumento suyo. Mas ese final es también cumplimiento: la presencia divina se hace transparente y absoluta en las cosas y en el hombre; y la transparencia y presencia plena de las cosas y del hombre realizadas en Cristo nos abren a Dios. De manera que se puede afirmar que la sacramentalidad de la Iglesia, y de sus sacramentos en general, si por una parte es la manifestación histórica del progresivo avance de la salvación, cuyas etapas sigue, por otra es la manifestación de la permanencia todavía persistente de la pecaminosidad que domina a la humanidad dentro y fuera de la Iglesia. Y es la primera manifestación en cuanto es la segunda, si bien la primera tiene prioridad de comprensibilidad y de realidad sobre la segunda. La Iglesia es para que venga el reino de Dios y mientras no ha llegado.

La presencia del pecado en plural, ya sea de los pecados graves, ya de los leves, es a su vez la manifestación de la fuerza todavía activa del pecado en las transgresiones, en las violaciones personales, en las decisiones impotentes de la libertad, en el desconocimiento y en la ignorancia de la fe, de la esperanza y de la caridad, de la justicia y de todas las relaciones que tejen la vida del hombre. Los pecados son el fruto del pecado, pero son también su consolidación, ya que contribuyen a mantener y a aumentar su poder; son instrumentos a su servicio. Contra esta actividad pecaminosa, específica del pecado, reacciona la Iglesia con una forma visible específica de su actividad salvífica: esta forma visible específica es el sacramento de la penitencia. La penitencia marca las etapas personales y simultáneamente eclesiales del avance progresivo de la salvación, es decir, de la gracia que purifica al hombre, agudiza en él el sentido del pecado y consolida gradualmente su libertad como capacidad de no pecar (libertad terminal), como liberación del pecado. También aquí, en la sacramentalidad específica de la penitencia, la manifestación de la gracia es además la manifestación del pecado, en cuanto que la gracia es gracia para el pecado. Pero al mismo tiempo su eficacia es la victoria que derrota al pecado, ya que es gracia contra el pecado y por encima del pecado. El punto fundamental en toda esta discusión es la relación íntima e indisociable entre el pecado y los pecados, y por tanto entre la sacramentalidad general y el sacramento específico de la penitencia. Mantener esta relación significa comprender la multiplicidad de los pecados específicos como potencia realizada del pecado en un determinado o en determinados sectores de la existencia humana, es decir; comprender la existencia humana bajo el poder del pecado, que oprime y vuelca su fuerza radical en las formas específicas de.pecaminosidad categorial.

Esto se puede comprender más a fondo relacionando pecado y libertad: el pecado es relativo a la libertad radical, que es la existencia misma del hombre, mientras que los pecados son relativos a la libertad categorial, que es la forma particularizada en la cual la existencia humana se actúa y deviene. Si tenemos presente que también la gracia se refiere a la libertad radical y se actualiza en las actuaciones de la libertad categorial, tenemos como resultado una doble unidad: la unidad del plano de la gracia, de la libertad y del pecado, y la unidad de la relación entre la gracia y su ejercicio específico, entre la libertad radical y, la libertad categorial, entre el pecado y los pecados.

Esta doble unidad -que hay que desarrollar en su dimensión comunitaria y cohumanitaria, y, por consiguiente, en su dimensión eclesial muestra que, por un lado, existe continuidad entre la sacramentalidad general y la sacramentalidad específica, es decir, la sacramentalidad de la penitencia; y, por otro lado, que la sacramentalidad penitencial no es más que la forma específica, relativa a la forma específica de la pecaminosidad, de la sacramentalidad general. Así se evita toda separación o dicotomía y se aclara el nexo que une la historia de la salvación y la historia de la iniquidad en su completa realidad.

Sobre este punto destaca el significado y el contenido del sacramento de la penitencia, tal como se le ha definido. Es decir, sobre el fondo de la historia que se opone al pecado y lo vence, al transformar la situación de la existencia humana por él dominada, tanto en su radicalidad como en sus formas específicas, la Iglesia es la visibilidad histórica del progreso en el cuál se manifiesta la lucha, tanto la interna como la externa; con lá suprema potencia y con su victoria más intensa.' E1 sacramento de la penitencia se cnvierte entonces en el momento de concretización y de realización de esta lucha, momento modificable de acuerdo con las épocas históricas. Ese momento no es el único, pero es el más específico.

Ésta afirmación está grávida de consecuencia. En primer lugar hay una correspondencia entre la visibilidad del pecado y la visibilidad del sacramento. Las consideraciones hechas antes acerca de la presencia del pecado en la Iglesia como pecado de la Iglesia son la base de esta conclusión. Su consistencia se demuestra por la consecuencia de que la forma del sacramento, es decir, la gracia salvífica, es también la forma del pecado en cuanto oposición suya. Ello significa que para saber lo que debe ser la penitencia en su forma sacramental hay que partir de esta correspondencia de visibilidad y de formalidad entre la gracia y el pecado. En segundo lugar, teniendo presente esta correspondencia, se ve inmediatamente que en el proceso sacramental específico de la penitencia, dado que el significado y la visibilidad de la gracia es un significado por presencia, mientras que la del pecado es un significado o visibilidad por ausencia, tiene lugar una inversión en virtud de la cual el significado o visibilidad por ausencia del pecado se transforma en significado o visibilidad por presencia. Este acontecimiento, que es un proceso, se inscribe en un proceso más amplio: el de la historia de la salvación activa en la Iglesia. Y además contiene otro: el esfuerzo de adecuación. El hecho de que el pecado tenga un significado o una visibilidad por ausencia, es decir, que la Iglesia en su sacramentalidad general y específica implique también la presencia del pecado, comprende dos cosas: que el significado por presencia de la gracia es también el significado por ausencia de tal gracia, es decir, el significado del pecado; el tal significado es inadecuado. Y este segundo elemento es el que interesa. El significado (= el significante) de la Iglesia, su visibilidad histórica es inadecuada para expresar su esencia espiritual y salvífica: Cristo salvador y el Espíritu Santo. Existe, pues, una exigencia de adecuación entre esa visibilidad y esa esencia salvífica. La forma que adopta esa exigencia, tan vasta como la Iglesia misma, es lo que se llama el sacramento específico de la penitencia. Pero hay que añadir una determinación ulterior: este sacramento específico, siendo la expresión específica de esa exigencia de adecuación y también su realización suprema, comprende a su vez una exigencia de adecuación entre su visibilidad formal (= el significante) y su eficacia salvífica. En esta exigencia de adecuación del sacramento consiste también la necesidad de la reforma continua del sacramento mismo, reforma que el concilio Vat. II ha pedido y que en parte se ha realizado con el rito de la penitencia.

V. Conclusiones

En esta exposición nos hemos atenido a los elementos teóricos esenciales de la penitencia. Mas es claro que son el contenido que resulta de la historia de la penitencia como doctrina que formula la praxis y como praxis constitutiva de la doctrina, a la vez que el criterio para la comprensión de esa historia. A1 mismo tiempo estimamos que son el contenido que resulta de los testimonios bíblicos del NT, que están en la base tanto de la historia sucesiva como de toda reflexión teológica sobre el tema (véase, en la sucesión sistemática: 2Tes 3,6-15; Gál 6,1-2; 2Cor 2,5-11; 7,8-12; 11,13-15; 12,20-13,10; 1Tim 1,19-20; 5,19-22; 2Tim 2,25-26; Tit 3,10-11; 1 Cor 5; Mt 16,19; 18,18; Jn 20,23), y a la vez el criterio, dictado por todo el desarrollo histórico y dogmático de su comprensión.

Añadamos dos observaciones. La primera se refiere a la relación entre verdad dogmática y verdad moral. La teología del sacramento de la penitencia es un lugar manifiesto singular de la subordinación de la verdad moral a la verdad dogmática y de su inseparabilidad, correspondiendo el primado a la verdad dogmática: penitencia y pecado son esencialmente verdades dogmáticas, y sólo dentro de este cuadro se pueden comprender sus manifestaciones morales en la existencia cristiana y humana en general. Lo inverso falsea el significado mismo de la penitencia y del pecado. Es la cruz de Cristo la que, como muerte, manifiesta lo que es el pecado y, como resurrección, realiza su superación. Es la cruz de Cristo la que da el sentido definitivo y único a la penitencia cristiana, lo mismo como estilo de vida que como sacramento.

La segunda se refiere a la celebración del sacramento como cualificaeión de la existencia cristiana. El sacramento de la penitencia es celebración, a saber: celebración de la cruz de Cristo como perdón y victoria del pecado y en éste, pero sólo en este sentido, celebración de la penitencia por el pecado. El penitente accede al sacramento porque la gracia de la cruz le ha manifestado su situación de pecado y con esta manifestación anuncia y proclama la misericordia sobre el pecado. En el sacramento el penitente "confiesa", es decir, celebra y alaba el juicio que Dios pronuncia sobre su situación, y en el cual la condena consiste en el perdón, la acusación de alejamiento en la aceptación en la intimidad, la medida de la gravedad del pecado en su remisión.

[/Conversión; /Pecado; /Sacramento].

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A. Molinaro