ORACIÓN
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. La oración, en crisis: causas socioculturales: 
1.
Secularización y oración de intercesión; 
2. Mentalidad racionalista-científica y contemplación. 

II. La oración en la historia de la salvación: 
1.
El camino de Israel; 
2. La experiencia de Jesús; 
3. La oración de los cristianos. 

III. Oración y compromiso ético: 
1.
Experiencia de Dios en la vida; 

2. Experiencia de la vida en Dios.


 

La oración es una dimensión esencial de la existencia cristiana. Sobre ella ha desarrollado la teología en el curso de los siglos una amplia reflexión, que va del análisis de su estructura fundamental y de sus elementos constitutivos a la lectura crítica de sus formas y de sus modalidades expresivas hasta la interpretación de las experiencias más significativas que han caracterizado, tanto a nivel personal como comunitario, las elecciones de los creyentes.

La voz presente no pretende, obviamente, afrontar toda la vasta y compleja problemática subyacente a la oración, sino que se propone, más modestamente, evidenciar el lazo irrenunciable que debe existir entre oración y compromiso ético, entre contemplación y vida. El objetivo es, pues, demostrar que la oración del cristiano no puede encerrarse en sí misma, transformándose en vacío ritualismo e incluso en cómoda coartada para eludir los problemas de la existencia cotidiana, sino que más bien debe transformarse en fuente de las decisiones morales que caracterizan la presencia del creyente en el mundo.

I. La oración, en crisis: causas socio-culturales

A este fin es necesario ante todo interrogarse sobre las causas de la crisis actual de la oración, que está estrechamente ligada a los cambios de imagen del hombre y de su misión en la historia. La actual problematización de la oración pone en discusión las dos vertientes tradicionales sobre las que está construida: la intercesión y la contemplación. En efecto, la secularización, si se extrema, conduce a la negación de la oración de intercesión, mientras que la mentalidad racionalista-científica termina produciendo el vacío de significado de la oración contemplativa y de acción de gracias en virtud de una comprensión de la existencia de la que está totalmente ausente la dimensión mistérica.

1. SECULARIZACIÓN Y ORACIÓN DE INTERCESIÓN. La oración estaba relacioda en el pasado con una concepción sacral del mundo. Naturaleza, estructuras sociales y cultura se interpretaban en último análisis en relación con un mundo simbólico, que tenía su referencia inmediata en lo divino. Todo lo que el hombre no conseguía explicar por sí solo se concebía como manifestación directa del poder de Dios. En semejante contexto la oración de petición ocupaba un puesto de particular relieve. El recurso a Dios para cambiar la realidad era espontáneo y natural. Se invocaba fácilmente a Dios para suplir las deficiencias humanas, y la religiosidad que tendía a afirmarse estaba preferentemente connotada con la fuga del mundo para encontrarse con él.

El fenómeno de la secularización ha ocasionado un profundo cambio de la imagen del mundo. Las ciencias naturales han abierto el camino a una visión dinámica del universo, cuyas leyes aparecen inscritas en la realidad y están en parte sometidas al dominio del hombre. Las estructuras de la sociedad pierden su carácter intangible y son consideradas cada vez más fruto de un proceso cultural que involucra la libertad del hombre. Las mismas costumbres morales sé consideran cada vez más como producto de complejos dinamismos, en cuya raíz se encuentra la acción del hombre en su despliegue histórico-concreto.

La conciencia de la autonomía del mundo y de la responsabilidad del hombre al afrontar las cuestiones relativas a su condición existencial hace superfluo recurrir a la intervención de Dios. De aquí la crisis de la oración de intercesión, que es concebida por muchos como una forma de evasión inútil, una especie de ingenuo infantilismo, ligado a una concepción "mítica" del mundo que está ya ampliamente superada.

No se puede negar el lado positivo de estos procesos, que lleva a una revisión crítica y a una purificación del hecho religioso. Es evidente que no se debe invocar ya a Dios para llenar "agujeros" teóricos y prácticos, para resolver situaciones y problemas que el hombre, llegado a la mayoría de edad, está en situación de resolver por sí solo; mas, por otra parte, resulta igualmente evidente que existen problemas y situaciones para los cuales la ciencia, la técnica y la política no pueden ofrecer soluciones, como el problema del sentido de la vida y de la muerte, de la felicidad y de la necesidad de ser definitivamente alguien frente a un amor que no desfallece jamás. El hombre se hace entonces consciente de que existen confines extremos, que a su vez no son controlables; admite que no toda la realidad está comprendida en su campo de investigación y de intervención, y que existe lo no objetivable como realidad que determina el sentido de la totalidad. Dios aparece así como el último motivo que hace posible el significado de la realidad y el fundamento mismo de la libertad humana, que junto con la autoconciencia le permite al hombre asumir su función específica en el mundo conocido. Ésta es, por tanto, la perspectiva dentro de la cual hay que volver a colocar hoy la oración de intercesión si se pretende recuperar su valor en relación con las legítimas instancias del mundo secularizado en que vivimos.

2. MENTALIDAD RACIONALISTA-CIENTÍFICA Y CONTEMPLACIÓN. Sin embargo, la oración, antes que un medio de obtener algo, es un valor en sí. Dirigirse a Dios como un tú tiene significado por sí mismo, ya que sólo en una relación interpersonal con el Padre descubre el hombre el sentido último de su existencia, es decir, reconoce y vive la dimensión de profundidad de su ser. En este sentido la oración, en su verdad más profunda, es impulso místico, contemplación, eucaristía. Como tal, supone en el hombre capacidad creativa y sentido del misterio; exige un modo de estar en el mundo caracterizado por la gratuidad y por la sorpresa, por la fantasía y por el juego; implica el paso de una ascesis del dar a una mística del recibir, es decir, de dejar obrar a Dios, despojándose de la propia presunción y autosuficiencia para vivir a fondo la pobreza y el perderse a sí mismo.

Este conjunto de actitudes antropológicas está, por desgracia, en antítesis con la lógica dominante de nuestra sociedad. La mentalidad racionalista-científica, cuyo epifenómeno es la secularización, constituye el alma de nuestra civilización occidental: un alma fría y calculadora, lúcida y unicomprensiva, que termina por no dejar espacio a las expresiones "míticas" o "estéticas", que rescatan la condición humana en el mundo.

En la raíz de esta mentalidad es fácil descubrir una concepción reductiva del hombre, que se ha desarrollado en estadios sucesivos. El iluminismo, con la pretensión de agotar la realidad en esquemas de comprensión lógica, de hecho ha reducido la realidad misma a problema, privándola de su dimensión mistérica; el positivismo, gracias sobre todo a una ideologización de las ciencias humanas, ha desmitizado la sacralidad de la conciencia; el desarrollo tecnológico ha concurrido a alimentar el mito ilusorio de un progreso indefinido, del cual el hombre es artífice único e indiscutido. La revolución industrial ha completado este proceso de totalización. La tendencia predominante es, pues, desterrar toda sorpresa en beneficio de la integración, suprimir la libertad en beneficio de la necesidad, imponer, en definitiva, un modelo de conocimiento basado en la claridad en los cambios y el rigor en las operaciones, haciendo de la organización el valor supremo y excluyendo la espontaneidad y lo imprevisible, considerados como residuos subjetivos de una mentalidad precientífica.

Evidentemente, esta concepción del hombre tiene como resultado fatal la marginación, sin reservas ni elementos, de lo divino. Dios no es ya rechazado, sino simplemente ignorado, considerado corno una realidad insignificante, como el residuo de un mundo simbólico, ingenuo y primitivo, que ha perdido ya toda consistencia. La ciencia moderna, convertida en hegemónica, considera verdadero sólo lo que es cuantitativamente perceptible e incluido en relaciones causales, lo que es controlable y por lo mismo está sujeto a dominio y a manipulación. De ahí se sigue que es absolutamente implanteable el problema religioso y que carece de sentido la pregunta misma sobre Dios.

El hombre se transforma así en autocreador; se convierte en el fundamento de los significados y valores, rechazando cualquier forma de dependencia y sintiéndose dueño absoluto de su destino. La oración contemplativa es considerada en este contexto una alienación inútil, una forma de distracción de los compromisos reales y de compensación estéril e ilusoria ante las frustraciones de la vida cotidiana. La eliminación del horizonte de la trascendencia y del misterio y la "cosificación"de la existencia humana hacen del todo insignificante el espacio de la poesía y del mito, de la gratuidad y del don, del éxtasis místico y de la acción de gracias. La civilización del dar y del hacer anula el recibir y el ocio contemplativo. Las lógicas de la eficiencia productiva y del consumismo, que son las lógicas dominantes, producen una especie de desencanto respecto a todo lo que no es valorable en términos de utilidad pragmática y de transformación estructural y sociopolítica.

Esta interpretación del mundo y del hombre muestra hoy, sin embargo, todos sus límites. La autosuficiencia humana está produciendo la muerte del hombre creador y auténtico; el progreso tecnológico revela sus ambigüedades fatales y sus trágicas contradicciones. Está en marcha un proceso de deshumanización, que tiene sus raíces en los pesados desequilibrios económico-sociales que alimentan estados de opresión y focos de violencia y de guerra, pero sobre todo en el consumismo desenfrenado, fin de sí mismo, que genera una mentalidad atrincherada en la posesión, reduciendo al hombre a esclavo de las cosas y expropiándolo de su dignidad y libertad propias.

En este cuadro la oración contemplativa puede reconquistar todo su valor. Ayudándonos a captar la dimensión mistérica, y por lo mismo no objetivable de la realidad, se convierte en un verdadero antídoto frente a las lógicas perversas de nuestra sociedad, en cuanto que alimenta en el hombre el sentido de la gratuidad y de la sorpresa y lo abre al horizonte de lo absoluto y lo incondicionado, en definitiva al horizonte de la trascendencia, de la cual nace la esperanza.

II. La oración en la historia de la salvación

Pero la recuperación de la oración como dimensión esencial de la vida no es para el cristiano sólo respuesta a una necesidad cultural; es una exigencia irrenunciable de la fe. Existe una interdependencia esencial entre fe y oración. En efecto, si es cierto que para orar hay que creer, es igualmente verdad que para creer es preciso orar. Es más: si la fe es encuentro y diálogo con Dios, entonces la oración es fe "expresa", es el momento en el cual la relación con el Señor asume el carácter de obediencia y de respuesta.

Esta es la lógica que caracteriza a la historia de la salvación, como viene desplegándose en el cuadro de la revelación bíblica.

1. EL CAMINO DE ISRAEL. La originalidad de la oración judía resulta comprensible solamente en el contexto de la antropología de la alianza. El tema de la alianza expresa la relación dinámica de Israel y de su Dios y al mismo tiempo precisa la interpersonalidad dialógica que cualifica esta relación. Dios es el que llama al hombre, le habla, lo conduce, obra respecto a él de modo soberanamente libre; él se encuentra en el hombre de modo análogo a como las personas s0 encuentran entre sí. Pero, a la vez, es un Dios trascendente, distinto, creador de todas las cosas, y por lo mismo también señor del hombre. La alianza designa la posibilidad de la comunión, pero al mismo tiempo pone el acento perentorio en la distancia. Yhwh no puede ser representado ni nombrado, pero no obstante se revela en la trama compleja de las relaciones humanas, dentro de la historia. Israel descubre así su identidad y el sentido de su camino en la experiencia que realiza de un Dios presente y ausente, con él y más allá de él.

La oración del AT es el reconocimiento de la acción de Dios en la historia. No tiene su iniciativa en el hombre, no asciende a Dios movida ante todo por el deseo y la necesidad, sino que es provocada y hecha posible por la iniciativa del Señor. Por eso el acto fundamental es la escucha de la llamada de Dios (Di 4,1; 6,4). Pero la llamada de Dios es a la vez una exigencia y una promesa: implica, pues, una respuesta de obediencia al Dios que salva (Sal 95; Dt 30,20).

El creyente vive la oración en el cuadro de dos experiencias aparentemente contradictorias: la experiencia de la proximidad de Dios, de su paternidad, y la experiencia de la majestad de Dios, que suscita temor y espanto. Las dos experiencias están juntas: el Dios cercano permanece siempre lejano, y el Dios lejano es percibido como cercano: "Si yo soy padre, ¿dónde estará el honor que me pertenece? Y si soy señor, ¿dónde el respeto que se me debe?" (Mal 1,6).

La ambivalencia de esta situación constituye una prueba constante para la fe y provoca una interiorización cada vez mayor de la oración, favoreciendo el desarrollo de una profunda comunión con Yhwh. Los salmos, que son un intento de traducir en oración la historia del pueblo, hacen transparente el aspecto dramático de la salvación. En ellos se pone de manifiesto la conciencia de que Dios está actuando y que el hombre se encuentra misteriosamente incluido en su proyecto. La oración de los salmos es, en definitiva, expresión de la pobreza y precariedad humana y de la espera confiada del don de la gracia del Señor. El oprimido busca en Dios su refugio (Sal 57,2; 59,17; 64,11), busca protección en su proximidad (Sal 17,8; 61,5). Su alma espera en silencio la ayuda del Señor (Sal 27,14; 62,2.6). La confianza, nuevamente recuperada, le hace comprender la felicidad de la comunión con Dios, que le parece más preciosa que todos los bienes de este mundo (Sal 16,5s; 63,4; 16,2; 27,8s). La oración constituye así la atmósfera en la cual Dios inspira al hombre el deseo de la eterna comunión con él y le infunde la esperanza de obtenerla.

Pero la oración es sobre todo el lugar donde Israel descubre, de modo siempre inadecuado, el rostro de Dios, su esencia, que es la absoluta trascendencia. En la Biblia lo que impide la formación de concepciones erróneas sobre Dios lo constituye la prohibición de las imágenes (Ex 20,4s; Is 40,18). El Dios de la revelación no es circunscribible, porque circunscribe a todo lo demás sin que jamás pueda ser aferrado y captado por nada. Su rostro es el de la novedad, la sorpresa, de la imprevisibilidad instauradora.

La oración se convierte en el momento privilegiado de la toma de conciencia de esta novedad. Ella es al mismo tiempo memoria de las grandes gestas de liberación realizadas por Yhwh, y anuncio, profecía y promesa de lo que está por venir. Como tal, la oración es revolucionaria, porque es estímulo a asumir la existencia, personal y comunitaria, para transformarla según el proyecto del Padre; en ella y a través de ella adquiere consistencia el compromiso por la justicia y la liberación humana, porque el Dios siempre nuevo es el fundamento de la posibilidad de renovar el mundo.

Los profetas insisten en esta valencia. Para ellos la oración es el culto de la vida y de la historia; es el lugar del cual hay que partir para introducirse aún más en la realidad y vivir la gran aventura del amor hasta el cumplimiento de la promesa del Señor. El acento se coloca todavía preferentemente en el aspecto de la petición, pero progresivamente va purificándose, según crece la conciencia de que el Dios de la Biblia no es un Dios "tapagujeros", al que se puede invocar para que responda a las necesidades de los hombres, sino que es más bien un Dios que amplía los enigmas del mundo, según se desprende de los diálogos del libro de Job (7,1-20; 19,1-9; 23,3-8; 27,2-5). Es un Dios exigente, que desea que el hombre asuma con valor su responsabilidad y viva con dignidad su existencia. La oración de Israel es en definitiva lucha, conflicto, dialéctica; es invocar a Yhwh como la última esperanza, el sentido definitivo, sin sustraerse a la búsqueda de los significados inmediatos de las cosas y, sobre todo, sin faltar al propio compromiso histórico.

2. LA EXPERIENCIA DE JESÚS. La oración recibe en el NT, gracias a la experiencia de Jesús, la plenitud de su significado. Él recoge la tradición orante de Israel, pero al mismo tiempo la supera. En las horas difíciles, cuando se trata de llevar a cabo la misión que el Padre le ha asignado, Jesús ora: en el momento del bautismo y de la unción del Espíritu en el Jordán (Lc 3,21); cuando el pueblo le rodea con sus afanes (Mc 1,35; 6,46); antes de la elección de los apóstoles (Lc 6,12); antes de conferir a Pedro el primado (Lc 9,18); antes de la transfiguración (Lc 9,28); antes de la pasión (Mt 26,36ss).

La oración de Jesús expresa su total adhesión al designio del Padre; una adhesión que es confianza y aceptación, es reconocimiento de su condición de Hijo, y por lo tanto de la intimidad que le liga a él. Cristo, por otra parte, atestigua en lo más profundo de su naturaleza el diálogo entre Dios y la realidad creada, pero sobre todo entre Dios y el hombre. Él es la palabra de Dios que viene del Padre y que desde siempre se actúa en el movimiento amoroso de respuesta al Padre en el Espíritu; pero, a la vez, es la palabra del mundo y del hombre, que en su origen y en su desarrollo es la imagen, puesta libremente por Dios, de la Trinidad inmanente.

La oración de Jesús es, pues, la toma de conciencia no sólo de haber sido hecho por la palabra de Dios, sino de ser la palabra de Dios: orar es para él reconocerse a sí mismo, vivir la autoconciencia de su ser. Tal oración expresa además la atención de Jesús al plan del Padre; es maduración de las propias elecciones en el signo del proyecto del Padre y adhesión incondicionada a su voluntad.

Al orar, Cristo manifiesta su soledad: una soledad que no nace de la pobreza, sino de la riqueza. El es consciente de su filiación divina: el misterio único, original, irrepetible. Por esto Jesús se retira a solas a orar. No le basta hablar con los hombres; advierte un vacío que sólo el Padre puede colmar, una profundidad de deseo que sólo el Padre puede comprender y compartir.

La oración es siempre de algún modo expresión de la soledad del hombre, que se siente peregrino hacia Dios y extranjero aquí abajo, nunca perfectamente integrado, nunca suficientemente comprendido. Cristo es el que ha vivido en los términos más radicales este aspecto de la condición humana que no es posible enmascarar. ?or lo demás, la búsqueda humana tiene en sí la orientación hacia una esperanza, cuyo cumplimiento no es de este mundo. Las cosas de esta tierra, incluso las mejores, son imágenes de Dios, vestigios de su presencia, pero no Dios. La oración es, pues, el signo de que el hombre está hecho para Dios; y es a la vez un intento impaciente de acelerar el tiempo para encontrarse con él.

3. LA ORACIÓN DE LOS CRISTIANOS. La oración de Jesús es la norma de la oración cristiana. Ella es, en efecto, en su significado más profundo,'un ir "por Cristo al Padre" (Ef 5,20; Col 3,17). La oración cristiana debe por eso hacerse "en el nombre de Jesús" (Jn 14,13s;15,16;16,23.26), porque, en la medida en que esto se verifica, somos sinceramente escuchados (Mc 11,24; Jn 14,13s; 15,7.16; 16,23.26). Mas orar en el nombre de Jesús significa orar por su autoridad y por medio de él, es decir, conforme al verdadero conocimiento de Dios "en espíritu y verdad" (Jn 4,23-24); orar "en el nombre de Jesús" indica así la única forma de adoración que es posible a los hijos de Dios, a aquéllos a quienes Cristo ha descubierto el acceso a la realidad y que han nacido del Espíritu (Jn 3,5).

La verdadera profundidad de la oración cristiana hasta la mística, en la cual el hombre experimenta la unión con Dios y su voluntad amorosa de modo oscuro e inexpresable es "en el Espíritu". El Espíritu es el que ora dentro de nosotros: "El mismo Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom 8,16). Él es el que grita en nosotros "Padre" (Gál 4,6); él es el que asume nuestra debilidad humana e intercede por nosotros "con gemidos inenarrables" (Rom 8,26).

Pero el Espíritu es don: don que exige ser acogido con una respuesta soberanamente libre. La oración, como la fe, no es la conclusión de un razonamiento, sino un acto de libertad. Pertenece a la dimensión del don ofrecido y acogido, lo cual significa que supone en el hombre una actitud receptiva, la disponibilidad incondicionada a recibir la gracia del Espíritu.

La originalidad de la oración cristiana está en su inserción en el misterio de la fidelidad de Dios, que crea a su pueblo en comunión con él. El culto espiritual de la nueva alianza es ante todo la existencia cristiana, en cuanto existencia en Cristo, que nos ha reconciliado con el Padre.

En un mundo como el nuestro, que presume de tenerlo todo y de explicarse por sí solo, es difícil pedir, reconocerse pobres. Pero esta situación de contratiempo puede vivirse como ocasión para purificar la oración, dejando espacio a la iniciativa divina, que va más allá de nuestros esquemas y de nuestros deseos; puede convertirse en el contexto desde el cual recuperar la oración como puro diálogo de amor, en el cual el hombre aprende a distinguir lo que tiene significado de lo que es vano, a descubrir que la salvación de Dios actúa como una semilla dentro de la historia. En realidad, se nos ha concedido ya el "anticipo del Espíritu" y se nos ha confiado para que crezca (2Cor 1,22; Ef 1,14).

La oración cristiana es de este modo la expresión más alta de la fe y la medida más segura de su autenticidad. Es expresión de fe, en cuanto que revéla aquel misterio de filiación que está en lo profundo de nosotros; pero sobre todo en cuanto que es conciencia de dependencia y a la vez de gozosa gratitud por la presencia de Dios en la historia humana. Es la medida de la autenticidad de nuestra fe, en cuanto que nos estimula a la conversión ante la palabra que juzga y salva, purificándonos de toda idolatría y abriendo nuestro deseo a la percepción del amor infinito.

III. Oración y compromiso ético

El análisis bíblico-teológico ha demostrado ya la vinculación de la oración cristiana al acontecer humano e histórico. Sin embargo es útil recoger y profundizar algunas dimensiones de la oración que permitan recuperar su fecundidad en relación con la vida moral, de la cual debe ser fundamento y fuente.

1. EXPERIENCIA DE DIOS EN LA VIDA. La oración cristiana tiene el carácter de la experiencia. Implica la captación radical de todo el hombre y una captación existencial de todas sus potencialidades. Es tener experiencia de Dios, estar poseídos por él, habitados por él.

La experiencia implica la conciencia de una relación; es, en otras palabras, la refracción de una situación y de un acontecimiento en un sujeto capaz de percibirla, en el que se encuentra directamente implicado. Exige una participación real en el acontecimiento y la capacidad de captarlo reflejamente en lo profundo del espíritu.

La experiencia cristiana de Dios es una experiencia personal e irrepetible del Dios creador y redentor en lo profundo del hombre. La teología ha expresado este concepto a través del misterio de la inhabitación trinitaria: el Padre, el Hijo y el Espíritu moran en nosotros, de forma que nuestra vida es su vida. No somos ya nosotros quienes vivimos, es Dios mismo el que vive en nosotros; "somos vividos" por él. Dios está en lo más íntimo de lo íntimo de nosotros; es la profundidad de nuestro ser y de nuestro vivir.

La oración es el encuentro satisfactorio con el eterno siempre presente; es participación en el ritmo poderoso de una trascendencia que unifica el atomismo de una existencia pulverizada. Es, pues, una experiencia de solidez fundamental. Como tal, no se la puede reducir a una serie de actos, sino que es antes de nada un estado, un habitus, una actitud profunda, un modo de estar en el mundo. El hombre, en la experiencia de la oración, se presenta a sí mismo como lo que es, en su desnudez, y por tanto en la autenticidad de su naturaleza sin andamiajes subrepticios y defensivos, sin coberturas de ninguna clase. Mas todo esto sucede en un contexto de amor, que rescata el límite y hace aceptable la toma de conciencia de la propia pobreza y del mismo pecado.

Esta experiencia de sí mismo es un hecho vital, que afecta radicalmente a las relaciones humanas. La oración como diálogo con Dios debe madurar a la vez en la capacidad del diálogo con los otros. En realidad existe una línea de continuidad entre la capacidad de diálogo con los hombres y la capacidad de diálogo con Dios. La relación humana madura se realiza en la escucha del otro, porque sólo escuchándose entran las personas en comunión entre sí. Hablar es expresarse uno mismo a otro; escuchar es acoger al otro en sí; responder es aceptar al otro. Todo encuentro humano auténtico exige de algún modo la fe. La interioridad del hombre es una interioridad oculta; es misterio íntimo y personal, al cual no es posible echar violentamente la mano desde fuera. La verdadera relación personal tiene lugar solamente cuando la persona se abre en la libertad al otro y éste acepta en la fe aquella libre autorrevelación y responde en la fe, puesto que a una persona sólo le es posible creer o no creer.

La oración es en este sentido experiencia del otro como diverso de nosotros, en lo irrepetible de su personalidad y de vocación. Es experiencia del hombre en la experiencia de Dios, y a la vez experiencia de Dios en la experiencia del hombre. En esta circularidad consiste, por lo demás, el sentido último de la identidad cristiana. No podemos amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos a los hermanos que están a nuestro lado; mas, por otra parte, se nos da la posibilidad de amar, porque Dios nos ha amado él primero, porque el amor de Dios habita en nuestros corazones mediante la presencia del don del Espíritu. El testimonio del amor a los hermanos es para el creyente la consecuencia de ser amado, es decir, del hecho de estar poseído por el amor. La vida cristiana quizá pueda parangonarse .-según la feliz imagen de D. Bonhtiffer- aun coral para órgano de Bach: un coral cuyo cantus firmus es el amor de Dios, y el contrapunto el amor de las criaturas. La existencia reconciliada es una polifonía de la caridad. Su fuente y estímulo es la oración, porque en ella la acción y el testimonio encuentran su verdadero'y último sentido.

El encuentro con Dios se realiza en la vida. La oración cristiana es el momento en el cual las relaciones históricas se ponen en relación con la relación esencial: en la perspectiva abierta por el futuro de Dios, la historia es aceptada, construida y contestada. Y la vida encuentra su unidad en cuanto vida ofrecida al Padre, que se convierte en servicio del mundo y por el mundo. El cristiano, en efecto, está empeñado en promover la justicia, la libertad, la paz; en construir una ciudad fraterna según el designio de Dios. La oración debe expresar la espera de la creación, pero sobre todo debe celebrar la pascua del universo como salvación para el mundo.

Silenciosa como la vida profunda y simple que no encuentra expresión adecuada, ofrecida como la palabra dirigida al que nos interpela, suplicante como el grito que rechaza la muerte, gozosa como el canto de las maravillas de la creación, tal es la oración de la vida. Ella sostiene la decisión humana haciendo que el hombre supere el riesgo de la dispersión y devolviéndole el gusto de lo irrevocable. Los conflictos de la historia se recomponen en una síntesis siempre nueva y el tiempo encuentra su verdad en el contacto con lo eterno; es rescatado, redimido.

La oración nos capacita para dominar el tiempo, que a menudo se nos escapa de las manos, y a la vez para acogerlo en la riqueza de ocasiones que nos ofrece. Pero sobre todo nos permite devolverlo a Dios que nos lo ha dado, recogiendo las horas que vivimos como se reúne un ramillete de flores para ofrecerlo. La vida entera se transforma así en oración (1Tes 5,17), mantenida por una fidelidad tejida de silencio, de atención, de vigilancia constante para evitar que se disperse el hilo de agua que brota de la fuente largo tiempo buscada, descubierta en un instante de gracia. Una fidelidad rebosante de lucidez y de coraje, de ingeniosidad para excavar la tierra, limpiarla, librarla de la maleza, porque es preciso vigilar constantemente la tierra si no se quiere que se vuelva árida e improductiva. Una fidelidad abierta, dinámica, creativa, que deja espacio a la imaginación para que corra el agua viva cuando el arroyo se vuelve escaso y el sabor del agua demasiado habitual. La fidelidad, en efecto, es recuerdo e invención, memoria dirigida hacia el futuro. En el corazón de nuestra oración está hoy Cristo, que era ayer y que será mañana. El cristiano que ora conmemora su venida y apresura su vuelta.

La función esencial de la oración está en unificar fe y vida en torno al valor absoluto, que es Dios. La oración es a la fe viva como la reflexión a la vida. La reflexión sobre la vida cumple una doble función: conciencia y crítica de los hechos. Lo mismo la oración para el creyente tiene la función de dar conciencia, de expresar lo vivido y de criticarlo. Ella le ofrece el modo de ejercitar una constante comprobación de la fe, de vencer la tentación de la idolatría para reconocer y adorar al verdadero Dios. Ella hace memoria del significado universal que posee la vida más allá de sí misma, del valor inestimable que le viene de ser participación de la vida del viviente y de su inserción en el gran proyecto de amor que rige el universo.

En este sentido la oración no se identifica del todo con la vida. Es la verdad por encima de la vida y más allá del mundo: una verdad mediante la cual la vida adquiere su justa dimensión y el mundo su transparencia profunda.

2.EXPERIENCIA DE LA VIDA EN DIOS. La experiencia de la oración supone para que se la adquiera un modo de mirar la realidad y al hombre radie te en contraste con las instancias dominantes en la cultura de nuestro tiempo.

La gran oración se caracteriza ante todo por la lógica de la gratuidad. No es antes de nada un pedir para tener, sino un responder a Dios para ser. La fe está íntimamente ligada a la percepción de la gratuidad ya que en ella alcanzamos una realidad que no tiene medida de comparación con nuestro esfuerzo, sino que es don, profusión, generosidad sin retorno. El universo que nos rodea nos permite intuir algo de esta prodigalidad. El mundo entero se le ofrece al hombre en su inextinguible esplendor. También la experiencia de la acción está penetrada por la gratuidad: las maduraciones más profundas llegan de improviso, imprevisibles, sorprendentes. Pero sobre todo en el mundo de las personas es donde tenemos realmente experiencia de la fecundidad del don.

La oración es por definición improductiva. La lógica que la cualifica se opone radicalmente a las lógicas eficientistas y utilitaristas que constituyen la base de la civilización occidental. En efecto, es una lógica que supone la toma de conciencia de la utilidad de las cosas inútiles, como el juego, el mito, la poesía, el amor; que exige como terreno de instalación un modelo antropológico diverso, centrado en el sentido del misterio y en la disponibilidad a la escucha y la receptividad. En la oración lo determinante es la libertad del amor. Ello no excluye, obviamente, la petición, porque el que ama interpela más que nadie al amado. Pero su petición ha superado la preocupación de lo útil, de lo que sirve, para convertirse en deseo del otro, en don de sí mismo a él. Para la oración, como para el amor, pedir significa darse.

La perspectiva de este enfoque impone hoy al creyente, en primer lugar, la exigencia de una revisión y de una purificación de la actitud de intercesión. La invocación de la ayuda de Dios no se puede separar del compromiso concreto del hombre de resolver sus problemas históricos mediante la ciencia, la técnica, el trabajo y la política. La oración de petición no ha de concebirse como demanda de que Dios haga las cosas en lugar nuestro. El que toma en serio la autonomía del mundo y la responsabilidad del hombre no puede hacer de la oración una coartada o una fuga; y mucho menos puede abandonarse a una resignación fatalista respecto a la historia. Por el contrario, debe ratificar su voluntad de salir del mal, de superarlo, sabiendo que Dios exige ese esfuerzo.

La petición nace entonces de la conciencia de la contingencia y de la precariedad humana, de la necesidad de invocar más allá de la propia libertad a otra libertad, confiándose a Dios para disponerse a hacerse nuevamente cargo de sí mismo y de las cosas en el signo de un proyecto de constante renovación. Sólo así petición y compromiso, lejos de excluirse, se relacionan estrechamente entre sí y se apoyan recíprocamente.

Sin embargo, la oración culmina en la contemplación, en la mística, en el encuentro, en el diálogo, en la participación, en centrarse no ya en sí mismo y en la propia expectativa, sino en Dios y en lo que él espera de nosotros. Es sobre todo escucha y respuesta a Dios que habla. La búsqueda de Dios es paralela al descubrimiento de la profundidad del propio ser y del ser de las cosas. La vida mística se caracteriza por la conciencia de la presencia de Dios en sí y en el mundo como el Dios del amor. Como tal es don divino, que por otra parte no puede ser alcanzado si no se camina expeditamente y con paciencia por el duro sendero de la propia purificación interior, si no se consiente en desvelar (o reconocer) la profunda miseria propia y no nos abandonamos a la misericordia y al perdón del Padre.

El crecimiento en el difícil camino de la oración es, por tanto, en definitiva, consecuencia de una ascesis que tiene su origen en la conciencia de la contingencia del mundo y en el descubrimiento de la única cosa necesaria que es preciso buscar con todo nuestro ser: el reino de Dios y su justicia.

La oración recupera de este modo la plenitud de su significado. Se convierte en fuente de la decisión humana única e irrevocable, la de vivir a la escucha de la palabra de Dios y en el compromiso de fidelidad a su proyecto en la historia.

[/Religión y moral].

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G. Piana