FEMINISMO
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Origen y significado del término.

II. El despertar de una conciencia ética femenina:
1. En el pensamiento laico;
2. En la reflexión cristiana:
    a)
Relectura bíblica,
    b)
Relectura histórica
    c) Relectura teológica.

III. La mujer en la tradición evangélica:
1. Jesús y las mujeres:
    a)
La mujer en la perspectiva del reino,
    b) Su
peración de la ley,
    c) Superación del templo,
    d)
Superación de la imagen patriarcal de Dios;
2. Las mujeres y Jesús:
    a)
Discípula,
    b)
Profetisa
    c) Apóstol;
3. La comunidad primitiva.

IV. La mujer en la reflexión teológica tradicional:
1.
Inferioridad fisiológica;
2. Inferioridad moral;
3. Inferioridad jurídica.

V. La mujer como sujeto inquieto en la tradición cristiana.

VI. El feminismo en el horizonte ético: del asentimiento a la elección:
1.
Feminismo como memoria;
2. Feminismo como pensamiento de la diferencia;
3. Feminismo como pensamiento de la convergencia.

 

I. Origen y significado del término

Se entiende por feminismo un movimiento cultural y político de amplias dimensiones, articulado y complejo, que hace de los problemas relativos a la condición femenina el centro de la reflexión y de la acción.

Muestras aisladas de una conciencia clara de la marginación de la mujer pueden detectarse con cierta frecuencia y duración a lo largo de la historia. Con todo, el así llamado feminismo nace a comienzos del siglo xlX con el despertar de una toma de conciencia colectiva. En efecto, tanto los ideales de igualdad, fraternidad y libertad propugnados por la revolución francesa, como la incipiente industrialización con los correspondientes y preocupantes problemas de un mundo del trabajo radicalmente transformado y que favorecían la formación de la conciencia obrera, unos y otra habían sentado las bases ideales y materiales para que las mujeres, afectadas de lleno por las dos revoluciones, comenzaran a reflexionar sobre su propia situación existencial y social. Este primer feminismo, que se fue constituyendo lentamente hacia finales del siglo pasado y que albergaba cierta variedad de posturas por la pertenencia de las mujeres al área liberal, socialista o católica, se nutría del análisis y lograba su fuerza reivindicatoria en los principios de igualdad y de emancipación. La conciencia de la misma dignidad, de naturaleza y de persona, de la mujer (igualdad) y la consiguiente necesidad de sustraerse a un estado de dependencia multisecular al hombre (emancipación) fueron los fermentos que alentaron a los movimientos feministas hasta los recientes años sesenta y que, tras duras luchas, se han visto concretados a nivel social y político en los derechos fundamentales de la persona humana, hasta hace un siglo impensables para la mujer: del derecho al estudio, al voto político, de la igualdad retributiva a la igualdad de derechos en la familia.

Estas conquistas, sin embargo, representan sólo la primera etapa de un proceso en curso de alcance todavía imprevisible, al menos parcialmente. Un segundo feminismo, en efecto, ha tomado las riendas en los años sesenta, con nuevas exigencias. Este feminismo no se inspira ya ni tiene su fuerza motriz en el concepto de emancipación, que se supone adquirido, al menos parcialmente, sino en el de liberación, entendido o como proceso interior tendente a hacer de la mujer un sujeto autónomo, con la mira puesta en el descubrimiento de una identidad específica, o como cambio de las disposiciones institucionales y de los modelos culturales, en orden a la construcción de una sociedad a la medida de la persona humana (varón-hembra) y no sólo del varón exclusivamente.

II. El despertar de una conciencia ética femenina

En cuanto fenómeno global, el feminismo ha supuesto sobre todo la formación en la mujer de una conciencia ética como reconocimiento de la propia subjetividad autónoma y como capacidad de elegir y de actuar. La conciencia de sí, por tanto, no sólo hace relación al problema del sentido de la propia existencia, sino que constituye también el fundamento del proyectarse uno mismo, del determinar la propia vida más allá de esquemas preestablecidos y prejuzgados. Una nueva relación personal se establece en el uno mismo, entre el uno mismo y el mundo, entre el uno mismo y lo trascendente, no ya siguiendo normas externas e inflexibles a las que adherirse obedientemente, sino a la luz de una conciencia autónoma formada en la escucha de la razón y, en el caso del creyente, también de la palabra. Se trata, pues, de cambios profundos, acaecidos no sólo en el interior del mundo femenino, sino también en su relación con la sociedad y con la Iglesia.

1. EN EL PENSAMIENTO LAICO. Esta autocomprensión ha llevado en primer lugar al cuestionamiento de una cultura que presentaba como naturaleza femenina (débil, pasiva, emocional) lo que no era sino una construcción ideológica de la visión androcéntrica (hombre-macho = fuerte, racional, parámetro y centro del universo); pero ha llevado también al intento de reconstrucción de una identidad esencial, haciendo pasar por la criba de la crítica el concepto mismo de naturaleza. Más allá de la compleja problemática y de las hipótesis que constituyen el objeto continuo de la reflexión antropológica, histórica y filosófica, resulta interesante la recuperación, por parte de la mujer, de la conciencia y del respeto del propio cuerpo [! Corporeidad]. Conocerlo es ante todo acogerlo y vivirlo en la serena aceptación de sus manifestaciones fisiológicas, valorando cada una de las etapas del proceso vital femenino en la plenitud de significado de sus momentos, lejos, por tanto, de los tabúes ancestrales que hacían del cuerpo algo impuro (menstruaciones), débil (embarazos) e inútil (climateno). La mujer quiere sustituir la aceptación, a menudo inconsciente por la elección y la responsabilidad de cómo regular los procesos biológicos, de manera que el cuerpo deje de constituir un lugar de opresión. La maternidad, en concreto, quiere dejar de ser un destino padecido pasivamente y ser, en cambio, una elección de amor y, sobre todo, una experiencia positiva de vida vivida en una nueva dimensión afectiva solidaria, que comprometa de forma siempre creciente al compañero y a la sociedad. Esta última, en efecto, a través de estructuras adecuadas (hospitales organizados en torno a las necesidades de la mujer y del niño, consultorios, guarderías, centros socio-sanitarios, horarios de trabajo flexibles para el padre y la madre...), debería asumir la maternidad como un valor suyo, favoreciendo lo más posible la humanización del acontecimiento. El feminismo laico pide, pues, una nueva y total definición de valores y estructuras entre público y privado. Tambien hay que ver bajo esta luz la superación de una concepción del papel doméstico como algo natural y exclusivo de la mujer. Y si el trabado del ama de casa debe considerarse productivo y socialmente útil no se puede, por otra parte, descuidar la importancia del trabajo realizado fuera de casa, al desarrollar el valor de la autonomía y dar satisfacción a necesidades tan fundamentales como son la seguridad y la identidad social. Pero incluso el mundo del trabajo sigue aún organizado por varones y destinado a ellos. El feminismo exige, por consiguiente, una transformación del vivir asociado, con el fin de crear juntos, mujeres y hombres, un modo nuevo de vivir la afectividad, de trabajar, de participar, de estar en una sociedad de dimensiones humanas reales (femeninas y masculinas).

2. EN LA REFLEXIÓN CRISTIANA. Los cambios introducidos por el feminismo en el campo cultural y social no podían menos de repercutir profundamente también en la cristiandad. El hecho de que Juan XXIII individuara en la cuestión femenina uno de los signos de los tiempos de nuestro mundo contemporáneo ha significado abrir espaciosa una reflexión acerca de la naturaleza y la función de la mujer en el plano de la salvación. Heredera de esta atención nueva por parte del magisterio eclesiástico a las realidades femeninas es la carta apostólica Mulieris dignitatem, de Juan Pablo II (15 de agosto de 1988), una meditación llena de sensibilidad y fuente de importantes sugerencias para ulteriores estudios y reflexiones.

En efecto, la conciencia que la mujer está adquiriendo de su propio papel eclesial en razón de que es, en paridad con los otros bautizados, discípula de Cristo, con las responsabilidades proféticas, sacerdotales y regias que de ello se derivan, está demandando una revisión atenta de nuestro patrimonio tradicional, presupuesto necesario para superar fronteras y proponer anticipaciones proféticas.

a) Relectura bíblica. Analizando los textos bíblicos se cae en la cuenta de que éstos reflejan la visión patriarcal de la cultura hebrea. De acuerdo con las leyes de la encarnación, la revelación tenía que expresarse necesariamente en el lenguaje androcéntrico, limitando la imagen de la persona humana en su doble especificación masculina y femenina. El conocimiento, por tanto, de las condiciones reales de la mujer en el ámbito bíblico y de la justificación ideológica de su condición subalterna constituyen un primer paso indispensable para saber discernir entre los valores de fondo (la palabra de Dios llamando a la fe, la esperanza y el amor) y las mediaciones culturales-contingentes (mujer sometida y excluida).

En la historia de la salvación, sin embargo, también se constata la presencia de la mujer en el desempeño de papeles importantes, que es preciso redescubrir y valorizar como tales: las "matriarcas" (Sara, Rebeca), las profetisas (Cuida, María), las líderes (Débora, Judit) son algunas de las figuras mejor consideradas en su protagonismo religioso. Por lo que respecta al NT, también él ha sido escrito por varones y con óptica masculina. Y, sin embargo, el acontecimiento Cristo ofrece una imagen revolucionaria de la mujer, de la que los hagiógrafos no han podido prescindir.

b) Relectura histórica. La sensibilidad actual, con la mirada puesta en detectar y valorar la presencia de la mujer en nuestra tradición, ha planteado no pocos problemas. A la vida femenina, en efecto, siempre se la ha tenido por poco relevante y significativa, hasta el punto de que rescatarla del olvido o poner de manifiesto su valor requiere una relectura de la historia no siempre de fácil realización. Sin embargo, el conocimiento del propio pasado resulta indispensable, ya que constituye el presupuesto del proceso de liberación que hay que llevar a cabo para poder crear una nueva conciencia de la dignidad humana de la mujer.

En concreto, la relectura histórica debería evidenciar tres aspectos:

- Primero: El conocimiento de la opresión sexual. La finalidad del mismo sería la de detectar los motivos ideológicos (culturales, teológicos, morales) que han legitimado la inferioridad femenina y han influido en la práctica a la subordinación de la mujer. Un mayor conocimiento, por ejemplo, de los tratados de moral o del papel a menudo coercitivo desempeñado por el confesor en la vida femenina constituye una base para reconocer una tradición opresiva de la que liberarse.

- Segundo: Las presencias significativas de las mujeres, protagonistas de acontecimientos. La identidad histórica, en efecto, no puede basarse negativamente en las injusticias sufridas, sino que debe encontrar fuerza significante en el testimonio de mujeres que, apelando al evangelio y a la razón, se han erigido, incluso con su oposición y su transgresión, en conciencia crítica y en sujetos éticos. En este sentido la tradición no es tan uniforme como se quiere hacer ver.

- Tercero: La íntima correlación entre experiencias masculinas y femeninas. La reciprocidad de experiencias es un factor importante a la hora de reconstruir la identidad psicológica. La vida entre las mujeres y los hombres no se ha caracterizado exclusivamente por una relación de opresión o de dominio, sino que ha significado un vivir en común, compartiendo responsabilidades, sufrimientos, esperanzas, culpas y anhelos de redención.

c) Relectura teológica. También la teología ha reflejado la visión antropológica dualista y androcéntrica al presentar de Dios una imagen patriarcal y garante de una sociedad discriminadora y jerárquicamente estructurada. Si se quiere que lo femenino no vuelva a ser negado o valorado como algo trivial, sino reconocido como algo positivo, resulta fundamental llegar a una nueva formulación del lenguaje teológico, de forma que en él se incluyan ambos géneros. Es necesario, pues, liberar a la teología (discurso sobre lo divino) y a la antropología teológica (discurso sobre lo humano creado "a imagen de Dios") partiendo también de una experiencia humana diversa: hoy las mujeres entran por derecho en la dimensión especulativa del intellectus fidei. Pero la revisión no debe alcanzar sólo al lenguaje, sino a todos los ámbitos de lo teológico: de la eclesiología, para superar la estructura masculino-piramidal y valorar de otra manera los carismas femeninos dentro de la comunidad eclesial, a la ética, para reexaminar críticamente los lugares tradicionales de la opresión moral de la mujer, ejercida a menudo a través de la dirección espiritual y de la confesión (relaciones sexuales, maternidad, invitación a la sumisión y a la resignación...).

III. La mujer en la tradición evangélica

En tiempos de Jesús la mujer estaba particularmente discriminada, sometida totalmente a la autoridad del marido y marginada en el ámbito religioso: le estaba prohibido el acceso al templo (se le reservaba un atrio adyacente o podía estar con los paganos en un atrio más exterior), se le ponían trabas para el estudio de la ley, su presencia era indiferente a efectos de validez de la celebración del culto en la sinagoga (bastaban diez varones), estaba dispensada de recitar el Shema, la plegaria cotidiana, fundamental para la fe del judío.

En este clima cultural viven Jesús y sus discípulos. El NT está, pues, escrito en un contexto patriarcal; los mismos evangelistas seleccionan materiales y referencias tradicionales a partir de una indiscutible precomprensión antropológica, aunque mitigada por la inversión de valores llevada a cabo por el acontecimiento Cristo.

1. JESÚS Y LAS MUJERES. Tal como lo presentan los evangelios, Jesús nunca adoptó respecto a las mujeres actitudes hostiles o de discriminación: se encuentra con ellas, las interpela, las escucha, les enseña, les reprocha. Ni una sola palabra acerca de la jerarquía de los sexos, y menos aún sobre lo específico femenino. Sin animosidad ni paternalismo, expone a las mujeres el mismo evangelio y es con ellas tan exigente como con los hombres.

a) La mujer en la perspectiva del reino. Aun siendo extremadamente significativo para nosotros el comportamiento de Jesús, sin embargo sus palabras y su actiud no pueden quedar circunscritas a los horizontes estrechos de acontecimientos históricamente contingentes. En este sentido debe quedar claro que la mujer, a pesar de no ser destinataria de un mensaje de salvación específico ni de prescripciones morales exclusivas, también ella está incluida en la perspectiva del reino, en la dimensión ética y no legalista, en la provocación que subvierte las categorías establecidas, en la superación de los convencionalismos sociales y de las instituciones humanas, en la negación de las estructurasen que se sustenta lo sagrado. En el ámbito de esta ética escatológica (proclamación de la cercanía del reino de Dios) es donde la mujer adquiere valoración y libertad. El Magníficat, cantado por una mujer, María, expresa admirablemente la vocación de los pobres, la preferencia de Dios por los que no cuentan en la óptica del mundo. En esta perspectiva, los milagros realizados a instancias o en favor de mujeres, de Caná (Jn 2); a la resurrección de la hija de Jairo (Le 8,40ss), de Lázaro (Jn 11); a la curación de la hija de la cananea (Mt 15,21-28 ),responden a las expectativas de liberación y de reintegración humana de la mujer, signos de la venida del reino.

La presencia femenina se hace patente sobre todo en la superación de las tres estructuras en las que se sustenta la cultura judía: ley, templo y concepto de Dios.

b) Superación de la ley. La hemorroisa que toca a Jesús (Mt 9,2022), la mujer encorvada curada en sábado (Le 13, lOss), la pecadora elogiada (Le 7,36ss), la adúltera defendida (Jn 8,1-11) son la subversión de una ley que con la inviolabilidad del sábado la ideología de lo impuro y la juridicidad inicua e hipócrita del matrimonio tenía encarcelada a la mujer en un sistema agobiante de vetos y prohibiciones.

c) Superación del templo. En contraposición al extrañamiento, discriminación y exclusión que la mujer judía sufría en lo referente al culto, jerárquica y formalmente organizado, Jesús presenta una relación nueva con Dios: la participación igualitaria de todos en un culto interior en Espíritu y verdad. Con la irrupción del reino, el templo ha agotado sus funciones. Resulta emblemático el que esta verdad venga dicha a una mujer, la samaritana, con quien Jesús rompe toda barrera de sexo, raza, nacionalidad o religión (los judíos tenían a los samaritanos por espurios, extranjeros e impuros) (Jn 4).

d) Superación de la imagen patriarcal de Dios. El Dios del que habla Jesús es un "Padre-materno" que engloba las características de lo masculino y de lo femenino (receptivo, protector, tierno, misericordioso). En la parábola de la dracma perdida (Le 15,8s) es una mujer la que representa a Dios y sus desvelos en buscar lo perdido, la que manifiesta un rostro de ternura. Así mismo, Jesús se sirve del mundo femenino de todos los días para ilustrar las características del reino (veáse, p.ej., Le 13,20-21).

2. LAS MUJERES Y JESÚS. Una lectura del evangelio por parte de la mujer y atenta a la subjetividad femenina debe situarse también en otra óptica: las mujeres no son exclusivamente objeto de la atención de Dios, sino también protagonistas en primera persona del mensaje de la salvación. ¿Quiénes son? ¿Cuál es su vivencia del acontecimiento Jesús? ¿Por qué acuden a él? ¿Qué han dejado? Dalas las pocas referencias disponibles, no resulta ciertamente fácil responder satisfactoriamente a estos interrogantes. Se trata, por lo general, de mujeres cuyas posibilidades de elección no son en absoluto fáciles; mujeres en cierto modo libres habida cuenta de sus demandas insistentes e importunas, de sus dudas, de sus hondos anhelos de conocer, de comprender, de comunicar.

a) Discípula. A diferencia de los rabinos de la época, Jesús no sólo no rechaza la presencia de las mujeres, sino que las acoge en el número de sus discípulos. María de Magdala, Juana, Susana, Salomé, María madre de Santiago y otras (Le 8,1-3) siguen al maestro y le son fieles incluso después de muerto, testigos de la crucifixión -mientras los apóstoles huyen- y de la resurrección. Entre estas discípulas itinerantes sobresale con fuerza la figura de María, hermana de Lázaro, tipo del verdadero discípulo que, por encima de convencionalismos, sabe escoger la parte mejor (Le 10,38-41).

b) Profetisa. La función activa de las mujeres puede comprobarse también en el papel anticipador en relación con la fe y los misterios de Cristo. Encontramos así a Isabel, que saluda en María a la madre del salvador; a María, que, asumiendo activamente la venida del hijo, proclama eh el Magníficat el triunfo de Dios en los pobres; a la profetisa Ana, de las primeras personas en reconocer al mesías; a la mujer que unge con aceite perfumado los pies de Jesús en anticipación profética de su muerte (Jn 12,1-11).

c) Apóstol. Si en tiempos de Jesús a las mujeres no se les reconocía la capacidad de atestiguar en un juicio, es a ellas a quienes Cristo se aparece primero en la resurrección, enviándolas a dar a conocer el misterio a los demás discípulos. Magdalena, a quien los Padres denominan apostola apostólorum, cumple plenamente los requisitos necesarios para hacerse merecedora de esa denominación: el seguimiento de Cristo, el ser testigo ocular de la resurrección (He 1,21) y la misión evangelizadora (ICor 9,lss).

3. LA COMUNIDAD PRIMITIVA. Los aspectos comunitarios de esta presencia femenina representan una ruptura dentro del mundo judío y marcan el tránsito de una comunidad jerárquica de poder a una comunidad fraternal del servicio recíproco; de una asamblea litúrgica cerrada, con la comida de separación, a una ecelesia abierta a las mujeres, con la cena de confraternidad; de una comunidad de circuncisos (sólo varones) a una fraternidad de bautizados (pertenencia por encima de las determinaciones sexuales). Ésta es la razón de por qué las mújeres no son figuras marginales en las comunidades primitivas, sino que desempeñan un papel de importancia primordial por su testimonio de fe activa. Mártires, profetisas, misioneras, diaconisas carismáticas, estas mujeres hacen de las Iglesias -que viven en la espera de la inminente venida de Cristo- realidades vivas, articuladas, con diversificación de papeles en su interior. Sólo progresivamente se fueron estructurando los ministerios según el modelo de las instituciones patriarcales existentes, sobre la base de formas tradicionales de autoridad y en consonancia con las estructuras de la época. Con la consolidación del movimiento cristiano las Mujeres van a ver limitadas sus funciones, y para poder desempeñar papeles preeminentes van a tener que buscar espacio en movimientos carismáticos, heréticos o, en cualquier caso, al margen de la "gran Iglesia", la cual irá adoptando cada vez más las formas de la cultura dominante.

IV. La mujer en la reflexión teológica tradicional

La reflexión teológica tradicional adolece de la visión antropológica dualista y androcéntrica de todo el mundo antiguo, para el que el varón es el prototipo del sexo y punto de referencia obligada en cualquier reflexión acerca del ser humano y de sus prerrogativas. Aunque el pensamiento cristiano haya defendido siempre vigorosamente la igualdad de las personas ante Dios, sin embargo ha admitido también la desigualdad de la naturaleza; mientras que al varón lo considera imagen (directa) de Dios, la mujer lo sería sólo indirectamente, puesto que primariamente es imagen del varón (1Cor 11,2-13). De esta manera se han asumido y hecho propias las tres inferioridades (fisiológica, moral, jurídica) que la mujer vivía, reforzándose su peso con el apoyo teológico.

1. INFERIORIDAD FISIOLÓGICA. La definición aristotélica de mujer como "varón fallido", recogida autoritativamente por santo Tomás (S. Th., I q. 99, a. 2), es la que mejor expresa la concepción que nos ha transmitido la tradición sobre el cuerpo femenino. Al considerar al organismo masculino como normativo y ejemplar, al femenino se le ha tenido por defectuoso e incompleto. A la mujer sé la considera, por naturaleza, secundaria (extraída del varón), subordinada (creada en función del varón con vistas a la procreación), pasiva (recibe y alimenta el semen sin que juegue papel alguno activo-creativo), "imbécil" (el cuerpo femenino ejerce influencias sobre las facultades de la inteligencia [falta de vigor racional] y de la voluntad [falta de fuerza de decisión]; es débil), impura (la menstruación es vista como enfermedad y hasta como una consecuencia del pecado original).

Debido a la imperfección de su sexo, a la mujer no se la considera capaz y digna de recibir la sagrada ordenación o de desempeñar papeles que se suponen más adecuados al sexo por antonomasia, es decir, al masculino.

2. INFERIORIDAD MORAL. Como consecuencia de la debilidad fisiológica femenina (debilidad de la voluntad y de la razón), la mujer no es considerada sujete ético, sino lugar exclusivamente de consentimiento, incapaz de elegir. Eva y María representan en la tradición cristiana los modelos antitéticos que proponen a la mujer, por una-parte, la desconfianza en el- uso de la propia razón y, por otra, el abandono silencioso a la voluntad ajena (Dios, confesor, padre, marido...). Eva, causa del mal en la historia por ser rebelde, y la anti-Evá, María -presentada tradicionalmente como símbolo de la escucha obediente-, excluyen en 1a mujer el ejercicio dé la dudó, el preguntarse en libertad por el sentido de la propia existencia y de la propia actuación. La mística de la obediencia tiene en la educación femenina su manifestación más alarmante.

3. INFERIORIDAD JURÍDICA. "La imagen de Dios se encuentra en el varón, creado corno único, origen de todos los demás seres humanos, que ha recibido de Dios la potestad de gobernar como sustituto suyo, como imagen que es del Dios único. Ésta es la razón por la que la mujer no ha sido creada a imagen de Dios" (Decreto de Graciano, q. 5, c. 33).Este fundamento de principio jurídico, según el cual sólo al varón compete la autoridad, ha constituido durante siglos hasta nuestros días, la base para justificar la subordinación femenina en el ámbito familiar, civil y religioso. La debilidad de naturaleza, el ser imagen refleja de Dios y el estar privada incluso de la palabra en la Iglesia (debido a una lectura forzada de la frase paulina: "las mujeres guarden silencio en la asamblea", 1Cor 14,3435) han constituido los pilares de la exclusión femenina de todo ejercicio de autoridad, hasta el punto de que en el concilio de Trento (sesión XXV, c. 9) se establece que incluso las superioras de casas religiosas deben estar necesariamente subordinadas a un miembro masculino de la jerarquía.

V. La mujer como sujeto inquieto en la tradición cristiana

La tradición no es un pasado unívoco y uniforme. El camino de la Iglesia en el mundo no puede quedar circunscrito a experiencias de unos cuantos siglos o a planteamientos ideológicos de determinados períodos históricos. Junto a estructuras innegables de poder, no se puede pasar por alto la fuerza de la -palabra proclamada, que ha impulsado también a la mujer a asumir en primera persona la responsabilidad de la propia vocación bautismal. Recorriendo la historia a la luz del protagonismo femenino se percibe una continuidad, un hilo tenue pero persistente de exigencia de fe activa, de participación consciente, de aceptación de responsabilidades. Pocos han sido los espacios concedidos o conquistados; sin embargo, la presencia femenina en la vida eclesial se ha caracterizado no sólo por la obediencia servil, sino también por ansias e inquietudes, no siempre fácilmente reducibles al silencio. El grito de santa Teresa de Ávila, censurado enseguida por el confesor-inquisidor ("¡Oh rey mío!, tendrá que llegar el día en que todos se conozcan por lo que valen... Vislumbro tiempos en los que no habrá ya motivos para infravalorar espíritus fuertes y virtuosos por el sólo hecho de pertenecer a una mujer", Camino de perfección IV, 1), expresa emblemáticamente la necesidad frustrada del reconocimiento de los méritos propios por encima de la determinación sexual. Pero si Teresa manifiesta de manera singular la conciencia de este malestar, muchas otras creyentes en el pasado, aun sin alcanzar siempre el mismo grado de conciencia, han expresado, sin embargo, exigencias de participación, de corresponsabilidad y, en todo caso, de presencia significativa, en contraste con los continuos intentos por circunscribir a la mujer a ámbitos institucionalmente irrelevantes. La búsqueda de una identidad religiosa propia y de la puesta en práctica de la frase paulina "ya no hay más varón y hembra" en Cristo (Gál 3,28) ha significado para algunas reclamar el derecho-deber propio al estudio y a la palabra autorizada. Desde las cristianas de las comunidades primitivas a las "madres divinas", desde las mujeres de los movimientos a las "santas vivas", nos hallamos en presencia de la toma de conciencia de que el conocimiento de la Biblia y la proclamación del evangelio constituyen elementos inalienables del papel profético de todo creyente, obligación del cual es manifestar al mundo, incluso a través de la predicación, la fe en el acontecimiento salvador.

Las abadesas medievales, que durante siglos desempeñaron de hecho y de derecho con poderes pastorales papeles de gobierno, de guía espiritual y de jurisdicción, son un ulterior testimonio de una tradición eclesial; una riqueza del pasado que posteriormente se perdió y en la que la función de gobierno y pastoral de la mujer formaba parte de la experiencia de vida de la Iglesia.

Las brujas que rechazan las mediaciones masculinas con lo trascendente a fin de recuperar el protagonismo religioso; las herejes de todos los siglos reivindicando el ejercicio del ministerio ordenado; las místicas que captan en el misterio divino la dimensión femenina a fin de superar en él las determinaciones sexuales; las santas, como Brígida, Catalina o Teresa, que testimonian de manera no convencional que son mujeres de fe, todas ellas son los signos de una presencia femenina activa, de un ansia no resuelta de vivir la propia vocación cristiana en autonomía personal y en responsabilidad comunitaria.

VI. El feminismo en el horizonte ético: del asentimiento a la elección

La autoconciencia femenina ha introducido, no sin esfuerzos, a la mujer en la dimensión ética que posibilita a la persona humana expresarse como sujeto responsable. El paso del asentimiento ala elección, que, superando la obediencia a la voluntad ajena y a normas de comportamiento predeterminadas, lleva a deliberar sobre la propia vida con autonomía de juicio, no es para la mujer una operación fácil ni que se dé por descontada. Faltan el hábito histórico y la educación moral que lleven a la independencia propia del espíritu adulto, de forma que el no delegar en otros las propias responsabilidades agudiza la fatiga del discernimiento que toda búsqueda del bien comporta y la sensación de soledad que experimenta siempre la persona ética cuando se encuentra frente a la necesidad de elegir.

Ser, sin embargo, autónomo presupone una conciencia clara de sí y de la propia relación con el otro (ser humano) y, para los creyentes, con el trascendente. La búsqueda de identidad, personal e histórica, resulta un presupuesto indispensable para el feminismo y su voluntad de devolver a la mujer especificidad de vida y conciencia del propio destino.

Son diversos los caminos emprendidos para alcanzar un reconocimiento (identidad) y una realización (autonomía) distintos, no sólo en relación a sí mismas, sino también al varón. Destacan tres aspectos diferentes.

1. FEMINISMO COMO MEMORIA. Tener memoria significa para las mujeres reconocerse en una historia común y dar una nueva consistencia a la existencia propia. Encontrar en el pasado a cuantos nos han precedido, sacar a la luz sus vidas, a menudo ocultas o negadas, es rechazar el olvido en el que se ha mantenido a la existencia femenina y contar de nuevo la historia para ofrecer a la mujer las raíces del propio ser, de la propia experiencia humana, manteniendo vivos los hechos, las ideas, las opresiones, así como las liberaciones y las esperanzas. Memoria no sólo como relato de un hallazgo, sino también como base para abrirse al futuro, para vivir fuera del cuadro de los estereotipos e idear recorridos alternativos. La historia, en efecto, lejos de ser lugar de perennidad, es espejo de contradicciones y de rupturas.

2. FEMINISMO COMO PENSAMIENTO DE LA DIFERENCIA. Un ámbito del feminismo resalta con fuerza la diversa identidad sexual de la mujer y el valor intrínseco de esa identidad. La diversidad, en efecto, debe dejar de ser vivida como lugar de insignificancia y de marginación para vivirse como algo específico y fecundo. En polémica con el pensamiento católico, que en lo específico femenino más que una base de autonomía, ha visto una justificación de subordinación al varón, el pensamiento de la diferencia extrae precisamente su fuerza del saberse diversa del otro (el varón); acepta y valora la propia parcelación, rehusando tanto la pretendida universalidad del punto de vista masculino como la añoranza de la totalidad, de la reunión, de la armonía. La escisión, la fragmentación, la parcelación son, por consiguiente, las condiciones históricas actuales de las que debe partir la mujer para pensar sobre sí misma, definirse a sí misma y proyectarse; no más objeto reflejo poseído y usado por el varón, sino sujeto pensado, contrapuesto y, si no es incomunicable, al menos separado de alguna manera.

3. FEMINISMO COMO PENSAMIENTO DE LA CONVERGENCIA. Aun destacando los aspectos positivos del pensamiento de la diferencia sobre todo por la importancia que da a la valoración de la propia peculiaridad, es necesario que la cultura masculina tome conciencia de sus límites y de su parcialidad, sin que esto signifique querer eliminarla o considerarla totalmente ajena y casi sin posibilidad de comunicación con la experiencia femenina. La antropología ha dejado muy claro que la diferencia sexual no hay que plantearla en términos de dicotomía absoluta. No existen el varón y la mujer como entidades específicas; en ambos coexisten, aunque en proporciones diferentes, elementos tanto femeninos como masculinos. La persona humana es única e irrepetible, fruto del entrecruzamiento de coordenadas espacio-temporales de orden biológico, de psicología y de influencias ambientales. La diversidad, cuya configuración tiene más bases históricas que biológicas, debe dejar de entenderse exclusivamente como lugar de conflictos; el disenso, la contradicción y la pluralidad deben quedar englobados en una ética de la relación entendida como diálogo. La soledad, fundamento de la libertad y de la autonomía de elección, no significa negación del otro, sino posibilidad de definir conjuntamente y en un plano de igualdad, haciendo uso de parámetros nuevos, multiplicidad de itinerarios dentro de la variedad de ámbitos de la existencia. En estas condiciones la diversidad puede llegar a ser un elemento importante de fecundidad, que no humilla al otro con el rechazo o la posesión, sino que lo respeta desde el asombro y la maravilla suscitados por su alteridad inefable. Una diversidad que no es separación de personas incomunicables, sino que, por estar basada en la igualdad, posibilita la alianza, la escucha recíproca, la alegría de abrirse, el proyecto común, bases todas ellas indispensables para poder construir una cultura andrógina.

En esta línea, una correcta Mescripción" del misterio trinitario puede ser de gran ayuda para superar una cultura androcéntrlca y la imagen de Dios Padre, monarca absoluto. La Trinidad, en efecto, es un modelo de diálogo, un lugar emblemático de relaciones dialécticas de diferenciación y de comunión, donde nuestro modo analógico de hablar de Dios puede encontrar un mayor campo de expresión a través de imágenes femeninas y masculinas.

Es precisamente la reflexión trinitaria, y en particular la reflexión sobre el Espíritu Santo, tensión de libertad y de amor, la que puede aportarnos sugerencias importantes en el asunto mujer, ayudando a profundizar en los aspectos diacrónicos y sincrónicos de la fe. Ésta, en efecto, no puede quedar circunscrita a una única dimensión espacio-temporal. No exclusivamente al pasado, al depósito que hay que custodiar, inserto, por lo demás, en límites culturales, como la cuestión femenina ha puesto significativamente de manifiesto. En este sentido, al propio Jesús no se le sigue porque sea un legislador o moralista pedante, sino, a la luz de la resurrección salvífica siempre activa por sus provocaciones éticas que obligan a todos yen cualquier época a la discusión crítica. Ni siquiera puede quedar circunscrita la fe al solo presente, al que, sin embargo, interpela inevitablemente. La escucha de los signos de los tiempos, de las demandas y las esperanzas del mundo en el que vivimos es deber imprescindible de una fe encarnada, pero que hay que completar con la tendencia hacia el reino que ciertamente llegará, con su novedad y con su culminación humana y cósmica todavía hoy no llevada a cabo. Seguimos en camino hacia una transformación de la vida en común, a fin de que mujeres y varones forjen juntos un modo nuevo de ser, de vivir los sentimientos, de trabajar; de dar testimonio.

No se puede, en fin, pasar por alto la dimensión mundial, obligada en cualquier reflexión ética que se haga hoy. La del presente artículo se mueve en un ámbito espacial concreto, el cristiano occidental, en el que la dignidad de la mujer está viviendo un momento histórico afortunado. Pero no es posible ignorar la condición de opresión extrema y de marginación en que viven hoy gran parte de las mueres en el mundo. El conocimiento de esta situación debe ayudar a incrementar nuestra responsabilidad en un compromiso que amplíe su incidencia en las dimensiones personales, sociales, políticas y culturales, con la mirada puesta en un crecimiento común de la humanidad.

[l Corporeidad; l Derechos del hombre; l Familia; l Matrimonio; l Sexualidad].

BIBL. Amplísima. Señalamos únicamente algunas de las obras más significativas en las que se pueden encontrar ulteriores referencias bibliográficas: AA. V V., La mujer, realidad y promesa, PS, Madrid 1989; AA.VV., Mujer y cristianismo, en "Iglesia Viva" 126 (1986); AA.VV., La mujer en la Iglesia, en "Con" 111 (1976); AA.VV., ¿Mujeres en una Iglesia de hombres?, en "Con" 134 (1980); AA.VV., ¿Un Dios Padre?, en "Con" 163 (1981); AA.VV. María en las Iglesias, en "Con" 188 (1981); AA.VV., La mujer ausente en la teología y en la Iglesia, en "Con" 202 (1985); AA.VV., El rostro femenino de la teología, DEI, San José de Costa Rica 1986, 2548; AA. V V., La ricerca delle donne, Rosemberg & Sellier, Turín 1986 AA.VV., La donna nella Chiesa e nel mondo, Dehoniane, Nápoles 1988; AA.VV., Donne alía riscoperta della Bibbia, Queriniana, Brescia 1988; ALCALÁ M., La mujer y los ministerios en la Iglesia, Sígueme Salamanca 1982; AuBERT J.M., La mujer, Herder, Barcelona 1976; BOFILL R., Las mujeres en la Iglesia, mayoría silenciada, en "Misión Abierta" 5-6 (1987) 72-95; CORTINA A., Lo masculino y lo femenino en la ética, en "Moralia" 11 (1989)191203; DE BEAUVOIR S., El segundo sexo, en Obras completas, Aguilar, Madrid 1977; DALI M., La Chiesa e il sécondo sesso, Rizzoli, Milán 1982; DuMAS M., Las mujeres en la Biblia, Paulinas, Madrid 1987; FRIEDAN B., Mística de la feminidad, Júcar, Madrid 1974 ID, La seconda fase, Comunitá, Milán 1976; LAURENTIN R., Jesús y las mujeres: una revolución ignorada, en "Con" 154 (1980) 93-103; MARTAS J., La mujer en el siglo XX, Alianza, Madrid 1980 MUNT M., Un reto feminista: transformar la teología moral, en "Con" 202 (1985) 399-407; PIKAZA X., La mujer en las grandes religiones, Desclée Bilbao 1991; PINTOS M., La mujer en la Iglesia, Paulinas, Madrid 1990; QurRÉ F., Le donne nel Vangelo, Rusconi, Milán 1983; Ruano M., La mujer como creación, en "Moralia" 3 (1981) 3-27; SAN JOSÉ, B., Democracia e igualdad de derechos laborales, Ministerio de Cultura, Madrid 1986; SELADOC, La mujer, Sígueme, Salamanca 1990 SCHÜSLER FIORENZA E., En memoria de ella. Una reconstrucción teológico feminista de los orígenes del cristianismo, Desclée, Bilbao 1989; ID, Servir en la mesa. Refexión feminista sobre la "dfakonia'; en "Con" 218 (1988) 111-122; VALCÁRCEL A., Sexo y filosofia. Sobre "mujer"y `poder'; Anthropos, Barcelona 1991; VAN LUMEN M.T, y GIBELLINI R., Donne e teologia (A. Valerio, ed.), Queriniana, Brescia 1988; VIDAL M., Mujer y ética, en "Religión y Cultura" 26 (1980) 933-964.

A. Valerio