EUTANASIA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO: I. El derecho a la muerte natural. II. Las enseñanzas del magisterio eclesiástico. III. La argumentación teológica. IV. Los derechos del moribundo. V. El deber del médico. VI. Eutanasia activa y eutanasia pasiva. VII. La conciencia dudosa. VIII. Elementos de casuística. IX. La asistencia integral. X. Apuntes para el "ius condendum ". XI. La eutanasia ante la ley.

I. El derecho a la muerte natural

El progreso de las técnicas de reanimación pone en discusión el concepto che muerte natural y ,humanamente digna, considerado válido hasta ahora. Hay que plantear, pues, de modo nuevo la clásica pregunta de si la medicina debe aplicar todos los medios de que dispone, de si el médico está obligado a combatir la muerte cueste lo que cueste; hoy, en efecto, un mal entendido "empeño terapéutico" podría comprometer la intangible dignidad de la persona humana en la fase de su más extrema fragilidad y caducidad. La misión del médico de ser garante de la vida no debe ser puesta en duda; pero surgen nuevos interrogantes sobre la exacta determinación de los límites de su acción, especialmente en algunas situaciones límite.

Toda una serie de consideraciones se aducen como argumentos. -La primera gira en torno a la competencia.de la libertad, que distingue al hombre de la criatura subhumana, para determinar el momento justo y los modos concretos del destino común de morir (Séneca, D. Hume, F. Nietzsche). No se ha dicho que semejante libre determinación deba ir en, contra del señorío absoluto de Dios sobre la vida humana necesariamente; podría incluso considerarse como un gesto de razonable, y por lo tanto responsable, autodisposlclón del hombre: disponer de la naturaleza se extendería también, en ese caso, al tiempo de la vida. -Hay que añadir el crucial problema de cómo entender e interpretar el significado de la expresión "dignidad de la persona y de su muerte". La determinación de todas las condiciones que se considerare indispensables para que una vida pueda entenderse como humanamente digna no puede menos de extenderse también a la consideración de las condiciones que afectan a la fase terminal de la vida. Se requiere una hermenéutica exacta de dicha expresión, convertida ya en punto de referencia en la enseñanza pastoral de la Iglesia. Lo cual remite a la subyacente visión del hombre y de su bienestar global. -La cuestión fundamental gira sobre la posible verificación de situaciones de extremo sufrimiento para el moribundo, sin que exista esperanza fundada de recuperación de la salud; situaciones que, consiguientemente, hay que considerar carentes de sentido y de dignidad, sin que eso signifique excluir la confianza en la providencia clemente de Dios sobre la marcha de la propia historia. -Aparece entonces la categoría de lo "soportable" como criterio existencial que condiciona la exactitud de la decisión tanto del médico como del moribundo. Éste es el status quaestionis, que requiere una reflexión muy diferenciada y compleja.

II. Las enseñanzas del magisterio eclesiástico

El documento de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la eutanasia, publicado el 5 de mayo de 1980, puede ser considerado como una síntesis de la enseñanza tradicional de la Iglesia católica y un estímulo para la reflexión posterior. En él se hace referencia explícita a la doctrina de Pío XII. Partiendo de una teología de la muerte y del sufrimiento, el documento elabora los criterios que se consideren esenciales para una solución adecuada de los casos conflictivos. En el centro del mismo aparece la ya tradicional distinción entre eutanasia activa y pasiva, en sustitución de la terminología anterior, que hablaba de eutanasia directa e indirecta.

Eutanasia activa designa cualquier tipo de intervención que por su estructura real (óntica) y por la intención del agente tiende a suprimir o bien a abreviar la vida del moribundo. No hay ninguna situación imaginable en la que tal acto pueda considerarse lícito. Se trata, en efecto, de una acción intrínsecamente deshonesta, ya que asume la estructura real y el significado explícito de una supresión directa de una vida inocente. Este juicio tajante se remonta especialmente a las numerosas tomas de postura por parte de Pío XII.

Otro juicio muy distinto merece la eutanasia pasiva, que necesita una consideración más minuciosa. Para comprender su significado exacto es necesario ante todo retomar la distinción entre medios ordinarios y medios extraordinarios, en los que Pío XII insiste en múltiples ocasiones, distinción que ahora se formula en términos de medios proporcionados y desproporcionados. Viene sugerida por la creciente convicción de que querer aplicar todos los medios técnicos que se tienen a disposición podría resultar inhumano y contraproducente respecto al significado genuino de la tutela sensata de la vida. En cambio, ceder a la muerte ya inminente e ineludible equivale a .reconocer el carácter creado y limitado de la propia existencia. El contenido concreto de esta terminología depende además del hecho de que exista o no una esperanza fundada de.recuperación de la salud, de la capacidad de soportar el sufrimiento y de la posibilidad de comunicación del moribundo, así como de la entidad de los recursos económicos disponibles. Al mismo tiempo se supone la validez del principio de l doble efecto: el suministrar fármacos analgésicos con el fin de atenuar el dolor supone el riesgo, como efecto colateral, de una reducción aunque sea mínima, de la vida. La moralidad del acto de suministrar el analgésico está constituida por la razón proporcional que reside en la intención de humanizar la fase terminal de la vida.

La misma reflexión vale para la omisión de ulteriores esfuerzos terapéuticos, cuando, tras un diagnóstico muy fundado, los daños derivados de la terapia se calcula que van a superar con mucho sus posibles beneficios. El hombre mantiene el derecho inalienable a morir en paz, a no sufrir inútilmente, a estar protegido contra cualquier tipo de empeño obsesivo de terapia. No se trata de querer justificar un modo cualquiera de dejar morir. La intención que predomina -en cuanto intrínseca a la omisión- tiende, en cambio, a asegurar una fase terminal que, perteneciendo esencialmente a la vida, sea lo más humana posible. No tiene por qué causar sorpresa si se abre una vasta zona de sombra dentro de la cual la intervención terapéutica y reanimadora puede asumir una intensidad distinta, según el juicio sobre la proporcionalidad de los medios al fin concretamente alcanzable. En cualquier caso se exige el respeto a la voluntad del moribundo, una vez excluida toda lesión de los derechos ciertos.

Es muy deseable que el moribundo se prepare de modo consciente al encuentro con Cristo resucitado. También este aspecto entra en la visión subyacente de una muerte humanamente digna, lo cual debe tenerse en cuenta de una forma prioritaria a la hora de suministrarle los fármacos. En este mismo contexto hay que recordar el significado cristiano del sufrimiento; sufrimiento y dignidad no se excluyen por fuerza mutuamente.

En síntesis: el documento se sitúa en la línea de pensamiento de la tradición eclesial y requiere que se lo valore a la luz de todas sus premisas teológicas y antropológicas. Y puesto que se dirige a todos los hombres de buena voluntad, su fuerza de convicción depende de la plausibilidad de los argumentos que aduce.

III. La argumentación teológica

El término "eutanasia" es muy ambiguo; se debe al contexto en que surgió, que es en el pensamiento estoico. Por eso parece aconsejable un cambio de terminología. Originalmente "eutanasia" se entendía como el arte de la muerte buena y dulce. Séneca la propugnó (Carta 77 a Lucilio), porque, según él, la ley eterna ha previsto un solo modo de entrar en la vida, pero varios para salir de ella. Corresponde a la libertad del hombre decidir sobre el sentido y su capacidad de soportar su existencia en el cuerpo. Éstas serían las premisas filosóficas y antropológicas que constituirían el fundamento de la licitud de tal autodisposición. Se suele recordar la costumbre celta de matar a sus guerreros heridos de muerte. El juramento de Hipócrates, en cambio, se opone claramente a la práctica de la eutanasia, y por eso el cristianismo lo asumió y lo practicó. Por otra parte, la prohibición de la eutanasia se une con la del l suicidio, formulada de modo clásico en el pensamiento de san Agustín y de santo Tomás de Aquino (S. 71`e., II-II, q. 64, aa. 5 y 7).

El significado moderno del término "eutanasia" se remonta a Francis Bacon.

Una consideración teológica atenta no puede limitarse a citar textos de la Sagrada Escritura. La prohibición bíblica de matar (Éx 20,21; Dt 5,17; ! Decálogo) resulta insuficiente para abordar la compleja problemática de la eutanasia. Se impone una visión más amplia que examine, además del exacto significado de los textos mismos, su integración en el trasfondo que subyace a la visión del hombre y de su desarrollo histórico. En el AT la prohibición de matar se fue ampliando poco a poco, conjugándose con el progresivo desvelarse de su correlato teológico y antropológico. Hay que tener presente además que el acontecimiento Cristo aportó una nueva clave de lectura. Corresponde a la moral del cristiano, iluminada por la fe, construir un sistema de coordenadas antropológicas que aporte los elementos básicos para una precomprensión que ayude después a discernir las normas concretas sobre esta problemática.

-La dignidad inalienable de la persona humana en cuanto creada a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26) y hecha una nueva criatura en Cristo (2Cor 5,7) es un valor fundamental. La relación con el Dios trascendente sustrae al hombre a cualquier disposición arbitraria por parte del hombre. Creación y salvación convergen y sientan la última base del respeto a la vida humana, base que inspira, como elemento clarificador, la reflexión normativa. -El acontecimiento de la encarnación aporta un elemento antropológico más, que ilumina nuestra problemática: la igualdad radical entre todos los hombres. Por el hecho de hacerse Dios igual al hombre en Cristo, se sienta el fundamento ontológico e histórico de la igualdad: el hecho de la encarnación hace descubrir su correspondiente sentido antropológico. -También la teología de la historia, en cuanto instancia esencial de la antropología subyacente, ofrece una ayuda importante: la autocomunicación de Dios a través de un acontecimiento especial confiere un nuevo significado a la historia dei destinatario de esa autocomunicaeión. Es decir, la comunicación de un sentido definitivo a la historia hace impensable que una situación histórica se vea privada de sentido definitivamente, y por lo tanto que sea ocasión de un gesto desesperado. -La teología de la divina providencia se sitúa en esta. perspectiva. Se entiende que la historia no puede reducirse a una continua sucesión de hechos sino que nace de un compromiso de interpretación por parte de su protagonista. Imprimir un proyecto sensato al tiempo, tal es el significado propio del término historia. No hay situación límite que se sustraiga a ese dominio. -Por último, el acontecimiento pascual confiere además un nuevo significado a la muerte del cristiano, que engloba toda la gama de sus anticipaciones en el tiempo, especialmente los sufrimientos de todo tipo. Para el cristiano, la muerte no reviste ya la connotación de enigma; ni tampoco se entiende en clave de catástrofe definitiva, algo de lo que hay que huir a toda costa y cuya sombra ofuscaría el camino histórico del hombre. El cristiano abraza la muerte en la culminación de su vida; vida y muerte han sido reconciliadas (Rom 6,lss; Flp 1,19-24). Esto da origen a una actitud de profunda serenidad. El cristiano espera estar con Cristo; pero esto no lo empuja a una fuga de la vida. Estando ya la muerte vencida en la resurrección de Cristo, el morir cristiano asume un significado nuevo. -Obviamente, las argumentaciones clásicas sobre el suicidio -ofende la caridad, el bien común y el don de la creación- se integran en esta perspectiva antropológica. La eutanasia activa es un aspecto particular de ella.

El interrogante principal gira en torno a cómo concretar cuál ha de ser el comportamiento éticamente correcto que hay que adoptar en situaciones en que el moribundo debe soportar sufrimientos extremos: ¿cual es el significado de la relación inseparable entre derecho inalienable a la vida y obligación de mantener la vida, precisamente en el supuesto cuadro antropológico delineado y la unidad esencial entre cuerpo y alma?

IV. Los derechos del moribundo

La enseñanza auténtica de la Iglesia -aunque no quiere constituir un dogma moral- pretende salvaguardar el derecho inderogable e irrenunciable a la vida en cuanto que es el derecho fundamental del hombre y el correlato antropológico de la soberanía de Dios. El moribundo debe estar seguro de que este derecho suyo será plenamente respetado; de que ninguna otra instancia se arroga el poder de condicionarlo, por ser éste el fundamento y la condición de posibilidad de su innata autonomía. Sin embargo, la afirmación aislada de este derecho es del todo insuficiente cuando hay otras exigencias concretas. Por eso debe ir acompañada de la afirmación de otros derechos unidos a ése.

Entre ellos figura en primer lugar el derecho a la plena información -naturalmente en general-, teniendo en cuenta la capacidad receptiva del moribundo y la utilidad terapéutica o no de la información. Indudablemente, un peso así no puede cargarse sólo sobre las espaldas del médico, que, con frecuencia, se ve ante situaciones que superan los límites de la propia competencia estrictamente profesional. Es, pues, de desear vivamente la colaboración, basada en la confianza, con los parientes y el sacerdote. Cuanto más preparado y sereno está el moribundo, tanto más fácil resulta la realización de tan delicada misión, mientras que una tenaz resistencia frente a la muerte supone un obstáculo impórtante para hablar con franqueza. Este es especialmente el caso de quienes han llevado una vida superficial, han vivido siempre apoyándose en los demás, no han aprendido nunca la dura lección del sacrificio y no han sabido reconocer nunca la fragilidad y caducidad del propio yo. Para éstos la muerte reviste el significado de un fracaso definitivo, del que hay que huir a toda costa para calmar las ansias que brotan de una vida sin sentido. Precisamente una huida así, por muy sublimada que esté, expone la vida misma a una creciente banalización. En cambio, la aceptación serena de la muerte permite una comunicación sincera también en la fase terminal. La experiencia enseña que la comunicación de la verdad -al menos en la mayor parte de los casos- resulta benéfica y da lugar a una gran tranquilidad. Conviene tener siempre en cuenta que callar la verdad implica una sutil actitud hegemónica sobre el paciente, aunque no sea algo explícitamente reconocido y querido.

Una comunicación así se debe realizar gradualmente, dependiendo su forma concreta en gran medida de la educación anterior en la verdad cultivada a lo largo de toda la vida. Se recomienda sensibilizar a los parientes a que presten la ayuda necesaria y animen al enfermo para que la verdad resulte liberadora y no sea causa de una profunda ansiedad. La eventual incapacidad de aliviar la soledad del moribundo revela sin contemplaciones que no ha habido un cultivo de la convivencia cotidiana y que las relaciones intersubjetivas se han vivido de modo superficial. La colaboración entre médico, parientes y moribundo se encuadra en el presente, pero también en una larga historia anterior. Es una gran verdad que un modo evasivo de comportarse tiende a relegar todavía más al moribundo en su aislamiento. Es lógico que el derecho a la información afecte a todos los detalles importantes, como, por ejemplo, la esperanza fundada de curación y los riesgos que comporta una práctica innovadora: si el moribundo llega a conocerlos, en cuanto protagonista de la situación, será capaz de expresar su acuerdo 0 desacuerdo de un modo libre y maduro.

De esto se sigue otro derecho: el del respeto a la libertad, siempre en principio. En este caso suele traerse a colación el axioma non salus sed voluntas aegroti suprema lex (el deber más importante no es la salud, sino la voluntad del enfermo).

Conviene contar con la posibilidad de que el enfermo quiera manipular -quizá de forma sublimada- al médico, pidiendo todo tipo de intervenciones y omisiones que están en contra de su conciencia moral y su formación profesional. También el médico en cuanto parte libre tiene el deber de afirmar su propia libertad; no debe considerarse un instrumento en manos del paciente. No puede, por lo tanto, condescender a un deseo expresado por el paciente si eso implica la violación de derechos y correspondientes deberes indubitables; en este caso la colaboración sería inaceptable. Es cierto, sin embargo, que una inevitable zona de sombra deja abierta la puerta a soluciones diversas. En esta zona de sombra prevalece la voluntad del paciente respecto a continuar o suspender ulteriores intentos terapéuticos. Pensamos especialmente en las situaciones límite, en las que se hace preponderante el riesgo de prolongar el sufrimiento sin una esperanza fundada de recuperar un nivel de vida que permita al menos un mínimo de dignidad. El moribundo tiene el derecho inalienable de no sufrir inútilmente. Lo que no quita su libertad de abrazar serenamente el sufrimiento asemejándose a Cristo en un gesto de expiación y penitencia cristiana. El cristiano no busca ni la muerte ni el dolor; está bien lejos de su tácita ideologización. A la vez es consciente, sin embargo, de la fuerza purificadora y de maduración que puede sacarse del sufrimiento. La humanización del sufrimiento no consiste sólo en eliminarlo.

El testimonio cristiano del moribundo parte del supuesto tácito de que el sufrimiento, como anticipo de la muerte, pertenece a la vida, y que no hay contradicción de fondo entre sufrimiento y dignidad humana. Esa contradicción nacería más bien de la falta de solidaridad por parte de un ambiente que deja al moribundo solo en su aislamiento, y por lo tanto lo empuja a expresar el deseo de poner fin a una vida considerada absurda para adueñarse, en un gesto desesperado, de la muerte.

V. El deber del médico

De forma paralela, el médico se encuentra interpelado por un triple deber. Ante todo él tiene como función la de ser garante de la vida. Esto excluye, además de la muerte directa, cualquier medida intencionadamente dirigida a abreviar la vida. Con este propósito se ha utilizado muchas veces el argumento del dique que cede, formulado y utilizado por Pío XII al hablar sobre el aborto directo. Una vez que el dique que tutela la vida del inocente cede, se crean precedentes que deterioran dicha tutela y socavan la confianza general en el ethos profesional, tanto del médico como de las instituciones sanitarias. Es éste un argumento sin duda l teleológico y estratégico, que ahonda sus raíces en las que pueden ser consecuencias imprevisibles e incalculables. Por eso la hipótesis primaria debe ser en favor de conservar la vida. Sin embargo, conservar la vida no tiene sentido en sí mismo. A1 mismo tiempo hay que tener presente que existen otros deberes semejantes que entran en juego también.

Más concretamente: la tutela de la vida debe equilibrarse con la atenuación del dolor, aunque esto lleve consigo, como efecto colateral, la abreviación, aunque mínima, de la vida. A este propósito conviene recordar el clásico principio del ! doble efecto.

Al médico le corresponde asegurar una relación de comunicación lo más amplia posible entre el enfermo y su ambiente. Esto forma parte del proceso de humanización integral de la fase terminal, y debe considerarse en estrecho paralelismo con el derecho del moribundo a acercarse al momento de este paso de modo consciente dentro de lo que permitan las circunstancias de su capacidad para soportar la verdad.

En caso de omitir otros intentos terapéuticos, el testimonio cristiano, tanto del médico como del ambiente, se confía al cuidado normal realizado del mejor modo posible. Un enfermo sin solución no es lo mismo que un enfermo incurable. Se requiere un gran esfuerzo humano para que la fase terminal resulte soportable. En otras palabras, el no oponerse al proceso de morir no tiene nada que ver con la renuncia a la obligación de una asistencia integral. La expresión "calidad de vida" no hay que entenderla sólo en sentido de bienestar biológico; abarca toda la gama de las relaciones interpersonales: reclama manifestaciones de afecto, de fraterna solidaridad y compasión, incluso de ternura, en estos momentos en los que vive con sufrimiento la propia soledad y caducidad. La falta de esta compasión, que denuncia un vitalismo de fondo en la mentalidad contemporánea, es síntoma de una profunda crisis espiritual y moral de nuestra sociedad.

Las recientes conquistas en el ámbito de la terapia del doior se sitúan en esta misma lógica. Dadas las, crecientes posibilidades de tener bajo control el dolor físico, la reflexión ética cambia totalmente de perspectiva, debe dirigirse sobre todo al aspecto humano y social. Con razón las súplicas del moribundo para que se ponga fin a su vida han de interpretarse como indicadores de Besesperación, de abandono, como acusación tácita contra el ambiente (aunque tampoco hay que excluir la hipótesis de que se trate de una autoacusación larvada, en cuanto que en la situación terminal se condensa y se hace sentir penosamente el fracaso del propio proyecto de vida). Un deseo así puede estar sugerido por el clima de indiferencia que rodea al moribundo. Es conocida la susceptibilidad y vulnerabilidad del ser humano que se encuentra en una situación de debilidad física extrema. Conviene preguntarse siempre de forma autocrítica si las consideraciones que se hacen en público sobre la soportabilidad o no de la fase terminal no nacen en realidad de una falta de compasión. Quizá representan un intento -aunque sublimado- de marginar al más débil para poder quitarse de en medio el peso del cuidado integral. Siempre se corre el peligro de que se cree un clima de desconfianza en la sociedad, y esto lo sufre sobre todo quien no tiene voz.

VI. Eutanasia activa y eutanasia pasiva

El mencionado principio de los actos de doble efecto, en el que se basa la enseñanza oficial de la Iglesia, remite a la reciente discusión sobre su justa aplicación e interpretación en situaciones conflictivas, y esto dentro de la óptica de la reflexión normativa. Dentro de esa perspectiva es donde se decide el significado exacto y el uso del binomio directo-indirecto, como también del binomio activo-pasivo.

Un primer esfuerzo aclarador afecta a la terminología corriente. Actualmente se acostumbra a distinguir entre eutanasia pasiva-directa y eutanasia pasiva-indirecta. La primera se da en casos en los que la omisión de los cuidados reanimadores y terapéuticos comporta inevitablemente el colapso definitivo, mientras que la segunda tiene lugar cuando la administración de fármacos calmantes produciría, como efecto colateral, una abreviación, aunque fuese mínima, del tiempo de vida. El estado actual de la anestesiología permite un control casi perfecto de la situación.

La mencionada discusión sobre la estructura del acto humano ha llevado, lo primero de todo, a una visión más flexible de la relación que se instaura entre intención y ejecución. El ámbito interpretativo propio para determinar la moralidad del acto reside en la intención, mientras que la ejecución toma el significado de su prolongación interpretativa, cuyo valor deriva del modo sensato en que la ejecución participa de la intención. De esto se sigue que la moralidad del acto no puede medirse ni exclusiva ni primordialmente por las estructuras reales (ónticas) de la ejecución, sino de la intención. La "metafísica de la acción" no puede prescindir de este planteamiento personalista. Hay que añadir que la justicia de la intención, a su vez, se mide, en último análisis, por la razón proporcionada que determina y regula el equilibrio entre el bien debido y el daño tolerado en términos de proporcionalidad -razonable, y por lo tanto responsable. Una manera así de plantear la reflexión evita cualquier sospecha de subjetivismo incontrolado; es sensible más bien acierta concepción objetiva que es propia de la pretensión moral en situación concreta. No hay que olvidar que la razón proporcionada integra en sí misma la opción antropológica en términos de operatividad. De ahí que represente la clave hermenéutica para la interpretación de las estructuras ónticas de cada acto. El significado de tales estructuras lo determina su funcionalidad de cara a la consecución eficaz del correspondiente objetivo adecuadamente considerado, es decir, teniendo en cuenta su unidad inseparable con las consecuencias, al menos en cuanto puedan ser previsibles y calculables. No causa sorpresa, por lo tanto, que las categorías directo-indirecto, activo-pasivo, acción-omisión, en cuanto aplicadas a las estructuras ónticas del acto, necesiten una interpretación que las acompañe. Su aspecto fenoménico considerado en sí mismo no constituye un criterio exhaustivo. La metafísica del acto humano debe excluir cualquier naturalismo tácito; pero a la vez está obligada a distanciarse también de un espiritualismo tácito que olvide el insustituible valor indicativo de las estructuras ónticas. Una metafísica renovada del acto humano debe partir del hecho de que la opción antropológica de fondo se prolonga a nivel operativo a través de la comprensión e interpretación de las estructuras ónticas de cada acto, promoviéndolas de este modo a nivel de estructuras ontológicas. Precisamente la comunicación se desarrolla a este nivel. La hermenéutica de los documentos del magisterio eclesial exige que se tome este hecho en consideración.

Dado que la eutanasia activa comporta el "disponer" de la vida humana, que es el bien más fundamental, no se puede ignorar su incidencia global. La vida no es el bien más alto; por eso el sacrificio heroico de la vida se ha considerado siempre un eventual modo sensato de disponer de ella, suponiendo que exista una razón que de verdad sea proporcionada. No se ha excluido ni siquiera la autoeliminación (p.ej., de alguien que guarda secretos de extrema importancia social). Admitido esto, queda el interrogante de si se pueden equiparar semejantes situaciones con la fase terminal del moribundo en el ambiente clínico contemporáneo; si un acto que suprime o bien intencionalmente acorta la vida puede tener el significado de autodefensa legítima en una situación que se considera carente de sentido y ofensiva de la dignidad de la existencia humana. A veces se pone como ejemplo la situación de un soldado mortalmente herido que suplica que le maten para escapar a una muerte atroz a que le sometería el enemigo; si consideramos sólo el aspecto fenoménico de la acción, se trataría, obviamente, de una muerte directa. Se podrían aducir otros casos para poner en duda la prohibición absoluta de la muerte directa de la vida inocente. Lo cual nos remite a la antes mencionada síntesis de la metafísica del acto humano: el binomio directo-indirecto, para ser vinculante, debe ser fruto de una interpretación; en cambio, si se considera aislado, ejerce sólo la función de un parámetro aproximativo. Pero al referirlo a la situación clínica, siempre deja lugar a la perplejidad. Dado el desarrollo de la terapia del dolor, parece que no es posible hacer equiparaciones como la anterior, tal como algunos desean plantearlo. La prohibición de la eutanasia activa por parte del magisterio de la Iglesia se apoya en esta cuestión. Además, no hay que olvidar que aceptando una perspectiva de este tipo se podría acabar esperando del médico la muerte.

De una forma más delicada se presenta, en cambio, el problema de la eutanasia pasiva, tanto en su forma directa como indirecta. La primera plantearía la cuestión de la exacta determinación del diagnóstico infausto que excluyera la fundada esperanza de recuperación de una supervivencia considerada humanamente digna. ¿Cómo definir una situación límite así? Por lo general se exige la falta, que se cree definitiva según los más rigurosos criterios, de toda capacidad de comunicación, de forma que se trataría de prolongar una vida meramente vegetativa. Todo depende de la certeza en que se basa el diagnóstico. En caso de duda seria habría que proceder de manera tuciorista [más adelante, VI]: la suposición está siempre en favor de mantener la vida. Parece que también en estado de coma profundo hay una cierta percepción del ambiente. Sin embargo, no hay que excluir una cierta zona de sombra. La interpretación de un dilema así exige la convergencia de factores objetivos y subjetivos, en especial la irreversibilidad del proceso de muerte y la capacidad de sufrimiento por parte del paciente moribundo. Por eso en algunas situaciones extremas los límites entre eutanasia activa y eutanasia pasiva directa pueden llegar a ser muy variables; el médico ahí camina sobre el filo de una hoja de afeitar. La eutanasia pasiva indirecta, en cambio, se daría, como ya hemos dicho, cuando la administración de calmantes supusiera una abreviación, aun mínima, del tiempo de vida.

En síntesis: la prohibición de la eutanasia activa debe enmarcarse en una apropiada visión del acto humano. Suponiendo que la intención dominante pretenda humanizar la fase terminal de forma integral -en base a todos los presupuestos antropológicos antes mencionados-, la eutanasia pasiva en su doble significado sería la adecuada y suficiente respuesta, mientras que, por el contrario, la eutanasia activa asumiría el sentido de una disposición arbitraria: disponer de la vida humana -dado que se trata de una realidad personal- no se mide exclusivamente por el paradigma de un acto activo como el de prolongar o abreviar, conservar o poner fin. Esta sintonía entre opción antropológica y significado del acto es la que se sobreentiende en la enseñanza oficial de la Iglesia.

VII. La conciencia dudosa

No hay por qué excluir a priori casos conflictivos en los que se dé gran diferencia de opinión entre moribundo y médico, diferencia en la que pueden verse atrapados también los parientes. Como ya se ha dicho, corresponde al médico dar una completa información sobre el contenido y la certeza de su diagnóstico y pronóstico. Pero abstenerse de ejercer ninguna imposición hegemónica sobre el paciente; más bien debe prepararlo para una elección autónoma y madura, en la medida en que las circunstancias lo permitan. Debe tener en cuenta su capacidad receptiva, probablemente muy condicionada por la extrema angustia y susceptibilidad. En este contexto será necesaria la máxima prudencia y reserva a propósito del llamado testamento de vida. Como se ha dicho muchas veces, en tiempos de salud física se piensa en la muerte deforma muy distinta a como se piensa en la fase terminal. Por esto, si el moribundo está inconsciente, tal testamento no debe considerarse una base idónea para realizar una elección que él hizo antecedentemente; ¿sería válida todavía esa expresión de su voluntad? Es necesaria, pues, la colaboración recíproca entre médico y parientes para elegir la alternativa que garantice el mayor bien del moribundo. Pretender delegar el peso de la decisión en un comité ético corre el riesgo de hacer anónimo el proceso. No obstante sería una función ciertamente loable, que correspondería a los mencionados comités éticos, elaborar los elementos de una ética médica que hicieran más fácil la decisión en una situación dramática en la que no hay tiempo para una deliberación más compleja. Estos elementos o modelos éticos ayudarían al médico a protegerse contra las posibles presiones del moribundo o de los familiares.

El fenómeno del pluralismo ético, que invade la sociedad contemporánea, deja muchos espacios por llenar,, especialmente en lo que llamamos situaciones límite. Este pluralismo se debe, por una parte, alas diferentes tendencias antropológicas y, por otra, a la separación de las fuerzas morales de la cabecera del moribundo en cuanto protagonista. Esto comporta la necesidad de plantear el problema de la conciencia dudosa, un problema familiar en la tradición teológico-moral. En el pasado se idearon !sistemas morales que aportaron orientaciones. Sin querer bajar a aspectos muy concretos, son imprescindibles algunas aclaraciones. Un sistema moral representa el intento de reducir a un esquema la complejidad de una situación determinada. No pretende resolver problemas teóricos, es decir, no sustituye la reflexión normativa y la fuerza de sus argumentos; solo quiere aportar una certeza práctica que permita actuar de manera responsable. Entre los distintos y más interesantes sistemas morales elaborados en el pasado hay que nombrar el probabilismo y el tuciorismo.

Según el probabilismo, para poder actuares suficiente una razón sólidamente probable, aun sabiendo que pueden existir razones más probables en contra. Totalmente diferente es el tuciorismo, que entre las posibles alternativas exige que se elija la que aporta la solución más segura. El probabilismo denota una especial sensibilidad por el sujeto, mientras que el tuciorismo está marcado por el ideal de la objetividad; el primero favorece la libertad, el segundo tiende al orden. Enseguida nos damos cuenta de que detrás de estos dos sistemas se oculta una visión muy diferente de la pretensión moral objetivada en los mandamientos. Sin entraren detalles, sigue firme una convicción ya clásica: el probabilismo es aplicable a aquellos casos de duda fundada acerca de la validez o el significado de una norma que regula la licitud de la acción, mientras que el tuciorismo se sigue en las situaciones en que se cuestiona la tutela de ciertos derechos.

Dada la complejidad de muchas situaciones, hoy día se nota un despertar del interés por la aportación de los sistemas morales. Pero la recuperación de este tipo de reflexión va más allá de la preocupación para garantizar una certeza práctica en situación y tiende a un planteamiento renovado de la misma norma de conducta, toma nota de la relación indestructible entre praxis y teoría.

Dado que en el campo de la eutanasia está en juego la salvaguardia de los derechos habrá que proceder según el método tucionsta. No obstante, conviene desterrar desde el principio el peligro de una simplificación excesiva, ya que el interrogante versa sobre la fuerza o la certeza de los derechos en cuestión. Por eso hay que dejar bien claro que la elección del tuciorismo no es sinónimo de un vitalismo larvado; al contrario, su punto de referencia es siempre la visión subyacente del vivir y morir de manera humanamente digna. El médico está obligado a elegir la alternativa que asegure de la mejor manera el derecho a morir en paz. El tuciorismo no debe perder de vista entonces la complejidad del derecho a tutelar. Pese a todo, a veces no hay más remedio que simplificar. Piénsese en las situaciones en las que un uso máximo de medios terapéuticos llevaría a un estado de vida extremadamente atormentado y en donde los aspectos negativos superaran con mucho a los beneficios. En base a la visión subyacente de muerte digna, la salida más segura podría consistir en no utilizar más medios. El objetivo de la reanimación es sustituir temporalmente las funciones orgánicas, supuesta una certeza suficiente de recuperación.

VIII. Elementos de casuística

La diferencia entre medios proporcionados y medios desproporcionados, tal como la utiliza la declaración de la Congregación para la doctrina de la fe, se sitúa en esta misma perspectiva. Tuciorismo quiere decir máxima atención en llegar a un pronóstico cierto.

Una vez conseguido el pronóstico, queda la obligación de limitarse a un cuidado normal. Asimismo, tuciorismo quiere decir máximo empeño en que la fase terminal resulte humanamente soportable. Ceder al proceso de la muerte no tiene nada que ver con un incumplimiento de la obligación de asistencia integral; al contrario, la deseada proporcionalidad de los medios se mide por el bien integral del moribundo, y no por un solo aspecto.

Muchas veces se ha expresado la crítica de que la mencionada distinción está llena de equívocos, dado el gigantesco progreso de las técnicas terapéuticas y el incremento de los recursos económicos. Un medio que hoy se considera desproporcionado podría ser considerado mañana proporcionado: el significado práctico de los términos refleja este proceso. Hay que tener presente además que las técnicas avanzadas disminuyen el riesgo inherente a la práctica clínica innovadora. Por eso los presupuestos importantes en los que se basa el juicio ponderado sobre el equilibrio proporcionado entre ventajas y riesgos están sujetos a un constante cambio. Tal estado de cosas repercute en el uso práctico de dicha distinción: su interpretación se hace cada día más flexible. Y precisamente en este ámbito es donde el tuciorismo implica la tendencia a garantizar al máximo, de manera sensata, la tutela de la vida.

En el documento de la Congregación para la doctrina de la fe se hace referencia a los limitados recursos económicos. A primera vista parece que no deba establecerse una medida entre el bien de la vida y un bien de orden social. Esto vale claramente en el contexto de una sociedad del bienestar como la nuestra. Sería, pues, conveniente despertar el sentido de solidaridad pública cada vez que el peso económico que grava sobre las espaldas de los parientes del moribundo resultase insoportable. Con ello resulta comprometida la estructuración de una política sanitaria respectiva. Su objetivo sería incluir, en clave de ética preventiva, la verificación de tales casos límite. Pero pueden darse casos en los que la limitación de recursos económicos se una a las razones válidas en favor de la suspensión de mayores esfuerzos terapéuticos. Admitido esto, siempre existe el peligro de que se cree un clima opresivo proclive a la marginación de los ancianos, los enfermos y los débiles de todo tipo.

Algunos casos límite, aunque muy raros, no faltarán. Los criterios elaborados hasta ahora no tienen por qué invalidarse, pero experimentarán una flexibilidad cada vez mayor. Sobre todo se cuestiona la distinción entre eutanasia activa y pasiva. Una línea clara de separación puede resultar a veces muy precaria en la práctica. El médico se ve obligado a caminar sobre el hilo de la hoja de afeitar. Lo que no disminuye el valor de la distinción, que en principio es imprescindible. Recuerda toda la gama de los presupuestos importantes, que desemboca en la intención dominante de humanizar el sufrimiento y no dejar morir simplemente ni abreviar intencionadamente el tiempo de vivir.

De manera semejante habría que juzgar la desactivación de los aparatos de reanimación. El aspecto fenornénico externo del acto es algo que, obviamente, puede calificarse como activo; pero su significado es pasivo, es decir, comparable a una omisión, si querer continuar la reanimación se considerase un medio desproporcionado. Se podría apelar a esta argumentación siempre que no hubiera ya proporción entre esfuerzo terapéutico y prolongación de la vida de un modo humanamente digno. A pesar de esto hay médicos que insisten en continuar la terapia hasta el fin. Prefieren la expresión "insistencia terapéutica" a la de "obsesión terapéutica". El magisterio de la Iglesia no parece querer vincular en conciencia al médico individual. Se acepta un espacio de libertad en el cual se mueve también la aplicación del tuciorismo. Pero no hay que olvidar el ansia profunda que invade a cuantos, actuando de un modo u otro, tienen la impresión de abrir el camino a un lento proceso de desmoronamiento de la tutela de la vida, pues en su lógica se crearían fácilmente precedentes que luego repercutirían a la hora de determinar la razón proporcionada; de ahí se derivaría una lenta corrosión de la seguridad social. Es, pues, muy comprensible la actitud de formular los propios criterios en los términos más rigurosos posibles.

Muy distinto es el caso en que el moribundo se encuentra ya en fase pospersonal, cuando ya se ha producido la muerte cerebral y se ha verificado con los criterios médico-legales en vigor. Querer continuar manteniéndolo con vida sólo tendría sentido a condición de que el moribundo se hubiera declarado dispuesto a donar algún órgano [l Trasplante de órganos]. Todo esto ha de suceder en perfecta sintonía con las normas establecidas en la legislación.

IX. La asistencia integral

Es muy delicado el aspecto interhumano del problema, a saber: el peso que cae sobre las espaldas de los parientes del moribundo. Con frecuencia se sienten abrumados y casi abandonados a sí mismos en lo que se refiere al peso que significa la asistencia que hay que prestarle. La capacidad de resistencia tiene sus límites. Por eso es lógico que pidan gestos de solidaridad por parte de la sociedad: equipos de médicos y de personal sanitario especializado, cuando el moribundo vive su fase terminal en el ambiente familiar; o también enfermeras con las que se garantice cualquier tipo de asistencia necesaria. Sería un gran testimonio que la comunidad eclesial constituyera una especie de vanguardia en este sector. No hay que olvidar que la fisonomía moral del cristiano se distingue por su gran sensibilidad hacia quienes están débiles y atribulados. La tantas veces reclamada dignidad de la persona humana no se manifiesta sólo en el saber sufrir, en el aceptar serenamente las tribulaciones de este mundo, transformándolas desde la fuerza que da la esperanza en la propia resurrección; una realidad muy importante para demostrarla es también la disponibilidad y generosidad para vivir la compasión.

Hay que recordar a este propósito la especial competencia de la ética cristiana en cuanto ética de salvación. Se colocaría en una perspectiva muy limitada si se preocupase preferentemente de la solución casuística de algunas situaciones límite, por otra parte poco frecuentes. A la ética cristiana le corresponde más bien la misión de prevenir las causas de un dilema moral, desarrollando actitudes morales que correspondan al marco general de la antropología cristiana: la capacidad de soportar situaciones conflictivas; la disposición para acoger con generosidad las imperfecciones de la vida; la lucha contra las causas de desesperación a nivel de prevención social e individual; la educación para la felicidad en medio de las experiencias de angustia y tristeza. Primordialmente, la salvación cristiana ictúa a través de una terapia profunda, y de esa manera condiciona las predecisiones en las situaciones conflictivas. La ética cristiana no asume la competencia de valoración rigurosa de cada decisión concreta, sino que prefiere ofrecer una base a partir de la cual la preferencia por la vida aparece como la cosa más lógica y sensata.

Le corresponde además prevenir la formación de una mentalidad colectiva hostil al moribundo, que lo margina progresivamente de la sociedad. No está de más invocar de nuevo el argumento del dique que cede: una vez que se cuestiona el sentido humanitario de asistencia comúnmente reconocido, se abre el camino hacia un cambio tácito de mentalidad, lento pero constante. Como consecuencia se desmoronará el sentido de seguridad en la convivencia y se creará un clima de desconfianza general y de ansiedad permanente entre los moribundos. No es superfluo recordar una vez más que el criterio principal, y por lo tanto el dominante en la acción médica, es el bien integral del moribundo concreto. No puede ser sacrificado sobre el altar de una presunta seguridad pública. Más bien conviene partir de la convicción de que bien individual y bien social son compatibles de modo que se pueda dar prioridad estratégica al primero.

Esto no excluye la posibilidad de un conflicto entre los respectivos bienes de varios moribundos, imputable a los limitados recursos médico-técnicos. Dar preferencia a quien tiene mayores posibilidades de recuperación no implica hacer ningún juicio sobre el valor de las vidas destinadas a morir. El médico se deja guiar por un criterio que puede parecer pragmático a primera vista, pero que es el único aplicable en una situación sin otra salida.

No es éste el momento para profundizar en el problema crucial de la eutanasia anticipada, tanto activa como pasiva; es decir, de la eutanasia anterior al nacimiento o inmediatamente posterior, problema que suele plantearse después de un diagnóstico prenatal con pronóstico fetal o en caso de malformación congénita extrema. Resulta grato recordar que tanto para el feto como para el recién nacido valen los mismos criterios que deben aplicarse a cualquier ser humano en fase terminal. La lógica de la tutela de la vida no varía. Se requieren unos criterios coherentes, para ponerlos en práctica en la medida en que las circunstancias concretas lo permitan y siempre al servicio de una vida humanamente digna. Por parte de la sociedad se requiere un ambiente público propicio para acoger las imperfecciones de la vida y ofrecer una posibilidad de supervivencia. La tan invocada calidad de vida depende en gran parte de esta disponibilidad.

X. Apuntes para el "ius condendum"

La discusión ética sobre la eutanasia se desarrolla en el ámbito de una sociedad que tiene los rasgos de un profundo enfrentamiento moral. Esto le crea al legislador una serie de interrogantes. La problemática actual gira en torno al reconocimiento jurídico del llamado testamento de vida y la despenalización de algunos actos de eutanasia pasiva y de cooperación material en la que el médico actúa por delegación del moribundo (suicidio delegado).

Se evoca a este respecto el paradigma del aborto en situaciones extremas. Pero precisamente aquí es donde surgen dudas importantes sobre la posibilidad de una comparación así. Prescindiendo en este momento de la valoración moral del aborto [/ Interrupción del embarazo], hay que admitir al menos que en ese caso se trata de un conflicto entre derechos de sujetos distintos, que se considera solucionado con la supresión de uno en favor del otro. Pero en el caso de la eutanasia no se da un conflicto de este tipo; no parece, pues, posible recurrir a la comparación con el aborto.

Además conviene recordar que al legislar el legislador debe basarse en el consenso moral que se da en esos momentos en la sociedad civil, lo que es difícil de conseguir. Muchas veces la opinión pública está sometida a la presión de corrientes efímeras y pasajeras. Sería, por lo tanto, presuntuoso hablar de una opinión pública normativa, hasta el punto de tener que tomarla en seria consideración para realizar la función de legislación.

Es aconsejable una buena dosis de escepticismo. La ley defiende un nivel humanitario alcanzado, en especial cuando se trata de tutelar los derechos del enfermo. Con razón el legislador teme que ceda el dique, o sea, dejar correr y extenderse un clima de desconfianza y de fuertes presiones sobre los moribundos y sus familiares.

Las experiencias sacadas de la liberación del aborto deberían llevar al convencimiento más consistente de la necesidad de prohibir con firmeza la eutanasia activa. Pero esto requiere una pedagogía moral capaz de movilizar el sentido del respeto, de solidaridad y compasión, sin los cuales el rigor de la ley es inútil.

K. Demmer

XI. La eutanasia ante la ley

Básicamente superada en muchos países la "batalla" del aborto, llama con fuerza a la puerta un nuevo y encendido debate: la despenalización o legalización de la eutanasia, centrado, ante todo, en la eutanasia voluntaria y, en un plano más discreto, en la no voluntaria.

1. CLARIFICACIÓN DE TÉRMINOS. Cuando se habla de este tema, el lenguaje aparece frecuentemente confuso por los contenidos tan heterogéneos, médica, moral y legalmente, encerrados bajo la palabra "eutanasia". Con la intención de clarificar el pensamiento, se añaden adjetivos como activa/pasiva, directa/ indirecta, positiva/ negativa, etc.; pero aun con estos añadidos, la confusión suele persistir no sólo entre el público no especializado, sino incluso entre profesionales sanitarios.

Dejando a un lado el significado etimológico y los diversos sentidos históricos del término, se clarificaría no poco el panorama si reserváramos el término eutanasia para la acción (u omisión) que por su intención y naturaleza causa la muerte en una situación de salud grave e irreversible. Es obvio que permanecerán puntos oscuros al analizar las conductas concretas y ver si ellas caben o no dentro de esta noción. Sería mejor evitar el término eutanasia para aquellos tratamientos dirigidos primariamente a mitigar el dolor que abreviaran la vida como consecuencia secundaria. Tampoco debería usarse esta palabra para el rechazo o interrupción de tratamientos considerados sin sentido, extraordinarios, desproporcionados, opcionales, desde un análisis global de la situación.

De acuerdo con lo dicho en líneas anteriores, al hablar de despenalización o legalización de la eutanasia ganaríamos en claridad si no utilizáramos esta palabra en los siguientes casos:

- Leyes que dan valor al testamento vital; es decir, a decisiones por las que una persona rechaza anticipadamente tratamientos desproporcionados, extraordinarios, sin sentido. No se excluye que algunos testamentos vitales puedan incluir una verdadera petición de eutanasia.

- Leyes que dan valor legal a la designación de un representante para que éste, cuando su representado haya perdido la consciencia o esté incapacitado, pueda tomar en su nombre decisiones relativas a la vida y salud. En estos textos no se suele hablar de eutanasia.

- Leyes que califican al "homicidio por piedad o compasión" como una especie diferente de homicidio, con penas inferiores.

- Sistemas jurídicos que establecen diferencias no en la clasificación de diversas especies de homicidio, sino más bien en el plano de la sentencia.

Con estas precisiones no se clarifica totalmente el panorama, pero se evitan no pocos focos de confusión.

2. BREVE HISTORIA. Limitándonos a nuestro siglo, conocemos dos casos de despenalización muy efímera de la eutanasia en Estados Unidos y en la Unión Soviética en las dos primeras décadas. Antes de la segunda guerra mundial hubo intentos de despenalización en Gran Bretaña, con dos proyectos presentados ante el Parlamento británico en 1936 y 1939. La eugenesia practicada por los nazis, con un significado muy distinto a los intentos de eutanasia, contribuyó a que la acción de los movimientos despenalizadores se enfriara en los años posteriores a la segunda guerra mundial. Con todo, sin pasar muchos años, en Estados Unidos y en Gran Bretaña volvieron a surgir las iniciativas a favor de la despenalización. En 1977 el cantón suizo de Zurich votó mayoritariamente en referéndum una propuesta despenalizadora, bloqueada después por las autoridades federales.

En la década de los ochenta ha ido tomando progresivamente cuerpo un movimiento internacional más consistente en defensa de la despenalización. Después de varios fallos judiciales benignos, el Tribunal Supremo de Holanda dio un fallo en 1984 en el que la eutanasia realizada por doctores era justificada bajo ciertas condiciones: petición persistente y libre del paciente, situación desesperada o enfermedad seria sin recuperación y consulta a un colega que confirmara la toma de decisiones. La asociación médica holandesa propuso un cambio en la ley en sentido despenalizador. En la misma línea se pronunció en 1985 el informe final de una comisión estatal creada por el ministro de Salud de Holanda en 1982. En California las encuestas dieron un 70 por 100 de apoyo a una "Humane and Dignified Death Initiative" en 1988; pero el texto no se pudo presentar a referéndum al no lograr ni un tercio de las firmas requeridas para organizarlo. En España, una encuesta de opinión entre los médicos colegiados de la provincia de Barcelona revela que el 43,2 por 100 considera que se ha de permitir la eutanasia pasiva y activa (acción que por su intención y naturaleza causa la muerte en una situación grave -e irreversible). El senador C. Rodríguez Aguilera ha preparado un texto, no introducido todavía en las Cortes, que no parece defender la despenalización de la eutanasia propiamente dicha, sino otro tipo de acciones menos problemáticas.

3. LAS JUSTIFICACIONES EN EL DEBATE SOBRE LA DESPENALIZACIÓN. a) El sí a la despenalización. El arsenal de razones invocadas por los partidarios de la despenalización es variado y de desigual valor. El motivo principalmente alegado nos lleva al terreno de la dignidad y derechos de la persona: la libertad de decidir es un componente básico de la dignidad personal que no encuentra límites ni ante la muerte. Se acusa a las leyes y a la sociedad que prohíben la eutanasia de hipocresía e inhumanidad al no reconocer a una persona que sufre el derecho a pedir que pongan fin suavemente a sus sufrimientos. Otro reproche dirigido a estas leyes es su falta de lógica: si el suicidio no está penalizado y si se reconoce al enfermo el derecho a rechazar un tratamiento, ¿hay tanta diferencia entre una inyección mortal y la negativa a algunos tratamientos?

Aparte las razones explícitamente alegadas, hemos de constatar en nuestra sociedad la existencia de rasgos mentales dentro de los cuales cabe la eutanasia y su legalización como una posibilidad lógica y humana: hipersensibilidad a cuanto significa libertad, dificultad para percibir un sentido al dolor y al sufrimiento, menor capacidad de tolerancia frente al dolor en una sociedad muy penetrada de ideales de bienestar, descenso en la referencias religiosas, etc.

b) No a la despenalización. Todavía son numerosos los que ven en la despenalización más inconvenientes que ventajas. Si en los medios sanitarios y en la sociedad se dedicara la debida atención en la etapa final de la vida, habría, a primera vista, pocos casos que se pudieran aducir como argumento en favor de la eutanasia. Muchas peticiones de eutanasia, ¿expresan en realidad un deseo del enfermo en este sentido o más bien denuncian carencias de la medicina y de la sociedad y falta de solidaridad? Creen algunos que un cambio en la ley reduciría los incentivos para mejorar esas deficiencias. Una ley despenalizadora podría colocar a algunos enfermos en su etapa final e, incluso fuera de esta situación, bajo una presión que los incitaría a autorizar su eliminación, presión que se les debiera evitar. Y se teme que una ley de este tipo pudiera deteriorar la relación de confianza entre enfermo y profesional sanitario.

[l Corporeidad; l Medicina; l Salud, enfermedad, muerte; l Suicidio].

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F.J. Elizari