ECUMENISMO
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Ecumenismo, el movimiento por el restablecimiento de la plena comunión entre todos los cristianos:
1.
El término;
2. El concilio Vat. II;
3. El movimiento ecuménico entre los no católicos;
4. La Iglesia católica: de la misión al unionismo y al ecumenismo;
5. Los años del posconcilio y la problemática actual.

II. El compromiso ecuménico que es requerido a todo cristiano:
1. No
existe auténtico ecumenismo sin conversión interior;
2. El reconocimiento de las culpas contra la unidad y la petición y oferta mutua de perdón;
3. La oración por la unidad y la comunicación en las cosas sagradas;
4. La apertura al diálogo y la capacidad de escucha;
5. La colaboración en el servicio a los hermanos.

III. La renovación requerida a las Iglesias:
1. Una reforma de la Iglesia en conformidad con el evangelio y los signos de los tiempos;
2. La distinción entre la sustancia del depósito de la fe y las formas en que ha sido enunciada;
3. El camino hacia una plena comunión de fe a través del diálogo doctrinal;
4. El compromiso ecuménico de las Iglesias:
    a)
Ecumenismo espiritual,
    b) Ecumenismo doctrinal,
    c) Ecumenismo secular.

IV. La renovación en la teología moral.

V. Un ecumenismo en sentido amplio: el diálogo con los judíos y con otras religiones.

 

I. Ecumenismo, el movimiento por el restablecimiento de la plena comunión entre todos los cristianos

1. EL TÉRMINO "ecumenismo" procede del griego oikouméne, que indicaba el mundo conocido en la antigüedad, toda la tierra habitada. En el uso eclesiástico, el término ecumene y su derivado "ecuménico" se han utilizado para indicar todo lo que tiene carácter de universalidad, en especial los concilios. Con la expresión "movimiento ecuménico" y con el término ecumenismo se designa de modo específico, a partir de las primeras décadas de nuestro siglo, el conjunto de las actividades e iniciativas dirigidas a restaurar la plena comunión entre todos los cristianos. El ecumenismo comporta una toma de conciencia de la voluntad de Cristo sobre la unidad de sus discípulos, del escándalo de las divisiones que se han ido creando en el curso de la historia, de la comunión que ya existe en virtud del único bautismo entre los discípulos de Jesús y de la posibilidad de corresponder a la llamada y al don de Dios llegando a restaurar la plena comunión visible. Este término abarca, por tanto, todos los esfuerzos y todos los caminos que tienden a la restauración de la unidad, tal "como Dios la quiere, cuando él la quiera y por los medios que él quiera".

2. EL CONCILIO VAT. II. Conforme a las afirmaciones hechas por Juan XXIII desde el. primer momento de su convocatoria, el Vat. II declaró explícitamente que uno de los principales intentos del mismo concilio era el "promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos" (UR 1), expresó cómo la división entre los cristianos "contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es escándalo para el mundo y daña la santísima causa de la predicación del evangelio a toda criatura" (ib); reconoció que el movimiento ecuménico de nuestro siglo ha sido suscitado por el Espíritu (ib) e invitó resueltamente también a la Iglesia católica a entrar con decisión en el camino ecuménico (UR 1-4).

Por otra parte, el mismo concilio aprobó toda una serie de documentos que constituyeron un cambio en las relaciones de la Iglesia católica con los demás cristianos, porque pusieron los cimientos de una renovación y una reforma de la Iglesia misma dentro de la fidelidad al evangelio y a los signos de los tiempos, que tuviera en cuenta las cuestiones que las otras Iglesias plantean y los enriquecimientos provenientes de las otras tradiciones. La reforma litúrgica realizada gracias a la SC, la renovación de la eclesiología con la LG, con la UR y también con la OE; el redescubrimiento del puesto central de la Escritura con la DV, la declaración del derecho de toda persona a la libertad religiosa con DH, las nuevas relaciones con las otras religiones iniciadas con NA, la positiva presentación de las relaciones Iglesia-mundo contenida en la GS y hasta las decisiones contenidas en CD en la línea de la descentralización y la creación de las conferencias episcopales, constituyen todas ellas decisiones de gran importancia ecuménica. Al logro de tales decisiones, fruto de la renovación de la teología y del pensamiento católico en las décadas precedentes, contribuyó en gran medida la constitución, realizada en 1960, del secretariado para la unión de los cristianos, y la invitación que dirigió a representantes de otras Iglesias cristianas a participar en el concilio como observadores. Su asidua presencia en los trabajos conciliares constituyó una incesante llamada para que se tuviesen en cuenta las instancias de los otros cristianos y los logros del movimiento ecuménico.

3. EL MOVIMIENTO ECUMÉNICO ENTRE LOS NO CATóLICOS. Con el Vat. II la Iglesia católica entró decididamente en el movimiento dirigido a restablecer la unidad entre todos los cristianos, que había surgido a comienzos de siglo en ambientes protestantes y anglicanos y se había extendido progresivamente, implicando también a las Iglesias ortodoxas. Preparado ya en el siglo pasado por movimientos que tendían a superar los confines de las propias Iglesias y a recomponer una cierta unidad al menos entre las comunidades pertenecientes al mundo de la reforma (sociedades misioneras, federaciones o "alianzas" confesionales interesadas en unir a las Iglesias de un mismo origen, asociaciones estudiantiles y juveniles, iniciativas de carácter social o "cristianismo social"), el movimiento ecuménico encontró su fecha de nacimiento convencional en la conferencia internacional misionera de Edimburgo en 1910. De ésta surgen tres grandes filones, destinados más tarde a confluir en el Consejo Ecuménico de las Iglesias: a) el movimiento denominado Vida y Acción (Life and Work), caracterizado por el eslogan "Si la doctrina divide, el servicio une", y que pretendía contribuir a la unidad de los cristianos mediante la acción y el servicio común al mundo; éste tuvo sus propias asambleas mundiales en Estocolmo en 1925 y en Oxford en 1937; b) el movimiento denominado Fe y Constitución (Faith and Order), que, en cambio, tendía a la recomposición de la unidad a través del diálogo doctrinal y teológico sobre los temas relativos a la fe y a la organización de la Iglesia; se reunió en las asambleas mundiales de Lausana en 1927 y Edimburgo en 1937; c) el Consejo Internacional de las Misiones, que continuó el compromiso de las sociedades misioneras de inspiración protestante de coordinar los esfuerzos por la evangelización y de tratar de superar el proselitismo recíproco; después de una reunión en 1921, las conferencias mundiales se desarrollaron en Jerusalén en 1928, en Madrás en 1938, en Whitby en 1947, en Willingen en 1952 y en Ghana en 1958.

Los dos primeros movimientos, reconociendo la complementariedad de sus orientaciones, decidieron ya en 1937 confluir en un solo organismo, que se pudo crear en la asamblea de Amsterdam de 1948: el Consejo Ecuménico de las Iglesias (CEC), que fijó su sede en Ginebra; el tercer movimiento se incorporó en 1961. El CEC tuvo sus asambleas sucesivas en Evanston (1954), Nueva Delhi (1961), Upsala (1968), Nairobi (1975) y Vancouver (1983); a él se han adherido ya unas trescientas Iglesias y comunidades ortodoxas, anglicanas y protestantes, que se reconocen en su "base" (1961): "Una asociación fraterna de Iglesias que confiesan al Señor Jesucristo como Dios y salvador según las Escrituras y que se esfuerzan en responder juntas a su común vocación para gloria del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo". En las últimas décadas el CEC ha afrontado el problema de los modelos de unidad, desarrollando sobre todo el de la "conciliar", con vistas a la convocatoria de un concilio en el que puedan participar todas las iglesias. Actualmente está estructurado en diversos departamentos o comisiones, que continúan el trabajo desarrollado por los tres grandes movimientos que fueron su origen: recordamos en especial el departamento Fe y Constitución, que continúa la reflexión doctrinal con la participación también de católicos, y que en 1982 publicó un importante documento sobre Bautismo, eucaristía y ministerio.

4. LA IGLESIA CATóLICA: DE LA MISIÓN AL UNIONISMO Y AL ECUMENIsmo. La Iglesia católica había reconocido siempre la necesidad de la unidad y había insistido en su predicación; pero consideraba que la unidad se realizaba ya en su interior, y por lo tanto se refería a la característica de la unidad sobre todo con sentido apologético; hasta el punto que la exaltación de la unidad en la Iglesia católica llevó por una parte a promover y por otra a aceptar un centralismo cada vez más fuerte y a confundir la unidad con la uniformidad. En las relaciones con los otros cristianos, la convicción de la Iglesia católica de identificarse con la Iglesia de Cristo una y única y de poseer la plena verdad llevó a pensar que el único camino de salida de la situación de división tenía que ser la del "retorno" o, mejor, de la "conversión" de los "cismáticos (los orientales) y los heréticos" (las comunidades cristianas de la reforma) a la Iglesia católica. De aquí nació una actitud polémica y controvertida -dirigida a demostrar la verdad de la posición católica y a "desenmascarar" los "errores" de los otros- y un compromiso misionero, análogo al que se realizaba con los paganos.

Esta actitud misionera se fue sustituyendo poco a poco, al menos en relación con las comunidades cristianas de Oriente y sobre todo después del Vat. I, con una actitud "unionista", que pretendía obtener su "retorno" a la comunión con Roma y su sumisión a Roma. El unionismo conoció un período de gran esplendor con el pontificado de León XIII, y después entre el final del pontificado de Benedicto XV y los primeros años del de Pío XI. Éste consideraba que la situación política y cultural en que se encontraban las Iglesias de Oriente les reservaba una "inevitable decadencia si continuaban separadas de Roma"; se habría podido obtener fácilmente su "retorno" a condición de respetar al máximo las tradiciones o "ritos" orientales; las Iglesias "uniatas", es decir, las orientales ya en comunión con Roma, deberían servir de "puente" para este retorno, gracias a su doble fidelidad al catolicismo y a Oriente. A pesar de algunos intentos fracasados a final del siglo pasado y después de las conversaciones de Malines (1921-1926) en relación con los anglicanos, el unionismo se limitó en general a tomar en consideración sólo a las Iglesias de Oriente, las únicas reconocidas sin ninguna duda como auténticas Iglesias. Como se valía sobre todo de instrumentos político-diplomáticos, el unionismo no se preocupó de implicar al conjunto del pueblo cristiano, ni trató de afrontar el problema de las divisiones -teológicas, espirituales, estructurales-, ni llegó a plantearse el problema de lo que debía cambiarse también en la Iglesia católica para preparar el camino de la unidad. Estas evidentes limitaciones llevaron a algunos unionistas más despiertos a madurar gradualmente una orientación que fuese más al fondo del problema de las divisiones, tomase conciencia de los factores que se habían dado en su origen y redescubriese los valores evangélicos presentes entre los otros cristianos, aproximándose así al movimiento ecuménico de origen protestante que en esa época comenzaba sus primeros pasos.

No obstante, la condena de este último, contenida en la encíclíca de Pío XI Mortalium animos (6 de enero de 1928), que significó un efímero relanzamiento del unionismo, los primeros gérmenes del ecumenismo consiguieron brotar también en el mundo católico, sobre todo en el alemán y francés, por los años veinte y treinta. Las renovaciones que durante estos años se iban iniciando gracias a los movimientos bíblico, litúrgico y patrístico, estimulando un retorno a las fuentes, contribuyeron también a la aproximación a los otros cristianos, mientras que los nuevos estudios históricos y teológicos ayudaban a considerar con mayor objetividad el tema de las divisiones y las diversas responsabilidades.

Entre los pioneros del ecumenismo en el campo católico se pueden recordar al belga padre Lamben Beauduin, a quien se debe ya en los años veinte la fundación del monasterio Amay-Chevetogne y la revista Irénikon; el padre Yves Congar,que en 1937 con la publicación de Chrétiens désunis inició el filón del ecumenismo doctrinal, y el sacerdote L. Paul Couturier, que a partir de 1935 transformó el octavario por el retorno de los otros cristianos a la comunión con Roma en la "Semana universal de oración por la unidad de los cristianos en el modo que el Señor quiera y cuando él quiera", iniciando así el denominado "ecumenismo espiritual".

También los acontecimientos de la guerra, en la que los cristianos de todas las Iglesias se encontraron con frecuencia sufriendo juntos en los campos de concentración y tomaron conciencia juntos de las propias responsabilidades en el desencadenamiento de tantas tragedias, contribuyeron a una nueva aproximación. En los años de la posguerra se multiplicaron los centros y las iniciativas de carácter unionista o propiamente ecuménico; entre las primeras hay que recordada fundación del centro Unitas engoma; entre las segundas, la creación ócurrida en Holanda en 1951 de la "Conferencia ecuménica católica internacional", cuyo primer secretario fue Jan Willebrands, después cardenal. Las largas y oscuras preparaciones, con frecuencia consideradas con recelo y desconfianza, pudieron finalmente hacerse públicas y dar todos sus frutos con la elección de Juan XXIII y la convocatoria del concilio.

5. LOS AÑOS DEL POSCONCILIO Y LA PROBLEMÁTICA ACTUAL. Terminado el concilio, la Iglesia católica estuvo durante muchos años absorbida en la realización de las reformas que en él se habían decidido, en especial, la reforma litúrgica, que dio un puesto central a la palabra de Dios en la Iglesia. En esos mismos años se crearon un Secretariado para los no cristianos y otro Secretariado para los no creyentes, que fueron a situarse junto con el Secretariado para la unidad de los cristianos. -Éste, por su parte, para llevar a la práctica el decreto sobre el ecumenismo, publicó el Directorio ecuménico: la primera parte, que lleva la fecha del 14 de maya de 1967, regula la creación de las comisiones ecuménicas y dicta normas sobre el reconocimiento del bautismo administrado en las otras Iglesias, la oración común y la comunicación en las cosas sagradas; la segunda, del 16 de abril de 1970, regula la enseñanza del ecumenismo en la instrucción superior (Ench. Yat. 2,1194-1292). -Son muy importantes también las Directrices sobre la cooperación interconfesional en la traducción de la Biblia, publicadas en 1968 por el Secretariado conjuntamente con la Alianza bíblica universal por las que se publicaron más de 150 traducciones interconfesionales de la Biblia realizadas hasta hoy en el mundo a otras lenguas (Ench. Oec. 1,653-675); -las Reflexiones y sugerencias sobre el diálogo ecuménico, publicadas el 15 de agosto de 1970, a continuación de una consulta entre el Secretariado y el CEC (Ench. Val. 3,2686-2756), -y el documento sobre La colaboración ecuménica a nivel regional, nacional y local, del 22 de febrero de 1975, que insiste en la adaptación de las iniciativas ecuménicas alas necesidades locales, y por lo tanto en su necesaria variedad (Ench. Val. 5,1096-1198).

El acontecimiento más importante de estos últimos años ha sido el ingreso de la Iglesia católica en el diálogo que ya existía entre las Iglesias y al que ella ha dado un impulso muy fuerte. Se constituyeron comisiones de diálogo a nivel internacional entre la Iglesia católica y todas las demás grandes familias de Iglesias (ortodoxos, anglicanos, luteranos, reformados, metodistas, baptistas, discípulos de Cristo, pentecostales), como con el CEC. Estas comisiones internacionales, lo mismo que innumerables otras comisiones de diálogo a nivel local y entre las otras Iglesias, han publicado toda una serie de documentos, algunos de gran valor, que se han destinado a la reflexión de las Iglesias, para que, sobre la base de las convergencias doctrinales realizadas, puedan superar las divergencias que todavía las separan, sobre todo a nivel de estructuras y de ministerios ordenados, y se pueda llegar así, bajo la guía del Espíritu, a restablecer la plena comunión eclesial.

Es, por lo tanto, tarea de todos los cristianos en esta fase secundarla acción del Espíritu (cf UR 24), superando en todas las Iglesias las actitudes proselitistas que todavía existen en las relaciones de cristianos pertenecientes a otras comunidades, y también la mentalidad "unionista", que pretende que las otras Iglesias acepten íntegramente la disciplina y la doctrina de la propia, para comenzar una mentalidad auténticamente ecuménica que ponga en el centro a Cristo, y no alas Iglesias, y que lleve a todos a confrontarse con la palabra de Dios y a renovarse en conformidad con el evangelio y los signos de los tiempos. El movimiento ecuménico, en el que todos debemos sentirnos comprometidos, "tanto los fieles como los pastores, y cada uno según su propia capacidad" (UR 5), exige, por una parte, disponibilidad a reformar las propias comunidades para hacerlas "cada vez más fieles a su vocación", "de modo que si en algunas cosas, tanto en las costumbres como en la disciplina eclesiástica y en el modo de enunciar la doctrina -que no debe confundirse en absoluto con el depósito de la fe- se han observado con menos atención, sean puestas oportunamente en su justo y adecuado orden" (UR 6); por otra, un serio compromiso de oración, de diálogo, de apertura a la colaboración con los otros. Sin embargo, todo esto será posible sólo si se está profundamente convencido de la voluntad de Cristo sobre la unidad y nos empeñamos seriamente en realizarla. Por esto el Vat. II ha afirmado explícitamente que "no existe verdadero ecumenismo sin una conversión interior" (UR 7).

De ésta, por tanto, conviene partir en la reflexión siguiente, en la que se tratará de los aspectos personales del compromiso ecuménico (II) y de las renovaciones que se piden a las Iglesias (III) también en el ámbito de la misma teología moral (IV), para extender, finalmente, la mirada a las relaciones de la Iglesia con el judaísmo y con las demás religiones (V).

II. El compromiso ecuménico que es requerido a todo cristiano

1. "NO EXISTE AUTÉNTICO ECUMENISMO SIN CONVERSI6N INTERIOR" (UR 7). El término "conversión", empleado por el Vat. II, indica un cambio de orientación y de vida; un cambio de la manera propia de ver, sentir y juzgar, que haga volver a Dios o profundizar la relación personal con él. A quien le ha dado ya una primera adhesión a la fe cristiana, la conversión interior al ecumenismo le pide una segunda metánoia, que lo lleva a una nueva y más profunda relación con Dios en Jesucristo y a una nueva perspectiva de fe capaz de vencer todo tipo de mezquindad y todo prejuicio para conducirlo a aceptar un camino común con los otros cristianos.

a) Ésta implica una conversión intelectual, un nuevo modo de ver y de juzgar, por la que la adhesión al evangelio asumida en una conceptualización puramente confesional será sustituida gradualmente por una síntesis más amplia, que haya sabido integrar en la propia visión de fe también las riquezas doctrinales expresadas en las otras tradiciones cristianas en la convicción de la legitimidad de un cierto pluralismo y de expresiones diversas de la misma fe. Esta conversión intelectual comporta también el compromiso "de eliminar palabras, juicios y obras que no reflejan con equidad y verdad la condición de los hermanos separados, y por eso hacen más difícil las mutuas relaciones con ellos" (UR 4), y llevará a reconocer gozosamente cuanto por la gracia del Espíritu Santo ha sido realizado en los hermanos separados, los "valores verdaderamente cristianos, provenientes del patrimonio común, que se dan en ellos" (UR 4). Con la superación de todo integrismo ayudará a meditar de nuevo la propia fe a la luz de los interrogantes y aportaciones de las otras tradiciones, facilitando con ello el acceso a un conocimiento más profundo del mismo mensaje evangélico.

b) La conversión intelectual se traduce, por lo tanto, en una conversión moral, que permite traducir en la práctica de la vida lo que ha sido asimilado a nivel de convicción, llevando a una actitud nueva en relación a los otros cristianos, que supere la polémica y la apologética y se abra con amor a ellos, haga atentos a su escucha, cree un espíritu de amor, "de sincera abnegación, de humildad y de mansedumbre en el servicio, de fraterna generosidad de ánimo hacia los otros" (UR 7), de disponibilidad para escuchar y aprender, poniendo en práctica la exhortación de Pablo: "Os animo, pues; yo, el prisionero por el Señor, a comportaron de modo digno a la vocación a la que habéis sido llamados, con toda humildad y dulzura, con longanimidad, soportándoos unos a otros con amor, y tratando de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz" (Ef 4,lss).

c) Una tercera etapa de esta conversión ecuménica permite llegar a su nivel más profundo, el que puede ser definido como la conversión religiosa al ecumenismo, que lleva a poner de nuevo en el centro de la propia vida al Señor Jesús, único camino al Padre. Centrando la fe en lo esencial, los horizontes se amplían, las dimensiones del nivel del amor y de salvación de Dios en relación a la humanidad se reconocen mejor, a la vez que se relativizan las barreras confesionales. El que en lo más profundo del propio espíritu se ha encontrado con el misterio de Dios, vive ya enteramente en el amor, y la comunión con Dios lo lleva a experimentar una plenitud de comunión también con los otros, en una vida enteramente dedicada al prójimo, en humilde docilidad al Espíritu.

Una conversión interior así al ecumenismo, como toda conversión, es una obra que no debe nunca considerarse realizada. Puede ser motivada desde el exterior mediante una correcta pedagogía ecuménica, capaz de llevar a vivir la fe de manera gozosa y consciente en la propia Iglesia, aun estando abiertos a acoger con prontitud las perspectivas que otros cristianos han desarrollado, que podrían enriquecer nuestra visión del misterio de la salvación abriendo el espíritu a la verdadera catolicidad. Se puede facilitar multiplicando las ocasiones de reflexión en pequeños grupos, en donde pueden interiorizarse los logros del movimiento ecuménico y ponerse en cuestión las síntesis interiores precedentes, sustituyéndolas gradualmente con nuevas síntesis y por convicciones más profundas y justificadas; la dinámica de un grupo puede ayudar a los participantes a liberarse de los condicionamientos inconscientes que con frecuencia llevan a temer toda innovación y a asumir actitudes y comportamientos conservadores e integristas. De todas formas, por encima de todos estos medios, la conversión al ecumenismo será obra en última instancia de la acción del Espíritu de Dios, que es Espíritu de libertad, de verdad, de caridad, de unidad; el deber moral hoy sigue siendo el de no oponer resistencia; todos los obstáculos a la renovación de las Iglesias y al camino ecuménico nacen de la resistencia que se opone a la acción del Espíritu por falta de conversión.

2. EL RECONOCIMIENTO DE LAS CULPAS CONTRA LA UNIDAD Y LA PETICIÓN Y OFERTA MUTUA DE PERDÓN. Una manifestación fundamental de la conversión ecuménica consiste en la capacidad de reconocer los pecados y las responsabilidades propias y de la propia Iglesia en el nacimiento y mantenimiento de las divisiones, y, por consiguiente, en la petición y ofrecimiento de perdón mutuo. En efecto, el movimiento por la unidad de los cristianos es fruto de la toma de conciencia de que la división entre los discípulos de Jesús es un pecado, en cuanto desobediencia formal a la voluntad del Señor, y causa del escándalo para el mundo. Pero esto lleva a reconocer por primera vez que de ese pecado no son responsables sólo los cristianos que vivieron en la época de las divisiones y que les dieron origen, sobre todo los pertenecientes a otras Iglesias: de tales divisiones son responsables, de alguna manera, todos los que continúan alimentándolas en abierta desobediencia ala voluntad del Señor. Una toma de conciencia así comporta como consecuencia una actitud nueva de humildad frente al pasado, junto a la disposición de pedir perdón por la parte de responsabilidad propia y de la propia Iglesia, y la capacidad para ofrecer el perdón y la reconciliación, caminando así juntos hacia un futuro nuevo.

Esta nueva actitud, que se difundió primero entre los anglicanos (cf la llamada que hizo la Conferencia de Lambeth en 1920) y después entre los protestantes en general, y que se manifestó sobre todo con ocasión de la conferencia de Lausana de 1927 y más tarde durante las conferencias de Amsterdan en 1948 y de Evanston en 1954, tardó en entrar en la Iglesia católica porque no parecía compatible con su eclesiología y con su visión de la historia de la Iglesia. Pero dos discursos de Pablo VI al comenzar el segundo período del concilio (1963) permitieron introducir también a la Iglesia católica en este camino de arrepentimiento y de conversión por los pecados cometidos contra la unidad y contra los otros cristianos. Esta nueva actitud fue consagrada en el decreto sobre el ecumenismo: "En esta Iglesia de Dios una y única surgieron desde los primeros tiempos algunas escisiones, condenadas con graves palabras por el apóstol (...); pero en los siglos posteriores han surgido divisiones más grandes, y comunidades no pequeñas se apartaron de la plena comunión de la Iglesia católica, tal vez sin culpa de los hombres de ambas partes" (UR 3). "También de las culpas contra la unidad vale el testimonio de san Juan: `Si decimos que no hemos pecado, lo calificamos de mentiroso, y su palabra no está en nosotros' (1Jn 1,10). Por esto con humilde oración pidamos perdón a Dios y a los hermanos separados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores" (UR 7).

Estos dos pasajes se encuentran en un contexto en el que la confesión humilde de los pecados que hayan podido cometer los católicos se repite varias veces. El pueblo de Dios es un pueblo de pecadores, que han experimentado en su propia existencia la misericordia del Señor. La Iglesia es santa en la medida en que es obra de Dios, es signo de su gracia; pero es pecadora en su dimensión humana: "... la Iglesia, que abarca en su seno a los pecadores, santa y a la vez necesitada de purificación, nunca abandona la penitencia y la renovación" (LG 8). Reconocimientos concretos de los pecados y de las limitaciones de los cristianos y de los católicos los hay a propósito del comportamiento en relación a los judíos en NA 4, a propósito del problema de la libertad de conciencia y de la libertad religiosa en DH 12, mientras que en GS 36 hay referencia a las desviaciones que tienen lugar en la Iglesia cuando no ha sabido reconocer la legítima autonomía de las realidades terrenas, sobre todo a propósito de las relaciones entre ciencia y fe; y en GS 43 se reconoce la infidelidad al Espíritu de Dios por parte de muchos miembros de la Iglesia.

Una actitud de sincero reconocimiento de las propias culpas pasadas y presentes y una también sincera petición y oferta de perdón recíproco es lo más francamente evangélico que puede darse en las relaciones entre cristianos, a la vez que es el medio más eficaz para animar a todos a deponer toda arrogancia, toda suficiencia y toda autojustificación. La cita de 1Jn 1,10 ayuda a superar toda unilateralidad: la palabra de Dios nos advierte que todos somos pecadores; pero si nos reconocemos tales y si pedimos perdón a Dios y a los hermanos, declarándonos dispuestos a perdonar a quienes nos han ofendido, estamos poniendo lo que el evangelio considera una condición necesaria para que la misericordia de Dios pueda realizarse en nosotros.

3. LA ORACIÓN POR LA UNIDAD Y LA COMUNICACIÓN EN LAS COSAS SAGRADAS. La convicción de que la unidad de los cristianos no puede ser resultado del esfuerzo humano solamente, sino que es sobre todo un don de Dios, lleva a afirmar la enorme importancia de la oración para pedir a Dios la gracia de la unidad. La oración por la unidad tiene una larga tradición en la Iglesia católica; pero, como decía el título de la misa votiva en el misal anterior a la reciente reforma, estaba orientada "ad tollendum schisma". En el pontificado de León XIII se comenzó a pedir por el "retorno" de los otros cristianos a la comunión con Roma, y se señaló como fecha conveniente para esta oración la novena de pentecostés; siempre desde esta óptica, Spencer Jones y Paul Watson crearon, a partir de 1907, el octavario de oración del 18 al 25 de enero, que especialmente bajo la inspiración ya mencionada del abad Paul Couturier se convirtió, desde la mitad de la década de los treinta, en la Semana universal de oración por la unidad de los cristianos, a la que podían unirse también los no católicos. En ella se invita a participar en la oración de Jesús por su Iglesia (cf Jn 17), rezando por la santificación de todos los cristianos y para que se realice la unidad que Cristo quiere, cuando y en el modo que quiera. El texto de oración que cada año se propone ha sido preparado previamente por una comisión mixta formada por representantes del Secretariado para la unidad y del CEC. La semana de enero, sin embargo, es sólo una de las ocasiones en las que se nos invita a rezar juntos por la unidad. Esta oración debería hacerse cada vez más habitual para todo cristiano, a la vez que no debería dejarse pasar ninguna ocasión para realizar una oración común entre los cristianos de todas las Iglesias, tanto a nivel por lo menos oficioso (fiestas nacionales, jornadas de acción de gracias, encuentros ecuménicos, encuentros por la paz) como a nivel de vida cotidiana, como ocurre en muchos grupos bíblicos o en comunidades de "renovación en el Espíritu".

La oración común está justificada por la comunión que ya existe entre los cristianos sobre la base del único bautismo y de la sustancial unidad de fe. Distinta es, en cambio, la reflexión en lo que se refiere a la participación común en los sacramentos, y en especial a la eucaristía.

La validez del bautismo, administrado en todas partes, debe reconocerse en línea de principio; y por lo tanto, por el respeto debido al mismo sacramento, no puede ser repetido bajo condición, salvo en caso de que existan razones muy graves (cf CIC, can. 869, §§ 2 y 3, y el "Rito de admisión a la plena comunión de la Iglesia católica de quienes han sido ya válidamente bautizados", n. 4, en el Ritual de la iniciación cristiana de adultos, Comisión episcopal española de liturgia, Madrid 1976).

La participación en la eucaristía constituye el signo de una plena comunión eclesial, y al mismo tiempo la alimenta. Teniendo en cuenta estas dos instancias, el Vat. II recuerda que "la comunicación en las cosas sagradas no debe ser considerada como un medio que haya de usarse indiscriminadamente para el restablecimiento de la unidad de los cristianos. Esta comunicación depende sobre todo de dos principios: la manifestación de la unidad de la Iglesia y la participación en los medios de la gracia. La significación de la unidad prohíbe la mayoría de las veces esta comunicación. La necesidad de participar la gracia tal vez lo recomienda" (UR 8). A nivel concreto, ya LG 15 y OE 27 y 28 invitaban a considerar las especiales relaciones que existen con las Iglesias orientales, con las que la comunión puede considerarse casi completa. El CIC, en el canon 844, § 2, establece como consecuencia que es lícito a un católico acceder a los sacramentos de la penitencia, de la eucaristía y de la unción de los enfermos en las Iglesias cuyos sacramentos son reconocidos como válidos, siempre que exista una causa justa. Los ministros católicos, a su vez, pueden administrar lícitamente tales sacramentos a los fieles de las Iglesias orientales, cuando éstos lo pidan espontáneamente y estén bien dispuestos (§ 3). La situación es muy distinta, en cambio, en lo que se refiere a las relaciones con los cristianos de las Iglesias anglicana, luterana o reformada. Aunque se han levantado las limitaciones para la participación en su culto y se han dictado normas bastante abiertas en lo referente al uso de los mismos locales de culto o a una posible catequesis común, en lo que se refiere a los sacramentos quedan las dificultades marcadas por el contencioso doctrinal del pasado, y sobre todo por el problema del ministerio.

Para cuanto se refiere a los matrimonios contraídos entre cristianos pertenecientes a diversas Iglesias I matrimonios mixtos.

4. LA APERTURA AL DIÁLOGO Y LA CAPACIDAD DE ESCUCHA. La escucha, el diálogo, la capacidad de apreciar los valores auténticamente cristianos presentes en las otras Iglesias y en las otras tradiciones, la corrección de los prejuicios todavía existentes en sus relaciones, son otro aspecto de la conversión y del compromiso ecuménico, repetidamente inculcado por el Vat. II (UR 4; 9-11). Las épocas pasadas no siempre reconocieron el valor del diálogo, ese instrumento extraordinario concedido al hombre para establecer una comunicación y una comunión con los propios semejantes y con Dios mismo. Es fundamental ya para- la misma persona es de todas formas esencial en las relaciones entre los cristianos, en cuanto que puede alimentar la comprensión, la estima, el respeto, el amor en las relaciones con los otros, y puede crear una colaboración para superar juntos los problemas que aparezcan. A imitación de Jesús, que en su existencia terrena siempre supo entrar en diálogo con toda clase de personas, sus discípulos deben integrar el diálogo en las relaciones entre ellos. Esto vale tanto para las relaciones en el interior de la comunidad católica como para las relaciones con todos los cristianos, como recuerda el Vat. II: "Sobre todo en la misma Iglesia (se promueva) la mutua estima, el respeto y la concordia, reconociendo toda diversidad legítima, para establecer un diálogo cada vez más profundo entre todos los que forman un único pueblo de Dios, sean pastores o laicos. Son más importantes, en efecto, las cosas en las cuales los fieles están unidos que aquéllas en las que están separados: haya unidad en las cosas necesarias, libertad en las dudosas, caridad siempre" (GS 92). Este diálogo lo puede realizar todo cristiano en las condiciones ordinarias de la vida (cf UR 5). Liberándose de toda forma indebida de apologética o de toda búsqueda de proselitismo, debe volverse humilde en la búsqueda de la verdad, capaz de admitir diversidad de expresiones en la misma fe. La estima por el otro y la capacidad de escucha lleva a dejarse enriquecer y juntos a aprender y a dar las respuestas correspondientes a las preguntas del otro para hacerle entender el propio pensamiento, eliminar los prejuicios y hacer posible la colaboración y el cambio a la luz de la verdad conocida más profundamente.

5. LA COLABORACIÓN EN EL SERVICIO A LOS HERMANOS, "en cualquier deber exigido por la conciencia cristiana para el bien común" (UR 4), es vivamente recomendada por el Vat. II, ya que "la cooperación de todos los cristianos expresa vivamente aquella unión que ya rige entre ellos, y hace brillar más el rostro de Cristo siervo" (UR 12; cf AA 27; AG 6 y 15; GS 92). El concilio recuerda también los sectores en los que puede realizarse, una colaboración así: promóción de la persona humana, de sus derechos y de su dignidad; servicio a la paz, a la justicia social; contribución a "hacer progresar con espíritu cristiano las ciencias y las artes"; empeño en "utilizar remedios de todo tipo para salir al paso de las miserias de nuestro tiempo, como son el hambre y las calamidades, el analfabetismo y la indigencia, la falta de viviendas y la desigual distribución de los bienes" (UR 12). Una cooperación así es una manifestación del evangelio del amor, que consiente, mediante el "diálogo de la caridad", preparar los corazones al diálogo teológico, crea una cierta nostalgia de la plena unidad, permite finalmente realizar ya un testimonio común ante el mundo: "Todos los cristianos profesen ante todos los pueblos la fe en Dios uno y trino, en el encarnado Hijo de Dios, redentor y Señor nuestro, y con esfuerzo común en la mutua estima den testimonio de nuestra esperanza, que no engaña" (UR 12).

III. La renovación requerida a las Iglesias

La implicación en el movimiento hacia la unidad de los cristianos comporta consecuencias no sólo para los particulares, sino también para las comunidades eclesiales en cuanto tales; se podría decir que la conversión ecuménica de cada miembro particular no es suficiente si no conduce y va acompañada de una renovación de la comunidad, así como la renovación comunitaria no puede dar frutos si no se realiza una conversión ecuménica a nivel personal.

1. UNA REFORMA DE LA IGLESIA EN CONFORMIDAD CON EL EVANGELIO Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS. La primera indicación que ofrece el Vat. II en lo que se refiere al compromiso ecuménico de las Iglesias, y por lo tanto de la misma Iglesia católica, afecta a la necesidad de una reforma. Puesto que antes de cuestionar a los otros hay que hacer un examen de conciencia sobre sí mismos, el concilio advierte que "los fieles católicos deben considerar con sinceridad y diligencia todo lo que debe renovarse y hacerse en la propia familia católica, para que su vida dé un testimonio más fiel y más claro de la doctrina y de las instituciones entregadas por Cristo a sus apóstoles" (UR 4). La unidad de los cristianos no podrá realizarse sin profundas renovaciones en todas las comunidades que hoy existen; y también la Iglesia católica, siendo consciente del hecho de que en ella "subsiste" la Iglesia de Cristo (cf LG 8) y convencida de poseer una plenitud de medios salvíficos, tiene necesidad de reformarse. "La Iglesia peregrinante está llamada por Cristo a esta continua reforma de la que, como institución humana y terrena, siempre tiene necesidad" (UR 6). Este texto nos recuerda que, si la dimensión divina de la Iglesia es evidentemente irreformable, se concreta en formas históricas, que no pueden ser sacralizadas ni consideradas inmutables. La reforma no es sólo conveniente, sino necesaria (Ecclesia.. indiget reformatione: el concilio recoge una frase de Lutero), y nunca puede darse por acabada (perennem reformationem... perpetuo indiget: se insiste en el tema de la Ecclesia semper reformanda). Esta reforma no viene impuesta por el hecho de que se hayan dado hechos particulares concretos o que se hayan cometido determinados pecados, sino por la naturaleza misma de la Iglesia, compuesta por hombres y encarnada en la historia y en las diversas culturas, por lo que debe abandonar lo que pertenece a los condicionamientos histórico-culturales del pasado y renovarse incesantemente en su .confrontación por una parte con el evangelio y por otra con el hombre contemporáneo, es decir; con los signos de los tiempos (cf GS 4).

Muchas renovaciones ya realizadas a lo largo de este siglo antes y después del concilio, "como son el movimiento bíblico y litúrgico, la predicación de la palabra de Dios y la catequesis, el apostolado de los laicos, las nuevas formas de vida religiosa, la espiritualidad del matrimonio, la doctrina y actividad de la Iglesia en el campo social" (UR 5), han tenido y siguen teniendo gran importancia también en la dimensión del restablecimiento de la comunión entre todos los cristianos. Otras renovaciones esperan su realización más completa, y precisamente en sectores que indica la misma UR 6: como en el caso de los mores, es decir, de los comportamientos y costumbres en sentido antropológico (prácticas tradicionales, "hábitos eclesiásticos", uso de los bienes terrenos o de los títulos honoríficos, devociones populares), en el de la eccIesiastica disciplina, es decir, del derecho canónico (que ha sido reformado con la promulgación del nuevo Código, pero perfectible todavía desde el punto de vista ecuménico), como sobre todo in doctrinas enunciandaemodo, qui ab ipso deposito fidei sedulo distinguí deber. Este último punto exige más espacio.

2. LA DISTINCIÓN ENTRE LA SUSTANCIA DEL DEPOSITO DE LA FE Y LAS FORMAS EN QUE HA SIDO ENUNCIADA. Esta distinción, que ha sido introducida en los documentos conciliares (UR 6; GS 62) a raíz del discurso con el que Juan XXIII abrió el concilio, es de una gran importancia desde el punto de vista ecuménico. -Permite superar las dificultades que durante siglos habían bloqueado el diálogo doctrinal entre las Iglesias cristianas, cada una de las cuales se sentía unida alas propias formulaciones doctrinales dogmáticas. Pero la cultura contemporánea nos ha hecho conscientes de los condicionamientos históricos, culturales, sociales y lingüísticos de toda proposición pronunciada en una época determinada, y por lo tanto de la necesidad de su interpretación. Lo que hoy está plenamente admitido en la interpretación de la Sagrada Escritura -como la crítica de las fuentes, el estudio de los géneros literarios, el análisis del lenguaje en función del contexto cultural, la investigación histórica y los condicionamientossociales y económicos- debe aplicarse a la interpretación de las fórmulas eclesiásticas. De este modo, por debajo del revestimiento cultural y del modo de expresión, será posible captar el núcleo más profundo de verdad que una determinada formulación ha pretendido garantizar y que sigue siendo válida para nosotros hoy. -Esta distinción entre la sustancia del depósito y la forma de su enunciado permite además comprender que es posible expresar la misma verdad de fe en maneras distintas, como ha ocurrido a lo largo de la historia en las relaciones entre Oriente y Occidente (cf UR 14-18); que existe, por lo tanto, un desarrollo doctrinal y dogmático, que no ocurre de forma lineal (cf DV 8), así como puede existir una pluralidad de expresiones y de formulaciones de la misma fe que es de gran importancia para la posibilidad de encarnar el mensaje cristiano en las distintas culturas y para reconocer la legitimidad de desarrollos doctrinales que pueden realizarse en otras Iglesias cristianas, posiblemente por influjo del Espíritu (UR 4). -La necesidad de una interpretación de las mismas fórmulas dogmáticas y de su reexpresión en el lenguaje de nuestro tiempo nos permite también profundizar en la comprensión del misterio y con frecuencia reconocer cómo, más allá de las expresiones lingüísticas, el contenido último de la fe podría ser el mismo en todas las Iglesias cristianas.

3. EL CAMINO HACIA UNA PLENA COMUNIÓN DE FE A TRAVÉS DEL DIÁLOGO DOCTRINAL. La Iglesia católica, como toda Iglesia, no puede dejar de ser fiel a la revelación contenida en la palabra de Dios, y la unidad no puede realizarse a costa de la verdad (cf GS 28). Pero cuanto se ha dicho antes sobre la distinción entre la sustancia del depósito de la fe y el modo en el que se ha podido expresar, así como la afirmación de la existencia de una ` jerarquía de verdades" (UR I I) según su nexo más o menos cercano con el fundamento de la fe cristiana, es decir, con el misterio de Cristo que está en el centro, abre perspectivas nuevas en el diálogo doctrinal y teológico entre las Iglesias. El diálogo y la reflexión teológica, en efecto, no significa hacer cesiones doctrinales, ni constituyen una diplomacia o una táctica en la relación con los otros cristianos; comportan más bien una búsqueda sincera de la verdad en relación incesante con la Sagrada Escritura.

La Iglesia católica, que se siente unida a los otros cristianos por muchas razones -la misma Sagrada Escritura, la misma fe en Dios Padre y en Jesucristo, el bautismo y otros sacramentos, la eucaristía, el ministerio (cf LG 15; UR 3)- y que quiere reconocer los auténticos valores cristianos presentes en las otras Iglesias (UR 4), ha entrado con convicción en este diálogo ecuménico, vivamente recomendado por el concilio, no sólo a nivel personal, sino también a nivel eclesial, como un diálogo "en el que cada uno expone más a fondo la doctrina de la propia comunidad y presenta con claridad sus características", para que "todos adquieran un conocimiento más verdadero y una mayor estima de la doctrina y de la vida de ambas comuniones" (UR 4). Este diálogo del que ya hemos hablado (/antes, II, 4), teniendo como centro la fidelidad a la palabra de Dios con la que los cristianos deben confrontarse conjuntamente, podrá llevar a la superación de las divergencias heredadas del pasado y podrá llevar a toda la Iglesia a una. mejor comprensión de la propia fe, gracias a los enriquecimientos aportados por las otras Iglesias.

Los diálogos ecuménicos en curso entre las Iglesias cristianas han desembocado en una publicación de documentos de acuerdo y convergencia, en los que el trabajo de reinterpretación y de reexpresión del mensaje ha dado unos resultados que no podían imaginarse hasta hace poco tiempo. Las doctrinas tradicionalmente objeto de controversia han sido examinadas de nuevo conjuntamente, partiendo ahora desde puntos de vista nuevos, y la libertad y creatividad que ha podido ejercitarse en los diálogos ha permitido volver a expresarlas con formulaciones relativamente inéditas, que hacen posible casi siempre superar las divergencias profesionales precisamente gracias al uso de nuevos términos y nuevos planteamientos y a la exclusión de expresiones que han dado origen a muchos prejuicios y malentendidos entre las Iglesias en el pasado. De esta manera no sólo se pueden eliminar los contenciosos del pasado, sino que la fe común se puede volver a expresar en un lenguaje contemporáneo elaborado en conjunto por todos los cristianos, de modo que se pueda dar un testimonio común mejor ante el mundo. Estos documentos no son definitivos, pero están destinados a la reflexión de las Iglesias; en la medida en que sus conclusiones sean aceptadas, abrirán camino hacia el restablecimiento de la plena comunión entre las Iglesias que han participado en el diálogo. De aquí la importancia de hacer conocer más estos documentos, sobre todo cuando se trata de acuerdos que pretenden preparar de cerca la recomposición de la plena unidad, como es el caso del diálogo anglicano-católico o católico-ortodoxo.

4. EL COMPROMISO ECUMÉNICO DE LAS IGLESIAS. La tarea ecuménica de las Iglesias en cuanto tales no se acaba con el compromiso por la reforma y la aceptación de una nueva reflexión doctrinal.

a) Ecumenismo espiritual. Cada comunidad cristiana debería hacerse cargo de promover celebraciones comunitarias de oración y de escucha de la palabra con la participación de cristianos de otras Iglesias con ocasión de la semana de oración por la unidad, en pentecostés y cada vez que se ofrezca la ocasión. Las posibilidades que ofrece la normativa vigente de una pastoral sacramental común habría que ponerlas ya en obra, sobre todo en el caso de ! matrimonios mixtos. Finalmente, cada comunidad debería hacer efectivamente posible la conversión ecuménica de sus propios miembros por medio de una acción pedagógica adecuada.

b) Ecumenismo doctrinal. Una comunidad empeñada en la conversión ecuménica de sus propios miembros debe realizar también una catequesis y una predicación conforme a los principios del ecumenismo. Esto supone también un compromiso de estudio para poder "conseguir un conocimiento mejor de la doctrina y de la historia, de la vida espiritual y litúrgica, de la psicología religiosa y de la cultura de los otros cristianos" (UR 9), de modo que elimine los prejuicios e incomprensiones,que ayude a descubrir cada vez más cuanto nos une en la fe común y haga a todos capaces de realizar en la vida cotidiana el diálogo que, según UR 5, compete a todos. Las comunidades cristianas deberían empeñarse sobre todo en el estudio de los documentos ecuménicos, de modo que puedan reflexionar sobre ellos a la luz de la propia fe y preparar su aceptación para que así sea posible pasar al restablecimiento de la comunión entre las Iglesias.

c) Ecumenismo secular. Rompiendo el propio aislamiento, cada comunidad cristiana debería comprometerse en colaborar con las otras Iglesias y comunidades en un servicio común al mundo. La colaboración puede ejercitarse en la difusión de la Escritura común, en la preparación de una catequesis común, en una asistencia pastoral común de cara a escuelas y hospitales, en el uso común de los mass media y otras mil formas de caridad y de servicio. Pero deberá llegar a concretarse también en una respuesta común a los grandes problemas de la humanidad contemporánea, como los de la paz, de la justicia social, del respeto a los derechos del hombre, del desarrollo y de la ecología.

IV. La renovación en la teología moral

La renovación que el movimiento ecuménico exige a los cristianos y a las Iglesias se extiende también al campo de la teología moral. La problemática ética ha quedado generalmente en un segundo plano, quizá por la convicción de que las divergencias en este campo, como no habían sido determinantes en el momento de las separaciones, tampoco deberían serlo en el actual estado de división.

No se puede ignorar que en estos siglos de separación los temás éticos han sido abordados de manera muy diferenciada y que las diversas éticas confesionales hoy parecen muy difícilmente conciliables; y estas diferencias aparecen tanto más, cuanto más se acerca y progresa el camino de la reconciliación entre los cristianos. Hay quien considera que, a causa de su repercusión en la vida del pueblo cristiano y de lo arraigadas que están a nivel psicológico, las distintas perspectivas éticas puede ser que constituyan los escollos más difíciles en el acercamiento de las Iglesias en los próximos años.

El problema se simplifica y se complica con la evolución que la ética está teniendo durante todos estos años en todas las Iglesias. 0 Se simplifica, porque los cambios se producen a causa de los desafíos que la cultura contemporánea lanza a todas las Iglesias y por efecto de la influencia ejercida sobre una Iglesia por las otras, de manera que por este camino se favorece una aproximación; además, las contradicciones del pasado entre una ética católica, que se consideraba basada en datos racionales y "naturales", y una ética protestante, que se definía como ética "de la revelación", basada fundamentalmente en la Biblia, se ha reconocido siempre infundada: los protestantes hacen uso, no menos que los católicos, de los argumentos "de razón", y sufren más que los católicos las influencia de las culturas de cada época, a la vez que hoy somos más conscientes del hecho de que los condicionamientos culturales de la Biblia impiden un recurso a ella y a sus normativas sin mediaciones hermenéuticas. Del mismo modo, no se puede ya considerar la ética católica como una ética de "obediencia" (= obediencia al magisterio) y la ética protestante como una ética de la libertad y de la responsabilidad, dado que también en la reflexión católica de hoy se insiste mucho en estos aspectos. 0 Sin embargo, la evolución actual comporta también un aumento de las dificultades entre las Iglesias -sobre todo por lo que se refiere a la ética familiar y sexual y a las condiciones de la mujer en la Iglesia -a causa de las diversas soluciones que se les da en cada Iglesia a algunos problemas (relaciones prematrimoniales, divorcio, anticoncepción, aborto) y a causa de muchas tomas de posición del papa y de la Santa Sede en este campo, que no siempre son compartidas o consideradas evangélicamente justificadas por parte de otros cristianos. En las relaciones entre evangélicos y católicos subsisten algunas de las incomprensiones del pasado a propósito de la justificación y de la posibilidad de la cooperación por parte del hombre en la acción salvífica de Dios; los evangélicos no quieren aceptar la que ellos consideran que es la posición católica: el comportamiento moral como esfuerzo por ganarse la gracia de Dios, y la obediencia a los mandamientos como medio de salvación y no como respuesta gozosa a la salvación recibida en Jesucristo.

Los consensos y aproximaciones que se van dando entre las distintas confesiones a nivel doctrinal tienen en todo caso repercusión también a nivel ético. Dogmática, moral y espiritualidad se unen cada vez más estrechamente en la enseñanza de todas las Iglesias: de aquí el reconocimiento de que todas las verdades cristianas son verdades salvíficas que afectan también a nuestra vida concreta, que hay que sacar sus consecuencias prácticas para la existencia desde la doctrina trinitaria, desde la antropología, la cristología, la eclesiología y los sacramentos. Las características de una moral totalmente repensada a partir de la teología dogmática no se han explorado todavía del todo. Vivir en clave trinitaria la propia existencia significa que todas las acciones se realizan en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu; significa comprender la importancia central del tema de la comunión: de los hombres con Dios y de los hombres entre sí en el respeto de las diferencias y de cada realidad personal. Redescubrir hasta el fondo el hecho de que Dios es creador, además de redentor, significa aprender a valorar de modo nuevo el orden de la creación querido por Dios en su autonomía y a la vez en su relación con el orden de la redención, llegando a superar una divergencia que ha jugado una parte importante en la relación entre católicos y evangélicos. En el camino ecuménico las Iglesias están redescubriendo el modo en que Dios, creador del mundo y señor de la historia, se revela a los hombres como una continua presencia dinámica a través de la historia humana y de la experiencia que el hombre va teniendo de los "signos de los tiempos".

En conjunto se puede decir que por fin hay consenso en todas las Iglesias a la hora de rechazar las orientaciones extremas que caracterizaron en el pasado a las éticas confesionales: tanto la de una ética "ocasionalista", correspondiente a una visión actualista de la presencia de Dios en el mundo que inspira a las personas en cada momento, como la de una ética que se remite a un orden moral estático e inmutable, totalmente conocido por la razón humana, del que se deducirían los principios aplicables por estricta deducción a cada circunstancia. Lo mismo que se adivinan y proyectan nuevos consensos en orientaciones fundamentales de la ética, como la primacía de la caridad, el reconocimiento de la autoridad de la Sagrada Escritura interpretada a la luz de la tradición, la responsabilidad de la Iglesia en la formación de la conciencia junto con la primacía de la conciencia, la escucha previa por parte de los líderes eclesiales antes de dar normas.

Frente a los grandes problemas de nuestro tiempo -desde la amenaza nuclear al hambre, desde la manipulación de la vida a la opresión política y económica, desde la promoción de la mujer a la superación de toda forma de esclavitud y pobreza, desde la lucha contra el racismo a la superación de la violencia, desde las amenazas ambientales a los nuevos problemas de la era electrónica y telemática- las Iglesias cristianas no pueden ya presentarse divididas. El mundo espera de los discípulos de Cristo una respuesta común (con el respeto a un legítimo pluralismo y a la diversidad de los carismas), que no puede quedarse sólo a nivel teórico, sino que debe bajar al nivel del compromiso concreto: también en este campo la ortopraxis se manifiesta no menos importante que la ortodoxia; y ortopraxis significa también capacidad de trabajar juntos, con amor y con humildad, al servicio del mundo, para que el mundo crea (Jn 17,21).

V. Un ecumenismo en sentido amplio:
    el diálogo con los judíos
y con otras religiones

Por movimiento ecuménico en su acepción más rigurosa se entiende el movimiento que trata de realizar la unión entre todos los bautizados; por lo tanto, no comprende el diálogo con las otras religiones, y tampoco el diálogo con el judaísmo. Sin embargo, la actitud ecuménica de diálogo, de escucha, de conversión del corazón, de humildad, de aprecio de los valores de los otros debe extenderse también a las relaciones de los cristianos con las otras religiones, en especial con el judaísmo. De hecho, a partir de la reflexión ecuménica, el Vat. II se ha tenido que enfrentar con el problema de la relación con los judíos; ha reconocido que la separación del mundo judío fue la primera gran herida del pueblo de Dios, que la Iglesia cristiana conserva con él una relación muy especial; deploró los odios, las persecuciones contra los judíos y las manifestaciones de antisemitismo perpetradas en todos los tiempos y por todas partes. La declaración Nostra aetate constituyó una etapa fundamental para el cambio de actitud en la Iglesia católica en relación con el judaísmo, lo mismo que en las relaciones con las otras religiones. En los años siguientes el diálogo y las relaciones entre las Iglesias y el judaísmo, como entre las Iglesias y otras religiones, han conocido un enorme desarrollo, hasta la visita del santo padre Juan Pablo II a la sinagoga de Roma (13 de abril de 1987) y el encuentro de oración por la paz en Asís (27 de octubre del mismo año). Sin poder desarrollar en este artículo la gran problemática de este ecumenismo en sentido amplio, se puede decir que todo lo que se ha dicho aquí a propósito de las relaciones entre las Iglesias cristianas puede y debe aplicarse, según los casos, también a las relaciones entre las Iglesias, el judaísmo y las otras religiones del mundo.

[/Matrimonios mixtos].

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G. Cereti