SOLEDAD
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

Una encuesta hecha en un gran país de Europa revela que, para el 65 por 100 de las personas encuestadas, la soledad es la prueba más dura de soportar. En una encuesta paralela, hecha esta vez en ambientes eclesiásticos, los estudiantes han declarado que temen nueve veces más la soledad. que la muerte.

Paradoja del siglo xx, que no habla más que de comunicación, de diálogo, de compartir, pero .que experimenta más que nunca el sentimiento de la soledad. El hombre vive en grupo, trabaja en grupo, piensa en grupo, y por otra parte se siente incomprendido, abandonado, aplastado, rechazado. Se vive la soledad como la más obsesiva de las pobrezas. Trastorna el corazón y el espíritu, como si el organismo no tuviera ya anticuerpos para luchar contra el vacío que lo devora. El hombre se siente expulsado de sí mismo, sin que nadie pueda o quiera unirse a él.

La soledad parece ser uno de los rasgos del sin-sentido de nuestra sociedad. Pero si hablamos aquí de ella es ante todo porque es inseparable de la condición humana. En este sentido pertenece al misterio del hombre, de su condición de criatura "finita" ante Dios. A su manera, plantea la cuestión del l sentido: un sentido parcialmente accesible a los recursos humanos, pero que nunca se encuentra sin una iluminación de arriba, la de Cristo.

Mas cuando hablamos de soledad, utilizamos un término ambiguo. En efecto, hay muchas clases de soledad: la soledad dolorosa y sufrida, impuesta por los acontecimientos; la soledad mala y agresiva, es decir, el mutismo y el aislamiento; finalmente, la soledad fecunda, aceptada, abierta y acogedora (p.ej., la de los santos, la del mismo Cristo). La verdad es que la única distinción válida tiene lugar entre la soledad mala o aislamiento y la soledad fecunda, la única auténtica. El problema está en pasar del aislamiento a la soledad-recogimiento, de la vida fallida a la vida lograda.

1. FORMAS DE LA SOLEDAD. La primera forma de soledad nos la impone el estilo de vida moderno, sobre todo en las grandes ciudades. En las pequeñas aldeas todos se conocen demasiado. En la gran ciudad, que reúne a tanta gente y que debería desarrollar el sentido de comunidad, se vive como células aisladas o en paralelo, en un perfecto anonimato.,Se roza uno con los demás como se roza con las paredes. En lugar del calor humano, la frialdad de los icebergs. Se puede uno codear con el vecino durante años, sin identificarlo y sin identificarse ante él. Puede morir sin que lo sepamos sin que nos preocupemos de ello. El vecino es raras veces el prójimo. La vida de las grandes empresas, con su maraña de oficinas y de máquinas, no favorece en nada esta situación. A .fuerza de vivir con las máquinas, se corre el peligro de ocuparse maquinalmente de todo y de todos. Se atrofia la aptitud para el encuentro humano. Las salas de televisión, con sus sillones confortables, pero aislados, son el símbolo de una indiferencia que acaba engendrando el abandono, y luego el aislamiento agresivo.

Otra forma de soledad sufrida es la que nace de la falta de comprensión por parte de los que están cerca de nosotros: los parientes, los amigos, los compañeros de trabajo. Soledad tanto más penosa cuanto que proviene de aquellos con los que normalmente deberíamos poder contar más. Este tipo de soledad se encuentra en las familias en las que los esposos viven amurallados uno frente al otro: "soledad en compañía" de las parejas deshechas, en guerra abierta o larvada, antes de "desengancharse" para emprender aventuras ocasionales y desgracias "en cadena"; soledad también del joven "monoparental", que no sabe ya a quién pertenece, presa indicada de todas las tentaciones. Este fenómeno de incomprensión y de soledad consiguiente se encuentra, no menos virulento, entre las diversas clases de la sociedad (obreros y patronos, sindicatos y gobernantes) y entre diversas generaciones: drama de la incomprensión entre hijos y padres (padres egoístas o hijos desnaturalizados que desertan del hogar y se unen a grupos clandestinos: parados, inadaptados, drogados).

La tercera forma de soledad sufrida, involuntaria, pero la más penosa y desgarradora, es la que toma los nombres de abandono, de rechazo. Quienes la han conocido ni siquiera quieren acordarse de ella, pues es la experiencia de una desintegración de todo el ser. Experiencia de jóvenes sacerdotes, ardientes y llenos de celo, pero abandonados a sus propias fuerzas, en/ambientes descristianizados, helados y congelantes, sin posibilidad de "llenarse" de nuevo espiritual e intelectualmente. Es la suerte de las personas desplazadas o de los "refugiados". A1 principio se les acoge bien, pero dura poco la luna de miel en el país de adopción. En el tren, en el metro, en el autobús, su acento, sus rasgos o su color delatan pronto al "extranjero". Son raros los hogares y más raros aún los corazones que les acogen con el calor de una amistad fiel.

Pasemos a las personas de la tercera o de la cuarta edad, condición ahora ordinaria en nuestros países occidentales, en los que ha crecido notablemente la longevidad. La persona anciana se siente muchas veces como un muerto anticipado: pasa la mayor parte de su tiempo en la cama, o frente a la televisión, o sentado a la ventana, contemplando un mundo que ya no le mira, ya que no tiene nada que ofrecer a la sociedad. Apenas se acuerdan de ellos en el período electoral. En algunos países la entrada en el asilo es como la antecámara de la muerte, en la que se arroja lo irrecuperable. No es extraño que este abandono engendre la amargura y hasta el aislamiento agresivo.

Los más golpeados por la soledad-abandono son los enfermos graves, los enfermos "crónicos". Se sienten disminuidos física y socialmente, apartados espacialmente de los demás. No pertenecen ya al mundo de los vivos. Seres en decadencia, molestos, insignificantes, inspiran muchas veces desprecio o repugnancia biológica, como la que se siente ante la podredumbre de la tumba. Se espera su muerte para hacerse con su herencia. El enfermo puede salir de esta crisis purificado y engrandecido, pero puede también hundirse en la "mala soledad", que le aparta de sí mismo y de los demás.

Está, finalmente, el abandono-desamparo-rechazo de todos los desvalidos ante la fuerza brutal de los regímenes de opresión, políticos, militares o económicos. Toda injusticia en el mundo deja "sola" a la víctima, frente a la tentación del suicidio. Es la condición de los pueblos que, desde hace siglos, viven en una soledad "colectiva": dominados, oprimidos, sometidos, aplastados, sin esperanzas de salir de esta situación, como el náufrago que, después de cada intento por flotar, se siente cogido por la nuca y sumergido de nuevo implacablemente.

Señalemos que la experiencia de la soledad sufrida es una prueba, pero no necesariamente un fracaso de la existencia. A1 contrario, si se la vive en unión con aquel que es a la vez soledad y plenitud, con Cristo, puede convertirse, como la soledad de los contemplativos y la de los que sufren, en la energía espiritual más poderosa del mundo. Si no, puede hundirse en el aislamiento, en la soledad mala.

2. LA SOLEDAD MALA O EL AISLAMIENTO. El aislamiento es una soledad que, en vez de madurar, se ha agriado. Se encuentra en las personas que han conocido demasiado pronto el fracaso en su vida, pero sin aceptarlo ni superarlo jamás. El aislado se vuelve amargo, agresivo, arisco frente a todo y a todos. El incomprendido, el mal-amado, se hace malamante; un ser despreciado, que responde con el desprecio. Va arrastrando su vida y lo mira todo con los ojos recelosos. Esta tentación acecha a todo el que envejece y ve cómo van disminuyendo, hasta desaparecer, sus oportunidades de éxito. "¡Ya he dado todo lo que tenía que dar! ¡Ahora que se apañen los otros!" Una vida que podía fructificar, se vuelve estéril.

Los ambientes cristianos no están exentos de estas tensiones, no menos feroces que las de las colonias animales. Si uno no pertenece a tal colectividad, a tal ideología, a tal tendencia, se ve excluido de todo, no sólo del poder, de los favores, sino hasta del oxígeno necesario para respirar. Esos ambientes, en vez de ensancharse en caridad, se convierten en infiernos, en los que cada uno se atrinchera, se~protege, se. defiende... y ataca. Si trata con los demás, es para chocar con ellos o aplastarlos. El miedo está omnipresente, como una guillotina siempre pronta a cortar cabezas. Realmente el hombre aislado es repulsivo: necesita ser salvado.

3. SOLUCIONES A LA SOLEDAD. No hay más que una salida verdadera a la soledad: por arriba, mediante una superación. Pero esta soledad fecunda es una conquista. Exige que uno se recoja para encontrarse, como Cristo cuando se alejaba para orar, para reencontrarse como Hijo en la intimidad del Padre. Sin el recogimiento, el retiro se convierte en sequía, en desierto intolerable. .Si uno deja el torbellino, el jaleo, es para encontrarse con el agua tranquila. Vuelve a sí mismo para volver a los demás; pero más rico, con algo que ofrecer.

Otro elemento de la soledad verdadera es la apertura a los demás. El recogimiento y la apertura constituyen una sola operación. La soledad, al llevar al hombre hacia el centro, lo revela a sí mismo, en su libertad, en el misterio de su insustituible unicidad; en su finitud también, con su necesidad de conocer, de amar y de obrar para realizarse. Si no, se atrofia y muere. La soledad enseña también a ver a los demás con una misma mirada; no como una sombra indiferente o como un objeto que poseer, que explotar, sino como un misterio de libertad y de unicidad que sólo se descubre por el camino de la confianza, del testimonio.libre. El exclusivismo y el totalitarismo son enemigos de la verdadera soledad. Sólo la soledad verdadera conduce a la amistad y al amor auténticos. La soledad se parece entonces a la soledad divina, que es a la vez plenitud infinita y desapropiación infinita. La verdadera soledad conduce, finalmente, a la renovación de sí mismo. El que se sumerge en su propio corazón y se abre a los demás, se crea un ser nuevo. La verdadera soledad es fuente de progreso, de creatividad, de integración. La dialéctica de la vida es la de la soledad y la comunión: un ritmo a dos tiempos. Intelectual y espiritualmente, no hay fecundidad sin soledad.

4. SOLEDAD RADICAL INEVITABLE. Dicho esto sobre la soledad auténtica y fecunda, no se ha dicho todo. En efecto, hasta en las condiciones más favorables, hasta en los ambientes más protegidos, se sigue dando en el fondo de nuestro ser una soledad radical, inevitable: la que se debe al hecho de nuestro misterio personal. Percibir lo que somos es tomar conciencia de que somos todos y cada uno "celdas secretas", retiros misteriosos. En algunos momentos esta toma de conciencia se siente como un estado de miseria. Pero puede ser beneficiosa y convertirse en llamada a aquel que se encuentra en donde nadie puede penetrar, más interior a nosotros mismos que nuestro mismo yo; y también una llamada a otras soledades semejantes a la nuestra, las de los que nos rodean, los que nos necesitan y con los que sentimos la necesidad de comunicarnos en un circuito ininterrumpido de simpatía y de amor.

Esta soledad radical se debe al misterio de nuestra unicidad (cada uno somos una muestra única, inimitable), que nos empareja con el misterio de la unicidad de Dios. El que no ha sentido nunca esta soledad, no ha penetrado bien en las profundidades del corazón humano. Esta soledad se debe también al hecho de nuestra indigencia. Hechos para Dios, sólo él puede llenarnos. En efecto, aunque no lo sepa, el hombre lleva en sí mismo una nostalgia invencible de Dios, una sed de infinito que sólo podrá saciarse en él. Todos los apoyos humanos son frágiles: nos fallarán o nos defraudarán. Algún día, por lo menos el último día, nos encontraremos solos, sin pantalla alguna, ante Dios. Ésa es la soledad fundamental, inevitable. Cuanto antes tomemos conciencia de ello, antes se verá colmada nuestra soledad, ya que entonces la plenitud nos cubrirá con su amor y vendrá a colmar nuestra indigencia.

Este encuentro de nuestra soledad con. la plenitud no puede realizarse en medio del ruido, de la agitación, sino en el recogimiento y en el !silencio, que dejan al alma escuchar, abrir la puerta a la gran presencia. Cuando uno se recoge así, se amplía y se deja oírla voz de Dios, que es brisa ligera. La soledad se ve poblada.entonces por la presencia del otro, que es luz, calor, nuevo amor, fuerza nueva, gozo nuevo, armonía entre Dios y nosotros. Cuando le decía a un canceroso en fase terminal: "Te sentirás muy solo en algunos momentos", me respondió con una sonrisa iluminada interiormente: "¡No! Cuando estoy solo, siempre estamos dos". No puede decirse mejor. En efecto, la muerte es el encuentro de nuestra -soledad radical, congénita, con el tú divino, que manifiesta finalmente su rostro. La muerte es la soledad que ha llegado a su punto de madurez: la soledad colmada por la plenitud.

5. CRISTO Y NUESTRAS SOLEDADES. En nuestra vida hay momentos de soledad que se deben al cansancio, a una depresión física pasajera. Recurrimos entonces al médico, a los expertos. Un amigo puede también ayudarnos a superar los malos tragos. Pero aunque nuestra actividad física sea normal, 'nunca llegamos a eliminar esas formas de soledad humana que jalonan inevitablemente toda existencia. Hay momentos en que nada puederi los apoyos humanos. Entonces es cuando hay que mirarle a él. Porque Cristo no habló de la soledad como habló, por ejemplo, del amor al prójimo. .Él dijo: "No os dejaré huérfanos" (Jn 14,18): pero es muy poco. Más que nunca hemos de recordar que la revelación se llevó a cabo no menos por el ejemplo y la actitud de Cristo que por sus palabras formales. De hecho, la respuesta de Cristo al problema de nuestra soledad no es un discurso, sino una actitud.

Si Cristo no hubiera conocido nuestras soledades, nuestras incomprensiones, nuestros abandonos, nuestros rechazos, podríamos murmurar y argumentar contra él, como lo hizo Job. Pero, en el camino de la soledad, Cristo nos precedió hasta el abismo, conociendo literalmente todas las formas de la soledad.

Conoció la traición en la amistad. "Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron" (Jn, 1,11).Amó a su pueblo consolándolo en sus miserias con cariño de madre, iluminándolo y exhortándolo. Amó sobre todo a los doce, haciéndolos compañeros de camino y de mesa. Hasta el final los llamó "amigos". Pero se encontró solo: todos lo dejaron, hasta los más fieles; se convirtió en un "separado", en un "aislado". Pedro lo niega, Judas lo entrega. Los hombres lo abandonan, pero él no'los abandona. Rechazado de todos, él no rechaza a nadie. _

En el momento de su pasión, detenido como criminal, Jesús cae en poder de sus enemigos. El drama de la soledad de Jesús es también el drama del amor despreciado, ridiculizado, condenado, crucificado. Cristo está solo, indefenso, frente a la oposición corijugáda de sus adversarios.' Los débiles, los envidiosos, los que odian: todos están presentes, unidos contra él. El pecado está allí, crudo, frío, cruel, brutal, contra el inocente. Una voz unánime: "¡Que muera! ¡Crucifícalo! ¡Halo desaparecer!". Lo entregan: se lo van pasando de mano en mano, como un objeto de compra-venta, hasta el verdugo, hasta la cruz. Cristo vivió todo lo que el odio, la crueldad, el miedo, la envidia, la debilidad pueden hacer de nosotros. Experimentó el empeño del hombre en mentir, en hacer sufrir, en degradar, en envilecer, en aplastar a todos los que no piensan como él. Jesús experimentó el sentimiento que todos podemos conocer en las momentos más negros de nuestra existencia: ¡no tenía nada realmente que esperar de nadie! Pero siguió siendo fiel a esa humanidad capaz de todo. Ni una palabra de reproche, derechazo, de condenación. Jesús nos toma en donde estamos, prisioneros de nuestras negativas obstinadas, de nuestro infierno. Todo el pecado del mundo no logró separarlo del mundo, de nosotros, ni del Padre.

En efecto, Cristo conoció en Getsemaní un abismo de soledad que sigue siendo un misterio. Los evangelios nos hacen vislumbrar, sin embargo, algo de esa soledad desgarradora. Marcos habla de espanto y de angustia. Jesús se siente hundido. Si había venido a reunir, llega al resultado contrario: la división. El "unificador"se hahecho fuente de división. Si había venido a predicar el reino, choca con el rechazo del reino por parte de Israel. Es el eco, la soledad de la soledad. El silencio de Dios responde al silencio de los hombres. Pero Jesús sigue proclamando la presencia de aquel que parece estar ausente: "Abbá! ¡Padre!", fiel al misterio de su ser de Hijo. Cargado con los pecados del mundo, hecho leproso, Cristo vive la soledad espantosa, la ausencia desgarradora que crea el pecado entre el hombre y Dios. Si alguien mereció tener éxito, fue Cristo. Pero conoció el fracaso, el odio, la repulsa. En el horror de esta soledad, en estas tinieblas más opacas que la noche, dice, sin embargo, sí a la voluntad del Padre: "Tu voluntad, no la mía". En ese sí, Cristo sigue estando vuelto hacia su Padre, como una mano que se agarra a otra mano que salva, pero sin dejar ver el rostro del que salva. La soledad de Cristo, por muy atroz y desmesurada que pudiera ser como experiencia humana, no pudo alejarlo del Padre. El abismo de la soledad coincide con el abandono total al Padre:-Ése es su discurso sobre la soledad: su actitud, su comportamiento.

6. LA SOLEDAD CREADORA EN EL ESPÍRITU. La soledad radical, congénita, que llevamos en nuestro ser de criaturas no nos abandonará jamás, hasta que sea colmada por aquel que es plenitud. Pero hay una forma de soledad que nos acecha cada día para destruirnos: la soledad del abandono, de la incomprensión, del olvido, del fracaso inmerecido. Ninguna existencia puede escapar a esta soledad emparentada con la de Cristo. Puede llegar a ser atroz, como un martirio del corazón. Puede encontrarnos y nosotros podemos encontrarla a nuestro alrededor, vivida por los otros, a veces sin sospecharlo siquiera. Entonces todo es negro, tan frío, tan duro y tan abrupto tomo la pared de un acantilado. No se ve nada sino ¡la noche! Entonces la soledad puede hacerse mala y volverse contra nosotros, contra los demás y contra Dios. Pero es también el momento en que la soledad, asumida en la fe y en el amor, puede hacerse oportunidad de superación, de salto hacia arriba. Hemos de creer que Jesús, fiel al Padre hasta en el abismo del abandono y del silencio de Dios, nos ha merecido la fuerza de decir con él, después de él, en el horror de la noche: "Sí, Padre; yo no veo ni comprendo (porque humanamente no hay nada que comprender); pero yo te escojo, escojo tu voluntad; la acepto, la abrazo, para que me conduzca a donde tú quieras. Soy tu hijo, tu hijo para siempre". Adhesión crucificante pero que, hace posible la gracia de la soledad agonizante y crucificada.

Esta soledad, dolorosa y amorosamente aceptada, es la soledad fecunda que nos saca del aislamiento. Los que han reconocido y aceptado esta soledad, nunca están solos. Escapan al vacío y al sinsabor de la vida, a todas las formas de escepticismo, de hastío, de amargura, de envidia y de odio. Cuando la soledad asume esta sublimidad de I sentido, hace creíble la revelación que propone esta visión. Esta soledad fecunda y.plenificante es la del cura de Ars, la de Francisco de Asís, la de Juan de la Cruz, la del padre Foucauld, la de Isaac Joques, la del padre Kolbe. Pero no hemos de ir demasiado lejos. Recordemos a esas personas conocidas que vivieron esta plenitud de gozo y de serenidad en la soledad; personas que pasaron por la vida con su lote de pruebas, a veces más pesado de lo que era menester, pero que conservaron todo su frescor de alma, capaces de conmoverse, de compadecer, de escuchar, de olvidarse, de alentar a los que les rodeaban con su sonrisa inolvidable de bondad, de dulzura, de luz, iluminada por dentro ponla única presencia que colma toda soledad. Vivida de este modo, esta soledad guarda parentesco con la de los "sufrientes" y los "orantes", la energía espiritual más poderosa del mundo. Es súplica perpetua al Hijo y al Padre en el Espíritu. Y entonces ya no se habla de "fracaso", sino de "éxito" en la vida.

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R. Latourelle