MISTERIO PASCUAL
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

SUMARIO: 

I. Dolor y muerte: 
1.
El problema
del dolor humano; 
2. La muerte que redime todo dolor; 
3. El autotestimomo de la fe en la cruz. (W. Kern). 

II. Resurrección
1.
La afirmación;
2. Los orígenes de la fe pascual; 
3. La revelación pascual; 
4. Justificación de la fe pascual.

(G. O'Collins).

I. Dolor y muerte

Aunque los dos términos "dolor y muerte" se podrían entender y tratar como simple progresión de una misma cosa, aquí hay que oponer ambos conceptos, o mejor realidades, en contrapunto, como dolor de los hombres y muerte de Jesús. El dolor humano es la pregunta; la respuesta será la muerte del hombre crucificado e hijo de Dios. 

I. EL PROBLEMA DEL DOLOR HUMANO. a) El dolor como hecho. Que existe un inmenso dolor y males sin cuento en el mundo es algo tan manifiesto que casi está de más hablar de ello. El amor entre dos seres humanos puede convertirse en aversión y odio capaces de conducir al homicidio o al asesinato. Entre pueblos enteros, a consecuencia de desavenencias largo tiempo reprimidas, se producen enemistades que desencadenan guerras devastadoras. Muchos hombres inocentes, como la mujer que en un bombardeo nocturno pierde a sus hijos, se hacen la pregunta de Job: "¿Por qué?" Particularmente subleva el dolor inmerecido, y por tanto injustificado, de niños atormentados hasta la tortura; sufrimiento calificado de "mal absoluto" (cf. la discusión entre M. Choche en L'homme et son prochain, París 1956, 145-148, y F. Heidsieck en "Revue de l'enseignement philos." 9 [1958] 2-7). Esto puso en labios de Dostoievski, en Los hermanos Karamazov, un grito de protesta contra el mundo y su creador: "¿Qué puede reparar aquí el infierno, cuando ya el niño es atormentado hasta morir?... Por eso me apresuro a retrasar mi billete de entrada (en el mundo)". Camus lo hacía suyo: "Hasta la muerte me negaré a amar una creación en la que los niños son martirizados" (La peste). Piensa él que "el sufrimiento de los niños le impide creer a cualquiera":(El hombre en rebeldía). 

b) Del problema de la teodicea al "ateísmo preocupado". El problema del mal en él mundo lo situó Pierre Bayle (Dictionnaire, 1695-1697) en la moderna encrucijada de los dos supuestos en que se basa: la antigua convicción de que el mundo está gobernado por un Dios omnipotente, omnisciente y absolutamente bueno, y la nueva pretensión de la razón humana de juzgar críticamente sus resultados. Leibniz, en 1710, resumió la dificuitad así indicada en la fórmula reivindicativa "Teodicea", justificación de Dios (cf Rom 3,4s, y Sal 51,6). Su intento se convirtió en el modelo del optimismo filosófico: el Dios perfecto sólo pudo crear un mundo perfecto; a.pesar del "mal metafisico", inherente a la finitud del inundó, que es la raíz del mal físico y moral, considerado en conjunto, es el mejor de los mundos posibles; aunque no entendamos el cómo, es seguro a priori que es así. La época siguiente produjo una inundación de apologías que, tanto en el libro de la naturaleza como incluso en la producción alpina de leche y queso (A. Kyburtz, 1753), únicamente descubrían posibles huellas de la sabiduría de Dios creador. ("Teodicea" fue más tarde el título del tratado escolástico sobre la doctrina filosófica de Dios). El cambio de la mentalidad optimista al pesimismo lo marcó el gran terremoto de Lisboa (Voltairé escribió el Poéme sur le désastre de Lisbonne, 1756, y la sátira Candide ou l'óptimisme, 1761). Según Hume (Dialogues concerning Natural Religión, 1779,-cc. 10-I1), el curso del mundo no ofrece ningún punto de apoyo para concluir la existencia de un Dios al que le importarían algo la suerte o la desdicha de sus criaturas. Schopenhauer (Die Welt als Wille und Vorstellung, §§ 57-59, y complementos, § 46) es el polo opuesto de Leibniz: en todos los rincones y esquinas, fracasos; este mundo es el peor posible, y sólo podría surgir una ciega irracionalidad. E.v. Hartmann (Zur Geschichte und Begründung des Pesimismus, 1880, 67) atenúa algo este pesimismo radical y afirma "el signo negativo del balance del placer en el mundo"; la inexistencia del mundo es preferible a su existencia. J,P. Sartre y A. Camus intentan compaginar el nihilismo de sus pesimistas teorías, inauguradas optimistamente por Nietzsche; con una vida a pesar de todo digna de vivirse en la práctica. El fracaso de los intentos de la teodicea, registrado a partir de Lisboa; va generalmente de la mano del agnosticismo o del ateísmo explícito. Precisamente cuando éste no se muestra militante ni con pretensiones pseudocientíficas como el virulento "materialismo dialéctico" hasta hace poco, sino que como "ateísmo preocupado" (K. Rahner), sólo decepcionado y resignado, invoca la variopinta experiencia del dolor humano, resulta, según se verá, teóricamente irrefutable. Ya en el siglo pasado la figura del joven poeta Georg Büchner, en el drama Dantons Tod III, 4, llamaba al dolor humano la "roca del ateísmo".

c) ¿Monismo? ¿Dualismo?Tampoco ninguna de estas dos visiones del mundo solucionan el problema, por decirlo así, con un golpe de mano ontológico. Miradas de cerca, resultan ser siempre variantes del optimismo y del pesimismo. Kant, que, según Goethe, "mancilló su manto de filósofo" de la manera más incongruente, se atuvo todavía a la doctrina del "mal radical" de la naturaleza humana imposible de desarraigar. En cambio, el idealismo alemán mediatizó monísticamente todo lo negativo en primer lugar el pecado original del hombre, y lo absorbió en el necesario proceso evolutivo juntamente de Dios, el mundo y el hombre: significa y realiza la apertura a la conciencia de sí, la configuración del mundo y el progreso cultural. De la manera más impresionante ha expuesto Hegel en detalle cómo el espíritu se manifiesta como una necesidad esencial, alienándose en lo otro más distante de sí mismo: en el mundo material, en la conciencia finita de un individuo particular (Jesús de Nazaret) y en una muerte infamante (en la cruz del Gólgota), para, precisamente así, en la comunidad universal del espíritu, que representan los filósofos, llegar a la realidad consciente de sí. El mal no es más que un momento del gran todo, que es absorbido, y por tanto se desvanece. Cura las heridas que hace, como la lanza del Grial.

El dualismo, que aparece ante todo en la historia de las religiones, está, al menos en apariencia, más cerca de la realidad y tiene más fuerza persuasoria. Donde más intensamente se expresa es en el mazdeísmo y en el parsismo, que arrancan. en Zaratustra (hacia el 600 a.C.): de los espíritus mellizos nacidos dei dios originario Ahura Mazda, el uno se decidió por el bien, la verdad, la claridad, y el otro por la fuerza contraria del mal, etcétera, y también cada hombre ha de hacer lo mismo; pero al final del mundo Ahura Mazda establecerá su reino sempiterno para los buenos (y, en consecuencia, el pesimismo es, al fin, positivamente eliminado). Sin embargo, una concepción posterior contrapone Ahriman, el señor de las tinieblas, como igualmente increado y originario, al señor del reino de la luz.

Para el maniqueísmo (desde el siglo III d.C.), el tipo de gnosis dualista radical, mundo y hombre como mezcla anormal del espíritu divino bueno y de la materia corporal mala, se encuentran en estado absolutamente malo mientras estos principios no vuelvan a separarse. El orfismo y los pitagóricos, así como también los platonismos, que interpretaron unilateralmente a su maestro, se adelantaron. 

Se encuentran reminiscencias, por ejemplo, en el teósofo alemán Jakob Bdhme (hacia el 1600) y en el Schelling tardío, que admiten una división originaria en el Dios único entre el principio luminoso y bueno del amor y .el tenebroso y malo de la ira. El dualismo quiere librar al Dios bueno (aspecto divino) de la responsabilidad del mal y de su permisión, que parece cruel, dividiendo el poder divino. Que una supresión -y por tanto eliminación- de la omnipotencia es lo que menos desacredita a Dios, es una opinión ampliamente difundida hoy también entre ciertos teólogos.

d) Intenta de cuestionar el nihilismo. Precisamente la posición que sostiene de la manera más general y sistemática la negación de todo lo positivo en el mundo, la presencia de sentido y razón puede, según parece, ofrecer una indicación más. "Nihilismo" era a finales del siglo XVIII en Alemania una designación bastante frecuente de corrientes intelectuales consideradas destructivas; por la misma época apareció en Francia la palabra "nihiliste" para indicar "al que no cree en nada, al que no se interesa por nada" (cf L.S. MEREIER, Neologie ou vocabulaire de mots nouveaux, 1801). F.W. Jacobi, en 1798, designa como nihilismo un idealismo que sucumbe al peligro de separar la revelación cristiana de su origen, el Jesús terreno. Este empleo de la palabra estaba objetivamente cerca, aunque Jacobi lo ignoraba, de "nichilianista", término con el que en el latín medieval se designaba a teólogos que tenían en poco a la naturaleza de Cristo, e incluso en nada, porque no poseía independencia propia.

También se defendió la teoría de que el cristianismo, con su doctrina de la creación del mundo "ex nihilo", fue el primero en preparar el nihilismo, y que a la "creatio" corresponde el concepto opuesto de la "annihilatio" posible para Dios "potentia absoluta". El significado hoy radicalmente negativo lo tiene el concepto nihilismo, ante todo en Nietzsche y Heidegger; sin embargo, ambos lo contemplan como un estadio transitorio -necesario- hacia una visión y una valoración nueva y positiva del hombre y del mundo.

Comenzamos la discusión del nihilismo con la reflexión, a primera vista trivial, de que "la nada" sólo se puede describir como lo que no es de ningún modo. La necesidad de expresarse y de pensar así parece darse en todos los términos y conceptos, también en los más específicamente negativos. Ya la forma lingüística de muchas experiencias negativas hace referencia a lo positivo que le sirve de base: des-orden, in-oportuno, di-sonancia...; también la queja resignada a menudo escuchada de que todo es absurdo sólo puede entenderse desde una precomprensión de "sentido". Los conceptos negativos, o como dice la lógica formal privativos (como ceguera, idiotez), sólo se pueden pensar en relación con lo que mediante ellos se niega total o parcialmente (p. ej., la vista, la inteligencia); son anticonceptos secundarios. No sólo se trata de hábitos de hablar o de pensar que hay que explicar psicológicamente, sino de la situación objetiva, de la lógica de la realidad. Tomás de Aquino (De pot:, 7,5; S.Th. II-II, q. 122, ad 1) dice no sólo que la "comprensión de la negación se basa siempre en afirmaciones", sino además: "La afirmación por su naturaleza es anterior a la negación". Y ya Aristóteles (cf Analytica post. I, 25; 86b, 34-46; Eth. Nic. III, 7;111,3b-8) resumía ambas cosas así: "Por la afirmación se conoce la negación, y la afirmación es anterior, lo mismo que el ser es antes que el no ser". Y lapidariamente afirma el mismo Aristóteles: "Mas donde está el no, está también el sí".

Un ejemplo lo explica claramente: ¿Qué se supone en la realidad misma, en la constitución y función real del cuerpo humano, para que podamos padecer la enfermedad? Estar enfermo es un hecho anormal, una manifestación de deficiencia, de carencia, de excrecencia; se sitúa con causas y efectos por debajo o también por encima de un estado normal, al que llamamos salud (p.ej., la temperatura del cuerpo por encima o por debajo de 36-37 grados). Sólo cuando se aparta del estado normal, la enfermedad es duradera, dolorosa, molesta, destructora; pues, ¿qué es lo que perturba o destruye? Sólo por eso existe la enfermedad. Es posible que alguien esté siempre enfermo desde su nacimiento; pero aun entonces está enfermo sólo porque de suyo, por la organización de la naturaleza que está en la base de su estado defectuoso, debería y podría estar sano. Sin esta disposición fundamental para la salud y la exigencia en ella fundada, sería imposible no sólo hablar y pensar en la enfermedad, sino que lo sería en realidad innatura rerum.

En la misma dirección apuntan ciertos experimentos límites imaginables, que aquí no podemos exponer en detalle. El supuesto del absurdo absoluto del mundo es él mismo absurdo; si todo fuera absurdo, no lo sería nada. ¿Por qué -si es que existe un porqué- llegan los hombres a preferir la muerte a la vida? ¿Por qué la vida no ha satisfecho las esperanzas que en ella habían puesto? ¿Por qué anhelaban y buscaban mucha, demasiada vida? ¿Por qué somos envidiosos y celosos, resentidos sobre cualquier cosa respecto a alguien? ¿Acaso porque nuestra naturaleza tiende a adueñarse de todo sin limitaciones?

Como resultado de estas reflexiones digamos: en la experiencia de lo absurdo hay una exigencia siempre más profunda de sentido. Ésta no garantiza sin más la realidad del cumplimiento de sentido, pero sí su posibilidad intrínseca y real. Por tanto, el cumplimiento de la exigencia de sentido no debe ser incondicionalmente real o hacerse alguna vez real; sin embargo, la exigencia misma de sentido es absolutamente real. Es una exigencia real de un posible sentido. Quiere esto decir que el nihilismo más radical no tiene nunca la última palabra; se puede y se debe ir más allá de él, detrás de él.

Este resultado lo confirma A. Camus (1913-1960), el cual es considerado como el pensador existencialista del absurdo: "No existe un nihilismo total. Apenas se dice que algo es absurdo, se expone algo que tiene sentido: Rechazar todo sentido del mundo significa suprimir todo juicio de valor. Pero la vida es en sí juicio de valor..." (L'eté, París 1954, 134). "No es posible eliminar absolutamente los juicios de valor. ¡Con ello se niega el absurdo?" Y: "Es imposible que el hombre se desespere totalmente" (Diario, enero de 1942, marzo de 1951). Podrían multiplicarse los testimonios literarios, filosóficos y teológicos de este tipo.

e) No hay solución teórica al problema de la teodicea. El intento de superar el nihilismo radical como instancia última de interpretación de la existencia humana puede que sea lógicamente irreprochable; que tenga gran importancia existencial para el hombre ante el destino de dolor del mundo y de la propia vida, ciertamente hay que ponerlo en duda. Pero análogo escepticismo parece que conviene ante la respuesta de la tradición-cristiana, seguramente mucho más positiva.

Estas posiciones, que san Agustín fijó en el siglo v, siguen teniendo validez:

- El mal, por su estructura, es sólo una carencia secundaria, un defecto, "privatio boni".

- Hay que distinguir del mal físico (como la enfermedad y el error) el mal moral, el mal propiamente dicho (violencia, mentira...). Las catástrofes naturales, por estimular la inventiva, pueden ser un trampolín de la evolución cultural (¿pero justifica el sufrimiento la muerte de sus víctimas?)

- Dios no puede querer el mal en sí; eso repugnaría a su santidad, únicamente puede permitirlo, en el sentido de no querer impedirlo. (La permisión, a pesar de muchas contradicciones, es un concepto auxiliar irrenunciable):

- Mas ¿por qué? También la mera permisión debe tener un fundamento; y la razón de ello, basada en la providencia de Dios, es el bien mayor indirectamente ligado al mal.

Con esto llegamos al punto esencial de la dificultad. El abuso más inhumano de la libertad humana, por la forma y el grado, le da a la pregunta del porqué su incisividad última. A menudo se responde que Dios respeta justamente la libertad del hombre de decidirse por el bien o por el mal. Y por eso el mundo está así. Pero el Dios que ha creado con su omnipotencia y sabiduría infinitas el mundo por un amor excesivo, ¿no pudo disponer de otra forma y mejor su curso, y no puede guiar los corazones de los hombres de modo que, sin perjuicio de su libertad, e incluso con libertad mayor, tiendan al bien y únicamente a él? ¿Por qué entonces existe el mal? ¿Por qué lo permite Dios? Se puede comprender entonces, quizá, que haya teólogos que prefieran entender a Dios limitado en su potencia en vez de como "padre" en apariencia malévolo o que mira con indiferencia el dolor de sus hijos. No es que no quiera impedir el mal; es que no podría. Pero también esta solución deja sin resolver, en definitiva, el problema de la teodicea, igual que cuanto podemos decir los hombres sobre él.

2. LA MUERTE QUE REDIME TODO DOLOR. a) Prólogo filosófico: la muerte, ¿una promesa de vida? En cierto sentido, del todo brutal, la muerte es el fin de la vida del hombre en la tierra. Como fin definitivo de un camino de la vida terrena, es lo que más se teme; es el supremo mal físico. ¿La muerte únicamente cierra la puerta de la vida o abre también una mirada esperanzadora a una vida nueva?

Todos los hombres deben morir. Además, la muerte ensombrece y entristece la vida humana entera; la vida es una única "enfermedad mortal", según S. Kierkegaard; se podría hablar de universalidad extensiva e intensiva de la muerte. En la muerte se reúne todo; no queda ya ningún espacio; parece que no deja nada abierto. De ahí que echemos una última mirada a la vida del fallecido después del sepelio para describirla; de ahí, quizá, la película de la vida que pasa velozmente en fracciones de tiempo ante la mirada interior de la víctima de un accidente. La vida parece hundirse en el abismo del no ser. La muerte, que nos lo quita todo, nos quita a nosotros mismos; lo que queda durante algún tiempo se pudre o desaparece. ¿Adónde nos lleva la muerte -en sentido figurado- con ella? ¿A la nada? Esto nos aterra a los hombres. El miedo a la muerte es el miedo más elemental. Y lo que inexorablemente lo agudiza es, al contrario que en el animal, la conciencia del hombre de su finitud y caducidad. La muerte "devora la inmanencia de la existencia" (B. WELTE, Heilsverstúndnis, Friburgo 1966, 132). Esto es lo que constituye el carácter negativo (dan ganas de decir absoluto) de la muerte y es el comienzo de su superación.

Porque la muerte "aniquila" todo para todos, es el caso más radical de límite. Por eso está aquí indicado echar una mirada a la dialéctica del límite. J,G. Fichte afirma: "En cuanto que el yo está limitado, llega sólo al límite, En cuanto que se pone como límite, llega al límite mismo en cuanto tal" (WW I, 347). Y G.W.F. Hegel sobre todo (WW VIII, 159; en particular X, 44; cf 41; IV; 153; XV, 184) advierte: "Algo es conocido o, mejor, sentido como límite; como carencia, cuando al mismo tiempo está más allá de él". "Ya el hecho de conocer el límite es una prueba de que estamos más allá de él, de que no somos limitados" (WW VIII,159; X, 44; cf también IV, 53; X 41; XV, 184). La ley fundamental de la experiencia del límite igual a la superación del mismo abarca todos los modos de lo finito y lo limitado. "Nada es tan contingente y casual que no tenga en sí algo de necesidad" (S, Th. I, q. $6; a. 3). Para la dialéctica objetiva, lo objetivo está contenido en sí en lo relativo (Lenin, en el estudio sobre Hegel), No hay nada tan provisional que no lleve en sí un brote de definitivo. Nada es enteramente necio; en ello se esconde una chispa de inteligencia. Nada es sólo pregunta; comienza ya a responder (Aristóteles: "El hallazgo de las aporías es la solución" [Eth. Nich. VII, 4]; B. WELTE, Heilsverstilndnis, 131). Nada es tan manipulable y explotable que no le quede un destello de indisponibilidad. En resumen, nada es totalmente mundano, humano, únicamente limitado y finito. Y nada es tan mortal que no contenga algo de vida.

Justamente la negatividad de la muerte, por su carácter universal, es impulsada más allá de sí misma, más allá de su negación. Abre a lo distinto de ella, al sí, al ocaso, a lo caduco, a la vida más allá de la muerte. Pues el hecho de que la muerte "le permita conocer al Desein esta negatividad" supone "que se comprende en orden a la positividad de su, ser..., de ser plenamente, ...que para el Desein se trata de ser o no ser..., de ser plenitud, de ser salvación ....Su no implica siempre un proyecto de salvación que todo ser se traza siempre" (B. WELTE, Heilsverstündnis, 127140). Como consecuencia de la negatividad y universalidad de la muerte parece anunciarse la trascendentalidad de su autosuperación como tendencia, como exigencia.

Lo dicho hasta aquí parece aceptable. Incluso la reflexión que acabamos de hacer sobre la muerte es abstracta (igual que la pregunta sobre el nihilismo).. Ni siquiera es suficiente la referencia al cielo y al infierno para justificar a Dios satisfactoriamente ante el tribunal de la humanidad. Si no basta para la teodicea, para la `justicia de Dios", lo que dicen los hombres, ¿qué hace Dios?

b) La muerte en cruz de Jesús como paroxismo de la pasión de la humanidad. A la esperanza de que la cruz de Jesús proyecte luz sobre la historia del sufrimiento humano se opone inicialmente un gran "videtur quod non". Lo cierto parece exactamente lo contrario. La crucifixión es la forma más ignominiosa de ejecución que el mundo ha conocido. ¿Y puede la muerte en cruz de un hombre fundamentar y obtener la fe redentora y la salvación eterna para todos los hombres? Esta paradoja da que pensar.

- El escándalo de la cruz. De los celtas a los indios, los criminales eran clavados en cruz y ofrecidos a los dioses en sacrificio. Entre los persas y los fenicios (en el norte de Africa) se reservaba la crucifixión para los crímenes más graves de Estado y para la alta traición. Como reos contra el Estado eran crucificados también elementos rebeldes en provincias romanas, por ejemplo en Judea. En su mayoría procedían de los estratos inferiores del pueblo, a los que era preciso reprimir por el bien público. A la mezcolanza de esclavos de Roma se les podía mantener a raya "non sine metu" (cf TÁCITO, Annales 14,44,3): Se hacía un proceso sumario: el emperador Domiciano, hacia el año 90 d.C., mandó decapitar a un escritor por las caricaturas de uno de sus libros y los infelices esclavos del escritor fueron crucificados. En la crucifixión los verdugos podían dar rienda suelta a su albedrío y su sadismo.; ello satisfacía el ansia de venganza y la crueldad de los dominadores y del populacho. Lo más temible era el tiempo que se permanecía colgado del "árbol funesto". El joven César debió ser bastante compasivo al ordenar estrangular a unos piratas cautivos antes de crucificarlos. La pública exhibición del crucificado desnudo se consideraba el oprobio supremo, que sellaba su manifiesta eliminación social y su reprobación religiosa. Ningún escritor de la antigüedad se detuvo mucho en describir el hecho cruel. Los relatos de la pasión de los evangelios son los más detallados. En las novelas griegas y latinas la cruz representa la peor amenaza del héroe, que lleva la tensión a su momento culminante; pero en realidad el héroe no puede sufrir de modo alguno esa muerte ignominiosa; es salvado oportunamente por un "deus ex machina". Para Cicerón (cf el Discurso contra Varrón, 5,66, 169; 5,64,165; 5,62, 162), la cruz es "el castigo más duro y supremo de los esclavos", "la ejecución más cruel y abominable"; lanza invectivas contra "esta peste". Flavio Josefo sentencia: "La muerte más infame" (De bello Jud. 7,203).

- La cruz de Jesús, centro de la fe cristiana. Desde el principio, la cristiandad reconoció la cruz de Jesús como base y centro de su fe. Pablo se había propuesto ante la comunidad de Corinto "no saber otra cosa que a Jesucristo, y éste crucificado" (1Cor 2,2). Se sabe enviado a predicar el mensaje de salvación; pero de forma "que no se vacíe la cruz de Cristo", es decir, que no se pierda su fuerza o significado (1Cor 1,17). Los dos primeros capítulos de la primera carta a los Corintios (1Cor 1,17-2,9) no son más que magníficos testimonios del significado fundamental y hasta central que la "palabra de la cruz" (ho logos tou staurou: 1Cor 1,18). tiene para Pablo. Pero ya "mucho antes de Pablo las reflexiones teológicas y las confesiones litúrgicas subrayaron la muerte de Jesús como acontecimiento salvífico"; el mismo Pablo lo demuestra, pues "admite las distintas variantes de este anuncio", es. decir, la interpretación de la muerte en cruz de Jesús como sustitución vicaria, reconciliación, rescate y también como expiación y sacrificio (cf E. KÁSEMANN, Die HeiIsbe déutung des Todes Jesu be¡ Paulus, en H. `CONZELMANN, Zur Bedeutung des Todes Jesu, Gütersloh 1967, 11 34). A este respecto, Pablo afirma ocasionalmente de manera del todo explícita que él "transmite lo que ha recibido"; por tanto, que continúa el anuncio de tradiciones más antiguas (en particular 1Cor 15,3-5; cf 11,23-26); y la forma de comunicarlo lo pone de manifiesto (Rom 4,25; 8,34; 2Cor 5,13;13,4). En el himno a Cristo que incorpora a la carta a los Filipenses (2,6-11), Pablo subrayó de su propia mano la suprema humillación de Jesús, el cual "se hizo obediente hasta la muerte", añadiendo la expresión "y muerte de cruz" (v. 8). Que Jesús mismo atribuyera anticipadamente un significado salvífico a su muerte lo han puesto en duda algunos exegetas en los últimos decenios; pero los recientes estudios críticos sostienen con buenas razones que Jesús en la última cena con sus discípulos les ofreció el pan y el vino como su cuerpo que es entregado y como su sangre que es derramada por ellos y por "muchos" (lo que significa por todos; cf Mc 14,22-24; Mt 26,26-28; Lc 22,19-21; 1Cor 11,23-26).

- La paradoja inherente a la fe en la cruz. Que la muerte miserable de un hombre en el patíbulo de la cruz, con la cual el que así acaba es estigmatizado como reo de culpa capital; que semejante muerte sea para todos los hombres el origen de la vida eterna, de la comunión bienaventurada con Dios y por tanto la razón de su salvación y el centro de su fe, es algo que contradice absolutamente toda verosimilitud y toda posible expectativa humana. ¿Se le puede exigir esta paradoja a un hombre que no quiera renunciar a su razón en cuestión de religión? Los adversarios de Jesús que se encontraban al pie de la cruz en el Gólgota le gritaban que bajara de ella y creerían en su mesianidad. Aquello era un escarnio cruel; sin embargo, la pretensión tenía un núcleo de verdad: que un ajusticiado sea en la cruz un mesías es algo monstruoso e inaudito.

Los primeros cristianos debieron sentirlo también así al principio. En ninguna parte, hasta finales del siglo II, se encuentra una representación del crucificado relativa a Jesús, prescindiendo del crucifijo en plan de escarnio del Palatino de Roma, un grafito de un muro del palacio imperial: de dos trazos en forma de T pende un hombrecito con cabeza de asno. Otro le está contemplando. La inscripción reza: "Alexamenos ora a su Dios". Tertuliano (cf Adv. Marc. 3,18; CChr 1, 531), hacia el año 200, da esta razón: "Hubo que ocultar en imágenes el misterio de la cruz en la antigua predicación; pues si se lo hubiera anunciado abiertamente, se hubiera convertido en un escándalo mayor". Ya hacia el 150 Justino se siente acosado por los críticos: "En esto -explica- estriba nuestra locura: que atribuimos el segundo puesto después del Dios inmutable y eterno a un hombre crucificado"; y hace que un judío pida una prueba de que el mesías "será crucificado y habrá de tener una muerte tan infame e ignominiosa, considerada maldita por la ley", pues esto nos resulta inconcebible (cf 1 Apologia 13,4; Dial. c. Tryph. 90,1).

El islam no quiso hacer morir en la cruz a Jesús, a quien tiene, junto con Moisés y Mahoma, por un gran profeta; en su lugar habrían ajusticiado a otro hombre (Corán 4,157-159). A semejantes construcciones de salvación recurrieron ya las doctrinas erróneas cristianas del siglo II: según el docetismo -de dokein = parecer- Jesús sólo tenía un cuerpo aparente; según Marción, la crucifixión afectó sólo al cuerpo de Jesús, no a él mismo propiamente. De la época moderna, si prescindimos de Goethe ("A mí quieres hacerme Dios, a semejante lastimosa imagen pendiente del madero', menos conocido es lo que dice Hegel: "Se suplica al que pende de la cruz. Con esta monstruosa asociación han luchado durante muchos siglos millones de almas que buscaban a Dios, y les ha torturado". Y: "Según nuestras costumbres, esta nueva religión habría de hacer de lo que antes era una cruz, a saber: el patíbulo, lo que es ahora, su bandera" (cf Theologisehe Jugenschriften, 1798/99, 335). Nietzsche, en Más allá del bien y del mal (46), llamaba a la fe en Cristo, que Pablo estilizó sumamente; "lo más absurdo". Los modernos, con su insensibilidad a cualquier terminología cristiana, no perciben ya lo superlativamente horripilante que encerraba para el paladar antiguo la fórmula paradójica "Dios en la cruz". Hasta ahora no ha existido nunca ni en ninguna parte una osadía semejante en invertir algo tan horrible como esta fórmula; ella prometía una inversión de todos los valores antiguos. La fe en Dios crucificado "se asemeja de manera terrible a un suicidio permanente de la razón" (46). Nietzsche, uno de los críticos más implacables del cristianismo, comprendió con toda agudeza el absurdo que supone la fe en la cruz para los increyentes.

También, y justamente Pablo de Tarso -el primero y hasta ahora (¿y siempre?) el más grande teólogo del cristianismo, a quien debemos los primeros escritos del NT-, expuso sin miramientos para él y para nosotros lo "más absurdo" que puede haber en el evangelio -¡la alegre y buena nueva!- de la cruz, para la impresión y la experiencia (cf 1 Cor 1,17b-25). Según esto, la cruz de Jesús es escándalo para los judíos, que piden señales del poder de Dios, como en la salida de Egipto; y es necedad, desatino (moria) para los griegos, que buscan la sabiduría razonable del mundo. Sin embargo, para el que "no desvirtúa la cruz de Cristo" (v. 17b), sino que la abraza en su dura paradoja, la palabra de la cruz (v. 18), rechazada como escándalo, puede ser prometedora. El escándalo que pierde se vuelve entonces salvífico. Para los que se salvan por creer, la cruz no es impotencia y necedad, sino fuerza y sabiduría de Dios. Pues -otra paradoja prodigiosa-: "La locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más fuerte que los hombres" (v. 25).

- La incomprensibilidad de Dios o la credibilidad de lo increíble. La paradoja de la teología paulina deja sin aliento. Para el que cree en la cruz como acontecimiento salvífico, el pensamiento desfallece. La pasión de Jesús llega a su punto culminante, que es un anonadamiento absoluto, cuando el crucificado grita su abandono por Dios: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,34; Mt 27,46). La expresión refleja el estremecimiento de la pregunta y la queja de Job; en ella resuena la pasión de la humanidad entera. Expresa del modo más intenso la contradicción del hecho de la cruz: el. abandonado por Dios se abandona a Dios. Llama al que no está allí.

La paradoja de la fe en la cruz está encerrada en esas pocas palabras que grita: por una parte, Jesús parece sucumbir a la muerte con este grito no sólo en el cuerpo, sino también en el alma; por otra, el grito es una confesión única del Dios definitivamente incomprensible. Reconoce al ser divino de Dios; da testimonio y sella este reconocimiento con la muerte. Dios es y debe ser en su divinidad -de lo contrario, no sería Dios, sino sólo. semejante a nosotros- el incomprensible para nosotros. Y como la fe, según Heb 11,1, es "la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven", quizá en lo que parece increíble por su contradicción única e insuperable: "el crucificado es el salvador del mundo"; esto podría suscitar una oculta y profunda credibilidad. Decidirse a creer en la paradoja de la cruz -y el cristianismo subsiste o se hunde en esa fe- es un reto que enfrenta con la incomprensibilidad de Dios. No nos quedamos en el "credo quia absurdum" de Tertuliano.

3. EL AUTOTESTIMONIO DE LA FE EN LA CRUZ. a) ¿Qué ha hecho Dios? Los hombres no encontramos desde nosotros ninguna respuesta satisfactoria a la pregunta sobre el dolor humano. La respuesta de Dios es la entrega de su Hijo a la muerte, y muerte de cruz. Con ello no se resuelve teóricamente el problema de la teodicea, pero se redime en la práctica el sufrimiento del mundo. Se redime el sufrimiento y el dolor, a su modo igualmente atormentador, del sufrimiento.

"Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único..., no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16; cf Un 4,9). Pablo dice lo mismo en la carta a los Romanos (8,32): "El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente con él todas las cosas?" Su eco nos llega desde Ambrosio: "Para salvar al esclavo entregó al Hijo" (cf el Exultet de la liturgia de la vigilia pascual), hasta Kierkegaard: "El que perdonó al primogénito de Abrahán y sólo probó la fe del patriarca, no perdonó a su Hijo unigénito" (Diario, 13-9-1839). Dios no impuso a Jesús contra su voluntad el suplicio de la cruz, sino que éste aceptó voluntariamente el sufrimiento (cf Jn 10,17-18). Tampoco los que le dieron muerte fueron determinados y movidos a ello por Dios; obraron por su propia voluntad, supuestamente buena (cf Lc 23,34), pero de hecho, objetivamente mala. Dios permite el mal, o sea, la muerte de un inocente, por un bien mayor, que no procede del mal como causa, sino que, con ocasión de un hecho malo, como conditio sine qua non, brota de otra fuente. ¿Qué es en la muerte de Jesús en cruz "el bien mayor" y cuál es su fuente?

b) La revelación del amor que perdona. La parábola de Jesús sobre el padre compasivo (Lc 15,11-32) nos sugiere el sentido del misterio de la cruz. El padre consiente que el hijo menor, que disipará parte de su herencia con prostitutas, se aleje y caiga en la miseria, la culpa, el arrepentimiento. Hubiera podido impedirlo. Pero el hijo obligado a permanecer en casa, ¿no hubiera reaccionado con incomprensión y protestas, quizá durante toda la vida? Por eso el padre consiente en el extravío del hijo. Mas cuando el hijo perdido, maltratado por el destino, vuelve, el padre sale a su encuentro con un amor incontenible. Cuán sorprendente y casi asombrosamente magnánimo es su proceder lo pone de manifiesto su antitipo, el hijo mayor, que alardea de justicia en la dureza de su corazón. La falta del hijo menor es el supuesto para la revelación del amor paterno en su nueva cualidad de amor que perdona, que libra del dolor y de la culpa.

Las crisis y catástrofes entre hombres que se quieren actualizan la parábola bíblica. Un matrimonio fracasa; la amistad es traicionada. Puede que entonces "se acabe todo". Pero puede también que se aguante con paciencia la situación y que se supere; que, mediante la reconciliación y el perdón, la comprensión mutua y el lazo recíproco adquieran una nueva profundidad e interioridad. Aplicado a la dimensión superior de los sucesos actuales del mundo: pueblos que durante decenios se han visto forzados a vivir sin libertad bajo regímenes totalitarios experimentan lo que significa la libertad con nueva intensidad gracias a un cambio revolucionario, y es posible que esa experiencia mueva también a otras regiones a un cambio de la situación política.

Que la muerte en cruz de Jesús es la revelación de un amor de Dios que no se podía esperar, ni siquiera sospechar, lo dice también Pablo de la manera más contundente: "Dios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom 5,8). Dios obra por amor. Mejor, "Dios es amor" (IJn 4,16). "Dios como amor pende totalmente de la cruz" (Simone Weil). Por eso puede decirse que "el ser divino de Dios hay que comprenderlo desde el hecho de esta muerte" (E. JÜNGEL, Ünterwegs zur Sache, Munich 1972, 119) y que la cruz es, en definitiva, "la única definición posible de Dios y del hombre" (W. KASPER, Zukunft aus dem Glaube, Mainz 1978, 55ss). Según esto, la autodefinición de Dios es: amor crucificado. Lo incomprensible del amor ya no es la definición más vacía, sino la más plena, de lo indefinible. J.A. Móhler dice de Dios que "su manifestación tiene lugar bajo la forma del sacrificarse por los pecados del mundo" (Symbolik, MainzViena 1833, 287). Gregorio de Nisa (siglo iv) explica la posibilidad del sufrimiento divino: "Que la naturaleza omnipotente fuera capaz de descender hasta la bajeza del hombre muestra su poder más que grandes milagros superiores a la naturaleza... El descendimiento de Dios a la bajeza es un cierto exceso de poder, para el cual no existe ningún obstáculo que se le oponga en la naturaleza... La grandeza se manifiesta en la bajeza, y sin embargo no se rebaja con ello la grandeza" (Oratio catechetica 24: PG 45,64).

Dios se despoja de su omnipotencia en la impotencia del que muere en la cruz, abandonado de los hombres y de Dios. Con ello nos manifiesta a los hombres no el poder del amor que sorprende triunfalmente, sino el que atrae y se impone por la solidaridad en el dolor. Dios se inclina hacia el hombre como "Dios en forma de esclavo" (S. Kierkegaard); su omnipotencia se convierte en omnidebilidad (G. Marcel). Jesús mismo interpreta su kénosis de la cruz (cf Flp 2,7) mediante la entrega eucarística: "Mi cuerpo por vosotros, mi sangre por todos". Ella es la prueba comprensiblemente incomprensible de su amor. El amor crucificado supera infinitamente al amor omnipotente de Dios en la creación.

c) La muerte de Dios. Es importante en nuestro contexto y en la fe cristiana no ver la cruz aislada, sólo como el hecho de la muerte del Gólgota extremadamente cruel, sino relacionada con su "lado interno" teológico, la resurrección de Jesús de la muerte. Sólo esto es el "misterio pascual" total y único.

Ya en el primer escrito del NT, la primera carta a los Tesalonicenses (4,4), escrita hacia el año 50, condensa Pablo la confesión fundamental de la fe cristiana en estas breves palabras: "Creemos que Jesús murió y resucitó" (cf 2Cor 15,5, con la adición "por nosotros'. Incluso cuando parece que Pablo habla sólo de la muerte (1 Tes 1,10; Rom 3,25; 5,6.8; 14,15; 1Cor 8,11; Gál 2,21; cf Le 24,26; Jn 3,16), la anuncia como muerte "por nosotros"; por tanto, incluye su acción salvífica universal y eterna. La predicación misionera de la Iglesia primitiva la transmiten los Hechos de los Apóstoles en diversas redacciones, que tienen en común esta doble estructura polar: al Jesús que vosotros habéis clavado en la cruz, Dios lo ha resucitado de entre los muertos (He 2,23s; 3,13s; 4,10; 5,30s; 10,3443;13,27-29). También la primera carta de Pedro interpreta la afirmación fundamental: "Dios lo resucitó de entre los muertos" (1,21), así: "Cristo murió una vez por los pecados, el justo por los injustos, con el fin de llevarlos a Dios; sufrió la muerte corporal, pero fue devuelto a la vida en Espíritu" (3,18; cf 3,21s).

Es significativo que "una cristología prepaulina, conservada en los himnos cristianos primitivos, presente ya el encumbramiento celeste de Jesús como consecuencia de la cruz" (KÁSEMANN, Die Reilsbedeutung des Todes Jesu bel Paulus, 30). Ello manifiesta nuevamente lo estrecha e indisolublemente que se relacionan con el acontecimiento del viernes santo los hechos de la resurrección, la ascensión al cielo de Jesús y el envío del Espíritu, presentados por los Hechos de los Apóstoles de Lucas en el lapso de cincuenta días: como el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección. Y sólo desde la experiencia de los discípulos con el Señor resucitado fue posible entender y creer la muerte en cruz de Jesús en la dimensión profunda de su significado eterno para todos los hombres (cf Mc 8,31; 9,31; 10,34: "y después de tres días resucitará").

La muerte de la que el amor omnipotente de Dios resucitó al crucificado a nueva vida es la muerte de la muerte. La muerte, que ejerce el poder ineluctable y definitivo sobre el destino terreno del hombre y que por ello difunde el miedo más grande, representa a todas las "potencias y dominaciones" que hacen sufrir al hombre. El NT las conoce con diversos nombres. Según Pablo, Jesucristo nos ha liberado de la ley, el pecado, la carne y (cf 1Cor 15) la muerte. Sobre esto hay afirmaciones asombrosas: "Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley, haciéndose maldición por nosotros, como está escrito (Dt 21,23): `Maldito sea el que pende del madero"'. "Al que no conoció el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros..." (2Cor 5 21). "La ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8,2). Con una expresión mítica dice san Pablo que los "príncipes de este mundo" no conocieron la sabiduría de Dios oculta en Jesús, "pues si lo hubieran entendido no habrían crucificado al Señor de la gloria" (ICor 2,8). Y, análogamente, la concepción de Justino (cf Apol. I, 54-60; PG 6,408-420), que no es sólo mítica, según la cual las potencias del mal instigaron a la crucifixión sin sospechar que, precisamente con el sacrificio de su muerte, Jesús les iba a arrebatar su botín, las almas de los hombres. En realidad,-fueron -así se los puede llamar- los poderes ideológicos y político-religiosos de su tiempo los que llevaron a Jesús a la cruz: el ansia de poder y de riqueza de los saduceos, la justicia de la ley de los fariseos, el fanatismo libertador de los zelotas... La victoria de aquellas fuerzas fue en realidad una derrota. La muerte del inocente, al que ellos juntamente con Pilato ejecutaron, desenmascaró sus tendencias de muerte. Porque la fuerza divina de vida y de amor inmanente en el Hijo de Dios y del hombre crucificado padeció la muerte y la superó por dentro, pudo Agustín condensar la transformación que conmueve al mundo del aspecto exterior e interior del acontecimiento de la cruz; de la cruz en resurrección, de la muerte en vida, en esta fórmula: morte occissus mortem occidit (muerto por la muerte, mata a la muerte). Las "potestades" o ideologías fueron la muerte de Jesús, Cristo es la muerte de las potestades.

- El ser más profundo del hombre y la solidaridad humana. "Ecce homo". Con esta exclamación se refirió el pagano Pilato al coronado de espinas, testimoniando así la humanidad de la "Palabra de la cruz". Es éste el título más cristiano de todos, porque es la confesión más profundamente humana. En el crucificado, la vida humana es llevada a su límite extremo, en el que no queda más que la existencia desnuda, e incluso a la pérdida de la vida. Sin embargo, el Dios que se identifica con el crucificado -porque en él se hizo hombre- entra en el lugar del sufrimiento y de la aniquilación de los hombres (en los campos de concentración del nacionalsocialismo o en los Gulag soviéticos); él se hace uno con la identidad de que han sido privados. En lo profundo del ser humano, que la muerte de Jesús en cruz ha puesto al descubierto, se comprende el hombre como el que puede sufrir. No tiene que hacerse el grande y fuerte; puede ser pequeño y débil. Siente con Pablo: "Cuando soy débil, entonces soy fuerte", pues "el poder de Dios triunfa en la flaqueza" (del hombre). Por eso "no presumiré de mí, sino de mis flaquezas". También Jesús "fue crucificado en su debilidad, pero ahora vive por el poder de Dios". Pablo sabe lo que significa "llevar siempre la muerte de Jesús en nuestro cuerpo" (cf 2Cor 12,10.9.5; 13,4; 4,10). Los evangelios exigen tomar diariamente la cruz; en esto consiste seguir a Jesús. La muerte de Jesús es escuela de vida cristiana. Ante el crucificado estoy preparado a dejar que Dios sea Dios, y el hombre puede permanecer hombre.

La fe en la cruz no induce a la pasividad ante el dolor, o incluso al gozo masoquista del mismo. Todo lo negativo hay que soportarlo con paciencia; pero, en la medida de nuestras fuerzas, hay que superarlo también activamente con una solidaridad humana universal. La palabra de vida "con Cristo", que Pablo presenta con múltiples variantes (morir con, vivir con, crucificado con, sepultado con, resucitado con y conglorificado) apunta a la promesa "por nosotros": por nosotros los hombres, por todos los hombres sin excepción. Jesús es el hombre para los innumerables hermanos. Su sangre "grita más alto que la sangre de Abel" (Heb 12,24); no pidiendo venganza, sino reconciliación. Así grita la muerte de cruz desde lo más profundo de su ser pidiendo resurrección (l Misterio pascual, II). La resurrección de uno y de todos. Que los hombres tengamos vida, y en abundancia (Jn 10,10.17); para eso dio Jesús su vida. Si la existencia humana, como decía la antigua ascética, es una "continua mortificatio", una muerte continua a todas las cosas o, expresado de una manera moderna, "una experiencia de muerte en pequeñas dosis", el motivo decisivo de ello es el amor consecuente y solidario del prójimo, que lleva consigo múltiples conflictos, compromisos y renuncias y, en ciertas circunstancias, como hoy en América Latina y en otras partes, no rara vez el sacrificio de la vida. La cruz de Jesús planta en la historia del mundo la enseña de la solidaridad universal. "En la cruz tiene sus manos extendidas para abarcar los límites del orbe" (Cirilo de Jerusalén, XIII, Catequesis 28: PG 33,805).

- Reflexión final teológico-fundamental. La fe en la paradoja de la cruz representa una exigencia enorme e insuperable para la capacidad de creer de los hombres; hasta el punto de que puede, y al principio debe, parecer un argumento decisivo contra la credibilidad del evangelio. Nosotros lo hemos seguido, intentando demostrar que es uno, quizá incluso el argumento, en favor de la revelación cristiana.

La más profunda autocomprensión del hombre y su relación de compromiso por la libertad, la justicia y la paz con el mundo en nada encuentran tanta motivación y estímulo como en el Dios del crucifijo. Seguramente tampoco la religión, el cristianismo, la Iglesia y la teología están inmunes de la ideologización y el endiosamiento; incluso su perversión es la peor posible (corruptio optimi pessima; cf las guerras de religión). Sin embargo, ningún aspecto divino de las religiones humanas se opone tanto como el Dios del amor crucificado a que la Iglesia abuse de él para su pseudolegitimación como fin propio o para obtener cualquier clase de posición de poder. Él no es un Dios para días festivos, que flota triunfalista sobre el mundo rodeado de resplandor y de gloria. Es el Dios de la vida de cada día y de sus pequeños y a veces grandes sufrimientos y alegrías. Por eso se puede decir con la teóloga D. Sálle: "La interpretación más exacta de la existencia humana... es la cruz de Cristo. También esa frase contiene la pretensión de absoluto del cristianismo, pero no la contiene en forma autoritaria y exigente" (Atheistisch an Gott glauben, Olten 1969, 88).

Para el método de la rama teológica de la teología fundamental se sigue que los criterios "externos" de credibilidad de los milagros obrados por Jesús, y como coronamiento suyo la experiencia de la resurrección de que Jesús vive, permanecen siendo irrenunciables. Pero corresponde mayor importancia de la que antes se le daba por principio (cf DS 3016) y de hecho a la verdad interna del evangelio: de lo que Jesús comunicó no sólo de palabra, sino que lo propuso con su vida y con su muerte. De ello es un ejemplo el destino de su muerte, que padeció por nosotros los hombres. ¿O es un ejemplo?

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