MARTIRIO
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

SUMARIO: 

1. Recuperación arqueológica de los datos (Antiguo Testamento, Nuevo Testamento); 

2. El martirio en teología fundamental (el martirio como lenguaje, el martirio como signo); 

3. La significatividad del martirio; 

4. Para una ampliación de la identificación del mártir 

R. Fisichella

 

El mártir no es un extraño para nosotros. Sabemos quién es y logramos captar su personalidad y su significado histórico; sin embargo, con frecuencia, su imagen parece evocar en nosotros un mundo que no es ya el .nuestro. Aparece como un personaje lejano, relegado a épocas y períodos históricos que pertenecen al pasado y que todo lo más, tan sólo la memoria litúrgica vuelve a proponernos en el culto cotidiano. Descrito con características de héroe, que suscitan alergia en nuestros contemporáneos, especialmente en las sociedades occidentales, parece haberse convertido en una pieza de museo. Pero el mártir es nuestro contemporáneo. Si no fuera así, la Iglesia habría dejado ya hace tiempo de presentar el kerigma como un anuncio de salvación comprensible para el hombre de hoy y significativo para la vida de nuestros días. En él cada uno de nosotros podemos ver la coherencia humana en su transparencia última, en donde se lleva a cabo la identificación perfecta entre la fe y la vida, entre la profesión verbal y la acción de cada día. La Iglesia tiene necesidad de mártires para destacar en plenitud la realidad del amor que se hace libremente aceptación de la muerte, y al mismo tiempo se convierte en perdón para el perseguidor. El mártir, de todas formas, pertenece a la Iglesia no sólo porque ésta, en su historia bimilenaria, está caracterizada permanentemente por la presencia de los mártires, sino más bien porque, constitutivamente, ella misma es mártir. Antes de ser una ecclesia martyrum, es una ecclesia martyr. En su constitución antológica se le imprime de modo indeleble la forma Christi, que se expresa en la kénosis del Hijo hasta el momento culminante de la pasión y muerte de cruz. Lo que pertenece a Cristo es también de su Iglesia; por tanto, también para ella tiene que concretarse y realizarse la forma de la kénosis como expresión del seguimiento obediencial, que alcanza su culminación en la pasión y muerte por amor. Por tanto, la Iglesia nace, vive y se construye sobre el fundamento de Cristo mártir; su misión en el mundo tendrá que ser la de orientar la mirada de cada uno hacia "el que fue traspasado" (Jn 19,37; Ap 1,7), a fin de que de forma eminente se explicite la palabra reveladora del Padre.

Para confirmar esta perspectiva podemos recurrir a la teología paulina, cuando describe la acción del apóstol con estas palabras: "Hijos míos, sufro por vosotros como si os estuviera de nuevo dando a luz hasta que Cristo se aformado en vosotros" (Gál 4,19). La forma de Cristo que el apóstol imprime no puede ser sino la del siervo doliente que da su vida por la salvación de todos (l Cristología: títulos cristológicos). Estos "sentimientos" (Ef 2,5-6) que caracterizan a la figura histórica de Jesús de Nazaret deben ser también los que definan a quienes se ponen en su seguimiento para completar lo que falta a sus padecimientos (Col 1,24).

Esta dimensión permite comprender plenamente el significado de los mártires en la historia y en la vida de la comunidad cristiana. Mediante su testimonio, la Iglesia verifica que sólo a través de este camino se puede hacer plenamente creíble el anuncio del evangelio. Esto permite además explicar el hecho de que desde sus primerísimos años la Iglesia haya visto en el martirio un lugar privilegiado para verificar la verdad y la eficacia de su anuncio; en efecto, en estos acontecimientos el testimonio por el evangelio no se limitaba solamente a la forma verbal, sino que se extendía a la concreción de la vida. Por eso la Iglesia comprendió que el mártir no tenía necesidad de sus oraciones; al contrario, era ella la que rezaba a los mártires para obtener su intercesión. Por tanto, no se reza por el mártir, sino que se reza al mártir por la Iglesia. El día del martirio se recordaba y se memorizaba como el momento al que había que volver con gozo para celebrar una fiesta, ya que se encontraba allí la fuerza y el apoyo para proseguir en la obra evangelizadora.

Así pues, la comunidad cristiana ha sostenido siempre el valor eclesial del martirio; éste posee un tono altamente comunitario, ya que es vivido para y por toda la Iglesia como un signo eficaz del amor.

I. RECUPERACIÓN ARQUEOLÓGICA DE LOS- DATOS. La finalidad de este artículo no es analizar los diversos problemas con que tuvo que enfrentarse el término en su evolución semántica; sin embargo, una teología del martirio debe tener presente al menos dos datos esenciales en este sentido: en primer lugar, cuándo se empieza a imponer el valor semántico del término en la acepción que tiene en nuestros días; y en segundo lugar, cuándo surge una "teología" del martirio.

La verdad es que estos dos momentos no coinciden; desde el AT hasta el NT y hasta los primeros decenios de la Iglesia primitiva, se puede asistir a una evolución continua del término mártys. La evolución semántica esconde el proceso conceptual que se aplicó al fenómeno; resultará entonces que progresivamente se va pasando de un concepto genérico de "testigo" de un hecho al concepto más concreto de "testimonio" de una verdad o de otras convicciones, hasta el testimonio que se da con el derramamiento de la propia sangre.

El concepto de mártir, en la acepción que hoy posee, comienza a estabilizarse con toda probabilidad a partir del año 155, con el Martyrium Policarpi: "Policarpo, que fue el duodécimo en sufrir el martirio en Esmirna, no sólo fue maestro insigne, sino también mártir excelso, cuyo martirio todos aspiran a imitar, ya que ocurrió a semejanza del de Cristo, como se nos narra en el evangelio" (19 1). Mártir se identifica aquí como el que da su propia vida por la verdad del evangelio. En este sentido es muy expresivo un texto de Orígenes: Todo el que da testimonio de la verdad, bien sea con palabras o bien con hechos o trabajando de alguna manera en favor de ella, puede llamarse con todo derecho `testigo'. Pero el nombre de `testigo', en sentido propio, se debe a la comunidad de hermanos, impresionados por la fortaleza de espíritu de los que lucharon por la verdad o por la virtud hasta la muerte, que tomó la costumbre de aplicárselo a los que dieron testimonio del misterio de la verdadera religión con el derramamiento de su sangre" (In Johannem II, 210).

El motivo por el que se pasó progresivamente a esta significación semántica es objeto de diversas teorías; lo que hay que constatar es el hecho de la distinción que llegó a crearse entre confessores y mártyres. Todos ellos son testigos del Señor y todos sufren la persecución, pero el título de mártir sólo se les da a los que han dado su vida, mientras que los demás son considerados comúnmente como confessores.

Sin embargo, es necesario recordar los rasgos más destacados que aparecen en la Escritura como un primer esbozo de la figura del mártir.

a) Antiguo Testamento. Para el AT hay dos elementos que saltan inmediatamente a la vista en orden a su identificación:

1) La figura del profeta. En efecto hay toda una serie de textos que inducen a pensar que la situación del profeta tiene como trasfondo natural y contiene en su horizonte interpretativo una posible muerte violenta. El profeta puede ser llamado "mártir", aunque todavía estemos lejanos de la teología del martirio como se la interpretará sucesivamente. Los ejemplos de asesinato del profeta son bastantes frecuentes: Jer 26, 8-11 describe la reacción de los oyentes al discurso del profeta sobre el templo: "¡Vas a morir! ¿Por qué has profetizado en nombre del Señor diciendo que este templo será como Silo?... Este hombre debe ser condenado a muerte porque ha profetizado contra la ciudad". Pocos versículos más adelante (26,20-23) se habla de como también el profeta Urías murió por haber profetizado. En 2Crón 24,17-22 se habla de la muerte del profeta Zacarías, apedreado "en el patio del templo del Señor". En el desahogo de Elías ante el Señor, en 1Re 19,10-12 se habla de cómo "los israelitas han abandonado tu alianza, han destruido tus altares, han pasado a espada a tus profetas. He quedado yo solo, y me buscan para quitarme la vida". En Neh 9,26 se encuentra el ejemplo más claro de admisión de esta praxis; en la lectura que hace Esdras de la Torah se acusa al pueblo de haber pecado: "Fueron insolentes, se rebelaron contra ti y echaron tu ley a sus espaldas; mataron a tus profetas, que les exhortaban a convertirse en ti, y te ofendieron gravemente". La misma figura del ébed Yhwh del Deutero-Isaías puede tomarse como la imagen simbólica del destino del profeta.

Así pues, el profeta es testigo de la palabra que le ha dirigido el Señor y tiene que seguirla fielmente hasta el fin; su muerte será vengada sólo por Yhwh: Yo tomaré venganza de la sangre de mis siervos, los profetas y de la sangre de todos los siervos del Señor" (2Re 9,7).

2) Las vicisitudes históricas de Israel. En la interpretación que se le da a la historia, y de manera más peculiar a los acontecimientos sangrientos que la atraviesan, es posible señalar una primera "teología del martirio" por obra del pueblo hebreo. Más directamente, en la época de los Macabeos, en aquel decenio que vio a Israel dominado por la Siria de Antíoco IV Epífanes (175-163), es cuando puede fijarse la aparición de esta reflexión. El intento de referir a una matriz común la interpretación del sufrimiento y de la muerte por causa de la fe. de los padres es lo que constituye la idea germinal de una "teología" del martirio, que curiosamente tiene como punto de origen una "teología" de la historia (l Historia, III) (cf Dan 11-12; 2Mac 6-7).

Es fácil descubrir en estos textos que la muerte del inocente es recibida como un testimonio profundo, eficaz, capaz de mantener firme la fe y de suscitar la esperanza en la intervención del Señor. En este sentido es muy expresivo el relato de 2Mac 6,12-30, que habla de la persecución del pueblo y de la muerte de Eleazar. De esta perícopa se desprenden algunos datos significativos: en primer lugar, el hecho de que el momento de la prueba y de la persecución es interpretado como un momento de gracia (v. 12); el Señor, a través de esta experiencia, corrige a su pueblo y lo robustece en la fe (vv. 14-16); el testimonio del justo que acepta la muerte con tal de permanecer fiel a la ley antigua tiende además a confirmar a los más jóvenes en la fe de los padres (vv. 24-28); así pues, la muerte es acogida como signo de amor (v. 30); el justo perseguido, finalmente, es descrito como el que tiene plena libertad ante la muerte y ante el perseguidor, pero que sin embargo no tiene miedo de optar por ella (v. 30).

Por tanto, para el AT, el testigo que acepta la muerte en nombre de la fe es inocente de toda culpa; su sufrimiento y su muerte se consideran como purificadoras para el pueblo y como signo del testimonio mayor que el pueblo pudiera recibir. El contenido de la oración de Judas el Macabeo puede corresponder muy bien a lo que se ha descrito: "Y suplicaban al Señor que mirara al pueblo pisoteado por todos y que se compadeciera del templo contaminado por hombres sacrilegos, que tuviera también piedad de la ciudad devastada, a punto de ser completamente arrasada; que oyera el clamor de la sangre, que pedía a gritos justicia; que se acordara también de la muerte inicua de niños inocentes" (2Mac 8,2-4).

b) Nuevo Testamento. El NT se caracteriza por el carácter central de Jesús de Nazaret. El misterio de su muerte salvífica es el eje de la interpretación del martirio cristiano. Su vida, y particularmente su pasión y su muerte (l Misterio pascual), se convierten en el centro y en la clave hermenéutica que ilumina los mismos sufrimientos de los discípulos y la vida de la comunidad primitiva, que en estos momentos verifica concretamente su fidelidad al maestro: "Ellos salieron del tribunal muy contentos por haber sido dignos de ser ultrajados por tal nombre" (He 5,41; cf 7,58-60; Flp 1,13; 2Tim 2 3).

Así pues, hay que. considerar dos elementos con vistas a una lectura global de los datos neotestamentarios:

1) El hecho de que Jesús quiso dar un significado a su propia muerte. Entre los datos ciertos que pueden aceptarse como pertenecientes al Jesús histórico deben contarse con toda seguridad el de la conciencia que Jesús tenía de una muerte violenta y el del significado salvífico que se le dio.

Jesús de Nazaret tuvo ante sí, con plena lucidez, la conciencia de saber que su comportamiento y sus palabras lo llevarían inevitablemente a una muerte violenta. El hecho de que los contemporáneos y los mismos discípulos lo comprendieran como un l profeta (Me 8,28), la muerte del Bautista (Mt 14,1-12), su solidaridad con los pecadores públicos (Me 2,1516), la crítica de la ley mosaica (Mt 5,17-48), la acusación de blasfemia (Me 2,6; 14,64), la sospecha de que practicaba la magia o la hechicería (Mt 9,34), la expulsión de los comerciantes del templo, las duras palabras contra los sacerdotes (Me 11,15-18. 28-33) y sobre todo su pretensión de ser de forma privilegiada el hijo de Dios (Jn 5,18), e incluso uno solo de estos hechos, dejaba vislumbrar la posibilidad de una muerte violenta. No hay que olvidar tampoco que en varias ocasiones, como nos refieren los evangelios, Jesús estuvo a punto de ser apedreado.(Jn 8,59; 10,31-33; Le 4,29).

Por consiguiente, Jesús no se mostró pasivo ante la perspectiva de este tipo de muerte; al contrario, sacó motivos de allí para dirigir su existencia dentro del horizonte de una muerte violenta, acogida para la salvación de todos (Jn 3,14-15).

2) El destino de sus discípulos. Se repite continuamente en los textos del seguimiento (cf Me 8,34; 13,9) la unidad profunda que liga la suerte de los discípulos con la del maestro. El seguimiento determina la inserción en la misma misión de Cristo y, por consiguiente; la necesidad de compartir su mismo sufrimiento y su muerte (Mt 16,24; 20,22-23).

Ciertamente, el NT no relacionó la idea del martirio con la aceptación de la .muerte; también allí se llama mártir al que da testimonio de su fe y atestigua la verdad del evangelio. El ejemplo más claro en este sentido es el de Esteban, que no es llamado mártir por el hecho de morir, sino simplemente porque es testigo de Cristo en su actividad evangelizadora:

La conclusión que se deriva de los textos neotestamentarios es, por consiguiente, que el mártir es esencialmente el testigo ocular de la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor; a continuación, todos los discípulos son llamados mártires-testigos, ya que atestiguan la verdad del evangelio en las diversas situaciones de vida, aun a riesgo de la persecución y del sufrimiento (1Pe 4, 12-19). La teología paulina será particularmente sensible a la hora de unir el apostolado y la misión evangelizadora con la aceptación del sufrimiento (cf Rom 6,4-15; Gál 5,1625; 1Cor 6,11-10.31; 13,4-7; 2Cor 5,14-15; 1Tim 6,12).

Tan sólo un largo proceso, como se recordó anteriormente, llevaría a la identificación del mártir con aquel que se hace testigo de la fe hasta el don de la vida. La carta de Clemente (96 d. C.), Ignacio (115), el Pastor de Hermas (140), aunque conocen ya la experiencia del martirio, no utilizan todavía el término en este sentido.

A partir del Martyrium Policarpi asistimos a un interesante desarrollo teológico sobre el martirio. La nueva acepción de mártir se aplica ahora a Cristo, iniciándose así una primera reflexión auténtica sobre los mártires, que los entiende como testigos de la caridad perfecta a ejemplo de Cristo.

2. EL MARTIRIO EN TEOLOGÍA FUNDAMENTAL. El martirio, corlo objeto de estudio teológico, pertenece a diferentes disciplinas, que analizan sus diversos aspectos con vistas a una complementariedad para su lectura global.

La teología dogmática, por ejemplo, valorará más directamente en el martirio el elemento de testimonio para la verdad del evangelio; la espiritualidad, por su parte, estudiará sus formas y sus características para que pueda ser presentado también hoy como modelo de vida cristiana; la historia de la Iglesia intentará reconstruir las causas que produjeron situaciones de martirio y valorará la exactitud de los relatos más allá de toda lectura legendaria; el derecho canónico, finalmente, valorará las formas y las motivaciones con las que se realizó el testimonio del mártir, para establecer su validez con vistas a la canonización.

La teología fundamental estudia el martirio dentro de la dimensión apologética, para mostrar que es el lenguaje expresivo de la revelación y el signo creíble del amor trinitario de Dios. Mediante el testimonio de los mártires se muestra que todavía hoy la revelación tiene su fuerza de provocación respecto a nuestros contemporáneos bien para permitir la opción de la fe, bien para vivirla de forma coherente y significativa.

a) El martirio como lenguaje. Querámoslo o no, el término mártir" trae a la mente del que lo pronuncia o del que lo, escucha una realidad definida. Como todos los términos del lenguaje humano, también éste está sometido al análisis lingüístico, que busca ante todo su sensatez, y por tanto su verdad o no-verdad, en la experiencia cotidiana. En cuanto lenguaje humano, revela la dimensión más personal del sujeto, que ve realizada de esta manera tanto su capacidad para poseerla realidad que experimenta y que lleva a cabo como la autocomprensión de sí como sujeto creativo.

Una forma peculiar de lenguaje humano es la que se realiza a través del lenguaje del ! testimonio. Su hermenéutica permite recuperar algunos datos que ofrecen una visión más orgánica y significativa del martirio.

El testimonio va unido intuitivamente al ámbito "jurídico" de la experiencia humana; en efecto, se comprende como un acto mediante el cual se refiere lo que ha sido objeto de conocimiento personal. Sin embargo, esta dimensión es sólo la primera forma de nuestro conocimiento; efectivamente, el testimonio revela, en un análisis más profundo, cieras características que llegan hasta la esfera más personal del sujeto.

Todo testimonio encierra al menos dos elementos: en primer lugar, el acto de comunicar; luego, el contenido que se expresa. Esta forma de comunicación necesita inevitablemente la presencia de un receptor que acoja el testimonio. Esto permite afirmar que el testimonio es una relación interpersonal que se crea entre dos sujetos en virtud de un contenido que se comunica. La calidad de la relación que se forma pertenece a la esfera más profunda de la relación interpersonal, en cuanto que, sobre la base del contenido expresado, los dos se arriesgan en la confianza mutua y en la credibilidad de su propio ser. En efecto, el testigo, en proporción con la fidelidad con que expresa el contenido de su propia experiencia, revela la veracidad o no veracidad de su propio ser; por otra parte, el que recibe este testimonio, al valorar el grado de fiabilidad de lo que se le comunica, arriesga su propia confianza en el otro. De todas formas, en ambos sujetos se pone de manifiesto la voluntad de participar una parte de su propia vida y de salir de sí mismo con vistas a la comunicación.

Así pues, en esta perspectiva, el testimonio no puede reducirse a una simple narración de hechos; se convierte más bien en un compromiso concreto, con el que se quiere comunicar y expresar, si fuera necesario con la propia muerte, la verdad de lo que se está diciendo, insistiendo en la verdad de la propia persona. Con el testimonio, cada uno dispone de sí mismo con aquella libertad original que le permite verificarse como sujeto verdadero y coherente; en una palabra, el testimonio representa uno de los rasgos constitutivos del lenguaje humano, ya que posee un grado de performatividad que sería incapaz de expresar la palabra hablada por sí sola.

El martirio se comprendió siempre como la forma de testimonio supremo que daba el creyente con vistas a la verdad de su fe en el Señor. Los Acta martyrum confirman explícitamente que el martirio se comprendía como aquel testimonio definitivo que, comenzado ante el juez, se concluía luego con la aceptación de la muerte.

b) El martirio como signo. Los ejemplos que nos refieren los Acta martyrum muestran de forma clara que el testimonio del mártir fue leído como signo de la presencia de Dios en la comunidad. La misma Trinidad revelaba en la muerte del mártir la expresión última de su naturaleza: el amor que llega hasta el don completo de sí mismo. La Iglesia ha comprendido siempre el valor de este testimonio y lo ha interpretado como el signo permanente del amor fiel e inmutable de Dios que, en la muerte de Jesús, había alcanzado su expresión culminante.

El signo (l Semiología, I), con sus cualidades de mediación y de comunicación, tiene la característica de crear un consenso en torno a su significado y de provocar al interlocutor para que tome una decisión. Las notas esenciales de signo se verifican también plenamente en el martirio. En torno al mártir resulta fácil ver realizado el consenso unánime sobre su fuerza de ánimo y su coherencia; el contenido de su gesto se convierte en posibilidad, para todo el que lo desee, de pasar al significado expresado en aquella muerte: el amor mismo de Dios.

La fuerza provocativa que dimana del martirio y que mueve a reflexionar sobre el sentido de la existencia y sobre el significado esencial que hay que dar a la vida es tan evidente que no se necesita ninguna demostración para convencer de ella. La decisión de llegar a una opción coherente y definitiva encuentra aquí su espacio vital. La historia de los mártires manifiesta con toda lucidez que la muerte de cada uno de ellos, si por una parte dejaba atónitos a los espectadores, por otra sacudía hasta tal punto su conciencia personal que se abrían a la conversión y a la fe: sanguis martyrum, semen christianorum.

3. LA SIGNIFICATIVIDAD DEL MARTIRIO. La reflexión teológicofundamental encuentra en el martirio una de las expresiones más cualificadas para proponer todavía hoy auténticamente la /credibilidad de la revelación cristiana.

La perspectiva apologética preconciliar se limitaba normalmente al estudió del martirio dentro de la esfera de una casuística para el descubrimiento de las virtudes heroicas que atestiguaban los mártires en favor de la verdad de la fe. Superando esta lectura, es posible ver el martirio relacionado más bien con las perennes cuestiones del hombre, y por tanto adecuado para ser signo que ilumina a quienes se ponen a buscar un sentido a su existencia.

Hay tres cuestiones que parecen afectar continuamente a la persona humana: la verdad de su propia vida personal, la libertad ante la muerte y la decisión para la eternidad.

Por lo que se refiere al primer momento, la verdad de la propia vida personal, se puede observar que, desde los primerísimos tiempos de la Iglesia, el martirio fue interpretado como uno de los gestos más coherentes que el hombre podía realizar. El creyente que había acogido la fe veía realizada en la muerte del mártir la coherencia más profunda entre la profesión de la fe y la vida cotidiana. Un análisis de los informes procesales de los mártires nos hace descubrir que el mártir concebía el camino del martirio como el sendero que tenía que seguir para ver finalmente realizada su propia identidad de cristiano y para sentirse completo.

La verdad de la fe, que al foral se convierte para el mártir en "dar la vida por los amigos" (Jn 15,13), es una experiencia concreta de verdad sobre sí mismo; en efecto, el mártir comprende que entregar su vida al tirano en nombre de Cristo es lo que constituye y forma la verdad de su ser. La verdad sobre su vida y la verdad del evangelio confluyen aquí en una síntesis tan estrecha que ya no cabe la idea de concebirse fuera de la verdad acogida en la fe. De este modo el mártir se hace testigo de la verdad del evangelio, descubriendo la verdad sobre su propia vida, que carecería de sentido fuera de esa perspectiva.

Sin embargo, el martirio es en este contexto una expresión de la honestidad y de la coherencia que lleva a privilegiar y a anteponer la verdad universal sobre las propias opciones personales de vida. En efecto, el mártir indica no solamente que cada uno puede conocer integralmente la verdad sobre su propia vida, sino más aún, que él puede dar su misma vida para convencer sobre la verdad que guía sus convicciones y sus opciones.

Por lo que se refiere al segundo momento, la libertad personal ante la muerte, hay que observar que en el martirio esta libertad resulta tan paradójica que parece contradictora: ¿cómo puede pensarse que uno es libre, si éste es precisamente el momento en que la propia vida depende de la voluntad de otro?

Además de la tesis iluminadora de K. Rahner sobre este punto (Sentido teológico de la muerte, Herder, Barcelona 1965, 88-128), hay que señalar los siguientes aspectos ulteriores:

a) La /muerte constituye un acontecimiento que determina la vida de cada uno y que forma la historia personal. Se sitúa como elemento significativo para el discernimiento de la verdad sobre uno mismo y sobre todo lo que realiza; en una palabra, la muerte toca al hombre en su globalidad, es un hecho universal; nadie queda excluido.

Sin embargo, la muerte no es un simple dato biológico ante el que cada uno ve la parábola de su propia vida; es algo más, ya que precisamente en ese momento se descubre que uno no está hecho para la muerte, sino para la vida. La negativa a verse desaparecer con la desaparición física de sí mismo hace comprender cuán esencial es para la persona el enfrentamiento consciente con este acontecimiento, a pesar de que nos gustaría borrarlo de nuestra propia mente.

b) La muerte constituye también un misterio que desborda infinitamente al hombre y ante el cual se alternan las reacciones más diversas: el miedo, la huida, la duda, la contradicción, el deseo de querer saber más, la desconfianza, la serenidad, la desesperación, el cinismo, la resignación, la lucha.

En la muerte cada uno juega su carta definitiva, ya que se ve obligado a esa "partida de ajedrez" (cf el filme significativo de Bergman El último sello) que ya no puede diferirse más y que al foral se busca como algo necesario e improrrogable.

Por este motivo se puede afirmar que también el mártir, más aún, sobre todo el mártir, revela su libertad plena ante la muerte precisamente cuando parece que no queda ya ningún espacio para la libertad.

En efecto, puesto ante la muerte, el mártir sabe dar el significado supremo a su vida, aceptando la muerte en nombre de la vida que le proviene de la fe. Por consiguiente, el mártir, a pesar de estar condenado a morir, escoge la muerte; para él morir equivale a escoger libremente entregarse a sí mismo, plena y totalmente, al amor del Padre. El mártir sabe que su aceptación de la muerte, con este significado, corresponde a liberarse a sí mismo de una vida que, fuera de ese horizonte, se quedaría sin sentido.

Finalmente, también para la última pregunta -¿qué habrá después de la muerte?- el martirio consigue ser expresión de un sentido nuevo.

En los procesos de los mártires aparece como un leitmotiv la expresión "reunirse con el Señor". Así pues, en la muerte se encuentra la dimensión íntima de la capacidad personal de decisión. Aunque pueda parecer paradójico, la decisión más auténtica para el sujeto, y por tanto la más libre, es la de saber confiarse al misterio que se percibe. El hombre es misterio, pero comprende dentro de sí la presencia de un misterio mayor que lo abraza sin destruirlo. Fuera de este horizonte uno se convertiría en enigma insoluble; por el contrario, dentro de él se encuentra la clave para poder autocomprenderse.

El martirio, en cuanto signo del amor, es también signo de aquel que en el amor acoge el misterio del otro. En este punto ya no existen más preguntas, sino sólo la certeza de ser amado y acogido por él. La fuerza del mártir tiene que encontrarse en la conciencia de que, puesto que Cristo ha vencido a la muerte, también el que se confía a él reinará para siempre. La palma del mártir se convierte en el signo perenne de la victoria que va más allá de la derrota de la muerte.

Estos elementos que hemos descrito permiten ver el martirio como un signo importante para la búsqueda del sentido y para la credibilidad de la revelación. La muerte del mártir se convierte en signo de la naturaleza del morir cristiano: asunción de la muerte misma de Cristo en la vida, acto supremo de la libertad que introduce en el amor del Padre.

El mártir, en definitiva, es aquel que da a la muerte un rostro humano; paradójicamente, expresa la belleza de la muerte. Yendo a su encuentro, él la ve ciertamente como un momento dramático, aunque no trágico, de su existir, y sin embargo digna de ser vivida por ser expresión de su capacidad para saber amar hasta el fin.

4. PARA UNA AMPLIACIÓN DE LA IDENTIDAD DEL MÁRTIR. Una rápida panorámica sobre la historia del concepto de mártir muestra que en las diversas épocas se han expresado diferentes acentuaciones. Así, Agustín dirá que "martyres non facit poena, sed causa" (Enarrationes in Ps. 34); le hará eco santo Tomás, diciendo que "causa sufficiens ad martyrium non solum est confessio fidei, sed quaecumque alia virtus non politica sed infusa, quae finem habeat Christum"; y también: "Patitur etiam propter Christum non solum qui patitur propter fidem Christi, sed etiam qui patitur pro quocumque justitiae opere pro amore Christi" (Epist. ad Rom. 8,7). Es sugestiva la posición de Pascal: "El ejemplo de la muerte de los mártires nos afecta porque son miembros nuestros. Tenemos con ellos una vinculación; sus decisiones pueden formar la nuestra, no solamente por el ejemplo que nos dan, sino sobre todo porque han hecho posible nuestra decisión" (Pensées, 481). También es impresionante la de Kierkegaard: "Si Cristo volviera al mundo, quizá no lo habrían matado, pero se habrían burlado de él. Es éste el martirio de los tiempos de la inteligencia: ser entregados a la muerte en el tiempo de la pasión y del sentimiento"; y en otro pasaje continúa: "Ninguna vida tiene un efecto tan grande como la del mártir, porque el mártir sólo comienza a actuar después de la muerte. Así la humanidad o se adhiere a él o se queda aprisionada en sí misma" (Diario). Los manuales de teología en su definición del martirio, defenderán particularmente el motivo del odium fidei: "Teológicamente el martirio se define así: sufrimiento voluntario de la condenación a muerte, infligida por odio contra la fe o la ley divina, que se soporta firme y pacientemente y que permite la entrada inmediata en la bienaventuranza" (S. TROMP, De revelatione christiana, 348).

También el concilio ha procurado dar su propia visión teológica del martirio, en la que es fácil ver una articulación que se puede describir con estas características: en primer lugar las premisas cristológicas, luego la inserción en el escenario eclesial, después la comprobación de la especificidad del mártir creyente y finalmente la parénesis, para que todos los bautizados estén dispuestos a profesar la fe incluso con la entrega de su propia vida. "Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor entregando su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por él y por sus hermanos (premisa cristológica).Pues bien, algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores (escenario eclesial).Por tanto, el martirio, en el que el discípulo se asemeja (assimilatur) al maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a él en la efusión de su sangre, es estimado por la iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor (especificidad del martirio). Y aunque concedido a pocos, todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia (parénesis)" (LG 42; cf también LG 511; GS 20; AG 24; DH 11.14).

Como se advierte en este texto, el Vaticano II inserta al mártir en una clara perspectiva cristocéntrica; la muerte salvífica de Jesús de Nazaret constituye el principio normativo del discernimiento del martirio cristiano. De todas formas, esta centralidad se describe con la expresión "dar la vida por los hermanos", que recuerda el texto de Jn 15,13 y permite verificar que lo que mueve al mártir a dar su vida es el amor arquetípico y normativo de Cristo. Igualmente, el recuerdo de la dimensión eclesial no hace más que subrayar la continuidad del testimonio de amor dado por el mártir para confirmar a los hermanos en la fe. Además, cuando el texto conciliar habla de la especificidad del martirio cristiano diciendo que es un "don eximio", y por tanto una gracia y un carisma dados a quien más ama, y "la suprema prueba de amor", es decir, el testimonio definitivo del amor, tanto lo uno como lo otro es visto como algo que se da en la Iglesia y para la Iglesia, para que de este modo pueda crecer "hacia aquel que es la cabeza, Cristo. Por él, el cuerpo entero, trabado y unido por medio de todos sus ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, crece y se desarrolla en el amor" (Ef 4,15-16; cf 1Cor 12-14).

Así pues, cabe pensar que con esta descripción el Vaticano II abre el camino a una interpretación nueva y más globalizante del testimonio del mártir, con vistas a las nuevas formas de martirio a las que hoy asistimos debido a la modificación de los acontecimientos. Por tanto, es lícito pensar que con el concilio se llega a identificar el martirio con la forma del don de la vida por amor.

El texto de LG 42, anteriormente citado, no habla ni de profesión de fe ni de odium fidei; los supone ciertamente, pero prefiere hablar de martirio como signo del amor que se abre hasta hacerse total donación de sí.

Si se subraya el amor más que la fe, se comprende que es más fácil destacar la normatividad del amor de Cristo, que está en la base del testimonio del mártir; en efecto, esta forma de amor sigue siendo creíble también entre los contemporáneos, que se ven provocados por una persona en la esfera más profunda de su ser.

Luego si el acento se pone en el amor que está en la base del testimonio del mártir, se comprende también que resulte mucho más fácil la identificación del mártir con aquel que no sólo profesa la fe, sino que la atestigua en todas las formas de justicia, que es el mínimo del amor cristiano.

Por consiguiente, el amor permite referir a la identidad del mártir su testimonio personal y su compromiso directo en e] desarrollo y progreso de la humanidad; el mártir atestigua que la dignidad de la persona y sus derechos elementales, hoy universalmente reconocidos pero no respetados, son los elementos básicos para una vida humana. Si se asume. este horizonte interpretativo, resulta claro que el mártir no se limita ya a unos cuantos casos esporádicos, sino que se le puede encontrar en todos aquellos lugares'en los que por amor al evangelio, se vive coherentemente hasta llegar. a dar .la vida, al lado de los pobres; de los marginados y de los oprimidos, defendiendo sus derechos pisoteados.

Sin embargo una ampliación del concepto de mártir no corresponde a un uso indiscriminado o inflacionista del mismo. No todos los que mueran en favor de los derechos de los hombres o de sus aspiraciones más profundas podrán ser mártires; lo cual indica que es precisa una definición ulterior del martirio que sepa comprender las nuevas formas de persecución en las que se ve comprometida la verdad de la fe y la credibilidad del amor.

Un ejemplo claro del uso moderno de "martirio" es el que nos ofrece Maximiliano Kolbe. Cuando el 17 de octubre de 1971 Pablo VI lo beatificó, lo incluyó entre los confessores. Pero en la canonización, el 10 de octubre de 1982, Juan Pablo II lo incluyó entre los mártyres. Una crónica de los hechos permite verificar los siguientes datos:

1) El 5 de junio de 1982, algunos obispos polacos y alemanes, en representación de sus respectivas conferencias episcopales, dirigieron una carta al Papa, publicada en L'Osservatore Romano sólo el 7 de octubre de 1982, solicitando expresamente que el beato Maximiliano Kolbe fuera canonizado como "mártir de la fe católica". Las motivaciones que acompañaban a esta petición se mueven en un plano de justificación canónica y siguen las huellas de una antigua concepción del martirio: ante todo, el hecho de que la ideología nazi era contraria a la ética cristiana y que el encarcelamiento del padre Kolbe estuvo dictado por el odio contra la fe, mientras que el beato, durante su prisión en el campo de Auschwitz, no fomentó odio alguno contra el perseguidor que se encarnizaba en él; finalmente, el hecho de haberse ofrecido en lugar de un padre de familia con las simples palabras soy un sacerdote católico".

2) Aquel mismo día, L'Osservatore Romano presentaba en segunda página un artículo, más autorizado todavía por la ausencia de firma, donde se deseaba una ampliación del concepto de martirio con estas palabras: "Tocará al teólogo justificar en el plano teórico una opción que quizá no esté aún plenamente decantada en las escuelas. Desearía que la teología lograse darnos cuanto antes el perfil exacto del `martirio moderno', ya que estoy convencido de que representa una fuente de energía para los fieles cristianos el poder mirar con conciencia y con coherencia la `actualidad plena' del martirio".

3) Más expresivo y extraordinariamente moderno es el discurso pronunciado por Juan Pablo II en la misa de canonización. No aparece nunca en las palabras del Papa la expresión "mártir de la fe", pero toda la homilía se consagra a mostrar el testimonio de amor que dio el padre Kolbe. El Papa asume la categoría de signo como la expresión lingüística y teológica que mejor puede manifestar el testimonio dado por amor.

El comienzo dei discurso se sitúa a la luz de Jn 15,13, que es el texto asumido por la LG 42; se usa más de 11 veces el término "amor" y al menos otras cinco una expresión sinónima; por seis veces se dice que Kolbe es "signo" del amor; esto permite comprender por qué el Papa se expresa literalmente de este modo: "¿No constituye esta muerte, arrostrada espontáneamente por amor al hombre, un cumplimiento particular de las palabras de Cristo? ¿No hace a Maximiliano particularmente semejante a Cristo, modelo de todos los mártires, que da su propia vida en la cruz por los hermanos? ¿No posee semejante muerte una elocuencia penetrante, especial, para nuestra época? ¿No constituye un testimonio particularmente auténtico de la Iglesia en el mundo contemporáneo? Por eso,.en virtud de mi autoridad apostólica he decretado que Maximiliano María Kolbe, que después de la beatificación era venerado como confesor, sea venerado en adelante como mártir".

Se advierte, por tanto, que es posible y que se ha dado ya de hecho una ampliación del concepto de mártir. De todas formas, ello está pidiendo una reflexión crítica por parte de la teología.

Proponemos a continuación una "definición" de mártir que intenta recoger las diversas exigencias expresadas anteriormente, situada más bien ahora en el horizonte de la teología fundamental:

"El mártir, signo del amor más grande, es un testigo que se ha puesto a seguir a Cristo hasta el don de su vida para atestiguar la verdad del evangelio. Reconocido como tal por la voz del pueblo de Dios, es confirmado por la Iglesia como un testigo fiel de Cristo".

Conviene explicitar algunos elementos de esta 'definición":

1) Signo del amor más grande. Con esta expresión se intenta-recuperar la centralidad del amor como signo último, capaz de provocar a cada uno a la decisión de fe. Además, el amor apela a la dimensión de gratuidad y de don: en cuanto que el mártir se configura más que cualquier otro con Cristo, se comprende como destinatario de una gracia que sólo en el amor es explicable y comprensible.

2) Seguimiento de Cristo. Con esta expresión se quiere mostrar la libertad del sujeto de optar por la fe y por las últimas consecuencias de la misma. El seguimiento de Cristo no es un acto de simple profesión, sino praxis concreta de vida y, al mismo tiempo, testimonio eclesial, ya que se inserta en la única misión de la Iglesia.

3) Don de la vida. Se indica aquí la característica constitutiva del martirio, la muerte. Pero se la comprende no en sentido negativo -la muerte como privación de la vida-,sino de forma positiva: el mártir no muere, sino que entrega y ofrece su vida dentro de la plena libertad que ha adquirido. El martirio es un acto con el que se sigue viviendo.

4) La verdad del evangelio. Se pretende hablar de la salvación. El elemento último y definitivo del anuncio evangélico es la vida eterna, es decir, la salvación que nos ha llegado en la persona de Jesús de Nazaret. La salvación tiende a crear la persona como un objeto libre, plenamente realizado en su naturaleza, y precisamente por eso capaz de dialogar con Dios. Esto significa que la verdad del evangelio es también anuncio salvífico de la dignidad y sacralidad del hombre. Por tanto, cada una de las acciones en favor de la dignidad humana tiene en sí misma un carácter salvífico y cada una de las acciones que tienden a suprimir o a obstaculizar semejante anuncio debe considerarse como un obstáculo y una persecución contra la fe.

5) Reconocido por el pueblo de Dios. De esta manera se quiere recuperar concretamente la importancia de la comunidad local, en sintonía con la praxis de la Iglesia de los primeros siglos. La comunidad participa siempre del martirio de uno de sus miembros; por eso precisamente es la única capaz de comprender el alcance de aquel testimonio y de juzgar su signo como expresión auténtica del amor cristiano. Es la comunidad local la que sabe reconocer cuándo la muerte del mártir ha sido por la "verdad del evangelio" y no por otros fines; en efecto, en ella es donde el mártir nace, crece y se robustece tanto en la experiencia de fe como en la preparación para el propio martirio,. Para los mártires de los primeros siglos era inconcebible una vida fuera de la comunidad, y en muchos casos se tiene el testimonio de una comunidad que llega a corromper a los carceleros para poder estar cerca de su mártir.

6) La Iglesia confirma. No se quiere ciertamente disminuir el valor de la canonización, que permanece vinculado al acto infalible del papa, sino más bien resaltar el carácter universal de la santidad del mártir, que es propuesto al culto y al ejemplo de todos los cristianos.

El martirio no es una especulación intelectual, sino una concreción de vida; más aún: es el punto culminante de una existencia plenamente humana, expresa la libertad plena del hombre ante la muerte.

El obispo mártir Óscar Romero decía en la homilía del sábado santo de 1979: "Gracias a Dios, poseemos páginas de martirio no sólo de la historia pasada, sino también de la hora presente. Sacerdotes, religiosos, catequistas, hombres sencillos del campo han sido masacrados, despojados, abofeteados, torturados, perseguidos por ser hijos fieles de este único Dios y Señor". Pues bien, ningún creyente que haya tomado seriamente conciencia de su propia fe puede pensar que no ha sido llamado al martirio. El martirio pertenece hasta tal punto a la esencia misma de la vocación cristiana que constituye el "caso serio" de la vida de cada uno.

Aquí nos sentimos llamados a dar la respuesta última de la petición de amor, ya que se comprende y se tiene la certeza de que otro, por nosotros, ha entregado gratuitamente su vida como testimonio de amor.

El martirio se presenta, por tanto, como aquella realidad que todavía hoy puede la Iglesia, con orgullo, ofrecer al mundo como el signo más grande del amor realizado por el hombre. Cada uno, ante este signo, se siente interpelado y tiene que tomar posición. Por tanto, preguntarse si hay todavía hoy mártires y quiénes son es preguntarse si también hoy la Iglesia está en disposición de presentar el amor inmutable y fiel, que tiene su fuente en la trinidad de Dios.

Si el mártir es el signo del amor más grande, esto es, sin embargo, una señal de que todavía hoy, en el mundo, se da el rechazo de Dios y de que hay personas alérgicas al anuncio profético y a la fuerza testificante de las comunidades cristianas. Es verdad, estos nuevos perseguidores, cada vez más hábiles por estar cada vez más ligados a formas oscuras del poder, no ofrecerán al creyente la posibilidad de atestiguar la fe y el amor como en los primeros tiempos de la Iglesia: no condenarán a muerte con sentencias jurídicas pronunciadas por los tribunales...; en los perseguidores de nuestro tiempo se disimula una forma más solapada, más grave y más taimada de perseguir: la burla, la banalización, la indiferencia o la calumnia..., y a veces la muerte a traición.

El coraje de los mártires, por consiguiente, apela al coraje de poner siempre, incesantemente, nuevas formas y estilos de vida que anuncien la fuerza victoriosa de la persona de Cristo, que sigue hoy viviendo en medio de los suyos, que lo proclaman -como los primeros creyentes- Señor y testigo fiel.

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R. Fisichella