III. Motivo de credibilidad

1. DEL VATICANO I AL VATICANO II. En un sentido general puede decidirse que la Iglesia es signo de la salvación por representar y comunicar la gracia invisible de la salvación. Es el signo, y el signo eficaz de una realidad espiritual, a saber: la unión de los hombres con Dios y, mediante esta unión, la unión de los hombres entre sí.

En la medida en que este misterio de salvación o de comunión irradia entre los hombres con intensidad, se convierte, incluso para los no-creyentes, en signo perceptible de la llegada de la salvación al mundo. Se habla entonces de la Iglesia como motivo de credibilidad. En efecto, cuando el pueblo de Dios, reunido en la unidad, es fiel a su vocación a la santidad y vive en plenitud su vida de unión con Dios y de unión entre los hombres, testifica por su misma presencia que la salvación anunciada y predicada por la Iglesia ha visitado realmente a la humanidad para transformarla y santificarla. En otras palabras, cuando la vida de unidad y de caridad de los miembros de Cristo está de acuerdo con el evangelio, esa vida se hace signo, no solamente alusivo, sino expresivo de la realidad significada: manifiesta, en la visibilidad, que la Iglesia es verdaderamente el lugar de la salvación en Jesucristo y que el Espíritu de Cristo habita realmente entre los hombres. La Iglesia se convierte entonces en el signo visible e histórico del Espíritu de Cristo, principio invisible de la unidad de la Iglesia.

La idea de que la presencia de la Iglesia en el mundo a lo largo de los siglos, con todos los bienes que ella representa, constituye un signo de su origen divino no es un descubrimiento del primer concilio Vaticano. Se trata realmente de un argumento tradicional en la Iglesia. Tiene sus raíces en los Hechos, donde se describe la vida de la comunidad primitiva (He 2, 44-45), y parece que se encuentra una prefiguración de la misma en el AT, en la presencia del pueblo de Dios, signo elevado a la vista de las naciones. Desde los primeros siglos los padres, especialmente Ireneo, Tertuliano, Orígenes y Agustín, invocan en favor del cristianismo su expansión milagrosa, la constancia de sus mártires, la luz de su santidad. En el siglo xv es Savonarola el que desarrolla este argumento. Más tarde fueron Bossuet y Pascal en el siglo xvn, Fénelon en el siglo XVIII, Balmes, Lacordaire, Bautam y Dechamps en el siglo xIx e, inmediatamente antes del Vaticano I, J. Kleutgen y J.B. Franzelin. El 1 Vaticano I sancionó con su autoridad el valor de este signo y le dio su formulación, si no definitiva, al menos la más importante. "La Iglesia -dice el concilio-, debido a su admirable propagación, a su eminente santidad, a su inagotable fecundidad en todos los bienes, debido a su unidad católica y a su solidez invicta, es por sí misma un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina" (DS 3013-3014).

Así pues, el proceso sugerido por el concilio es distinto del proceso histórico que establece la fundación de la Iglesia por Cristo y la continuidad de esta Iglesia con la Iglesia católica actual. En otras palabras, no se trata de la vía llamada de las notas de la Iglesia, que consiste en reconocer en la Iglesia actual las propiedades esenciales y exclusivas que dio Cristo a la institución fundada por él. Se trata más bien de un proceso empírico que parte de la Iglesia como fenómeno espacio-temporal observable e insólito. En la vía de las notas se trata de la esencia de la Iglesia de Cristo. En la vía propuesta por el Vaticano I se trata directamente de la imagen de la Iglesia, de los rasgos de su rostro, tal como se manifiestan al observador, incluso no creyente, y sin apelar a la fundación histórica de la Iglesia por Cristo.

En la enumeración que hace, el concilio propone cinco de esos rasgos observables que pertenecen al fenómeno de la Iglesia, a saber: su expansión admirable, su santidad eminente, su fecundidad inagotable, su unidad católica y su estabilidad invicta. Los cinco calificativos que acompañan a los sustantivos insisten en el carácter no común de estas manifestaciones. La Iglesia se presenta en el mundo como un fenómeno insólito, excepcional, milagroso. Esos rasgos deben considerarse, no aisladamente, sino juntos y cualitativamente. Como en el caso de Cristo, se trata de una convergencia multiforme.

La formulación del Vaticano I no pretende ser definitiva ni irreprochable. En este sentido podemos preguntarnos si, tal como se presenta, manifiesta una conciencia suficiente de la complejidad real del signo de la Iglesia. En efecto, este signo es más ambiguo e infnitamente más dificil de presentar que el signo de Cristo. La unidad de la Iglesia es real, pero es una unidad herida y que hay que reparar, una unidad que proteger y continuamente perfeccionable; su estabilidad se ve siempre amenazada; su catolicidad está sometida a perpetuas tensiones; su santidad surge en tierra de pecado. La formulación del Vaticano I debe comprenderse sin duda en el contexto sociológico del siglo xlx, cuando se concebía a la Iglesia como una sociedad perfecta, autónoma, trascendente, libre de las vicisitudes de las sociedades humanas. Lo cierto es que apenas deja suponer que el signo de la Iglesia se parece a una trama deparadojas, que hacen de la Iglesia un enigma cuya clave hay que encontrar. La Iglesia del Vaticano I parece una Iglesia abstracta, ideal, con atributos absolutos, más que una comunidad de fieles, itinerante, frágil, pecadora. Los calificativos que se añaden a los rasgos de la Iglesia (admirable, eminente, inagotable, invicta) son del orden de la intensidad más que del de la paradoja. De ahí que la formulación del Vaticano I no pueda utilizarse en teología fundamental, sobre todo en el contexto del siglo xx.

Por eso el Vaticano II, sensible a esta diferencia de contexto, ha modificado las perspectivas y la formulación, aunque manteniendo la realidad del signo. En efecto, el Vaticano II alude con frecuencia al texto del Vaticano I, pero sin citarlo nunca por completo. También es notable el hecho de que, en las páginas en cuestión, el signo de la Iglesia se reduzca en la práctica al signo de la unidad en la caridad. La Iglesia es signo de la llegada de la salvación entre los hombres en la medida en que refleja en nuestro mundo la unidad de amor de la vida trinitaria. Además, el Vaticano II, por un proceso de personalización que se extiende a toda la economía de la revelación y de su transmisión, habla de I testimonio personal y comunitario donde el Vaticano I habla de los atributos milagrosos de la Iglesia. Son las mismas personas con su vida santa, las comunidades cristianas con su vida de unidad y de caridad, todo el pueblo de Dios con su vida de acuerdo con el evangelio, quienes hacen entender a los hombres que la Iglesia es el lugar de la salvación.

2. EN BUSCA DE UN CAMINO DE APROXIMACIÓN. No cabe duda de que el signo de la Iglesia ha sido valorado en los dos últimos concilios, aunque las perspectivas y la formulación son distintas en cada caso: formulación más abstracta en el Vaticano I, formulación personalista y de tono más discreto en el Vaticano II.

También hemos de confesar que sentimos cierto malestar en proponer el signo de la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo. En efecto, debido a una publicidad que convierte el más pequeño suceso local en un acontecimiento mundial, conocemos mejor las debilidades de los hombres de Iglesia y de las instituciones eclesiales. Por las revistas, los periódicos, la radio y la televisión conocemos todas las acusaciones que se dirigen continuamente contra la Iglesia. Somos igualmente más sensibles a los errores históricos de la Iglesia y a sus actitudes de una sinceridad a veces dudosa.

En el estudio de la Iglesia como motivo de credibilidad hemos de descartar dos aproximaciones que nos parecen inadecuadas, aunque por motivos diferentes. Descartamos primero la aproximación comparativa (al menos como aproximación directa), que consiste en comparar la Iglesia con las otras comunidades religiosas (comunidades cristianas separadas o grandes religiones históricas: l budismo, /hinduismo, /islamismo), declarando que la Iglesia manifiesta sobre esas comunidades una superioridad sin igual, sobre todo a nivel de la unidad, de la universalidad, de la duración y de la santidad. Esta aproximación supone evidentemente que se reconocen fuera de la comunidad católica ciertos elementos de salvación y de Iglesia. Sin embargo, la Iglesia representa una excelencia, una plenitud de santificación y de salvación que no parecen realizarse en tanto grado en las otras comunidades de salvación. Esta vía nos parece complicada, poco satisfactoria, expuesta a peligros muy graves. En particular, difícilmente se libra de la acusación de ignorancia, de inexactitud, de prejuicio y hasta de injusticia, ya que el que la practica siente siempre la tentación de minimizar los hechos positivos encontrados en los otros para destacar la superioridad católica. Creemos que esta aproximación tiene sobre todo un valor confirmativo.

Descartamos igualmente la aproximación de la trascendencia, al menos tal como la formula el Vaticano I, que ve en la Iglesia un fenómeno de superación análogo, en el orden moral, al del milagro físico, y que atestigua directamente el origen divino de la Iglesia y de su misión. Describir ante el hombre de hoy la expansión admirable, la santidad eminente, la fecundidad inagotable, la unidad católica y la estabilidad invicta de la Iglesia es provocar inútilmente una alergia incontrolable. Será imposible apartar de él el fantasma de una Iglesia triunfante.

Proponemos más bien una aproximación por vía de inteligibilidad interna, de búsqueda de l sentido. Este método toma como punto de partida no ya los atributos absolutos y gloriosos de la Iglesia, sino las paradojas y las tensiones que la constituyen en su realidad concreta. Estas paradojas y tensiones intenta comprenderlas en sí mismas y en sus mutuas relaciones, así como en relación con la explicación que la Iglesia propone de sí misma. La coherencia de la explicación propuesta con los hechos observados (naturaleza y dimensión) induce a pensar que el testimonio de la Iglesia es verídico: ella es realmente entre los hombres signo de la salvación en Jesucristo. La inteligibilidad del fenómeno está en el misterio que atestigua. No partimos entonces de los atributos milagrosos de la Iglesia; la trascendencia de la Iglesia aparece más bien como la clave de inteligibilidad para comprender el fenómeno en su totalidad y complejidad.

Podemos entonces distinguir en la Iglesia al menos tres grandes paradojas: la paradoja de la unidad, la paradoja de la perennidad, la paradoja de la santidad. No se trata de unas simples paradojas. En efecto, cada una de ellas está constituida por un conjunto de tensiones, de las que algunas son lo bastante fuertes para hacer explotar toda sociedad que tuviera que sufrirlas y arrostrar al mismo tiempo la prueba de la duración. Este conjunto de paradojas y tensiones hace de la Iglesia un signo enigmático cuya cifra o clave es preciso encontrar.

Por la existencia simultánea de rasgos aparentemente incompatibles a los ojos de la experiencia y de la historia humanas, y sin embargo armonizados en ella, la Iglesia evoca algo de las grandes paradojas de la presencia de Cristo en el mundo: sencillez y autoridad, humildad y pretensiones absolutas de aquel que se declara Hijo del Padre, juez escatológico, sin pecado, y sin embargo teniendo más que cualquier otro el sentido del pecado y de su universalidad. La Iglesia como Cristo, es un enigma por descifrar.

3. PARADOJAS Y TENSIONES DE LA UNIDAD. La primera de las grandes paradojas de la Iglesia es la de la unidad. A los ojos superficiales, la unidad de la Iglesia se reduce a la unidad del bautismo, del credo y de la autoridad. En realidad, esta unidad cubre múltiples y prodigiosas tensiones. Hubo épocas en la Iglesia en que la teología subrayó la unidad católica, pero sin percibir demasiado su complejidad. La nuestra es más sensible a ladiversidad y ala complejidad que constituyen esa unidad.

a) Una unidad compleja. El primer hecho observable en la Iglesia es que su unidad no es una unidad cualquiera, superficial, sino una unidad de complejidad. En efecto, la fe católica no es simplemente una vaga actitud religiosa, sentimental y poco exigente, m simplemente la adhesión a unas cuantas observancias exteriores, sino una fe en unos misterios desconcertantes para la razón humana: Trinidad, encarnación, divinización de los hombres, resurrección corporal, etc. Esta unidad de complejidad es también una unidad de exigencia, que invita al hombre a someter a la palabra de Cristo no sólo sus actos exteriores, sino incluso sus pensamientos más secretos, sus deseos más íntimos. Es la exigencia de una preferencia que puede llegar hasta la eventualidad del !martirio.

Pues bien, a pesar de esta unidad de complejidad y de exigencia, la Iglesia ha ido acogiendo e incorporando a lo largo de los siglos a muchedumbres humanas. Esta pertenencia a la Iglesia que va acompañada generalmente de una integración profunda de las personalidades, establece entre todos los miembros de la Iglesia, aunque se desconozcan entre sí y estén aislados en el espacio y en el tiempo, una verdadera "comunión". Según el testimonio de los mismos fieles, el principio de esta cohesión y de esta comunión de la Iglesia es la unión de todos los miembros con Cristo y con su Espíritu.

b) Fidelidad y actualización. Palabra dirigida a un ambiente determinado, en un momento preciso de la historia, la revelación debe llegar sin embargo a los hombres de todos los tiempos en su situación histórica siempre única, y responder a sus cuestiones, a sus inquietudes, para encaminarlos hacia Dios (! Teología fundamental, II). La Iglesia debe estar atenta a la palabra de Dios y a la voz de las tiempos.

La Iglesia puede ser víctima del estancamiento, del inmovilismo o de las formas pasajeras de la moda y del tiempo. Lo cierto es que se da una tensión inevitable entre el dato pacíficamente poseído y la adaptación necesaria al presente y al futuro inminente. La Iglesia está condenada a vivir en la precariedad; porque una Iglesia que vive en la esperanza es una Iglesia que inventa sin cesar el porvenir en el presente, que inventa hoy su fidelidad del mañana.

De hecho, la Iglesia manifiesta en su predicación la voluntad de no dejar que caiga nada del mensaje recibido, de no alterarlo; pero al mismo tiempo reconoce la obligación de comprender el evangelio con un frescor siempre nuevo para sacar de él respuestas inéditas a las cuestiones inéditas. Debe, declara la Ecclesiam suam, "insertar el mensaje cristiano en la circulación del pensamiento, de la expresión, de la cultura, de las costumbres, de las tendencias de la humanidad, tal como vive y se agita hoy por toda la tierra".

Que la Iglesia sea fiel al pasado, sin ser su esclava; que manifieste una misma y tenaz voluntad al único mensaje de la fe y de actualización de ese mensaje para responder a las cuestiones de cada época, no es uno de los menores aspectos de esta paradoja de la unidad de la Iglesia.

c) Unidad de fe y pluralismo teológico. Con el problema de la actualización de la palabra va íntimamente ligado el de la interpretación de la fe y el de la pluralidad de expresiones que traducen esta inteligencia de la fe. ¿En qué medida la fe católica es capaz de dejar sitio a un cierto pluralismo teológico?

El pluralismo es una cuestión de hecho, que siempre .ha existido. Ya en el nivel de la revelación hay, si no pluralismo, al menos pluralidad y complementariedad de perspectivas en la presentación del mismo misterio. Así, existe un perspectiva sinóptica, joánica y paulina del misterio de Cristo. Cuando comienza, no ya la revelación, sino la reflexión teológica, el "pluralismo" es aún más acusado. En la época de la patrística, los problemas de la inculturación del evangelio suscitaron presentaciones del evangelio muy diferentes por el lenguaje y los horizontes filosóficos. En la Edad Media se forman; proliferan y hasta se oponen diversas escuelas: tomistas, escótistas, suarezianos.

El pluralismo teológico se debe a múltiples factores: 1) Diferente mentalidad y ambiente cultural; así el Oriente desarrolló una eclesiología de la comunión, mientras que el Occidente elaboró una eclesiología de la institución. 2) Opciones filosóficas de base: platonismo, aristotelismo, personalismo, existencialismo. 3) Intuiciones y preocupaciones iniciales, que engendran luego sistematizaciones diferentes: dominicos, jesuitas, carmelitas, franciscanos, benedictinos... 4) Hoy, en virtud de los lenguajes y de la marcha propia de las diversas disciplinas (exégesis, historia, semiótica, etc.), la teología presenta una figura cada vez más compleja y diversificada. 5) Más que antaño, la teología quiere estar "situada" (l Teología, VII) en-un área cultural determinada, "en contexto", más atenta a la jerarquía de las verdades.

En otros tiempos, ortodoxos y heterodoxos podían enfrentarse y contradecirse, pero al mismo tiempo identificarse e identificar los motivos de sus desacuerdos. No ocurre lo mismo en nuestros días. Hoy nos encontramos ante unas teologías que se dicen cristianas, pero que constituyen un universo diferente. ¿Cómo situar a Bultmann respecto a la teología católica, e incluso simplemente respecto a la fe cristiana? Observamos el mismo vocabulario cristiano, pero que no encierra ya sangre cristiana, sino más bien cianuro racionalista.

El pluralismo teológico es inevitable; es incluso un beneficio. Y el Vaticano lI reconoce su legitimidad y su fecundidad (UR 17; GS 62; LG 23; AG 22). Pero es indudable que el pluralismo teológico provoca una tensión continua que puede alcanzar un punto crítico. En un pluralismo multiforme y multidireccional se corre el riesgo de disolver la razón fundamental de la fe, a saber: la persona de Cristo, Hijo de Dios entre nosotros. En ese momento la unidad corre el peligro de explotar. Entonces podemos preguntarnos legítimamente cómo una sociedad sometida durante siglos a estas tensiones puede subsistir sin disolverse y desaparecer.

d) Unidad herida y voluntad ecuménica. Que las tensiones interiores de la unidad pueden alcanzar un punto crítico y comprometer el equilibrio de la Iglesia no es una simple hipótesis, sino un hecho que pertenece a la historia.

La unidad de la Iglesia se mantuvo durante un largo milenio. Luego conoció rupturas históricas de especial gravedad: el cisma con el Oriente en 1054 y la reforma protestante de Lutero en el siglo xvi. En esas rupturas, las responsabilidades se comparten. Así lo reconoce abiertamente el decreto sobre el ecumenismo: "Comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión de la Iglesia católica, y a veces no sin culpa de los hombres de una y otra parte" (UR 3).

Si la Iglesia logró mantener su unidad interna, no se sigue que no se haya visto afectada por esas grandes rupturas históricas. Si la tempestad no aplastó a la Iglesia, sí que la debilitó y empobreció, como al árbol que pierde alguna de sus mayores ramas por el vendaval y ve a veces comprometido su equilibrio. Por otra parte, las comunidades separadas no son ramas muertas. Siguen viviendo del Espíritu de Cristo y de su evangelio. Muchas veces incluso han valorado más que nosotros los tesoros que han conservado: sentido de la Escritura y de la palabra de Dios, sentido de la trascendencia de Dios y de la gratuidad de la salvación en los protestantes, sentido del misterio y de la plegaria litúrgica en los orientales.

La Iglesia no se ha resignado a esta ruptura de su unidad. La fundación de un Secretariado para la unidad en 1960 y el decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II manifiestan por parte de la Iglesia una voluntad firme y sincera de restablecer el diálogo y la comunión con las Iglesias separadas. Los gestos de amistad de Pablo VI con el patriarca Atenágoras y con el arzobispo Ramsey concretan esta actitud que expresan los textos. En el decreto sobre el ecumenismo, la Iglesia católica asume su parte de responsabilidad en las grandes rupturas de la historia; reconoce las riquezas de salvación y de vida de las diversas comunidades; evita los apelativos hirientes de cismáticos y herejes; habla de comunidades eclesiales o de Iglesias; invita a todos los fieles a la conversión del corazón o al testimonio de la vida santa.

Así pues, la Iglesia tiene conciencia de que su unidad está herida„én parte por culpa suya, y de que esta división es escandalosa. Por tanto, no se trata de una unidad triunfante y definitiva, sino de una unidad interna real y, sin embargo, activa y suplicante, no solamente para incorporar nuevos miembros, sino también para recuperar a quienes lo fueron: es una unidad total que hay que restaurar y perfeccionar. Si la Iglesia no manifestase este dinamismo ecuménico, le faltaría a su unidad la conciencia de la gravedad de las rupturas ocurridas, así como la conciencia del precepto de Cristo: "Que todos sean uno" (Jn 17,21). Esta ausencia de voluntad ecuménica sería la condenación de la Iglesia. Pero el que la Iglesia sea consciente de sus heridas y esté al mismo tiempo preocupada de recobrar la plenitud de su unidad es el signo en ella de una tensión saludable.

e) Unidad y catolicidad. Estos dos substantivos parecen estar en contradicción. En efecto, la unidad dice eliminación de los elementos de diferenciación. Una unidad, sobre todo si quiere ser fuerte y consistente (como la unidad del pueblo judío, al que Dios imponía el rechazo de todo lo que fuera extranjero), se convierte fácilmente en autoritaria, intransigente, centralizadora, y sacrifica los elementos de legítima diversidad; o bien, para protegerse, se transforma en secta cerrada. La catolicidad, por el contrario, dice acogida, comunión, y admite de buena gana las divergencias, sacrificando si es preciso la unidad interna. La catolicidad está dispuesta a simplificar, con tal que haya un denominador común, y hasta inferior, que permita acercarse a la mayor parte.

La paradoja está en que la Iglesia persigue a la vez la unidad y la catolicidad. No solamente la Iglesia es convocada y reunida (unidad interna), sino que además -como atestigua la historia de las misiones- convoca a todos los hombres de la tierra. Intenta construir, por encima de la geografía terrena, una geografía nueva, que reúna a todos los hombres, sin distinción de lengua, de color, de raza, de institución. Edifica el cuerpo de Cristo, reúne a los hijos del Padre, que "han bebido del mismo Espíritu" (I Cor 12,13). La Iglesia se edifica no contra los hombres, sino en unión de amor con todos los hombres.

Lo que importa señalar en esta universalidad no es tanto el fenómeno (espacio conquistado y número de adhesiones) como su calidad. Se trata de una expansión que va acompañada de una transformación profunda del espíritu y del corazón a partir de una opción libre, obtenida no por la fuerza de las armas, sino por una seducción de amor: el amor de Dios en Jesucristo.

f) Iglesia universal e Iglesias locales. La unidad y la catolicidad son causa de tensiones múltiples y multiformes dentro mismo de la Iglesia. Tensión primero entre Iglesias locales. Ya el NT manifiesta en la Iglesia la coexistencia de la unidad en la pluralidad. Existen Iglesias locales, estructuradas y relativamente autónomas: Iglesias de Jerusalén, de Corinto, de Antioquía, etc.; Iglesias regionales: Asia, Palestina Grecia. Más aún, algunas Iglesias tienen su propio evangelio: Marcos para los romanos, Mateo para los judeocristianos, Lucas para los griegos, Juan para el Asia Menor. Hay además pluralidad de lenguas, de costumbres, de mentalidades. Unidad no es uniformidad. Hay incluso tensiones entre Jerusalén y la diáspora, entre judeocristianos y cristianos de la gentilidad. A pesar de este regionalismo, las Iglesias guardan entre sí la comunión de fe y de sacramentos, la comunión de los obispos, la comunión fraterna. Hay Iglesias locales, y sin embargo comunión de las Iglesias.

Una tensión semejante se manifiesta entre las Iglesias locales y la Iglesia universal formada por la comunión de todas las Iglesias. Estas dos líneas de fuerza, a lo largo de los siglos, han conocido aproximaciones, síntesis, pero también concurrencias y oposiciones. A medida que la Iglesia como sociedad se fue organizando y estructurando, con su administración central y todos sus organismos, con su derecho y sus juristas, se presentó la tendencia a concebir las Iglesias locales como sucursales de la gran Iglesia universal, estando ésta compuesta por el conjunto de fieles reunidos bajo la autoridad del papa. Occidente destacó en la Iglesia el aspecto de unidad, de universalidad, pero sin prestar siempre suficiente atención a la diversidad de las iglesias locales. Para el Oriente, por el contrario, la unidad de base es la iglesia local, que realiza plenamente la esencia de la Iglesia, reunida por la palabra, la eucaristía, el Espíritu Santo y por el obispo, fundamento de la unidad. La colegialidad está en el diálogo de las Iglesias locales. El sucesor de Pedro es el que preside esta sinergia.

Es inevitable cierta tensión entre una eclesiología de la Iglesia universal y una eclesiología de las Iglesias locales, entre el primado del papa y la colegialidad de los obispos. Es verdad que la Iglesia está dotada de todos los organismos capaces de asegurar a la vez la unidad y la diversidad. Así, la función del primado es la de mantener la unidad, mientras que la colegialidad garantiza la universalidad en la pluriformidad de las Iglesias locales y salvaguarda la unidad por la comunión de los obispos entre sí y con el papa.

Sin embargo, sigue siendo inevitable una tensión dialéctica, imposible de reabsorber por completo, entre la unidad y la diversidad. Una preocupación exagerada por la unidad conduce al autocratismo y a la nivelación; un exceso de diversidad conduce a la desintegración de la unidad y a la anarquía. Es preciso que haya unidad sin uniformidad, pluriformidad sin división. Este movimiento pendular entre Iglesia universal e Iglesias locales, entre primado y colegialidad, pertenece a la realidad misma de la Iglesia. Las prescripciones más previsoras del derecho canónico no lograrán nunca impedir conflictos inevitables. La paradoja está más bien en que la Iglesia pueda sobrevivir a tan numerosas y tan grandes tensiones.

g) Unidad interna y unidad misionera. La unidad pertenece a la Iglesia como un don de Cristo a su esposa. Sin embargo, esta unidad exige ampliarse a todas las dimensiones de la tierra y abrazar todos los siglos. Esta unidad dinámica y misionera de la Iglesia no es simple proselitismo, deseo de crecimiento numérico, sino una exigencia natural. La Iglesia no sería ella misma, es decir, "sacramento universal de salvación" (LG 9.13.48; AG 1), si se manifestara en un solo continente, en una sola nación. No manifestaría visiblemente su verdadera naturaleza. Si la Iglesia no fuera una, no sería el nuevo pueblo de Dios que Cristo vino a reunir; por otra parte, si no fuera misionera, no sería ya sacramento de salvación para todos los hombres.

La historia muestra que, de hecho, la actividad misionera es uno de los rasgos dominantes de la Iglesia, aunque es posible distinguir en esta historia tiempos fuertes y tiempos débiles, que se parecen a la muerte.

El primer siglo, con el prodigioso impulso dado por los apóstoles, en particular por san Pablo, es a la vez la primavera de la Iglesia y de la misión. El siglo iii y el comienzo del iv marcan la evangelización de Africa. A partir del siglo vii se produce cierta lentitud debido a la barrera del Islam y también a la ignorancia en la que se estaba respecto al nuevo mundo. A finales del siglo xvi, con los grandes descubrimientos y la reforma de Trento, vino la explosión misionera: en la India, en China, en Japón, en las Filipinas, en las dos Américas. El siglo xviii es un tiempo muerto, debido a las persecuciones y a la supresión de la Compañía de Jesús. En el siglo xix la actividad misionera conoce un nuevo impulso con la fundación de más de veinte comunidades misioneras. En el siglo xx asistimos a un debilitamiento debido a la crisis de vocaciones, así como a la actitud poco iluminada de ciertos teólogos que, con el pretexto de valorar la gracia salvífica universal, llegaron a poner entre paréntesis la necesidad de una Iglesia "en misión". El decreto del Vaticano II sobre la actividad misionera de la Iglesia, así como una reflexión más profunda sobre la misión, sobre la inculturación, sobre las formas y fases variadas del proceso de l evangelización, vuelve a dar vida a la unidad dinámica de la Iglesia.

h) Unidad perseguida y siempre huidiza. La unidad de la Iglesia está siempre por rehacer, ya que siempre está amenazada: interiormente por el escándalo de los católicos, y fuera por la persecución. La tarea de reunir a los hombres en la unidad de la caridad parece abocar continuamente al fracaso. La acción de los cristianos parece chocar con la muerte; nunca llega a imponerse. Su unidad es precaria. Y también incansable. En efecto, la Iglesia no se cansa, no desespera jamás, no cede nunca al escepticismo, a pesar de estar siempre comenzando de nuevo debido a la guerra, la persecución, la pereza o la traición de los hombres. La Iglesia no renuncia jamás. Se sitúa a medio camino entre la utopía y la desconfianza. Tiende a "recapitular" a todos los pueblos y renueva su tarea siglo tras siglo. Ha tenido cien veces motivos para desesperar y abandonar. Pensemos en los esfuerzos de la Iglesia por implantarse en China, de donde siempre se ha visto expulsada. Contradicha, rechazada, expulsada, pisoteada, aplastada, la Iglesia vuelve a comenzar y se empeña, por los mismos caminos del amor y con una obstinación paciente, en seguir edificando el cuerpo de Cristo.

i) Una paradoja que interroga.

Esta unidad de complejidad y de exigencia, basada en la libertad y en el amor; esta unidad que es a la vez fidelidad al mensaje de Cristo y actualización constante para estar a la escucha del mundo y de sus llamadas; esta unidad de credo en la pluralidad de perspectivas, de formulaciones y de sistematizaciones; esta unidad herida, pero seguida del arrepentimiento, de la.reforma y de nuevos intentos de restablecer la comunión con las Iglesias separadas; esta unidad en la catolicidad, a pesar de todos los particularismos; esta unidad de la Iglesia universal en la pluriformidad de las Iglesias locales; esta unidad interna, pero al mismo tiempo misionera; esta unidad precaria, siempre amenazada, pero nunca desanimada, que prosigue desde hace dos mil años: todo esto constituye una paradoja, un enigma. Todas las tensiones enumeradas pertenecen al fenómeno de la Iglesia; todas son observables y están sometidas a la mirada de los testigos. Una sola de ellas bastaría para provocar la explosión de la iglesia. Sin embargo la Iglesia sigue adelante. De Cristo decían: "¿Quién es este hombre?"; de la Iglesia se puede decir: "¿Quién es ésta?"

4. PARADOJA Y TENSIONES DE LA TEMPORALIDAD. En su encuentro con el tiempo y con la historia, la Iglesia se ve constantemente amenazada por dos peligros, de los que no se sabe cuál es más grave: una inserción demasiado profunda o una falta de inserción. En efecto, por una parte la Iglesia tiene que insertarse en la vida de los hombres: tiene que encontrarlos a nivel de sus problemas, captarlos en su ambiente de vida y de trabajo, en las estructuras que los reúnen. Pues bien, si esta inserción es una fuerza para la Iglesia, es también una amenaza. Porque cuanto más se inserta la Iglesia en la historia de una época y más adopta su ritmo, sus estructuras, sus modos de pensar y de obrar, tanto más se arriesga a perder su identidad y a disolverse con ellos. Por otra parte, si la Iglesia, para escapar de los riesgos de la temporalidad, se aísla del mundo y vive como un gueto, corre el peligro de no comprender ya a los hombres a los que se dirige, de hablarles un lenguaje indescifrable y de perderlos. Corre el peligro de hacerse una Iglesia absorbida por la temporalidad y digerida por ella, o bien el riesgo de una Iglesia separada del mundo y finalmente reducida al silencio: la historia demuestra que esta doble amenaza ha pesado siempre sobre la Iglesia. Veamos brevemente algunos de esos momentos de la historia de la Iglesia en los que alcanzó un punto crítico la tensión entre un exceso de inserción y una falta de inserción.

a) La amenaza del judaísmo. El primer peligro que tuvo que arrostrar la Iglesia para hacerse religión un¡versal le vino de la misma nación en donde se había arraigado. Desde el principio tuvo que superar un doble escollo: la defección de los judeocristianos que, bajo la presión del nacionalismo judío, corrían el peligro de volver al judaísmo; y por otra parte, la presión de los pagano-cristianos, que corrían el riesgo de abandonar la fe nueva antes que verse apresados en los cuadros del judaísmo antiguo. Si la Iglesia primitiva hubiera escuchado a los judaizantes, se habría quedado en una miserable secta judía, convertida en una curiosidad histórica, como la de los esenios. Al romper su solidaridad con la sinagoga y el judaísmo rigorista, la Iglesia superó su primer escollo.

b) El peso del imperio romano. Tras librarse del peligro de una inserción excesiva en su ambiente de origen, la Iglesia tuvo que enfrentarse con las persecuciones, sobre todo por parte del paganismo del imperio. Durante más de tres siglos, con ciertas alternancias de calma relativa, la Iglesia vivió en un clima de ironía, de sospecha y de odio. Esta amenaza constante explica el semi-apartamiento voluntario de la Iglesia de la vida oficial de la época. Sin embargo, si la vida cristiana no puede actuar abiertamente en la vida pública, no por ello es menos activa. Va ganando a las personas una a una. Penetra en la sociedad en todos los niveles. Transforma su alma. Llegará el día en que el imperio se reconozca cristiano.

Históricamente, este cambio de situación coincide con el edicto de Milán, en el 313, que pone fin a las persecuciones y reconoce oficialmente a la Iglesia. Libre ya, la Iglesia se inserta en la vida del imperio. Va creciendo con él, acepta su protección y lo sostiene. Comparte la creencia universal en la eternidad de la civilización romana y del imperio. Situación comprometedora. Al asociarse a la política centralista y totalitaria del imperio, la Iglesia corre el peligro de caer en el estatismo cristiano. Ella misma sería entonces la primera víctima de la protección del emperador: cadenas doradas, pero verdaderas cadenas. En su estructura, la Iglesia adopta las estructuras de la sociedad civil. La sede civil y la sede eclesiástica están íntimamente unidas y gozan de un prestigio igual. Así, cuando el signo del imperio se desplaza de Roma a Constantinopla, la sede eclesiástica de esta última ciudad se convertirá en rival de la sede pontificia de Roma. Esta vinculación de la sede eclesiástica con la sede civil conducirá finalmente al cisma de Oriente. Añadamos que el cristianismo, al volverse omnipotente por el favor de Constantino y de sus sucesores, se hizo a su vez intolerante y perseguidor: acosando a los paganos, asemejando el cisma y la herejía al crimen y haciéndolos castigar por el Estado. Apenas liberada de la opresión, la Iglesia tiene que atravesar una prueba más terrible todavía, la de la protección del Estado, y se hace a su vez opresora.

c) Sumisión de la Iglesia al feudalismo. Identificada con el imperio, la Iglesia parecía destinada a perecer con él. Pues bien, en el momento mismo en que se hunde el imperio, por una especie de salto misterioso, la Iglesia emprende la evangelización de los conquistadores y abre a los pueblos nuevos el camino de la salvación. En menos de tres siglos los llamados bárbaros son conquistados para el cristianismo. En este sentido, el bautismo de Clodoveo tiene un valor de símbolo: la Iglesia de Occidente rompe su solidaridad con el imperio en el momento en que éste se extingue. De nuevo la Iglesia se inserta en la vida de los pueblos, pero no sin correr otro peligro, el más grave quizá de su historia. La Iglesia llevó a los bárbaros al evangelio de Cristo. En retorno, los monasterios, las Iglesias locales y los santuarios se benefician de la magnanimidad de los grandes. Los reyes comparten su autoridad con los prelados, que se convierten en príncipes temporales. Tantas riquezas y honores, lejos de ser una fuerza para la iglesia, se convierten en un peligro supremo. Después de enriquecer a la Iglesia, los señores feudales intentaron absorberla y someterla. Debido a la dignidad de príncipes temporales que les confiere, el rey ejerce una autoridad cada vez mayor en el nombramiento de los obispos y abades, escogiéndolos entre sus amigos más fieles. Más aún, durante un siglo (a partir del 962) los reyes de Alemania se atribuyen el nombramiento de los romanos pontífices. La Iglesia se convierte en un anejo del Estado y es víctima del engranaje feudal. La Iglesia del feudalismo corre hacia el abismo. Después de perder la facultad de escoger ella misma a sus ministros y a su jerarquía, desde el papa hasta el último sacerdote, no es ya dueña de su destino. Al hacerse más importante el beneficio que el oficio, se cae en la simonía y en la inmoralidad. Señores más que obispos, estos últimos no tienen ninguna preocupación pastoral y dejan sumirse al pueblo en la ignorancia. Apenas existe una práctica sacramental. Están maduros los tiempos para la herejía. De hecho, en el siglo xi explota la herejía albigense, acompañada de un pulular de sectas y supersticiones. Quizá nunca fue tan desesperada la situación de la iglesia. La inserción de la Iglesia en las estructuras sociales y políticas de la época se convirtió en una absorción por las estructuras, en una pérdida de su libertad y en una ruina de su dinamismo espiritual.

d) Grandeza y ambigüedades de la cristiandad medieval. La situación era desesperada. Pero la Iglesia se recuperó y cobró nueva vida. El movimiento parte de Cluny, abadía benedictina del siglo x, y gracias a sus abades, algunos de los cuales fueron auténticos santos, se extiende progresivamente por los monasterios de Francia, de Italia, de España, de Inglaterra y de Portugal. Fundada en el 910, la abadía de Cluny cuenta en 1100 con más de 10.000 monjes, repartidos por 1.450 casas diseminadas por todo el Occidente. Poco a poco va irradiando la reforma y se extiende por toda la cristiandad, sostenida y propagada por algunos santos, como san Romualdo, san Juan Gualberto, san Pedro Damiano, san Bernardo, y algunos papas, como León IX, Gregorio VII, Urbano II. Gregorio VII fue el principal artífice de esta reforma. De una energía prodigiosa, de un celo incandescente, comprendió enseguida que, para salvar a la Iglesia, era necesario hacerla libre. Tras cincuenta años de lucha, la Iglesia obtuvo la libertad de las elecciones canónicas, desde la del papa hasta la de los dignatarios inferiores.

Libre, finalmente, de los príncipes temporales, la autoridad del papa crece de día en día. La iglesia tiende a organizarse como monarquía fuertemente centralizada, con su curia y sus nuncios. Cabeza de la cristiandad y rodeado del esplendor imperial, el papa decide como soberano en matería de fe y de disciplina. Puede juzgar al emperador, deponerlo, excomulgarlo, desligar a sus súbditos de todo vínculo de fidelidad a él. No sólo eso, sino que es soberano del Estado pontificio y señor de otros muchos Estados. La cruzada es una guerra santa, suscitada por el papa y dirigida por él. Todo eso lo convierte en el primer hombre de su tiempo, el jefe de la cristiandad y de todo el Occidente.

Así, durante casi tres siglos, de 1050 a 1350, la Iglesia parece haber logrado construir en la tierra una morada de Dios: la cristiandad. Se levantan catedrales, se parte a la conquista del santo sepulcro, se lucha contra el Islam, se lanza a la conquista del nuevo mundo. El impulso de las órdenes monásticas es realmente admirable; cistercienses, premonstratenses, franciscanos, dominicos. Es la época de las grandes síntesis teológicas de san Buenaventura y santo Tomás, la época de Dante y de Roger Bacon. Pero en esta sociedad el no creyente no tenía más consideraciones que el cristiano en el sistema pagano. El hereje era tratado como un traidor. Después de haber estado dominada por el Estado, la Iglesia se hace a su vez dominadora. La herencia de la Edad Media fue pesada. Sumergió a la Iglesia en una profunda ambigüedad. Como las actividades humanas y profanas se desarrollaban bajo el signo de la Iglesia, ésta resultaba solidaria de todo lo que se hacía en su nombre. La Iglesia tardó siglos en disipar las ambigüedades creadas por semejante situación en el plano de la guerra, de la ciencia, de la política, de la filosofía, de la teología. Las cruzadas, la Inquisición, Copérnico, Galileo, Descartes, Pascal, Leibniz son otros tantos hechos y nombres que expresan esta situación ambigua, a veces dolorosa y trágica.

e) Las naciones modernas y el neocesarismo. A partir del siglo xiv el poder del Estado, eclipsado en parte por la fuerza universal y dominadora del papado medieval, recobra en el concierto de las naciones una autonomía y luego una autoridad, que pronto se hizo absoluta y después agresiva y hostil. Además, en todos los terrenos se debilita el impulso de la Iglesia. Las cruzadas pertenecen al pasado. Disminuye el celo de los constructores de catedrales. La teología se repite y pierde creatividad. El gusto por el lujo gangrena al clero y hasta a las órdenes religiosas. Y sobre todo la unidad de la cristiandad empieza a disgregarse. La imagen grandiosa de una sociedad intelectual y religiosamente unida, que se sirve del latín para su liturgia y sus escuelas, está en plena decadencia.

Se abre la era de los nacionalismos, y la Iglesia ha de tenerlo en cuenta. En el marco de las naciones es donde la Iglesia tiene que proseguir su tarea e insertarse. Nueva inserción, que supone nuevos riesgos, En Francia y en España sobre todo, en el seno del régimen centralizante y autoritario del rey, vice-Dios, la Iglesia no es más que un instrumento del Estado. Desde 1516 los obispos son nombrados por el rey, provistos de beneficios, señores, duques, pares y consejeros del rey. Una vez más la Iglesia, después de insertarse en la vida de las naciones es domesticada por ellas. Esta tutela del clero las separa prácticamente de Roma. El movimiento pendular juega ahora en favor del Estado.

f) Renacimiento, humanismo e inserción cultural. Más aún que un simple retorno al estudio de las letras y de las artes antiguas, el renacimiento designa una revolución que alcanza a la sociedad occidental en todos los niveles: social, moral, estético, filosófico. Caracteriza a una época (del siglo xiv al xvi) y se define por un nuevo impulso del espíritu, en oposición a la época y a la sociedad medievales. El renacimiento no es aún una liberación total del hombre respecto a Dios y al mensaje cristiano, sino una afirmación vehemente del hombre y de su valor propio.

El humanismo es el elemento literario y cultural de esta revolución. Se propone formar al hombre (al gramático al orador, al poeta, al pedagogo, al filósofo) por medio de la literatura clásica latina y griega. El humanista se caracteriza por el culto a las letras, el amor a la sabiduría, la confianza en el hombre, la preocupación por unir la cultura y la piedad. No rechaza el pecado ni la gracia, pero subraya todo lo que hay de hermoso y de bueno en el hombre. Tomado en su conjunto, el movimiento humanista no es un movimiento pagano y no es posible hacerlo directamente responsable de la inmoralidad del renacimiento, que existía mucho antes y proliferaba en ambientes muy extraños a la cultura humanista. Sin embargo, hay que reconocer que los humanistas, al dejar que coexistieran en ellos el ideal cristiano y el ideal pagano, se situaban en una ambigüedad permanente.

De suyo, la Iglesia tuvo razón para asociarse al movimiento cultural de su tiempo y mantener contacto con la elite. Desgraciadamente, no supo resistir a los elementos disolventes que llevaba consigo esta cultura. Con el arte y el culto de la antigüedad, absorbió el espiritó de esta antigüedad y se dejó ganar por un estilo de vida en el que los valores dominantes eran el dinero él lujo, el fasto, el placer. Los. efectos desastrosos de este cambio se inaiiifiestan en los mismos papas. Durante cincuenta años, con Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI, la corte pontificia dio ejemplo de los mayores escándalos y de lujo provocador. La Iglesia tocó los bajos fondos de la inmoralidad y del crimen. Es la época en que los venenos y los puñales actúan con extraña eficacia. Durante este tiempo, en Florencia, Savonarolaexigió la reforma y anunció los castigos de Dios sobre la Iglesia adúltera. Los peregrinos que pasaban por Roma volvían a sus países profundamente desalentados por la venalidad, el lujo, la codicia y el desenfreno de los hombres de Iglesia y hasta de los papas. El escándalo de la Roma pontificia arroja un inmenso descrédito sobre toda la Iglesia.

La reforma llegará, pero tarde, después de unas iniciativas que escaparon al control de la Iglesia y desembocaron en el drama de Lutero y en la pérdida de la mitad de Europa. La Iglesia se insertó en la cultura y en el estilo de vida del renacimiento, pero hundiéndose en él.

g) El siglo XIX y la falta de inserción. Tras un período de inserción excesiva en la cultura y en la vida política de las naciones, la Iglesia del siglo xix y de comienzos del XX conoció un nuevo peligro, pero más sutil: el de una falta de inserción. En efecto, durante siglo y medio la Iglesia estuvo como extranjera en el mundo, quedando por tanto retrasada. Frente a la filosofía y la ciencia moderna, desarrolló un extraño y penoso complejo de inferioridad. Se encontró ante una civilización que la desconcertó y luego la inquietó. Abominó de las nuevas ideas. Se apoyó en la burguesía, que representaba la nueva forma del poder, pero al mismo tiempo perdió a las clases obreras.

Por otra parte, a lo largo de todo el siglo xix, la irreligión ganó en extensión y en profundidad. Se hizo sectaria, agresiva, decidida a eliminar no sólo a Cristo y a la iglesia, sino a Dios mismo. Todo el humanismo del siglo xix es ateo. La concepción cristiana del hombre se sintió como un yugo. Fruto de una evolución que empezó con el renacimiento, esta actitud se desarrolló en el siglo XVIII y se formuló en el siglo xix en la filosofía y los escritos de Hegel, Feuerbach, Karl Marx, Comte, Taine y Littré.

Ante esta marea ascendente del racionalismo, la Iglesia no disponía sino de una apologética más cargada de buena voluntad que de solidez. Polémica y mal equipada científicamente, acude a lo más urgente, se limita a cerrar brechas. Para responder a la crítica histórica de la época hubiera sido menester una exégesis, una filosofía y una teología vigorosas. Pues bien, la ciencia católica del siglo xix es débil y decadente. La Iglesia está en retraso y es incapaz de realizar la síntesis entre lo antiguo y lo nuevo. No puede hacer más que oponer un rechazo a las tesis del racionalismo. En las ideas laicas del siglo xix (libertad, igualdad, democracia, separación entre lo político y lo religioso, crítica histórica y literaria) había indudablemente, con ingredientes dudosos, algunos elementos válidos y asimilables. Pero ante los ataques, la Iglesia lo rechazó todo en bloque. Durante casi un siglo multiplicó las condenaciones.

Sin duda es posible encontrar explicaciones a la actitud de la Iglesia. Pero el hecho sigue en pie: la Iglesia del siglo xix, ante el mundo en construcción, realizó un movimiento de repliegue. Se fue aislando progresivamente. Después de haberse comprometido demasiado en las estructuras sociales, políticas y culturales del pasado, corrió entonces el riesgo de no comprometerse suficientemente, de no hacerse comprender por ese mundo al que tenía que llevar el evangelio y de interrumpir todo diálogo con él. Su vida se concentra en sí misma y sobre sí misma, pero está cada vez más ausente dei mundo, cada vez más aislada y, por consecuencia, sin un impacto verdadero sobre el mundo. La falta de inserción, para la Iglesia, es un riesgo no menos grave que el exceso de inserción.

h) El siglo XX en busca de nuevas formas de compromiso. Tras un largo período de protesta contra el mundo moderno y luego de aislamiento, la Iglesia del siglo xx, sobre todo después del Vaticano II, ha realizado una verdadera conversión en su actitud frente al mundo. Conversión multiforme en sus manifestaciones. De desconfiada como era, la Iglesia se ha hecho accesible y acogedora: pensemos en los gestos de Juan XXIII y de Pablo VI (ante la ONU). Pasó de una política de prestigio a una política de discreción, y hasta de olvido de sí misma. Antes pretendía dar sin recibir; saberlo todo sin tener nada que aprender. Ahora reconoce que tiene mucho que recibir y que aprender del mundo. Reconoce al mundo como interlocutor libre de un diálogo abierto. Reconoce las otras culturas, las otras mentalidades, y pone confianza en ellas. El diálogo, largo tiempo interrumpido con las ilosofías del tiempo presente, vuelve a establecerse. La Iglesia entabla además diálogo con las comunidades cristianas separadas, con las grandes religiones mundiales y hasta con el l humanismo ateo moderno.

Más consciente de su verdadera naturaleza y de sus relaciones con el mundo, la Iglesia del siglo xx está en busca de nuevas formas de compromiso: búsqueda difícil, ya que el mundo con el que tiene que comprometerse está también en situación de búsqueda: buscando un lenguaje, buscando unas nuevas estructuras sociales y políticas, buscando una representación nueva del cosmos. Con ese mundo, en donde el único elemento definido es lo indefinido y lo imprevisible, es con el que la Iglesia se tiene que comprometer. Además, la Iglesia vive en un contexto cultural, cívico, político, científico, económico y artístico que no es ya obra sólo de los cristianos. Los cristianos viven en situación de diáspora en un mundo secularizado. Entonces, la vida de fe no es ya cuestión de herencia y de ambiente, sino de decisión personal, de conquista incesante. En este mundo nuevo, la Iglesia ha de ser una Iglesia de miembros vivos, activos, que lleven consigo el evangelio y el espíritu de Cristo en medio de sus ocupaciones familiares, profesionales, sociales. Semejante acción pertenece a ese tipo de influencia que se llama testimonio, compromiso vital, y que se ejerce por infusión y por irradiación personal. Esta acción tiene que penetrar y vivificar todos los ambientes y todos los niveles de la sociedad.

Este compromiso en un mundo secularizado encierra también peligros, que se pueden descubrir. Por ejemplo: reducción del cristianismo a una forma de humanismo so pretexto de apertura al mundo; tendencia a hacer del hombre la medida y el criterio de las iniciativas de Dios: peligro por acercarse a los hombres, de reducir a Cristo a la ínter-subjetividad; peligro de reducir la religión a la ética; peligro deponer a la jerarquía entre paréntesis, en provecho de la base; peligro de un relativismo generalizado y de una indiferencia práctica. El compromiso de la Iglesia en el mundo que se está formando está todavía demasiado poco definido para que pueda hablarse con certeza de la profundidad de estos peligros o de su carácter transitorio.

i) Una paradoja que interroga. Así, distinta del mundo, pero comprometida con el mundo y con la historia de los hombres, la Iglesia no puede librarse de los riesgos de la temporalidad. El problema del equilibrio que hay que mantener entre un exceso de inserción y una falta de inserción en la historia es sin duda uno de los problemas más arduos que la Iglesia tiene que resolver; y si no se ha encontrado nunca una solución satisfactoria, es sin duda porque no existe.

Dicho esto, ¿cómo explicarla perennidad de la Iglesia, a pesar de todos estos riesgos de la temporalidad que la rodean como otros tantos factores de decadencia y de muerte? Aunque cada momento de la historia puede o podía encontrar una explicación coherente y plausible en el contexto de la época, ¿cómo explicar que las circunstancias favorezcan siempre a la Iglesia y le permitan sobrevivir? Si se quiere apelar al azar, ¿cómo explicar que el azar juegue siempre en su favor? Considerada en cada etapa, la Iglesia aparece como una realidad improbable, defectiva, vulnerable, superada, un montón de ruinas y de gérmenes, ocupada en fallar y en renacer. La Iglesia sigue siendo un enigma. Hace ya tiempo que debería estar muerta. Y sin embargo, perdura. Más que la religión judía, que no supo desprenderse jamás de sus condiciones de raza, de instituciones y de ritos, la Iglesia se compromete y deja de comprometerse. No tiene miedo, en cada época, de comprometerse en un mundo inédito, terrible, que hace pesar sobre ella la amenaza de la asimilación y corre el riesgo de arrastrarla en su ruina.

Insertada, metida en las estructuras de la vida política del imperio romano, del feudalismo, de la cristiandad medieval y de las naciones modernas, la Iglesia debería haber perecido y muerto como ellas. Por el contrario, en los últimos siglos, cada vez más libre respecto al poder temporal, pero cada vez más ausente del mundo, la Iglesia, como una noble dama, pero de otros tiempos, debería haberse apagado en un aislamiento peor que la muerte. Pues bien, lo extraño, lo paradójico, es que sigue existiendo y que encuentra siempre la fuerza para renovarse y rejuvenecer. Veinte siglos no han logrado acabar con su vitalidad. En la historia humana, tal como la conocemos, semejante perennidad en la temporalidad constituye un verdadero enigma. Es verdad que por la fe sabemos que la Iglesia no perecerá, ya que el principio de su perennidad no está en el hombre, sino en Dios y en su Espíritu. Sin embargo, la floración histórica de esta acción es asombrosa. Porque todo el que es consciente de cuanto hay de frágil y de caduco en la historia humana, se extrañará de que una institución tan insertada, tan comprometida en la historia de los hombres y sometida a tantas tensiones durante veinte siglos haya logrado mantener su identidad y su dinamismo. El fenómeno parece desembocar entonces en un misterio.

5. LA PARADOJA PECADO-SANTIDAD DE LA IGLESIA. La tercera y la mayor paradoja de la Iglesia es la de la coexistencia en ella del pecado y de la santidad. Es también la que plantea más preguntas, incluso entre los creyentes, ya que para muchos es piedra de tropiezo, escándalo, auténtico sinsentido. Sin embargo, los textos del magisterio afirman con la misma seguridad la santidad y el pecado de la Iglesia.

Santa es el primer atributo que se añade a la palabra Iglesia. En el símbolo bautismal de Jerusalén, por el año 348, el fiel declara su fe en la Iglesia santa (DS 41). En el 374, el símbolo de Epifanio declara igualmente santa a la Iglesia (DS 42). El símbolo niceno-constantinopolitano del 381 repite a su vez: "Creemos en la Iglesia santa" (DS 150). Más cerca de nosotros, el Vaticano II señala que la Iglesia es santa (LG 2.5.8.10. 48). Por otra parte, el magisterio declara con la misma seguridad que la Iglesia es una Iglesia peregrina de pecadores, vulnerable, asaltada por las tentaciones, continuamente necesitada de penitencia y de reforma (LG 8.9.15.65; GS 43).

Ya las cartas de san Pablo atestiguan que hay, en las comunidades primitivas, faltas de fe y de caridad, envidia mentiras, codicia, impureza. No puede escapar a ello; a no ser que se conciba a la Iglesia como una hipóstasis idealizada, separada de los mismos creyentes, es preciso decir que los pecados de los miembros de la Iglesia son los pecados del pueblo de Dios, que los pecados de los cristianos afectan a la misma iglesia. Debilitan y manchan el cuerpo misterioso y santo de Cristo.

De este modo, la Iglesia es una comunión de pecadores y una comunión de santos. A pesar de su pecado, la Iglesia es llamada santa; y, aunque santa, está marcada por el pecado. Según la expresión tan sugestiva de los padres de la Iglesia, la Iglesia es una casta meretrix, una "casta prostituta". Ésta es la paradoja. Se plantea entonces la cuestión: ¿Cómo una Iglesia manchada por el pecado puede seguir siendo signo expresivo de la salvación que anuncia? ¿No será más bien un antisigno, un contra-testimonio? Algunas consideraciones sacadas de la Escritura y de la reflexión teológica pueden ayudarnos a "redimensionar" el problema y a precisar la relación que existe entre el pecado y la santidad en la Iglesia.

a) Iluminación de la Escritura. En la santidad, en sentido bíblico, se puede distinguir un doble aspecto: 1) Sólo Dios es santo y toda santidad viene de Dios. El pueblo de Dios es santo, la Iglesia es santa, porque ha sido elegida, llamada por Dios, consagrada a Dios y a Cristo por el bautismo. 2) Esta santidad de iniciativa y de gracia de parte de Dios exige una santidad de respuesta por parte del hombre, es decir, una santidad ética. Estas precisiones iluminan ya la paradoja pecado-santidad de la Iglesia. Nos sitúan en un contexto personalista de gratuidad y de amor por parte de Dios, de respuesta libre y amorosa por parte del hombre.

Las imágenes empleadas por la Escritura para describir el misterio de la Iglesia nos iluminan más sobre la paradoja pecado-santidad de la Iglesia.

Así, el Vaticano ll ha adoptado la imagen del pueblo de Dios como imagen fundamental para presentar a la Iglesia. Esta imagen subraya la iniciativa de Dios. Israel no existe más que en virtud de la iniciativa graciosa y decisiva de Dios. Ha nacido de la nada y está formado por aquellos a los que Dios ha agraciado. La elección, la salvación, la alianza, la ley son puros dones. Esta imagen subraya también que la Iglesia es un pueblo peregrino, una caravana en marcha hacia el reino escatológico. La Iglesia está en tránsito. Como está en camino, este pueblo se ve sometido a las vicisitudes del tiempo; es deficiente y pecador; tiene continua necesidad de reforma y de perdón. Después del éxodo, el pueblo de Dios murmura, es infiel. Pero esta imagen subraya también que la Iglesia se encamina hacia un término que será su descanso y su gozo.

La imagen del esposo y de la esposa insiste igualmente en la iniciativa de Dios; él es el primero en amar y elegir a su esposa. Le sigue siendo fiel a pesar de las infidelidades de ella. Esta imagen insiste también en el carácter interpersonal de las relaciones entre Dios y su Iglesia. Subraya el carácter de libertad en el amor y de reciprocidad en el don. Al amor de iniciativa de Dios tiene que responder el amor de la Iglesia, porque ¿qué sería un amor sin respuesta, sin reciprocidad? Finalmente, la imagen insiste en los dones permanentes del esposo a la esposa: el evangelio, los sacramentos, el Espíritu sobre todo. En el AT, el Espíritu era un don episódico; en el NT es un don permanente; por eso la Iglesia no traicionará nunca enteramente a su esposo.

Aunque muy sugestiva, la imagen del pueblo de Dios no agota toda la riqueza del misterio de la Iglesia. Puede decirse de esta imagen que constituye el elemento genérico que sirve para expresar la continuidad de las dos alianzas. Pero el estatuto de la Iglesia bajo la nueva alianza se expresa por la imagen del cuerpo de Cristo. Desde la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana en la encarnación y desde la resurrección de Cristo, la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Puesto que Cristo ama a la Iglesia, su esposa, como a su cuerpo, ésta permanece indisolublemente unida a él. El esposo y la esposa no se separan. Los miembros pueden sustraerse libremente de la influencia vivificante y santificadora de Cristo y del Espíritu, y la enfermedad puede afectar a algún que otro miembro del cuerpo humano, pero nada puede separar a Cristo esposo de su esposa la Iglesia. Nada puede debilitar o manchar la fuente de vida que no deja de vivificar al cuerpo de Cristo, puesto que esta fuente es Dios mismo.

En cada una de estas imágenes se advierte un aspecto de iniciativa, de vocación, de llamada, de santificación activa que viene-de Dios; y, por otra parte, se advierte un aspecto de libre respuesta a esta iniciativa y a esta llamada. La unión y la comunión con el Dios santo exigen un estilo de vida conforme con una vocación tan alta.

b) Reflexión de los teólogos. En las investigaciones de la teología reciente (cf C. Journet, A. de Bovis, Y. Congar, K. Rahner, G. Martelet, H. Küng, etc.) encontramos, junto con sus divergencias de perspectiva, cierto número de puntos en los que el acuerdo es cada vez más firme: 1) A no ser que se conciba a la Iglesia como una hipóstasis irreal, hemos de hablar de la Iglesia como pueblo de Dios, y por tanto como asamblea de santos y asamblea de pecadores. 2) La nota decisiva de la Iglesia, sin embargo, no es el pecado, sino la santidad, y esto en virtud de la elección, de la vocación y de la acción de Dios, que, por Cristo y su Espíritu, suscita a la Iglesia y no deja de vivificarla. 3) La Iglesia es subjetivamente santa, como totalidad, en virtud de la fidelidad indefectible que le ha merecido Cristo, que la unió consigo para siempre como su esposa y su cuerpo. 4) La Iglesia participa del misterio general de la sacramentalidad de la economía cristiana; a pesar de sus miserias, sigue siendo siempre, en su fuente, instrumento de salvación para el mundo. 5) En sus miembros, la santidad ética depende de la respuesta más o menos generosa de sus miembros. 6) La Iglesia totalmente pura y totalmente santa no se realizará más que en la escatología.

c) Una paradoja que interroga. No se puede negar que la Iglesia es una comunidad visible, cuyo testimonio asume una forma no sólo personal, sino también comunitaria. La calidad de los miembros de esta comunidad afecta a la calidad de la comunidad misma y a la calidad de la imagen que presenta ante el mundo. Si esta comunidad vive del evangelio, afirma de este modo el poder que tiene sobre ella el evangelio reconocido como valor supremo. De aquí resulta una imagen fiel a Cristo y a su Espíritu. Por el contrario, el pecado establece entre los miembros de una comunidad unas relaciones interpersonales pecaminosas. Una comunidad que tiene a sus miembros divididos; que son egoístas, crueles, recelosos, inmorales, mentirosos y ladrones, es justamente calificada de pecadora. Si presenta un cuerpo y un rostro de pecado, constituye un antisigno de la salvación, ya que contradice al evangelio que anuncia.

No es posible silenciar o reducir la importancia de este aspecto de la Iglesia. Porque, en definitiva, es la imagen que la Iglesia presenta al mundo la que la convierte en signo expresivo y contagioso o en signo negativo de la salvación que predica. En el plano de la teología fundamental, es legítimo, por consiguiente, hablar de la Iglesia pecadora, precisando que se trata de la imagen dE la Iglesia que resulta del testimonios comunitario.

Dicho esto, ¿cuáles son esos hechos, que pueden observar incluso los hombres de fuera, capaces de suscitar la admiración y hacer nacer la pregunta: si la salvación está en el mundo, ¿no estará en esa comunidad que se dice fundada por Cristo para salvar a los hombres? En otras palabras, ¿cuáles son en la Iglesia las manifestaciones visibles de santidad que, a pesar del pecado de sus miembros, pueden atraer la mirada incluso del no creyente? He aquí algunos de estos hechos: 1) La Iglesia no deja de predicar el evangelio y los medios de la salvación. 2) La Iglesia no deja de trabajar por la elevación del nivel moral de la persona y de la humanidad. 3) La Iglesia acoge a los pecadores. 4) La Iglesia no cesa de proponer el ideal de la perfección evangélica. 5) La Iglesia no deja de engendrar santos en todas las épocas: Pablo y Pedro, Ignacio de Antioquía, Basilio, Gregorio, Atanasio, Ambrosio, Agustín, Bernardo, Benito, Clara, Francisco, Domingo, Tomás de Aquino, Buenaventura, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Vicente de Paúl, Juan María Vianney, Juan Bosco, Juan de la Cruz, Francisco de Sales, Teresa de Ávila, Teresa de Lisieux, Juan de Brébeuf, Isaac Jogues, M. Kolbe, etc. Estos santos y santas pertenecen a la historia universal. 6) La reforma periódica de la Iglesia; en efecto, la Iglesia cuenta, junto a santos heroicos, con una pesada masa de pecadores. Tanto en su cuerpo entero como en sus miembros tiene constantemente necesidad de reformarse. El Vaticano II ha expresado con vehemencia esta necesidad. La Iglesia precisa constantemente reformarse y es perfectamente consciente de ello. Periódicamente, para ser fiel al evangelio que pide una constante conversión, la Iglesia procede a su propio rejuvenecimiento por medio de reformas sucesivas. Por ejemplo: reformas de Cluny, en el siglo xI, extendida y prolongada hasta el siglo xIII; reforma tridentina del siglo xvi, prolongada por san Ignacio, san Carlos Borromeo, san Francisco de Sales, san Vicente de Paúl; reforma actual del Vaticano II, verdadera revolución a nivel de los textos y de las actitudes, imprevisible todavía en sus repercusiones.

En una palabra, incluso en sus miserias, la Iglesia sigue siendo una paradoja. Se constituye ella misma en juez y reformadora de sus debilidades. En el seno del abismo encuentra la fuerza para recuperarse. La paradoja es que los hombres, tan débiles, tan miserables, encuentran la fuerza de mirar hacia adelante y hacia arriba. La paradoja es que la Iglesia, a pesar de sus debilidades, no cesa de producir regularmente santos suficientemente grandes y suficientemente fieles para ser propuestos a la imitación de todos.

6. EN BUSCA DEL SENTIDO: DEL FENóMEN0 AL MISTERIO. En su globalidad, con todos sus rasgos paradójicos, el fenómeno de la Iglesia se presenta como un enigma por descifrar. No entrega de antemano su secreto, sino que actúa sobre el espíritu como una provocación, como una llamada a una búsqueda de inteligibilidad, en busca de un sentido. Guarda parentesco con otra paradoja, a la que apela por otra parte: la de Cristo.

La Iglesia, como hemos visto, presenta a los ojos del observador, incluso no creyente, un conjunto de rasgos paradójicos, constituidos a su vez por tensiones múltiples y un potencial explosivo tan grande que una sola de ellas bastaría para provocar la explosión de la Iglesia. No se trata de amenazas teóricas, sobre las cuales podría elucubrarse como sobre inocentes problemas de álgebra, sino de realidades históricas que han estado a punto de tragarse a la Iglesia. El fenómeno Iglesia, en su totalidad, plantea un problema; exige una explicación, una explicación suficiente y proporcionada. Remite a algo distinto. Porque hay que encontrar el principio de inteligibilidad de las grandes antinomias de la Iglesia: unidad-catolicidad, perennidad-temporalidad, pecado-santidad. ¿Cuál es entonces la clave de este enigma?

La Iglesia, por su parte, propone como explicación de ella misma el hecho de que todo su ser y su obrar proceden de una intervención especial de Dios en Jesucristo. Atestigua que, por sí misma, ella no es nada, sino que toda su fuerza de expansión y de cohesión, de santificación y de salvación le viene de Dios en Jesucristo, epifanía del Padre. El sentido real del fenómeno Iglesia es la presencia activa en ella de Cristo y de su Espíritu, fuente de unidad y de caridad.

Semejante explicación no debe rechazarse sin examen, puesto que parece ser la única explicación adecuada de los hechos observados. Si se la admite, todo queda claro, todo se hace coherente, inteligible. Si no, por mucho que algunos se empeñen en buscar explicaciones "naturales", la Iglesia con todas sus paradojas, con todas sus tensiones y sus veinte siglos de historia, sigue siendo un enigma indescifrable. Ante el carácter y la importancia de los hechos observados, es prudente reconocer como verídico el testimonio de la Iglesia sobre sí misma; ella es, entre los hombres, la comunidad de la salvación en Jesucristo querida por Dios.

Esta conclusión es tanto más razonable cuanto que existe una armonía maravillosa entre los hechos observados y el mensaje de Cristo, al que apela la Iglesia. En efecto, la Iglesia proclama que Cristo es el Hijo de Dios venido entre los hombres para inaugurar en la tierra el reino de Dios; es decir, para transformar el corazón del hombre en un corazón filial y para reunir a todos los hombres en un solo, pueblo de Dios, para hacer de él un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu de amor, que une al Padre y al Hijo. Pues bien, la Iglesia aparece en la tierra como la presencia visible y al menos incoativa de esta transformación anunciada. En el santo, concretamente, aparece un nuevo tipo de humanidad, es decir, un hijo de Dios que vive y actúa bajo el poder del Espíritu. Por otra parte, en la Iglesia aparece un nuevo tipo de sociedad, que deja vislumbrar, con algunos indicios de su condición humana y terrena, ciertos rasgos más luminosos, que son como el esbozo de una humanidad finalmente reunida en la unidad y la caridad, a imagen de la comunión trinitaria. Esta coherencia entre el evangelio de Cristo y los rasgos paradójicos de la Iglesia lleva a concluir que la Iglesia es verdaderamente, entre los hombres -como ella misma declara-, el signo de la venida de Dios, el lugar de la presencia de la salvación en Jesucristo. La paradoja encierra un misterio.

Insistimos: el método que hemos empleado procede por vía de inteligibilidad interna. Toma como punto de partida no ya los atributos absolutos y gloriosos de la Iglesia, sino las paradojas que la constituyen. Este método intenta comprender estas paradojas, en sí mismas y en vinculación con la explicación que la Iglesia propone de sí misma y de su relación con Cristo. La coherencia de la explicación propuesta y su aptitud para dar cuenta de los fenómenos observados inducen a pensar que el testimonio de la Iglesia es verídico: la Iglesia es verdaderamente, entre los hombres, "sacramento universal de la salvación" en Jesucristo. La explicación del fenómeno reside en el misterio que atestigua. Este camino de aproximación, lo mismo que los otros, no conduce a la evidencia, sino a una certeza moral, que puede motivar una decisión prudente. Para abrirse a la presencia que se oculta en la carne del fenómeno y en la fragilidad de la institución Iglesia, hay que aceptar perderse: hay que dejarse llevar por el Espíritu que murmura en nosotros en lo más íntimo de nuestro ser.

En definitiva, la Iglesia es signo en la medida en que tiende a acercarse a la realidad que ella figura, es decir, a Cristo en su caridad universal. Cuanto más refleje a Cristo con fidelidad, como un puro espejo, tanto más la santidad de la esposa tenderá a reproducir la del esposo, y tanto más significará y atraerá. Lo mismo que Cristo fue la epifanía de Dios para los judíos de su tiempo, también la Iglesia tiene que ser la epifanía de Cristo para los hombres de hoy. En esta perspectiva, el Vaticano II ha subrayado, con una insistencia que es casi una obstinación, la necesidad del testimonio de una vida santa. La Iglesia, en cada uno de sus miembros y en las comunidades que la componen, tiene que ser el testigo vivo de Cristo a través de los siglos. Cuanto más visible y brillante sea la comunión de los hombres entre sí y de los hombres con Dios, más atractivo será también el signo.

BIBL.: OBRAS GENERALES: Documentos del Vaticano II, especialmente LG, GS AG, AA; JEDIN H., Handbuch der Kirchengeschichte, Friburgo 1966 FLICHE A. y MARTIN V., Historia de la Iglesia, 30 vols., Valencia 1978; PAs-róR L., Historia de los Papas desde fines de la Edad Media, 39 vols., Barcelona 1910-1961. MONOGRAFIAS: ADAM K., Le vrai visage du catholi* cisme, París 1934; BALTHASAR H.U. von, Ensayos teológicos II, Sponsa Verbi, Madrid 1965; CONGAR Y., Santa Iglesia, Barcelona 19682; COTUGNO :N., La testimonianza del Popolo di Dio; segno di Rivetazione alla luce del Concilio Vaticano II, en R. FISICHELLA (ed.), Gesú Rivelatore, Casale Monferrato 1988, 227-240; FISICHELLA R., H. U. von Balthasar. Amore e credibilitá cristiana. Roma 1981; GuITTON J., La Iglesia y el Evangelio, Madrid 1961; GRANDMÁISON M., L Église par elle-méme mótif de erédibilité, Roma 1961; HAMER J., La Iglesia es una comunión, Barcelona 1965; HOLSTEIN H., LÉglise, Signe parmi les Nations, en "Etudes" (oct. 1962); KÜNG H., La Iglesia, Barcelona 1970; LATOURELLE R., La testimonianza della vita, segno di salvezza, en Laici sulle vie del Concilio, Asís 1966, 377-395; ID, Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Salamanca 1971; LuBAC H. de, Paradoxe el Mystére de PÉglise, París 1967; MANARANCHE A., Je crvis en` Jésus-Christ aujourd huí, París 1968; MARTELET G., Sainteté el vie religieuse, Toulouse 1964 MÜHLEN H., El Espíritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974; RAHNER K., Sobre la posibilidad de la fe hoy, en Escritos de Teología V, Madrid 1964, I1-31; SCHILLEBEECKx E., Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Pamplona 19715; SCHuTz R_., Dynamique du provisoire, Taizé 1965.

R. Latourelle

 

IV. La vía empírica

La vía empírica, calificada como vía ascendente, método regresivo o analítico, aparece como propia de la eclesiología fundamental (/ Iglesia, I), ya que parte de la consideración de la Iglesia católica tal como hoy existe y vive para mostrar su credibilidad. Así, mientras que las otras dos vías -la histórica y la notarum- siguen un proceso común: de Cristo a la Iglesia, la vía empírica sigue un proceso inverso: de la Iglesia se "asciende" a Jesucristo.

Esta forma de reflexión se vislumbra ya en san Agustín: "El poder divino no se nos manifiesta ya en la vida de Cristo que no vemos ya más, sino en la Iglesia viviente, presente bajo nuestros ojos: Nosotros que vemos el cuerpo, creemos eh la cabeza" (PL 38,659-660). Tomás de Aquino muestra a su vez que la conversión al cristianismo constituye un "milagro máximo y obra manifiesta e indicio cierto de inspiración divina" (CG 1,1, c. 6).

En el siglo xv, Savoranola o.p. inauguró el método apologético con el que mostró la verdad de la Iglesia a partir de su vida. En el siglo xvll, los principales autores de tal método fueron J.B. Bossuet y B. Pascal. En el siglo xlx, J. Balmes, H. Lacordaire y, especialmente, el cardenal Dechamps, que vio en esta vía el centro de su obra apologética a partir del método de la "Providencia" e influyó decisivamente en el Vaticano I.

Este concilio es crucial para la potenciación de la vía empírica, ya que declaró que la Iglesia católica es "por sí misma" (per se ipsa) un motivo de credibilidad que la convierte en "signo levantado entre las naciones" (signum levatum in nationes, cf 1s 11,12), aunque no se trata de una prueba demostrativa sino indicativa (DS 3013s). A partir del De Ecclesia 1 (1925), de H. Dieckmann tal vía será calificada como "empírica": Ésta tendrá por fundamento su naturaleza de "milagro moral", que tipifica el hecho extraordinario de la Iglesia e infiere así su trascendencia y divinidad.

A partir del Vaticano II, ciertos rasgos-del signo Iglesia propios del Vaticano I quedan difuminados, percibiéndose un nuevo enfoque a partir de la "sacramentalidad" de la Iglesia, visible y espiritual, y que forma "una complexa realitas "(LG 8). En efecto, el centro de la constatación del signo de la Iglesia se sitúa progresivamente en la categoría del testimonio. Se trata de todo un proceso de personalización, ya que lo que el Vaticano I entendía por signo de la Iglesia con sus atributos milagrosos, el Vaticano II lo refiere al t testimonio personal y comunitario. Tal testimonio se convierte en signo eclesial de credibilidad y en paradigma para la eclesiología fundamental, perfilándose actualmente en estos cuatro acentos:

1. VÍA HAGIOFÁNICA. Presenta a la Iglesia como testimonio de hagiofanía. El milagro ya no es considerado como efecto del poder de Dios, sino como signo de la presencia y la llamada divina que invita a la conversión. La Iglesia es, pues, una hagiofanía más ostensiva que probativa (Y. Congar, G.C. Berkouwer).

2. VIA SOCIOLÓGICO-INSTITUCIONAL. Se parte de la constatación de que la institución es la única forma de salvar la "libertad concreta" (cf G.W.F. Hegel) y de su valor empírico-sociológico (P. Berger, Th. Luckmann, J. Habermas). Así la institución eclesial se manifiesta como signo identificador, integrador y liberador de la fuerza del Espíritu (M. Kehl, L. Dullaart) y de su visibilidad profética (P. A. Liégé).

3. VÍA AUTOEXPLICATIVA. Procede por vía de inteligibilidad interna, de búsqueda de sentido (K. Rahner). Como punto de partida se basa no ya en los atributos gloriosos de la Iglesia, sino en las paradojas que presenta: la explicación de este testimonio paradójico reside en el misterio atestiguado (H. de Lubac, A. Dulles). No se parte de la Iglesia como milagro moral: se finaliza precisamente en este punto. Tampoco este examen, como los demás, lleva a la evidencia, sino a una certeza moral, suficiente para motivar una decisión prudente (R. Latourelle).

4. VÍA SIGNIFICATIVA. Muestra que las verdaderas notae ecclesiaeson las notae christianorum (H. Küng), en la línea fundamental de la Iglesia-sacramento-signo (O. Semmelroth, L. Boff, W. Kasper). La significatividad de tal testimonio se manifiesta en la coherencia doctrinal (G. Baum, J. Ratzinger), la catolicidad (W. Beinert, J. Meyendorff, A. Dulles), la visualización del amor (G. Thils, H. von Balthasar, R. Fisichella), la percepción de la comunión (J. Hamer, H. de Lubac, S. Dianich, J. M. R. Tillard, M. M. Garijo-Guembe), la dimensión eucarística (J. Zizioulas, B. Forte), la incidencia política (J. B. Metz, J. Moltmann), el compromiso liberador (teólogos de la liberación), la apertura y diálogo ecuménico (Y. Congar, H. Fries, K. Rahner, H. D6ring) y, finalmente, su ser signo del reino de Dios (H.J. Pottmeyer, G. Ruggieri, C. Duquoc), que la convierte en peregrinante en el mundo (W. Pannenberg, F.A. Sullivan). Especial mención merecen los sínodos de los obispos sobre la justicia en el mundo (1971), sobre la evangelización (1974), sobre el posconcilio (1985), sobre los laicos (1987) y sobre el sacerdocio (1990), así como las exhortaciones apostólicas Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, y la Christifideles laici, de Juan Pablo II.

Buena síntesis de la comprensión posconciliar de la vía empírica es la conclusión del sínodo de 1985: "La evangelización de los no creyentes presupone la autoevangelización de los bautizados y también de los mismos diáconos, presbíteros y obispos. La evangelización se hace por testigos; pero el testigo no da sólo testimonio con las palabras, sino con la vida. No debemos olvidar que en griego testimonio se dice `martirio"' (TI: B-2 = EV 9,1795).

BIBL.: BOFF L. Die Kirche als Sakrament im Horizont der Welterfahrung, Paderborn 1972; GIANFROCCA G., La vio empírica del concilio Vaticano 1 a no¡, Roma 1963; HIDEER B., GlaubeNatur-Übernatur. Studien der "Methode der Vorsehung"von Kardinal Dechamps. Frankfurt 1978; LATOURELLE R., Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Salamanca 1971; PIE-NINOT S., Tratado de Teología Fundamental, Salamanca 1989, 19912, 340-354.363-366.

S. Pié-Ninot