III. Títulos cristológicos

Ponerse teológicamente ante la problemática de los "títulos cristológicos" significa tomar en cuenta un doble dato. El primero es el que permite constatar la irreductibilldad del Jesús de Nazaret a las innumerables clasificaciones que la mente humana, junto con la fe, ha logrado expresar a lo largo de los siglos. Su persona destaca cada vez más, superando las diferentes cualificaciones, y muestra la grandeza del misterio ante el límite de la persona humana, que lo puede captar siempre y solamente como un novum que se le ofrece.

El segundo dato es el que permite obtener ciertos resultados que favorecen la percepción tanto de la historicidad de Jesús de Nazaret, en su revelación como enviado del Padre, como la comprensión de la comunidad primitiva. En una palabra, nos enfrentamos con aquella síntesis real entre el dato histórico y la experiencia de fe que permite a la teología fundamental una aproximación totalmente especial a la cristología (l Cristología fundamental). La síntesis obtenida no humilla en lo más mínimo ni contradice al elemento histórico y al de fe; al contrario, los revaloriza a ambos. En efecto, muestra que la experiencia de fe va siempre ligada a un acontecimiento histórico; pero éste no es nunca un factum brutum, sino que guarda siempre relación con un sujeto y una cultura que lo plasman, haciéndolo significativo para el presente y una condición de comprensión del futuro y, por eso mismo, "historia".

1. UNA MIRADA A LA HISTORIA.

En la perspectiva de la teología fundamental, el estudio de los títulos cristológicos ha sufrido una evolución que podemos dividir en tres etapas:

1ª. La exposición de los títulos cristológicos no es ninguna novedad. Desde los primerísimos tiempos de la literatura cristiana encontramos ejemplos significativos: Dionisio escribe en 13 libros el De divinis nominibus (PG 3,586-990); Orencio, por el año 450, escribe un poema De epithetis Salvatoris nostri (PL 61,1000-1005), donde describe y comenta 54 títulos.

La primera obra "monográfica" que conocemos se remonta a fray Luis de León (1528-1591), que en 1583 publica De los nombres de Cristo. Lo sorprendente es que este libro se escribe con la intención de evitar un grave peligro para el pueblo, tras la prohibición de publicar la Sagrada Escritura en lengua vulgar.

Así pues, para no dejar al pueblo en la ignorancia sobre la verdad cristiana, con la consecuencia de un alejamiento de la práctica creyente (pp. 4-5), fray Luis de León recoge en su obra diez títulos principales con la intención de ofrecer a los simples creyentes un instrumento catequético: "Vienen a ser casi innumerables los nombres que la Escritura divina da a Cristo... Pero de aquestos muchos escogí sólo diez como más sustanciales, porque los demás todos se reducen o pueden reducir a éstos" (p. 406). El desarrollo de la obra es cautivador: tres jóvenes monjes agustinos, Sabino, Marcelo y Juliano, huyen del calor de Salamanca y encuentran refugio en el campo. Aquí comienzan a discutir sobre los nombres atribuidos a Jesús: "pimpollo", "faces de Dios", "camino", "pastor", "monte", "príncipe de la paz y rey de Dios", "esposo", "amado", Jesús" y "cordero". A partir de la brevedad del nombre se desarrolla una demostración que intenta mostrar el significado del mismo e imprimir en la mente del lector la verdad de fe que en él se encierra.

Estamos frente a títulos cristológicos que pueden sustituir a la lectura de la Escritura, de tal modo que "entender a Cristo es entender todos los tesoros de la sabiduría de Dios" (p. 391).

2ª. La segunda etapa es la que representan los manuales, auténticos inventores de la problemática de los títulos en teología.

El contexto en que se situaba el estudio era el de la polémica con la ilustración, y más directamente con el racionalismo. El De legato divino, que encontraba en el tratado dogmática De Verbo incarnato su complemento, constituía el impacto apologético previo a la cristología.

La finalidad de esta metodología era demostrar lo infundado de las tesis que sostenían la contradictoriedad y la contraposición entre la investigación histórica sobre la vida de Jesús y su imagen dogmática. En efecto, lo que se presentaba estaba lejos de poder considerarse como una defensa de la historicidad de Jesús de Nazaret. Lo que conseguían los títulos, aparte de una evidente funcionalidad externa al tema en cuestión, que de este modo se distanciaba cada vez más de su contexto histórico, era la presentación de un Cristo que tenía todas las características de excepcionalidad, tanto en su humanidad como en su historicidad.

Así pues, la imagen que se sacaba estaba muy lejos de la perspectiva evangélica y de la realidad histórica que se intentaba defender.

Volviendo hacia atrás respecto a los tratados precedentes (pensemos sólo, a título de ejemplo, en el primer tratado apologético, el de Hook, Religionis naturalis et revelatae principia [finales del siglo XVIII], lib. II, par. I, art. 1, que como prueba de la divinidad aducía sólo el mesianismo de Jesús y su autoridad en su predicación y en su realización de milagros), la teología manualista había reducido todo el contenido cristológico a la demostración de los títulos solamente.

El material que tomaban en consideración, extraño a toda metodología exegética, se regulaba por la fuerza del dogma. Pero de esta manera la apologética manualista traicionaba todos sus intentos de presentación cristológica. En efecto, Jesús de Nazaret no era ya considerado en sí mismo ni como fuente ni como lo describíán los testimonios evangélicos; era más bien el, producto derivado de la formulación dogmática. Paradójicamente, el surco abierto entre el Jesús histórico y el Cristo de, la fe que se intentaba superar realmnte no hacía sino ensancharse.

3ª. La teología fundamental posterior al Vaticano II, cuando eventualmente se aplica al estudio de los títulos, no puede prescindir de la novedad impresa a la teología de la revelación y a la cristología por la obra del concilio.

La recuperación de la prioridad de la Escritura para una exacta comprensión teológica de los datos, el horizonte histórico salvífico en el que es posibe insertar los diferentes elementos bíblicos y la sistematicidad orgánica de la disposición de los datos recuperados son claves hermenéuticas insustituibles para la exposición de los títulos en el horizonte de la teología fundamental.

2. PROPUESTA SISTEMÁTICA.

Una propuesta sobre la utilización de los títulos cristológicos que aquí se presenta pretende exponerlos como base para un doble objetivo:

1) Dentro de una lectura global de la revelación, los títulos pueden considerarse como un vehículo mediante el cual es posible alcanzar la conciencia de Jesús que expresa el misterio de su existencia y el proyecto de su misión salvífica.

2) Más específicamente, en el orden de una metodología hermenéutica, los títulos pueden permitir la verificación que demuestra el lenguaje de la fe arraigado en el lenguaje histórico de Jesús de Nazaret. Se da, por tanto, para la teología, la posibilidad de una formulación que garantice el carácter científico y la sensatez de su expresión, en contra de todo reduccionismo, al que podrían conducir ciertas formas de análisis lingüístico.

L. Sabourin, en un apéndice a su obra Les noms et les titres de Jésus (trad. esp.: Los nombres y títulos de Jesús, Salamanca 1965), recoge una lista de 187 títulos, que es posible constatar ya a finales del silo vil y que están presentes con distinto significado en el NT.

Por lo que a nosotros nos interesa, creemos que es posible distinguir tres niveles que podrían constituir como el contexto ambiental más significativo para la colocación y la comprensión de los títulos:

1) Títulos que manifiestan la conciencia popular de los contemporáneos de Jesús. El punto de referencia es particularmente el mundo veterotestamentario. Estos títulos (como "profeta", "hijo de David', fueron cayendo en desuso en la comunidad postpascual, ya que no expresaban con claridad todo el misterio que se había revelado.

2) Títulos que se remontan al mismo Jesús, que explicitó de ese modo la comprensión que tenía de sí mismo (p.ej., "hijo del hombre"). La comunidad no pudo menos de mantener estas expresiones por estar ligadas a la enseñanza más genuina del maestro.

3) Títulos que, a la luz de la pascua, la comunidad explicitó y aplicó a Jesús de dos maneras: a) actualizando las imágenes veterotestamentarias que se referían a él (v.gr., "Sabiduría") o bien celebrando la liturgia (v.gr., "Señor') b) recordando la enseñanza misma de Jesús, sus gestos y su comportamiento, donde manifestaba que él era "el mesías" y "el hijo de Dios".

Una rápida panorámica, a título de ejemplo, podrá orientarnos en la perspectiva teológica que hemos expuesto.

Jesús profeta. El ambiente judío en tiempos de Jesús está fuertemente caracterizado por dos factores: el carácter definitivo de las Escrituras y la referencia permanente a Moisés y a la ley.

El sentido profético, tal como había sido experimentado en la época deuteronomista, ha desaparecido; la voluntad de Yhwh se conoce ahora a través de la referencia a la Torá y a los profetas, leídos e interpretados por los doctores. Aunque se creía que el espíritu profético había desaparecido con Ageo, Zacarías y Malaquías, el pueblo conocía igualmente formas que mantenían vivas la experiencia profética: el género apocalíptico, ante todo, que sostenía las esperanzas mesiánicas; además, el carisma profético, que se reconocía presente en el sumo sacerdote en virtud de su oficio (cf Jn 11,5); finalmente, no hay que olvidar a la comunidad de Qumrán, que con sus textos y su estilo de vida estaba guiada por la autoridad del maestro de justicia y por la espera constante en la venida del mesías de Aarón.

La aparición del Bautista y de su predicación alimentaron ciertamente el clima de espera que impregnaba toda la historia de Israel, imprimiendo ulteriormente a esta figura una connotación profética que despertaba sentimientos ya conocidos, pero un tanto dormidos en el ánimo del pueblo.

En este contexto se sitúa inicialmente la predicación y el obrar de Jesús de Nazaret. Algunos datos que. es posible deducir de los textos neotestamentarios muestran sin género de duda que, desde los primeros discípulos hasta el pueblo entero, su persona fue acogida e interpretada según la norma del profetismo clásico. La aparición de Jesús en la escena pública despertó en sus interlocutores la imagen que en cierto modo estaba ya intentando restaurar él Bautista: la de profeta.

Es fácil verificar la opinión común entre los individuos y en los grupos de personas que se refieren a Jesús con el título de profeta: Felipe se lo comunica a Natanael (Jn 1,45); Simón el fariseo lo piensa, pero con dudas (Lc 7,39); el ciego de nacimiento lo atestiguó ante los jueces que le interrogan (Jn 9,17); la samaritana lo profesa en público (Jn 4,19), mientras que los soldados lo utilizan para burlarse de él (Mt 26 28); para la gente se trata de un título que los mueve a la alegría y a la alabanza (Mt 21,11; Lc 7,16).

Estas reacciones tienen una base histórica de tal envergadura que nos permiten concluir que uno de los primeros datos expresados por la cristología prepascual era el que leía e interpretaba a Jesús de Nazaret como profeta que se insertaba en la larga serie de figuras proféticas de Israel (Mt 21,45; Jn 1,21; 7,40; Lc 24,19).

¿Cómo puede explicarse la aplicación a Jesús de este título? No creemos posible hacerlo remontar al mismo Jesús. Los evangelios presentan sólo dos textos explícitos (Mt 13,57; Lc 13,33), donde directamente el mismo Jesús habla de sí como profeta. Pero el contexto sigue siendo el de la pasión y muerte violenta que empieza a perfilarse en el horizonte de Jesús. Estamos, pues, en presencia de una figura explicativa para manifestar el rechazo por parte del pueblo y el destino de una muerte violenta como destino común de los profetas, más bien que de una identificación de Jesús con los mismos profetas.

Hay una conformidad en el estilo de Jesús que lo ve eludir el deber de expresar claramente mediante unos títulos la identidad de su persona y de su misión. Como se verá por la expresión "hijo del hombre", Jesús parece utilizar siempre fórmulas e imágenes que si por un lado clarifican el misterio de su existencia, por otro lo protegen y lo esconden ulteriormente.

Para explicar entonces la reacción de los contemporáneos y la consiguiente adquisición de la cristología prepascual del título "profeta", es necesario buscar otra posible solución, que muestra en el obrar y en las palabras de Jesús una actitud qué al pueblo le recordaba intuitivamente la de los profetas.

En primer lugar, la costumbre de Jesús de intepretar las Escrituras para explicar y hacer comprender mejor su presente; Lucas, más que los otros evangelistas, subraya este aspecto, poniéndolo casi como arquetipo de toda predicación pública (Lc 4,16-30). Además, Jesús hizo profecías, es decir, se expresó con imágenes y estilos que recordaban los de los profetas. Pensemos en las maldiciones y juicios de desventura (Lc 13,34; Mt 23,34; Mc13,1-2) o en los juicios de salvación (Lc 12,32; 10,23) con los diversos macarismos (Mt 5,3-12). En este horizonte no es posible quitarle al Jesús histórico la paternidad de Mc13,1-2, que debe considerarse para todos los efectos como un texto profético, tanto por su estilo como por los contenidos recogidos. Este texto es realmente central y constituye una explicación necesaria para comprender tanto las acusaciones que se harán contra Jesús durante el proceso (Mc14,58) como las burlas de quienes pasaban al pie de la cruz (15,29).

Jesús realizó además gestos que guardan una relación muy clara con los numerosísimos hechos que efectuaban los profetas como signos explicativos de revelación; pensemos, en este sentido, en el valor simbólico de algunos milagros (Jn 6,1-66; 9,41; 11,1-44), pero más directamente en la purificación del templo (Mt 21,1216), con la consiguiente expulsión de los mercaderes; en el gesto de maldición de la higuera, relacionado con la incredulidad del pueblo (Mt 21,1822), o en el acto de escribir en el suelo antes de emitir un juicio de perdón y de salvación sobre la adúltera (Jn 8,1-11).

Otra expresión de actitud profética puede verse en las diversas visiones que tenía Jesús. Su contenido se manifiesta unas veces con referencia al corazón de los hombres, por lo que nadie podía ocultarle nada (Mt 12,25; Lc 9,47), y otras veces en la constatación "plástica" de la llegada de su reino de salvación, con el consiguiente retroceso del reino de Satanás (Lc 18,18).

Hay que considerar, finalmente, como elementos proféticos los diversos anuncios de pasión, con la consiguiente promesa de glorificación (Mc8,31; 9,31; 10,33). Aun teniendo en cuenta los diversos grados de historicidad que revisten las tres redacciones, estamos de todas formas en presencia de un dato histórico indiscutible: la conciencia plena de Jesús de tener ante sí el destino de una muerte violenta, típica de los profetas, y la voluntad de imprimir a este acontecimiento un significado personal que sirviera para dar cumplimiento y sentido último a su misión.

Así pues, la fuentes neotestamentarias permiten verificar un dato común, aunque con acentos teológicos diferentes: el de la consideración de Jesús como un profeta en virtud de su comportamiento. De todos modos, si a partir de este dato histórico puede hablarse de una cristologíaprofética, es necesario añadir que se lave como una forma primitiva que permite valorar la reacción inmediata de la gente ante Jesús. Efectivamente, ya una dinámica interna de los textos permite ver que las fuentes neotestamentarias no se contentan con referir sólo esta dimensión. La persona de Jesús evocaba reflexiones y actitudes que obligaban a ver en él a "uno que es más que..." (Mt 12,41; 12,42; 12,16). Así pues, sólo analógicamente se le podía atribuir el título de profeta; la autoridad con que hablaba y la conciencia que revelaba de su relación con Dios podían hacer destacar en este título más la desemejanza que la semejanza con la realidad (l Profecía).

Hijo de David. Otro título, ligado directamente a la idea de mesianismo, es el de hijo de David. Podría extrañar su ausencia en los textos veterotestamentarios, pero la verdad es que toda la tradición no deja de pensar en el mesías que había de venir en la longitud de onda de la profecía de Natán (2Sam 7,13-16). Sólo la literatura extrabíblica anterior a la cristiana ofrece un único ejemplo en los Salmos de Salomón 17,21-25; en cambio, los textos rabínicos muestran un uso ya tradicional de la fórmula: "El Hijo de David que viene".

El uso que se encuentra en la tradición sinóptica refleja con toda probabilidad una mentalidad todavía precristiana, que veía en este título una vinculación con la realeza del mesías y el establecimiento de su reino. Estamos, pues, en plena comprensión de un mesianismo políticoreal. Esto hace comprender las reservas que pueden percibirse en la actitud de Jesús ante este título .El loghion más expresivo en donde aparece es Mt 22,41-46.

El contexto de disputa muestra que estamos ante la voluntad de un cambio de horizonte intencional en la comprensión del hecho. Insistiendo en la "antinomia haggádica"(cf J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, 295), Jesús acepta la verdad que expresa este título, pero corrige su interpretación para que esté más en conformidad con toda su predicación, que prefiere la figura del siervo doliente a la del mesías glorioso.

Este mismo caso se verifica en la perícopa de Mc 10,46-52. En la historicidad de este hecho pueden confluir diversos factores para llegar a un juicio positivo. Aquí el ciego Bartimeo, implorando a Jesús como "Hijo de David" (v. 47), expresa una fórmula popular de esperanza mesiánica que, junto con la fórmula de profeta, era de las más familiares entre el pueblo (A. DESCAMPS, Lc messianisme royal, en Attente du Messi e, 61).

A la luz de la pascua, este título, que aparece también en la profesión de fe de Rom 1,3-4, empieza a ceder su sitio al otro más expresivo y completo de "hijo de Dios". En efecto, progresivamente, la realeza de Cristo asumía para la Iglesia un valor universal, y la funcionalidad de hijo de David no destacaba plenamente la realidad ontológica que expresaba, en cambio, el título de hijo de Dios.

Hijo del hombre. "Hijo del hombre", antes que un título cristológico, es una expresión que la comunidad primitiva honró y estimó porque la refería inmediatamente no sólo al lenguaje del maestro, sino sobre todo a aquella imagen que él había creado para expresar el misterio de su misión y de su persona.

"Hijo del hombre" se convirtió en título solamente después de comprender la lógica de la superacion de la imagen de Dan 7 y de su confluencia en la del ebed Yhwh del DéuteroIsaías. Sólo cuando la comunidad comprendió que eran imposibles los equívocos entre la visión veterotestamentaria del juez glorioso escatológico y su encarnación como profetasiervo que sufre y dala vida en rescate por el pueblo, estuvo en condiciones de multiplicar el uso de aquella expresión y de transformarla, a veces, en un título cristológico real.

Hijo del hombre es una expresión anclada sólidamente sólo en las fuentes evangélicas. Excepto tres casos (que, sin embargo, refieren citas del AT: Ap 1,13; 14,15; Heb 2,6), en las otras fuentes neotestamentarias aparece sólo en He 7,55; éste, por otra parte, la utiliza personalmente en 82 ocasiones. Este hecho debe tener algún motivo y pide una explicación.

La traducción griega ho huiós toü anthrópou es un aramaísmo; en efecto, el segundo artículo no es usual en griego; querría expresar más el determinativo, por lo cual suele traducirse por "hijo del hombre".

Esta expresión lingüística, que expresa el hebreo por ben-adam y el arameo por bar enash, se utiliza mucho en los escritos del AT. En el libro de Ezequiel se encuentra al menos 53 veces el vocativo ben-adam para indicar la llamada del profeta. El significado original está determinado por la posición del prefijo ben/bar; en efecto, puede señalar la descendencia si va unido a un nombre propio, o la procedencia si precede a un nombre geográfico. En este caso, ben adam/bar enash indica simplemente un "hombre", un ser que pertenece a la raza humana.

Pero a partir de la literatura apocalíptica esta expresión está condicionada por la imagen de Dan 7,1314. En este texto el autor sagrado, expresando su concepción fundamental sobre una próxima intervención de Yhwh, que construiría su reino mesiánico en la tierra después de destruir los diversos reinos enemigos de Israel (cf Dan 2,31-45), introduce la figura simbólica de "uno semejante/como un hijo de hombre".

A lo largo de varios decenios, la crítica se ha entregado a investigar la identificación de esta figura. En efecto, el texto deja entrever en la complejidad de su expresión que "hijo del hombre" puede entenderse como un individuo (el rey) o como una colectividad (el pueblo o "los santos'. La interpretación más corriente recurre hoy a la teoría de la personalidad colectiva (corporate personality), que es la que mejor consigue armonizar las aparentes contradicciones del texto. Así pues, partiendo de un sentido individual, es posible reconocer en él la presencia de una colectividad, y viceversa. En cualquier caso, más allá de la interpretación particular, la imagen del hijo de hombre contribuye, en la economía intertestamentaria relativa al mesianismo, a enriquecer la esperanza mesiánica añadiéndole las connotaciones de gloria (v. 14), de poder (v. 15) y de juicio escatológico (v. 27), que faltaban hasta ahora en la conciencia popular.

La incertidumbre sobre la determinación del tiempo y de la identidad del hijo de hombre que caracteriza a la lectura veterotestamentaria parece, por el contrario, desaparecer en el testimonio de los evangelios.

Los estudios neotestamentarios sobre la designación del hijo del hombre pueden agruparse al menos en tres categorías: 1) se sostiene que Jesús utilizó este título, pero aplicándoselo a otra figura, no a sí mismo; 2) la comunidad primitiva inventó este título para justificar el anuncio de la glorificación del siervo doliente; 3) Jesús creó personalmente esta expresión para manifestar su identidad.

Un examen atento de los textos demuestra que esta tercera posición se presenta como la más respetuosa de los datos evangélicos y la que consigue coordinar mejor los diferentes indicios, haciéndoles converger hacia una solución.

El material evangélico sobre el hijo del hombre puede subdividirse en tres grupos, que contienen: 1) loghia que se refieren a la actividad terrena de Jesús (p.ej., Mc2,10); 2) loghia con los temas de la pasión-muerteresurrección (p.ej., Mc8,31); 3) loghia que hablan de la gloria-parusía (Mc13,26). Estos textos, si bien muestran su dependencia de la figura de Dan 7, ponen ya de manifiesto al mismo tiempo grandes diferencias con ésta. La primera y más impresionante, que crea una plena discontinuidad con el texto veterotestamentario, es la que ve las características del sufrimiento, de la pasión y de la muerte como constitutivas del hijo del hombre de los evangelios.

En efecto, esta característica proviene de otra imagen del AT que conviene exponer brevemente, la del ebed Yhwh del Déutero-Isaías (l Mesianismo). Aunque el título de "siervo" no se le aplica directamente a Jesús, su misión redentora es referida ciertamente a esta figura para poder explicitarse.

Hemos visto anteriormente que Jesús fue acogido y aceptado por sus contemporáneos ante todo como profeta. Más aún: una serie de textos demuestra que la imagen preferida de la apelación profética era la que expresaba el Déutero-Isaías: relatos como los del bautismo (Mc1, 11, que cita a Is 47,1) y los anuncios de la pasión (Mc10,33, que cita a Is 53,12) remiten implícitamente a esta figura; hay además otros textos que se refieren explícitamente al siervo doliente (p.ej., Mc8,17 e Is 53,4; Lc 22,37 e Is 53,12).

Para el mundo judío contemporáneo de Jesús, la figura del profeta se relaciona a menudo con la imagen descrita en los cuatro cantos contenidos en el llamado "libro de la consolación" (Ier. canto, Is 42,1-4; 2.°, Is 49,1-6; 3.°, Is 50,4-9a; 4.°, Is 52,1354,1-12). En estos textos se parte de la descripción de la misión del profeta, se subraya su respuesta obediencial a Yhwh y se exponen los sufrimientos que tendrá que padecer por el pueblo, es decir, un sufrimiento vicario que se le exige para que se realice el plan salvífico de Dios. Sólo después de estas injurias y sufrimientos y de la muerte consiguiente, el profeta podrá cantar victoria y recibir como glorioso trofeo la posesión de los pueblos.

Estos cantos los tuvo, sin duda, presentes Jesús particularmente en el momento en que se perfilaba el destino de una muerte violenta al estilo de la de los profetas. En efecto, hemos de pensar que Jesús era plenamente consciente del hecho de que con su comportamiento había suscitado escándalo (Lc 4,28; 5,27-32) y reacciones violentas en los dirigentes del pueblo (Mt 26,4; Mc12,12); su solidaridad con los pecadores y sus pretensiones mesiánicas le habían llevado ya a palpar de cerca la muerte (Lc 4,29) y a ser casi lapidado (Jn 8,59; 10,31-33; 11,8). Un realismo lúcido ante estos hechos, especialmente tras la muerte del Bautista y los desórdenes que había causado en el templo (Mc11,15), lo movieron a buscar y a dar un significado más profundo del fin de su destino.

La figura del Déutero-Isaías se presentaba entonces, en este horizonte, como la más familiar, ya que anticipaba mejor que cualquier otra lo que él comprendía como su misión específica recibida del Padre, junto con su muerte por la salvación del pueblo. La misión del siervo confluía, pues, en la imagen gloriosa del hijo de hombre de Daniel. Se creaba, sin duda, una estridente contraposición de imágenes que confundía a la mente popular, pero era ciertamente un indicio de la originalidad personal de Jesús, ya que esta síntesis venía a romper todos los esquemas precedentes y se afirmaba como irreductible a toda precomprensión mesiánica de la época.

Esta originalidad típica de los evangelios (las fuentes extrabíblicas del libro de Henoc y del IV de Esdras son del período judeo-cristiano, y por tanto posteriores) hay que referirla al mismo Jesús. Una crítica completa, que parte de la textual y pasa por la histórico-formal lleva a la conclusión de que en algunos casos (p.ej., Mc3,28 con Mt 12,31) se transformó bar-enaste, en sentido genérico de "hombre", en título mesiánico con referencia a Daniel. Se comprueba además que 37 textos de 51 se dan en doble forma: una fuente presenta el pronombre personal, mientras que la otra dice "hijo del hombre". De aquí hay que concluir que la forma más antigua y original es la del pronombre; así pues, el evangelista, al utilizar "hijo del hombre", lo utilizó a la luz del título mesiánico. Hay, sin embargo, 13 casos que no pueden reducirse a otras fuentes y que han llegado a los evangelios como forma originaria, arcaica y primitiva (Mc13,26; 14,62; Mt 24,27; 24,37b;10,23; 25,31; Lc 17,22.24.26.30; 18,8; 21,36; Jn 1,51). Este carácter arcaico deberá tomarse en consideración en una valoración global de los datos. Si ,a estos datos se añade un paso ulterior del análisis sobre el criterio de explicación necesaria, entonces es posible alcanzar un estrato ulterior de historicidad. Efectivamente, hay que ser capaces de responder a algunos interrogantes que sumen dei horizonte redaccional, por ejemplo: 1) ¿cómo justificar el uso tan abundante del título (82 veces) siempre y sólo en labios de Jesús?; 2) ¿por qué la comunidad lo transmite, pero sin usarlo ni siquiera en los momentos más importantes de su vida?; 3) ¿a qué se debe la aparente contradicción entre la descripción futura de la gloria y la presente del sufrimiento?; 4) ¿a qué se debe la ausencia de una distinción entre la resurrección y la parusía?; 5) ¿por qué Juan, que usa este título en el evangelio, no lo usa ya en las cartas? A estas preguntas habría que añadir otros elementos que impiden concebir a la comunidad como creadora del título; pensemos en el pasaje central de Lc 12,8-9, donde Jesús establece una especie de distinción entre él y el hijo del hombre futuro; ¿por qué habría mantenido la comunidad esta distinción si hubiera sido la creadora del título?; ¿por qué, además, no existen loghia en los que se hable simultáneamente de resurrección y de parusía, identificación que habría sido natural para la comunidad pospascual?; ¿por qué la comunidad habría dejado de usar e1 título casi inmediatamente si lo acababa de inventar?; ¿por qué, finalmente, habría referido la comunidad a Jesús el título de la gloria de la visión de Daniel si tenía que presentarlo luego en el estado de sufrimiento?

Todas estas preguntas llevan a la conclusión de que hijo =del hombre se convirtió ciertamente en un título, pero tan sólo porque la comunidad primitiva había memorizado con aquella expresión el modo más usual de expresarse del propio maestro.

Jesús de Nazaret, según su estilo, no quiso dar una definición clara y exhaustiva de sí mismo. Hijo del leombre se compaginaba con esta exigencia suya, ante todo, por su carácter ambiguo; en efecto, mientras que podía indicar la característica escatológica del mesías, recordaba al mismo tiempo el significado más genérico de "hombre". Si luego se añade que Jesús imprime a la figura de Daniel la característica del sufrimiento, de la pasión y de la muerte, entonces se comprende más fácilmente el motivo de las dudas del pueblo ante la utilización de esta expresión: "¿Quién es este hijo del hombre?"

En plena sintonía con la dialéctica de la revelación, la expresión era muy adecuada para revelar y esconder el misterio de Jesús. La comunidad primitiva quiso que el uso de hijo del hombre quedase anclado tan sólo en el lenguaje del maestro; por eso no lo usará ni en la liturgia ni en la catequesis, ni siquiera en las comunidades, exceptuada la de Jerusalén. Hijo del hombre debía mantener aquel carácter de sacralidad porque pertenecía a los recuerdos más genuinos de Jesús..

Hijo de Dios. La conciencia mesiánica de Jesús tocaba su cima en el momento en que establecía con Yhwh una relación tan única que no tenía precedente alguno en la historia de Israel: la relación de filiación.

El título "hijo de Dios" que aparece en las fórmulas de los diversos libros del AT no guarda relación, en densidad ni en originalidad, con el sentido que tiene en el NT cuando se aplica a Jesús de Nazaret. Aquí la realidad que se expresa es la de que se comparte la naturaleza misma de Dios, algo que el pensamiento monoteísta bíblico no sólo no habría podido pronunciar jamás, sino que expresamente se negaban incluso a pensar.

Israel había sufrido seguramente la influencia de Egipto en cuanto a la concepción de una relación filial entre el pueblo y Yhwh. El Éxodo y el Deuteronomio recorren varias veces este sendero, bien para contraponer la filiación de Israel a la de las tradiciones egipcias (Éx 4,22), bien para elevarlo por encima de los demás pueblos (Dt 7,6-10; 32,10). La reflexión sapiencial aplicará también este título a algunos individuos que se prodigan por mantener íntegra la fe de los padres (Si 4,10); pero en varios momentos también el rey, los ángeles o los que tienen un cargo especial son llamados hijos de Dios (Sal 29; Sab 2,12).

A partir de David, único caso en la historia de Israel, se le aplicará al rey la fórmula del Sal 2,7: "Tú eres mi hijo; yo mismo te he engendrado hoy"; pero es evidente el carácter de elección y de adopción que reviste esta proclamación. De todas formas, serán los profetas los que orienten en varias ocasiones en el sentido justo la comprensión de esta filiación; estará constituida por la corrección que el padre ejerce con los errores o malos comportamientos de los hijos frente a la. ley, pero en todo caso una corrección que se realiza y se desarrolla a la luz de la misericordia y del perdón.

El NT muestra cómo progresivamente se fue convirtiendo este título en patrimonio de la fe eclesial. Hijo de Dios es intercambiable con la expresión absoluta "el hijo" o con la de la invocación "Padre". Hay claramente una teología particular que subyace a cada uno de los evangelistas, pero la perspectiva es idéntica: Jesucristo es hijo del Padre de forma única y absoluta.

Esta fe no podrá apoyarse en expresiones explícitas por parte de Jesús, pues él nunca pronunció, aplicándoselo a sí mismo, el título hijo de Dios; sin embargo, la fe eclesial, al aplicárselo, no hizo sino explicitar lo que el mismo Jesús había dicho.

Se puede verificar ante todo el comportamiento global de Jesús, que impulsa a ver en él la pretensión de una relación particular con Dios: la autoridad con que se enseña, la seguridad con que se sitúa ante los problemas de sus interlocutores, la inapelabilidad de su juicio sobre la ley, la radicalidad con que exige ser seguido...: todos estos hechos sólo se justifican si se acepta esta pretensión.

Más directamente, la invocación con que se dirige a Dios llamándolo l "abba" (es decir, "papá', en el orden, por tanto, de una generación natural, ya que es éste el significado del término, crea una discontinuidad total con la mentalidad hebrea anterior.

Al enseñar a los discípulos a hacer lo mismo cuando oran a Dios, Jesús se destaca, sin embargo, de ellos. Es verdad que el Padre es único; pero la relación que se expresa a través de "mi" Padre (Mt 11,20) y "nuestro" Padre (Mt 5,48) es sustancialmente distinta: ellos son hijos porque él es el Hijo.

La comunidad primitiva, al presentar a Jesús como el hijo de Dios, habrá recordado además su enseñanza en este sentido: cuando, por ejemplo, al narrar la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,1-12 y par.) los movía a verlo a él mismo en el personaje que el Padre enviaba "por último" a "su hijo predilecto", a quien tenían que respetar y que, sin embargo, era asesinado y echado fuera de la viña.

Con este título estamos frente a una coherencia y conformidad plena, tanto en el comportamiento de Jesús como en toda su enseñanza. La fe de la Iglesia, en el momento en que experimentaba la gloria de la resurrección de Cristo, comprendía que los títulos precedentes: profeta, siervo, hijo de David, hijo del hombre, no lograban contener el misterio de su persona. Se imponía, por tanto, casi naturalmente, el títuo hijo de Dios, porque más allá de toda funcionalidad revelaba la esencia misma de Jesús _y explicaba su existencia histórica.

CONCLUSIÓN. Resulta ciertamente peligroso un subrayado excesivo de los títulos cristológicos: se puede hacer caer en la fragmentariedad la descripción de la persona de Jesús, privilegiando su funcionalidad.

Sin embargo, los diversos títulos sólo tienen significado si se derivan de la persona de Cristo y vuelven a él. Es la exigencia de un principio unificativo lo que se impone en el estudio teológico, y éste es el que privilegia la globalidad del misterio de la persona más que la parcialidad de los aspectos que se refieren a su misión.

La teología fundamental parte de la centralidad de Jesús de Nazaret como revelador y revelación del Padre, y de aquí es de donde hace brotar la riqueza de los diversos títulos. Su tarea específica no es el análisis de los títulos como tales, sino más bien el referente revelativo que se manifiesta en él. Esta opción de perspectiva supone que un estudio teológico-fundamental tiene que privilegiar tan sólo algunos títulos, bien porque están directamente implicados en la especificidad de la disciplina, bien porque son capaces de mostrar la profunda unidad que hay entre Jesús de Nazaret y el Cristo de la comunidad primitiva.

Estos títulos cristológicos ofrecen la primera teología de Jesús de Nazaret. Estamos aquí frente a la autocomprensión del misterio de Dios encarnado, que ha de preferirse a todos los demás análisis. Es verdad que la resurrección, al irrumpir en la vida de los discípulos, creó en ellos una conciencia nueva de los hechos pasados, pero no le quitó nada a aquella forma original de amor y de respeto que los había llevado a dejarlo todo para seguir al maestro. Así pues, la pascua no abolió al Gólgota.

Proclamar en la fe que Jesús es el Hijo de Dios fue posible gracias a la fidelidad inmutable en recibir y conservar su palabra como la palabra de aquel que cumplía las Escrituras y había sido esperado desde siempre. Así pues, primero se le acogió como profeta; luego se creyó en él como hijo del hombre, aunque dentro de la perspectiva que estaba en contradicción con sus propias esperanzas; finalmente fue proclamado Cristo e Hijo de Dios, porque él mismo les había orientado hacia ello y porque su certeza era ya una sola: cualquier fórmula o expresión que usasen habría sido impropia e insuficiente para describir la unicidad y la singularidad de su persona.

Así pues, a los discípulos y a la comunidad entera no les quedaba más que comunicar fielmente lo que sus ojos habían visto, lo que sus manos habían tocado y sus oídos escuchado (IJn 1,1-4): el rostro de Dios impreso en el rostro irreconocible del crucificado inocente, que se entregaba a la muerte para expresar la autenticidad del amor del Padre.

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R. Fisichella