NÚMEROS (Libro de los)
DicTB
 

SUMARIO: I. Estructura y relato: 1. En el Sinaí (cc. 1-10); 2. La marcha por el desierto (cc. 10-21); 3. En los umbrales de la tierra prometida (cc. 22-36). II. Los tres grandes actores. III. Teología del desierto, de la ley, de la esperanza: 1. Leyes sociales; 2. Los grandes símbolos.


I. ESTRUCTURA Y RELATO. Debido al censo de las tribus acampadas al pie del Sinaí, que ocupa los cuatro primeros capítulos del libro, este cuarto libro del Pentateuco recibió de los LXX el nombre poco inspirado de Números, mientras que la tradición hebrea, como de ordinario, lo tituló con la primera palabra: bemidbar, "en el desierto". Y, efectivamente, el desierto del Sinaí constituye casi el fondo constante de la obra. Dentro de él se desarrolla el movimiento del pueblo, que tiene como puntos de referencia fundamentales el monte Sinaí y el oasis de Cades, situado en la entrada de la tierra prometida.

Las tradiciones literarias bien conocidas, la yahvista, la elohísta (si se la acepta) y la sacerdotal, siguen desplegándose aquí según sus diversas perspectivas. Más aún, a propósito de su prehistoria oral, podemos pensar con E. Cortese que "Cades, por su localización geográfica y sus características sagradas, representa la encrucijada en que se encontraron los diferentes grupos que constituirían posteriormente el pueblo de Israel y en donde se operó una primera fusión de las tradiciones". Sin embargo, hay que reconocer también que el libro de los Núm se caracteriza en el nivel estructural por una buena operación redaccional, que logra hacer un relato bastante continuo y compacto. La obra está, pues, construida mediante una dosificación calibrada de leyes y de narraciones con frecuencia llenas de vida y teológicamente significativas.

1. EN EL SINAÍ (CC. 1-10). El Sinaí domina los diez primeros capítulos del libro: es la línea divisoria que separa las dos vertientes del itinerario del desierto hacia la tierra de la libertad: desde la esclavitud de Egipto hasta la intimidad con Dios en el Sinaí (Éxodo), desde el Sinaí hasta el horizonte tan esperado de la tierra de Canaán. Los capítulos 1-10 representan, por tanto, la víspera de la partida para la segunda etapa a lo largo de las pistas que desde el Sinaí conducen hasta las fronteras de la tierra prometida y que constituyen el hilo narrativo del resto de la obra. Estas páginas están cuidadosamente marcadas incluso a nivel cronológico: la narración comienza "el día uno del segundo mes del segundo año de la salida de Egipto" (1,1), mientras que la partida efectiva por las estepas de Moab hasta los límites de Canaán tendrá lugar "el día veinte del segundo mes del año segundo" de la salida de Egipto (10,11), después de haber celebrado la gran pascua del desierto. La primera sección ocupa, por tanto, un tiempo de unos veinte días, y se extiende de 1,1 a 10,10.

Este bloque literario se abre, como hemos dicho, con una vasta colección de censos, documentación procedente de los archivos hebreos del pasado (quizá monárquicos), pero además testimonio ideal de la continuidad del Israel histórico a través de la sucesión de los siglos (cc. 1-4). El Israel posexílico de la tradición sacerdotal, al que se deben estas páginas, se ve como un árbol que ha crecido y echado ramas a partir de aquella raíz compuesta de tribus recogidas en torno al Dios del Sinaí y bajo la guía visible de Moisés. El archivo se convierte de lista árida en realidad viva, con la conciencia de ser una partícula de un pueblo en crecimiento desde los más remotos orígenes. Tras los capítulos 1-4 viene el oasis legal de los capítulos 5-6, donde se recogen normas relativas a la vida social del campamento a los pies del Sinaí, anticipación simbólica de toda la vida social del posterior Israel sedentario. Sobre estas páginas volveremos más adelante.

Con los capítulos 7-8 se vuelve de nuevo a la "cuestión levítica y sacerdotal" [/ Levítico II], con especial atención a las ofrendas para el ritual de consagración del arca (la hanukkah de 7,10) y al ritual de consagración de los levitas. Una vez más se manifiesta el gusto por las listas, como en los cc. 1-4, signo para el semita de plenitud, de perfección y de abundancia. El fragmento de 9,1-10, 10 cierra la primera sección del libro. Se desarrolla según dos directrices: la celebración de la pascua del desierto, reedición de la del éxodo (Ex 12-13) y preparación de la pascua de la entrada en la tierra (Jos 5,10-12), y las últimas advertencias y sucesos en vísperas de la partida del Sinaí por las estepas del desierto hasta Moab.

2. LA MARCHA POR EL DESIERTO (cc. 10-21). En 10,11 (P) se abre la segunda sección de la obra, auténtico cuerpo central del itinerario por el desierto, período ejemplar de tentaciones y de esperanzas, de crecimiento y de estancamiento, de cercanía de Dios y de ruptura con él, de soledad y de confianza, de obstáculos y de signos del amor divino. La tradición sacerdotal constituye el esquema fundamental de todo el relato, sobre el que se insertan relatos de las tradiciones yahvista y elohísta. Son los célebres cuarenta años del desierto, desde el Sinaí hasta las estepas de Moab, en la Trasjordania meridional, adonde se llega en 22,1.

Dentro de esta unidad (10,11-22,1) podemos aislar algunos conjuntos literarios no siempre muy homogéneos. El primero está en 10,11-12,16, y es la narración del viaje desde el Sinaí hasta el desierto de Farán, con varios incidentes en el recorrido, que revelan vivas tensiones dentro del pueblo en marcha. Es ejemplar el "fuego de Taberá", que devoró a los que "murmuraban", es decir, a los que desconfiaban de Dios y de su guía Moisés (11,1-3), o también la rebelión de Aarón y de María contra la autoridad de Moisés (12,1-10). El segundo conjunto se circunscribe a los capítulos 13-14, con la misión de los exploradores a la tierra de Canaán, la enésima "murmuración" de Israel, signo de una protesta obstinada y rebelde, y la clamorosa derrota de Jormá. El tercer bloque lo ocupan los capítulos 1519: tras una página de cuño jurídico-ritual (c. 15), viene el relato de los dos nuevos "golpes de estado" contra la gestión mosaica (la rebelión de Coré combinada con la de Datán y Abirán en los cc. 16-17); de la definición del sacerdocio personificado en Aarón (17,27-18,32) se pasa a un ritual final de purificación (c. 19). La última escena de la "gran marcha" que a través del desierto condujo a Israel a las estepas de Moab y a las fronteras de la tierra prometida se describe en los capítulos 20-21. En efecto, en 22,1 se lee: "Los israelitas fueron a acampar a los llanos de Moab, al otro lado del Jordán, a la altura de Jericó". Está a punto de ponerse la palabra "fin" a la experiencia dramática, y en ciertos aspectos fascinante, del desierto, que marcó una etapa decisiva en la historia y en la memoria religiosa de Israel.

3. EN LOS UMBRALES DE LA TIERRA PROMETIDA (CC. 22-36). La última y amplia escena de Núm tiene como marco constante las estepas montañosas de Moab, que se levantan sobre la hendidura del Jordán a la altura de Jericó. Podemos distinguir en esta larga secuencia dos grandes cuadros. El primero abarca los capítulos 22-24, y es la celebración que tiene por protagonista a Balaán: las dos tradiciones J y E se enlazan y hacen aflorar cuatro poemas espléndidos destinados a exaltar el poder de Israel sostenido por Dios, invencible y glorioso debido a la elección divina. Sobre estas páginas, que nos trasladan a los comienzos de la poesía hebrea, volveremos más tarde.

El segundo bloque, de carácter antológico, corre desde el capítulo 25 hasta el final del libro, y se presenta como una mezcla narrativa y legislativa eminentemente sacerdotal. Es de gran importancia el díptico de los capítulos 25 y 31, expresión ejemplar de la tentación idolátrica cananea, la cual, a través de las prostitutas sagradas y los ritos de la fecundidad, constituirá el signo constante de la apostasía de Israel y de su infidelidad a la alianza con Yhwh. Pasajes narrativos y mapas territoriales de la futura tierra de conquista se mezclan con textos jurídicos y sociales, legislaciones sacrificiales y normativas religiosas generales. Se describe a Canaán, con sus fronteras, sus seis ciudades extra-territoriales, su extensión y su distribución tribal. Encierra particular interés Núm 33,1-49, que parece ser una especie de plano sintético de todo el itinerario desde Egipto hasta la tierra prometida. Se trata probablemente de la fusión de dos itinerarios, el del grupo del "éxodo-expulsión" (a través de la "vía del mar" a lo largo de la costa mediterránea) y el del "éxodo-huida" a través del Sinaí [/ Éxodo]. Este mapa contiene hasta 22 topónimos exclusivos (vv. 18-19), cuya identificación es aleatoria y a menudo imposible. Pero con esta lista tenemos, por así decirlo, el hilo espacial que dirige la aventura humana y espiritual de Israel desde la esclavitud hasta la libertad.

II. LOS TRES GRANDES ACTORES. Relacionado con el Éxodo por su perfil histórico y teológico y con el / Levítico por su legislación, el libro de los Núm es la exaltación de tres grandes actores de la historia del desierto. En primer lugar el Señor, que domina con su palabra desde las primeras líneas de la obra: "El Señor dijo a Moisés". La síntesis del valor de esta presencia abierta al diálogo y a la alianza podría buscarse en la solemne fórmula final del discurso divino de Núm 15: "De esta manera recordaréis los mandamientos del Señor, los pondréis en práctica y estaréis consagrados a vuestro Dios. Yo soy el Señor, vuestro Dios" (vv. 40-41). A través de su presencia en el arca (10,33-35), Dios es el verdadero protagonista de la marcha: Israel no está nunca solo ni abandonado en medio de la soledad y de la hostilidad del desierto. El signo de la nube es la representación simbólica de esta presencia salvífica permanente (9,15-23).

En esta historia, que es santa por la presencia de Dios, destaca —al lado del Señor— otro personaje fundamental, / Moisés, el "siervo del Señor" (12,8), o sea, el mediador entre Dios y el pueblo, apasionadamente fiel al Señor, pero también visceralmente ligado a su pueblo. Su presencia, a menudo discutida por un Israel rebelde y obstinado, es como un índice que apunta hacia la salvación realizada por Dios, es como el escudo protector del intercesor que defiende a Israel de la justa cólera de Yhwh (11,10-23). Su retrato, ampliamente dibujado en el libro, queda esbozado admirablemente en una sola línea en 12,3: "Moisés era humilde, el hombre más humilde de este mundo". Sin embargo, también él participa de la fragilidad de las criaturas. En el famoso episodio de las aguas de Meribá (c. 20), Moisés y Aarón son destinatarios de esta fría condena por parte de Yhwh: "Por no haber creído en mí, manifestando mi santidad delante de los israelitas, no llevaréis a este pueblo a la tierra que yo les doy" (20,12). La culpa de los dos guías de Israel sigue siendo oscura, quizá porque la tradición sacerdotal intentó difuminarla y simplificar sus causas. Las interpretaciones hipotéticas dadas por la tradición judía no tienen apoyo en el texto bíblico: Moisés habría dudado de Dios (v. 10), o bien habría golpeado la roca dos veces por desconfianza o se habría negado a emprender la conquista de Canaán (cf 14,12). Así pues, Moisés es hermano de Israel no sólo en la gloria, sino también en el juicio divino.

Finalmente, el tercer actor es el / pueblo. Es un pueblo ante todo difícil, rebelde, terco, obstinado, como atestiguan los muchos pasajes sobre sus "murmuraciones", sus infidelidades idolátricas, sus rebeldías. Sobre él cae inexorablemente el juicio de Dios. En este sentido es ejemplar el capítulo 16, fruto de la fusión de dos narraciones distintas, la sacerdotal sobre la rebelión de Coré (vv. l a.2b-11.16.24.27a.35) y la JE del resto del capítulo, que describe la rebelión eminentemente política de Datán y Abirán, mientras que la primera era una propuesta contra los privilegios del grupo sacerdotal. El juicio teofánico de Dios, expresado a través del terremoto y de los infiernos que se abren para acoger a los que han sido separados de la comunidad viva y fiel, es el sello divino sobre el pecado del pueblo (vv. 31-32). Sin embargo, la súplica de Moisés y de Aarón de los versículos 4-7 intenta introducir el principio de la responsabilidad individual, teorizado más tarde por Ezequiel (c. 18). El pecado, si es verdad que tiene una resonancia y una ramificación en el ámbito de la comunidad, debe ante todo referirse al individuo, a su pecado y a su libertad.

Este Israel, cuidadosamente identificado como pueblo incluso por medio de los censos, es también el objeto último de la solicitud y del amor de Dios. Por esto, el Israel sucesivo tuvo siempre la convicción de encontrar en aquellas tribus sus raíces y su identidad. El tiempo del desierto se convierte así en paradigma de toda la vida histórica y religiosa de Israel. Al Dios que vence las resistencias cósmicas (la sed, el hambre, las serpientes), militares (las tribus beduinas que asaltan a Israel cuando pasa por sus territorios), preternaturales (el mago Balaán), se opone sólo la resistencia de la libertad de Israel, que se deja conquistar por la tentación del desánimo, de la idolatría y del pecado: "El Señor dijo a Moisés: `¿Hasta cuándo me despreciará este pueblo? ¿Hasta cuándo me negará la fe, después de todos los prodigios que en medio de ellos he hecho? Lo heriré de peste y lo destruiré'" (14,11-12). Pero, al final, aun dentro del respeto a la libertad humana, el amor de Dios vencerá e Israel alcanzará la tierra del gozo y de la esperanza, la tierra prometida. "¡Bendito sea el que te bendiga, y maldito el que te maldiga!" (24,9).

III. TEOLOGÍA DEL DESIERTO, DE LA LEY, DE LA ESPERANZA. El / desierto, más que un espacio, en el relato de los Núm es un tiempo en el cual Israel manifiesta su identidad y Dios revela su palabra. En efecto, durante el itinerario sinaítico el pueblo, reducido a lo esencial, se ve continuamente ante los dos caminos, el de la fidelidad y el de la idolatría. Es ésta la opción fundamental de la vida, que en el desierto queda repetidas veces tipificada a través de múltiples episodios (11; 12; 14; 16; 20; 25). Pero en el itinerario del desierto aparece además la cotidianidad de Israel, atestiguada por los conjuntos legislativos, que a menudo son retratos de la vida social, de la praxis y de los comportamientos folclóricos y tribales. La revelación de Dios pasa entonces a través de la historia, a través de las peripecias cotidianas, de los signos pequeños y grandes de la existencia que se abre al infinito y a la esperanza.

1. LEYES SOCIALES. Las secciones legislativas nos ofrecen un cuadro pintoresco de la vida de Israel y son muchas veces un vívido testimonio de la encarnación de la palabra de Dios. Es curioso ver cómo Israel intenta descubrir la presencia divina incluso en la modestia de las experiencias clánicas. He aquí algún ejemplo significativo. La ordalía de los celos de Núm 5,11-13 amalgama elementos étnico-tribales con la nueva óptica teológica yahvista. Una vez que los magistrados humanos han reconocido su incapacidad para llegar a un juicio real sobre una cuestión controvertida, se recurre a la "casación" divina a través de la ordalía o juicio divino del "agua bendita" (v. 17), es decir, del agua lustral, o el "agua amarga" (v. 18). Este instrumento oracular produce sobre el pecador (en este caso, según la estructura machista oriental, sobre la mujer sospechosa de adulterio) una especie de radiografía moral, revelando su "amargura" interior, es decir, su estado de pecaminosidad. Paralela a esta página es la de Núm 19,1-10, sobre el ritual de las cenizas de la novilla roja. Naturalmente, el pensamiento corre al comentario de Heb 9,13-14: "Pues si la sangre de los machos cabríos y de los becerros y la ceniza de la vaca, con que se asperja a aquellos que están manchados, los santifica procurándoles la pureza del cuerpo, ¿cuánto más la sangre de Cristo, que por virtud del Espíritu eterno se ofreció a sí mismo a Dios como víctima inmaculada, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas, para servir al Dios vivo?"

También es interesante el caso jurídico que se contempla en 27,1-11 y 36,1-3, donde se expone la situación de una familia con descendencia sólo femenina. Y la solución es bastante "progresista", teniendo en cuenta el contexto cultural. Se observa, pues, el esfuerzo por conservar el bien de la tierra y de la relativa autonomía de una tribu o de una familia, de forma que se impida su extinción. Por eso, tanto las grandes cuestiones como los pequeños problemas se sitúan bajo la luz de la "ley" divina, en la certeza de que hay que cumplir la voluntad de Dios no sólo en el culto (por otra parte cuidadosamente regulado), sino en el lapso total de la existencia individual y social.

A veces estas normas concretas tienen sutiles significados teológicos. Tal es el caso del nazireato, antigua institución sacral de Israel (6,1-21). Nazir es el que "ha sido apartado", es decir, consagrado a Dios, como Sansón (Jue 13,5), Samuel (l Sam 1,11) o como el Bautista (Lc 1,15) y el mismo Pablo (He 18,18; 21,23-25). El pasaje del capítulo 6 quiere codificar esta praxis antigua de consagración a la divinidad, incluyendo en el versículo 2 también a la mujer (cf Jue 13,4.7) y trazando tres compromisos ético-sociales concretos. El primero es el de la abstinencia de bebidas alcohólicas (vv. 3-4; cf Jer 35,6-7 para los recabitas, otro grupo religioso hebreo); el segundo es la negativa a cortarse el pelo (v. 5), signo de la consagración a Dios (es célebre la historia de la cabellera de Sansón); el tercer compromiso comprende, por el contrario, la observancia rigurosa de las leyes de pureza, sobre todo en relación con los cadáveres (vv. 6-7). También son consagrados a Dios los levitas y los sacerdotes, cuyas funciones se especifican repetidas veces dentro del libro. Es significativa la norma sobre la falta de propiedad territorial para la tribu de Leví: "El Señor dijo a Aarón: `Tú no tendrás herencia en su tierra, no habrá parte para ti en medio de ellos. Yo mismo seré tu herencia y tu parte en medio de los israelitas'"(18,20; cf 26,62; Dt 10,8-9; Jos 13,14.33; 14,3-4). El sacerdocio no debe verse entorpecido por las trabas del poder político o económico, sino que ha de referir a Dios todo el trabajo de las otras tribus. El Sal 16, obra probable de un levita, declara que la "herencia" y la "porción sacada a suerte" por el sacerdote no es un pedazo de tierra, sino el mismo Yhwh, como se dice precisamente en Núm 18,20 (Sal 16,5-6). Esto significa, más allá del valor concreto de la frase (vivir de los diezmos y de las ofrendas del culto), apertura a una entrega profunda e interior a Dios [/ Ley/ Derecho].

2. LOS GRANDES SÍMBOLOS. Dentro de las páginas narrativas y legales del libro de los Núm florecen a veces escenas de intenso colorido, que provocaron la posterior reflexión de la tradición judía y cristiana. Se trata de grandes símbolos, que han alimentado sobre todo la esperanza mesiánica. Escogemos, en particular, dos textos que han sido un punto de referencia fundamental en la teología bíblica y en la misma historia del arte cristiano. El primer pasaje se debe sustancialmente a la tradición yahvista y se encuentra en 21,4-9. Israel corre el riesgo de quedar eliminado a causa de las serpientes venenosas que anidan entre las piedras de la estepa. La solución del conflicto se pone en manos de Dios a través de un elemento sacral: la serpiente de bronce se convierte en el antídoto contra el veneno de las serpientes en una especie de "transfert", parecido al exvoto de los ratones de oro ofrecidos por los filisteos para hacer cesar la peste causada por el arca (lSam 6,4-5). El símbolo se convierte entonces en una especie de signo visible de la eficacia de la salvación que Dios ofrece a su pueblo. En esta línea se desarrolla la reflexión teológica sobre la salvación, que da sus primeros pasos ya en el AT. En efecto, el libro de la Sabiduría define la serpiente de bronce como "el símbolo de la salvación" que el Señor ofrece a todos los justos, como "salvador de todos" (Sab 16,6-7). Pero es sobre todo el evangelio de Juan el que procura que este símbolo se refiera a la salvación perfecta derivada de la "exaltación" pascual de Cristo en la cruz. Se establece de este modo un paralelo entre la serpiente levantada como signo de salvación para todos los que fijaban en ella su mirada y el Cristo elevado en la cruz, centro eficaz de salvación para todos los que lo miren con los ojos de la fe: "Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así será levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna" (Jn 3,14-15).

El segundo texto, igualmente célebre en el arte cristiano, es el de los capítulos 22-24, que tiene por protagonista a Balaán, un mago, arameo según la tradición elohísta (22,2.3b. 4a.5a.7b-10.12-16.19-21.35b-36.38.40-41; 23,1-24,1a), amonita según el yahvista, a quien debemos el resto de relato. El tema fundamental de ambas relaciones es la superación que el Señor sabe realizar de toda resistencia mágica y preternatural para proteger a su pueblo. Israel está creando el pánico entre los moabitas y los amonitas, que, temiendo un fracaso militar, recurren a la magia. Pero Balaán, a pesar de acoger las repetidas embajadas de Balac, rey de Moab, y de maniobrar con sus técnicas mágico-rituales, no sabe hacer otra cosa que pronunciar bendiciones en lugar de maldiciones. Nuestra atención se fija precisamente en las cuatro bendiciones pronunciadas a su pesar por Balaán. Llamadas en hebreo masal, género literario muy fluido, característico de la literatura sapiencial (proverbio, parábola, alegoría, poema...), estas celebraciones de Israel bendecido por Dios son un testimonio antiquísimo de la poesía hebrea (23,7-10; 23,18-24; 24,3-9; 24,15-24; otro ejemplo de poesía arcaica bíblica se cita en Núm 21,17-18, el canto de los excavadores de pozos).

Pero la tradición ha centrado su interés en un versículo del cuarto oráculo: "Una estrella se destaca de Jacob, surge un cetro de Israel..." (24,17), y lo ha transformado en un lugar clásico de la teología mesiánica. En efecto, si leemos la traducción aramea del targum de Onqelos, nos encontramos con esta interpretación: "Un rey se destaca de Jacob, un masiah (mesías-consagrado) surge de Israel". Sobre la base de esta interpretación libre, la estrella del versículo 17 ha pasado a ser el símbolo del mesías, aun cuando en su origen era solamente un signo real muy conocido en todo el Oriente (Is 14,12: el rey de Babel es llamado "lucifer", lucero, la estrella de la mañana). En este sentido es una estrella la que guía a los magos al reconocimiento mesiánico de Jesús (Mt 2,9-11), y el Apocalipsis llama a Cristo "la estrella de la mañana" (Ap 2,28; 22,16). En efecto, la luz era el fondo de toda aparición mesiánica, como había cantado Isaías en su espléndido himno al Emanuel del capítulo 9. También el cetro, símbolo del poder real, fue interpretado por la tradición como insignia mesiánica (véase la bendición de Judá en Gén 49,10) [/ Mesianismo III, lc].

Hay, por tanto, una espiritualidad que nace del desierto, de los signos de amor de Yhwh, de la elección de Israel, y que se basa en los pasajes de los Núm. Hay también una espiritualidad que se desarrolla dentro del mismo texto, y que exalta a menudo la confianza en Dios y la fidelidad a su palabra. El testimonio más espléndido de esta espiritualidad debe buscarse en la bendición sacerdotal de Núm 6,22-27, parcialmente recogida en algunos salmos (121,7-8; cf 4,7; 31,17; 122,6-7): "Que el Señor te bendiga y te guarde. Que el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y te conceda su gracia. Que el Señor vuelva hacia ti su rostro y te conceda la paz". Todavía hoy se usa en la liturgia sinagogal y se ha introducido en el leccionario litúrgico católico del día de año nuevo; esta bendición ha sido enseñada por Dios mismo, que se la ha confiado a sus sacerdotes. De esta forma se confirma su validez y su eficacia. Los sacerdotes tienen, por así decirlo, la función de "consagrar" a los israelitas, poniéndolos bajo la sombra de la bendición divina (v. 27). Se realiza así la solemne declaración del Sinaí: "Vosotros seréis un reino de sacerdotes, un pueblo santo" (Ex 19,6).

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G. Ravasi