NIÑO
DicTB
 

SUMARIO: I. El niño en la cultura bíblica. II. Someterse a Dios como niños. III. El niño Jesús: 1. Interpretación de los evangelios de la infancia; 2. La infancia de Jesús y el imperativo de hacerse como niños. IV. Ya no niños.
 

I. EL NIÑO EN LA CULTURA BÍBLICA. La razón por la que este artículo comienza con una breve presentación de las ideas comunes en el ambiente bíblico depende del hecho de que hemos de saber cómo era considerado el niño en la opinión pública para poder explicar la palabra de Jesús, según la cual "el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él" (Mc 10,15). Esta frase, que examinaremos más adelante junto con sus paralelos, supone que se sabe lo que es un niño y lo que significa ser como él. Y puesto que se trata de una condición "sine qua non" para participar de la salvación, resulta de importancia primordial el estudio sobre el niño en la cultura del mundo bíblico.

Corresponde sustancialmente a la verdad la afirmación corriente de que el niño, a diferencia de lo que sucede en nuestra cultura occidental contemporánea, no constituía en el mundo bíblico el centro de atención y de cuidado de los adultos. Podría decirse que, algo así como ocurría en nuestros antiguos ambientes campesinos, los niños eran queridos, tratados y educados de forma conveniente, pero al mismo tiempo se les trataba con cierta negligencia o despego. La verdadera vida era la de los adultos, y de los niños se esperaba que llegasen a serlo.

Sin embargo —para corregir parcialmente una afirmación simplista sobre la escasa importancia que se le habría concedido al niño en el mundo hebreo—, hay que subrayar que el amor de los padres a sus hijos más pequeños es un factor constante también en el mundo bíblico y que —cosa todavía más interesante— siempre fue mirado con simpatía por los autores que tuvieron ocasión de hablar de él en sus narraciones. Estos episodios no están presentes de modo uniforme en toda la literatura bíblica, sino que se concentran sobre todo, aunque no exclusivamente, en las tradiciones sobre los patriarcas y en las historias de la sucesión del primero y segundo libro de Samuel. Si se acepta la hipótesis de que estas últimas nacieron en el ambiente de los escribas de la corte de Jerusalén, habrá que reconocer que debemos también esta simpatía por los niños probablemente a ese típico interés humanista por los hechos, los caracteres y las peculiaridades de las personas humanas que animó a aquellos círculos de sabios. Por eso precisamente resultan preciosos estos textos. Su fiabilidad como documentos veraces de una mentalidad generalizada se basa en que provienen de un ambiente en donde se observa y se describe de buen grado al hombre tal como es, sin instrumentalizar las narraciones en orden a una finalidad catequética, aun cuando —como es lógico— no estén ausentes las intenciones teológicas. También las tradiciones sobre los patriarcas conservan, incluso en la redacción E, su sabor de sagas de clan destinadas a hablar del hombre, aunque la reinterpretación de fe inspirada en el éxodo y en la alianza hizo de ellas informes sobre las etapas de la realización de la promesa. Si se tiene en cuenta la elevada proporción de humanismo que circula en estas tradiciones, se reconocerá también que son éstas las fuentes primarias y más ricas de informaciones objetivas para conocer lo que pensaba de verdad la gente de aquel tiempo.

Los textos a que nos referimos son no sólo aquellos en los que se expresa el gozo por el nacimiento de un hijo surgido de la admiración ante el misterio de la fecundidad o, más prosaicamente, de la esperanza en la futura aportación de trabajo que supondrá el hijo, sino también aquellos en que se narra —con evidente complacencia por parte de los narradores— la felicidad que sienten los padres y las madres por la belleza del niño o por el hecho de ser fruto de su amor. La madre de Moisés tiene a su hijo escondido porque había visto que era hermoso (Ex 2,2). El relato de E de Agar, que esconde a su hijo bajo un matorral porque no tiene ánimos para verlo morir de sed (Gén 21,16), revela una sensibilidad espontánea y al mismo tiempo refinada (que probablemente le viene al moralista E de la tradición) ante los temas del amor maternal y del cariño que suscita una criatura pequeña, bonita e indefensa. Consideraciones análogas podrían hacerse sobre las delicadas tramas de afecto que el autor va tejiendo en la historia de José a propósito de él, de Benjamín y del anciano padre Jacob. Son narraciones en las cuales el objeto del interés no es sólo la descendencia o la dinastía, sino el hijo en cuanto niño, más frágil y más bello que los demás hermanos, que ha llegado en la vejez de los padres, y por eso mismo es más querido. Cuando David ayuna para salvar la vida del niño que le ha dado Betsabé, la motivación no es ciertamente dinástica en el momento en que esto ocurre, sino profundamente humana. Creemos que los hebreos, desde los comienzos de su historia hasta los tiempos de Jesús, veían a los niños en esta perspectiva, que está más cerca de la nuestra de lo que se piensa muchas veces.

La reticencia de otros filones de la tradición en el tratamiento de estos temas afectivos puede depender de la prevalencia de intenciones didácticas o teológicas, que acabaron sofocando todo realismo. Citamos, a modo de ejemplo, dos textos muy lejanos entre sí por época y por cultura, pero los dos relativos a los niños. El relato paradójico y severo de 2Mac 7 contiene ciertamente una gran lección sobre el valor de la fe monoteísta y del martirio, pero va más allá de todo realismo y hasta del buen gusto; ninguna madre ni ningún niño puede vivir su santidad de forma tan sobrehumana. Se trata de una escena forzada producida por una mala literatura, aun cuando la palabra de Dios pasa también con su mensaje a través de esas líneas. El otro episodio, más ligero y pintoresco, es el de Eliseo haciendo que dos osas despedazasen a cuarenta y dos rapazuelos, culpables de haberse burlado de su calvicie (2Re 2,23). A un profeta de tamaña estatura no pueden bastarle dos bofetones, ya que la narración quiere poner de relieve el valor único de su misión para la historia de Israel. Pero el episodio no nos dice absolutamente nada de lo que pensaba Eliseo de los niños y del valor más o menos precioso de su vida. Tampoco el hecho de que semejante anécdota pudiese circular sin suscitar repulsas nos autoriza a deducir gran cosa sobre la escasa consideración en que se tendría a los niños. Nos hace comprender únicamente en qué aprecio eran tenidos los profetas, precisamente porque se trataba de una historia profética con intenciones didácticas y no de una descripción de la vida de la época. De forma análoga, las insistencias de los sabios en la necesidad de una educación rigurosa y severa de los niños (p.ej., Prov 22,15) pagan tributo a su típico género literario.

Los padres y los parientes que, según Mc 10,13, presentan los niños a Jesús para que los haga fuertes tocándolos y los bendiga expresan la preocupación común por su crecimiento, el afecto de la gente del pueblo a todos los niños que viven en él, la esperanza de que su vida sea mejor que la de sus padres. Y los discípulos ciertamente no los apartan por desprecio, sino sólo porque quieren mantener una zona de respeto y un poco de tranquilidad en torno a su maestro. El niño no importa mucho por lo que es, sino que es querido y tratado con vistas a lo que será: así pensaban los contemporáneos de Jesús, y también ciertamente él mismo.

II. SOMETERSE A DIOS COMO NIÑOS. El pensamiento de Jesús sobre los niños y sobre la ejemplaridad de la infancia respecto a la justa relación con Dios en el reino se deduce de dos grupos distintos de tradiciones sinópticas. El primer grupo lo constituyen Mc 10,13-16 y paralelos (Mt 19,13-15; Lc 18,15-17); el segundo, Mc 9,33-37 y paralelos (Mt 18,1-5; Lc 9,46-48). Debemos considerarlos por separado.

La primera tradición se presenta en su redacción más arcaica en Marcos. Los niños, según la narración de Mc 10,13-16, son presentados por sus padres a Jesús para que los bendiga y los toque. Esta iniciativa es históricamente verosímil: la gente de una aldea palestina quiere aprovecharse de la presencia de un maestro y de un taumaturgo como Jesús a fin de obtener en favor de los niños una protección divina especial para su futuro y su crecimiento. El reproche de los discípulos, como ya hemos indicado, no denota desprecio para los niños, sino más bien estima por su maestro y preocupación por la tranquilidad y el respeto que se debe a Jesús. El es un rabbí que no pierde el tiempo con los niños, ya que tiene la misión de instruir a los que están ya en edad de comprender el valor de la ley y de la educación en la fe. Detrás de esta anécdota se observa un interés cristológico; se desea dejar bien clara la consideración que hay que tener con Jesús y los fines y motivaciones por los que hay que acudir a él. La tradición marciana se interesa sobre todo en definir progresivamente quién es de verdad Jesús y en corregir las aproximaciones equivocadas de la gente y de los discípulos. También este episodio pretende aclarar cuál es la misión auténtica de Jesús, y por consiguiente qué actitud se requiere para acudir a él como discípulo. Esto es precisamente lo que se tiene en cuenta en la frase de Jesús: "Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios" (Mc 10,14). La frase griega "de los que son como ellos", o más literalmente "de los tales" (idéntica en el griego de los tres sinópticos, aunque inexplicablemente traducida de forma distinta en algunas ediciones), aclara que no son ya los niños en cuanto tales los que pueden ir a Jesús, sino también aquellos que, sin ser niños por su edad, se hacen como ellos. Mientras que los discípulos pensaban que para llegar a Jesús era adecuada sólo la condición personal del adulto, él invierte la posición recordando a los adultos la necesidad de volver a ser como niños. Está implícita la idea de una conversión necesaria, explicitada en la frase inmediatamente posterior (que sólo Mt traslada a otro contexto): "Os aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él" (Mc 10,15). La determinación de lo que caracteriza al niño y debe ser recuperado por el adulto se ha de orientar en este párrafo precisamente ante todo hacia el no ser todavía adulto, hacia la indeterminación respecto al propio futuro y hacia la consiguiente disponibilidad a ser educado y crecer, para llegar a lo que no se es o no se es todavía. Se trata, en otras palabras, de la apertura fundamental a la conversión, no como conquista humana, sino como recepción de un don y como obediencia a un guía. El verdadero sentido de la expresión "recibir el reino de Dios como un niño", transmitida por esta tradición sinóptica, equivale al concepto expresado de otra forma en la tradición joanea, en Jn 3,5.7s. Es interesante que en Jn Jesús esté dialogando con un adulto que es maestro en Israel y que no concibe tener que comenzar de nuevo a formar su cultura y su personalidad humana y religiosa. A este adulto, sabio y justamente seguro de su recta formación, le dice Jesús que tiene que hacerse de nuevo discípulo y aceptar una nueva instrucción de quien habla de lo que sabe y de lo que ha visto (Jn 3,11). El nuevo nacimiento del Espíritu exige una disponibilidad total a dejarse reconstruir como hombres, lo cual equivale al ser como niños de la tradición sinóptica. En esta línea, el Pablo de Flp 3,4-14 es el modelo de quien ha vuelto a ser niño, ya que, incluso después de varios años de misión, se olvida del pasado y tiende hacia el porvenir siguiendo "la vocación celestial de Dios en Cristo Jesús" (Flp 3,13-14).

La segunda tradición de frases sobre el niño ha conservado probablemente su forma más arcaica en Lc 9,47 + 48b (48a es una ampliación redaccional que inserta una frase dicha originalmente en otro contexto). Aquí se trata ante todo de una problemática eclesiológica ("quien es el mayor"). Por eso el niño es un símbolo claro de carencia de poder, de fuerza y de autoridad; es el prototipo de la humildad y del servicio. Pero también este principio eclesiológico tiene un fundamento cristológico —así lo demuestran los desarrollos paralelos de este tema en Lc 22,24-27 y en Jn 13,1-20, colocados ambos significativamente en el contexto de la última cena , ya que la razón última de por qué en la Iglesia el más pequeño es el más grande consiste en el hecho de que el plan divino hace pasar el camino de la salvación a través de la humillación del Hijo hasta la posición de siervo crucificado. Por tanto, la tradición que insertó en la perícopa lucana y marciana la frase: "El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí, y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado" (Le 9,48a; Mc 9,37), explicitó una teología perfectamente coherente. La referencia a la teología del siervo, subyacente en esta tradición, hace menos central la figura del niño de lo que era en la otra tradición anteriormente examinada. Aquí el niño es una simple imagen provocativa, una especie de símbolo más; pero la clave para la determinación de las funciones eclesiales justas no se sigue tanto de la comprensión de la condición naturaldel niño (como en el caso anterior), sino más bien de aquella posición en que el adulto Jesús se situó en obediencia a Dios, asumiendo la configuración del siervo que da su vida. Puede encontrarse una confirmación indirecta de esta interpretación en el hecho de que, especialmente en la redacción de Mateo, viene enseguida un deslizamiento conceptual y terminológico desde el niño (paidíon) al pequeño (mikrós, o neóteros en Lc 22,26).

Para intentar una síntesis de lo que quería decir Jesús a sus discípulos sirviéndose de la figura del niño, aunque el procedimiento no parezca rigurosamente exegético, podríamos partir del gesto de Jesús de "tomar a un niño y ponerlo a su lado" (cf Lc 9,47). Visualmente tenemos así la contraposición entre Jesús y el niño por un lado y los adultos por otro. Ninguno de esos adultos —aunque, como se ha dicho, no se infravalore el valor de un niño—, desea volver a serlo. El adulto está orgulloso de serlo, y justamente se niega a volver a la condición infantil. Se negaría también a seguir a Jesús si éste no se le presentase como fuerte y señor de sí mismo, como más adulto que él. Pues bien, Jesús se pone de parte del niño y exige que se haga lo mismo. En este gesto desconcertante traduce visiblemente la necesidad de negarse a sí mismo, de renunciar a toda autosuficiencia y autorregulación (en el sentido paulino de la palabra), e invita al hombre a una conversión radical y a una obediencia ilimitada al plan salvífico de Dios. Cuando la tradición sinóptica elaboró este cuadro en el que Jesús y un niño están frente a los adultos, creó un equivalente visual de la teología paulina de la salvación mediante la fe en la bondad gratuita de Dios que justifica.

III. EL NIÑO JESÚS. Si hay que considerar a Jesús prototipo del pequeño —que invita a sus discípulos a acoger el don del nuevo nacimiento y a permanecer durante toda la vida en la condición voluntaria de hijos de Dios, hechos hombres continuamente por él y en él—, puede ser interesante releer la presentación bíblica de la infancia de Jesús, a fin de descubrir qué revelación salvífica puede surgir de aquella fase de su vida en la cual también él fue físicamente niño. El modo como la palabra de Dios interpreta los sucesos de la infancia de Jesús nos transmite realmente el sentido que tiene para toda la historia de la salvación ese modo de referirse a Dios y a la vida que vivió el salvador como niño. Pero antes de recoger estas indicaciones teológicas, la delicadeza de la materia y la amplitud de la investigación exegética y hermenéutica reciente imponen la necesidad de abrir un breve paréntesis para concretar la situación actual de la interpretación de los llamados "evangelios de la infancia".

1. INTERPRETACIÓN DE LOS EVANGELIOS DE LA INFANCIA. El problema que con mayor frecuencia se asoma en primer lugar es el de la historicidad. Son aún muchos los cristianos, en todos los ambientes, que al leer los primeros capítulos de Mt y de Lc perciben a veces de forma subconsciente, que el carácter "maravilloso" de esas narraciones sugiere una analogía, que ellos valoran enseguida como una peligrosa tentación contra la fe, con los géneros literarios de la leyenda o de la narración edificante. La misma existencia de la tradición del belén confirma que estamos en un terreno en donde la creatividad y la expresividad artística o sentimental tienen más peso que la documentada sobriedad de la actitud historiográfica. Esta sensación, que se teme como peligrosa, parece provocar una especie de reacción psicológica que lleva a querer defender, a veces de manera acrítica, como absolutamente históricos todos los detalles de los relatos sobre la infancia de Jesús. Especialmente para la narración lucana se insiste en la posibilidad de que María fuese la que informó al evangelista y se excluye a priori toda propuesta exegética que parezca poner en discusión la facticidad material de todos los detalles del texto. El peligro más grave de esta actitud es que se cierra, en general, a la posibilidad de ir más allá del problema positivista de la historicidad para apreciar los valores teológicos de las narraciones sobre la infancia. De hecho, la exégesis reciente está más interesada en éstos que en la simple verificación de la veridicidad histórica. La historicidad sustancial de los hechos que suponen los textos actuales es perfectamente admisible, aunque difícilmente se puede ir más allá de un simple veredicto de verosimilitud o de indemostrabilidad de su no historicidad. Para el análisis de estos problemas hay que recurrir evidentemente a estudios específicos. Lo que importa señalar es que la reducción de la investigación a la verificación de la historicidad traiciona la verdadera intención de los textos. Estos no pertenecen, como género literario, a la historiografía. Si se sigue con fidelidad la intención que manifiestan los autores con su modo de componer las narraciones, nos damos cuenta de que muchas veces la pregunta sobre la historicidad acaba siendo necesariamente soslayada (o dejada a un análisis ulterior de aquellas informaciones que contiene el texto, aunque no sea su intención primaria transmitirlas como mensaje específico), para dejar sitio a una reflexión teológica que representa la verdadera intención de los textos. La cosa resultará más clara todavía tras una breve exposición de las características de / Mateo y de / Lucas.

El texto de Mateo comprende, después de la genealogía, cinco escenas caracterizadas por una cita profética de cumplimiento. Tres de ellas tienen en el centro un sueño de José, cuyo fin es mostrar el origen divino de los acontecimientos. Los hechos que se narran son: el anuncio a José del nacimiento de Jesús, la venida de los magos, la huida a Egipto, la matanza de los inocentes, el regreso de Egipto. Las referencias al Antiguo Testamento van más allá de las citas explícitas, y comprenden el tema del nacimiento del rey mesías, de la adoración de los pueblos, del reconocimiento profético de Balaán, del intento del faraón de matar a Moisés.

El objetivo primordial de estos episodios cargados de simbologías y de alusiones parece ser la creación de un vínculo entre lo que nosotros llamamos AT y la misión salvífica de Jesús. El es el mesías de Israel, como lo demuestra la genealogía, pero es también el Hijo de Dios vivo; más aún, el Dios con nosotros. El carácter extraordinario de su nacimiento es signo de la unicidad de su persona y de su doble procedencia de Dios y de la historia de Israel. En cierto sentido, Jesús reencarna y revive algunos episodios esenciales de la vida de Israel, sobre todo la salvación de Egipto. En conexión con esta profunda solidaridad con Israel está el drama que Mateo anticipa en los sucesos de la infancia, aunque sólo llegue a revelarse plenamente en los episodios pospascuales. Los dirigentes de Israel, prefigurados aquí en los sacerdotes y en Herodes, se niegan a reconocerlo, a diferencia de los paganos, prefigurados en los magos, que lo proclaman precisamente rey de Israel y, en cuanto tal, Señor suyo. La amenaza de muerte que Jesús logra esquivar es ya una prefiguración de su liberación por obra de Dios de aquella cruz que le impondrá otra autoridad, extranjera como Herodes, pero apoyada en las autoridades judías. José es el símbolo del pueblo de Israel, que reconoce en Jesús al Hijo de Dios y consigue ofrecerlo a la adoración tanto de los israelitas como de los paganos creyentes. Por eso la historia de la infancia concluye con el viaje a Nazaret, a aquella Galilea de los gentiles de la que partirá más tarde la misión del Jesús adulto. La narración mateana de la infancia tiene, por consiguiente, como finalidad servir de quicio entre la fe del antiguo Israel y la salvación definitiva que se lleva a cabo en Jesús; intenta mostrar cómo en Jesús llega Israel al cumplimiento de su vocación, precisamente porque todas las gentes vienen a adorarlo, a pesar de los obstáculos que las mismas autoridades judías se empeñan en poner. Es un relato que supone la pascua, la misión y una cristología ya madura. Proviene de una comunidad que ha sufrido el drama de la incredulidad de los grupos judíos.

La narración de Lucas es totalmente distinta. Como forma, está estructurada en escenas paralelas (los dípticos de las anunciaciones y de los nacimientos) y se enriquece con la inserción de tres cánticos de alabanza. Los personajes son más numerosos y están más caracterizados. Las alusiones al AT son muy numerosas, pero no tienen la forma de citas de cumplimiento, sino más bien de alusiones cultas y refinadas, que evocan una atmósfera, insertan a un personaje en una tipología, evocan valores y perspectivas. Así se encuentra en la pareja Zacarías-Isabel el recuerdo de Abrahán y Sara; María evoca a la hija de Sión y quizá el arca de la alianza; los cánticos reflejan la espiritualidad de los anawim (los pobres del Señor); las anunciaciones recuerdan a Sansón, y la infancia de Jesús la de Samuel. Una multitud de valores, de formas expresivas y de experiencias humanas del pasado se funden ahora entre sí y rodean la figura de Jesús de una especie de amorosa comprensión, que se expresa en la alabanza y en la acción de gracias. El drama de la incredulidad de Israel está lejos de las perspectivas de Lucas. Para él Jerusalén no es el lugar de la hostilidad a Jesús, sino más bien la ciudad en donde se lleva a cabo la obra salvífica definitiva de Dios. El relato lucano de la infancia se abre en Jerusalén con la escena del anuncio a Zacarías, de la que surge la idea de que la antigua tradición no está todavía plenamente madura para la fe. Pero cuando Jesús en persona se dirige a la ciudad, las fuerzas más antiguas del antiguo Israel, personificadas en Simeón y en Ana, lo reconocen como salvación de Israel y como luz de los gentiles. Significativamente, la sección lucana sobre la infancia concluye con la visita de Jesús al templo a los doce años de edad. Aquí Jesús se revela, al mismo tiempo, como el que supera la sabiduría y los valores de la tradición, pero también como el que los asume en sí mismo mediante la total obediencia a la voluntad del Padre. Así pues, la aparición de Jesús en Lucas crea, en cualquier sitio en que él se coloque, la posibilidad real de que explote gozosamente una acogida grata y plena de fe. Los episodios de la infancia son de este modo el signo premonitor de que habrá de imponerse en la historia, fuerte y dulce al mismo tiempo, la salvación cristiana. Se vislumbra ya la Iglesia, porque el Espíritu está operando en estos comienzos de la vida de Jesús lo mismo que actuará en el comienzo de los Hechos. María unifica en sí misma a Israel y a la Iglesia, ya que con la misma actitud de sierva del Señor que acoge su gracia está presente en el antiguo Israel como lo estará en la Iglesia naciente.

2. LA INFANCIA DE JESÚS Y EL IMPERATIVO DE HACERSE COMO NIÑOS. La pregunta que ahora nos planteamos es si la infancia de Jesús podrá iluminar quizá esa teología del volver a hacerse como niños, que exponíamos en el segundo párrafo. Aunque pudiera parecer obvio, se puede empezar con la constatación de que, en su infancia, Jesús es descrito precisamente y tan sólo como un niño (el episodio de Jesús en el templo no es una excepción, ya que habla como muchacho de doce años que entra en el mundo de los adultos), en torno al cual se realizan grandes acontecimientos que él, como cualquier niño, tiene que asumir, porque son otros los que deciden por él. La falta de toda anticipación legendaria de poderes excepcionales o propios del adulto (que se encuentran, por el contrario, en los textos apócrifos), además de ser una señal de la fidelidad histórica de base de los evangelistas, es también señal de una correcta cristología. Jesús es el Hijo de Dios desde su nacimiento; pero lo es en la auténtica condición de hombre o, más bíblicamente, de carne, es decir, de hombre en su debilidad creatural [/ Corporeidad II]. Esta toma de posición consciente preserva las narraciones de la infancia de la contaminación de exageraciones milagreras inadecuadas. La condición de niño de Jesús aparece como un estado que él vive con suma naturalidad, igual en todo a los demás niños. Semejante economía de encarnación prepara para Jesús la existencia del siervo, que no sólo no toma nada para sí, sino que renuncia a su vida por los demás y anticipa la enseñanza general sobre el valor del pequeño y del humilde en la economía de la salvación. En esta misma línea no carece de importancia el hecho de que este niño —cuya grandeza reconocen muchos, especialmente en el evangelio de Lucas—viva en realidad una existencia modesta y hasta dolorosa y perseguida —en la concepción de Mateo—.

Otra característica, propia de cualquier niño, pero presente de manera muy especial en Jesús, es la de la obediencia. Esta se dirige ante todo a los padres, con diversos matices en Mt y en Lc; pero mediante ellos el niño Jesús obedece a Dios y a sus planes. En Mt pasa a través de la decisión de José el proyecto divino de hacer revivir a Jesús experiencias análogas a las del antiguo Israel; de esta manera el niño Jesús queda colocado en estado de obediencia incluso frente a la historia ya vivida por su pueblo y se ve sometido a Dios y a los padres. Vive así aquella experiencia de dejarse educar que, como hemos visto, es característica de la condición infantil normal. El tema de la obediencia está aún más directamente presente en Lucas, en el que el crecimiento de Jesús en sabiduría, edad y gracia se identifica con su reconocimiento progresivo del Padre, de quien solamente ha de ocuparse. Si en Mateo prevalece la dimensión histórico-salvífica, en Lucas se acentúa más la atención del crecimiento psicológico de Jesús hacia el reconocimiento pleno de Dios como Padre, que se traduce en la sumisión temporal a su familia como signo de obediencia a la que nosotros llamamos la economía de la encarnación. En toda la narración de Lucas se palpa una atmósfera llena de signos divinos, evangélicos, maravillosos, en la que resuenan variados y numerosos temas salvíficos más antiguos y se vislumbra un futuro que, a pesar de la profecía de Simeón (Lc 2,34s), es de luz y de salvación para todas las gentes. Casi acunado en esta atmósfera, el Jesús de Lucas crece para Dios como la nueva criatura totalmente orientada hacia el futuro, cargado de misterio, pero también de gozo y de seguridad, que Dios está preparando. El niño Jesús se convierte entonces en el signo consolador de lo que puede significar para cada uno de los hombres comenzar de nuevo a existir dentro del ámbito del Espíritu del Dios que salva, el signo de la infancia continua a la que está llamada la Iglesia en cada una de las etapas de su vida. Precisamente por esto la atmósfera que envuelve las narraciones de los Hechos sobre la Iglesia naciente se parece tanto, en algunos pasajes, a la de los relatos sobre la infancia de Jesús, ya que está impregnada de los mismos sentimientos de pobreza, de gozo, de sencillez. El nuevo mundo de los pobres totalmente confiados en Dios, de los anawim cristianos, pequeños y niños en el Espíritu, es la continuación, por obra del Espíritu, de ese gozo de existir para el Padre dentro de esta humilde historia que revelan los textos sobre la infancia de Jesús.

Lógicamente, no hay que exagerar demasiado la conexión entre los evangelios de la infancia y la temática del volver a ser como niños, para no caer en el error metodológico de querer a toda costa hacer coincidir unos textos que tienen un origen y una finalidad distintos. Sin embargo, después de cuanto hemos dicho, no parece infundado afirmar que —para responder a la pregunta de qué es lo que se entiende por niño cuando se dice que hay que hacerse como ellos para entrar en el reino— se puede atender también al modo de ser niño que la tradición evangélica atribuyó a Jesús. También aquí nos encontramos con el tema de dejarse formar como hombres por Dios solamente en la obediencia y en la humildad, lo cual confirma el acierto de la interpretación que se dio a los textos sinópticos sobre el niño.

IV. YA NO NIÑOS. Para ser completos, hemos de aludir a un último uso de la imagen del niño, que difiere del modelo con que nos hemos encontrado hasta ahora. Se trata de textos en los que, en vez de hacerse de nuevo como niños, se invita a superar los límites de la condición infantil. La primera carta de Pedro (2,2) exhorta así a los neófitos: "Como niños recién nacidos apeteced la leche espiritual no adulterada, para que alimentados con ella crezcáis en orden a la salvación". Este texto es sólo aparentemente distinto del de los sinópticos. Suponiendo que la conversión cristiana es un nuevo nacimiento, es lógico decir que el recién convertido vuelve a partir de cero como un recién nacido y se deja alimentar por la leche de la catequesis cristiana (de la que podría ser muy bien un ejemplo esta primera carta de Pedro) para crecer como hombre nuevo. Una vez hecho adulto en Cristo, no dejará de ser niño en el sentido de totalmente dependiente de Dios.

Es análoga, aunque ligeramente más peyorativa, la calificación de niños que Pablo da a los corintios en 1Cor 3,1, ya que la leche de que aquí se habla es imagen de una educación, necesaria, ciertamente, pero imperfecta.

En otros dos casos, por el contrario, la analogía con el niño se refiere a la inmadurez y a la indecisión del sujeto (Ef 4,14) o a la imperfección del conocimiento (1 Cor 13,11). En ambos casos el niño indica carencia, mientras que el adulto denota madurez y plenitud. Pero se trata de aquella madurez que proviene de la dependencia de Cristo y que los sinópticos comparan con el volver a ser como niños. En efecto, el meollo del mensaje no es que hay que seguir siendo lo que se es, sino que hay que disponerse para ser una nueva criatura en Cristo. No hay ninguna contradicción temática, sino simple diversidad en la aplicación de una metáfora distinta.

BIBL.: HENDRICKX H., Los relatos de la infancia, Paulinas, Madrid 1986; KRAUSE G., Die Kinder im Evangelium, Klotz, Stuttgart-Gotinga 1973; LEGASSE S., Jésus et lenfanr "enfant"; "petit "e[ "simples "dans la tradition synoptique, Gabalda, París 1969; WEBER H.R., Gesú e i bambini, Ed. Paoline, Roma 1981. Es muy extensa la bibliografía sobre la infancia de Jesús y se puede encontrar un elenco en los estudios de G. Leonardi y O. da Spinetoli, que citamos más abajo. Nos limitamos aquí a algunos textos especialmente significativos: BROWN R.E., El nacimiento del Mesías. Comentario a los relatos de la infancia, Cristiandad, Madrid 1982; LAURENTIN R., I Vangeli dellfnfanzia di Cristo, Ed. Paoline, Roma 19862; LEONARDI G., L'infanzia di Gesú nei Vangeli di Matteo e Luca, Gregoriana, Padova 1975; PERROT Ch., Los relatos de la infancia de Jesús, Verbo Divino, Estella 1978; PIKAZA J., Los orígenes de Jesús, Sígueme, Salamanca, 351-361; SALAS A., Los evangelios de la infancia, Biblia y Fe, Madrid 1976; SPINETOLI O. da, Interpretazione dei Vangeli dell'infanzia, Cittadella, Asís 1976.

R. Cavedo