HOMBRE
DicTB
 

SUMARIO: I. Estructuras antropológicas: 1. Ser vivo; 2. Ser terrestre, frágil, corruptible y mortal; 3. Ser vivificado por una chispa divina; 4. Ser relacionado con el mundo, con los otros y con Dios. II. Criatura de Dios en un mundo creado: 1. Imagen de Dios; 2. Origen edénico; 3. Finitud creatural y dependencia del Creador; 4. El Creador cuida de su criatura. III. La condición humana según los sabios de Israel. IV. Bajo el signo del pecado y de la gracia: antropología soteriológica: 1. La perspectiva histórico-salvífica del yahvista; 2. Corazón de piedra y corazón de carne: el mensaje de Jeremías y de Ezequiel; 3. El testimonio del Salterio; 4. La palabra de Jesús de Nazaret; 5. La antropología soteriológica de Pablo: a) Pesimismo de la naturaleza, b) Optimismo de la gracia; 6. La reflexión de Juan.


El interés de la Biblia por el hombre se da por descontado. Pero es diverso preguntarse en qué sentido puede hablarse de una antropología bíblica. En otras palabras, ¿los libros de las Sagradas Escrituras hebreas y cristianas tienen una concepción precisa y explícita del hombre: origen, naturaleza, condición existencial, historia, destino último? Más en concreto, ¿es ante todo posible descubrir ahí una antropología esencialista o estructural, encaminada a determinar la naturaleza constitutiva del hombre, ser entre los demás seres? He dicho antropología; pero, dada la diversidad cultural que se da en la biblioteca de los libros escriturísticos, que registra libros lingüística e históricamente poliformes, sería mejor hablar de antropologías. Y aquí se impone la exigencia de una confrontación con otros mundos culturales, en particular con el de matriz griega.

La segunda polaridad de nuestra pregunta se sitúa justamente a nivel teológico: ¿Existe en la Biblia una antropología revelada; y de ser así, cuáles son sus líneas básicas? Dicho de otra manera, ¿la palabra de Dios, testimoniada en las Sagradas Escrituras del pueblo israelita y de los orígenes cristianos, al descubrir el rostro de Yhwh y del Padre de Jesucristo, descubre también el hombre a él mismo y cómo? ¿Implica la fe de los hombres bíblicos —adhesión plena al proyecto de Dios manifestado en la historia de Israel, en la existencia de Cristo y en las experiencias de las primeras comunidades cristianas— una determinada comprensión del hombre, de su existencia y de su historia?

Si la respuesta a estos dos interrogantes es afirmativa, el verdadero problema consistirá en determinar los contenidos relativos, pero que tienen una valoración diversa en el campo teológico. Pues nos parece necesario insistir en la neta distinción de los dos niveles de nuestro examen, encaminado a descubrir la antropología bíblica. En el primer caso entraremos en posesión de datos genéricamente filosóficos de una o varias antropologías de carácter semítico y acaso helenístico, que se pueden clasificar en la vitrina tipológica de las varias concepciones de la estructura ontológica del hombre; en cambio, en el segundo nos encontraremos ante una imagen definida del partner del Dios bíblico, creador y liberador, la cual se impone a la aceptación de los creyentes.

Para no caer en la tentación de presentar un discurso general y hasta genérico, parece útil atenerse por regla general a los pasajes bíblicos que se refieren al tema del hombre y que nos ofrecen una visión universal. Resumiendo, en principio no entrará en nuestro campo de examen cuanto afirma la Biblia del pueblo de Dios y de sus miembros. De hecho, nos servirán de ayuda el término hebreo 'adam (hombre) o ben ádam (hijo del hombre) y el sustantivo griego correspondiente, ánthropos (y a veces también anér).

[Elementos de antropología bíblica se encuentran diseminados un poco por todas partes en este Diccionario. Nos limitamos aquí a las referencias más consistentes, a las que será útil dirigirse durante y después de la lectura del presente artículo. Ver sobre todo las voces Génesis II, 1; Jeremías III; Macabeos III, 2; Sabiduría VII; IX; Job III; Salmos IV, 5; V; Proverbios III; Qohélet III; Sabiduría (Libro de la) II, 1-2; Sirácida IV; Evangelio; Mateo; Marcos; Lucas; Juan II; Pablo III; Romanos III, 1; 1Cor III, 3c; / Corporeidad].

I. ESTRUCTURAS ANTROPOLÓGICAS. Los escritores bíblicos no se preocuparon ciertamente de afrontar explicitis verbis la cuestión "quid est homo". Su preocupación se limitó a valorar su ubicación existencial e histórica ante Dios, creador y salvador, que lo ha elegido como partner de un diálogo comprometido. Mas ¿cómo hablar del hombre sin tener de él de hecho una percepción previa e irrefleja? No estamos, pues, en el ámbito de la fe testimoniada por los escritos bíblicos, sino en el de su cultura de signo antropológico.

Apresurémonos a decir que en los testimonios bíblicos prevalece, aunque no de forma única y exclusiva, una concepción rígidamente compacta del hombre, comprendido como unidad y totalidad psicofísica, en la cual no se pueden distinguir, y mucho menos separar, partes componentes o principios ontológicos diversos, agregados de forma que integren un todo. Dicho de una forma sintética, según la antropología semítica propia de casi todo el A y el NT, el hombre no se puede considerar un compuesto, constituido por un alma, principio espiritual, y por un cuerpo, principio material, como ocurre, en cambio, en la antropología griega.

Añadamos, sin embargo, que los autores bíblicos ven en el hombre una realidad compleja, variopinta, pluridimensional. Por eso hablan de su "alma" (nefe /psyché), de su "carne" (basar/sarx), de su "espíritu" (ruáh/ neúma), de su "cuerpo" (sóma). Nótese bien: mientras que nosotros decimos espontáneamente que el hombre tiene alma, carne, espíritu, cuerpo, eso no vale para los escritores bíblicos de cultura semítica, pues a sus ojos es cierto que el hombre es alma, carne, espíritu, cuerpo, es decir, respectivamente, ser vivo, sujeto mundano, caduco y mortal, persona dotada de una chispa divina vital, yo constitutivamente relacionado con Dios, con los demás y con el mundo.

No faltan, sin embargo, en la Biblia testimonios de una antropología dicotómica de inspiración griega, exactamente allí donde el alma humana (psyché), contrapuesta al cuerpo (sóma), sobrevive a la muerte y se entiende como una sustancia autosuficiente. El hombre termina así sien-do un yo espiritual capaz de trascender el tiempo y el espacio terrestre. Ver a este respecto la antropología subyacente al libro de la Sabiduría, algunos dichos de Jesús que nos ha transmitido la tradición sinóptica y puede que también algunos textos paulinos.

Estamos, pues, frente a dos antropologías bíblicas estructurales y esencialistas, caracterizadas respectiva-mente por la cultura semítica y por la griega. Por otra parte, la antropología revelada o teológica, objeto del testimonio de fe de los hombres de la Biblia, se presenta como comprensión profunda de la existencia y de la historia humana, expresada bien en una antropología esencialista unitaria, bien en un cuadro antropológico estructural dicotómico.

1. SER vivo. Como se ha dicho antes, ésta es la dimensión humana expresada por los vocablos nefes/ psyché, que sólo impropiamente en los textos de matriz semítica podemos traducir por alma, ya que su sentido básico es el de vida. Particularmente significativo es aquí el testimonio de Gén 2,7: "El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, le insufló en sus narices un hálito de vida [nismat hajjím] y así el hombre llegó a ser un ser viviente [nefes" hajjah]". En cuanto dotado de vida, el hombre entra en el número más vasto de los seres vivientes, del cual forman parte, por ejemplo, también los peces, como afirma Gén 1,20: "Dijo Dios: `Pulule en las aguas un hormigueo de seres vivientes [nefes h ajjah]'"

En el hombre, naturalmente, la dimensión de ser viviente se especificará también en el sentido de la vida psíquica, y no sólo de la animal. Así encontramos la afirmación de que el alma del impío dirige su deseo hacia el mal (Prov 21,10). El alma de Jesús en Getsemaní estaba angustiada por la tristeza (Mt 26,38), mientras que el alma del cantor del Sal 86,4 se alegra con el gozo que le da Dios. Angustia (Rom 2,9), tormento (2Pe 2,8), santo temor (He 2,43), turbación (He 15,24), sufrimiento (Lc 2,35) son manifestaciones emotivas de la nefes/psyché humana. Otro tanto hay que decir del amor de amistad, que hace de las almas de David y Jonatán una sola alma (1Sam 18,1-3). En esta línea se ha de interpretar también el mandamiento del amor total y exclusivo de Dios de Dt 6,5: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, es decir, con toda la tensión interior y con todas las fuerzas".

Según esta concepción antropológica semítica, con la muerte el hombre cesa de ser una realidad viviente. Privado de la vida, baja al se ól y subsiste como larva umbrátil y espectral en el lugar subterráneo caracterizado por la ausencia de Dios, señor de la vida.

En cambio, en el libro de la Sabiduría aparecen claros influjos helenísticos; parece que a su autor hay que atribuirle una nueva concepción del alma (psyché), que "adquiere un relieve que no tiene la nefes: se ha vuelto invasora y ha sustituido prácticamente a los otros factores psíquicos orgánicos (la rúah, el corazón, e incluso a los otros órganos corporales) que desempeñan una función casi igualmente importante en la antropología hebrea. Aparece mucho más separada de la materia, mucho menos inmersa en el cuerpo que la nefes. Se hace más —o de otra manera— el sujeto directamente responsable de la vida moral" (C. Larcher, Etudes sur le livre de la Sagesse, Gabalda, París 1969, 278). No faltan tampoco pasajes de timbre decididamente dualista: "Era yo un niño bien dotado; me tocó en suerte un alma buena, o, mejor, siendo bueno, vine a un cuerpo incontaminado" (Sab 8,19-20); "... Porque el cuerpo corruptible es un peso para el alma, y la morada terrestre oprime el espíritu pensativo" (Sab 9,15). Por consiguiente, la eperanza para el futuro aparece expresada en términos de inmortalidad dichosa del alma: "Las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento los alcanzará. A los ojos de los necios parecía que habían muerto..., pero ellos están en paz... Su esperanza está rebosante de inmortalidad" (Sab 3,1-4; cf 4,7.14; 2,22).

También en el NT hay textos que evocan concepciones antropológicas nuevas respecto a la antropología semita. Basta citar Mt 10,28: "No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede perder el alma y el cuerpo en el fuego". En el pasaje paulino de 2Cor 5,1-10 la deuda para con la cultura griega parece evidente. Pablo habla de disolución del cuerpo, "nuestra habitación en la tierra", en oposición a la "morada celeste" (v. 1); más aún, contrapone el habitar en el cuerpo al estar desterrado del cuerpo (vv. 6-9).

No está fuera de propósito observar que la antropología griega facilitaba el intento de superar la tradicional visión negativa del se ol y de acercarse a una solución positiva respecto a ultratumba. Sin embargo, hay que admitir a este respecto que la esperanza en el futuro ultramundano ha encontrado una expresión clásica también en la antropología hebrea por medio de la espera de la 1 resurrección de los muertos.

2. SER TERRESTRE, FRÁGIL, CORRUPTIBLE Y MORTAL. Es la faceta expresada por el vocablo basar/sárx. En el salmo 78, el cantor medita sobre los hombres, que "son carne, un soplo que se va y no retorna" (v. 39). El Déutero-Isaías afirma que, en cuanto ser carnal, el hombre es como hierba y que toda su gloria es como flor del campo, heno que se seca y hierba que se aja (40,6-7). En el libro de Job leemos: "Si él (Dios) retirara hacia sí su soplo, si retrajera a sí su aliento, al instante perecería toda carne y el hombre al polvo volvería" (34,14-15). Por eso es sensato confiar en Dios, y no en el hombre, que es impotente para salvarse a sí mismo y a los otros (Sal 56,5). Existe, en efecto, neta contraposición entre el poder propio de Dios y la debilidad constitutiva del hombre, poder y debilidad indicadas por los vocablos espíritu y carne, como lo muestra Is 31,3: "El egipcio es un hombre, no un dios; y sus caballos son carne, no espíritu".

En el NT el texto más famoso al respecto es sin duda Jn 1,14: el evangelista confiesa ahí que el Verbo se hizo "carne" (sárx), es decir, ser mundano, frágil y mortal. También en el cuarto evangelio leemos la lapidaria sentencia: "El espíritu es el que da vida. La carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida" (6,63). Igualmente Pablo con el vocablo sárx subraya la condición creada y finita estructural del hombre. En 2Cor 4,11 afirma que la vida de Cristo se manifiesta "en su carne mortal". Su existencia actual "en la carne", precisa en Gál 2,20, la vive como creyente en el Hijo de Dios. Encarcelado, afirma que está interiormente dividido entre el deseo de unirse definitivamente con Cristo más allá de la muerte y el deseo de permanecer "en la carne", es decir, seguir en la vida terrena (F1p 1,22-24).

Pero hay que notar que el apóstol, de modo original e innovador, con el vocablo carne, sobre todo en las cartas a los Gálatas y a los Romanos, expresa también la situación existencial del hombre dominado por la potencia maligna del pecado y destinado a la perdición eterna (la muerte). Basta citar Rom 7,5.14: "Pues cuando estábamos a merced de la carne, las pasiones, que inducen al pecado, avivadas por la ley obraban en nuestros miembros produciendo frutos dignos de muerte... Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido como esclavo al poder del pecado"; y Rom 8,12-13: "Así pues, hermanos, no somos deudores de la carne, para tener que vivir según la carne; porque si vivís según la carne, moriréis".

3. SER VIVIFICADO POR UNA CHISPA DIVINA. Así nos parece que se puede traducir el vocablo rúah/pneúma en su valencia antropológica. El hombre es ser viviente (= nefes/psyché), como se ha dicho antes, porque —precisamente ahora— ha recibido de Dios, fuente de la vida, el soplo vital, llamado también nesamah hajjim en Gén 2,7, citado arriba. En realidad, ambos vocablos aquí y allá se usan en paralelismo sinonímico, como, por ejemplo, en Job 34,14-15: el hombre moriría si Dios "retirara hacia sí su soplo [rúah] y su aliento [nesamah]"; y en Job 33,4: "Me ha hecho el espíritu de Dios, el soplo del Todopoderoso me da vida". En cambio, es típico y característico del "espíritu" el significado de principio de vida moral y religiosa: el hombre vivificado por el espíritu divino es persona que se refiere a Dios. A este respecto es ejemplar la repetida promesa divina, proclamada por Ezequiel: Yhwh dará a los miembros de su pueblo, renovado después del destierro, un espíritu nuevo, haciéndoles así capaces de obedecer a sus mandamientos (11,19-20; 36,26-28). Véase también Zac 12,10: "Infundiré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de buena voluntad y de súplica. Volverán sus ojos al que traspasaron con la espada y harán luto por él como por un hijo único".

En el NT Pablo concibe claramente el espíritu del hombre rescatado como dinamismo sobrenatural dado por Dios a los creyentes, que son así transformados en sujetos capaces de vivir la vida propia de los tiempos escatológicos, de nuevas criaturas. Al hombre carnal, bajo la tiranía del pecado, contrapone el hombre espiritual, animado por el Espíritu de Dios. Es aquí paradigmático el pasaje de Gál 5,16-24: "Yo os digo: Dejaos conducir por el espíritu, y no os dejéis arrastrar por las apetencias de la carne. Porque la carne lucha contra el espíritu, y el espíritu contra la carne; pues estas cosas están una frente a la otra para que no hagáis lo que queréis. Pues si os dejáis conducir por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son claras: lujuria, impureza, desenfreno... Los que se entregan a estas cosas no heredarán el reino de Dios. Por el contrario, los frutos del espíritu son amor, alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad... Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias" (cf Rom 8,3ss).

No habrá pasado por alto que, sobre todo por la iniciativa de Pablo, la concepción antropológica bíblica, que considera al hombre como ser carnal y espiritual, ha experimentado una neta evolución: de conceptos esencialistas, carne y espíritu se han convertido también en realidades soteriológicas; la antropología estructural, al menos en parte, ha dejado paso a la antropología teológica. Hayque tenerlo debidamente en cuenta al valorar el discurso antropológico bíblico y al interpretar las estructuras antropológicas: el hombre como carne, es decir, ser débil y mortal, y como espíritu, o sea, ser vivo por la vida recibida de Dios en don y referido a su Creador, son datos que pertenecen a la antropología esencialista y estructural; en cambio, la definición paulina del hombre como ser carnal, o sea, vendido al pecado, y como ser espiritual, es decir, animado por el dinamismo divino de la vida sobrenatural, pertenece a la doctrina soteriológica.

4. SER RELACIONADO CON EL MUNDO, CON LOS OTROS Y CON DIOS. La categoría antropológica de "cuerpo" (sóma), que expresa una determinada estructura del hombre, es propia de Pablo, el cual se sirvió de ella para comprender la historia de gracia y de pecado de la humanidad. En efecto, es típica de su soteriología la afirmación, teológicamente elaborada, de que la salvación consiste no en liberarse del cuerpo, como proclama el espiritualismo griego, sino en la liberación del cuerpo. Porque el hombre, según Pablo, no tiene un cuerpo, sino que es cuerpo (cf R. Bultmann, Teología del NT, Salamanca 1981, 248), es decir, unidad psicofísica indisoluble, persona encarnada y abierta a la comunicación con el mundo, con los demás y con Dios. Así pues, la corporeidad define al hombre, que no puede reducirse al yo interior, consciente y espiritual, ni tampoco al individuo cerrado en sí mismo, como mónada sin puertas y sin ventanas. En cuanto cuerpo, el hombre es estructuralmente un ser mundano, solidario con los otros, abierto a la trascendencia divina. Por consiguiente, su salvación o perdición depende de cómo se viven de hecho estas relaciones estructurales, de manera positiva o negativa.

Que el cuerpo indica en Pablo no una parte del hombre, sino todo el hombre, se ve con evidencia allí donde el apóstol usa este sustantivo en paralelismo sinonímico con el pronombre personal. Por ejemplo, si en Rom 12,1 exhorta a los creyentes de Roma a ofrecer (parastánein) sus cuerpos a Dios, en Rom 6,16 insta a ofrecer (parastánein) a sí mismo a Dios. Pero ¿qué faceta del hombre expresa la categoría antropológica de cuerpo en Pablo? Ante todo, su mundanidad, su estar en el mundo. Así, en lCor 5,3 el apóstol, al afirmar que está "ausente con el cuerpo" pero "presente con el espíritu", pretende hablar de la ausencia de su persona como entidad empírica, situada temporal y espacialmente. Luego ser cuerpo quiere decir para el hombre comunicarse con los otros, por ejemplo en la unión sexual entre hombre y mujer, la cual implica a la persona humana y no es reducible a algo indiferente. Por eso Pablo reprocha la licencia de los corintios, que hacían gala de una libertad sexual salvaje, convencidos de que su yo espiritual no se veía afectado. La unión con las prostitutas, porque priva de una verdadera comunicación interpersonal, es experiencia que aliena al hombre en su corporeidad y dialogicidad, precisa el apóstol. Se comprende entonces que pueda decir a los corintios que cuantos se entregan a la impudicia pecan contra su cuerpo (lCor 6,18; pero ver todo el pasaje 6,12ss).

En tercer lugar, el hombre como cuerpo es un ser relacionado con el mundo trascendente, en particular con Cristo y con Dios. De manera original afirma Pablo que el cuerpo es para el Señor y que el Señor es para el cuerpo (lCor 6,13). La pertenencia a Cristo aparece también en lCor 6,15: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?" También la relación con Dios compromete al hombre en su corporeidad estructural. En Rom 12,1 exhorta el apóstol a los cristianos de Roma a ofrecer a Dios sus cuerpos; y en 1 Cor 6,20 insta a los corintios a glorificar a Dios en sus cuerpos. Según el espiritualismo de todos los tiempos y de todas las etiquetas, es el alma, o sea el hombre entendido como yo interior y espiritual, el que entra en relación con Dios. En cambio, para Pablo la relación religiosa compromete al hombre en su totalidad y unidad psicofísica, en su encarnación mundana constitutiva.

II. CRIATURA DE DIOS EN UN MUNDO CREADO. Es sabido de sobra que inicialmente Israel concentró y limitó su atención religiosa en Yhwh, liberador de las tribus israelitas de la opresión egipcia y creador de su pueblo en el Sinaí (cf Dt 6,21ss). Pero luego su mirada se extendió a la humanidad y al mundo. A la pregunta: ¿Cuál es la relación del Dios nacional con los otros pueblos y con el universo?, respondió: Todos y todo dependen de él, de su acción creadora. En realidad, con este y en virtud de este artículo de fe tuvo origen la concepción del hombre como criatura de Dios, dato éste antropológico estrictamente integrado en el credo israelita y teológicamente elaborado por diversos filones de la reflexión de Israel, de Jesús de Nazaret y de los escritores del NT.

1. IMAGEN DE Dios. La creadora de esta sugestiva definición del hombre ha sido la tradición sacerdotal (P), a la que debemos la primera página de la Biblia (Gén 1), que nos presenta un relato rítmico y estilizado de la creación. Podemos distinguir en él el principio en forma de tesis general: "En el principio creó Dios el cielo y la tierra" (v. 1), la lista estereotipada de las obras del creador (vv. 2-25), la creación particular de 'adam, es decir, del género humano(vv. 26-31) y una observación final (2,1-4a). Ya la estructura literaria del texto pone de manifiesto el interés por el hombre, criatura excelente, vértice de lo creado, punto de llegada de la acción creadora divina. Nótese luego que el origen de la humanidad es objeto de una decisión explícita de Dios, que delibera consigo mismo: "Hagamos [plural deliberativo] al hombre..." (v. 26a). Pero sobre todo es significativo que se subraye la peculiaridad del hombre, hecho "a imagen y semejanza" del Creador (vv. 26-27). La fórmula, muy discutida en el plano exegético, probablemente indica en el hombre la copia fiel de Dios ("a semejanza" especifica la expresión "a imagen"), representativa del original en la tierra, donde ejerce, como por poder, diríamos nosotros, el dominio universal sobre lo creado. Por algo el texto relaciona los dos elementos: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que pueda dominar sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las fieras campestres y los reptiles de la tierra" (v. 26). Es cierto que se mencionan sólo los animales, pero el códice sacerdotal no intenta excluir a las otras realidades terrestres. Sólo que los verbos usados: dominar y someter, propiamente valen respecto de los vivientes. La extensión ilimitada que leemos nosotros en el texto resulta legítima si reflexionamos que en lo más se contiene lo menos: el dominio humano sobre el mundo animal, que en las culturas primitivas aparecía como el gran rival del hombre, vale aquí con mucha más razón del mundo inanimado.

Así pues, el tema bíblico del hombre imagen de Dios no sólo lo relaciona con el creador, sino que funda y motiva teológicamente la relación con el mundo, una relación de dominio.

Además, no debe escapar a nuestra atención que el hombre, creado a imagen y semejanza divina y hecho dominador del universo, es varón y mujer: "Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó" (v. 27). La afirmación es notable: en cuanto a las relaciones esenciales con Dios y con el mundo, no hay diferencia entre varón y mujer. Por otra parte, el texto quiere subrayar que no se puede hablar de humanidad fuera de la bipolaridad sexual masculina y femenina. Observa muy bien el exegeta C. Westermann: "El hombre es visto aquí como un ser comunitario" (Genesis, Biblischer Kommentar I, Neukirchen 1974, 221).

Que se trata de una connotación inherente a la naturaleza humana, y por tanto inalienable, se ve con claridad por Gén 5,3, otro pasaje sacerdotal: "Adán, a la edad de ciento treinta años, engendró un hijo a su imagen, según su semejanza, y le llamó Set". La semejanza con Dios se transmite.

También, según la tradición sacerdotal, se sigue en el plano ético el deber moral de excluir todo atentado contra la vida del hombre, como leemos en Gén 9,6: "Quien derrame sangre de hombre verá la suya derramada por el hombre, porque Dios ha hecho al hombre a su imagen". Tenemos aquí, en la primera parte del pasaje, una prohibición que se distingue por su carácter arcaico y remite a los primerísimos tiempos del pueblo israelita. El códice sacerdotal ha añadido la motivación teológica: el carácter intangible de Dios repercute en su copia, que es el hombre. En resumen, el homicidio descubre una profundidad de gesto sacrílego e impío. En la misma dirección se colocará también la carta de Santiago en el NT: "Con ella (la lengua) bendecimos al Señor, nuestro padre; y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios" (3,9).

El tema reaparece en la literatura sapiencial, en Si 17,1-4 y en Sab 2,23-24. El primer pasaje conjuga estrechamente la caducidad humana vista en la línea de Gén 2, de timbre yahvista, y la grandeza del hombre creado a imagen divina y dominadora del mundo, de acuerdo con el códice P: "El Señor creó al hombre de la tierra, y de nuevo le hará volver a ella. Le señaló un número preciso de días y tiempo fijo, y le dio poder sobre los seres que en ella existen. Lo revistió de fuerza, como él mismo, y lo hizo a su imagen. Infundió el temor a él en toda carne, para que dominase sobre las bestias y las aves". En cambio, el pasaje del libro de la Sabiduría muestra una doble originalidad. Ante todo interpreta la fórmula antropológica de P en clave de inmortalidad. Además, el ser imagen de Dios tiende a convertirse de cualidad natural del hombre en una realidad histórica ligada a las opciones de fidelidad de la persona, que de otra manera, al sucumbir al influjo diabólico, va al encuentro de la muerte, entendida aquí no en sentido meramente biológico, sino también espiritual. Al perder la inmortalidad, no podrá ya llamarse imagen de Dios: "Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su eternidad (lección textual preferible a naturaleza); mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen".

De todas formas, el paso verdadero y auténtico a una concepción soteriológica del motivo temático del hombre imagen de Dios aparecerá en Pablo, el cual, partiendo del dato cristológico de la Iglesia primitiva y testimoniado en Col 1,15 —"Él (Jesucristo) es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación"—, elabora la teología del hombre llamado a convertirse en imagen de Dios a través de la comunión con Cristo. Pero entonces el ser imagen de Dios no es ya un hecho de naturaleza, sino un fruto de la gracia.

Volviendo a la perspectiva creacionista de la fórmula aquí analizada, nos parece que se debe citar también el salmo 8. Es verdad que aquí no aparece nuestra expresión; sin embargo, se lo puede catalogar como pasaje paralelo de Gén 1,26-27. El salmista entona un himno de alabanza a Dios creador, cuya grandeza y magnificencia se descubre sobre todo en la creación del hombre: "Cuando veo los cielos, obra de tus manos, la luna y las estrellas que creaste, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te preocupes? Apenas inferior a un dios lo hiciste, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el señorío de la obra de tus manos, bajo sus pies todo lo pusiste" (vv. 4-7). La grandeza majestuosa y el dominio real sobre lo creado son, como se ha visto, los dos contenidos de la idea de imagen de Dios en P; aquí corresponden en el plano terminológico la gloria y el honor.

2. ORIGEN EDÉNICO. El documento yahvista, al cual debemos Gén 2-3, concentra su atención en la creación del hombre. El interés cosmológico aparece secundario y desechable. Pues J habla del origen del mundo habitado, concebido como paso de un árido desierto a un oasis alegrado por el verde y el agua (Edén), sólo en el marco externo y ambiental de la ubicación del hombre. Además, el yahvista está preocupado sobre todo por hacer ver lo profundamente diversa que era la situación originaria de la humanidad, salida pura de las manos de Dios, de la mísera condición históricamente observable.

En todo caso, la fe creacionista de J aparece con nítidos colores. El hombre es un ser formado por Yhwh como el barro del alfarero (2,7). Pero ha sido hecho con el polvo de la tierra(Gén 2,7), y esta raíz suya terrena (ver la correlación de adam-'ádamah: hombre-tierra) hace de él un ser mortal: "... hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado; porque polvo eres y en polvo te convertirás" (3,19). Cultivador y guardián del Edén (2,15), terminará arrancando a la tierra con fatiga su propio sustento (3,17-19a). Finalmente, la bipolaridad masculino y femenino especifica al hombre no sólo como dato biológico y psicológico, sino también como vocación divina a la comunión matrimonial (2,16ss). Todo ello expresado en una cultura cosmológica. y antropológica de una época y de colores plásticos semejantes a los de los antiguos relatos míticos de los orígenes humanos, sobre todo de proveniencia mesopotámica.

3. FINITUD CREATURAL Y DEPENDENCIA DEL CREADOR. Lo que Bultmann dice con razón del mundo entendido por Pablo (Teología del NT, 284) se puede afirmar plenamente del hombre según la teología creacionista bíblica: es ktísis ante el ktísas (criatura ante el creador).

En efecto, la confesión de fe "el hombre ha sido creado por Dios" no se reduce a discernir la causa eficiente, sino que se sitúa sobre todo en el plano del sentido que de ahí se deriva para la existencia humana. El hombre es criatura, y todas sus pretensiones de autoafirmación orgullosas y titánicas le condenan a la inautenticidad y a la alienación más radical; en cambio vive en la verdad cuando acepta y reconoce su finitud creada y la dependencia del creador.

A este respecto es iluminadora una página de Ezequiel, el cual, describiendo al rey de Tiro, poderoso, rico y dominador del mundo, recurre a motivos típicos de la creación del `adam originario: "Tu corazón se ha enorgullecido y has dicho: Un dios soy yo, en la morada de un dios habito, en medio del mar. Tú, que eres un hombre y no un dios, has equiparado tu corazón al corazón de Dios. ¡Oh, sí!, más sabio eres que Daniel; ningún sabio te iguala. Con tu sabiduría y tu inteligencia te has procurado riquezas, has acumulado oro y plata en tus tesoros... Tú eras el dechado de la perfección, lleno de sabiduría y de espléndida belleza. En Edén, jardín de Dios, vivías; innumerables piedras preciosas adornan tu manto... Como un querubín protector yo te había puesto en el monte santo de Dios y caminabas entre brasas ardientes. Eras perfecto en tus caminos desde el día en que fuiste creado, hasta que apareció en ti la iniquidad. Con el progreso de tu tráfico te llenaste de violencia y pecados, y yo te he arrojado del monte de Dios y te he exterminado, oh querubín protector, de entre las brasas ardientes. Tu belleza te llenó de orgullo. Tu esplendor te hizo perder tu sabiduría. Yo te derribé por tierra" (Ez 28,2-4.12b-17a). El rey de Tiro tiene aquí valor representativo; personifica al hombre creado por Dios como ser extraordinariamente dotado que, desconociendo su condición de criatura, se autodeifica, y por eso se prepara para la ruina y la humillación final.

También Isaías ha acentuado esta perspectiva existencialista. Ser criatura para el hombre quiere decir en concreto aceptarse como tal y no pretender representar en la historia el papel de un dios. En particular, el profeta subraya que en el día del Señor, que manifestará el rostro de Dios y el rostro del hombre, éste será humillado y Yhwh exaltado. En otras palabras, los sueños infantiles de omnipotencia aparecerán como falaces ilusiones; al hombre que se ha autodeificado se le quitará la máscara (cf Is 2,9-18).

Por otra parte, el mundo creado está totalmente al servicio del hombre, constituido por Dios rey del universo. El reconocimiento del Creador es el antídoto seguro contra la adoración del cosmos; si el hombre dobla las rodillas ante Dios, evitará arrodillarse ante las cosas y los poderosos de la tierra. Pues la genuina fe creacionista anula todo intento del mundo de disfrazarse de Dios. Comprendemos así por qué Sab 13-14 y Rom l,l8ss, los dos textos bíblicos que teológicamente más intentan captar el sentido profundo de la idolatría, vinculan estrechamente la negación o el desconocimiento del creador y la adoración idolátrica. del mundo: "Torpes por naturaleza son todos los hombres que han ignorado a Dios y por los bienes visibles no lograron conocer al que existe, ni considerando sus obras reconocieron al artífice de ellas, sino que tuvieron por dioses rectores del mundo al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los luceros del cielo. Pues si, embelesados con su hermosura, los tuvieron por dioses, entiendan cuánto más hermoso es el Señor de todas estas cosas, pues el autor mismo de la belleza las creó" (Sab 13,1-3). "La ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda la impiedad e injusticia de los hombres que detienen la verdad con la injusticia, ya que lo que se puede conocer de Dios, ellos lo tienen a la vista, pues Dios mismo se lo ha manifestado. Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad se pueden descubrir a través de las cosas creadas. Hasta el punto que no tienen excusa, porque, conociendo a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias; por el contrario, su mente se dedicó a razonamientos vanos y su insensato corazón se llenó de oscuridad. Alardeando de sabios, se hicieron necios; y cambiaron la gloria del Dios inmortal por la imagen del hombre mortal, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles" (Rom 1,18-23).

En este vasto cuadro parece que se puede leer también el dicho de Jesús transmitido por Mc 2,27: "El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado".

Finalmente, en el plano ético la relación con el Creador se traduce en el mandamiento divino que postula la decisión humana responsable. La dependencia ontológica del hombre se combina lógicamente con su dependencia moral de la voluntad exigente del Creador. Lo subraya plásticamente el códice yahvista, que en Gén 2,16-17 menciona la prohibición de comer los frutos del árbol puesto en el centro del Edén. En resumen, la existencia del hombre-criatura se coloca bajo el signo de la obediencia al creador.

4. EL CREADOR CUIDA DE SU CRIATURA. Ya hemos analizado el himno del salmo 8, en el cual el anónimo cantor se asombra, admirado, de que Yhwh se acuerde del hombre y se preocupe de él. En el salmo 104 se celebra la iniciativa de Dios, que hace fructificar la tierra en beneficio del hombre: "Haces brotar la hierba para los ganados, y las plantas que cultiva el hombre para sacar de la tierra el pan, el pan que le da fuerzas y el vino que alegra el corazón y hace brillar su rostro más que el mismo aceite"(vv. 14-15). En la página etiológica de Caín y Abel, Yhwh se descubre no sólo como defensor y vengador del débil frente a la prepotencia del violento, sino también como protector del homicida contra la ley de la jungla (Gén 4,1 ss). Por su parte, Ezequiel proclama que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (18,32; pero cf todo el capítulo). El libro de la Sabiduría atribuye de manera original a la sabiduría divina una actitud constante de filantropía: "La sabiduría es un espíritu que ama a los hombres" (1,6); "En ella (sabiduría) hay un espíritu inteligente..., incoercible, benéfico, amante de los hombres" (7,22-23). Muy relevante es también el pasaje 11,24-26: "Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que hiciste, pues si algo aborrecieras no lo hubieses creado. Y ¿cómo subsistiría nada si tú no lo quisieras? ¿O cómo podría conservarse si no hubiese sido llamado por ti? Pero tú perdonas a todos, porque todo es tuyo, Señor, que amas cuanto existe".

En el NT se impone la cita de dos textos evangélicos, que nos atestiguan la fe viva de Jesús de Nazaret en el Padre, "que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos" (Mt 5,45) y que cuida de las criaturas más humildes y, con mayor razón, del hombre: "Mirad las aves del cielo; no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?... Mirad cómo crecen los lirios del campo; no se fatigan ni hilan; pero yo os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba del campo que hoy es y mañana se la echa al fuego, ¿no hará más por vosotros, hombres de poca fe?" (Mt 6,26-30; cf Lc 12,24-28).

En resumen, el hombre creado por Dios vive siempre bajo la mirada amorosa y providente del Creador, que está cerca de él.

III. LA CONDICIÓN HUMANA SEGÚN LOS SABIOS DE ISRAEL. No hay duda; la vasta literatura sapiencial israelita manifiesta un interés humanista extraordinario y singular. En el centro está el hombre; más propiamente el particular, el individuo, la persona enfrentada con el problema de la existencia: si es posible, y cómo, construir una vida realizada, o incluso alcanzar la felicidad terrena. Intentando dar una respuesta válida, los sabios de Israel confiaron en los recursos de la razón humana, y sobre todo en la atenta observación de la realidad.

A grandes rasgos, podemos distinguir una corriente optimista y una visión más crítica, con vetas o incluso impregnada de pesimismo existencial. La sabiduría israelita tradicional, expresada ejemplarmente en la colección de los Proverbios, estima que existen y se pueden conocer y recorrer los senderos que llevan al hombre a su plena realización. Basta descubrirlos y recorrerlos con esfuerzo, siguiendo a los reconocidos maestros de la vida, es decir, los sabios, y no se fallará la meta. En concreto, es necesario adquirir o desarrollar las cualidades intelectuales y morales, pero también las religiosas, que hacen del hombre un sabio: previsión, perspicacia, prudencia, constancia, diligencia, laboriosidad, generosidad, magnanimidad, bondad, temor de Dios sobre todo, etc.

Optimismo, pues, pero también dogmatismo rígido: según la sabiduría tradicional israelita, el sabio, o sea el que conoce y practica el arte de vivir, no podrá menos de tener éxito, realizar sus sueños, ser mimado por la fortuna, guiar su existencia al puerto de la felicidad terrena. En particular, los sabios de Israel, basándose en la convicción de que Dios retribuye aquí y enseguida y con opuesta moneda al que hace el bien y a los que se han entregado al mal, elaboraron el dogma de la perfecta correspondencia entre hombre bueno, piadoso, irreprensible y hombre afortunado y feliz.

No tiene nada de extraño.que otras escuelas sapienciales de Israel reaccionaran contra esa ideología, que no atendía a los resultados de la observación desapasionada de la realidad, demasiado compleja y contradictoria para poder encerrarla en esquemas tan rígidos y unilaterales. La crítica más acerada del dogmatismo de la sabiduría tradicional la realizó el autor del poema de Job. El protagonista en primera persona protesta contra su situación: no se le puede considerar ciertamente un malvado (cf cc. 29-31); sin embargo, su existencia se presenta literalmente crucificada: comprobación amarguísima, que hace vacilar la imagen de un Dios remunerador. El problema humano de Job se convierte así en problema religioso: ¿le es posible al hombre agobiado y puesto a dura prueba ver en Dios a un amigo?

La trágica condición humana de los hombres crucificados, representados en Job, encuentra en este escrito contracorriente tonos de rara eficacia retórica: "Perezca el día en que nací y la noche en que se dijo: `Ha sido concebido un hombre'... ¿Por qué no me quedé muerto desde el seno materno? ¿Por qué no expiré al salir del vientre?" (3,3.11); "¿Por qué el Todopoderoso no se reserva tiempos y los que le conocen no contemplan sus días? Los criminales remueven los linderos, se llevan el rebaño robado. Arrebatan el asno de los huérfanos, toman en prenda el buey de la viuda. Expulsan a los indigentes del camino, todos los pobres del país han de esconderse... Arrancan al huérfano del pecho, toman en prenda al lactante del pobre,.. Desde la ciudad gimen los móribundos, el alma de los heridos grita, mas Dios no hace caso de sus quejas" (24,1-4.9.12).

La interpelación a Dios se convierte casi en blasfemia: "Las flechas del Todopoderoso están en mí clavadas; mi espíritu bebe su veneno, y los terrores de Dios me turban" (6,4); "¿Por qué me has hecho blanco tuyo? ¿Por qué te causo inquietud?" (7,20b); "¿Por qué ocultas tu rostro y me tienes por enemigo tuyo? ¿Quieres asustar a una hoja estremecida o perseguir a una paja seca?" (13,24-25); "Dios me ha entregado a los perversos, en manos de criminales me ha arrojado. Vivía yo tranquilo y él me sacudió, me agarró por la nuca para despedazarme, me ha hecho blanco suyo. Sus flechas me acorralan, traspasa mis entrañas sin piedad y derrama por tierra mi hiel. Abre en mí brecha sobre brecha, me asalta lo mismo que un guerrero"' (16,11,14).

No parece, sin embargo, que el poema, eficaz en la denuncia de la tesis tradicional, ofrezca una solución alternativa satisfactoria. Al intervenir finalmente, Dios exalta su sabiduría y poder de creador, a los que sirve de contraste la pequeñez del hombre (cc. 38-39). A Job no le queda más que confesar su impotencia para penetrar el misterio de Dios y el escándalo del mundo: "He hablado sin cordura de maravillas que no alcanzo ni comprendo" (42,3b).

Más radical aparece el libro del Qohélet, al que no es exagerado colocar al borde de la ortodoxia israelita. El autor contempla inmanentistamente al hombre y su condición: así es "bajo el sol". Todo le parece como vacío, vacío inmenso (hebel), estribillo que abre el libro (1,2) y lo cierra (12,8). Porque la existencia humana está fatalmente abocada a la muerte, ni más ni menos que las bestias: "Porque la suerte de los hombres y la suerte de las bestias es la misma; la muerte del uno es como la muerte del otro; ambos tienen un mismo aliento, y la superioridad del hombre sobre la bestia es nula, porque todo es vanidad. Ambos van al mismo lugar; ambos vienen del polvo y ambos vuelven al polvo" (3,19-20).

No es que sea un nihilista, pues no oculta que existen valores, realidades positivas; pero todo es relativizado, porque se ve sub specie mortis: el sabio y el necio, el piadoso y el impío, todos igualmente terminan en el se'ol (9,2). No hay esperanza para el futuro, porque el mañana será la repetición del ayer: "Lo que fue, eso mismo será; y lo que se hizo, eso mismo se hará; no hay nada nuevo bajo el sol" (1,9). La resignación será, pues, la actitud en consonancia con la situación existencial humana. El hombre ha de contentarse con lo poco que puede ofrecerle esta vida: "No hay para ellos otra felicidad que gozar y procurarse el bienestar durante la vida" (3,12); "Anda, come tu pan con alegría y bebe con alegre corazón tu vino, porque ya se complace Dios en tu obra. Lleva en todo tiempo vestidos blancos, y que el perfume no falte sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas todos los días de tu vida de vanidad que Dios te da bajo el sol, porque ésa es tu parte en la vida y en el trabajo con que te afanas bajo el sol" (9,7-9). Una solución en la línea del carpe diem de los latinos.

En el libro de la Sabiduría la solución del problema de la existencia humana, caracterizada bajo el sol por contradicciones y tinieblas escandalosas, se busca y se encuentra en clave ultraterrena. Los justos que aquí abajo caminan por el vía crucis, oprimidos y aplastados por los poderosos, verán la luz, y "la suya es una esperanza llena de inmortalidad" (3,4b). Es una solución espiritualista, pues está reservada al alma humana: "Las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento los alcanzará. A los ojos de los necios parecía que habían muerto y su partida fue considerada como una desgracia; su salida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están en paz" (3,1-3); "Pero el justo, si muere prematuramente, descansará en paz... Como su alma era agradable al Señor, se apresuró a sacarlo de un medio corrompido" (4,7.14). Por el contrario, los impíos caerán en manos de la muerte eterna y confesarán su necedad de mofadores de los justos y de infieles a la ley divina (1,16-3,12).

IV. BAJO EL SIGNO DEL PECADO Y DE LA GRACIA: ANTROPOLOGÍA SOTERIOLÓGICA. Nos parece preferible concentrar la atención en las voces más significativas de la Biblia en lugar de buscar una completez material de los datos bíblicos. Por eso no nos preocuparemos de referir y analizar pasajes diseminados. En concreto, presentaremos a grandes rasgos la perspectiva histórico-salvífica del yahvista, el mensaje original de Jeremías y de Ezequiel, el testimonio del Salterio, la palabra de Jesús de Nazaret, la soteriología de Pablo y la reflexión de Juan.

1. LA PERSPECTIVA HISTÓRICO-SALVÍFICA DEL YAHVISTA. Ya se ha aludido a la teología de J, que contrapone los orígenes puros de la humanidad, vistos en el alba de la creación, a la historia humana marcada por una creciente rebelión contra Dios. En realidad, el pecado ha hecho irrupción en el mundo en forma de desobediencia al mandamiento divino y de autoafirmación orgullosa y titánica del hombre, y como un alud derriba toda resistencia. Adán y Eva (Gén 3), Caín y Lamec (Gén 4), la unión de los hijos de Dios con las hijas de los hombres (Gén 6,1-4), la generación del diluvio —de la cual el texto advierte expresamente: "Al ver el Señor que la maldad de los hombres sobre la tierra era muy grande y que siempre estaban pensando en hacer el mal" (Gén 6,5)—, después la catástrofe de Cam y Canaán (Gén 9,18ss) y, finalmente, los orgullosos y titánicos constructores de la torre de Babel (Gén 11,1 ss) son otras tantas piedras miliarias del camino de la humanidad por las sendas del pecado, que manifiesta sus múltiples facetas: autodeificación, fratricidio, horno homini lupus, corrupción general, impiedad con los padres, intento social y políticamente coordinado de escalar el cielo. J ha sabido realmente aprovechar tradiciones etiológicas primitivas y muy plásticas para ilustrar su teología histórico-salvífica de una historia humana que se precipita en el abismo de la perdición por estar construida bajo el signo de la reivindicación de una radical autonomía del Creador.

Pero todo esto constituye sólo el fondo oscuro y tenebroso sobre el cual destaca la iniciativa salvadora de Yhwh, el cual en Abrahán y en su estirpe bendecirá a todos los pueblos de la tierra (Gén 12,1-3). La elección de Israel no es un fin en sí misma, sino que se presenta como funcional al proyecto divino de salvar a la humanidad adamita; la historia particular del pueblo elegido entre todos los pueblos está subordinada a la historia humana universal. En realidad, las dimensiones de la acción del Dios salvador no son menos amplias que las de la acción creadora de Yhwh. Por eso el yahvista ha antepuesto a la narración de la formación del pueblo israelita el relato de los orígenes de la humanidad y de su destino, marcado dialécticamente por el pecado y por la gracia.

En todo caso, la promesa jurada a Abrahán en Gén 12,1-3 no es la única palabra salvífica que caracteriza el relato de J de Gén 2-11, porque ya al principio de la historia del pecado de la humanidad adamita se contempla una feliz esperanza para el futuro de la estirpe humana, que se tomará un sonado desquite sobre la serpiente tentadora: "Yo pongo enemistad entre ti (la serpiente) y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te aplastará la cabeza y tú sólo tocarás su calcañal" (Gén 3,15).

2. CORAZÓN DE PIEDRA Y CORAZÓN DE CARNE: EL MENSAJE DE JEREMÍAS Y DE EZEQUIEL. Sin pretender ignorar la indudable individualidad que los distingue, no se puede menos de advertir en la palabra de ambos profetas una significativa convergencia de carácter antropológico: uno y otro estiman irremediablemente comprometida la capacidad del hombre para aceptar la llamada a la conversión, porque el pecado de idolatría ha ocupado totalmente su corazón, es decir, el centro de su decisión. Jeremías habla explicitis verbis de un descarrío tal que el hombre no es capaz de gobernar su vida: "Bien sé, Señor, que el camino del hombre no está en sus manos, y que no depende del hombre que camina enderezar sus pasos" (10,23). Por su parte, Ezequiel subraya que el corazón de los israelitas —y, con mayor razón, el de los demás hombres, podemos precisar nosotros— se ha endurecido y hecho impermeable a toda solicitud externa para que sean eliminadas las opciones idolátricas (36,26). Dicho de otra manera, el corazón humano es incircunciso (cf Jer 4,4; 9,25), está obstinadamente dado al mal (cf Jer 18,12), es terco (cf Jer 7,24 y Ez 3,7). Incircunciso es también el oído del hombre, incapaz de escuchar la palabra de Dios (cf Jer 6,10). Se trata de una auténtica impotencia: "¿Puede un negro cambiar su piel o un leopardo sus manchas? ¿Y vosotros, habituados al mal, podréis hacer el bien? (Jer 12,23).

Pero Jeremías y Ezequiel no se detienen en esta denuncia sin compasión y dramática; su última palabra sobre el hombre es un mensaje de esperanza, proclamación de una futura iniciativa de Yhwh, el cual intervendrá para cambiar el corazón de piedra en corazón de carne, es decir, sensible y abierto a las exigencias divinas y capaz de decisiones de obediencia. Corazón nuevo y espíritu nuevo, dice Ezequiel (36,26-28); ley divina escrita no en piedra, sino en el corazón, según el lenguaje de Jeremías (31,31-34).

Como se ve, todo se confía a la prodigiosa acción creadora de Dios. En términos paulinos, allí donde abundó el pecado sobreabundará la gracia.

3. EL TESTIMONIO DEL SALTERIO. Aquí y allá la voz personalizada de los salmistas muestra tonalidades muy similares a las de Jeremías y Ezequiel, pero con una diferencia: en sus cantos de lamentación y de súplica aparece en primer plano la autoconciencia de personas que han experimentado la devastación del mal y del pecado. Véase la confesión del anónimo cantor del Miserere: "Reconozco mi iniquidad, tengo delante de mí mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé y he hecho lo que tú no puedes ver... Ya nací en la culpa, yen el pecado me concibió mi madre" (Sal 51,5-7). Pero su caso se presenta como típico de una situación universal: "El Señor observa desde el cielo a los hombres para ver si hay alguno cuerdo que busque a Dios. Todos están descarriados, en masa pervertidos; no hay nadie que obre bien, ni uno solo" (Sal 14,2-3; cf 53,3-4); "... En mi pertubación llegué a decir: `Todos los hombres son unos mentirosos'"(116,11); "No entables juicio contra mí, pues ante ti ningún viviente es justo" (143,2).

A la confesión sincera sigue la súplica para que Yhwh intervenga personalmente para purificar, por ser insuficientes los ritos de purificación cultual, y más aún para que él cree (bara) en el pecador un corazón puro: "Ten compasión de mí, oh Dios, por tu misericordia, por tu inmensa ternura borra mi iniquidad. Lávame más y más de mi delito y purifícame mi pecado... Purifícame con el hisopo, y quedaré puro; lávame, y quedaré más blanco que la nieve... Oh Dios, crea en mí un corazón puro, implanta en mis entrañas un espíritu nuevo" (51,3-4.9.12). El orante del salmo 143 pide que sea Dios mismo el que le haga de maestro en el camino de la fidelidad: "Enséñame el camino que tengo que seguir, pues me dirijo a ti" (v. 8b); y de la justicia de Yhwh espera su salvación (v. 11). El cantor del salmo 119 suplica que Dios incline su corazón al querer divino (v. 36); análoga es la súplica de Sal 141,4: "No inclines mi corazón a la maldad, a cometer delitos con los criminales".

4. LA PALABRA DE JESÚS DE NAZARET. Como es sabido, el centro de su predicación fue el anuncio de la cercanía y proximidad del reino de Dios o de los cielos (cf Mc 1,15 y Mt 4,17). Pero a la buena nueva (euanguélion) hizo seguir la llamada urgente a convertirse (cf ibid). Con ello, sin embargo, supone que el hombre tiene de qué arrepentirse, o mejor, que tiene un pasado del cual salir para abrirse a la novedad de que Dios va a constituirse rey en la historia para defender a los indefensos, haciendo justicia a los que no tienen justicia, acogiendo a los rechazados y los despreciados. No se piense que el imperativo convertíos se agota en una invitación moralista; en realidad, Jesús llama a los hombres a sintonizar con la longitud de onda del acontecimiento que está a punto de llamar a la puerta de la existencia y de la historia, a movilizarse espiritualmente: "Buscad más bien su reino, y todo eso se os dará por añadidura" (Lc 12,31).

Evidentemente, no hay ninguna especulación antropológica; sin embargo, no se le puede negar al profeta de Galilea una imagen precisa del hombre cuando mira a instarlo para que se decida por el reino de Dios. Pues a sus ojos es precisamente en las opciones fundamentales donde la persona se salva o se pierde [/ Psicología]. Véase la declaración contracorriente acerca de lo puro y de lo impuro: de un solo golpe borra la concepción sacerdotal según la cual la existencia humana está dramáticamente amenazada desde el exterior. Comer alimentos impuros, ponerse en contacto con cadáveres, padecer el flujo menstrual, etc., significaba entrar en el circuito de las fuerzas de la muerte, de las cuales sólo podía librar el rito purificador. En cambio, para Jesús la vida y la muerte dependen de la interioridad de la persona, y más exactamente de sus decisiones positivas y negativas: "Nada que entra de fuera puede manchar al hombre: lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre... Porque del corazón del hombre proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, robos..." (Mc 7,15.21). En una palabra, es el hombre el que decide su destino.

La atención de Jesús al corazón del hombre se manifiesta con toda claridad en la discusión con sus críticas acerca de las cláusulas que legitiman la práctica del divorcio (Mt 19,3-9; cf Mc 10,1-12). Dejando aun lado la negativa a dejarse implicar en la casuística que oponía la escuela laxista de Hillel a la rigorista de Sammai y del recurso a la acción y la voluntad originaria del Creador, a nosotros nos interesa aquí sobre todo su explicación de la ley mosaica del divorcio: el divorcio o el repudio es la consecuencia del endurecimiento del corazón humano [t Matrimonio V, 3]: "Moisés os permitió separaros de vuestras mujeres por la dureza de vuestro corazón [sklerokardía], pero al principio no era así" (Mt 19,8). Y la solución de Jesús es que vuelva a los orígenes. Supone, pues, que el corazón humano puede reconquistar la libertad positiva de elección y de acción: los tiempos nuevos por él inaugurados se caracterizan por el cambio de corazón, supuesto para que la voluntad del Creador acerca de la indisolubilidad de la unión matrimonial pueda cumplirse.

También las decisiones más arduas son posibles, porque Dios sabe abrir el camino del hombre también cuando éste se ha metido en callejones sin salida. He aquí cómo concluye Jesús un intercambio de opiniones con sus discípulos, impresionados por su juicio sobre la dificultad de que los ricos entren en el reino de los cielos: "Para los hombres es imposible, pero no para Dios". Pues a Dios todo le es posible" (Mc 10,27; cf Mt 19,26). Nada de resignación, y menos de derrotismo; porque el hombre no está solo.

5. LA ANTROPOLOGÍA SOTERIOLÓGICA DE PABLO. Es indudable que la teología paulina se apoya en dos quicios: Cristo, único camino salvífico para el hombre, e imparcialidad de Dios, que persigue la salvación de todos. Pablo deduce entonces que la otra cara de la medalla lleva inscrita la sujeción universal del hombre a la tiranía del pecado. No parece inútil insistir: en su elaboración teológica no parte de la revelación de que todos los hombres son pecadores, para concluir luego la iniciativa del Padre de querer salvar a todos. El proceso es exactamente al revés. Su afirmación de la humanidad como massa damnata, para usar una expresión agustiniana —pero ver al respecto Rom 1,18: "La ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra toda la impiedad e injusticia de los hombres que detienen la verdad con la injusticia"—, se sitúa a nivel de un juicio teológico, de una valoración interna a la fe. En otros términos, es la revelación de Dios como sujeto seria y eficazmente comprometido en la liberación de la humanidad lo que le descubre al hombre a sí mismo como pecador, perdido y necesitado de la gracia divina: "... No hay distinción alguna. Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios" (Rom 3,23). Ver también Rom 11,32: "Pues Dios encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia de todos".

a) Pesimismo de la naturaleza. Nadie en el NT ha penetrado más profundamente que Pablo en el abismo de perdición del hombre extraño a la acción de Cristo, porque nadie más que él ha sabido evidenciar lo radical del rescate llevado a cabo por la iniciativa gratuita de Dios. El ve, de rechazo, la historia humana como un campo en el cual el pecado se ha impuesto como tirano soberano. Léase Rom 6,12.14.16.20, donde se habla de reino del pecado (basileúein), de su dominio o señorío (kyrieúein), de la esclavitud de los hombres respecto al pecado (doúloi). Su atención va más allá de la observación de los pecados y de las transgresiones (paraptómata, parabáseis), para descubrir en el hombre la presencia de un mecanismo perverso, causa de cada uno de los actos pecaminosos. Nosotros podríamos hablar en términos modernos de un superyó, que sustituye al yo de la persona, forzándolo inevitablemente a opciones negativas. Por tanto, el hombre es un ser alienado, veleidoso y disociado, porque es incapaz de llevar a la práctica el deseo de bien y el anhelo de vida que, sin embargo, existen en él (cf Rom 7). La misma ley divina del Sinaí —pero esto vale también para la ley divina inscrita en el corazón de los hombres— es insuficiente; más aún, termina siendo un instrumento en manos del pecado, el cual de ese modo empuja al hombre a actos de rebeldía o de observancia egocéntrica; así se concretiza el egocentrismo arraigado en lo profundo de él. A este respecto, Pablo habla de hombre carnal o también de hombre viejo. Es una espiral diabólica, que conduce por sí misma a la muerte, es decir, a la perdición eterna.

Para evitar equívocos demasiado fáciles, como si Pablo negase cualquier expresión de bondad ética y religiosa en la vida de los hombres no rescatados, se impone precisar que en su teología el bien y el mal o el pecado tienden a definirse en estrecha relación con Cristo, respectivamente como adhesión a él y rechazo de su persona. Así al menos lo dice con claridad en el capítulo 3 de la carta a los Filipenses. También la existencia éticamente más elevada, pero extraña a la fe en Cristo, aparece a sus ojos como equivocada, como un caminar fuera del camino, incapaz de conducir a la meta de la vida, la cual depende únicamente del "conocimiento de Cristo"; él mismo, en su pasado de fariseo celoso e irreprensible constituye una prueba viva de ello.

Para evidenciar teológicamente este pesimismo suyo radical en la capacidad del hombre de construirse un destino de vida, en un primer momento afirma Pablo que todos los hombres, paganos y judíos, han pecado, los primeros de idolatría y los segundos de incoherencia práctica (Rom 1,18-3,20). Se trata de una visión sucinta de la religiosidad pagana y de la práctica del judaísmo, pero válida como ilustración plástica y visual de su intuición de fe de que el hombre extraño a la gracia de Cristo está perdido. En Rom 5,12-21 vuelve sobre el tema, oponiendo a la figura de Cristo, fuente de justicia y de vida para toda la humanidad, la contrafigura de Adán, principio igualmente universal de pecado y de muerte (cf también 1Cor 15,21-22.45-49). Finalmente, en Rom 7,7ss presenta cronológicamente la historia de la humanidad adamita: el yo del hombre ha pasado a través de las etapas de la inocencia original, de la época anterior a la ley mosaica y del período sucesivo hasta la venida de Cristo, ambos marcados por el dominio del pecado. He aquí en síntesis la situación de la humanidad adamita: "¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (7,24).

b) Optimismo de la gracia. Como en el párrafo anterior, tomamos como guía la carta a los Romanos, introducida programáticamente por 1,16-17: "Yo no me avergüenzo del evangelio, que es potencia de Dios [dynamis Theoú] para la salvación [eis soterían] de todo el que cree, del judío primero y también del griego.

Porque la justicia de Dios [dikaiosyne Theoú] se revela [apokalypteai] en él de la fe a la fe, según está escrito: El justo que es tal, por la fe, vivirá" (trad. del autor).

En el principio de la antropología soteriológica está la iniciativa salvífica de Dios; en términos paulinos, su potencia y su justicia, que se manifiestan en el evangelio proclamado por Pablo y por toda la Iglesia apostólica. Nótese bien; no se trata de una pura y simple notificación, sino de una apocalipsis: la potencia divina está actuando, la sentencia eficaz de justificación del pecador es pronunciada efectivamente por Dios justo en el mensaje evangélico. Y todos los hombres aparecen interesados, sin excepción alguna: judíos y paganos. En realidad, el privilegio de los unos y el impedimento de los otros son anulados. "¿O es que Dios es solamente Dios de los judíos? ¿No lo es también de los paganos? Sí, también de los paganos; porque sólo hay un Dios, que justificará por la fe tanto a los circuncidados como a los no circuncidados" (Rom 3,29-30). "No hay distinción entre el judío y el griego, porque Jesús es el mismo Señor de todos, rico para todos los que lo invocan" (Rom 10,12). No parece superfluo insistir: el proyecto y la acción de salvación del Dios de Jesucristo no sólo abrazan materialmente a todos los hombres, sino que los comprenden en pie de igualdad. Podemos, pues, hablar de universalidad soteriológica cualificada, de absoluta incondicionalidad del obrar del Padre, frente al cual los hombres terminan encontrándose en el punto de partida perfectamente iguales: buenos y malos, circuncidados o incircuncisos, monoteístas y politeístas, adoradores del verdadero Dios e idólatras, todos igualmente necesitados de la gloria de Dios (Rom 3,23), es decir, de la manifestación y del despliegue de su acción poderosa y eficaz.

A esta imparcialidad de Dios corresponde la gratuidad de su obrar salvífico: ningún mérito por parte del hombre, ninguna predisposición suya espiritual, religiosa o moral capaz de hipotecar o sólo de enderezar sus líneas operativas. El Padre se dirige ahora a la humanidad adamítica con eficaz intención de rescate (apolytrosis) sólo porque es fiel a sí mismo (díkaios), a la promesa que juró a Abrahán de bendecir a todos los pueblos de la tierra. "... no hay distinción alguna, porque todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente (doreán) por su gracia (té autoú járiti) mediante la redención (apolytrosis) de Cristo Jesús" (Rom 3,23-24). Dicho de otra manera, en el evangelio está en acción "el que da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no son" (Rom 4,17). Su iniciativa salvífica se lleva a cabo en términos de creación.

Para ser completos, véase al respecto también el testimonio de la carta a los Efesios: "... Para hacer resplandecer la gracia maravillosa que nos ha concedido por medio de su querido Hijo. El nos ha obtenido con su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia" (1,6-7); "Pero Dios, rico en misericordia, por el inmenso amor con que nos amó nos dio vida juntamente con Cristo, pues habéis sido salvados por pura gracia (doreán) cuando estábamos muertos por el pecado, nos resucitó y nos hizo sentarnos con él en los cielos con Cristo Jesús, a fin de manifestar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Habéis sido salvados por la gracia (járiti) mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; no de las obras, para que nadie se gloríe" (2, 4-9).

Pero el hombre no permanece pasivo; Dios salvador lo implica como sujeto activo, llamándolo a acoger el don gratuito que se le ofrece; en una palabra, a creer. Si objetivamente la pístis paulina se caracteriza como aceptación del mensaje evangélico y, más aún, del acontecimiento salvífico en él manifestado, su dinámica interna dice renuncia a la pretensión de autosalvación y, al mismo tiempo, confianza total en el gesto de gracia de Dios. Pues éste es el verdadero planteamiento de la teología paulina de la justificación sola fide, con rigurosa exclusión de las obras de la ley, es decir, de las observancias erigidas en principio autojustificador. "¿Dónde queda el orgullo (kaújesis)? Ha sido eliminado. ¿Por qué ley? ¿La de las obras? No, sino por la ley de la fe. Decimos, pues, con razón que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley" (Rom 3,27-28); "¿Qué diremos entonces de Abrahán? Si Abrahán hubiera sido justificado por el cumplimiento de la ley, podría estar orgulloso, aunque nunca ante Dios. Pero ¿qué dice la Escritura? Abrahán creyó en Dios y le fue contado como justicia. Ahora bien, al que trabaja no se le abona el jornal a título gratuito (katá járin), sino a título de cosa debida (katbpheílema); en cambio, al que no trabaja, pero cree en el que justifica al culpable, su fe se le cuenta como justicia" (Rom 4,1-5). No el código de lo debido, sino el de lo gratuito caracteriza la relación entre Dios y el hombre. Todo es gracia, diremos con la célebre frase de Bernanos; pero es el mismo Pablo el que con el vocablo járis designa no sólo el gesto subjetivo del Padre, sino también la nueva situación de justicia que de ahí resulta para el creyente.

En el proceso salvífico entero, Cristo imprime su huella de mediador (cf 1Tim 2,5). En realidad, la iniciativa de Dios se lleva a cabo en la acción de Jesús crucificado y resucitado. El es el nuevo Adán, principio universal de justicia y de vida para la humanidad; en comparación con él, el primer Adán, primero en orden cronológico, asume la función de pura y simple figura ilustrativa (typos), que evidencia didácticamente su superioridad: "Pero el delito de Adán no puede compararse con el don de gracia (járisma). Si por la caída de uno solo murieron muchos, mucho más (pollói mállon) sobreabundó la gracia de Dios y el don gratuito (doreá en járiti) de un solo hombre, Cristo Jesús, para todos. El delito de uno solo no puede compararse con el don de Dios; pues por un solo delito vino la condenación, y por el don de Dios, a pesar de muchos delitos, vino la absolución. Si, pues, por la transgresión de uno solo reinó la muerte a causa de uno solo, cuánto más (pollói mállon) los que reciben (hoi lambánontes) la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en.la vida a causa sólo de Jesucristo" (Rom 5,15-17). En el pasaje paralelo de ICor 15,20-22 se llama a Cristo resucitado primicia (aparjé) del mundo de los resucitados y principio activo de la resurrección de los creyentes: "Si por un hombre vino la muerte, por un hombre también la resurrección de los muertos; y como todos mueren en Adán, así también todos serán vivificados en Cristo". Finalmente, en lCor 15,45-49 se contrapone el Adán escatológico al primero, porque éste es prototipo de los que tienen vida psíquica, mientras que aquél es fuente de vida pneumática (psyjé zósa - pneúma zoopoioún).

Mas ¿cómo puede Pablo afirmar que el destino de todos depende de la acción de un solo hombre? En virtud de la solidaridad que liga estrechamente los dos polos de la unidad y de la universalidad (heis-polloí): solidaridad no de tipo naturalista, sino personalista. Todos son constituidos de hecho pecadores por haber pecado personalmente a imitación de Adán (Rom 5,12); igualmente todos son justificados y tendrán la vida eterna acogiendo la gracia de Cristo (hoi lambánontes: Rom 5,17). Con mayor claridad aparece esto en Rom 6: los creyentes son liberados de la sujeción del pecado y del destino a la muerte a través del rito bautismal, que los inserta como personas en la dinámica de la muerte y resurrección de Cristo: "¿No sabéis que, al quedar unidos a Cristo mediante el bautismo, hemos quedado unidos a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida. Pues si hemos llegado a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida. Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado; pues el que muere queda libre del pecado. Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir, la muerte ya no tiene dominio sobre él. Al morir, murió al pecado una vez para siempre; pero al vivir, vive para Dios. Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en unión con Cristo Jesús"(vv. 3-11). Nada de magia: por la adhesión a Cristo en la fe que se socializa en el bautismo, el hombre muere al pecado y se encamina por los senderos de la vida auténtica.

A la iniciativa de Dios y a la mediación de Cristo hay que añadir la animación del Espíritu (Rom 8). Al creyente se le concede un nuevo dinamismo, contrario al de la carne o al egocentrismo, y que contrasta eficazmente las decisiones carnales. "Porque la ley del espíritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte...; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros" (vv. 2.9). El hombre es así capacitado para establecer relaciones justas con Dios, con los demás y con el mundo por la obediencia y el amor. Una vida de hijo de Dios se abre ante él, y la meta de su caminar es la resurrección (cf vv. 14-17). Véase también Gál 5,16-24, antes citado.

Si en la carta a los Romanos, pero también en Gál, prevalece el vocablo teológico de la salvación —reservada por Pablo para el tiempo escatológico (cf Rom 5,1-11), a diferencia de Col y de Ef—, de la liberación y de la justificación, las cartas de la cautividad que acabamos de mencionar prefieren recurrir a las categorías de la novedad (kainótes, kainós) y de la renovación (anakainoústhai) del hombre interior (ho éso ánthropos), es decir, del yo profundo de la persona. Al hombre viejo (ho palaiós ánthropos) sucede el hombre nuevo (ho kainós ánthropos), creado a imagen del prototipo, que es Cristo. Cf Col 3,9-10; Ef 2,15; 4,20-24. Pero ver también 2Cor 5,17 y Gál 6,15, que hablan del hombre en Cristo como de una nueva criatura (kaine ktísis).

6. LA REFLEXIÓN DE JUAN. Sentado que la antropología juanista emerge sobre todo del tema típico del mundo, vocablo equivalente a humanidad en no pocos pasajes de los escritos juanistas, el punto de partida de nuestro análisis es el hecho reconocido de que Juan centró su atención en la encarnación del Hijo eterno de Dios, confesada programáticamente en el prólogo del cuarto evangelio: "Y el Verbo se hizo (egéneto) carne" (1,14). Se trata de un acontecimiento (egéneto) que caracteriza toda la existencia histórica de Jesús de Nazaret, comprendida la cruz. Pues bien, el evangelista pone de manifiesto su alcance apocalíptico o revelador, al mismo tiempo que salvífico, sin separar el uno del otro. A este fin elabora el símbolo de la luz. Jesús es por definición "la luz del mundo" (8,12). Como tal hizo su entrada en el mundo (en sentido cosmológico: 1,9 y 3,18), para iluminar a todo hombre y darle la vida (1,4). La humanidad se encuentra así cara a cara con el acontecimiento que le quita la máscara del rostro: es tinieblas, es decir, se encuentra en situación de muerte, pero es llamada eficazmente a abrirse a la acción iluminadora y salvadora del Verbo encarnado. La decisión se impone: en pro o en contra, fe o rechazo, apertura a la luz o cierre hermético en las propias tinieblas. Es inevitable enrolarse, tomar partido. "Para una discriminación (kríma) he venido al mundo", declaró Jesús (9,39).

En verdad, la única y exclusiva finalidad del acontecimiento de la encarnación es salvífica. Jesús mismo lo precisa debidamente: "No he venido para intentar un juicio de condena (krínein = a katakrínein) contra el mundo, sino para salvar (sózein) al mundo" (12,47). La iniciativa de su venida se debe a un gesto de amor del Padre: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca(apóllymi), sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar (krínein) al mundo, sino para que el mundo se salve (sózein) por él" (3,16-17). El mundo se encuentra ante su salvador (sotér), como confiesa la samaritana (4,42), ante el pan bajado del cielo para darle la vida (6,14.51), ante el cordero de Dios capaz de librarlo del pecado (1,29), ante la víctima de propiación (hilasmós) ofrecida por sus pecados (lJn 2,2).

Mas para que esta finalidad intrínseca del acontecimiento encarnacionista se traduzca en realidad vivida y experimentada, es necesario que los hombres crean. De lo contrario, el mundo permanece fijado para siempre en sus tinieblas y se autocondena: "En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; y la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la comprendieron"(1,4-5); "El que cree en él no será condenado (krínein); pero el que no cree ya está condenado (krínein), porque no ha creído en el Hijo único de Dios. Pues bien, el juicio (krísis) es éste: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz porque sus obras eran malas" (3,18-19).

No hay duda; según Juan, el hombre se juega su destino aquí y ahora por medio de la elección de la fe o de la incredulidad. Decisión y actualismo son las dos características originales de la antropología del cuarto evangelista. El hombre es visto, pues,como un ser histórico que se construye o se destruye en sus decisiones históricas.

BIBL.: AA.VV., L'uomo nella Bibbia e nelle culture ad essa contemporanee, Paideia, Brescia 1975; BoF G., Una antropologia cristiana nelle lettere di S. Paolo, Morcelliana, Bescia 1976; COMBLIN J., Antropología cristiana, Paulinas, Madrid 1985; DE GENNARO G. (a cargo de), L'antropologia biblica, Ed. Dehoniane, Nápoles 1981; KASSEMAN E., Antropologia paolina, en Prospettive paoline, Paideia, Brescia 1972, 11-53; LORETZ O., Le linee maestre dell antropologia veterotestamentaria, en J. SCHREINER y colaboradores, Introduzione all'Antico Testamento, Ed. Paoline, 19822, 226-538; MAASS F., 'adam, en GLNT 1, 161-186; MEHL-KUHNLEIN H., L'homme selon 1 ápótre Paul, Delachaux-Niestlé, Neuchátel-París 1951; MOLTMANN J., El hombre, Sígueme, Salamanca 1973; MORK W., Linee di antropologia biblica, Ed. Esperienze, Fossano 1971; PIDOUx G., L'homme dans 1 Anclen Testament, Delachaux-Niestlé, Neuchátel-París 1953; ROBINSON J.A.T., El cuerpo. Estudio de teología paulina, Ariel, Barcelona 1973; SPICQ C., Dio e 1 Lomo secondo il Nuovo Testamento, Ed. Paoline 1969, 169ss; SAHAGÚN LUCAS J. de, El hombre, ¿qué es? Antropología cristiana, Soc. de Educ. Atenas, Madrid 1988; WOLFF H.W., Antropología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca 1974; WESTERMANN C., 'adam, en DTATI, Cristiandad, Madrid 1985, 90-110. Nos hemos limitado a indicar los estudios específicos y, entre ellos, los más accesibles, que además contienen indicaciones bibliográficas. De todos modos, el lector puede consultar también últimamente las "teologías bíblicas", de las cuales no podemos menos de mencionar: G. VON RAO, Teología del A T, Sígueme, Salamanca 19784, y R. BULTMANN, Teología del NT, Sígueme, 1981, así como los comentarios clásicos, sin hablar de los numerosos diccionarios bíblicos.

G. Barbaglio