EVANGELIOS
DicTB
 

SUMARIO: I. Los evangelios en la Iglesia. II. Los evangelios en la exégesis moderna: 1. El siglo xix; 2. La "historia de las formas"; 3. Evolución ulterior: "historia de la redacción"y "nueva investigación del Jesús histórico". III. Conclusiones y perspectivas.


I. LOS EVANGELIOS EN LA IGLESIA. ¿Qué son los evangelios? Si intentamos preguntárselo a un chico del catecismo o a un cristiano adulto cualquiera, o puede que también a un no practicante, la primera respuesta que se daría sería con toda probabilidad: "La vida de Jesús". Pero si insistimos un poco, no sería difícil obtener también otra: los evangelios no son sólo la vida de Jesús; son también nuestra vida, la experiencia que también nosotros debemos vivir.

En la simultaneidad de estas dos dimensiones a primera vista conflictivas, en este continuo movimiento del entonces al ahora y del ahora al entonces se puede resumir la característica más esencial de los evangelios, así como la clave de lectura de todo el accidentado proceso de su interpretación, desde la Iglesia antigua hasta hoy. No es raro, incluso hoy, tropezar con dos actitudes opuestas a propósito de los evangelios. Por un lado, la preocupación ansiosa y casi obsesiva por su historicidad, preocupación que se manifiesta en la mentalidad fundamentalista (o sea, que rehúsa admitir en los evangelios otros tipos de lenguaje que el puramente historiográfico), en la sobrevaloración de la cuestión de la identidad de los cuatro evangelistas, en el malestar apenas disimulado ante sus divergencias, del que es un síntoma también el éxito que siguen teniendo las censurables iniciativas editoriales de los llamados evangelios unificados, con su sección de mapasy tablas cronológicas que pretende localizar en el tiempo y en el espacio "minuto por minuto" los desplazamientos de Jesús. Por otro lado, y no menos preocupante, puede que fruto también de divulgaciones apresuradas o mal entendidas o de preocupaciones catequéticas o espirituales perseguidas a precio demasiado bajo, la tendencia a ver en los evangelios sobre todo la proyección de las experiencias (¡una de las palabras mágicas de nuestros días!) de los creyentes, la respuesta a los problemas de las varias comunidades; con la tentación, en definitiva, de preguntarse por qué hay que seguir dando la preferencia a aquellas experiencias de entonces, y no volver a escribir los textos basándonos en las nuestras.

Estas tentaciones no son del todo nuevas. También la Iglesia antigua hubo de hacerles frente y superarlas, a vecess no sin cierta dificultad. En ambientes preocupados demasiado unilateralmente por la historicidad y por la utilización apologética de los evangelios frente a los paganos, la tentación de eliminar su pluralidad armonizándolos a toda costa (concordismo) o incluso fundiéndolos en una narración única, como en el Diatessaron de Taciano, que tuvo un éxito enorme durante siglos, siendo adoptado incluso en alguna zona en la liturgia en lugar de los cuatro evangelios canónicos, y que sólo después de muchas luchas pudo ser eliminado. En otros ambientes, por el contrario, la de contraponerlos el uno al otro hasta escoger uno contra otro, eliminando a los restantes del canon (Marción). O bien, para asegurar mejor la vinculación a los problemas de hoy, la tentación de apartarse completamente del sentido literal con el método de la alegoría, mediante el cual se termina haciendo decir al texto lo que se quiere; o incluso publicando nuevos evangelios (los apócrifos) para hacer pasar como palabrade Dios opiniones personales, verdaderas y auténticas herejías, o cuando menos las propias fantasías devocionalistas.

Ya antes de expresar su concepción de los evangelios a través de la enseñanza explícita, últimamente con la constitución conciliar Dei Verbum y la instrucción inmediatamente precedente de la Comisión bíblica (21 abril 1964), la Iglesia la ha expresado desde la antigüedad con la elección misma del título Evangelios, con la inclusión de todos y sólo esos cuatro en el canon, y sobre todo con su lectura en el contexto eucarístico, acompañada por signos litúrgicos que la equiparan a un encuentro con el Señor vivo (procesión, incensación, beso, aclamaciones; también las decoraciones del evangeliario y del ambón...), y con una exégesis que, por encima de los límites ligados a la cultura del tiempo, pretende ser literal y auténticamente espiritual al mismo tiempo, y que se prolonga en la lectio divina de la tradición monástica, en los varios métodos de contemplación y meditación de las diversas escuelas espirituales, hasta la revisión de vida y otras formas de nuestros días, y se hace experiencia concreta en la existencia de los santos, que es evangelio vivido (san Francisco de Sales: la vida de los santos es al evangelio como la música ejecutada es a la música escrita en la partitura...).

En esta perspectiva de lectura no puramente histórica, sino también teológico-espiritual, no faltó en la Iglesia antigua, al menos en germen, la percepción de la pluralidad de los evangelios como riqueza positiva, que refleja la catolicidad de la Iglesia diseminada por toda la tierra (san Ireneo, Adversus Haereses III, 11,7-9) y lo inagotable del misterio de Jesús (Orígenes, In Johannem X, 5,21). Aunque con demasiada frecuencia prevaleció el concordismo, hubo también intuiciones más válidas, tales como las distinciones entre el orden de la narración y el orden de los acontecimientos (san Agustín, De consensu evangelistarum II, 21,51s) y entre intención y formulación (ibid II, 12,29). Se advierte también un esfuerzo por discernir la peculiaridad de los cuatro evangelistas, aunque de hecho no se consiguió más que para Juan, al que se distinguió enseguida como el evangelio espiritual, siendo venerado por los orientales como el teólogo, el que ha conseguido un conocimiento más profundo de los misterios de Dios.

Así pues, la fe cristiana se ha percatado, como por instinto, de la imposibilidad de disociar las dos dimensiones, el entonces y el ahora; ha visto los evangelios como documento histórico, aunque sui generis, testimonio fidedigno capaz de convertirse en llamada y motivo de fe; pero al mismo tiempo como alegre mensaje siempre actual, que sólo se puede comprender plenamente por la fe (san Agustín: "Evangelio non crederem nisi me catholicae.ecclesiae conmoveret auctoritas'), proclamación de aquel misterio de salvación que también nosotros hoy estamos llamados a vivir y que sólo se puede transmitir y recibir auténticamente in Spiritu e in ecclesia.

II. LOS EVANGELIOS EN LA /EXÉGESIS MODERNA. Así pues, histórica y crítica lo era también, a su modo, la exégesis antigua; sería injusto hacerlo comenzar todo con el renacimiento o con el iluminismo. Con todo, este último introduce indudablemente en los estudios bíblicos, junto con el proyecto, inaceptable para el creyente, de reducir el cristianismo "a los límites de la razón", también toda una serie de adquisiciones históricas, literarias y metodológicas de gran alcance. Ambos aspectos, estrechamente entrelazados, impondrán a los creyentes undiscernimiento difícil y doloroso, que oscila entre los peligros opuestos de rechazar junto con los prejuicios ideológicos también elementos positivos, o, viceversa, de absorber inconscientemente en nombre de una pretendida ciencia también los prejuicios anticristianos.

Hoy la situación se presenta más serena. Las adquisiciones de los estudios modernos permiten darse mejor cuenta de las características de los evangelios que la fe cristiana cultivó desde el principio de manera intuitiva.

Por comodidad, podemos distinguir tres momentos principales: 1) el siglo xtx; 2) los años veinte de nuestro siglo con la "historia de las formas"; 3) desde los años cincuenta a nuestros días el desarrollo ulterior de la "historia de la redacción" y de la "nueva investigación del Jesús histórico" [/Escritura; /Hermenéutica].

1. EL SIGLO XIX. Desde finales del siglo XVIII a principios del xIx el estudio de los evangelios está dominado por el intento de la exégesis liberal de remontarse a un Jesús histórico (expresión que manifestará luego toda su ambigüedad) del todo humano, contrapuesto al misterioso y divino de la Iglesia y del dogma cristológico.

Este deseo de remontarse lo más posible a los orígenes llevó muy pronto, invirtiendo la valoración de la Iglesia antigua, a acantonar a Juan justamente por su carácter más acentuadamente teológico y a concentrar la atención en los tres primeros evangelios, intentando también discernir cuál de ellos era el más antiguo. Se afrontó decididamente la cuestión sinóptica, es decir el problema de explicar las grandes semejanzas entre Mt, Mc y Lc en los episodios referidos, en el orden de sucesión y a menudo también en su formulación; problema no ignorado por la Iglesia antigua, pero que permaneció bloqueado por la solución agustiniana, que identificaba el orden canónico (Mt, Mc, Lc, Jn) con un orden cronológico y de dependencia el uno del otro. Se impuso una nueva solución, todavía hoy impugnada por algunos sectores minoritarios, pero compartida por la mayoría de los estudiosos: la teoría de las dos fuentes. El más antiguo no es Mt, sino Mc: no ha sido Mc el que abrevió a Mt, sino que fueron Mt y Lc, los dos evangelios mayores, los que ampliaron a Mc y corrigieron sus numerosas imperfecciones lingüísticas. Pero además de Mc, para explicar toda una serie de perícopas presentes sólo en Mt y en Lc, también ellas caracterizadas por grandes semejanzas en el orden de sucesión y en la formulación, hay que postular asimismo una segunda fuente, que no ha llegado a nosotros, constituida esencialmente por dichos de Jesús (mientras que en Mc prevalecían los hechos), e indicada convencionalmente con la sigla Q.

En este punto, llegados a través de la crítica literaria a estas dos fuentes más antiguas: Mc y Q, se pensaba que podía entrar enseguida la crítica histórica: la reconstrucción de'la vida de Jesús. Evidentemente, los liberales no aceptaban en bloque tampoco el testimonio de estas fuentes más antiguas; también en ellas distinguían alguna superposición debida a la fe de la Iglesia pospascual; pero estimaban que se las podía eliminar fácilmente basándose en criterios (en realida d un tanto aprioristas) de plausibilidad y verosimilitud; una vez desembarazado el relato de los elementos más sobrenaturales, se creía estar ante un informe sustancialmente fidedigno, reflejo simple e ingenuo de los acontecimientos. Se creía, pues, posible en definitiva fundar históricamente en los mismos evangelios la imagen humanizada y modernizada de Jesús tras la cual se andaba: un Jesús genio religioso, esencialmente maestro de verdades ético-religiosas universales, expresadas en términos de reino mesiánico sólo para una comprensible concesión a la tradición judía, pero, en sustancia, sin continuidad real con ella.

La tentativa liberal entra en crisis hacia finales de siglo, no sólo por el redescubrimiento de la dimensión radicalmente escatológica del reino anunciado por Jesús y de las exigencias éticas a él vinculadas (J. Weiss, A. Schweitzer), sino también por la denuncia de su fragilidad metodológica. Los evangelios no son biografías, sino "relatos de la pasión con extensa introducción" (M. Káhler); en su centro no está la enseñanza, como en Sócrates, sino la muerte redentora; ahí es donde el relato se hace detallado, muy lento, después de haber estado precedentemente marcado por una especie_de cuenta a la inversa. La fe pospascual no se limitó a colocar aquí y allá alguna pequeña incrustación fácil de suprimir; anima todo el relato desde el principio. Tampoco el Jesús de Mc es un Jesús puramente humano, sino un Jesús profundamente misterioso, al que ni siquiera los discípulos comprenden y cuya identidad es mantenida oculta por el secreto mesiánico, destinado a manifestarse sólo en pascua (W. Wrede). También el evangelio más antiguo, y punto de partida de los sucesivos, aparece así a su vez como punto de llegada de toda una reflexión teológica de la comunidad pospascual; se comienza a caer en la cuenta de que entre los textos evangélicos y Jesús se interpone, con todo su espesor, justamente aquella entidad de la cual la exégesis liberal no había querido hacer caso: la Iglesia.

2. LA "HISTORIA DE LAS FORMAS". Se trataba, pues, de aclarar mejor la relación entre los evangelios y la Iglesia, el influjo de la comunidad primitiva en aquel material que más tarde sería consignado por escrito por los evangelistas. Pero se necesitaba un instrumento metodológico nuevo respecto a los dos instrumentos privilegiados del siglo xix, la crítica literaria, a la que seguía enseguida la crítica histórica; un instrumento capaz de penetrar en el oscuro túnel de aquellos treinta a cuarenta años de tradición oral que separaban a Jesús de los primeros escritos. El instrumento lo proporcionó el "método de la historia de las formas" (formgeschichtliche Methode o, más brevemente, la Formgeschichte), aplicado ya por H. Gunkel (1862-1932) a los escritos del AT, y extendido luego a los evangelios después de la primera guerra mundial sobre todo por M. Dibelius (1883-1947) y R. Bultmann (1884-1976), no sin el influjo de intuiciones que habían aflorado ya en J.G. Herder (1744-1803) sobre el carácter colectivo y popular de la tradición evangélica, y en F. Overbeck (1837-1905) sobre el carácter infraliterario, precultural y no historiográfico del cristianismo primitivo y de sus escritos.

El nombre no da plenamente idea de este enfoque, esencialmente sociológico: las formas de que se habla no son, en efecto, los géneros tradicionales en las varias literaturas (drama, comedia, novela, ensayo histórico, etcétera), sino las utilizadas por las diversas exigencias concretas de la vida de la comunidad. Gunkel da como ejemplo la lamentación fúnebre, el canto de victoria, el reproche del profeta, la sentencia del juez...; ejemplos modernos podrían ser el informe médico, el informe de policía sobre un incidente de carretera, etc. Cada una de estas formas lingüísticas se distingue de la otra, posee características determinadas y no otras, justamente porque es funcional a una determinada situación constante, que se repite, de la vida social (en losejemplos citados: la muerte, la guerra, la administración de la justicia, etc.); es decir, cada una de ellas está ligada a un cierto Sitz im Leben, literalmente el puesto en la vida, expresión que no se ha de usar, como a veces se hace hoy, en sentido puramente histórico, como si fuese sinónimo de una situación contingente cualquiera, la ocasión en que se pronuncia una cierta frase, sino siempre en sentido sociológico, en referencia a situaciones constantes, que corresponden a necesidades permanentes de una cierta comunidad.

Sentada esta extrecha conexión entre forma y Sitz im Leben, debería ser posible remontarse de las varias formas a su ubicación en la vida de una comunidad; algo así como cuando de la forma redonda de un guijarro es posible remontarse a su colocación originaria en un río. El supuesto para aplicar este planteamiento al material evangélico es que, aunque al presente se contiene por escrito en libros de una cierta extensión, no se lo contempla como obra individual de un autor a la manera de los libros que pertenecen a la literatura verdadera y propia, sino como un agregado de muchas pequeñas unidades que preexistían en forma oral, autónomamente la una de la otra, y eran utilizadas por la comunidad primitiva no para hacer un relato ordenado de la vida de Jesús, sino en función de las varias necesidades actuales de su vida: liturgia, catequesis, polémica con los adversarios, etc.

De ahí el programa de la Formgeschichte: 1) como primera operación preliminar, aislar cada una de las unidades preexistentes; 2) como segunda operación, también preliminar, clasificarlas, basándose en las características comunes que algunas de ellas presentan, en varias formas: relatos de milagro, episodios polémicos, oráculos proféticos, sentencias de tipo sapiencial, etc.; 3) finalmente —y aquí está el paso crucial propiamente socio-lingüístico de la Formgeschichte—, explicar las características de cada una de las formas remontándose al respectivo Sitz im Leben. Finalmente, unificando los varios Sitze im Leben obtenidos, conseguir un cuadro de conjunto de la primitiva comunidad cristiana.

Después de unos sesenta años de intenso trabajo, a primera vista se podría tener la impresión de que la Formgeschichte, salvo esporádicas escaramuzas de retaguardia, ha sido ampliamente aceptada por todos; incluso en los ambientes católicos de forma oficial, después de las polémicas romanas antes y durante el último concilio. Pero, si bien se mira, hay que reconocer que el programa originario no se ha realizado más que en parte, precisamente en aquellas partes que no eran las más específicas, las más ligadas a la hipótesis de trabajo esencialmente sociológica que animaba al nuevo planteamiento. Algo no ha funcionado.

Desde luego se pueden considerar bien logradas las dos primeras operaciones, si bien son sólo preliminares y no específicas aún de la Formgeschichte. El carácter originariamente fragmentario (y por tanto presumiblemente oral, al menos en principio) se desprende claramente, entre otras cosas, de la fragilidad de las conexiones entre una perícopa y otra ("Entonces", "Y yendo más allá", "Después de estas cosas", "Otra vez...") y de los numerosísimos casos de diferente colocación de un mismo párrafo en los varios evangelios (p.ej., el padrenuestro en Mt en el sermón de la montaña, mientras que en Lc está luego, durante el viaje a Jerusalén: cf Mt 6,9-13 con Lc 11,1-4). Por algo la liturgia desde el principio conseguía tan bien subdividir el texto evangélico en pequeños párrafos que había que leer cada vez: las perícopas (de perikóptein, cortar); es como cuando se separan con facilidad las partes de un módulo siguiendo las líneas trazadas ya marcadas. Entre una y otra hay muy poco espacio; se nota enseguida dónde comienza y dónde termina un episodio; muy pronto nos damos cuenta de que si se sigue leyendo nos adentramos en otro episodio.

También la clasificación de las varias formas es una operación lingüística, y no aún socio-lingüística en el sentido de la Formgeschichte. Formas diversas (parábola, oráculo profético, sentencia de tipo sapiencial) pueden haber sido usadas ya por Jesús, y no remitir necesariamente a situaciones de la comunidad como tal.

Para el nuevo planteamiento sería decisivo remontarse desde cada forma al respectivo Sitz im Leben; pero aquí justamente es donde el resultado ha fallado. Sólo se consigue remontarse globalmente a un uso eclesial del material; pero esto se había ya adquirido con la primera operación. Y este uso eclesial no es sinónimo de uso puramente funcional en el sentido de la Formgeschichte. Indudablemente es un uso diverso del puramente historiográfico; a menudo ha implicado notables reformulaciones: lo confirman los numerosísimos casos en los que el mismo gesto o la misma palabra de Jesús aparecen en los diversos evangelios en formas diversas, e incluso las que según nuestra mentalidad deberían ser intangibles, como el Padrenuestro o las palabras eucarísticas. Estamos ante una transmisión viva, en la que no predomina una preocupación de fidelidad puramente verbal, como en el que transmite datos con intento puramente documentario o de archivo, sino más bien la de una fidelidad real a los significados, a las intenciones de Jesús; por tanto, una fidelidad que no excluye, sino que incluso a veces exige, la reformulación. Así, por ejemplo, al pasar al ambiente grecorromano no es ya suficiente excluir sólo el repudio de la mujer por parte del marido, sino que se hace necesario explicitar también la exclusión del repudio del marido por parte de la mujer (cf Mc 10,11 con Mt 19,9).

En este uso eclesial de los dichos y hechos de Jesús, la exigencia de traducción desemboca en una exigencia de actualización. Tratándose de un mensaje salvífico, la traducción sólo se puede considerar verdaderamente lograda cuando consigue implicar al oyente. Aquí es clara la diferencia entre el evangelizador y el historiógrafo; para este último es importante que el acontecimiento se delimite lo mejor posible, que se una lo más estrechamente posible a las circunstancias, al momento en que tuvo lugar; en cambio, para el evangelizador es importante que el episodio, desde luego sin perder su realidad histórica y su significado originario, resulte significativo para el mayor número de personas, aun a costa de desligarlo un poco de su contexto inmediato. Los dibujos de nuestros catecismos, como por lo demás ya las pinturas medievales, no vacilan a veces en presentar a Jesús en blue jeans o bien en poner a su lado muchachos de hoy, hombres de varias razas, etc. Es un poco lo que hizo también la tradición evangélica: para facilitar el mecanismo de identificación no vacila en reformular las palabras; y así vemos a los protagonistas de los relatos hacerse casi los portavoces de la fe cristiana: dirigirse a Jesús no ya como a "maestro", sino como a "Señor" (cf Mt 8,25 con Mc 4,38), proclamarlo a los pies de la cruz "Hijo de Dios" y no simplemente un "justo" (cf Mc 15,39 y Mt 27,54 con Lc 23,47). El relato se hace todo él a la luz de la resurrección, aunque ésta sólo se narrará en la última página; ni por un instante se habla de Jesús como se hablaría de un muerto, aunque muy ilustre, del que sólo quedarían sus palabras; en cada episodio destaca, como en transparencia, el Señor viviente y operante hoy en la comunidad. Así reciben una inesperada confirmación ciertas intuiciones patrísticas y litúrgicas: piénsese en la interpretación eclesiológica de la tempestad calmada o en la interpretación eucarística del episodio de Emaús; esta dimensión eclesial, sacramental, no es algo que añadimos nosotros, sino que ya estaba presente en la intención de los primeros narradores.

En orden a una reconstrucción histórica de detalle, de historia entendida como crónica, es innegable que este "de más" se traduce en un "de menos". El carácter fragmentario o el uso eclesial del material evangélico, situados a la luz de la Formgeschichte, sufren indudablemente una cierta reducción de historicidad, al menos con referencia a ciertas maneras maximalistas de entender esta última, demasiado calcadas sobre los modelos profanos de tipo biográfico o los de la historiografía moderna. En este sentido, si por victoria de la Formgeschichte entendemos la derrota de estas concepciones unilaterales de la historicidad (liberales o fundamentalistas), ha sido y es irreversible. Pero, en realidad, no es tanto la Formgeschichte la que ha vencido, sino que más bien estas concepciones han perdido; y no por mérito exclusivo de la Formgeschichte, sino en gran medida también por toda una serie de adquisiciones de otro tipo: mejor conocimiento de los géneros literarios bíblicos, a veces diversos de los occidentales y de tipo no puramente historiográfico; de los procedimientos de tipo midrásico (relectura de un episodio a la luz de otros para poner en claro las analogías, no sin un elemento artificioso) o de tipo targúmico (traducciones libres, que desembocan en la paráfrasis y en laadición de nuevos elementos para subrayar ciertos aspectos del texto), y así sucesivamente. Luego, para los católicos, desde la teología, un concepto más profundo de la verdad bíblica (DV 11).

Pero la Formgeschichte no ha conseguido positivamente imponer de manera convincente su concepción específica del material evangélico como funcional únicamente a las necesidades actuales de la comunidad, y por tanto desinteresado del ministerio prepascual de Jesús. El carácter fragmentario y eclesial, y en cierto sentido también popular, del material evangélico no equivale necesariamente a un carácter puramente funcional, en el sentido de la Formgeschichte. Lo fragmentario excluye una reconstrucción completa de la vida de Jesús en el sentido de las biografías del siglo xIx, pero no es tan completamente fragmentario que impida que cada uno de los fragmentos permanezca centrado en Jesús y que también uno solo de ellos pueda ser suficiente para permitirnos captar el sentido que él atribuyó a su vida. El ambiente popular excluye ciertamente prestaciones historiográficas de alto nivel académico, pero no excluye en absoluto el interés por ciertos acontecimientos y la voluntad y capacidad de transmitirlos fielmente. La gran libertad de la traducción y de la actualización no excluye una profunda fidelidad a Jesús, sino que nace justamente de ella. Perspectiva pascual no significa desinterés por el Jesús terreno: el resucitado no es un anónimo, sino el Jesús que fue crucificado; y justamente porque ha resucitado no se le puede olvidar, cómo se podría hacer con un muerto cualquiera, sino que agudiza aún más el interés también por su existencia terrena. El uso catequético o litúrgico o de cualquier otro tipo deja intacta la cuestión de fondo: ¿Qué papel tiene en esta liturgia o en esta catequesis la referencia a Jesús? ¿Se puede asimilar a un culto cualquiera o se trata más bien de un culto que es esencialmente anamnesis, memoria de un acontecimiento no mítico, sino histórico? ¿No son quizá la liturgia cristiana, la catequesis cristiana, esencialmente "narrativas"? (A este propósito hay que notar que la Formgeschichte —¡a la que por algo algunos de sus pioneros preferían llamar kultgeschichtliche Methode!—revela un fuerte influjo de la escuela de las religiones o comparatista, con el mérito de redescubrir la importancia del culto, pero con la tendencia a asimilarlo precipitadamente a los del ambiente circunstante.) Finalmente, la misma comunidad, de la que tanto habla la Formgeschichte, no es un grupo cualquiera, en el que cada uno era libre de atribuir a Jesús lo que quería. Por las cartas de Pablo, más antiguas que los mismos evangelios, se nos aparece por el contrario vinculada a la tradición recibida y provista de una autoridad apostólica encargada de vigilar y discernir. No es una masa anónima, sin rostro, sino que tiene su núcleo más autorizado en los discípulos de Jesús, testigos no sólo de su resurrección, sino también de su ministerio terreno; no es un espacio vacío, una página en blanco en la que se puede escribir lo que se quiera: la imagen de Jesús viva en los discípulos no podría dejar de oponer resistencia a eventuales tentativas de alteración.

Este "talón de Aquiles" de la Formgeschichte, a saber: su desvalorización del interés de la comunidad por el ministerio de Jesús, se verá con mayor claridad al pasar examen a la fase más reciente, que llega hasta nuestros días.

3. EVOLUCIÓN ULTERIOR: "HISTORIA DE LA REDACCIÓN" Y "NUEVA INVESTIGACIÓN DEL JESÚS HISTÓRICO". Las dos principales líneas de desarrollo de los estudios evangélicos a partir de los años cincuenta son, por una parte, la apertura de lo que puede definirse nueva investigación del Jesús histórico, y, por otra, la Redaktionsgeschichte, el estudio de la redacción de los evangelios, de la aportación específica de cada uno de los evangelistas [/Mateo; /Marcos; /Lucas].

En cierto sentido, ambas pueden considerarse complementos de la Formgeschichte en las áreas que ésta había dejado descubiertas. Ella había centrado su interés en la fase intermedia: la de la transmisión oral del material evangélico en la comunidad, minimizando un poco excesivamente la posibilidad de remontarse más arriba hasta Jesús, y reduciendo, hacia abajo, a los evangelistas a simples coleccionistas del material preexistente. Al recuperar las dos áreas descuidadas, pero sin renegar por ello de las adquisiciones de la Formgeschichte, se obtiene una visión más completa del proceso de formación del material evangélico a través de sus tres etapas: Jesús, la comunidad, los evangelistas. Tres etapas de desarrollo del material, a las que deberán corresponder tres etapas obligadas en cada uno de nuestros estudios de los textos evangélicos.

El esquema indicado no carece de utilidad. Pero hay que preguntarse si la vuelta a la investigación histórica sobre Jesús y la Redaktionsgeschichte se pueden considerar sólo evoluciones lineales y complementos de la Formgeschichte, o no más bien algo que la cuestiona ampliamente y hace urgente una reflexión crítica de la misma. Además, el esquema deja en la sombra la estrecha conexión entre ambas evoluciones (por algo los nombres de los respectivos pioneros son los mismos: Bornkamm, Marxsen, Conzelmann, el mismo Kásemann...); se trata, en realidad, de dos aspectos de la misma problemáticaque dejaron abierta la Formgeschichte y sobre todo Bultmann, que eran incapaces de explicar cómo en un cierto punto la Iglesia primitiva llegó a expresar su fe en escritos eminentemente narrativos como los evangelios.

La Formgeschichte no prestó gran atención a este problema; ante los evangelios empleó el microscopio, concentrando su atención en cada una de las microunidades para escrutar las huellas de su prehistoria. En cambio, la Redaktionsgeschichte intenta encuadrar en su objetivo el edificio entero, para captar sus líneas de conjunto, el diseño global, las intenciones de fondo que animaron a cada uno de los evangelistas. En esta perspectiva, se ve cada vez más claramente que no son simples compiladores; no se limitaron a transcribir la tradición, sino que también la retocaron y reinterpretaron basándose en la finalidad teológica y pastoral particular de cada uno de ellos. Aunque en los últimos años ha habido una reestructuración de la tendencia inicial de la Redaktionsgeschichte a exaltar excesivamente la creatividad de los evangelistas y se vuelve a hablar de su conservadurismo (una recuperación del aspecto histórico está en marcha también hoy para Jn), queda el hecho de que entre nosotros y Jesús viene a interponerse, además del estrato de la tradición oral comunitaria sacado a luz por la Formgeschichte, un estrato ulterior: el de la relectura teológica realizada por cada uno de los evangelistas. Así pues, a primera vista, con la Redaktionsgeschichte nos alejamos aún más de Jesús, y no sería infundado ver en ella una evolución bastante homogénea de la Formgeschichte.

Pero las cosas no son tan simples. Por diversas que sean las perspectivas teológicas de Mt, de Mc, de Le (y, ¿por qué no?, de Jn), revelan algo común: sobre todo un gran interés por el Jesús terreno. Mc retrocede a los días terrenos de Jesús todavía envueltos en el misterio que sólo la cruz y la resurrección habría de desvelar, pero que estaba ya encerrado en su humanidad. Mt lleva a los cristianos a la obediencia a los mandamientos de Jesús (28,16-20). Lc-He exponen un relato ordenado de los acontecimientos a través de los cuales entró la salvación en la historia con Jesús, y luego con el testimonio dado de él por la Iglesia por la virtud del Espíritu. Jn contempla y relee, con aquella comprensión más profunda que es don pascual del Resucitado mediante su Espíritu, los grandes signos realizados por Jesús en su ministerio terreno (2,22; 12,16; 14,26; 16,14). Leyendo cada evangelio completo se percibe este interés por el Jesús prepascual, este aspecto narrativo, más fuertemente aún que leyendo aisladamente una u otra perícopa. Es un poco como cuando, alejándose de un edificio para poder abarcarlo mejor con la mirada todo entero, se queda uno sorprendido de algunas de sus líneas estructurales, que corren peligro de escapar a una observación demasiado cercana. El problema es entonces si el relieve dado al Jesús prepascual es fruto de una sucesiva obra de "historización" (Historisierung), que habría introducido en el material, originariamente polarizado en las necesidades actuales de la comunidad, una dimensión que le era ajena (Kilsemann, no sin ambigüedad y contradicciones, atribuye esa acción a una exigencia ocasional de contraponerse al incipiente gnosticismo, y polemiza ásperamente con Lc-He por haber querido ligar la salvación a hechos del pasado visibles y narrables; pero al mismo tiempo ve en ello un esfuerzo por mantener la identidad cristiana originaria; otros, como S. Schulz, radicalizando la posición bultmanniana, ven en los cuatro evangelios un fenómeno inesperado y aberrante respecto al kerigma pascual de Pablo), o si no se trata más bien de una dimensión inherente al material evangélico desde el principio (J. Roloff).

Así pues, no hay que reducir la Redaktionsgeschichte simplemente a un estudio de las modificaciones redaccionales; no se agota en un estudio de perícopa por perícopa, sino que intenta captar el plan de conjunto de cada uno de los evangelios en su integridad, desembocando así en el problema de lo que les es común, en la problemática, hoy vivísima, de la "forma evangelio". ¿Existe tal "forma", común a los tres sinópticos, y hasta —presumiblemente sin influjo directo— a Jn? ¿Cómo explicar su origen? ¿En qué medida puede derivar de formas judías y grecorromanas preexistentes (biografía, martirio de los justos y de los profetas, dichos de los sabios, aretalogías...), y en qué medida, en cambio, es una novedad específicamente cristiana? Respecto al material preexistente, ¿en qué medida depende de antecedentes ya existentes, y en qué medida es, en cambio, una forma nueva, que hay que comprender únicamente en sí misma (Güttgemanns)? ¿Había ya en cada fragmento de tradición algo que lo hacía apto para insertarlo en el contexto evangélico (Mussner): una índole narrativa intrínseca, una orientación esencial a Jesús incluso en cada uno de los dichos y de los episodios? ¿Cómo explicar la "fuerza de integración" de la forma /evangelio, capaz de mantener unidos materiales diversos, como los oráculos escatológicos y las directrices éticas, los milagros y el relato de la pasión (H.-Th. Wrege)? En este punto, el "secreto mesiánico", a través del cual todo el ministerio terreno de Jesús es visto como enigma que sólo será descifrado con la pascua, quedando a su vez la pascua indisolublemente ligada al ministerio terreno, aparece como el "presupuesto hermenéutico" fundamental para la existencia misma del género evangelio (Conzelmann). Hay que preguntarse entonces si es sólo un esquema teológico artificioso, una construcción posterior, resultante quizá de la fusión de varias teologías cristianas provenientes de varias comunidades, teologías diversas o incluso conflictivas, centradas unas en el kerigma pascual, otras en el Jesús prepascual profeta, maestro y taumaturgo, y unidas por compromiso o por predominio de una que habría neutralizado a las restantes, o si no sería más bien el reflejo y la expresión de una unidad cristológica originaria (J. Schniewind). Así pues, la Redaktionsgeschichte, lejos de poderse reducir a un simple complemento de la Formgeschichte, termina también agudizando ulteriormente el problema de la dimensión histórica de los evangelios.

Análogo razonamiento hay que hacer, con mayor razón, para otra evolución: la reapertura de la investigación histórica sobre Jesús. Utiliza ésta una serie de criterios de autenticidad (J. Jeremias) que se apoyan en último análisis en el más riguroso, admitido también por los más radicales, el criterio de la discontinuidad: hay que atribuir a Jesús lo que no refleja las necesidades o las tendencias ni del judaísmo ni de la comunidad cristiana primitiva (ejemplo clásico es el discipulado, diverso tanto del rabínico, donde era el discípulo el que escogía al maestro, y de la relación que ligará a los cristianos con los apóstoles: Pedro, Pablo... no tendrán "discípulos" ligados a su persona). En otras palabras, después de la Formgeschichte se da por supuesta la duda, al menos metodológica, de que el material se pueda atribuir siempre a una creación de la comunidad, a menos que no aparezca en contraste con las tendencias de esta última. Sin embargo, a nosotros nosparece que con ese "a menos que" se abre una brecha en el supuesto. En efecto, hay que preguntarse: ¿Cómo es que la comunidad transmitía algo que no correspondía a sus tendencias? Por tanto, no era exacto suponer, como en la Formgeschichte clásica, que la comunidad se preocupaba sólo de sus necesidades actuales; existía también el interés por transmitir ciertos gestos de Jesús únicamente porque eran de Jesús, aunque no correspondieran a las tendencias actuales y a las necesidades inmediatas. Mas entonces, ¿por qué habría que limitar ese interés por Jesús sólo a este o aquel gesto fragmentario, y no globalmente a toda la imagen de Jesús? Luego, también por este lado, si bien se mira, la Formgeschichte no es simplemente completada, sino cuestionada en uno de sus aspectos esenciales: su sociologismo unilateral, el supuesto de un desinterés de la comunidad primitiva por el Jesús prepascual. [t Jesucristo I].

III. CONCLUSIONES Y PERSPECTIVAS. Se trata, pues, hoy de subrayar más la continuidad de las tres fases (Jesús, comunidad, evangelistas) y de los respectivos momentos de estudio (investigación histórica sobre Jesús, Formgeschichte, Redaktionsgeschichte) sobre todo a través de una reflexión sobre el anillo intermedio, "la historia de las formas". Pero no se trata, llevando al extremo la reacción, de negar la relación entre el material evangélico y la comunidad, reduciendo la tradición evangélica a transmisión mnemónica (por interesantes que puedan ser en este punto las investigaciones de Riesenfeld, de Gehardsson o de Riesner), o, peor aún, recayendo en planteamientos de tipo neoliberal o de tipo fundamentalista, ambos engallados hoy por los resultados más ricos y más positivos de la investigación histórica sobre Jesús. El fracaso de la Formgeschichte, al menos respecto a su proyecto originario, subraya la imposibilidad de separar la Iglesia de Jesús; pero el fracaso del intento liberal sigue aún ahí para amonestar sobre la imposibilidad de separar a Jesús de la Iglesia. El interés por el Jesús terreno prepascual no es un interés por un Jesús historiográfico, reconstruible con los solos instrumentos de la razón histórica, fuera del horizonte de la fe pascual; es memoria pascual, apostólica, eucarística. Y mucho menos se resuelve el problema sumando los dos errores y postulando comunidades cristianas primitivas en conflicto entre sí, hostiles las unas al kerigma pascual y las otras al Jesús terreno.

La tensión percibida por la Iglesia desde el principio no se puede resolver ni eliminando el kerigma pascual en favor de un pretendido "Jesús histórico" reconstruido en contraposición a la fe cristiana, ni eliminando al Jesús terreno en favor de un kerigma deshistorizado, que terminaría por desembocar en la experiencia religiosa del hombre.

De ahí aquel proceso continuo de relectura en marcha desde el principio —según la intuición blondeliana de los textos evangélicos como"tradición anticipada", cargada de una "plenitud paradójica para el historiador" (Les premiers écrits de M. Blondel, 205, nota 1)— y que se prolonga luego en la interpretación cristiana litúrgica y patrística, cuyo espíritu es urgente recuperar por encima de todos los límites.

Relectura que no es ni repetición estática ni alteración o sustitución por significados extraños al original, sino que es precisamente relectura que supone para el estudioso: esfuerzo incesante, siempre nuevo, nunca acabado de una vez por todas, de leer aquel acontecimiento, de captar su sentido originario e inagotable.

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V. Fusco