VALOR
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La palabra valor deriva del latín valere: ser fuerte, de buena salud, capaz de..., particularmente de ser cambiado, igualar... El sustantivo valor aparece en el latín medieval con el sentido de fuerza (en la guerra), coraje, poder, sobre todo de cambiar y comprar. Ha pasado así a las lenguas neolatinas, con el sentido de coraje y, en la época moderna, con el sentido de precio y de aquello que funda el precio. Parece ser que el empleo propiamente filosófico de la palabra aparece hacia la mitad del siglo XIX, con Lotze. La filosofía de los valores o /axiología (de axios: digno, válido) ha propiciado: a) una desconfianza, debido a la crítica hacia el pensamiento especulativo; b) cambios en las condiciones de vida y las perspectivas sobre la realidad, debido particularmente al progreso científico-técnico y a los trágicos sucesos de la época contemporánea, cambios que ponen en tela de juicio los valores admitidos y que hacen aparecer otros nuevos. Hemos de destacar en particular la violenta crítica de los valores tradicionales que hace Nietzsche. La axiología se diversificó –sobre todo en cuanto a la naturaleza y al fundamento de los valores– según las corrientes filosóficas de la época: neokantiana (Rickert, Munsterberg): los valores son categorías; psicologista (Ribot): valores fundados sobre estados de conciencia; sociologista (Durkheim, Lévy-Bruhl): la sociedad como fundamento de los valores; fenomenologista (Scheler, Hartmann, D. von Hildebrand): los valores tienen un status ideal que hace pensar en las ideas platónicas; existencialista (Sartre): el valor es pura creación de la libertad. Sin olvidar, claro está, la filosofía del espíritu (Le Senne, Lavelle) y la tomista, en las que nos inspiraremos.

I. VALOR Y BIEN.

La noción de valor no se reduce a la de /bien ni siquiera bajo el aspecto formal de bonitas. No porque valor se diga también de lo verdadero y de lo bello, e incluso del ser –pues se podrá responder que lo verdadero es valor en tanto que bien para la inteligencia, y lo mismo con respecto a lo bello–, sino porque el valor, a diferencia del bien, se refiere siempre a una persona. El agua es un bien para la hierba y esta para la vaca, pero las tres sólo tienen valor para el propietario. La percepción del valor, necesaria para un juicio de valor auténtico, implica una reacción afectiva como respuesta a una llamada (Wartantwort) o incluso a una exigencia...; reacción expresada, pero no significada por el juicio. Se dice, con el positivismo lógico (Ayer), que estos juicios están vacíos de sentido, porque su contenido implica un postulado epistemológico (no verdadero) y, por tanto, según sus principios, vacío de sentido.

El fundamento del valor es una perfección en la que la persona se complace y se perfecciona en una cierta línea. La idea de perfección es punto de unión de la ontología y de la /axiología. Los valores, como las ideas, trascienden las realidades que los encarnan: un bien no es el /Bien. Ellos forman, a semejanza de las cualidades, parejas de contrarios; el mal no es simplemente un bien menor, ni lo feo una /belleza menor. Pero estos contrarios están orientados: el mal se comprende a partir del bien, y no viceversa. Algunos, como Lavelle, sólo llaman valores a los valores positivos y nombran a los otros antivalores. Pero es una simple cuestión de vocabulario. Atribuir, con Polins, un carácter positivo a los antivalores contradice la percepción auténtica de los valores. Los valores no son homogéneos y no se prestan al cálculo (en contra de Bentham). Los valores forman una jerarquía. Parece lógico ordenarlos según la profundidad de su relación con la persona. Tendremos así: a) valores que valen para la persona, pero no en lo que esta tiene de espiritual (valores de sensibilidad, valores vitales); algunos rechazan ver en ellos verdaderos valores; b) valores que conciernen a la persona en su ser espiritual pero sin llegar a su centro íntimo: agudeza de la inteligencia, fuerza de carácter, etc...; podemos vincular los valores estéticos con este grupo; c) valores que conciernen al centro de la personalidad y la fuente de su valor.

Para cada uno de estos valores distinguiremos lo positivo y lo negativo, pero también lo subjetivo y lo objetivo: un hombre inteligente escribe un libro inteligente. Mencionemos, en fin, los valores de utilidad, que se relacionan directamente con los valores precedentes, pero pueden valer más que algunos, en tanto que estos manifiestan una inteligencia (D. von Hildebrand).

Los valores morales (y los valores religiosos) están mucho más unificados que los precedentes; lo singular es aquí preferible. Su exigencia es absoluta. No hay «suspensión de lo ético» (en contra de Kierkegaard). El valor religioso auténtico incluye el respeto del valor moral y este esquematiza en cierta manera a aquel: los dos se abren a lo Absoluto. El ateo que reconoce auténticamente lo absoluto del deber es menos ateo que el que no lo cree. Estos valores pueden ser inducidos por medio de valores inferiores, por vía de asociación o de simbolismo y esquematismo. Un educador simpático tiene más posibilidades de hacer admitir los valores que propone. La sensibilidad hacia lo Bello incita a buscar la belleza moral. Algunas formas artísticas inspiran más que otras, suscitan más, por ejemplo, el sentimiento de lo sagrado. Pero a veces el valor inductor toma la apariencia y ocupa el lugar del valor inducido. El patriotismo ayuda a un pueblo a conservar su fe, pero puede también sustituirla, degenerando en /nacionalismo pagano, etc. El icono se convierte entonces enídolo. Los valores pueden ser asumidos por valores superiores. La salud es un valor vital, pero ocuparse de ella tiene un valor moral. Hay un valor moral en el respeto de los valores según su jerarquía y su urgencia (las cuales no siempre se corresponden). Todo lo que existe –sea en la naturaleza o sea obra del hombre– lleva en sí un valor ni siquiera percibido: destruirlo, devastarlo sin una razón válida, no es moralmente indiferente. Aquí todavía existe un peligro de inversión. El valor asumido puede absorber al valor que asume (cuando, por ejemplo, el cuidado de la salud se convierte en la norma suprema).

II. LA CEGUERA ANTE LOS VALORES.

Existe una ceguera ante los valores; nos referimos al valor en su extensión más amplia, pues no hacerlo así sería toparnos con un hombre sin deseo, sin aspiraciones, sin ninguna preferencia, al que el mundo se le presentaría en un estado de completa indiferencia. Pero un hombre así no podría siquiera vivir. La ceguera en los valores, pues, se sitúa en el plano de la percepción, haciendo que no se vea, que no se comprenda cómo es posible apreciar, aprobar, estimar, amar, desear esta o aquella cualidad, esta o aquella actividad y, consecuentemente, la cosa o la persona que son su sujeto o su agente. La ceguera se extiende también a los antivalores, y es una ceguera de este tipo la que hace decir de una persona que no tiene sentido moral. Entre ciertos límites, la ceguera en los valores es un fenómeno corriente. En la mayoría, y quizás en todos, el campo axiológico conlleva unos huecos o zonas neutras. Esta ceguera parcial está a menudo disimulada o corregida por el conformismo social, que hace compartir los juicios de valor admitidos en el medio. Es lo que sucede cuando se trata de manifestaciones concretas del valor (una obra de arte, pero también un acto heroico que, dejado a su juicio espontáneo, encontraríamos quizás como absurdo o fuera de lugar).

La ceguera puede ser colectiva; la época clásica estaba ciega a los valores del arte gótico, y hasta las aportaciones de Rousseau, también a la belleza grandiosa, al encanto salvaje de la montaña. La corrección –no la curación– puede ser obtenida con el recurso a los valores análogos o más generales. Así como, según Baudelaire «los perfumes, los colores y los sonidos se responden», así ocurre con los valores. A un sujeto insensible a los valores de la música y para quien una sinfonía de Beethoven no difiere de una cencerrada, pero que sabe apreciar la belleza de los colores y de las formas, es posible hacer comprender que otros encuentren alegría en las formas sonoras de la melodía y la armonía. Nuestro hombre no gustará de la música, pero no se sorprenderá de que pueda gustarle. Constatamos que la metáfora es aquí de gran ayuda, y gustar es ya una metáfora. El caso es evidentemente más difícil allí donde falta toda percepción P estética. Entonces deberemos recurrir a valores envolventes, más generales, cuyo prototipo para nosotros se situará frecuentemente en un nivel inferior. Lo bello, por ejemplo, será inducido a partir de lo agradable (como en la conocida definición: quod visum placet); la dirección en la que, en el campo axiológico, se sitúa el valor no percibido de la música, será indicado a partir de los efectos que ella produce en el alma: mece, consuela, conmueve, exalta, enorgullece, hace olvidar el tiempo, etc.

Un extraterrestre que bajara a nuestro planeta y viera a los hombres corriendo hasta cansarse detrás de un objeto redondo y ligero, pasárselo, arrebatárselo, en medio de una masa delirante, no comprendería sin duda qué interés pueden tener estas maniobras y por qué tanta gente se entusiasma por unos gestos que, a sus ojos, representarían quizás un desgaste de energía. Para hacérselo comprender habría que explicarle la psicofisiología humana, su necesidad de actividad gratuita, su carácter social y competitivo, etc. Si esto no fuera comprendido, por falta de experiencia apropiada, deberíamos remontarnos más alto, hasta unos datos que nos sean verdaderamente comunes. A partir de lo que nuestro extraterrestre verá, puede ser que vea algún interés en lo que le parecía sin interés. Presentirá en qué dirección debería encontrarlo, imaginará alguna analogía más o menos satisfactoria con sus propias experiencias axiológicas. Sin embargo, su comprensión del valor del deporte será exterior e indirecta; no habrá una verdadera percepción. Pero no impedirá a nuestro visitante escribir, o al menos comunicar a los otros según el modo de comunicación en uso en su planeta, unos sabios estudios sobre el comportamiento deportivo de los terrestres...

La ceguera en los valores no se confunde con la ignorancia de lo que les funda. Tal ignorancia hace que el valor no sea percibido, pero si, una vez levantada la ignorancia, la percepción se produce, es que no había ceguera. Por otra parte, un hombre dotado de un oído normal, puede ser perfectamente informado de las leyes de la acústica y de la composición musical; puede conocer los grandes géneros musicales y las obras de los grandes músicos, incluso enseñar todo esto con competencia, y ser, sin embargo, incapaz de gustar de verdad la belleza de un trozo de Mozart o de Ravel. El valor que disimula y corrige la ceguera puede ser un valor más noble que el conformismo social del que acabamos de hablar, más noble incluso que el valor no percibido. Podemos interesarnos por lo que no nos interesa, aunque nos parezca insignificante, por espíritu del deber, para hacer un favor, etc. A veces surgirán otros valores a orillas del vacío abierto por la no-percepción. Un profesor ciego a la belleza literaria, pero encargado de enseñar literatura, transmitirá el gusto por lo bello a unos alumnos bien predispuestos, usando citas bien escogidas, un texto claro y adecuado, etc. Las cualidades pedagógicas suplirán, quizás con ventaja, su falta de sensibilidad artística. Aunque es raro que el resultado sea muy brillante.

III. LA SORDERA ANTE LOS VALORES.

La sordera a los valores presenta un carácter distinto: el sujeto percibe el valor en cuestión, le gusta, puede hablar de él con finura y no sólo de forma cerebral. No sólo hablará de la experiencia de otros, sino también de la suya. Pero de este valor que él siente, él no siente más que una débil llamada. Excelente conocedor de la música, capaz de degustar con delicia y competencia un trozo elegido que en ese sentido en el que debo estimarlos, si quiero tener un juicio justo a este respecto. Y este juicio justo es una tarea que me es propuesta. El heroísmo que declara nuestro predicador, vale para él por el hecho de que vale para la razón o, si se prefiere, que vale en sí; hay un valor al juzgar a los valores como válidos en sí.

1. Decir: «Este valor no vale para él», puede significar que dicho valor no figura entre los que el sujeto reconoce como suyos y que no siempre corresponden a aquellos de los que reconoce su valor. Puede pasar, en efecto, que nuestro predicador hable de una manera puramente convencional, y ría en su corazón de lo que hace llorar de emoción a su auditorio. En este caso habría que hablar más bien de ceguera de los valores, con alguna circunstancia agravante, sin duda.

2. Pero la fórmula en cuestión puede también referirse a la llamada íntima, a la vibración existencial que el valor hace sentir en el hueco del yo. Y es eso precisamente lo que entendemos por sordera en los valores. El valor no existe para el sordo; no es que se le escape en su formalidad de valor, sino que no le interpela, no lo mueve. Nuestro predicador puede ser sincero, estimar y admirar a su héroe con todo su corazón, vibrar con emoción sincera con el pensamiento de sus hazañas ascéticas, y no oír en el fondo de su alma ninguna invitación a imitarla. Este valor no es para él, ni vale para él, sino en un último sentido.

3. En este último sentido, en fin, un valor no existe, no vale para mí si, aunque oiga su llamada, hago como si no la oyese, rechazando responderle. Sordera voluntaria y fingida, como las ondas le traen, no se le ocurrirá renunciar, para oírla, al confortable calor del hogar en una noche de invierno. En este sentido, una vida moral mediocre no supone para nada que sea insensible a los valores de la generosidad, del sacrificio, de la santidad, del heroísmo. El predicador que exalta la belleza de una vida entera entregada a Dios y a los /pobres, pero que no parece demasiado deseoso de seguir él mismo este ejemplo, no es por esto uno de esos hipócritas que, como los fariseos del Evangelio, «dicen y no hacen». No hay lugar tampoco para imaginarlo desgarrado por la consciencia de su infidelidad a lo que reconoce como su ideal. No: simplemente, los valores que él predica, sinceramente no le dicen nada; en realidad esos valores no valen para él.

Pero esta expresión del valer del valor debe ser precisada:

1. Un valor vale para mí, incluso si lo ignoro o lo miro como antivalor, tan pronto como él me concierne, me conviene, me perfecciona realmente –ontos, se diría en griego– según mi verdadero ser. El juicio es, entonces, el de la razón sincera, del espectador imparcial y desinteresado, o digamos mejor: de la /Razón absoluta. El valor vale en sí para mí. Cuando el predicador se contenta con predicar los valores morales comunes, es evidente que valen en sí para él, por muy infiel que pueda ser de hecho.

2. Puede tratarse de valores más especiales, que no me conciernen, a los que no llego por las circunstancias, por mis cualidades naturales, mi estado concreto de vida, etc. Puedo decir que valen para mí en la medida en la que son valores verdaderos; es del que queda sordo al grito de angustia del desgraciado. Esta sordera no explica el rechazo a seguir el valor, sino que más bien se confunde con él –como su cara cognitiva– toda decisión y todo rechazo a decidir, siendo a la vez elección motivada y motivo elegido.

IV. RACIONALIDAD Y AFECTIVIDAD EN LOS VALORES.

Por muy distintas que sean, las tres últimas formas de inexistencia del valor para un sujeto tienen entre sí estrechas relaciones. Esto nos invita a pensar la diferencia entre ceguera y sordera ante los valores, y a determinar mejor su naturaleza y fundamento. Podemos decir que la ceguera concierne más bien al elemento cognitivo de la percepción de los valores y la sordera al elemento afectivo. Por esto pide ser precisado, pues el elemento cognitivo, aquí, implica ya un elemento afectivo y es más bien en un defecto de este elemento donde hay que buscar la causa de la ceguera. El juicio de valor no se reduce a un juicio de constatación o de descripción: es necesaria la mediación del deseo o de algún otro afecto. La proposición: «Este coche es excelente», no equivale a «este coche es rápido, espacioso y económico». Lo que hace valioso a un coche para un campeón de rallyes no es lo que lo hace para un padre de familia.

¿Se dirá que el deseo mediador es él mismo un hecho de conciencia, cayendo de derecho bajo la descripción, no menos que las determinaciones físicas que lo condicionan, de tal manera que el juicio de valor no diría nada sobre el estado del sistema sujeto-objeto? Eso sería olvidar: a) que el juicio de valor no parece de ningunamanera significar o describir un estado del sujeto: juzgar que está mal mentir no es lo mismo que decir: «Yo desapruebo la mentira» o «la mentira me produce horror» (y aquí hay que dar la razón a A. J. Ayer); b) que la libertad se inserta en el juego de los afectos ('sentimientos, tendencias, emociones) y valores que les corresponden, privilegiando unos respecto a otros: yo puedo, por ejemplo, adoptar libremente un punto de vista utilitario, que me convertirá en ciego a los valores del arte, aunque terminaré por apreciar un cuadro sólo por su valor comercial. J. P. Sartre, en su Esquisse d'une théorie des émotions, y después en L'étre et le néant ha radicalizado esta intervención de la libertad: esta intervención es real, incluso si los afectos son más modestos de lo que Sartre parece afirmar; c) que el juicio moral, en particular, pone en juego elementos que escapan a la descripción objetiva, pues el valor que ellos enuncian concierne directamente a la libertad en su profundidad existencial. El acto moral es el acto libre por excelencia; la elección en la que el /sujeto se compromete verdaderamente, y en la que es entonces imposible de deducir o de describir en términos de objeto, es la elección ante el Valor que regula la elección de los valores.

Pero la decisión libre no constituye el valor, sino que lo supone. Hay una primera percepción que suministra la materia del juicio de valor: la conciencia de una cierta relación de conveniencia entre las tendencias, las inclinaciones, las aspiraciones, etc., del sujeto. Nada más banal, y parecería volver a un psicologismo bastante llano, pero hay que añadir enseguida que estos afectos no son todos afectos de la sensibilidad. O, si se quiere, hay una sensibilidad espiritual, racional. Hay un amor espiritual en el que santo Tomás ve el acto fundamental del querer1. La inteligencia no es una mirada impasible sobre las cosas, a la manera de una cámara: ella es llevada por el dinamismo que levanta el ser entero hacia el más-ser, aspira a la /verdad; en el fondo, y antes de cualquier intervención del querer, ella simpatiza con todo lo que es. Así, puede abrirse a los valores que valen en sí, a valores que son convenientes con la Razón universal o, lo que es lo mismo, con el sentido del /Ser. Pero hay también afectos espirituales más particulares, que componen la fisonomía singular, irreductible e irreemplazable de cada sujeto personal, y expresa la manera como participa de la subjetividad absoluta, su manera de sentirse como un Yo. Se puede ver aquí el principio de una ceguera parcial, pero inevitable ante los valores. Sin embargo esta ceguera no es la que retiene nuestra atención, precisamente porque ella es universal y necesaria. La verdadera ceguera aparece, por el contrario, como un defecto que no debería ser y que, por tanto, podría no ser.

En la educación en los valores la influencia de la /educación, del ambiente, de los medios de comunicación, es evidentemente enorme; pero también hay que tener en cuenta ciertas condiciones más particulares e incluso patológicas. Las pasiones, la afectividad sensible en general, están condicionadas por el organismo, así como la memoria y la imaginación. Y como el intelecto humano –tan penetrante como se le supone– no difiereen nada del de un demente cuando estas potencias, en el cerebro, le niegan su concurso y, por lo mismo, la afectividad espiritual no puede desarrollarse normalmente y expresarse allí donde la afectividad sensible no le proporciona sus medios de expresión. Ocurrirá, entonces, que las exigencias prácticas de la razón recta no sean percibidas, incluso por hombres cuya inteligencia parece intacta, e incluso aunque sea, a veces, singularmente penetrante. Hay hombres para los que la competencia técnica y el genio en los negocios sólo tienen parangón con su total ausencia de escrúpulos. Preocupados, sacados fuera de ellos mismos, con el horizonte taponado por un interés obsesivo, son incapaces de acoger reflexivamente y de tematizar estas exigencias, a no ser de una manera abstracta, sin resonancia interior. No hay, entonces, ninguna experiencia verdadera del valor, sino sólo un residuo desecado y descolorido de este. La carencia afectiva se constata, y de una manera verdaderamente patológica, después de ciertas intervenciones quirúrgicas particularmente delicadas en el cerebro (lobotomía); aunque puede ser también innata. Pero frecuentemente se deberá a las circunstancias, a la influencia del medio, de la /educación, de la presión social. Esta presión, y los intereses que suscita, ahogan, inhiben y paralizan desde su nacimiento los afectos y las inclinaciones que harían posible la percepción de ciertos valores. De ello puede resultar un verdadero eclipse del sentido moral.

NOTA: 1 SANTO TOMÁS, Contra gentiles, IV, c. 19.

BIBL.: AYER A. J., Lenguaje, verdad y lógica, Eudeba, Buenos Aires 19652; DE FINANCE J., Ensayo sobre el obrar humano, Gredos, Madrid 1966; ID, Grundlegung der Ethik, Pontificia Universidad Gregoriana, Roma 1968; ID, Éthique Générale, Pontificia Universidad Gregoriana, Roma 19882; ID, Personne et valeur, Pontificia Universidad Gregoriana, Roma 1992; LE SENNE R., Traité de morale générale, París 1942; REINER H., Bueno y malo, Encuentro, Madrid 1985; RODRÍGUEZ DUPLA L., Deber y valor, Tecnos, Madrid 1992; SCHELER M., Ética, 2 vols., Revista de Occidente, Buenos Aires 1948; WOJTYLA K., Max Scheler y la ética cristiana, BAC, Madrid 1982.

J. De Finance