SABIDURÍA
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Frente al racionalismo de las ideas claras y distintas de la modernidad europea, sobre el instrumentalismo de la razón científica que parece dominar en nuestro tiempo, frente al puro hedonismo o utilitarismo de algunos y la imposición patriarcalista de otros, queremos evocar en esta reflexión el valor de la sabiduría, entendida como don de Dios, fuente de amor personal y experiencia de comunicación interhumana. Israel ha compartido con los pueblos del cercano oriente (Egipto, Fenicia, Siria, Mesopotamia) una larga y profunda experiencia de sabiduría, que se expresa sobre todo en la solución de los enigmas de la vida, en la tarea organizada de los gobernantes y en la administración de la justicia. Los sabios han cumplido también otras funciones más cercanas al espacio de la magia: han interpretado sueños y han sido expertos en cuestiones religiosas, en función que les acerca a los levitas. Finalmente, la Biblia hebrea les presenta como autores de los Libros sapienciales, después de los sacerdotes autores de la Ley y de los profetas. Esta sabiduría bíblica no se abre a la especulación filosófica (como en los griegos), ni estudia de manera ordenada los fenómenos del cosmos para dominarlos/dirigirlos por medio de la técnica (como la ciencia moderna), pero ella nos permite comprender mejor la vida y sufrimiento de los hombres. Por eso está cerca de lo que pudiéramos llamar antropología afectiva, ética y política. Es evidente que ella ha surgido de las raíces comunes del entorno de Israel y se ha mantenido en contacto con el helenismo, sobre todo a partir de las conquistas de Alejandro. Ella ofrece un rasgo esencial para comprender el judaísmo (y el cristianismo): ni los sacerdotes impusieron su Ley de manera irracional, ni los profetas fueron simples visionarios; unos y otros se mantuvieron en contacto con los sabios, situando la experiencia religiosa en un espacio de racionalidad fundante, de pensamiento creador.

I. «SABIDURÍA AMIGA, EL BANQUETE DE DIOS».

Así empieza hablando el texto del sabio (Prov 8); pero al llegar al límite de su discurso, guarda silencio respetuoso y deja que sea la dama sabiduría quien lo haga, enseñando al joven buscador el camino de la maduración religiosa y afectiva. Ella es raíz de convivencia: capacidad de amor, vida compartida. Pero, en el momento culminante, cuando esos problemas se vuelven personales, el hombre calla y deja que se exprese la mujer-sabiduría. Ella es conocimiento cordial: llena el corazón y aparece como epifanía de Dios, amiga/esposa de los sabios. Frente a la mala mujer que destruye al hombre incauto, encadenándole en manos de su propia pequeñez y su violencia, viene a revelarse la mujer sagrada, amiga-esposa de los hombres. Estamos cerca del motivo de Diótima en El Banquete de Platón, pero quien habla en nuestro caso no es la sacerdotisa de un templo, sino la misma Sabiduría de Dios que toma forma de mujer. Ella, persona de hondo amor y garantía de maduración humana, es el signo o encarnación de la verdadera sabiduría. No habla para sacarnos de este mundo, en escala ascendente que lleva al Sumo Bien o lo divino, sino para fundar el mundo y dar sentido a nuestra historia. Por eso, más que un eros espiritual, ella ofrece un amor integral que sólo puede entenderse y desplegarse en camino de experiencia vinculada al conjunto de la vida. Esto es la sabiduría para el varón: saber amar, descubrir en la mujer el hondo centro y sentido de un camino en que nosotros podemos desplegarnos como seres afectivamente realizados.

Lo que en otro contexto es argumento de la mente, se convierte aquí en revelación. Conocemos a través del corazón. La misma mujer del amor nos ofrece su enseñanza vital; nos volvemos iniciados: «A vosotros, mortales, llamo, y mi voz se dirige a los hombres. Jóvenes inexpertos, aprended la prudencia; y vosotros, necios, entrad en cordura... Yo, la Sabiduría, habito con la prudencia y poseo la ciencia y la reflexión... Yo amo a los que me aman, y los que me buscan con diligencia me encuentran... El Señor me creó en el comienzo de sus obras, antes que comenzara a crearlo todo. Desde la eternidad fui constituida; desde el comienzo, antes del origen de la tierra... Cuando asignó su límite al mar para que las aguas no salieran de sus límites, cuando echó los cimientos de la tierra, yo estaba a su lado como arquitecto, y yo era cada día sus delicias, recreándome todo el tiempo en su presencia; recreándome en su orbe terrestre y encontrando mis delicias con los hijos de los hombres» (Prov 8,4-30). Finalmente, en pasaje de honda revelación teológica (8,22-31), ella despliega su misterio religioso como signo del mismo ser divino: a) Yavé me creó. Despliegue y presencia original de Dios con rostro de mujer: eso es la Sabiduría; b) Fui constituida. De Dios brota ella, en el principio de los tiempos. Todo lo que existe es expresión de su más hondo amor divino, hecho verdad para los hombres; c) Recreándome en su presencia, como arquitecto y delicia constante de un Dios que no ha suscitado el mundo por deber o cálculo económico, sino por gozo intenso; por eso disfruta con la sabiduría, como amante emocionado ante la mujer querida, en cuyo nombre y bajo cuya inspiración hace todas las cosas. Al fondo de la Sabiduría descubrimos rasgos de diosa, en la línea de las grandes figuras femeninas de Egipto, Siria y Mesopotamia. Pero ella no tiene valor independiente: no se puede separar de Dios ni convertirse en ídolo que vale por sí mismo. Tampoco es una simple personificación, un modo de hablar, un motivo estético/literario. Ella es una especie de revelación de Dios en la propia vida humana. Nuestro más hondo conocimiento pertenece al misterio de Dios. La Sabiduría nos vincula a lo divino.

II. SABIDURÍA NACIONAL: PUEBLO Y LEY DE DIOS.

 Ahora el transfondo afectivo pasa a segundo plano. La grandeza de la Sabiduría-Dios se revela ahora en la estructura nacional israelita, de tal forma que podemos decir que ella se encarna en su ciudad o/y pueblo. Así lo muestra el gran himno del libro del Eclesiástico (Si 24,1-23). La Sophia canta su propia grandeza en forma de alabanza intensa: ha brotado de la boca del Altísimo y dirige, como nube de Dios, la marcha del pueblo israelita en el desierto. Ella es misterio de amor poderoso y de cuidado providente que vincula a Dios con su nación israelita. Por todas partes ha buscado, por todas ha sido rechazada, hasta que encuentra sobre el mundo una heredad donde puede descansar. De esa forma, ella se identifica con la vida y la ley, con la estructura y grandeza del pueblo y ciudad/templo israelita. Lo que Prov 8 había presentado como identidad femenina que sostiene y pacifica al ser humano, se convierte en experiencia de identidad nacional. Eso es tener Sabiduría: formar parte de un pueblo donde el mismo Dios se expresa, encontrando allí su placer y su descanso. Desde ese fondo invita ella: ofrece su alimento y se presenta como Arbol de Vida (Venid a mí los que me deseáis y saciaos de mis frutos: 24,19). Los signos de la mujer y el pueblo amado se vinculan, como dulzura de miel, comida buena, gozo y santidad intensa (24,20-22). Estos temas nos conducen al Génesis, en el principio de la Biblia. Pero Gén 2-3 distinguía dos árboles: uno del conocimiento del bien/mal y otro de la vida, prohibiendo la comida del primero. Por el contrario, Si 24,19-22 presenta sólo el árbol bueno de la sabiduría y lo interpreta en clave de banquete escatológico: es comida final de los humanos, delicia que jamás puede acabarse. Hacia el final del himno, la ciudad de Dios, árbol de vida, viene a presentarse en forma de Ley concreta, pasando de la primera a la tercera persona: Todo esto es el libro (24,23). La sabiduría del amor (mujer) y de la identificación nacional (pueblo) se ha condensado ahora en una Ley de vida escrita, que contiene la verdad de todos los amores, el sentido radical del pueblo. Puede fallar la mujer, y el templo y la ciudad pueden destruirse; pero el judío sabe que su Sabiduría-Ley existe y se mantiene para siempre.

La Sabiduría suprema se ha encarnado en un Libro sagrado, una norma de gracia y de vida que expresa el misterio de Dios y sostiene la vida del hombre en la tierra. Estamos en la línea de eso que será la esencia del futuro y eterno /judaísmo: son israelitas aquellos que, sabiéndose elegidos por Dios con pueblo y templo, descubren la presencia suprema de su Dios en el Libro-Ley en que meditan, del que viven, en el que esperan. La Sabiduría se ha vuelto palabra de vida social, fijada para siempre en un texto sagrado. Por eso, el sabio se hace escriba, un maestro del libro de la Ley. Lo que antes era racionalidad afectiva, sigue siendo racionalidad social, pero expresada como racionalidad textual, a través de un libro hecho principio de existencia para una sociedad determinada. Esta concreción legal de la sabiduría nos puede parecer extraña, pero en ella se contiene un valor que el occidente moderno ha corrido el riesgo de olvidar: el conocimiento más profundo tiene carácter comunitario, tanto en su origen como en su expansión (es sabiduría aquello que compartimos con otros). No aprendemos en soledad; no llegamos al misterio de una forma aislada. Nuestra más honda sabiduría está ligada a la experiencia de una comunidad que Dios mismo ha fundado, expresando en ella su misterio a través de un libro fundante. Compartir la vida de ese pueblo, descubrir el misterio de ese Libro de la vida, eso es la Sabiduría. Saber es vivir en comunión de pueblo, saber es convivir. Amar en común, eso es Sabiduría.

III. SABIDURÍA HISTÓRICA: RACIONALIDAD DE DIOS.

El libro de la Sabiduría, escrito en griego, poco antes de Jesús, ofrece dentro de la Biblia Griega (LXX) el testimonio más fuerte de racionalidad de Dios. Su trama resulta paradójica. Por un lado, afirma que la Sabiduría no triunfa externamente sobre el mundo: por eso los sabios/justos mueren a manos de los impíos (Sab 1-5). Por otro lado, ella se expresa en forma de racionalidad política, ofreciendo una especie de manual para gobernantes justos, capaces de expresar la Sabiduría en este mundo (Sab 6-19). «Hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, multiforme, sutil, ágil, penetrante, incontaminado... incoercible, benéfico, amigo de los hombres... Y aunque es una, lo puede todo; sin salir de sí todo lo renueva y en todas las edades, derramándose en almas santas, hace de ellas amigos de Dios y profetas. Porque Dios no ama sino al que convive con Sabiduría» (Sab 7,22-28). Esta es la definición más precisa y larga que la Biblia ofrece de la Sabiduría, entendida como revelación de Dios y hondura del mismo ser humano. Es evidente que ella pertenece a Dios: es la expresión de su poder, despliegue de su divinidad. Quizá pudiéramos decir que Dios no crea cosas para luego abandonarlas fuera de sí mismo, sino que se despliega de forma personal en ellas, como inteligencia fundante que las sostiene y enriquece desde dentro. Pero, al mismo tiempo, la Sabiduría pertenece a los humanos: por su conocimiento amoroso y por su vida, ellos habitan y culminan en el mismo ser de lo divino. La Sabiduría no es sustancia de Dios, si tomamos la palabra en plano objetivista; tampoco es realidad del mundo en ese plano. La Sabiduría pertenece al Dios que se despliega hacia el mundo y al hombre que vive y se realiza al interior de lo divino.

Dando un paso más, podemos afirmar que, siendo hondura y valor originario de todo lo que existe, ella dirige la historia y se explicita a lo largo del camino israelita, para bien de los humanos. La Sabiduría es expansión y presencia bondadosa de Dios, que se revela de manera peculiar en el camino de la historia de su pueblo escogido. Ella es don social, experiencia de participación nacional. Pero, al mismo tiempo, debemos recordar que sigue perteneciendo al plano de la vida afectiva, al lugar en que el hombre conoce en (por) el amor, como suponían los textos ya citados. Pero antes era ella la que se ponía a la puerta de la vida, invitando a los humanos. Ahora es un hombre, Salomón, rey sabio, el que la llama: «Yo la amé y busqué desde mi juventud, traté de hacerla mi esposa y quedé prendado de su hermosura. Su intimidad con Dios manifiesta su abolengo, el Señor de todas las cosas la amó... Resolví, por tanto, hacer de ella la compañera de mi vida, sabiendo que sería mi consejera para el bien y mi consuelo en las tristezas y las penalidades» (Sab 8,2-3.9). Sigue estando al fondo el simbolismo del Banquete de Platón, pero el sabio enamorado viene a presentarse ahora como rey del mundo. Sabio no es aquel que se clausura en ejercicio de contemplación aislada, sino aquel que, enamorado por la vida de Dios, puede gobernar y dirigir el mundo entero. De esa forma se vinculan por la Sabiduría el enamorado y el político, el que conoce la intimidad afectiva y el que organiza la vida pública. Evidentemente, el sabio no apela al poder de las armas, no impone su fuerza con sangre. Sabio verdadero es el que vive conforme al misterio del amor de Dios, y de esa forma puede dirigirlo todo amorosamente sobre el mundo. Lógicamente, esa forma de Sabiduría nos desborda y no podemos conquistarla como premio de un esfuerzo intelectual, ni es paga o resultado de unas obras. Siendo amor auténtico, ella viene a presentarse como gracia. Por eso la tenemos que buscar en gesto de oración confiada, suplicante. No hay sabiduría sin encuentro con Dios, sin unión de corazones. Lógicamente, sólo será sabio quien sepa pedir, poniendo su vida en manos del Dios de la gracia (Sab 9,1-2.4.9-10).

Esta es la oración del sabio rey o gobernante que traduce el amor de Dios (Sabiduría) en principio de /justicia política. Esta es la oración de aquellos que descubren la Sabiduría como fuente de conocimiento y acción social. Frente a todo racionalismo especulativo, sobre todo tecnicismo científico, la sabiduría de Dios se define como experiencia de amor, abierta hacia la organización social, es decir, hacia la justicia. Sabios verdaderos son aquellos que acogen la vida como don: «Meditando estas cosas dentro de mí, y considerando en mi corazón que la inmortalidad está en la comunión con la Sabiduría...» (Sab 8,17). En el fondo de nuestro conocimiento existe un principio de amor que desborda las fronteras de la muerte. En este contexto ha planteado el libro de la Sabiduría el tema de la inmortalidad, entendida como syngeneia o emparentamiento con la Sabiduría. La inmortalidad no es algo que se espera sólo para después, en clave de apuesta de futuro, sino un nuevo modo de vivir sobre la tierra. La sabiduría abre al hombre un horizonte de libertad hacia el final de la historia, liberándole del miedo al fracaso o destrucción eterna. El sabio no teme la ?muerte, por eso puede disfrutar de la vida, en un camino de historia que viene enriquecida por la fidelidad de Dios. Desde aquí, nuestro libro define la Sabiduría como experiencia comprometida del sentido de la historia (Sab 10,1-2.10-16). Esto parece hallarse cerca de Hegel, cuando interpreta la historia como teodicea.

Pero la historia de Hegel tiene un carácter racional y violento. Por el contrario, la historia de que habla nuestro libro ofrece un carácter sapiencial y gratuito: es la historia de la revelación de un Dios que se abre como fuente y espacio de amor para los hombres. Así lo han entendido los judíos, descubriendo la presencia amorosa de Dios en el despliegue de su pueblo. Así lo han afirmado los cristianos al confesar que la Sabiduría de Dios se ha expresado plenamente en Cristo. Pero el libro de la Sabiduría ha dado un paso más. Dios no se desvela sólo en el camino de la historia. La Sabiduría de Dios se manifiesta en el mismo misterioso ser del mundo. Sabio es el hombre que mira y descubre las huellas de Dios en un mundo que ahora viene a presentarse como cosmos, como belleza desbordante, signo de misterio religioso: «Torpes por naturaleza son todos los hombres que han ignorado a Dios y por los bienes visibles no lograron conocer al que existe, ni considerando sus obras reconocieron al artífice de ellas, sino que tuvieron por dioses rectores del mundo al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los luceros del cielo» (Sab 13,1-2). Pasamos de la teodicea de la historia a la teodicea del cosmos, de la sabiduría intimista y social a la presencia misteriosa de Dios en el mundo. Ciertamente, las cosas no son Dios, pero tampoco pueden entenderse como pura opacidad, signo de muerte, lugar donde reina el destino. Ellas aparecen inmersas en el halo de la Sabiduría, se vuelven palabra de Dios para el hombre. Frente a todo objetivismo, Israel ha dado primacía a los valores personales, en contexto de /diálogo e historia. En cuanto pura naturaleza, separado de Dios y de los hombres, el mundo no tendría consistencia. Pero visto a nivel de Sabiduría, ese mismo mundo se desvela como palabra de Dios, lugar de manifestación de su misterio para los humanos. Aquí culmina la visión de la Sabiduría en el Antiguo Testamento. Ella es conocimiento de amor, es capacidad de comunicación social y es, finalmente, misterio sagrado del cosmos. La Sabiduría de ese conocimiento cósmico no se logra por medio de la ciencia, ni a través de la pura especulación racional. Esta es una Sabiduría en la que sigue expresándose el amor que todo lo vincula. En puro argumento de ciencia o filosofía, la naturaleza se cierra en sí misma. Pero el sabio (hombre de amor que conoce) descubre al fondo de ella algo más alto: Dios mismo se expresa como fuente y misterio de Sabiduría en el conjunto del cosmos.

IV. CONCLUSIÓN ANTROPOLÓGICA. EL CAMINO DE LA SABIDURÍA.

La Biblia ha sido fuente de sabiduría en algunos de los pensadores más representativos de nuestro tiempo, tanto judíos (H. Cohen, F. Rosenzweig, M. Buber, E. Lévinas), como cristianos (Mounier, Nédoncelle, Ricoeur, Girard). Ellos descubrieron lo que proponemos como conclusiones: a) La Sabiduría es un conocimiento amoroso. Frente al racionalismo separado de la vida, debemos recordar que los hombres pensamos también, y sobre todo, con el corazón (Pascal). No olvidemos que en la Biblia el modelo de conocimiento supremo es aquel que vincula en amor al varón y a la mujer. Ellos, al amarse, son los sabios, como sabe el Cantar de los Cantares. b) La Sabiduría es conocimiento social. Frente al individualismo de los que suponen que pensar es aislarse de los otros, la Sabiduría bíblica aparece como una forma de pensamiento encarnado: conocemos con el pueblo, en referencia a los más pobres, en compromiso de encarnación social. c) La Sabiduría es un conocimiento religioso. Sólo se puede hablar de Sabiduría allí donde el ser humano, penetrando con profundidad dentro de sí mismo, se descubre desbordado y fundado en Dios. La razón autosuficiente, idolatrada, es lo contrario a la Sabiduría. La razón en diálogo con Dios, eso es la Sabiduría. Hasta aquí son comunes las experiencias de judíos y cristianos (y musulmanes). A partir de aquí se destacan algunas diferencias. d) La Sabiduría es conocimiento encarnado. Este es un tema que el Antiguo Testamento ha dejado abierto y que el cristianismo ha desarrollado desde la afirmación fundamental de Jn 1,14: «La Palabra se hizo carne». Carne se ha hecho la Palabra de Dios en Jesús; y carne de encuentro mutuo, de comunicación cercana, visibilizada en gestos concretos de servicio mutuo, ha de hacerse la palabra de los hombres. e) La Sabiduría de Dios y de los hombres se identifica en el fondo con el Espíritu de Cristo. Esta es ya una afirmación expresamente confesional, que sólo los cristianos pueden asumir. Ellos siguen aceptando con los judíos el camino de la sabiduría expresado en los libros antes estudiados (Prov, Si, Sab...), pero dan un paso más al interpretar la Sabiduría de Dios en clave de encarnación estricta y /trinidad.

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X. Pikaza