PRUDENCIA
DicPC
 

I. INTRODUCCIÓN.

Desde el regazo cercano de la virtud, la prudencia se nos aparece como un hábito práctico de contención por un lado, y de actuación precisa por otro. Algo tendrá el agua de la prudencia, como para que todos la bendigan. Ya Platón define a la prudencia como sabiduría práctica1, y por eso la adscribe al gobernante; más tarde Aristóteles la redefinirá como «hábito práctico verdadero, acompañado de razón, con relación a las cosas buenas y malas para el hombre»2. No toca a la prudencia determinar teórica, abstracta o intelectualmente el fin, sino tan sólo los medios prácticos y concretos conducentes al fin, pues «la voluntad es del fin, la elección de los medios»3. En esto estaría de acuerdo Kant, el cual, en su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, habla de la prudencia como habilidad en la elección de medios para alcanzar el máximo bienestar o la propia /felicidad y, dado que la acción prudencial es medio para otro fin, el precepto de la prudencia no tiene el carácter de precepto categórico o absoluto, sino el de hipotético, esto es, condicionado. La prudencia aparece, pues, como faro y luz de la conducta circunspecta, ojo del alma, según la bella expresión aristotélica; pero su fuerza visual no le viene meramente de ser una /virtud intelectual, sino de la salud toda del organismo, esto es, de su habilidad práctica para comportarse ante la realidad. El mero saber moral no convierte a la persona en más prudente; contra la opinión intelectualista del viejo Sócrates, los buenos no son los que saben, por el mero hecho de que saben, pues muchas veces vemos lo mejor y lo aprobamos, pero seguimos decididamente lo que es peor.

Como dijera en sus Máximas Morales el Duque de la Rochefoucauld, «el mérito de un ser humano no debe juzgarse por sus buenas cualidades, sino por el uso que hace de ellas». Claro está que no por su condición de habilidad práctica ha de ser ciega intelectualmente; la prudencia es razón práctica, pero al fin y al cabo también ejercicio de la razón, pues sin ella no habría virtud. La prudencia, o mejor, la razón práctica perfeccionada por la virtud de la prudencia, lo es de las circunstancias particulares (prudencialismo, situacionismo), a diferencia de la sindéresis o conciencia de los principios genéricos, en donde se habrán de insertar luego, en concreto, los actos concretos de imperio de la conciencia de situación. En el paso de lo general a lo particular, asegura santo Tomás que la prudencia pasa por tres grados4: deliberación, juicio, mandato o imperio. Esto no impide que exista también, en mayor o menor grado, la facultad de captar de una sola ojeada la situación y tomar al instante la nueva decisión; lo cual constituye uno de los ingredientes de la prudencia perfecta, la solertia, esa visión sagaz y objetiva frente a lo inesperado y súbito. Pero en todo caso, si bien en la deliberación conviene demorarse lo que hiciera falta, afirma santo Tomás, la acción subsiguiente a la deliberación debe ser rápida.

La prudencia, pues, es una virtud compleja. Santo Tomás, tras las huellas de la Ética de Aristóteles, destaca dos virtudes concomitantes con la prudencia: la primera es la eubulía o buen consejo, hábito por el que nos aconsejamos bien. La segunda la synesis, el sosiego de la sensatez, el imperio del buen sentido, el despliegue de un buen juicio, el juzgar adecuado y correcto5. Ambas virtudes concomitantes resultan de todo punto necesarias, «pues parece evidente que la bondad del consejo y la bondad del juicio no se reducen a la misma causa, ya que hay muchos que aconsejan bien y no resultan sensatos, es decir, no juzgan con acierto. Lo mismo sucede en el orden especulativo: algunos son aptos para investigar, porque su entendimiento es hábil para discurrir de unas cosas a otras, y esto parece proceder de la disposición de su imaginación, que puede formar fácilmente imágenes diversas; a veces, sin embargo, esos mismos no saben juzgar bien por defecto de su entendimiento, fenómeno que ocurre sobre todo por mala disposición del sentido común, que no juzga bien. De ahí que, además de la eubulía, deba haber otra virtud que juzgue bien, y a esa virtud la llamamos /synesis»6. Pero además de la eubulía y de la synesis prudenciales, santo Tomás, aunque con más reparos y sin considerarla virtud, ponía junto a la prudencia a la gnome, esa perspicacia o agudeza de juicio que consiste en la capacidad para juzgar de algún modo las cosas que quedan fuera de las reglas comunes.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Puede ser denominado prudente, en general, quien calcula meticulosamente: un mal cálculo podría dar en tierra con el proyecto y frustrar los mejores planes; así que no siempre debe hacerse ascos a la paradoja de Voltaire: «De las cosas más seguras, la más segura es dudar». Virtuoso es, pues, el prudente que al obrar piensa en las consecuencias posibles de la acción, el que previene las dificultades que podrían salirle más tarde al paso. Es prudente quien no manifiesta menosprecio por los pasos intermedios, quien madura los pasos intermedios señalando responsablemente la /pedagogía de la acción; en consecuencia, la prudencia se opone al «¡vive peligrosamente!», lema tan caro al fascismo, que nada tiene que ver con el otro lema, el ilustrado «¡atrévete a saber!», de algún modo siempre necesario para la maduración de las personas. Y así se entiende también que, a consecuencia de esa previsión del futuro próximo, así como del futuro remoto, el prudente haya de ser precavido, como señala Macrobio7.

Los mismos positivistas, tan poco afectos a las virtudes humanas y tan entregados al mero cálculo de rendimientos, subrayaron desde su óptica eficacista esta dimensión, en que la prudencia se hace previsión y providencia, bajo el lema «ver para prever para proveer», pues el buen calculador sabe manejar el tiempo y actuar flexiblemente y con circunspección en el momento adecuado, ni antes ni después del día y de la hora, en el cruce de la exacta oportunidad, a la que nada sobra ni falta; lo cual –antítesis de la rigidez– nada tiene que ver con falta de /carácter. Obra prudentemente, pues, quien actúa sin demasías, ni por exceso ni por defecto; de ahí que la acción prudencial conlleve una cierta negación del despilfarro y de la exuberancia. Nada demasiado, la inmoderación pondría de relieve la imprudencia del exceso comprometedor, y por eso afirma Baltasar Gracián: «Siempre hay tiempo para soltar las palabras, pero no para retirarlas. Hay que hablar como en los testamentos: cuantas menos palabras, menos pleitos»8. Por tanto, más tiene la prudencia de arte que de ciencia rigurosa, por lo cual no cabe prudencia sin discreción, de modo y manera que, en ocasiones, el arte está en «sin mentir, no decir todas las verdades» (Gracián). Tónica prudencial: buen tacto, circunspección, modestia, carencia de ostentación, no buscar destacarse. Nada en absoluto tiene en común la prudencia con la hipocresía ni con la mediocridad, siendo por el contrario virtud importantísima para la vida cotidiana, como bien sabía el pragmático empirista David Hume: «Quizá a un Cromwell o a un De Retz la discreción pudiera parecerles una virtud de teniente-alcalde, como la llama el doctor Swift; y siendo incompatible con aquellos vastos designios a los que les llevó su coraje y su ambición, puede que realmente fuese en ellos una falta o una imperfección.

Pero en la conducta de la vida ordinaria no hay virtud que sea más requerida, no sólo para alcanzar el éxito, sino para evitar los más fatales accidentes y desengaños. Sin ella, como ha observado un elegante escritor, las más altas cualidades pueden resultar fatales para quien las posee; es como el caso de Polifemo, el cual, al estar privado de un ojo, resultaba más vulnerable por causa de su enorme fuerza y estatura»9.

Gracias a esos mecanismos prudenciales, pueden los seres humanos llegar a rozar la /sabiduría verdadera, que es la del vivir adecuadamente conforme al /bien, no sólo –como decíamos– en la teoría, sino en el comportamiento práctico y vital10. La sabiduría vital está en la moderación en el comportamiento, para acomodarle a lo que fundadamente parece sensato, discreto, precavido o exento de peligro; y por eso los consejos suelen impartirse también muchas veces en su forma negativa en libros como el Eclesiástico (7,32-36).

El hombre prudente, el maestro, el padre que sabe discernir sin alocamiento, y siempre desde lo mejor posible: he ahí al tipo de ser humano que nos transmite la sabiduría de la vida, he ahí al que nos lleva de la mano y desde que somos niños nos enseña a comportarnos prudente y sabiamente: «Este tipo de hombre, justamente en razón de su perfecta concordancia vital con la norma objetiva y trascendente, es de hecho, en cada circunstancia concreta, la regla última del acto, esta regla que, por haber de darse en la contingencia material, no puede ser determinada en todos sus pormenores por un logos universal»11.

La prudencia es incorporada a la vida como una exhortación para la actitud serena, a fin de que, por medio de ese buen consejo, nos comportemos correctamente bajo el signo de la /responsabilidad, y ese es el sentido de la Biblia cuando nos recomienda pensar que tenemos que morir, a fin de que vivamos nuestras horas con honda prudencia, a la luz de ese recordatorio realista que ha de presidir todos los minutos de nuestra vida. Un ejemplo entre mil, de esta actitud, lo encontramos en la parábola evangélica de las vírgenes prudentes, donde la vida práctica se orienta hacia el cuidado y la procuración de la salvación del alma, como corresponde a la sabiduría de los santos: «De la manera que en las aguas parecen los rostros de los que en ellas se miran, así los corazones de los hombres son manifiestos a los prudentes; que se entiende de aquellos que tienen ya sabiduría de santos, de la cual dice la Escritura que es prudencia»12.

Mas para llegar a la sabiduría eterna, y al tiempo que no se mueve, el prudente se relaciona con el tiempo móvil de este mundo mediante un buen manejo de la ocasión. Tulio Cicerón, dándose perfecta cuenta de la relación que existe entre tiempo y prudencia, señala tres partes de la prudencia, a saber: la memoria del pasado; la inteligencia del presente; la providencia del futuro13. Así pues, ¿qué sería de una prudencia que no tuviese suficientemente en cuenta a la historia (tanto a la historia del individuo como a la historia de la especie) en su calidad de maestra? Pero además de saber comportarse adecuadamente en el tiempo histórico más común, que es el tiempo de convivencia en una misma época, el tiempo que nos hace coetáneos (kronos), además de eso, el prudente tiene mucho que decir sobre el instante (kairós) de cada momento personal e irrepetible, en donde zigzaguea la astucia. Empero, prudencia y astucia, aunque puedan solaparse ocasionalmente, no se identifican, pues aquello que en un momento determinado parece un movimiento astuto, puede resultar a largo plazo un movimiento harto imprudente. Si el prudente planea a largo plazo (tanto a veces, que su riesgo consiste en destruir con sus entretejidos cálculos lo imprevisiblemente nuevo, pues la casualidad y la imprevisibilidad de la vida ponen siempre límites a la previsión calculadora), el astuto no siempre mira hacia el conjunto de la acción ni hacia la totalidad del proyecto, antes al contrario, se limita a trampear, buscando sobrevenir a las dificultades del momento por medio de la improvisación. En todo caso, como asegura santo Tomás, «no resulta lícito llegar a un fin bueno por vías simuladas y falsas, sino verdaderas»14.

III. CONCLUSIÓN.

También la excesiva prudencia puede volverse finalmente contra sí, resultando imprudente y negando lo que afirma. El excesivamente prudente rompe la prudencia, porque se pasa de listo y se hace extraño a la vida, siempre irreductible a corsés burocráticos o a marañas predictivas; ningún cálculo lógico de posibilidades puede anular la extraordinaria imprevisibilidad de la realidad vital, sobre todo la del ser humano, por antonomasia lo imprevisible, lo misterioso, lo sorprendente, lo irreductible a medida, lo inconmensurable: la /persona, en una palabra. Por eso la gente libre se ríe del falso prudente que nada ha conseguido a pesar de su hiperprudencia, que ha montado un dispositivo dotado con todas las alarmas y sistemas de seguridad, pero que, a pesar de mucho trepidar y enrojecerse y lanzar señales aparatosas, termina por no moverse del sitio. Ojo con esos paralizantes que, desde sus recelosos miedos y desde sus desconfianzas enfermizas, recomiendan eterna prudencia para no moverse: como sabiamente repetía E. Mounier, «el partido de los prudentes raramente es el partido de la prudencia».

Muchas prudencias no son más que la manifestación del miedo, y muchas sabias y sensatas razones se reducen a formas varias de una misma esclerosis vital. Demasiados anquilosados del espíritu suelen parecer profundos prudentes, cuando no son más que vulgares cobardes. Muchas veces la prudencia que algunos reclaman a la hora de ir a apagar el fuego de la casa del vecino, contrasta con el nerviosismo y la impaciencia a la hora de mirar hacia su propia casa, donde ni siquiera se avista todavía el menor rastro de humo. ¡Tantas formas de prudencia que no son más que malformaciones polimorfas de una misma apostasía, mediocridades vomitables de la boca del amor! Una civilización que se acomoda a la prudencia como instinto egocéntrico, termina cavando su propia fosa, y produce generaciones de degenerados, cada vez más timoratos y encapsulados en su propio ego.

En definitiva, ni la certeza buscada a través de la prudencia puede ser tanta que sumerja en la obsesión de la seguridad, ni, como bien decía Tomás de Aquino, «la certeza que acompaña a la prudencia puede ser tanta que exima de todo cuidado»15. Cuando se recomienda en el Evangelio aquello de: «Sed prudentes como serpientes», se reconoce el derecho de la prudencia, aunque inmediatamente el consejo es completado, añadiendo: «Y sencillos como palomas», con lo que se limita el prudencialismo y se le preserva del peligro de degenerar en cálculo de astucia.

NOTAS: 1 República, IV, 428a ss. - 2 Ética a Nicómaco, VI, 5, 1 1406 6. - 3 1D, II, 4, III lb 26. – 4 S. Th., II-II, q. 47 a. 8. – 5 ID, II, q. 57 a. 6. – 6 ID, 11-II, q. 51 a. 3. – 7 En su libro Super Somnium Scipionis: L. 1, c. 8. – 8 Oráculo manual, 160. - 9 Investigación sobre los principios de la moral, VI, 61. - 10 In Eth. Nic, n. 1290. — 11 A. GÓMEZ ROBLEDO, Ensayo sobre las virtudes intelectuales, 217. — 12 SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, 2, 26, 13. — 13 Rhetorica, L. 2, c. 53. - 14 S. Tb., II-II, y. 55, 3 ad 2. — 15 ID, II-II 47, y. 9 ad 2.

BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970; BOLLNOW O. E, Esencia y cambios de las virtudes, Revista de Occidente, Madrid 1960; GÓMEZ ROBLEDO A., Ensayo sobre las virtudes intelectuales, FCE, México 1957; TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 5 vols., BAC, Madrid 1988-1994.

C. Díaz