PROFETAS-PROFETISMO
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I. INTRODUCCIÓN.

La visión israelita de Dios se centra en los profetas. Ellos nos presentan a un Dios que se vuelve palabra, principio de comunicación, en el mismo centro de la historia. No es Dios de silencio, misterio escondido en la contemplación del solitario (religiones de la interioridad). Ni Dios del sacrificio que se sacia y aplaca con sangre (religiones de la naturaleza). El Dios de los profetas dialoga con los hombres, abriéndoles a la anchura del encuentro personal y al futuro del juicio y de la reconciliación final sobre la tierra. Recordemos que el profeta es ante todo un carismático: no es representante de la institución, ni delegado de un grupo social, sino alguien que se sabe y dice enviado de Dios. Por eso habla en su nombre y fundamenta lo que dice apelando a la propia experiencia del Dios que le ha llamado. Para descubrir el / carisma y tarea del profeta son fundamentales los textos de vocación, pues ellos avalan y definen su propia autoridad como mensajeros del misterio. Los más antiguos parecen de tipo autobiográfico y han sido formulados por sus mismos receptores: Amós (7,10-17), Oseas (1,1-9), Isaías (6,1-13), Jeremías (1,1-19), Ezequiel (1-3). Más tarde, los que han escrito el Pentateuco y la historia bíblica, han utilizado ese modelo de vocación para condensar en una llamada de tipo profético el sentido de los grandes personajes del principio israelita: Abrahán (Gén 12,1-9), Moisés (Ex 2-4), Gedeón (Jue 6,11-24), Samuel (lSam 3), Elíseo (2Re 2,1-18). Todos los grandes personajes de la antigua historia israelita aparecen así como profetas, portadores de una palabra de Dios para los hombres.

II. EL PROFETA ES UN HOMBRE VOCACIONADO.

El profeta cree haber recibido una llamada y encargo de Dios y así lo afirma públicamente. El texto más significativo en que se expresa esta experiencia, sigue siendo el de Isaías 6,1-13, donde se incluyen los elementos básicos de teofanía (Dios se manifiesta), de rechazo humano (de pequeñez, de impotencia, de pecado), de confirmación divina, que suele ir acompañada por un /signo, y de misión final: el profeta recibe la fuerza de Dios para realizar su encargo sobre el mundo. «El año de la muerte de Ozías vi al Señor», así comienza Isaías su relato testimonial (Is 6,1). Entronizan al nuevo monarca de la tierra, en ceremonia de fuerte simbolismo sacro, pero Isaías descubre al verdadero Rey/Señor del cielo, sentado, como un monarca que todo lo preside y dirige desde arriba. Unos s'eraphim, serpientes voladoras de fuego, se mantienen erguidas a su lado, como signo paradójico y grandioso de poder. Forman su corte, son expresión de su misterio. Vuelan y adoran, mientras cantan en himno antifonal la confesión sagrada: Qados, Qados, Qados (¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!). El profeta ha descubierto el poder de Dios: «Y temblaron los quicios de las puertas» (Is 6,4). Su experiencia nos conduce al lugar de la muerte y nuevo nacimiento: hay terremoto, tiembla el templo; hay voz de grito, como trueno que proviene del mismo ser divino; hay humo, que es señal de gloria y fuego, como nube que marca la presencia divina sobre el mundo. Y sobre todo, hay santidad: Dios se manifiesta como fuerza transformante desde el templo. Evidentemente, el profeta responde con su miedo: «Ay de mí, que estoy perdido». Esta es la experiencia de aquel que descubre que Dios lleva en sí un poder de muerte, «porque soy un hombre de labios impuros». A la santidad de Dios, cantada por los serafines, responde antitéticamente la impureza del profeta, que siente su mancha en el mismo lugar que debía encontrarse más lleno de pureza (los sephataim, labios). Ya no habla en nombre propio, sino en nombre de todos los que le rodean: «Y en medio de un pueblo de labios impuros estoy viviendo». Mira en su entorno, hacia los hombres y mujeres de su tiempo, descubriéndolos igualmente manchados, en gesto que vuelve a resaltar la importancia de los labios, el lugar de la /palabra. Un pueblo sin comunicación con Dios: eso es la gente de su entorno. Profeta que no sabe (no puede) hablar con rectitud: eso es Isaías. El profeta se siente perdido: «Mis ojos han visto al Rey divino». Conforme a una experiencia antigua, el que mira a Dios tiene que morir. Conforme a la lógica humana, el texto debería terminar aquí: un hombre mortal ha penetrado en el consejo de Dios, ha contemplado la fiesta de su coronación, ha visto la gloria de su santidad. ¡No sirve para el mundo! ¡Ha de morir! Pero superando esa experiencia, que tiende a cerrarse en círculo de muerte, emerge aquí el Dios que actúa en forma creadora, iniciando un camino de vida a través del profeta: el serafín toma una brasa del altar y con ella quema (purifica) los labios de Isaías, haciéndole profeta (haciéndole capaz de hablar en su nombre). Aquí tenemos la más honda experiencia de un profeta: es un hombre que se sabe apoderado por Dios. Ya no tiene labios propios, carece de palabra. El mismo Dios se le ha mostrado y ha puesto en sus labios de hombre antiguo su más alta palabra de creación y juicio, de condena y nuevo principio de la historia. El que habla en nombre de Dios, ese es un profeta. Así, habiendo recibido la palabra de Dios, el profeta se siente débil, amenazado, tembloroso, en medio de un mundo que quiere seguridades, en medio de unos poderes que buscan la forma de imponerse sobre la fuerza. Israel no ha querido demostrar la existencia de Dios por el estudio de la physis, no ha construido sistemas de filosofía. Pero ha descubierto la voluntad de Dios a través de sus profetas.

III. LA IDENTIDAD DEL PROFETA.

La Biblia israelita ha reflexionado sobre la misión de sus profetas en la historia, expresando el resultado de su /teología en la más bella de todas las páginas posibles: Dt 18,9-22. Aquí se contraponen las dos grandes figuras religiosas: el mago o encantador de los pueblos del entorno (que quiere manejar a Dios a base de conjuros o ensalmos) y el profeta del pueblo elegido que proclama en radicalidad la voz de Dios. Sus momentos son: introducción (18,9-12) que condena la magia y adivinación de los pueblos del entorno, norma de separación (18,13-14) de Israel respecto de esos pueblos, ley profética estrictamente dicha (18,15-10) y principio de discernimiento interno de la profecía (18,21-22).

La introducción: contra la magia (18,9-12). En ella se condena el pecado de los cananeos, sometidos a un poder de muerte. La magia surge y triunfa allí donde el hombre busca seguridad, quiere alcanzar a Dios por medio de la fuerza y poseer (dominar) su palabra para así salvarse, superando por sí mismo su propia inseguridad, su miedo y muerte. Estas son sus acciones: Pasar al hijo o hija por el fuego. Los esclavos de la magia buscan el favor de Dios ofreciéndole sus hijos, en tiempos especiales de peligro, como hacía el rey Mesa de Moab (2Re 3,27). Evocación de los muertos (lSam 28,3-25). Hay en el fondo una obsesión de muerte: necesitamos que los difuntos aseguren nuestra vida, queremos su respuesta inmediata. Espiritismo. Buscamos la posesión de palabras misteriosas, poderes superiores, que nos pongan en contacto con poderes superiores que definan nuestra vida, para controlarla. Ese pasaje nos introduce en el centro de un jardín mágico. Para quien vive en ese plano no existe racionalidad científica, en el sentido de observación objetiva o trabajo programado a nivel de causa/efecto. Ni hay racionalidad dialogal, en clave de apertura del hombre a lo divino, como indicará la profecía. Para el hombre dominado por la magia, el verdadero Dios se encuentra lejos. Sobre el ancho campo de la vida se extiende lo divino que los hombres quieren conocer o controlar por fuerza. Desde ese fondo se entienden otros elementos o comportamientos mágicos. El texto habla de: Me 'onen (18,10b), observadores de nubes, astrólogos. Dejan al hombre en el plano de los fenómenos cósmico/atmosféricos; Menahes o encantadores (18,10b), vinculados a la nhs o serpiente, propia de la sacralidad, que se refleja en el mundo subterráneo, la desnudez y sexo; Mekassep o brujos (18,10b). Son aquellos que pueden pronunciar palabras de tipo antisocial, que implican destrucción y maleficio: ruptura de vínculos comunitarios; Hober haber. Es el hechicero, el que establece relaciones misteriosas, unidades sacrales que potencian o destruyen a los vivos (según los casos). Conforme al texto, los cananeos se movían todavía en un nivel de magia: están dominados por el deseo de escuchar la voz de astrólogos y adivinos, que encierra al ser humano en la pura complejidad cósmica, en el campo de los vaticinios del deseo. En clave de magia se sigue moviendo gran parte de la humanidad. Por el contrario, la perfección de Israel (18,13) consiste en romper ese nivel de ansiedades, superando el círculo de angustia de los poderes cósmicos, para situarse en el nivel de la profecía que nos permite dialogar de modo personal con Dios y cultivar la racionalidad humana. La ley profética de Israel (18,15-20) se sitúa en ese contexto y aparece como una consecuencia de la fe en la creación (Gén 1,1-2.4a): ninguna realidad o fuerza de este mundo es Dios; ninguna resulta sagrada por sí misma. Por eso, los que evocan y cultivan el poder sacral del cosmos, los que quieren dominar la voz de lo divino en las voces de este mundo se equivocan, puesto que ellas son voces creadas.

Profetas son los hombres que dejan que /Dios sea divino, expresándose en ámbito de fe y manifestándose a través de una palabra de exigencia ética y de transformación personal. Ellos no han querido explorar la sacralidad de la naturaleza; no se han puesto a explicar voces de espíritus o muertos, no han investigado en nubes o serpientes. Desde su misma radicalidad ética, desde la afirmación del valor de la /persona, escuchan a un Dios que, siendo divino y trascendente, dialoga con nosotros. Frente a la magia, que pretende controlar la sacralidad cósmica para provecho propio, se eleva así el nuevo camino del encuentro personal con Dios, a nivel de palabra. Desaparecen todos los gestos de imposición religiosa; pasan a segundo plano los sacerdotes, lo mismo que el rey. Dios se manifiesta en una línea que une a Moisés y a los profetas posteriores. La profecía viene a presentarse así como experiencia de /encuentro personal con Dios, a nivel de una palabra que nos capacita para descubrir el sentido del mundo y para comprometernos con un plano de justicia interhumana. Frente a la magia del que quiere fundar su vida en una potencialidad interna y engañadora de la naturaleza, la profecía aparece como fuente de revelación personal de un Dios que se expresa en la palabra. Más que las sentencias concretas de Moisés (codificadas en la Ley), más que los oráculos individuales de profetas que siguen teniendo la autoridad de Moisés, nuestro profeta ha destacado el hecho de que Dios se expresa por la palabra. Por eso puede seguir diciendo: quien no escuche a los profetas... deja de formar parte del pueblo israelita: se escinde, se separa de la comunidad de aquellos que surgen a la vida y se mantienen en ella a través de esa palabra. El mago era hombre de control: su conjuro y su ritual es positivo si sacia la curiosidad del hombre, si cura su miedo cósmico, dentro de unas coordenadas de presencias y poderes espirituales. El profeta no tiene ese control, no quiere manejar a Dios; su aval es sólo la palabra que escucha y transmite; vivir a la luz de esa palabra y presentarla como sentido de la historia, esa es su verdad. Dos son los rasgos que le diferencian: Habla en nombre de Yavé (18,20), situando su vida a la luz de la pura trascendencia de Dios, en gesto de diálogo fundante; Abre un camino de historia (18,21-22). No es que adivine el futuro, pues sólo el mago es adivino, dejando al hombre en manos de un futuro que sucederá por fuerza. Por el contrario, el profeta es el hombre de la palabra en la historia: no decide desde fuera, no impone, no asegura. Hace algo mucho más grande: sitúa al hombre ante la palabra de Dios, en actitud de diálogo personal. Siendo hombre de la palabra en la historia, el profeta es hombre de la palabra que denuncia y recrea, en clave de /justicia. No se aísla en un plano resguardado de misticismo o contemplación interna, sin más control que la propia tranquilidad espiritual. No habita en un mundo de espíritus contradictorios, como adivino o mago a merced de influjos que operan a capricho, como prestidigitador sobre la cuerda floja de una realidad que le resbala. El profeta es hombre de mensaje comprometido. Elabora una teodicea a través de su misma palabra, que es juicio de Dios, amenaza de cambio sacra] y exigencia de superación de la magia. Por eso es el hombre de la teodicea histórica. Sabe que Dios dialoga con el hombre y que ese / diálogo está abierto hacia un futuro, es decir, hacia la manifestación total del sentido de la historia en la que Dios se manifiesta.

IV. TIPOS DE PROFETAS.

En las reflexiones anteriores nos hemos mantenido en un espacio israelita. Ahora debemos dar un paso más y recordar que ese camino se ha expandido, suscitando dos nuevas religiones proféticas: cristianismo e islam. Las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islam) definen, cada una a su manera, el sentido de la profecía. Las tres han surgido gracias a la visión profunda y a la palabra creadora de unos profetas (Moisés, Cristo, Mahoma), que han sabido descubrir la voluntad de Dios y la han expuesto y propagado en medio de la historia. En los tres casos, el profeta es un hombre que sabe escuchar la Palabra de Dios. No es el chamán extático, ni el contemplativo místico interior, ni sacrificador (sacerdote). Ordinariamente es un hombre de acción, alguien que se encuentra inmerso dentro de las tareas y trabajos de este mundo y que, a partir de allí, en el centro de este mundo, descubre y discierne la voluntad de Dios. El profeta es también un hombre comprometido en la tarea social: ha descubierto la voluntad de Dios y quiere que se cumpla: por eso denuncia los males de la sociedad, anuncia el juicio de Dios y procura que los hombres respondan en gesto de conversión y /fidelidad intensa. En ese aspecto, el profeta es un vigía, un testigo de la obra de Dios entre los hombres. Para los judíos el profeta verdadero y central es Moisés, a quien conciben como depositario principal de la revelación de Dios, como ratifica la Misná: «Moisés recibió la Torah desde el Sinaí y la transmitió a Josué, Josué a los ancianos, los ancianos a los profetas, los profetas a los hombres del Gran Sanedrín» (Abot 1,1). Judío es el que acepta como normativa la revelación profética de Dios a Moisés, conservada en la Ley escrita de la Biblia Hebrea y en la oral de la Misná. Los cristianos han interpretado Dt 18,15ss como un anuncio de Jesús (He 3,22), a quien confiesan como el profeta final, Hijo de Dios y mesías verdadero. Eso significa que para ellos hay un avance, una historia que lleva del profetismo israelita al nuevo profetismo mesiánico. Los profetas israelitas forman parte del Antiguo Testamento y su palabra ha sido asumida, culminada y, de alguna forma, abrogada por Cristo. Sólo Jesús, profeta final y verdadero, ofrece el Nuevo y definitivo Testamento de Dios para los hombres. Por su parte, el Islam no admite gradación o progreso salvador entre los profetas: «Decid: creemos en Dios y en lo que se nos ha revelado, en lo que se reveló a Abrahán, Ismael, Isaac, Jacob y las tribus; en lo que Moisés, Jesús y los profetas recibieron de su Señor. No distinguimos a ninguno de ellos y nos sometemos a Dios» (Corán 2,136). Mahoma ha nivelado de esta forma a los profetas, presentándolos como representantes y testigos de una misma actitud de /fe monoteísta y de sometimiento a Dios. A su juicio, todos han dicho lo mismo, aunque esa doctrina ha podido ser desfigurada por sus seguidores (judíos o cristianos). Sólo él, Mahoma, recogiendo de forma clara y total lo que han dicho los viejos profetas (especialmente Abrahán, Moisés y Jesús) puede presentarse y se presenta como sello de la profecía, revelador del Corán eterno para los hombres.

V. ACTUALIDAD DE LA PROFECÍA.

La actualidad de la profecía está vinculada a la vigencia y capacidad creadora de las tres religiones monoteístas. Los judíos han puesto la Ley de Moisés en el principio de todas las manifestaciones de Dios. Los profetas escritores que han venido después de Moisés, han avalado esa visión de la ley originaria, válida por siempre. En algún sentido se puede afirmar que, para los judíos, la profecía verdadera se ha parado, o ha culminado, en Moisés: lo que vino luego no ha ofrecido un verdadero avance. Dios lo había dicho todo al revelar su Nombre (Yavé) en el fuego de la zarza, al manifestar a Moisés su misterio y pedirle que liberase al pueblo cautivo (Ex 3,14). Siendo profeta, Moisés aparece como hombre del misterio (descubre el fuego de Dios, escucha su Nombre), legislador (ofrece al pueblo la ley de Dios) y liberador (saca a los hebreos de Egipto). La Palabra de Dios, que él escucha y transmite a su pueblo, es fuente de experiencia profunda, que se expresa al mismo tiempo como ley y como principio de /liberación. Quizá podamos afirmar que los judíos identifican la profecía con Moisés, diciendo que él ha recibido la revelación integral del misterio para el pueblo de su alianza. Como suponía la Misná (Abot 1,1), después de Moisés ya no existe nueva revelación: tanto la Escritura como la tradición (recogida en la Misná y el Talmud) se limitan a recopilar y expresar la misma y única Ley eterna que Moisés ha descubierto al descubrir el fuego de Dios y al escuchar su nombre. No hay para el /judaísmo dos Testamentos o Escrituras de Dios (como en el cristianismo) sino dos formas (una escrita y otra oral) de expresar la misma y única palabra que Dios dijo a Moisés para siempre. Por eso, Moisés no es un profeta sino el Profeta. De manera consecuente, podemos afirmar que la profecía ha cumplido su misión y ha terminado: se ha expresado en la Ley, allí perdura y ofrece la voluntad salvadora de Dios para los hombres.

Los cristianos han destacado una historia profética, que debe entenderse a partir de las categorías de promesa y cumplimiento. Ciertamente, ellos veneran a Moisés, pero no lo separan del resto de los profetas bíblicos. Los cristianos han invertido la línea dominante del judaísmo, interpretando al mismo Moisés a partir de esos profetas, situándolo en un camino que conduce a la revelación mesiánica. Ellos, Moisés y los profetas, son precursores de Jesús: abren un camino que ha venido a culminar y recibir sentido pleno en Cristo. Entre los dos Testamentos (profetas antiguos y Jesús) existe una continuidad y una ruptura. Lo antiguo debe cumplirse y terminar, para que llegue lo nuevo. Por eso los cristianos han conservado la Escritura israelita como verdadera palabra de Dios, pero la han entendido como Antiguo Testamento de aquello que ha venido a realizarse en Cristo. Moisés era legislador y liberador más que profeta. Pues bien, siendo también un (el) profeta, Jesús es, sobre todo, el enviado mesiánico y el Hijo de Dios. Así podemos entenderlo como nueva creación, el hombre definitivo, ya salvado: Hijo de Hombre universal, que desborda los límites del judaísmo y de su ley particular para presentarse como signo universal de Dios para todos los humanos. De esa forma, la profecía se vuelve encarnación; el portador de la Palabra aparece como Palabra de Dios en persona.

Los musulmanes consideran que la profecía ha sido siempre la misma, aunque sólo con Mahoma ha logrado expresarse al fin de manera sencilla y segura, en forma de mensaje abierto a todos los humanos, sin distinción de razas o culturas. El contenido del mensaje profético ha sido siempre el mismo, de Adán a Jesús, pero los receptores no han sabido conservarlo limpio, lo han mezclado con otras palabras que no vienen de Dios, lo han adulterado. Por eso ha sido necesario que la auténtica profecía se exprese de un modo claro y preciso, de un modo condensado y fuerte, a través del pueblo árabe. Eso es lo que ha venido a realizar de un modo ejemplar Mahoma, que se considera heredero de todos los profetas. En nombre de ellos dice: «La piedad estriba... en creer en Dios y en el último día, en los ángeles, en la Escritura y en los profetas, en dar de la hacienda... en hacer la azalá (oración) y el azaque (la limosna), en cumplir los compromisos contraídos, en ser pacientes en el infortunio, en la aflicción y el tiempo del peligro. ¡Estos son los hombres sinceros y temerosos de Dios!» (Corán 2,177). Esta es la fe profética: creer en Dios y en su juicio. En ella se incluyen las Escrituras (todas las antiguas se contienen en el único Corán), los profetas (enviados de Dios, que culminan en Mahoma) y los ángeles que son signo del misterio de Dios. Ella se expresa en la oración (como sumisión al único Dios) y la limosna (como expresión concreta de justicia y / solidaridad humana). A juicio de Mahoma, la profecía se ha cumplido y se incluye en el Corán.

En sentido estricto, para las tres grandes religiones monoteístas ya no existe nueva profecía, puesto que ella, la profecía verdadera, ha desembocado y se ha cumplido en la Ley (judaísmo), en el Dios encarnado (cristianos) o en el Corán (musulmanes). Pero esto nos obligaría a interpretar la profecía como un elemento del pasado, un capítulo cerrado de la historia humana. Sin embargo, ni judíos, ni cristianos, ni musulmanes aceptarían este dictamen. Todos ellos, cada uno a su manera, creen que la profecía sigue viva porque nada de lo que se ha vivido de verdad en la historia ha muerto. Perdura la profecía en la experiencia del encuentro personal del hombre con Dios. Perdura en la importancia que, en las tres religiones, reviste la Palabra, como expresión de diálogo de Dios con los hombres. También se perpetúa la profecía en la exigencia de conversión personal y fidelidad ética (justicia social) que las tres religiones proclaman, lo mismo que en la visión de la misericordia de Dios y de su juicio. Sobre este fondo común se podrían hacer algunas distinciones. La profecía israelita está vinculada a la historia particular del pueblo, pero sigue abierta a la /utopía mesiánica de la reconciliación universal. El mismo Israel puede y debe presentarse, dentro de la historia, como pueblo profético, expresión viviente de una /esperanza todavía no realizada dentro de la historia. La profecía cristiana aparece más centrada en la experiencia de la encarnación de Dios en Cristo. Saben los cristianos que la historia ha terminado, pero deben mostrarlo con su propia vida, con el testimonio de su gratuidad activa, en la línea de las visiones del Cordero degollado y triunfador del Apocalipsis. La misma Iglesia viene a presentarse, según eso, como paradigma de profecía cumplida: lugar de diálogo de los hombres con Dios, en clave de reconciliación entre los pueblos. Finalmente, para los musulmanes, la profecía se interpreta especialmente en una línea de sumisión a la voluntad de Dios. Los que se han sometido, los que han aceptado el mensaje eterno del Corán, esos son musulmanes (creyentes). La profecía se vuelve para ellos expresión de un sometimiento gozoso de los hombres al dictado de la voz de Dios.

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X. Pikaza