PERSONA
DicPC


El origen etimológico de la palabra persona ha sido objeto de multitud de propuestas, aunque ninguna la ha clarificado por completo. La mayoría de autores sostienen que deriva de la palabra griega prósópon, que era la máscara que los actores griegos se ponían delante de su propio rostro, adoptando las características y ademanes de un personaje. Boecio afirmaba: «Persona viene de personar, porque debido a la concavidad, necesariamente se hacía más intenso el sonido. Los griegos llamaron a estas personas prosopa, ya que se ponen encima de la cara y delante de los ojos para ocultar el rostro»1. Por su parte, san Agustín pensaba que provenía de personare, que significa sonar a través de algo, es decir, de la máscara2; estas máscaras estaban construidas de tal forma que tenían una bocina, de forma cónica, que amplificaba el sonido de las voces de los actores. Otros autores sostienen que puede derivar del vocablo etrusco Phersu, palabra escrita en el fresco de una tumba, en la que aparecen dos hombres enmascarados danzando. Pero esto no parece ser sino una variante de la anterior hipótesis. Sea como fuere, ni está totalmente clarificado el origen del vocablo, ni es fundamental para la reflexión sobre la persona.

I. ESBOZO HISTÓRICO.

El concepto de persona fue formulado por primera vez, estrictamente, en la reflexión teológica cristiana, al pensar la fe cristológica y trinitaria, sobre todo entre los siglos II-V. Desde entonces el concepto, que en un principio fue aplicado a los tres distintos (la Trinidad de personas) que coparticipan de la única naturaleza divina, se usó también para explicar la doble naturaleza (divina y humana) que existe en la unión hipostática de la única e indivisible persona de Cristo (Concilio de Nicea, año 325). Después el concepto fue progresivamente aplicado también a la reflexión antropológica estrictamente filosófica. Pero la dificultad constatable en la evolución de la reflexión teológica, en la tematización de la persona, y los múltiples equívocos que durante siglos acompañaron a la teología, en su pensar sobre el misterio de la Encarnación del Lógos y a la reflexión trinitaria, impregnaron también de una considerable dosis de ambigüedad a la reflexión filosófica acerca del hombre como persona.

El interés inicial de la reflexión patrística sobre la persona no fue antropológico; es decir, sus autores no pretendían explicarse filosóficamente a sí mismos, sino el misterio trinitario, así como también dar cuenta de la unión hipostática que la fe cristiana afirma entre las dos naturalezas (divina y humana) en la única persona (divina) de Cristo. Sabemos que Tertuliano fue quien vertió la palabra griega prósópon al concepto latino persona, propio del derecho romano, pero ahora ampliando su extensión significativa a todo hombre, e incluso al feto humano, pues, decía, «ya es una persona quien está en camino de serlo». Tertuliano distinguió, asimismo, entre persona y sustancia, al afirmar que en Dios subsisten tres personas en la única sustancia. Por su parte, Orígenes introdujo en la reflexión trinitaria el vocablo hipóstasis, al distinguir tres cosas (prágmata) en la común esencia (ousía) de Dios, que se diferencian, precisamente, por las distintas hipóstasis o hypokéimenón. Esta fue la solución del cuarto concilio ecuménico, celebrado en Calcedonia el año 451, aunque ya antes, en el Concilio de Nicea (325) se advirtió el riesgo de modalismo que parecía conllevar el carácter aparente y no sustancial de la persona, entendida como personaje o máscara.

Tanto en la Grecia como en la Roma clásicas existía una indigencia significativa en su concepción de la persona. En Grecia y en Roma, las personas eran sólo los ciudadanos libres, sujetos de plenos derechos y deberes (sui iuris esse), y se contraponía –negando que fueran personas– tanto a las mujeres, como a los esclavos y a los niños, que no poseían plenamente tales derechos. Aquí se muestra cómo hombre (varón y mujer) y persona no eran sinónimos, pues tanto las mujeres como los esclavos y los niños eran individuos del género humano (hombres) pero no eran tenidos por personas libres y con plenos derechos, esto es, dignos por sí mismos. Precisamente la /fraternidad universal, la /igualdad entre los hombres y la filiación divina que afirma el cristianismo para todo hombre, permitió ampliar a todos los seres humanos, sin distinción de raza, condición social, género, edad, etc., su consideración como personas. Por esto, persona hace referencia directa a la /dignidad del hombre, así como a la relación hacia las otras personas e incluso a la trascendencia de todo ser humano. En cambio, la reflexión filosófica griega versó sobre una antropología que difícilmente se libra de la tentación del dualismo; esto explica que la filosofía griega desconociera casi por completo la tematización sobre el hombre como persona, esto es, concebida en su auténtico valor ontológico y ético. En efecto, para los griegos el hombre era considerado como un ser objetivo individual, vinculado a la noción de sustancia y, por tanto, a la de cosa; los griegos podían denominar prósópon tanto a un hombre como a una mesa, es decir, se refería a cualquier realidad individual, desde un ser espiritual hasta cualquier objeto cósico. Por ello encontramos aquí una gravísima carencia en la deficiente antropología griega, al serle desconocido el concepto cabal de persona.

Esto no significa que el concepto de persona pertenezca en exclusiva al cristianismo, aunque dicho concepto sea, quizás, la mayor aportación de la reflexión cristiana a la historia del pensamiento. No obstante, si hacemos una epoché de la reflexión cristiana sobre la persona, difícilmente se logrará una comprensión cabal de la misma, ni se entenderá el origen de la tematización del hombre como persona. Por otro lado, la emancipación de la reflexión sobre la persona de la tutela teológica anduvo pareja a la emancipación de la filosofía de la teología, aunque, en realidad, fueron los mismos filósofos cristianos (desde san Agustín, santo Tomás, san Buenaventura, etc.) los que reflexionaron más y mejor sobre la persona, considerada también filosóficamente, y no sólo partiendo de los datos de la revelación. Aunque no olvidamos que el concepto de persona como máscara (prósópon) fue introducido en el lenguaje filosófico por el estoicismo popular; y así, Lactancio concibió a la persona como el representante de un personaje, como un actor del drama de la vida. De aquí que algunos autores cristianos fueran reacios a utilizar la voz persona para aplicarla al misterio trinitario, por parecerles ambigua (como sostenía san Agustín, que prefería hablar de relaciones, porque persona no es un concepto que se encuentre en la Sagrada Escritura), o por estimar que era demasiado filosófica (como pensaba Hesiquio de Jerusalén).

Como manifestó Zubiri, fue necesario el esfuerzo especulativo de la patrística griega (en concreto, de los capadocios) para despojar al término hipóstasis de su carácter de sustancia subjetual y cósica, con el fin de aproximarlo al sentido de poseedor de los derechos jurídicos que los romanos otorgaban a los hombres libres. Por esto la queja de Zubiri cuando muchos autores ignoran el origen de la reflexión sobre la persona, olvidando también que «la introducción del concepto de persona en su peculiaridad ha sido obra del pensamiento cristiano, y de la revelación a que este pensamiento se refiere»3. Esto es lo capital y significa, por lo pronto, dos cosas fundamentales: a) los primeros cristianos fueron los que más y mejor desarrollaron especulativamente –junto con el /personalismo posterior– el concepto de persona; b) pero esto fue posible, y es lo capital, porque la revelación cristiana sostuvo y sostiene –y era algo inaudito hasta el principio de nuestra era–que todos los hombres –varón y mujer, niños, esclavos, deficientes, etc.–están llamados a ser hijos de Dios en el Hijo de Dios, es decir, hijos por adopción en virtud de la /gracia revelada en el Hijo Unigénito –por naturaleza– del Padre. Desde entonces no se puede admitir que existan unos hombres que posean dignidad y derechos (y sean sui iuris esse) y otros hombres que no los posean. No es admisible, por ejemplo, como ha acontecido durante muchos siglos, que el esclavo fuera considerado un /hombre, y no sea a la vez persona, lo que significa que es radicalmente injusto que sea esclavo. Por esto, el cristianismo sostuvo desde el principio que no existen jerarquías de dignidad en el seno de lo humano, que no hay diferencias de plenitud humana entre el varón, la mujer, el esclavo, el libre, el niño, el adulto, el deficiente, el nasciturus, sino que todos ellos son, por igual, personas, seres humanos dignos por sí y deben ser tratados como fines en sí, como personas, al haber sido amados por Dios y siendo convocados a participar de su misma naturaleza.

II. LA AMBIGÜEDAD CONGÉNITA DEL CONCEPTO DE «PERSONA».

La ambigüedad de la tematización sobre la persona es todavía perceptible cuando algunos hablan indistintamente de hombre, de individuo, de sujeto, de yo, etc., y de persona; pero en modo alguno son conceptos exactamente sinónimos4. En efecto, un hombre es una persona, pero también son personas las tres que subsisten en la única naturaleza divina, sin que sean los tres hombres, pues la naturaleza humana sólo es propia de la segunda Persona, Cristo; de aquí que la utilización del término persona aplicado al hombre y a cada uno de los tres que forman la Trinidad, sea válida sólo de una forma análoga, como afirmó santo Tomás.

a) Persona e individuo. Una persona humana es, ciertamente, un individuo (átomo, en griego), pues pertenece a una especie y se diferencia de los demás individuos en sus características peculiares: altura, color, sexo, etc. Pero también es un individuo un libro en una biblioteca, pues la individualidad, con sus características de indivisibilidad e impredicabilidad, no sólo es aplicable al hombre, sino también a cualquier ser en relación a su especie, ya que se predica también del mundo vegetal y animal. Pero sostener que el hombre es una persona, es transitar más allá de cualquier diferencia categorial, y afirmar que su singularidad es única, insustituible y no intercambiable; precisamente esto es la unicidad de la persona. Esto es, decir del hombre que es un individuo, es caer en la indistinción y en lo puramente numérico; en cambio de la persona se predica precisamente su distinción en la indistinción de la genérica naturaleza humana. Por eso, cuando en una casa un ladrillo se nos rompe y ya no nos sirve, lo desechamos y ponemos otro; pero cuando un amigo se nos muere, por ejemplo, no podemos sustituirlo por otro, pues cada persona es única e inutilizable. De aquí que podamos afirmar que una persona no es simplemente un /individuo, contra lo que algunos piensan. El individuo es «esta dispersión, esta disolución de mi persona en la materia, este influjo en mí de la multiplicidad desordenada e impersonal de la materia, objetos, fuerzas, influencias en las que me muevo»5. El individuo, como tal, se sitúa como una realidad insular de los otros yos y del resto de las cosas materiales. En este sentido, el individualismo, dice Mounier, «fue la ideología y la estructura dominante de la sociedad burguesa occidental entre los siglos XVIII y XIX», que propugnó «un hombre abstracto, sin ataduras ni comunidades naturales, dios soberano en el corazón de una libertad sin dirección ni medida, que desde el primer momento vuelve hacia los otros la desconfianza, el cálculo y la reivindicación; instituciones reducidas a asegurar la no usurpación de estos egoísmos, o su mejor rendimiento por la asociación reducida al provecho: tal es el régimen de civilización que agoniza ante nuestros ojos, uno de los más pobres que haya conocido la historia. Es la antítesis misma del personalismo y su adversario más próximo»6.

b) Persona y sujeto. Mal que les pese a los estructuralistas, es indudable que la persona es un sujeto —pues sujetos son los que niegan que el hombre sea un sujeto—; pero esto debe ser matizado, pues para los primeros filósofos griegos también era un sujeto (hypokéimenón, en griego) una mesa o una piedra. Afirmar que la persona es sujeto, es sostener que se autoposee, que subsiste en sí y que se sabe subsistiendo; y esto no podemos negarlo. El sujeto es, en definitiva, el yo personal en tanto que sujeto. Pero lo que no existe es un sujeto aislado de los otros sujetos, pues un sujeto no se reconoce como tal sino ante la presencia de otros sujetos, y no sólo ante los objetos, como afirman los dualismos; no existe un sujeto puro y aislado de los objetos, pues ser sujeto implica, de suyo, estar siempre en correlación con el objeto, hasta el punto de ser inseparables. Por tanto, la subjetividad originaria no se encuentra replegada sobre sí, no es, en tanto que inesquivable dato originario, algo absoluto y aislado, sino un ser relativo-absoluto, como sostenía Zubiri; y relativo aquí no quiere decir de poca consideración o superficial, sino relacional. Por esto,el hombre, que es siempre sujeto, es también, siempre, intersubjetividad; y el sujeto originario, en el fontanal de su ser y de su actuar, siempre se autopercibe cabalmente como subjetividad interpelada por otras subjetividades, es decir, es intersubjetividad. El hombre, pues, no es sujeto si no es intersujeto.

c) Persona y yo. También una persona humana es un yo (ego), el núcleo medular de su autoconciencia, en tanto que funda la identidad personal, lo que Kant denominó la «unidad de la apercepción pura». Pero nunca existe un yo aislado de los otros yos, pues una persona no tiene su fundamento último en sí misma (a pesar de que Fichte y Gentile entendieran al yo como causa sui), en una especie de yo cogitativo y primario, como pretendió Descartes al concebir al hombre como una conciencia aislada y cenada, esto es, reduciendo la conciencia a autoconciencia. La persona, incluso en su yoidad, siempre se autopercibe como persona, porque previamente a su propia autoconcepción como yo, ha tenido ante sí a un tú, esto es, a otro yo; por eso la palabra yo siempre se encuentra relacionada y jamás deja de aludir a un tú. De aquí que la persona, como yo, sea un fontanal de relación originaria, y no sólo la que se establece /entre la persona consigo misma en el interior de su subjetividad (autoconciencia), sino la que se refiere a la relación interpersonal (heteroconciencia) yo-tú (M. Buber), o yo-el Otro personal (E. Lévinas). La persona es, en el interior de lo creado, el único ser capaz de comunicación, el único capaz de exterioridad, de salir de sí, pues la persona es la realidad autónoma por antonomasia, la máxima realidad creadora. De modo que la persona es antes hacia el otro, en la común inserción en el mundo material, que hacia sí misma en el interior de la propia conciencia. En efecto, antes que el niño sepa que es, ni siquiera qué es, o mejor, quién es, es convocado a la comunión de unos rostros que le miran, unas manos que le acarician y unas voces que le interpelan y le aman, las mismas que le trajeron a la existencia. Nosotros somos porque hemos sido amados, y todo amor es siempre interpelación. Por eso la persona es el ser de la palabra y del amor: acerca de las cosas nosotros hablamos, pero a la persona le hablamos; o mejor, nosotros sobre las cosas decimos algo, pero a las personas les hablamos; acerca de las cosas podemos disponer, pero jamás sobre la persona, que nunca puede ser considerada como un medio para algo, sino como un fin en sí misma, como afirma el imperativo ético kantiano. El hombre, como persona, nunca es un ser solo; por eso, en ninguna soledad el hombre está absolutamente solo, pues somos no sólo lo que nosotros hacemos de nosotros mismos, sino también e inexcusablemente lo que los demás nos han hecho; toda soledad es siempre, pues, soledad acompañada, aunque sea de recuerdos –que inevitablemente nos rememoran a los otros–; la persona es siempre un ser circunvalado por los demás, esto es, circumavalado.

La tentación cartesiana –que intentó superar Husserl en la quinta Meditación Cartesiana, sin conseguirlo cabalmente– es la de pensar un cogito sin cogitatum, una subjetividad solitaria, replegada sobre sí misma y encerrada en la cárcel solipsista del propio yo. Otro tanto cabe decir del sujeto trascendental kantiano, que no consigue escapar de la contradicción que representa ser un puro sujeto lógico. Por eso, situándonos en el cogito y empeñándonos en residir en su aparente plácida soledad, nunca transitaremos hacia la comunión de las conciencias (Nédoncelle), la comunicación de las existencias (Mounier) o de las personas como seres corpóreos-espirituales. El paradigma solipsista debe dejar paso al paradigma relacional. Finalmente, definir a la /persona como yo es menguarla enormemente, pues conlleva presentarse como poseedora de sí, como si siempre el yo fuera autoconsciente de /sí mismo, negando las grandes zonas de penumbra que ineludiblemente (como sabemos desde S. Freud) envuelven a la persona real, que es espiritual, pero también de carne y hueso.

III. LA PERSONA, ¿DEFINIBLE?

¿Qué o quién es estrictamente la persona? No es sencillo definirla, pues no podemos delimitar su realidad en el corsé de una frase que acapare la totalidad de sus notas esenciales. Una sola expresión no puede encerrar en sí una realidad tan abierta y rica como la persona. Sin embargo, del hecho de que no la definamos –como no lo hicieron M. Scheler, K. Jaspers, E. Mounier o K. Rahner (/personalismo alemán)– no significa que sea una realidad indecible, pues una cosa es rehusar la tiranía esquematizadora de la definición y otra muy distinta es negar a la persona todo tipo de esencia, como hace el existencialismo sartreano.

La historia del pensamiento nos muestra que ha habido intentos de definición más o menos plausibles: Para Boecio la persona es sustancia; para Ricardo de san Víctor es existencia; en Tomás de Aquino es subsistencia; para Descartes es una cosa pensante; en Kant es sujeto fenoménico; para el personalismo es relación... Mas para comprender lo que es la persona, no es necesario disponer de una definición cerrada de la misma. Nosotros somos personas y esto es verdad incluso mucho antes de que nos percatemos de ello. Ser una persona nos es tan cotidiano que importa menos que nos entretengamos en delimitar en precisos esquemas todas sus notas básicas.

La célebre definición boeciana de persona como «naturae rationalis individua substantia»7 lo que pretendía era acentuar la racionalidad y la sustancialidad de la persona. Pero este intento nos parece insuficiente, por prescindir de características fundamentales de la persona humana como la existencia, la relación, la corporalidad, la historicidad, la condición sexuada, la capacidad de amor, etc. Por otro lado, esa definición es inválida para ser aplicada a Dios, pues, según ella, cada persona es una sustancia, con lo que en la /Trinidad no habría tres personas sin haber tres dioses. Por esto Ricardo de san Víctor se propuso explícitamente definir a la persona pensando en la reflexión trinitaria, y la definió como «existencia incomunicable de naturaleza intelectual»8, sustituyendo la sustancia boeciana por la existencia, de donde sí puede inferirse tanto la relación (ex) como la consistencia (sistencia). Por su parte, santo Tomás, concibiendo a la persona como subsistencia, afirma: «Persona significa( id quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationalis natura»9. Pero subsistencia no tiene tampoco una significación unívoca. En efecto, santo Tomás, inspirándose en Boecio, indica que sustancia equivale etimológicamente a hypóstasis, y que sustancia significa unas veces esencia (ousía) y otras hypóstasis, por lo que prefiere traducir hypóstasis por subsistencia; y como persona se tradujo por hypóstasis, entonces concibe a las personas como subsistencias10.

De las múltiples aportaciones de aproximación a la realidad peculiar de la persona, que podemos considerar como intentos de descripción de la misma, hemos de destacar la de E. Mounier (que no es una definición estricta, sino más bien una metáfora), pues pocos como él han pensado y combatido en su favor: «Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una forma de subsistencia y de independencia en su ser; mantiene esta subsistencia con su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos en un compromiso responsable y en una constante conversión; unifica así toda su actividad en la libertad y desarrolla por añadidura, a impulsos de actos creadores, la singularidad de su vocación»11. Se perciben en esta designación algunas de las principales características de la persona, alejándose del sustancialismo boeciano en lo que tiene de cosificador (la persona no es un qué, sino un quién; y donde Boecio dice sustancia, Mounier dice ser), adhiriéndose Mounier, en cierto sentido, a la concepción tomista de subsistencia e independencia en su ser (la incomunicabilidad, de la que hablaron los medievales). Esta descripción puede ser válida para comprender, en cierta medida, la noción de persona, aplicada tanto a la Trinidad como a la persona humana. Pero tampoco nos satisface por completo, pues habría que añadir otros componentes básicos que Mounier no ha contemplado en esta célebre descripción, o que sólo ha hecho in obliquo: la corporeidad, la condición sexuada, la historicidad, la socialidad y comunitaridad, la mortalidad, etc. Pero desarrollar esto nos llevaría tan lejos, que motiva que debamos renunciar a una definición exhaustiva de la persona.

IV. LA PERSONA NO ES UN PROBLEMA, SINO UN MISTERIO.

Es importante renunciar a considerar a la persona como un problema, aunque esto no significa que enviemos a la persona al ámbito de lo incognoscible. En efecto, un problema es algo que, por definición, reclama una solución. Y una vez dada esta, se acabaría el problema. De aquí la ambigüedad de M. Scheler cuando concebía al hombre como «un ser problemático»12. En verdad, la persona no tiene una solución, por lo que hemos de concebirla, en su espiritualidad, como un ser misterioso, aunque esto no significa que el misterio implica una incognoscibilidad absoluta; no se trata de un acertijo, ni de un enigma insoluble. En otras palabras, sobre la persona sabemos muchas cosas, pero nunca las sabremos acabadamente y por completo, ya que, en la medida en que la conocemos, más nos percatamos de que todavía nos queda mucho por conocer, pues no puede ser aprehendida como algo fijo y esclerótico, sino que la viveza de su libertad y autoposesión mantiene siempre en vilo su comprensión total. No es lo mismo saber que alguien es, que saber cómo es cabalmente ese alguien, ni saber quién es ese alguien. El misterio personal se presta a cierto conocimiento, pero siempre que seamos conscientes de sus límites, pues remite a algo sobre lo que ignoramos más de lo que conocemos, ya que el misterio siempre reivindica su respeto. Quizás podemos sostener de la persona aquello que afirmaba santo Tomás de Dios: de El más sabemos lo que no es que lo que es, pues la persona es una realidad apofática. Quizás algo similar quiso decir el viejo Aristóteles al afirmar que «el sujeto (hvpokeímenón) es aquello de lo que se dicen las demás cosas, sin que él, por su parte, se diga de otra»13. Es decir, que algo sé de la persona, de mí, de esta o de aquella. Pero este saber mío nunca es completo, ni sobre mí ni sobre el otro. Ni perfeccionando a Freud podré saber todo lo que en mí se esconde, ni viviendo durante siglos frente al otro terminará este por no tener secretos para mí. La persona –la mía, pero sobre todo la del otro–, es una realidad que se resiste a ser aprehendida por completo, ya que la persona no puede ser dicha de una vez para siempre, y a su misterio sólo accederé en la medida en que el otro se conozca a /sí mismo, y en tanto que el otro me lo quiera decir.

Por eso, en la captación de la persona, todo nuestro conocimiento siempre debe ser reconocimiento, y no sólo del otro, sino también de nosotros mismos, cuando nos percibimos como la realidad más excelsa de lo existente: somos el único ser de la creación que piensa, que ríe, que llora, que ama en libertad...

V. LA PERSONA ES YOIDAD Y TRASCENDENCIA.

En la historia del pensamiento la intelección de la persona ha fluctuado dialécticamente entre la acentuación de su sustancialidad (siguiendo a Boecio) o poniendo el acento en la constitución de la misma en el /encuentro interpersonal (como hace el pensamiento dialógico). Quienes acentúan lo primero pretenden zafarse de la disolución de la misma en el abanico etéreo de sus relaciones; quienes ponen el acento en lo relaciona) huyen de considerar a la persona como algo cósico. Pero privilegiar la yoidad en detrimento de la trascendencia, es caer en un error, como también lo es la acentuación contraria. Por eso, en la manifestación de la persona en el encuentro trascendente de sí, hay que afirmar simultáneamente su yoidad. En el encuentro, la persona se descubre como tal al descubrir a su /prójimo; pero no podría darse dicho encuentro, si este es verdaderamente interpersonal, si previo al mismo, de alguna manera, no fuera ya cada cual un sujeto personal autoposesivo. Se trata de una especie de círculo ontológico personalista.

El encuentro sólo puede tener lugar entre personas libres. Si no fueran libres y paritarias en dignidad, el encuentro sería desigual y no sería verdadero encuentro, pues este, por su propia constitución, sólo puede acontecer en condiciones de igualdad entre sus protagonistas. Con una piedra puedo tropezar o no, pero nunca me podré encontrar con ella. Téngase en cuenta que el encuentro es, normalmente, la realidad más cotidiana de la persona: por todas partes asistimos a congresos, reuniones, convivencias, etc., expresiones, todas ellas, de encuentros cara a cara interpersonales, aunque no todos adquieren el mismo grado de intimidad, pues es obvio que no todos los encuentros interpersonales tienen las mismas características de sublimidad. Es decir, normalmente, a mayor número de participantes se establece un menor nivel de intimidad interpersonal; la prueba está en que no es la misma relación la que se establece entre los miles de personas que gritan enfervorecidas en un estadio de fútbol que la que se establece entre dos amigos que se cuentan sus intimidades.

En este sentido, las personas no son realidades estrictamente experimentales, como lo son los objetos cósicos; aunque del hecho de no ser experimentales no podemos deducir que no sean experienciales. Puedo tener experiencia de una piedra lo quiera ella o no, pues ella no puede ni querer ni dejar de quererlo. Pero puedo tener experiencia del otro no sólo en la medida en que trasciendo hacia él, sino también en la medida en que él me permite el acceso hacia sí; y lo mismo cabe decir desde el polo que transita desde él hasta mí.

La persona, en tanto que tal, no puede vivir encerrada en su interioridad, sino que percibe que la tensión trascendente es una nota constitutiva inexcusablemente suya. La persona es ser extendido, sin que por eso sea sólo exterioridad, ya que para serlo de forma verdaderamente personal, tiene también que ser interioridad y autoposesión. De ahí la importancia dada en el pensamiento hebreo a la noción de p"nim (/ rostro), que no significa propiamente rostro en singular, pues la terminación en im del hebreo muestra la forma plural de la palabra, con lo que viene a significar, en verdad, rostros, significando que no existe primeramente un rostro para sí mismo, sino un rostro para otro rostro: una persona es cabalmente tal ante otra persona. Aunque aquí debemos evitar cualquier tipo de actualismo, como si sólo fuéramos personas cuando estamos en acto ante otra persona. Antes de comprenderse la persona a sí misma como tal, ha contemplado otros muchos rostros personales; la contemplación de las otras personas es previa, siempre, a la autocomprensión de la persona como tal. Es decir, el hombre como persona nunca es un ser aislado, sino constitutivamente dialógico y relacional. Por tanto, en el encuentro con el otro, con un tú, cada persona se descubre a sí misma como un yo.

Por otra parte, es claro que la persona es el único ser de la creación que aspira conscientemente a encontrar sentido no sólo a su existencia personal, sino también a la historia humana, e incluso al universo. Mas por mucho que el hombre apriete sus dientes y sus puños, y aunque todos los hombres de todos los tiempos apretaran sus dientes y sus puños a la vez, no podrían dotar de sentido a un universo si este no lo tuviera ya como recibido. Y estimo que aunque la persona tiene en sus manos, en buena medida, la posibilidad de dotar a su vida de /sentido, conseguir un sentido último y definitivo no está a su alcance si prescinde de Dios, el ser interpersonal Absoluto, pues únicamente este es la condición de posibilidad de la garantía radical del sentido incondicionado.

VI. NI SOLIPSISMO NI ALTERISMO.

Desde el egocentrismo que se inauguró con el paradigma cartesiano, y que ha tenido su continuación en la filosofía de la subjetividad occidental moderna, la persona fue reducida a sujeto y a yo. Como hemos visto, es incuestionable que el hombre sea un sujeto y que sea un yo. Pero otra coste es que la persona sea sólo subjetividad y yoidad. La persona es también, e ineludiblemente, trascendencia y alteridad. Ante la tentación del reduccionismo de la persona a los solos límites de su interioridad, el pensamiento dialógico, que se inicia fugazmente con Feuerbach y que tiene sus mejores exponentes en M. Buber, F. Rosenzweig y F. Ebner, llevará a cabo un intento de superación del solipsismo en el pensamiento de la /alteridad o la exterioridad de E. Lévinas. Para este, la relación con el otro es la philosophia prima, el inicio de cualquier pensar acerca del hombre, siendo esta relación con el otro siempre ética, pues al otro no se le puede considerar un objeto de conocimiento (esta primacía del conocer teórico al otro es el resultado lógico de la reducción del hombre a animal racional, que se plasmó en Aristóteles, y que ha dado lugar después a los racionalismos e idealismos), sino como un ser digno en sí mismo y ante el cual siempre somos responsables. La mejor antítesis de Descartes es, entonces, Lévinas. Y dos son las principales diferencias entre el francés y el lituano-francés: donde Descartes decía yo, Lévinas decía el otro; y además, el interés cartesiano, primeramente gnoseológico, se resuelve en Lévinas en un interés ético. Pero entre la tesis del primado de la subjetividad (Descartes) y la antítesis de la primacía de la alteridad (Lévinas), nos parece necesario realizar una síntesis: las dos posturas parecen ser radicalizaciones de una verdad. «El hombre es sujeto», afirmamos con Descartes; pero en su radicalidad se ve encerrado en la cárcel del solipsismo, pues el cartesianismo no puede dar cumplida cuenta ni siquiera del cuerpo del propio sujeto pensante, ni de la realidad propia y específica de los otros sujetos personales, ni del mundo exterior (res extensa) a la mente que cogita. «El hombre es alteridad», afirmamos con Lévinas; pero en su plausible intento de desbordar la cárcel solipsista cartesiana14, Lévinas acentúa tanto el primado metafísico del otro, que termina por menguar al sujeto (al yo) hasta el punto de casi hacerlo extinguir. Si Descartes cae en la tentación de prescindir del otro, Lévinas cae en el error contrario al prescindir del yo, cayendo, entonces, no ya en una verdadera alteridad, sino en una especie de alterismo. Por eso afirmamos: ni solipsismo ni alterismo, sino subjetividad y alteridad, afirmadas ambas simultáneamente en el círculo ontológico interpersonal.

VII. EL HOMBRE COMO PERSONA.

Estimamos que se dan varios momentos en la autopercepción del hombre como persona, entre los cuales los cruciales son:

a) Momento de interioridad. El hombre se autopercibe no sólo como un individuo del género humano, sino como siendo en sí mismo un sujeto con derechos y deberes, como yoidad con /autonomía moral, con libertad, con racionalidad, etc.; se trata de la incomunicabilidad de la que hablaron los escolásticos —aunque sea un concepto poco afortunado—. Es la relación que se establece entre una persona consigo misma.

b) Momento exterior de alteridad. El hombre, como persona, se autopercibe como saliendo de su interioridad hacia el mundo del otro personal; es la relación hacia otras personas. De ellas puede recibir también la interpelación y la relación, pues son subjectos y yos, que se autoposeen y pueden comunicarse.

c) Momento exterior de cosidad. la persona también está referida hacia las cosas externas, objetuales; la persona histórica es esencialmente un ser en el mundo. Pero con las cosas, la persona propiamente no se relaciona, no existe estricta /relación, pues no puede recibir de ellas respuesta, al no ser sujetos, sino únicamente objectos que están sólo vertidos hacia fuera, desposeídos de sí; los objetos no poseen autopercepción, sino que sólo son percibidos por un sujeto personal. Por eso, hacia las personas hay relación y hacia las cosas referencia.

d) Momento de trascendencia. La persona se percibe a sí misma como no poseyendo en sí la causa de su existir último, sino que debe su existencia, lo mismo que todos los seres, a un ser primero que sea, en cierta lógica, causa per se —que no causa sui—; es la aseidad de la que hablaron los medievales. En este sentido, la /religión como religación (Zubiri), lejos de ser una proyección de los propios deseos hipostasiados (Feuerbach), una alienación o suspiro opiáceo de la criatura oprimida (Marx), o una neurosis de la humanidad (Freud), es la concreción del ansia de trascendencia que todo hombre descubre en sí. En cualquier caso, en toda relación trascendental inmanente (la propia de las personas humanas), está incoada la relación trascendental absolutamente trascendente, la que vincula a cada cual con el misterio de su origen. La persona es, finalmente, tensión entre lo que se es (lo recibido en su origen), lo que se puede ser (el proyecto vital atendiendo a las aptitudes), lo que se debe ser (mediante las opciones que nos adhieren a los otros) y lo que se quiere llegar a ser (dando cuenta de nuestras potencialidades) y lo que se espera llegar a ser (y en ello precisamos tanto de los otros personales como del Otro Absoluto).

Aunque estos cuatro momentos no son parcelas aisladas de la /personalidad, sino que convergen en la unicidad de la persona.

NOTAS: 1 BOETIUS, De duabus nannis et una persona Christi, c. 3; PL 64, 1344. – 2 SAN AGUSTÍN, De Trinitate 1, 7; PL 42, 914948. – 3 El hombre y Dios, 323. – 4 Cf M. THEUNISSEN, Skeptische Betrachtungen üher den anthropologischen Personbegriff; en H. ROMBACH (her.), Die Frage nach dem Mensrhen. Aufriss einer philosophischen Antropologíe, MunichFriburgo 1966, 461490. – 5 E. MOUNIER, Manifiesto al servicio del personalismo, en Obras completas 1, Sígueme, Salamanca 1992, 627. – 6 ID, El personalismo, 474. – 7 BoETIUS, p.c., PL 64, 1343 D; sin embargo, también Boecio afirmaba en su obra De Trinitate (c. 6, PL 64, 1254), que todo nombre «referente a las personas indica relación», para evitar caer en el triteísmo, al aplicar a Dios su definición de la persona como substancia. – 8 De Trinitate, IV, 22; PL 196, 945. – 9 S. Th., I, q. 26 a. 3. – 10 S. Tb., J, q. 29, a. 2. – 11 E. MOUNIER, Manifiesto al servicio del personalismo, en Obras completas 1, Sígueme, Salamanca 1992, 625. – 12 M. SCHELER, Die Stelhmg des Menschen im Kosmos, Francke, Berna 1975, 13. – 13 Metafísica, VII, 3, 1028 b 36. – 14 Intención también pretendida por Husserl sin conseguirlo cabalmente, pues al final la egología husserliana no puede afirmar la estricta alteridad del otro, ya que la intencionalidad del sujeto cognoscente termina siendo la conferidora de sentido del otro: para Husserl sólo tiene sentido hablar de la realidad existencial del otro, en tanto que tiene lugar en y para mí, pero no ante mí, que es, en verdad, donde tiene lugar la relación con el otro en tanto que tal.

BIBL.: DÍAZ C., Para ser persona, Instituto Emmanuel Mounier, Las Palmas 1993; DíAz C.MACEIRAS M., Introducción al personalismo actual, Credos, Madrid 1975; HUSSERL E., Meditaciones cartesianas, FCE, México 1985; LAÍN ENTRALGO P., Alma, cuerpo, persona, Círculo de Lectores, Barcelona 1995; MARÍAS J., Antropología metafísica, Revista de Occidente, Madrid 1973; MARITAIN J., Para una filosofía de la persona humana, Club de Lectores, Buenos Aires 1973; MILANO A., Persona in teologia. Alle origini del significato di persona nel cristiane.sinuo antico, Dehoniane, Nápoles 1984; MORENO VILLA M., El Hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; ID, Sobre la categoría de «Relación» en la reflexión sobre la persona, Scripta Fulgentina I I (Murcia 1996) 6176; MOUNIER E., El personalismo, en Obras completas 111, Sígueme, Salamanca 1990; NÉDONCELLE M., La reciprocidad de las conciencias. Ensayo sobre la naturaleza de la persona, Caparrós, Madrid 1996; ZUBIRI X., Sobre el hombre, AlianzaSociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1986; ID, El hombre v Dios, AlianzaSociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1988'.

M. Moreno Villa