MIRADA Y TACTO
DicPC


I. PLANTEAMIENTO DEL TEMA.

Tradicionalmente, la filosofía situó el análisis de la sensibilidad en la gnoseología, viendo en los sentidos una modalidad del conocimiento; la aisthesis se redujo a enpeiría. De hecho, la dimensión no cognitiva de lo sensible sólo pudo sobrevivir, marginalmente, en la filosofía práctica —valoración ética del placer— o en la teoría del arte —goce estético—. A esa decisión implícita, en la que puede reconocerse el intelectualismo dominante del pensamiento clásico, se añadió otra que todavía redujo más la imagen que el filósofo se formó de lo sensible: pese a abordar, en principio, los sentidos en la diversidad de sus modalidades, de hecho se privilegiaron dos de ellas: la visión y, en menor medida, el tacto. Hasta el punto de poder detectarse un compromiso ontológico en la analítica de la sensibilidad: el objeto fue, durante siglos, el objeto visto/tocado; mirada y tacto disfrutaron de una posición hegemónica como formas primordiales de la objetividad –lo cual permite explicar, entre otras muchas cosas, el sustrato «óptico» dominante en la metafísica occidental, que es, desde el Sol platónico hasta la Lichtung del Heidegger tardío, una «metafísica de la luz»—. Respecto a ese acuerdo tácito, las disputas internas de la teoría del conocimiento no trascienden el status de conflictos domésticos. Ya se haga derivar toda forma de conocimiento de la experiencia sensible, ya se cuestione esta como conocimiento «oscuro y confuso», sensualismo y racionalismo presuponen un terreno común; ambos comparten idéntico principio: los sentidos pertenecen al ámbito cognoscitivo, cuyas dos formas fundamentales son la representación visual y la táctil.

La reflexión contemporánea ha contribuido decisivamente a explicitar los supuestos en que se asentó una tradición multisecular; lo que para ella permaneció in-cuestionado emerge ahora a una nueva luz, que permite cuestionarlo. También en la región de la sensibilidad se ha abierto camino el imperativo de pensar lo «no-pensado» de la filosofía clásica. Especial mención merecen los logros de la es-cuela fenomenológica y el análisis lingüístico. La /fenomenología, especialmente la poshusserliana, ha despejado el terreno para describir dimensiones de lo sensible (afectivas, volitivas, práxicas, etc.) que, no ateniéndose al marco de la representación, no pueden ser reducidas al es-quema dual sujeto-objeto. Por su par-te, el «giro lingüístico» evidencia que la mera sensorialidad no basta para la constitución del objeto; al trabajo de los sentidos ha de añadirse la labor mediadora del lenguaje.

En ese contexto debemos situar la teoría levinasiana de la sensibilidad. Aunque escasamente sistematizada, se trata de una contribución de primer orden, en la que se dan cita tanto la crítica de la gnoseología tradicional como el gesto de ruptura con toda la historia de la filosofía, también la contemporánea, por su sostenida fidelidad a la /ontología (a cuyo dominio se opone la primacía de la ética, nueva philosophia proté). Se entenderá, pues, la complejidad del planteamiento levinasiano. En él distinguimos tres grandes decisiones teóricas, cuya matriz común es la crítica de la conciencia representativa. En primer lugar, la descripción de una sensibilidad más acá de la representación: el gozo. En segundo término, la constatación de la insuficiencia de los sentidos para configurar el objeto: necesidad de la función objetivante del lenguaje. Por último, la inauguración de un espacio inédito de la sensibilidad que, más allá de la ontología y su sometimiento a la pareja sujeto-objeto, nos conduce a la intersubjetividad ética.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Comencemos por la crítica de la conciencia representativa. Ego cogito cogitatum: la intencionalidad fenomenológica —en presunta ruptura con una tradición que, partiendo de la inmanencia del cogito, apenas logra justificar el contacto entre este y el mundo— propone como fenómeno originario la co-presencia del acto consciente y su correlato objetual. Desde el binomio nóesis-nóema, conciencia y objeto, cogito y cogitatum aparecen como dos esferas del ser en pie de igualdad: si el objeto sólo es tal para un sujeto, la subjetividad comporta una remisión intrínseca al objeto representado. Así ocurre en el terreno de la sensibilidad, articulada en torno al nexo representativo entre sujeto y objeto, entre el sentiente y lo sentido. Sin embargo, esa aparente neutralidad del concepto de «intencionalidad» no es sino máscara de la subordinación efectiva del polo noemático a la inmanencia noética, sin que la exterioridad de aquel pueda romper el cierre o clausura de esta. Además, Husserl, prolongando con ello el proyecto hegemónico del racionalismo occidental, hipostasia en su eidética de la conciencia lo que sólo es válido para la conciencia teorética y, consiguientemente, aplica a toda vivencia (afectiva, volitiva, práxica, etc.) un esquema privativo del cogito teorético. Más aún, la descripción fenomenológica se limita a reiterar el principio incuestionado de la metafísica de la presencia: la representación es cómplice de la presencia (el existir del objeto remite a su aprehensión subjetiva) y del presente (éxtasis temporal dominante, al que, a través de retenciones y protenciones, cabe reducir pasado y futuro). Una decisión única es simultáneamente responsable de la negación de la genuina diacronía del tiempo (irreductibilidad de pasado y porvenir al presente: pasado inmemorial y futuro in-anticipable) y de la supresión de la / alteridad o exterioridad del no-yo, al que sólo resta sobrevivir en la fantasmática existencia del «polo noemático». Lévinas lo pone de manifiesto en su tratamiento de la mirada y el tacto. Siguiendo la sugerencia platónica, propone sustituir el esquema binario habitual (ojo y cosa) por una estructura ternaria, añadiendo un tercer factor —la luz—, que actúa de elemento mediador entre el vidente y lo visto. Esa luminosidad indispensable a la visión produce un intervalo o distancia entre el ojo y la cosa; recorriéndolo, la visión enlaza ambos términos. Distancia a la que remite el «distanciamiento» que secularmente se presentó como nota definitoria de la actitud teorética. Lo esencial es que el acto de la visión, recorriendo esa distancia, termina por anularla e incorpora el allí de lo mirado al aquí de la mirada. A la vez que introduce la separación, la luz permite anularla; el vacío llenado da cumplimiento a la plenitud de la representación. Otro tanto ocurre con el tacto: la distancia que mantiene al objeto alejado de la mano es atravesada por esta hasta el contacto; tocado, el objeto se entrega al dominio y la posesión. El yo sólo se aventura en el exterior para consolidar la fortaleza interior del cogito; mirada y tacto aseguran la apoteosis del Mismo. Ese inmanentismo de la representación óptico-táctil permite confirmar la infraestructura sensible del léxico inteligible, que se nutre de lexemas visuales (iluminación; lucidez; esclarecimiento; evidencia;...) o táctiles (percepción; concepto; comprensión; captación;...). Literalidad del significante, que desafía una lectura retórica; lo que sugiere trasciende el recurso, de suyo prescindible, a la expresión metafórica.

Si la representación intelectual remite al paradigma sensible, la explicación de la sensibilidad no puede limitarse ya al concepto de representación. La teoría levinasiana de la sensibilidad no acepta confinar la sensibilidad en el reino de la teoría. Alcanzamos así la primera de las decisiones teóricas anunciadas: más acá de su descripción como representación, la vida sensible conduce a un dominio más originario. Como el análisis de la mirada y el tacto ha evidenciado, lo esencial ya no es la dualidad sujeto-objeto, pues este se disuelve en aquel. Antes que representación, la sensibilidad es gozo. La relación primitiva del sujeto con el mundo no es la del observador desinteresado con el espectáculo, sino la del sujeto necesitado con los contenidos mundanos cuya apropiación permitirá satisfacer el estado de necesidad.

Lévinas, escarbando en el subsuelo pre-representativo de la sensibilidad, propone recrear la dualidad intencional en términos de vivir de.../ alimento. Duplicidad sin dualidad, por cuanto el nóema se disuelve, como sustancia nutritiva, en el metabolismo vital. Nuevamente se nos invita a atenernos a la literalidad de la expresión: «Comer con los ojos». Mirada y tacto abandonan el escenario de la teoría para incorporarse a una aventura cinegética: ojo del depredador que acecha su víctima; tacto de la garra que, apresándola, la ofrece a la voracidad animal. Previamente a devenir objeto, el contenido mundano es «alimento terrestre»; antes de ser conciencia representativa, la subjetividad emerge como deseo satisfecho. Pues se trata de un /hedonismo trascendental: el gozo es proto-acto en el que el sujeto se identifica, la subjetivación primordial. El precio de la satisfacción es doble; el ego adviene a la existencia en la soledad del instante gozoso: negación de la alteridad y ausencia del tiempo reaparecen como señas de identidad del Mismo. Mirada de la Medusa o tacto del rey Midas: el instante del gozo solitario excluye la alteridad; el Mismo ejerce su dominio silenciando toda exterioridad. No hay transición que, de modo continuo y gradual, conduzca del alimento gozado al objeto representado, aunque sin duda la región de la teoría enraíza en el gozo pre-representativo. Segunda de las decisiones teóricas: la constitución de la objetividad obliga a trascender el marco de la vida sensible, introduciendo en la síntesis constituyente la imprescindible función objetivadora del lenguaje. La identificación del objeto tiene en la palabra su condición trascendental; postura levinasiana que sale al encuentro de los resultados del «giro lingüístico», al que no han sido ajenas la fenomenología poshusserliana ni la hermenéutica. Sólo en virtud del elemento ideal aportado por el lenguaje puede configurarse la identidad objetual; de hecho, el objeto resulta de un compromiso entre la concreción sensible y la abstracción lingüístico-conceptual, entre el hic et nunc y el eidos, entre gozo y discurso. Incorporado al ámbito inteligible de la palabra, el alimento gozado da paso al objeto representado, donde se dan cita la singularidad de lo sentido y la universalidad del término que lo nombra. Tal es la relevancia del lenguaje, que Lévinas recrea la diferencia ontológica en función de la dualidad verbo/ nombre, estructura lingüística fundamental: mientras el ser se vincula a la categoría verbal, el ente es solidario del sustantivo. Las distinciones básicas de la ontología tienen en el ya dicho del lenguaje su a priori fundacional. Ciertamente, ese trabajo lingüístico reitera, a otro nivel, el gesto constitutivo de la apropiación gozosa: en cuanto dicho, lo singular es asimilado por la universalidad del discurso, con la consiguiente pérdida de su alteridad en beneficio del monólogo del Mismo. Sin embargo, la apropiación egológica exige aquí la presencia de un elemento ajeno a la vida sensible y que sólo el lenguaje puede aportar.

III. CONCLUSIÓN.

La aparición del lenguaje presupone –a la vez que lo encubre– el reconocimiento de una dimensión inédita, que aporta la ruptura decisiva con el privilegio de la representación y su complicidad con la ontología. Bastaría indicar que el fenómeno del lenguaje obliga a suponer una pluralidad de interlocutores; bastaría, pues, con mentar la esencia dialógica del logos. Sin embargo, manteniéndonos fieles a la secuencia de nuestro discurso, introduciremos ese factor mediante un paso más en la analítica de la objetividad. En tanto supone el tránsito de la cosa solitariamente poseída a un mundo objetivo, la representación requiere el abandono de la esfera egológica y la apertura al existir pluralista de la intersubjetividad. Sólo la superación del egoísmo permite el reconocimiento del Otro; por su parte, este implica la generosidad que comparte lo poseído con el prójimo y que hace posible que lo mío (objeto gozado; propiedad exclusiva) devenga nuestro, mundo compartido. Tan esencial como la aportación de la idealidad lingüística es el elemento ético de la generosidad; sin cualquiera de ambos, el orden mundano se desmoronaría. Asoma así la tercera y última de las decisiones teóricas mencionadas. Con ella se produce el abandono definitivo del paisaje ontológico en que se asientan veinticinco siglos de especulación occidental («de Jonia a Jena», como decía Rosenzweig, maestro de Lévinas); en otras palabras, la voluntad nómada que opone al sedentarismo del pensamiento del ser el gesto del exilio, a la hegemonía del Mismo la primacía de la alteridad, a la identificación de filosofía y ontología la promoción de la ética al rango de philosophia proté. Contra Heidegger, Lévinas impugna la subordinación del ente al ser y aboga por la del Mismo al Otro, del yo egoísta al rostro del prójimo. Situación que significa la apertura de la vida ética. También esta se deja concebir desde la vida sensible, ordine ethico demonstrata: si la sensibilidad del gozo adquiere concreción en la apoteosis del presente y la soledad, la «sensibilidad» ética descubre un horizonte donde lo esencial es la diacronía del tiempo (pasado inmemorial, pre-originario; futuro no anticipable: sucesión sin principio, anarquía del tiempo) y el pluralismo de la intersubjetividad. Sensibilidad del yo ético, definido por el dolor de una conciencia que se sabe culpable y responsable ante el otro; sensibilidad del pathos; pasividad que, más allá de la «receptividad» a la que apela la teoría del conocimiento, sólo cabe nombrar hiperbólicamente como «pasividad más pasiva que toda pasividad». Sensibilidad que ya nada debe a la mirada dominadora del yo soberano (a la que opone —en consonancia con el mensaje bíblico— la escucha pasiva y obediente de la Voz, la audición de la Ley), pero que, no obstante, asoma ya en una de las modalidades del tacto: la fenomenología de la caricia describe la búsqueda de lo que se sustrae a la condición de ente u objeto, búsqueda de lo inencontrable, relación con la trascendencia del futuro; el erotismo de la caricia apunta, más allá del contacto epidérmico, a la trascendencia de la amada y al misterio del hijo que vendrá. Sensibilidad ética irreductible al mundo de la representación.

La reflexión levinasiana sobre la sensibilidad, culminando en una ética de lo sensible (ética como «patética»), invita a transitar otras «sendas perdidas». También en la inmediatez de nuestro presente, dominado por la mirada a la vez abúlica y salvaje de una conciencia mediática. Al imperio de la imagen quizá convenga oponer un oído atento a la alteridad, una escucha paciente de la voz del /Otro.

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J. A. Sucasas Peón