HUELLA
DicPC
 

I. INTRODUCCIÓN.

Huella es un término de raigambre bíblica, más exactamente, religiosa: a Dios no se le puede ver el rostro sin morir después (Ex 33,20; Is 6,5; Jue 13,22); a lo sumo, podemos ver su espalda (Ex 33,23), es decir, únicamente que ya pasó. Su beligerancia contra el paganismo y la idolatría resulta obvia: ninguna imagen puede re-presentar a Dios, no hay lugar ni presencia que se le adecuen, pues todo lo desborda.

Esto tiene sus repercusiones filosóficas: la huella pone en entredicho el primado que la /ontología, al absorber a la trascendencia en el logos de la gesta del ser, reclama para sí. Este combate contra la ontología resulta indiscernible del emprendido contra el paganismo y la idolatría a él ligada. Más que adoración de los dioses del pago, el paganismo sería el endiosamiento del lugar mismo; la idolatría expresaría la fascinación que pro-duce la variopinta multiplicidad de perspectivas que el propio lugar ofrece, cuya divinidad transparece en la forma de dioses que las mismas adoptan. Ontología y paganismo comparten la esencial primacía que conceden a la estancia, al ser, al asentamiento. El lugar es el dios, y a su luz brillan, divinas, las fuerzas que, atravesándolo todo, hacen que todo gravite en busca del afianzamiento o re-poso que toda identidad consigo implica: al lugar le debemos nuestro ser. Quizás esta sea, brevemente expresada, la verdad de la ontología, verdad que E. Lévinas ha pretendido colocar en un segundo puesto. A la luz del negro sol de Auschwitz, le ha contestado su privilegio al Asentamiento, al /Ser, a la Presencia, a la Luz, y, correlativamente, a la /Conciencia entendida como Diafanidad: ¿Es la referencia al Ser lo que le da sentido a lo humano? ¿Es fundamental la ontología?, según titula un ensayo de 1951.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Responder a la pregunta anterior exige ahondar en el suelo de Occidente para descubrir, junto a sus raíces griegas, sus fermentos judíos; y ello en un discurso que reivindica para sí un estatuto formalmente filosófico. Requiere mostrar la constitutiva excentricidad del / yo, sin desembocar por ello en su disolución y en el nihilismo: sin diluirlo en sus genealogías, ni enclaustrarlo en estructuras, ni desvanecerlo en el juego especular del mundo en el que el Ser da cuenta de sí y celebra su luminosa posesión o comprensión. Sin insertarlo, pues, en un contexto. A este viene a discutirle la primacía lo que Lévinas llama /rostro, cuyo rasgo es precisamente el de perforar la máscara que moldea al personaje en su contexto o, con otras palabras, el ir más allá de cualquier presencia en la que pueda posarse una mirada.

No hay lugar capaz de fundar la /dignidad del rostro (del /Otro) ni luz que lo vuelva visible. No se deja apresar siquiera por la disyuntiva entre ser y no-ser; le da la espalda a la luz como Yavé a Moisés: su reino no es del mundo. Viene de más allá. Es huella: en él silba el presuroso pasar de lo que no ha tomado asiento ni fue jamás presente. El ser del otro hombre delata un exceso irrememorable, incontenible en ninguna presencia. No se trata de que en él vengan a confluir múltiples herencias (genéticas, históricas, sociales). Todas ellas forman parte, en efecto, del bagaje de cada cual, y, como tal, pueden llegar a ser conocidas. La noción de huella no se refiere a nada semejante, precisamente porque apunta hacia lo que no puede ser presente; y no lo puede, no por deficiencia de nuestro conocimiento, sino porque aquello a lo que el rostro remite, aquello cuya huella es, no cabe en presencia alguna ni es, por tanto, susceptible de conocimiento. Lo peculiar de la huella no es referir, como el signo al significado, sino diferir, esto es, aplazar sin fin la presencia: la huella está poblada de olvidos, no de evocaciones; pero de olvidos que la memoria no logra representar ni siquiera en su calidad de olvidos; son olvidos que alejan el pasado. La huella acusa el retiro, lo irreversible e inmemorial. La desolación que la huella abre, merced a su /diferencia, nos visita en la desnudez del rostro, es decir, en la relación cara a cara en la que el /prójimo, libre de las mediaciones que componen el orden y sin ninguna referencia que lo avale, no ofrece más credencial que su otredad, su inaprensibilidad absoluta, su extranjería. Es la suya la in-condición del apátrida, la de quien, en vez de atenerse a los repartos espaciales, apela a las iniciativas del movimiento y del tiempo humanos. Por la huella, el espacio y el mundo pasan a tener tiempo —o, más bien, a ser tenidos por él—; ella es la que arroja al ser al torrente anárquico de la diacronía, que lo desfonda; invierte su marcha, a lo largo de la cual, el ser, ovillándose, realiza su gesta: adueñarse de sí rememorando su origen o gestación: naciéndose (afianzándose como nación). La subversión del orden define pues a la huella. No es fácil entender la paradoja que encierra este término, pues la ruptura que supone de la presencia no debe entenderse como deslinde: el ser y la presencia de un lado, y la huella y el pasado del otro. No hay yuxtaposición, sino intromisión. La huella es la espina clavada en el corazón del orden por un pasado que jamás gozó de presencia; en este sentido, es el paso mismo hacia un pasado más lejano que todo pasado y que todo porvenir: diacronía, inquietud, desvelo y vigilancia —estallido ético de la ontología—. Y el rostro, «huella de sí mismo, huella en la huella de un abandono sin que jamás se aclare el equívoco, obsesionando al sujeto sin mantenerse en correlación con él, sin igualárseme en una conciencia, ordenándome antes de aparecer conforme al glorioso acrecentamiento de la obligación»1, el rostro es, por excelencia —por exceso—, el entrometido. No, el rostro no es: irrumpe con presura, sin ser visto: habla. Expresa el Decir primero: «No matarás», no me poseerás en un ser moldeado a tu medida. ¿Cómo puedo entonces conocer la huella, si el ámbito de la conciencia es la evidencia? ¿Cabe alguna visión de lo que siempre precede a cualquier presencia? ¿Cabe en alguna experiencia lo trascendente? La huella reclama un tipo de subjetividad acorde con el exceso cuyo tránsito es.

La intencionalidad, que, según Husserl, define a la conciencia, se atiene demasiado a la luz, a la evidencia y a la presencia como para poder caracterizarla. La trascendencia de la huella ha de hacerse sentir en el propio sujeto: su subjetividad ha de estar marcada por ese exceso. En este orden (o desorden) de cosas, la sensibilidad capaz de estar a la altura (o incapaz de estarlo por la desmesura) de la otredad que, difiriéndose, se anuncia en el rostro es vulnerabilidad. La irreductibilidad de lo Infinito, cuyo haber-pasado inmemorial ha marcado al rostro con una brecha que impide que se cierre en una presencia cumplida y apropiable, se corresponde con un yo que siente en sí una herida por la que se va, como en una hemorragia imparable. Lo inaprensible del sujeto no es, pues, la materia, entendida como potencia de una forma o como resistencia opuesta al esfuerzo que requiere, sino la vulnerabilidad en la que la adherencia a sí, definidora del yo, se hace sentir como la imposibilidad de dormir y descargarse, sueño mediante, de uno mismo y conciliarse, así, con el suelo. Lo peculiar del sujeto es un «más acá del grado cero de la inercia y de la nada», un «más acá de la materia primera» y del asentamiento en un lugar (humildad más honda que el suelo [humus]), un más acá que le acusa antes de cualquier falta y le hace sentir el ser como una carga: ¡Ser o no ser! ¡Ojalá dormir! Obsesionado: incapaz de dormirse o dormitar. Perseguido como responsable, reclamado para sustituir al prójimo en su dolor.

El sujeto, fuente de iniciativas e intenciones, se ha visto volteado como un guante, y expuesto como blanco de una llamada cuyo origen se le escapa: es el rehén que, como responsable de todo, soporta el peso del universo entero. La intencionalidad ha estallado y se ha vuelto responsabilidad inabarcable. A un sujeto tal, en permanente fisión, identidad que se devora, y extenuado por tener que soportarse soportando todo el ser, no le es dado gozarse reposadamente en la posesión de lo Deseable. La huella, vislumbre y brecha de lo Infinito, lo baña todo en la estela que deja a su paso: ni el sujeto se posee o coincide consigo, ni le da a la flecha alcance. Según se acerca al Bien, mayor es el Deseo: este no posee acceso directo. El Sí-mismo, déficit... en el ser, pozo sin fondo cuyo débito desborda el haber; es «expiación... anterior a la iniciativa de la voluntad, anterior al origen,... carga sobre sí de la gravedad del otro... El Sí-mismo es, en este sentido, bondad». Obsérvese el mapa conceptual dentro del que hay que insertar la noción de Bien para entenderlo como Lévinas: vulnerabilidad, obsesión, persecución, expiación. A un sujeto así, deficitario en sí mismo y volteado en de-otro-modo-que-ser, no le cabe esperar satisfacción alguna. «El Sí-mismo es bondad» significa que «está bajo la exigencia de un abandono de todo tener; de todo lo suyo y de todo para sí»2: lo «Infinito-puesto-en-mí» o mi ser, más allá de mí, para otro. El /Bien es, pues, inapropiable y, por ende, insatisfactorio, algo lejano (un «El en el fondo del Tú») y neutro («trascendente... hasta su posible confusión con el caos del hay»); algo pues que, en lugar de colmarme de bienes, «me compele a la bondad». Lo Deseable se mantiene a distancia, obligándome a un rodeo: «Me ordena a lo que es lo no-deseable, a lo indeseable por excelencia, al otro. La remisión al otro es un despertar... a la proximidad, que es responsabilidad para con el prójimo, hasta su substitución»3. El Bien no es apropiable; difiere, se difunde. Desviación hacia el Otro que purifica a la relación con el Absoluto de la violencia de lo sagrado. No cabe, por lo visto, recluir al paganismo entre los asuntos exclusivamente religiosos. Quizá no exista ontología sin religión, y la pregunta de la trascendencia, sombra obstinada, sin cesar acose a la ontología, igual que el escepticismo obsesiona a la Razón. Quizá del lugar dependa el ser humano, pero, ¿es en el lugar donde arraiga su dignidad?

NOTAS: 1 E. LÉVINAS, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, 157-158. — 2 ID, 176, n. 12 y 177; 183; 185; 123; 177 y 188 respectivamente. — 3 E. LÉVINAS, De Dios que viene a la Idea, 117, 123, 124 y 122 respectivamente.

BIBL.: BLANCHOT M., L'entretien infini, Gallimard, París 1969; LÉVINAS E., En découvrant l'existence avec Husserl et Heidegger, Vrin, París 1967; ID, Totalidad e Infinito, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De l'existence á l'existant, Vrin, París 1986; ID, De otro modo que ser; o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; ID, Ética e infinito, Visor, Madrid 1991; ID, Humanismo del Otro Hombre, Caparrós, Madrid 1993; ID, De Dios que viene a la Idea, Caparrós, Madrid 1995; MALKA S., Lire Lévinas, Cerf, París 1984; MARION J. L., L'idole et la distante. Cinq études, Grasset, París 1977; VÁZQUEZ MORO U., El discurso sobre Dios en la obra de E. Lévinas, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1982.

J. Mª. Ayuso Díez