HISTORIA
DicPC


I. INTRODUCCIÓN.

Cuando pensamos en la realidad que nos rodea, lo hacemos desde algo que puede concebirse: el /hombre, como alguien en quien se realizan los contenidos de aquello que ha sido pensado. Este proceder humano es actualizado continuamente por los sujetos que habitan ese territorio discursivo. El sujeto queda así convertido en lo esencial y en lo irremplazable de sí mismo, y en lo intrínseco de ese todo que desea aprehender. La historia es también, una vez sucedida, irremplazable, a no ser que se relate desde otro discurso no histórico, lo que entrañaría el concebirla como texto paradójico y no como un acontecer envolvente. La complejidad y la modificación con las que hemos ido pensando todas las variantes de nuestra /cultura, la inevitable disolución de unos hechos que sirven de condición a la resolución de otros y la cautela por nombrar todo aquello que puede ser causa de homologación histórica, han ido fabricando una categoría, al menos incierta, acerca del sentido del propio pensar la historia, que debería ser enjuiciado dentro del marco de otros sucesos, con los que acabaría trenzando un paradigma de esa totalidad con sentido, que estaría ya expresada, implícitamente, en el origen de dicha reflexión sobre la narración.

El acercamiento a esta continua transfiguración en los vértices de cada época, es objeto incesante de diferentes lecturas, que intentan definir lo característico de cada uno de esos pliegues en los que se consolida el edificio histórico, cuyo destino ya no es el salto malabarista en el tiempo, sino la utilización, sobre la red protectora de la misma historia, de todos aquellos sucesos que surgen bajo la mirada atenta de la normativa universal. El cuestionarse acerca de la recuperabilidad de lo pensado, debe de hacerse también dentro de un momento necesario del fluir histórico. No podemos sistemáticamente objetivar cada uno de los acontecimientos que tienen lugar dentro del escenario de los hechos, y pretender al mismo tiempo modificarlos una vez que estos han sucedido. Reconstruir la /vida es fijarla a cada uno de los modelos en los que ya ha sido pensada y, desde allí, y sin poder evitar la diferencia entre la acción y su reflexión, intentar la construcción de un nuevo paisaje, evitando toda confusión con parte de aquel otro acontecer con el que tan sólo le une ya el haber sido testigo presencial de un tiempo cuya linealidad queda rota para poder provocar la representación de una nueva universalidad portadora de sentido.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Toda reconciliación es, al menos desde un punto de vista práctico, conflictiva. La contemplación del mundo como relato y la práctica del discurso bajo el foco de los hechos son dos sentidos que otorgan una radical ambivalencia al concepto de historia y hegemonizan un orden cuestionado en multitud de procesos. El /sujeto es el anfitrión y la historia es el lugar de la celebración, el refugio de los sucesos. Pero la idea de historia como contabilidad de aconteceres no nos obliga a los mismos conocimientos, ni siquiera a las mismas percepciones en los detalles que la configuran. Repensar esos fragmentos buscando la esencia humana en el tiempo, sabiendo que este fluye desde el pasado hasta el futuro, es un constitutivo eminentemente humano. El tiempo, es decir, devenir y perecer, pertenece al hombre, pero este no es independiente de los sucesos que lo habitan; más bien al contrario: el hombre se comporta como traductor de lo inverosímil en la medida en que el avance de su curiosidad le permita. La historia avanza según el grado de evolución de esa curiosidad. La historia, como lugar de encuentro entre el hombre y sus designios, ha tenido numerosas confrontaciones en la realización de sus compromisos. Desde Platón, Aristóteles, Leibniz, Hegel, Dilthey, el hombre ha tenido distintos comportamientos en el modo de enfrentarse a los hechos. El orden de esta implicación ha ido enlazándose con las grandes construcciones materiales, que en el tiempo del renacimiento y de la ilustración se contraponen a los constructor teológicos del Medievo. En la perspectiva de desarrollo progresivo, bajo la atenta mirada de una razón, árbitra del proceso, la historia se convierte en relato de su propio juicio, programado para el auge humanista e ilustrado, y al mismo tiempo en reflexión sobre los fundamentos de su misma legalidad. «El sujeto de la historia ya no es un Dios trascendente al mundo, que con su providencia dirige los sucesos y destinos del curso del mundo, sino el hombre mismo. El momento crítico consiste en resaltar que la historia, o la sociedad, con sus instituciones, normas y leyes, ha surgido históricamente, es decir, ha sido hecha por el hombre» (H. M. Baumgartner). La historia sigue su curso y, al mismo ritmo que esta, el hombre transita con su errabundez por los entresijos de su biografía. Porque eso y no más puede constituir al hombre: la historia y la vida cruzadas por el mismo relato, un relato referido a la persona concreta, que es, en definitiva, el lugar donde se realizan todos los encuentros.

Cuando el tiempo empieza a expresar, con su mágica voz, el misterioso peregrinar del hombre desde la caverna hacia la luz, las sombras de su superficie se recortan sobre una realidad oculta, alumbrando ese conjunto de fragmentos, débilmente convertidos en una unidad llamada /mundo. Como muestras de esas porciones de tiempo, que en su conversión a hechos dan sentido a la historia, cabría destacar la de Hegel, según la cual la historia posee una total racionalidad; la de Marx, que derivándose de una idea más crítica de racionalidad, propugna una infraestructura económica; el pensamiento cristiano somete a examen riguroso la noción de historia, desacoplándola de un uso meramente racional y ajustándola a postulados más teológicos. En cualquiera de esos sentidos, la historia se complejiza hasta volverse /misterio y opacidad. Su inmediatez es tan efímera que nos convierte en prisioneros de lo caduco, en rescatadores de momentos. El mundo se convierte así en el pórtico de entrada desde el que accedemos a nuestros recuerdos, a nuestras vivencias temporales. Aunque conscientes de la sumisión a unos hechos, estos parecen alejarse cada vez más, al mismo ritmo que avanzamos en nuestro viaje. La conciencia histórica podría así quedar atrapada entre los márgenes de un horizonte aparente y otro más recóndito, donde el inquilino de dicho espacio adquiera noción de la situación en la que se halla, y se encuentre, cara a cara, con el problema de la transparencia, es decir, como una mera cuestión de iluminación: la luz superficial, indirecta que viene a iluminar el ámbito humano, dando la apariencia de ser la luz solar, ¿es realmente la que nos permite ver con claridad el paso de unos sucesos a otros? ¿Es esa luz la que nos enseña cómo debemos mirar la historia, con temor o con confianza?

La mirada del hombre puede abarcar, hasta ciertos límites, ese lejano horizonte y convertirlo en una proeza, en la medida en que, a través de un sentido relativista del tiempo, este muestra ser la luz que consigue hacernos visionar todas las secuencias en las que nos vamos encontrando las imágenes que forman nuestro entorno natural. Esa observación, que no deja de ser una observación humana, secciona, a la vez, el espacio y el tiempo, intentando mostrar las posibilidades propias e inherentes al sujeto histórico, sujeto capaz no sólo de hacer su historia, sino de ser él mismo historia. Porque la creación de esas coordenadas espacio-temporales coinciden con la apertura de un extenso mirador cultural, donde el individuo se asoma para ver más de cerca el producto de su creación; esto es, para contemplar su existencia humana, impregnada de todos los compromisos (sociales, políticos, económicos, científicos) en los que se ve envuelto el hombre, como forjador de culturas y, a la vez, como atalaya desde donde sólo sería posible hablar de unidad entre el fluir histórico como concatenación de una serie de hechos, y la humanización de tales hechos, si ese sentido de la historia (la creación de un mundo más humano) no estuviera supeditado a la realización de esa dimensión trascendente, es decir, personal e interpersonal.

Pero la historia no es tan sólo la armonía establecida entre la especificidad de un sujeto único y la universalidad de unos hechos que lo envuelven. El relato es una relación de sobresaltos, de regresiones hacia algún lugar específico, detenido en el campo visual de nuestra memoria, y que sirve también de testimonio a todas las indecisiones y fracasos en los que el hombre, para dominar los hechos concretos y para realizar en toda su extensión el postulado de su existencia, trabaja y busca denodadamente los motivos que le impulsan, desde su libertad, a la consecución de esa importante tarea. Porque la historia es tarea: tarea humana. Condición para el sostenimiento del mundo: escritura, sabiduría, emoción, dolor, ilustración, progreso, lucha. Sentimientos todos ellos agolpados en el sujeto concreto, en los millones de sujetos que concretan la geografía histórica. En la inmensa posibilidad de presentes inmediatos que urbanizan el espacio real en el que vivimos y que nos dibujan continuamente el perfil de nuestras experiencias. El tiempo como recuperación de todas las épocas y, también, como el lugar donde se diluyen todas ellas. El tiempo como reconocimiento de un /infinito donde van a naufragar todos los hechos: /Totalidad o Devenir. Su presencia, la de la historia, escribe en el rostro de la naturaleza sólo un nombre: caducidad.

«Como principio regulativo, la historia tiene una significación exclusivamente práctica, es decir, referida a la donación de sentido y a la orientación de la acción en el discurso interpersonal. Por eso la teoría de la historia, con todas sus implicaciones, es en forma especial un tema de la filosofía práctica» (H. M. Baumgartner). Y Edward Can en su libro ¿Qué es la historia?, nos dice: «La historia se convirtió en el progreso hacia la consecución de la perfección terrenal de la condición humana». La concisa pero rotunda claridad de estas palabras, nos coloca ante uno de los interrogantes más propicios para ser planteados: ¿cómo se logra reponer el dominio racional en el proceso histórico? Es decir, ¿cómo se logra el sentido de prosperidad en un intervalo tan transitorio? Pero, ¿qué es el /progreso? Podríamos reconocer un avance allí donde emerge un ideal. También el peregrinar desde las fuentes, atravesando la iniciativa humana, se podría considerar como signo de avance. Viaje iniciático, casi siempre nostálgico, hacia algún punto cuyo centro, recorrido por la duda, se perfila como el presente, es decir, como término. Kant, Hegel y la mayoría de los considerados modernos, vaticinan un tiempo de «complejos y de crisis» (un tiempo de aventuras), afirmando así un «pensamiento en el recuento de las cosas», un paso hacia la intriga en la que se convierten todos los presentes. Pero esta incertidumbre se coloca ante mí como un ideal al cual tiendo, un lugar ignoto, lleno de peligros, hacia el que mi audacia me conduce. La complejidad es aliada del riesgo, y riesgo es lo que entraña todo viaje.

Ese transitar todos los tiempos es algo práctico. La búsqueda es siempre una exploración práctica y el hombre queda convertido en organigrama donde se concentran todos los lugares por los que pasa y a los que hay que adecuar todas las descripciones de lo que descubre y contribuye a su vida. Un inmenso prisma que distribuye los haces de colores en los que se han convertido todas sus miradas. El rigor con el que Kant (más que Hegel) somete el concepto de historia-tiempo, haciéndolos testigos de una tentadora congeniación entre sujeto y objeto, supuso el derrocamiento de un mundo dado, de una meta ya anticipada como respuesta ante el sujeto y dio paso a una arquitectura más personal donde la construcción surge de la manualidad y de la eficacia, aunque el sujeto careciera, incluso, del lugar desde el que mirarse. El progreso es preferentemente cuantitativo, es decir, indica su resultado recontando los hechos en los que se mide su certeza. Ritmos de producción, descubrimientos acelerados, perfeccionamiento en los instrumentos, partidas de bienes-consumo, destinadas a la realización última de todo ideal civilizado. Pero esta preocupación del hombre por recontar todo lo que puede beneficiarle para conseguir situarse mejor en la historia, es también anticipo del pago que este tendrá que hacer al descubrir un abismo de ilimitadas pertenencias. La praxis de la conciencia histórica es siempre una apología del tiempo en el que el hombre va solicitando constantemente su renovación como proyecto, como constructor de un mundo cambiante, donde su aprendizaje le lleva a estar siempre experimentando con nuevos materiales, con radicales formas que hacen presagiar negros nubarrones. Pero sobre todas ellas termina siempre alzándose la luz que su figura proyecta sobre el mar de sombras en el que, a veces, se convierte su mirada. El hombre queda, así, temporalizado, diluido entre los paisajes que construye, programado para hacer progresar el tiempo, destinado a pensar infinitamente el presente. Convertir la evolución en un vagar inquieto y amenazante por donde el hombre, eterno peregrino, observa el horizonte de su término, haciendo un titánico esfuerzo por impedir que le aniquile el peso de su sombra. Adecuarse al espacio que nos toca vivir el presente y adaptarlo a las nuevas situaciones: contabilizar nuestras posibilidades; historizarnos, en suma. Pensando el futuro desde lo preestablecido, recuperando para ello las buenas intenciones de nuestros actos, es no solamente pensar nuestro tiempo, sino también el de las generaciones venideras, tal y como comenzamos a diseñar todos los principios. Sin nuestra presencia, los momentos de los que se sirven nuestros actos, quedarían expuestos a convertirse en meras nubes de polvo, incapaces ya de fabricar nada productivo. El tiempo requiere nuestra intervención diaria. Sin ese recuento, la historia borraría de su /rostro la sonrisa, caduca pero efectiva, que brota de su interior, y se convertiría en una historia deslucida y desencantada. «Nada nos pertenece. El hombre es sólo un eslabón en medio de la sucesión de generaciones innumerables. Cada hombre y cada generación tienen por tarea recibir la herencia de los que les han precedido y transmitirla a los que les suceden. Pero en este relevo se produce una transformación, que es la aportación específica, la huella de cada hombre y de cada generación que actúa en el presente» (J. Melloni).

BIBL.: BAUMGARTNER H. M., Conceptos fundamentales de filosofía, Herder, Barcelona 1978; CARR E. H., ¿Qué es la historia?, Seix Barra], Barcelona 1970; COLLINGWOOD R. G., Idea de la historia, FCE, México 1968; GARDINER P., Naturaleza de la explicación histórica, UNAM, México 1961; HEGEL G. W. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid 19945; KANT 1., Filosofía de la historia, FCE, México 19843; MELLONI J., Los caminos del corazón, Sal Terrae, Santander 1995.

M. García-Aldeguer Garrido