GUERRA
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Un recorrido por las denominaciones con que se han presentado los rasgos más relevantes de la época contemporánea revela que, a pesar de su larga historia, que se inicia en los mismos albores de la civilización, la guerra alcanza su dimensión más globalizadora en el siglo XX, hasta convertirse en el eje aglutinador de los diversos acontecimientos que se suceden a lo largo de esta verdadera era de la violencia: Paz Armada (1904-1914); I Guerra Mundial (1914-1918); Período de Entreguenas (1919-1939); II Guerra Mundial (1939-1945); Guerra Fría (1945-1989); Posguerra Fría (1989-...), son las coyunturas que se difunden en los libros de texto escolares, los medios de comunicación social, los ensayos y monografías históricas, etc.

Esta omnipresencia de la guerra como protagonista de los hechos clave del mundo en que vivimos sirve igualmente para justificar el papel relevante de la misma a lo largo del tiempo. Cuando Heráclito afirmó que «la guerra -pólemos– es el padre de todas las cosas» reflejaba que ya en su momento se consideraba el enfrentamiento armado organizado entre estados como algo inherente a la condición social de los seres humanos, un producto natural de las relaciones entre los hombres. Sin embargo, estas evidencias esconden una especial dificultad para intentar definir qué es una guerra. Ni la afirmación antes citada, que la convierte en partera de la Historia, ni las disquisiciones modernas de Karl von Clausewitz, que objetiva su análisis resaltando la condición del hecho bélico como «continuación de la actividad política (...) por otros medios», son suficientes para clarificar de qué manera la /violencia deriva en conflicto armado, y cuándo este se transforma en guerra explícita.

I. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Existe un estudio científico de la guerra, lo que en lenguaje académico se denomina polemología, donde podemos establecer dos grandes líneas o escuelas: la que se ocupa de los conflictos armados desde la lógica interna de los mismos, intentando realizar una descripción técnica de sus componentes: batallas, ejércitos, armas, estrategias, tácticas, etc.; y, por otra parte, la que aborda el análisis de sus factores políticos, económicos, sociales o ideológicos, planteando las relaciones de los hechos bélicos con la tecnología (/técnica), la propaganda, la religión, la cultura, etc. Ambas tendencias han confluido progresivamente, desde el momento que los factores y resultados de las guerras han ido ampliando su impacto social.

Esta pluralidad de visiones se refleja también a la hora de establecer una tipología de las guerras. Las dificultades para llegar a un acuerdo unánime sobre su definición provocan la aparición de numerosas clasificaciones, cada una con un criterio distinto: geográfico (conflictos locales o regionales), político (guerras civiles-nacionales o interestatales-internacionales), estratégico (guerra de guerrillas, sitios de ciudades, batallas convencionales en campo abierto, terrorismo urbano, etc). Por lo que respecta a las causas de la guerra, dejando al margen el debate sobre el origen genético de la misma, tanto en su versión condenatoria —como enfermedad aberrante—, como en su versión exaltadora —como mecanismo o pulsión vital—, se pueden apuntar una serie de factores o constantes históricas. Los expertos suelen aludir, en primer lugar, al territorio como un componente esencial en el desarrollo de los conflictos bélicos. La expresión del geógrafo francés Y. Lacoste, «la geografía, un arma para la guerra», refleja la multiplicidad de usos estratégicos que la geopolítica del espacio ha tenido a lo largo de la historia. Junto con las fronteras o los enclaves marítimos y terrestres de valor estratégico, parece una obviedad referirse a los intereses económicos como causa número uno de las guerras: acceso a recursos humanos y materiales, control de rutas de interés mercantil, comercio armamentístico, etc. Hoy podemos matizar esta afirmación: no todos los enfrentamientos armados organizados surgen por factores económicos, aunque dichos factores suelen presidir el trasfondo de los combates, y evidentemente pasan a un primer plano a la hora de hablar de las consecuencias de los mismos. Estudios recientes han resaltado el papel de las mentalidades colectivas en el desarrollo de acontecimientos tan brutales como las guerras: la necesidad o inevitabilidad del choque debe conformar la moral de quienes combaten afrontando el riesgo de perder la vida y el trauma de causar la muerte a los semejantes, en especial desde el momento en que los ejércitos mercenarios de los tiempos modernos dejan paso a la tropa de reclutamiento forzoso, viendo como algo necesario, e incluso admirable, lo que es irracional y criminal. Las /ideologías militaristas, las místicas sacralizadoras del ultranacionalismo, la exaltación de las virtudes heroicas y viriles o la demonización del enemigo, son algunos de los vehículos ideológicos utilizados por la propaganda belicista para convertir a la guerra en un valor social positivo. En este sentido, muchas religiones han desempeñado un poderoso papel como vehículos ideológicos generadores de sentido a la hora de acudir a las armas para morir y matar, triunfar o ser derrotados. Otro factor importante en la génesis de las guerras es el poder. Las tensiones entre las elites dominantes; la necesidad de proyectar hacia el exterior los problemas que podrían hacer peligrar el sistema hegemónico, reagrupando las diferencias en torno a una conciencia política común, defensiva u ofensiva; o la descomposición del mismo frente al asalto de su alternativa, presentan diferentes vías por medio de las que los factores políticos se hacen presentes en la historia de la guerra, tan íntimamente relacionada con la construcción de los Estados modernos.

En conexión con estos, aparecen los factores o causas sociales. Entendida como institución social, la guerra reproduce y acrecienta las situaciones previas y paralelas al conflicto que aborda, en el frente y en la retaguardia: el papel de las diversas edades —se suele afirmar con frecuencia que las guerras son concebidas, declaradas y dirigidas por los adultos, incluso por los ancianos, pero son ejecutadas y padecidas por los jóvenes; de ahí su condición de infanticidios diferidos—; las desigualdades sociales, que se manifiestan en el clasismo como modo de organizar la cadena de mandos y el papel subordinado de los soldados, que provienen de medios rurales o urbanos, campesinos y obreros; el papel de la mujer, como recurso propagandístico, territorio a conquistar y fuerza de trabajo sustitutiva de los varones que acuden al frente, etc. Todos estos factores funcionan de forma interrelacionada, hasta configurar un discurso histórico del hecho bélico, que habitualmente se divide en una serie de etapas, con cronologías diversas según los datos que se manejen.

Desde finales de la Edad Media en Occidente, la construcción de los Estados nacionales supone un salto cualitativo considerable con respecto a la etapa anterior. El monopolio de la violencia física y del aparato financiero provoca la aparición de ejércitos estables de mercenarios y de profesionales, además de la introducción de diversos sistemas de reclutamiento de la población. Las monarquías modernas, al definir su orden interno, sus fronteras externas y su hegemonía o subordinación con respecto a las demás, entran en colisión, provocando una serie de conflictos multiestatales, que se ven acompañadas por los primeros pasos de actividades diplomáticas, tendentes a evitar o canalizar el enfrentamiento violento, y por una serie de avances técnicos, como el uso de la pólvora y la difusión de armas de fuego, que provocará muy pronto un desequilibrio militar muy grande entre Europa y el resto del mundo, lo que está en la base de las guerras coloniales.

A partir de la doble revolución política y económica de finales del siglo XVIII, la tendencia a concebir la guerra como un fenómeno totalizador es ya imparable. La identificación de los ejércitos con la nación que los organiza, tras la universalización de la conscripción obligatoria de los ciudadanos, como contrapartida a la generalización de los derechos individuales y la libertad económica, es completa. Además, la aplicación de la lógica industrial a la preparación para la guerra, tanto desde el punto de vista material como desde el punto de vista estratégico, difundirá los postulados del militarismo de manera casi universal. La época del imperialismo, entre 1870 y 1914, manifiesta de forma exacerbada todos estos rasgos. La I Guerra Mundial supone la culminación de la guerra total, en cuanto a aplicación de los medios de producción masiva al enfrentamiento bélico, al tiempo que manifiesta la primera gran crisis cuestionadora del sentido de la guerra. Tras un primer momento de apoyo unánime por parte de las respectivas poblaciones implicadas, surge una generación antibelicista y antimilitarista, en el contexto de la cual aparece la Sociedad de Naciones, que se verá desbordada por los acontecimientos del período de entreguerras. El surgimiento del /comunismo soviético y de los diversos fascismos, imbuidos de rasgos militaristas y belicistas muy marcados, entre el espacio vital y la guerra relámpago, combinado con la crisis política y económica de las democracias parlamentarias, son factores que explican las características de la II Guerra Mundial. La explosión de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, en 1945, abre una etapa totalmente diferente a las precedentes. Las armas nucleares de destrucción masiva presiden las estrategias de la guerra, fría, período caracterizado por la existencia de dos bloques militares que compiten por la superioridad armamentística de uno sobre otro, subordinando a esta competencia todos los demás rasgos de sus respectivos sistemas. Bajo el paraguas nuclear se cobijan muchas realidades emergentes en esos años, desde las diversas guerras que jalonan los procesos de descolonización del Tercer Mundo hasta la nueva conciencia pacifista frente al holocausto atómico. La liquidación de los supuestos de la guerra fría, a finales de la década de los ochenta, a pesar de las significativas reducciones del potencial de armamento de las potencias y los discursos sobre el nuevo orden mundial presidido por la política pacificadora de la ONU, no ha traído consigo ni el fin de la disuasión nuclear ni tampoco el de las guerras convencionales.

Pero la historia de la guerra es también la historia de los diversos intentos por erradicarla, o por atenuar sus perniciosas consecuencias. En el origen de los enfrentamientos bélicos se sitúan sus primeras lecturas críticas: la historiografía y el teatro clásicos —Tucídides y su Historia de la guerra del Peloponeso; Eurípides, en Las troyanas; Aristófanes, en Lisístrata o La Paz—, recogieron testimonios antibelicistas que posteriormente fueron reiterándose a partir de diversos argumentos. La Iglesia católica, una vez consolidada como institución de poder y control ideológico, intentó organizar y regular jurídicamente el fenómeno bélico. Arrancando de la Edad Media y afianzándose en la polémica sobre la conquista y explotación del continente americano, la teorización sobre la guerra justa y sus condiciones fue elaborada a partir de presupuestos teológicos. Por su parte, la ética ilustrada defendió el final natural de los conflictos bélicos como resultado del progreso social hacia la civilización. En la época contemporánea, la alianza entre antibelicismo y antimilitarismo supone la aparición del pacifismo como uno de los movimientos sociales más significativos del siglo XX.

II. CONSIDERACIONES PRÁCTICAS.

El clamor universal contra la guerra es hoy una realidad. De hecho, muchos conflictos entre Estados o grupos, que antes hubieran provocado enfrentamientos armados, se resuelven ahora mediante negociaciones y acuerdos pacíficos. Las misiones de paz de los cascos azules de la ONU se extienden por todo el mundo y, aunque llenas de fallos y errores, suponen un cambio de sentido en lo referente al papel de las fuerzas armadas dentro de los conflictos. Pero el fenómeno bélico sigue siendo privilegiado por muchos Estados, grupos e individuos como la forma idónea de resolver los problemas. La experiencia de las diferentes sociedades y culturas acerca de la guerra permite establecer una serie de orientaciones para afrontar el hecho bélico desde la denuncia de su inhumanidad: es preciso pensar en formas alternativas de prevención y resolución de conflictos, basadas en la /justicia, los /derechos humanos, el /diálogo constructivo y el /respeto mutuo; además, es necesario analizar en profundidad la lógica de la guerra, que impone sus argumentos y extiende su cultura con instrumentos muy poderosos, aportando propuestas concretas que pongan en evidencia su inutilidad para tratar los grandes problemas del presente. La /utopía de un mundo sin guerras supone, por lo tanto, revelar la posibilidad de convertirlo en realidad, es decir, dejar de considerarlo un lugar inexistente, apostando por procesos educativos dentro y fuera de las escuelas, que conviertan la paz y la justicia en algo tangible.

Esto supone combinar la denuncia del militarismo que da razón y sentido al hecho bélico, con una serie de pasos organizados y sistemáticos que presionen para revisar el sentido actual de las doctrinas de seguridad y las políticas de defensa, el control y la limitación del comercio de armas, las propuestas para la creación de una fuerza multinacional de paz verdaderamente operativa y con capacidad disuasoria, controlada y dirigida por una ONU mucho más democrática y supraestatal que ahora, etc. Clemenceau dijo una vez que «la guerra es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los militares». En fin, desarmar la guerra es desarmar a los seres humanos que la hacen posible, desenmascarando sus intereses y los mecanismos reales que les llevan a decidir sobre las vidas y el futuro de sus semejantes.

BIBL.: BOBBIO N., El problema de la guerra y las vías de la paz, Gedisa, Barcelona 1982; CLAUSEWITZ K. VON, De la guerra, Labor, Barcelona 1992; FISAS ARMENGOL V., Introducción al estudio de la paz y de los conflictos, Lerna, Barcelona 1987; JOBLIN J., La Iglesia y la guerra. Conciencia, violencia y poder, Herder, Barcelona 1990; KEEGAN J., Historia de la guerra, Planeta, Barcelona 1995; PASTOR J., Guerra, paz y sistema de estados, Libertarias-Prodhufi, Madrid 1990; SEGURA ETXEZARRAGA J., La guerra imposible. La ética cristiana entre la «guerra justa» v la «no-violencia», DDB, Bilbao 1991; TOYNBEE A., Guerra y civilización, Alianza, Madrid 1976.

P. Sáez Ortega