FE
DicPC


I. ESBOZO HISTÓRICO.

La fe ocupa un lugar importante en la tradición grecolatina y un lugar central en la tradición bíblica, es decir, en la doble fuente de nuestra cultura occidental. En el mundo clásico antiguo, la fe se consideró como un valor de primera importancia para la vida. La /confianza en la palabra del otro, expresada por el término griego pistis y por el latino fides, se personificó y fue una divinidad, tanto en Atenas como en Roma, con sendos templos y culto propio. Se consideraba la fe como el fundamento de las relaciones comerciales, sociales y políticas. Los romanos se sentían orgullosos de la fides populi romani y no concebían el Estado sin la misma. Pero la fe, como confianza en los otros y capacidad para merecerla de ellos, se tenía como condición fundamental para una vida verdaderamente humana. Es reveladora la observación que hace Jenofonte sobre la miseria del tirano: «El hombre que no goza de fe, ¿cómo no será un pobre en el más valioso de los bienes? ¿Qué relación agradable puede existir sin la confianza mutua? ¿Y qué trato regocijante puede haber entre hombre y mujer sin la fe?»1.

La impresionante descripción del tirano, que traza Platón en el libro IX de la República, como la de un esclavo presa del miedo, porque no puede fiarse de nadie, coincide con lo dicho por Jenofonte. Interesa en este texto la contraposición entre fe y miseria, entendiendo que la mayor miseria es la privación del mayor /bien, que es la fe. Por eso para Gorgias, «una vida privada de la fe no es verdadera vida»2. Esquilo nos pone en la pista de la estructura del acto de fe, cuando escribe: «No son los juramentos los que garantizan su propia fe, sino que son los hombres los garantes de los juramentos»3. Por otra parte, ya desde los presocráticos, y más desde Platón, se va observando un desplazamiento semántico de la palabra pistis desde lo fiducial a lo cognoscitivo, asociándola con categorías como creencias, conocimiento, opinión o /verdad. Un sentido de la palabra, que también hallamos en nuestro lenguaje ordinario.

No es posible trazar una exposición completa sobre la fe, sin hacer una referencia a la Biblia, la otra fuente de nuestra cultura. La poderosa influencia de la fe bíblica hace palidecer en este campo la influencia del mundo clásico. Además, teniendo en cuenta que el existencialismo de nuestro siglo se desarrolló como una secularización de pensadores cristianos, como Pascal y Kierkegaard, la concepción de la fe bíblica es algo que debe interesar al historiador de la filosofía. La fe bíblica es, ante todo, confianza, seguridad fundada en la /fidelidad del que me habla. Implica la interpretación mediante la palabra y enlaza con la concepción hebrea de verdad. Verdad ('emet, `riman, 'emúnáh), es la cualidad de lo que es seguro, de aquello en lo que podemos apoyarnos. Hay que entender esto en el contexto de la palabra y de la alianza. La fe es la respuesta a esta palabra y la aceptación de la alianza. La fe bíblica es prioritariamente fe religiosa, teologal. Pero decimos prioritariamente, porque en la Biblia también se exige la fe entre los hombres. Así por ejemplo, «hacer la bondad y la verdad» (Gén 47,29; Jos 2,11) es tanto como obrar con lealtad y fidelidad para con los otros. Hay en la Biblia alianzas entre los hombres, que exigen fe mutua (cf Gén 26,28; Jos 9,8; 1Sam 18,3; 1Re 5,26). De esta forma, la Biblia misma nos invita a considerar la fe en un amplio ámbito analógico. San Juan lo hace de un modo explícito: «Si aceptamos el testimonio de los hombres, el testimonio de Dios es mayor» (lJn 5,9). Aquí vale lo de analogía, porque la estructura de la fe teologal y la de la fe humana es la misma; en ambos casos tenemos una relación interpersonal. Pero, por otra parte, el mismo san Juan deja clara la diferencia entre ambas, debida a la absoluta superioridad del testimonio divino. El testimonio de Dios merece fe absoluta, el del hombre no. Gabriel Marcel apunta a esta analogía entre la fe teologal y la fe interhumana cuando dice que la fe cristiana no puede ser un elemento extraño, que se nos ha lanzado desde fuera, con el que nada tiene que ver nuestra condición humana. La fe cristiana debe tener una prefiguración en nuestra existencia misma. Los Padres de la Iglesia y los grandes maestros de la escolástica medieval se centran en la fe teologal, pero, dado que la fe humana posee la misma estructura, desarrollan muchos aspectos muy valiosos para el análisis de la fe humana.

Hemos visto que el término pistis experimentó un desplazamiento semántico de lo fiducial a lo cognoscitivo. Este desplazamiento se hace exclusivo en algunos pensadores importantes de la filosofía moderna y contemporánea. Kant estima que el edificio de la / ética queda como algo incompleto sin la afirmación de la /libertad, de la vida eterna y de la existencia de Dios. Hay que apelar a estas tres verdades, porque sin ellas no completamos el orden práctico de la moral. Se trata, pues, de verdades no conocidas directamente, pero que hay que postular para explicarnos lo que experimentamos. Por lo mismo, estos postulados faltos de razón objetiva reposan en la convicción del sujeto, y a esta convicción la llama Kant fe: «Tuve que desplazar la razón, para dejar lugar a la fe».

Contemporáneo de Kant y crítico del mismo fue Jacobi. Para este, la realidad es directamente cognoscible, sin que medie la construcción del /sujeto kantiano. A este conocimiento directo, primordial, lo llama Jacobi fe. Del mismo siglo, pero bastante más joven que Kant y Jacobi, fue Schleiermacher, que escribe en plena época romántica y concibe la fe como un general sentimiento de dependencia respecto del gran /misterio, que funda nuestra vida. Más adelante Kierkegaard vuelve a la fe bíblica, interpretada en un sentido /existencialista y antihumanista (/antipersonalismo), muy en consonancia con la teología luterana. De Kierkegaard depende en gran parte Unamuno, igualmente hostil a la razón filosófica y científica, pero no tan fiel a la fe bíblica. Para Unamuno, el deseo de eternizarse es el núcleo de la pretensión humana, y Dios el garante de esta pretensión. Pero el hombre no existe a la escucha de Dios, sino que lo crea con su propio /deseo. La conclusión es triste: «Trágico hado sin duda, el de tener que cimentar en la movediza y deleznable piedra del deseo de inmortal la afirmación esta».

Dejando a un lado a Kierkegaard,para quien la fe es parte del diálogo decisivo del hombre, nos preguntamos: ¿tiene sentido hablar de fe, sin otra persona en quien creer? En las filosofías indicadas, el hombre es un sujeto que desde sí, ya razonando, ya deseando, procede ensimismado, sin contar con un interlocutor. Realmente el ensimismamiento engendra el peor de los malentendidos, por cuanto una fe monológica es algo muy semejante a un círculo cuadrado. Es una aberración filosófica olvidar la índole relacional del ser humano y de sus acciones básicas. De esta aberración no se libra tampoco Jaspers, pues con su fe filosófica estira al Dios oculto de Kierkegaard hasta un ocultamiento tan absoluto, que ya no puede sernos un Tú, ni hablarnos. Tan sólo se nos insinúa nebulosamente en las mil formas de las diversas religiones; formas que no son palabras, ni siquiera balbuceos (pues los balbuceos son palabras mal dichas), sino cifras de clave inextricable. Un trascendente que se nos esfuma hacia el más inasible más allá, tras su manto pomposo, tachonado de cifras. A la fe filosófica de K. Jaspers le falta algo esencial, pues no puede haber fe allí donde falta la palabra (F. Ebner). La corriente filosófica personalista se ha esforzado en devolver a la fe su sentido propio. Intentemos trazar una síntesis de lo que es la fe desde el punto de vista personalista.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Partimos de la experiencia fundamental de hallarnos entre los otros, de comunicarnos con ellos. La comunicación humana posee una estructura triangular, por cuanto en toda comunicación verbal tenemos un hablante, un oyente y un mensaje. El hablante comunica un mensaje, que debe ser aceptado por el oyente. Si el contenido de este mensaje es algo obvio, algo ya comprobado por el oyente, la aceptación del mismo no necesita la fe. Esta se irá haciendo más necesaria en la medida en que el testimonio del hablante contenga un mensaje más difícil de comprobar. En esta medida tendrá que ser mi confianza en la palabra del otro el apoyo de mi asentimiento. La fe es aceptación de la palabra que oigo. La fe me entra por el oído, por ese modo peculiar de encontrarme con la realidad, que me la da como noticia, en tanto me hago libremente dependiente de la /palabra del otro, en tanto me hago oyente de la palabra (como ha destacado el /personalismo alemán de Ebner y Rahner). En cuanto esta palabra del otro me viene como portadora de verdad, la fe aparece como un modo de conocimiento intelectual. El objeto de este conocimiento es la verdad del juicio, que me comunica el que me habla; su índole, la de un acto intelectual, la del asentimiento a una proposición no verificada, sino atestiguada.

Todo esto es verdadero, pero todo esto es también insuficiente. Ciertamente, contra toda concepción voluntarista o irracional del acto de fe, hay que mantener como algo esencial del mismo el momento intelectivo. La fe no es ciega, la fe no es un grito en un vacío de razón (H. Duméry). La fe nace de la audición de la palabra, la palabra es logos y la fe, acogida consciente de ese logos. Posee, pues, una primera racionalidad, en tanto en cuanto el que cree entiende los términos del mensaje que le comunican. Y debe poseer la fe un grado más de racionalidad, en cuanto el que cree debe saber que el que le habla reúne las condiciones exigidas a todo testigo fidedigno: debe ser veraz, infundir la presunción sólida de que sabe lo que dice y dar a entender que habla con toda sinceridad. Sobre esta base presta su asentimiento intelectual el que cree. Pero este asentimiento es insuficiente. Lo es, en primer lugar, respecto al objeto de asentimiento intelectual. Este objeto es la verdad del juicio, que no reposa en mi propia comprobación, sino en otra parte, en la confianza que me merece el que me habla. Pero esta confianza es ya de orden volitivo. Así, en segundo lugar, el asentimiento intelectual resulta también insuficiente respecto a la índole del acto mismo, pues el momento intelectivo queda desbordado por el momento fiducial, que lo funda. Con esto estamos en la pista de la estructura formal de la fe. En efecto, yo acepto el testimonio, porque me fío del testigo que me lo da. Zubiri prefiere el término entrega al de confianza. Entrega o /donación significa aquí ir de nosotros mismos hacia otra persona, dándonos a ella. Claro que no hay que confundir entrega con abandono pasivo. La fe exige apertura al otro, respuesta a la vocación de ser (G. Marcel). En la fe optamos por el objeto único que es absolutamente bueno, por la persona. La libertad es, pues, libertad vocacionada a un solo /valor. Optar fuera de este valor es degradarse en el hombre arbitrario (M. Buber).

Dado que la inteligencia es la que nos abre los términos de nuestra opción, Zubiri concibe la opción por la persona como voluntad de verdad real, no simplemente de verdad de ideas. En este caso, la esencia de la fe consiste en la entrega de una realidad personal, en cuanto verdad personal real. Por esa entrega me apropio mi posibilidad más decisiva. Ahora bien, si tomamos con rigor lo de /voluntad de verdad, debemos tener en cuenta que la volición tiene como objeto formal el bien. La voluntad desea la verdad, en cuanto esta es un bien. Por tanto, creo que hay que ir más allá de la entrega a una realidad personal en cuanto verdad, y transferir la formalidad de la verdad a la de la bondad: entrega a una realidad personal en cuanto buena; pues la fe involucra la verdad, pero en cuanto inserta en la bondad de la persona. Esta bondad absoluta de la persona, por la que opta el que cree, es lo que confiere a la fe su verdadera y específica racionalidad. Es lo que demuestra I. Manzano en un análisis muy penetrante y valioso sobre la fe como categoría humana. Aquí vale lo de verum et bonum convertuntur, aunque con cierta inadecuación; por tanto, el bonum desborda al verum como algo más primordial.

La fe tiene carácter de inicio; por tanto, abre al ser humano el acceso al reino de lo personal. Como inicio, la fe es algo abierto en una doble dirección, según su doble momento intelectivo fiducial. Por su momento intelectivo es algo abierto a una ulterior indagación sobre el contenido de lo creído. En esta indagación pueden surgir las dudas en el plano intelectivo, sin que ello afecte al momento fiducial de la fe, que es el fundamental. Queda en segundo lugar la fe como inicio, abierta a un crecimiento de mi afirmación del otro, al que más allá de mi confianza, entrego mi mismo ser con la firme voluntad de promocionarlo. Entonces la fe ha madurado en amor, como la flor madura en su fruto. Tomás de Aquino ya afirmó esta conexión entre fe y /amor. Son manifestaciones de la vida espiritual, la cual es una sola y fuertemente integrada. Aquí es donde tenemos ya los elementos para una profundización de los implícitos ontológicos de la fe. La persona humana es esencialmente relacional, actúa esta /relación mediante la palabra, y a la palabra responde la fe (Ebner, apoyándose en Hamann). Es así como la fe resume el ser del hombre y, además, lo revela.

Ahora bien, la fe no es solamente un acto de autorrealización de la persona humana; la fe habitualmente vivida, posee un dinamismo perfectivo que, además de impulsar hacia el amor, impulsa también al autodesarrollo del hombre en el horizonte absoluto e ilimitado del ser, de la verdad y del bien, propio de la vida del espíritu. La intención de absoluto encuentra ya un correlato en este mundo, que es el otro. La afirmación del otro, en cuanto /absoluto, es fundamento de la ética. Pero el otro, además de serme fin en sí, me sirve de acceso para la aceptación de todo cuanto existe. G. Marcel ve la fe como un acto de confianza en el misterio del ser, que nos precede y nos lleva. X. Zubiri la ve como la entrega al fundamento último de la realidad. Advirtamos que la fe en el otro como mi cercano, como mi /prójimo, es lo primero en el orden temporal, y no debe ser pospuesta en el orden axiológico; mi otro cercano es el medio desde el que accedo a afirmar la bondad de todo cuanto es. La resonancia cósmica y universal de la fe es fruto de la vivencia de la fe en las personas que me rodean. Es la fe en las personas con las que trato, la que me hace diáfano y amable todo cuanto existe más acá de las personas, y también el misterio más allá de las personas finitas. Desde que acojo este misterio, la realidad cobra sentido, empieza a convertírseme en palabra y una buena palabra está postulando a un buen hablante. Hasta aquí han llevado el análisis de la fe los pensadores personalistas, y aquí lo dejamos, pues no nos incumbe ocuparnos directamente de la fe teologal.

III. CONCLUSIÓN: LA FE, UN VALOR SUPERIOR.

Presentar una realidad como valiosa, es tanto como invitar a nuestro oyente o lector a que la acoja como tal y la realice en su vida práctica. La fe empieza siendo un valor por ser una necesidad para la vida verdaderamente humana. Todo el día nos estamos relacionando con los otros, comprando o vendiendo, hablando o escuchando, prometiendo o recibiendo promesas. La fe es cotidiana y omnipresente, como el aire que respiramos. Hay que aspirar y expirar la fe, confiar en los otros y merecer que los otros confíen en nosotros, porque sin esto nos asfixiamos en una patología inhumana. La fe es también como el aire, por cuanto parece efectivamente imponderable y etérea. No se apoya en motivaciones interesadas, en ningún cálculo de dinero, poder u otra ventaja tangible, alimento para el hombre pragmático, y no digamos para el psicólogo positivista. La fe es el orden de la persona y, como tal, es gracia y libertad. Liberación, por tanto, de los instintos avivados por este mundo materializado y consumista que padecemos. En su apariencia imprecisa y etérea, promete la realización del hombre. Por esto posee la fe una fuerza creativa. Repitiendo la frase de Unamuno, podemos aceptar aquello de que creer es crear. Claro que no en el sentido en que lo dijo Unamuno, pues el que cree no crea el objetivo de su deseo. Crea en el más modesto sentido de que realiza la más decisiva y mejor de sus posibilidades reales, en el sentido de que, creyendo, establece lazos de confianza con los otros, y en cuanto que, comportándose como un hombre fidedigno, contribuye a crear un clima de convivencia auténticamente humana. Y esto en todos los niveles: en el nivel económico, social o político, en el de las relaciones conyugales, familiares o de los amigos; la fe crea lo mejor de la vida. Crea, en definitiva, la comunidad, la gran utopía de siempre. Concienciar la fe, vivirla más y más es lo que ayuda al hombre a alcanzar lo mejor de su existencia.

NOTAS: 1 Hierón, 111, 4. — 2 H. DIELs-W. KRANZ, Die Fragmente der Vorsokratiker II, Berlín 19545, Fr. 299. — 3 ID, Fr. 276.

BIBL.: BUBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; CORETH E., ¿Qué es el hombre?, Herder, Barcelona 1963; DONDEYNE A., Fe cristiana y pensamiento contemporáneo, Guadarrama, Madrid 1963; EBNER F., La palabra y las realidades espirituales, Caparrós, Madrid 1995; KIERKEGAARD S., La enfermedad mortal o de la desesperación y el pecado, Guadarrama, Madrid 1969; MANZANO I., Reflexión sobre la fe como categoría humana, Verdad y vida 156 (1981) 331-351; MARCEL G., Ser y tener, Caparrós, Madrid 1996; ID, Filosofía concreta, Revista de Occidente, Madrid 1959; ZUBIRI X., El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1984; ID, El problema filosófico de la historia de las religiones, Alianza, Madrid 1993.

J. M. Garrido Luceño