ESTADO
DicPC


I. BREVE ESBOZO HISTÓRICO.

¿Qué había antes del Estado? ¿Una realidad popular compuesta, a su vez, por colectivos armoniosos regidos idílicamente por las leyes del apoyo mutuo, tal y como quiere el anarquista Pedro Kropotkin, apoyo mutuo roto precisamente por la emergencia de la tiranía del Estado? ¿O fue necesario por el contrario el Estado para evitar el expolio ejercido por los ricos sobre los pobres en esos pequeños grupos supuestamente idílicos? ¿Vino, en definitiva, el Estado a poner orden y paz en la darwiniana lucha por la vida, que iría desde la ameba hasta el hombre, o la lucha por la vida -como sugiere Kropotkin- se tradujo en muerte de la vida precisamente cuando el Estado comenzó? ¿Quién podría despejar esta incógnita? Toda la historia del pensamiento político se condensa en ella. Pues bien, aunque en los países más madrugadores, como España, el Estado apunta en la Baja Edad Media (final del siglo XV), en otros, como en Italia, no se forma hasta el siglo XIX, largo tiempo durante el cual la idea de Estado evoluciona. En efecto, durante el Medievo resulta el Estado mera organización coactiva conforme a /derecho y su fin primordial será el ejercicio de la fuerza hacia el exterior y la protección de la paz hacia el interior; en cambio no se atribuye cometidos económicos más que con propósitos concretos, y dentro de ciertos límites, no buscando tampoco el bienestar de los súbditos en general, sino sólo una pequeña parte de sus intereses, con lo cual grandes sectores quedan entregados al individuo y a sus asociaciones naturales extraestatales, en cuya vida y funcionamiento sólo interviene excepcionalmente el Estado en caso de guerra o cuando exige contribuciones. Del mismo modo, grandes sectores giran en tomo a instituciones (monasterios, municipios, gremios, señoríos) con facultades casi soberanas; por otra parte todo lo religioso depende de una esfera extraestatal: Roma. Y no sólo distritos territoriales, sino también ámbitos de soberanía escaparán en masa a la autoridad estatal, al principio otorgados sólo temporalmente para su explotación, pero luego progresivamente convertidos en privilegio particular y hereditario, no habiendo una sola ciudad ni una sola región, ni un solo municipio, ni una sola corporación sin sus fueros y mejoras particulares ni sin sus egoísmos privados (lo que el Hegel irritadísimo criticará como «pequeño estatalismo»). Así pues, el Estado pleno sólo surgirá cuando recupere los fragmentos territoriales perdidos, las partículas de soberanía enajenadas y las potencias intermedias; momento a partir del cual podrá ejercer directamente el poder de auxilio a los pobres, el cuidado de los enfermos, la dotación de las escuelas e instituciones culturales, el monopolio de la economía y hacienda pública, hasta lograr la soberanía en su territorio, con independencia de las demás potencias interiores y extranjeras. Pero todo esto muy lentamente.

El Estado estamental (de monarquía limitada) será el primer molde en que se vacíe el contenido del Estado moderno durante los siglos XV y XVI. Corona por un lado y estamentos por otro (nobleza, clero, municipios, raramente la clase campesina, después la burguesía mercantil e industrial) constituirán, a partir de ahora, la Administración y controlarán las finanzas del Estado dualista a modo de fuente de dos caños: Príncipe y estamentos coexisten uno junto al otro, ambos con igual rango y con derecho propio. Si originariamente los estamentos quedaban obligados a prestar auxilium et consilium, ahora en cambio el Príncipe mismo habrá de conferirles fuerza como instrumento para la eliminación de los poderes feudales; más aún, allí donde el soberano se erija en tirano y déspota serán los estamentos quienes le frenen. Pero los siglos XVII y XVIII ven surgir, sin embargo, el Estado monárquico absoluto, imponiéndose paulatinamente sobre los estamentos mediante la centralización, la administración burocrática, la creación del ejército unitario y la formación de la Universidad, todo lo cual queda consolidado en la Filosofía del Derecho de Hegel (1821), denominada por Zubiri «madurez intelectual de Europa». Pero también surge durante esta época, la época de la Ilustración, la doctrina de la resistencia, en cuya base se encuentra la idea de un contrato de soberanía establecido entre pueblo y Príncipe. En virtud de este contrato ambas partes quedan vinculadas, obligándose mutuamente a respetar los pactos, pero pudiendo el pueblo rebelarse en caso de incumplimiento por parte del monarca, perfilándose poco a poco el Habeas corpus o el Bill of rights (Norteamérica), desde allí trasplantados luego a la Revolución Francesa, en 1789, en forma de Declaración Universal de los Derechos del hombre y del ciudadano. Contra el Estado monárquico reaccionará en el siglo XIX, ya de forma histórica y no sólo reflexiva, con mucha contundencia, el movimiento obrero internacionalista, a saber, el /marxismo y el /anarquismo; este último también enemigo de cualquier dictadura proletaria o «estado» intermedio para la abolición del Estado.

II. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA.

Desde una perspectiva personalista, el Estado constituye un mal necesario en orden a la gestión de los intereses universales de todos los ciudadanos, frente al cual la sociedad civil ha de ejercer una vigilancia permanente, para evitar la absorción de esta por aquel, como siempre pretende el totalitarismo, así como para impedir que el Estado aplaste a las diferentes nacionalidades conviventes en el interior de un mismo Estado. Si el Estado muere con el cese de la soberanía y del «poder como monopolio» (Max Weber), el vínculo de la nación es la conciencia de pertenencia a un colectivo con mismidad de sentimientos, deseos, lengua, raza, etc., a una misma patria en definitiva (aunque patria no es lo mismo que nación, pues ciertos colectivos no tienen patria ni fronteras precisas: judíos de la diáspora ayer, proletariado marxista en el siglo XIX, pueblo saharaui hoy, etc.).

El Estado es un mal necesario, y eso porque sin coerción, sin algún grado de burocracia, etc., el ser humano no ha aprendido a vivir todavía. Y no sabiendo, de momento, poner espontáneamente en común el «todos para uno, uno para todos», ha de recurrir al Estado constrictor, a pesar de conocer sus efectos perversos: no hay más cera que la que arde; el Estado, como la democracia, son males menores, cuya aceptación no significa que no hayamos de trabajar por su mejora y hasta por su extinción. En efecto, hoy más que nunca hemos de rechazar razonadamente toda forma de estatismo partitocrático que no sea más que una concentración de poder o criptodictadura, y cualquier forma de democracia meramente formal donde todos votan para que unos pocos vivan bien y muchos malvivan. El Estado sólo tendría sentido para nosotros, entendido como el pueblo mismo organizado en un orden institucional tal que, a fin de ser verdaderamente democrático, se traduce en /autogestión, esto es, en autogobierno organizado, en gobierno comunitario emanado desde las comunidades libres e iguales, participando activa y responsablemente en la dirección y en la realización de la tarea común. El Estado, si aún subsistiera allí, tendría una mera función de suplencia, de auxilio a las iniciativas sociales más difíciles, de subsidiaridad.

Hoy por hoy, el Estado, incluso en su actual configuración, a saber, en su forma de Estado de Derecho, no representa otra cosa que el monopolio de una oligarquía militar (aparato represivo), político-burocrática (Administración) y económica (resultado de las anteriores), siempre mantenida por aparatos ideológicos que la publicitan y reproducen (medios de masa, escuela, etc). Resulta impensable levantar el edificio personalista y comunitario sobre esos pilares que hacen del consumo el motor de la historia. Desgraciadamente, el pueblo parece satisfecho con semejante estructura, o al menos no acierta a canalizar su insatisfacción y su malestar, dirigiendo su vituperio y su execración cada equis tiempo contra el Gobierno de turno (el pueblo confunde Estado y Gobierno), y ahí termina todo, para volver siempre por los mismos fueros y desafueros siglo tras siglo. Lamentablemente, a veces estalla la /masa como un loco lleno de rabia y furor en determinadas coyunturas especialmente oscuras de la historia. Ciertamente, para la /violencia nunca hay razón, y el personalista opta claramente por la /paz, por el trabajo, por la transformación estructural y el testimonio; pero, a pesar de la torpeza ciega, y en el fondo perezosa y hasta cómplice, del mal, ejercida en la revuelta popular, cuando el Estado se desarraiga del pueblo constituyéndose en una superestructura del mismo para devenir poderío despótico, envilecedor y tiránico, supuestamente en favor del pueblo, pero sin el pueblo, realmente contra el pueblo, entonces cualquier forma de desobediencia civil termina por legitimarse.

III. CONCLUSIONES PARA LA VIDA PRÁCTICA.

¿Estatismo, o anestatismo, pues, en el personalismo comunitario? Por paradoja, anarquistas y liberales coinciden en la negación del Estado, aunque por muy diferentes motivos. Desde luego el personalismo no puede estar de acuerdo con el liberalismo puro y duro que postula la abolición del Estado para entregar los poderes no al pueblo, sino a las empresas multinacionales del /capitalismo salvaje; pues si, como este último quiere, desapareciera el Estado, ¿qué empresa capitalista se haría entonces cargo de los servicios no rentables en aquellos campos en que la vida humana necesita ser defendida: salud, vejez, enseñanza, comunicaciones con los núcleos rurales, etc., bienes necesarios para el mantenimiento de la vida? Desmantelar ese mínimo, hoy más mal que bien llevado adelante estatalmente, para entregarlo al liberal-capitalismo, sería como dictar sentencia contra los humildes. No. Si las dictaduras y las economías planificadas del /comunismo totalitario han fracasado, esforcémonos entonces por acercarnos racionalmente (no sólo por imperativos de egoísmo de supervivencia racional, sino también por racionalidad cálida y amorosa) a un comunitarismo más verdadero, aquel que desde el «a cada cual según su trabajo» apunte hacia el «a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus posibilidades»; hacia la /democracia no meramente formal sino hacia la democracia real, en la medida en que esta refleje la democracia social presidida por el valor de lo comunitario personalista.

Pero el Estado-Moloch sigue ahí, cáncer social que parasita a los pobres, a los que en teoría debería defender. Lejos de merecer el pretencioso nombre de Estado de bienestar cada día más despilfarrador, esclerótico, endeudado y al servicio del gobierno de turno, justifica la crítica de los liberales, crítica en la que sí llevan razón, aunque no en su propia propuesta. En consecuencia, más que nunca, cuando el pueblo mismo vive adormilado y arrastra los vicios que él mismo denuncia, hay que recordar que cada pueblo tiene el Estado que se merece y que -desgraciadamente- un pueblo él mismo corrupto no podrá elevar los planos de otra cosa que no sea un Estado pirámide de sacrificios. La única solución posible, así las cosas, estará en plantearse la negación y superación de la lacra estatal a partir del compromiso solidario en favor de un hombre nuevo, que asuma simultáneamente la transformación de las estructuras y la del propio 'corazón: tal habrá de constituir para nosotros, personalistas comunitarios, asignatura de obligado cumplimiento, mejor en junio que en septiembre. Las conclusiones para la vida práctica se imponen.

BIBL.: DÍAZ C., El sueño hegeliano del Estado ético, San Esteban, Salamanca 1987; GARCÍA-PELAYO M., Las transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza, Madrid 1987; HARRIS D., La justificación del Estado de bienestar: la Nueva Derecha versus la Vieja Izquierda, Ministerio de Economía y Hacienda, Madrid 1990; MARITAIN J., El hombre y el Estado, Encuentro, Madrid 1983; PÉREZ V., Estado, burocracia y sociedad civil, Alfaguara, Madrid 1978; PROUDHON P. J., El principio federativo, Editora Nacional, Madrid 1977; RUBIO J., Paradigmas de la política: del Estado justo al Estado legítimo (Platon, Marx, Rawls, Nozick), Anthropos, Barcelona 1990; SPENCER H., El individuo contra el Estado, Orbis, Barcelona 1984; VALLESPÍN F., Nuevas teorías del contrato social: R. Nozick y J. Buchanan, Alianza, Madrid 1985.

C. Díaz