ENFERMEDAD
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Definir el término enfermedad siempre ha supuesto una gran dificultad para el ser humano, tal vez por ser, aún hoy, uno de los aspectos más misteriosos de su naturaleza. La enfermedad es, sin duda, una de las experiencias vitales más directas que el hombre puede tener de su propia realidad, de su condición de ser limitado. La enfermedad se presenta como un aspecto íntimamente ligado a la vida misma, como la cruel paradoja que demuestra la tendencia a la muerte de un ser, desde el preciso momento en que nace a la vida. Tal vez la enfermedad haya sido intencionadamente adscrita a nuestras vidas como un perpetuo recordatorio de que la vida es fundamentalmente lucha. Es obvio que el correlato de enfermedad es salud, que podemos definirla -al menos provisionalmente- como «el mejor estado posible de bienestar físico, psíquico y social».

I. LA ENFERMEDAD EN LA HISTORIA.

Ya en los anales de nuestra historia, el concepto primitivo de enfermedad, tenía unos fundamentos mágicos o divinos. Suponía la infracción de un tabú, un hechizo nocivo, la penetración misteriosa de un objeto en el cuerpo, la posesión por espíritus malignos y la pérdida del alma. Se consideraba impureza, castigo de los dioses, siendo un exponente ilustrativo de la época los pueblos de Asiria y Babilonia, cuyos tabúes y compromisos religiosos y morales frente a los dioses, como frente a los que humanamente los representaban: sacerdotes y reyes, envolvían opresoramente la existencia del individuo desde su nacimiento hasta su muerte.

Posteriormente, los médicos chinos propusieron una doctrina cosmológica muy bien articulada: el yin y el yan. Dos principios contrapuestos, de cuya relación dinámica y equilibrio dependen los procesos biológicos naturales. Cinco son sus elementos cósmicos: agua, tierra, fuego, madera y metal. El hombre, microcosmos, se halla formado por esos cinco elementos, y en la mezcla y la dinámica de los mismos posee su base la vida humana. En su desequilibrio o alteración, tiene su origen la enfermedad. De esta misma línea participaba el concepto hindú de enfermedad, con tratamientos coherentes con esta concepción primitiva religiosa y moral: exorcismos, ofrendas a dioses, plegarias, sacrificios rituales, ceremonias mágicas... combinadas con algún recurso herbario y alguna osada intervención quirúrgica, cuya eficacia siempre quedaba supeditada, no obstante, a la voluntad de los dioses.

El hombre griego de los siglos IX y VIII a.C. entendía la enfermedad de dos modos: uno enteramente explicable por causas naturales, y otro que apelaba a una intervención punitiva de los dioses. Es interesante analizar la idea de enfermedad del mundo clásico a través de la terminología empleada para referirse a ella: el griego la llama nosos (daño), pathos (padecimiento, pasión, afección, dolencia), asthenia y arrostia (debilidad); el latín la llama morbus (lo que hace morir), passio e infirmitas (inválido)... La enfermedad, desde un punto de vista filológico parece manifestarse como (astheneia) modo deficiente de vivir, malo, aflictivo (pathos, aegrotatio, dolentia). Galeno veneraba, desde luego, al Dios que concibe como presente en la naturaleza, que actúa de forma maravillosa; pero en tanto que sabio, él se siente capaz de desvelar muchos de los secretos de ese Dios. Para Galeno, la enfermedad es siempre una afección del cuerpo; y él en primer lugar, y más tarde (siglo VI a.C.) Alcmeón de Cretona, desvisten a la enfermedad de la vieja mentalidad mágica, para aproximar la medicina al terreno del arte y de la ciencia.

La aparición histórica de Jesús de Nazaret introduce un nuevo modelo de referencia, que supondrá un motivo de reflexión para todas las generaciones posteriores, al sugerir una impronta revolucionaria en el esquema de pensamiento: Jesús se llama a sí mismo metafóricamente médico (Mt 9,12; Mc 2,17; Lc 5,31). Cuando le acercan un ciego de nacimiento y le preguntan: «Maestro, ¿quién ha pecado para que este hombre haya nacido ciego, él o sus padres?», Jesús responde: «Ni él ni sus padres han pecado, sino que esto ha sucedido para que las obras de Dios sean en él manifiestas» (Jn 9,1-13). Con la primera parte de la sentencia, Jesús rompe el hábito tradicional de ver en la enfermedad un castigo, un pecado.

En la medicina árabe se comprueba una gran autoridad y relevancia del médico como figura social, comenzando a diferenciarse el tratamiento a enfermos ricos y pobres. Sus figuras destacadas serían Rhazes, Averroes y Avicena, el cual señalaría: «El médico juzgará, apoyado en su ciencia de los signos; sabrá si el enfermo debe morir y se abstendrá de tratarlo». Durante el Medievo (siglo V -XI), no se experimentaron grandes avances en innovaciones o criterios médicos. Fue la medicina monástica la que impuso carácter en este espacio, con la atención a los humildes y menesterosos. Con el transcurrir del tiempo, la diferenciación de las escalas sociales, tan marcadas en esta época, hizo que el pobre quedara marginado en su atención sanitaria, llegando a aceptar como natural y meritoria esa discriminación.

La medicina de los siglos XV-XVIII (con el mecanicismo, el vitalismo y el empirismo) añade un componente nuevo a la definición galénica de enfermedad. La práctica enseña que hay enfermedades cuya causa es un movimiento desordenado de la vida psíquica. El Panvitalismo señalará a través de Paracelso que las enfermedades internas son realidades sustantivas y, en último término, no procederían del desorden de los elementos, que esto en ellas es consecutivo y secundario, sino del desarrollo de semillas morbosamente sembradas en el organismo, bien desde el comienzo, bien por su corrupción ulterior. Hasta el s. XVIII, las enfermedades que se atienden son básicamente las mismas que en épocas anteriores, pero los cambios que a partir de esta época comienzan a darse en las personas y en el modo de vivir moderno, dan lugar a nuevos padecimientos, hacen más frecuentes otros y cambian más o menos la apariencia (síntomas) de todos. A partir de esta época, y con el paulatino tránsito de la vida feudal a la burguesa, podríamos decir que se produce un cambio en la realidad de enfermar. El descubrimiento de la vacuna antiviruela, producido por Edward Jenner (17491823), la valoración de la dieta equilibrada como medio de acceder a una vida sana, la preocupación generalizada del mundo moderno por la higiene, nos llevan a poder hablar por primera vez de la prevención de la enfermedad. La enfermedad es, por esencia, un mal físico para quien la sufre y, por tanto, para la sociedad humana, pero la actitud ante la enfermedad cambia con el carácter del enfermo y con la índole del grupo social al que pertenece. La lucha contra la enfermedad y la prevención de esta, son ingredientes fundamentales de la época moderna. A la mentalidad ilustrada se deben los primeros intentos para mejorar la ayuda a las clases menesterosas. Jon Peter Frank, el más ilustre médico del despotismo ilustrado, fue el primero en denunciar formalmente la relación entre enfermedad y miseria.

El concepto de enfermedad que domina el siglo XIX, viene determinado por el desarrollismo industrial y su desenfrenada carrera tecnológica, produciendo inmensas bolsas de pobreza que, unido a la escasa protección sanitaria de la época, originaron las grandes epidemias de este siglo (tuberculosis, cólera, tifus), que se cobraron un terrible precio en vidas humanas, especialmente en los grupos sociales más pobres, cuyo bajo nivel económico imponía una vida insalubre. Esta traumática experiencia produjo una intensa estima del valor de la vida terrena y de la necesidad de la salud para poder disfrutarla. Este fenómeno, unido al creciente proceso de secularización de la mente, del hombre del siglo XIX, fue confirmando al médico y a los avances científicos como los nuevos elementos en los cuales se depositaba la confianza general de la salud.

III. LA PERSONA ENFERMA.

Actualmente, cuando el nivel de desarrollo económico y tecnológico supera lo imaginable, la palabra enfermedad sigue suponiendo una incógnita inabarcable. Cuando el saber científico ha llegado a erradicar dolencias que antaño hubieran supuesto una amenaza mortal, súbitamente surgen nuevos elementos patógenos que desafían al ser humano ante la búsqueda incesante, a la par que inalcanzable, por la supervivencia en el tiempo, por la inmortalidad. Tal vez por ese halo de misterio incomprensible, aun para nuestros días, a pesar de nuestra obsesiva vocación de definirlo todo, un concepto tan ambiguo y heterogéneo como el de enfermedad, se ha venido conociendo e identificando más por sus causas y consecuencias que por su comprensión. De forma que tal cúmulo de síntomas, diagnósticos y terapias nos obligan a hablar de tipos de enfermedades, más que de enfermedad; es decir, de un concepto que supera el reduccionismo de una definición técnica. El hombre siempre ha identificado enfermedad con limitación, dolor, /sufrimiento. Por eso, la /utopía del /progreso y del desarrollo humano, siempre basó sus esfuerzos en la creación de un paraíso de salud permanente. Sin embargo, a medida que el hombre se ha ido superando a sí mismo, ha ido comprobando la imposibilidad de su sueño vital, lo que le ha llevado a crear un proceso de ilusión que le permitiera ocultar lo inevitable, lo indeseable: el dolor y la /muerte. De tal forma, que todos hemos sido testigos y víctimas de esa tendencia a hipervalorar modelos de vida y estereotipos que evitaran en lo posible la detestable imagen de los enfermos, del /fracaso. Así, pues, hemos llenado nuestra vida de ruido que impidiera nuestra reflexión o nuestro enfrentamiento a la dificultad, al sufrimiento; hemos buscado los sucedáneos o los paliativos (analgésicos) necesarios que nos evitaran el dolor cuando este llegase; hemos dado excesiva importancia al estado de bien-estar (aparente) confortable, como imagen saludable de una situación de vida, y hemos hipervalorado el culto al cuerpo, a la juventud, como imagen divina, motivo de adoración permanente, reflejo de un estadio de perfección en la vida, al que todos nos hemos sometido y esforzado por hacer perdurar lo más posible, a golpe de espalderas, footing, gimnasio, sauna, dietas macrobióticas..., dejando para lo irremediable la mascarilla, el disfraz, la moda o, en última instancia, la pose estética que rezume de nuestros entrenados hábitos una mueca de aire juvenil.

En este panorama, surge con fuerza salvadora la figura del médico, demiurgo elevado a la categoría de semidiós, al que exigiremos en cada momento la pócima mágica que nos garantice el derecho a no estar enfermos, aun recurriendo a lo imposible. La enfermedad supone un motivo de frustración para el hombre posmoderno, cuya mente secularizada le impide ver otra realidad distinta a la tangible, otros valores superiores a los terrenos y, por tanto, contempla en ella la forma más cruel e impotente del fracaso humano, al que hay que eludir, disfrazar u ocultar ante la imposibilidad de su vencimiento. Por ese motivo, es especialmente importante la idea de enfermedad que podamos albergar en nuestro fuero interno, ya que, como vemos, posiblemente esté condicionando nuestra actitud ante la vida y, por tanto, nuestro comportamiento social. En fotografía, es a través del negativo, como se perfila la imagen que queremos descubrir.

Lo contrario de enfermedad es, sin duda, la salud, el lado positivo de la misma moneda; y la O.M.S., en 1946, nos propone la opinión más autorizada de nuestra época, en la que hace referencia al término salud integral, como «un estado de perfecto bienestar físico, mental y social y no sólo la ausencia de enfermedad». Esta definición ha venido suscitando, desde entonces, múltiples debates y duras críticas, por entender que se estaba orillando la dimensión espiritual del hombre, al mismo tiempo que estos conceptos surgían al calor del estado de bienestar, diseñado en torno a un modelo de sociedad que margina la realidad sanitaria del tercer mundo; sin embargo, resultó ser especialmente innovadora por introducir términos que hasta el momento no habían sido contemplados, como el de la dimensión social, ambiental..., que origina un bienestar que hoy se entiende como calidad de vida, y que casi se identifica con el concepto utópico de ?felicidad. Aspectos que, en buena lógica, también se refieren a la realidad de enfermar, y que tenderían, en consecuencia, a definirla como un vivir deficiente, como una carencia de calidad de vida y como infelicidad. Términos, todos ellos, que no tendrían que estar necesariamente relacionados con un padecimiento físico.

III. ASPECTOS DEL ENFERMAR DE LA PERSONA.

La enfermedad sitúa al hombre en un modo de vivir, de relacionarse cualitativamente, distinto al que tenía cuando estaba sano. El fenómeno de la enfermedad aparece como un modo de vivir en el que se funden varias experiencias vitales:

1. Sentimiento de la gravedad que adquiere el cuerpo. El cuerpo es la manera de estar en el mundo y este /cuerpo enfermo absorbe a la persona, se revela contra ella. El enfermo experimenta, a través de la enfermedad, la vivencia de la corporalidad.

2. Debilidad: La vivencia de la enfermedad nos desvela la vulnerabilidad de nuestra existencia terrena, al mismo tiempo que nos predispone al entendimiento de otra fuerza interior, no supeditada a lo físico; una fuerza que nace de la flaqueza y que tiene su origen en lo más íntimo de nuestro ser.

3. Soledad. A diferencia de lo que acontece con el dolor moral y la /alegría, el dolor corporal es el dolor de cada uno. Es la hora de la verdad, el momento en el que uno se enfrenta con su propia realidad y se predispone por encima de lo artificial, de lo tangible, de lo superfluo.

4. Anomalía. Sentirse enfermo es sentirse distinto al estado normal habitual. Cada enfermedad tiene su propio rostro y cada una posibilita, de múltiples formas, un abanico de experiencias inéditas.

5. Dolor Es la característica dominante en la enfermedad, la que pone a prueba la integridad, el carácter, las convicciones; en definitiva, la madurez de la persona. Un dolor físico al que se termina añadiendo un dolor moral. Experiencia de lucha comparable a pocos momentos de la vida.

6. Social. El enfermar nos lleva a apreciar mejor aquellos aspectos de la vida que, por su rutina o familiaridad, nunca apreciamos lo suficiente. Las personas queridas convocadas en torno al que sufre adquieren un significado especial, más intenso. Son el respaldo en la aflicción, el estímulo en la lucha contra el sufrimiento. Aunque no sufren como el enfermo, comparten su experiencia vital, y al igual que el corredor de maratón con el público, se establece una empatía que estimula sus recursos vitales.

7. Respuesta. En cuanto a experiencia intensa, el enfermo se entrega a ella con autenticidad. Aquí no valen subterfugios. Aquí uno se implica y toma postura; lucha o se rinde, se enfrenta o se desespera, rechaza o acepta, aprende o se destruye.

Todos estos fenómenos, que se articulan de forma auténtica y real en el enfermo, suponen un acontecimiento único e irrepetible en la vida, un pozo sin fondo de experiencias y capacidad creadora, de las que no se debiera privar al enfermo, y a las que el enfermo tendría que empezar a prepararse desde su estado sano, para ser capaz de asimilarlas. Al enfermo, al que hoy se le considera en el proceso sanitario como un sujeto pasivo-paciente, tendrá que pasar a tomar una actitud activa-autónoma, donde no sea considerado tan sólo como el usuario de una serie de servicios sanitarios, como si la salud fuese un bien más de consumo, administrado de forma paternalista por un docto equipo médico. Será el protagonista de su proceso, teniendo el derecho de ser informado del mismo, y podrá decidir. De tal forma que la experiencia de enfermar, a pesar de su condición aflictiva, puede presentar componentes de autonomía, solidaridad, creatividad, enriquecimiento personal..., en definitiva, de felicidad; características, todas ellas, correspondientes a personas saludables. Este motivo nos llevaría a señalar como sanamente enfermos, a quienes fuesen capaces de vivirlo así. Mientras que, paradójicamente, es perfectamente posible la situación de personas que, a pesar de no padecer ninguna dolencia física o enfermedad aparente, carecieran de una calidad humana de vida en la cual su existencia fuese una condena, su felicidad un interminable sentimiento de ansiedad, su relación con los demás una continua tortura y su calidad de vida una mala traducción de la pasión por conseguir cantidad de vida. Es, en definitiva, un proceso de infelicidad constante, que nos llevaría a calificar como de enfermo a quien se viese envuelto en él.

IV. CONSIDERACIONES PRÁCTICAS.

Habrá que revisar nuestro concepto de enfermedad y no identificarlo exclusivamente con el padecimiento de una dolencia. Tendremos que promocionar a nuestros enfermos ayudándoles a descubrir estas otras facetas de su enfermedad. Habrá que potenciar una formación más humana del hombre, que nos capacite para entender la enfermedad desde un punto de vista positivo. Tal vez como una circunstancia de la vida, que como en tantas otras, el enfermo pueda extraer conclusiones propias y aprendizajes significativos para su proceso de convertirse en persona. Será imprescindible, por tanto, no negar a la persona la perspectiva trascendente, que será, en definitiva, la que dé significado a momentos incomprensibles de sufrimiento. Y tal vez, en el terreno de lo concreto, sea inevitable plantear un sistema sanitario más ético, más humano, más justo, más portador de valores, que atienda al enfermo, no como un objeto experimental, sino como un ser humano, un /rostro sufriente y hermano. Un sistema alejado de sus actuales fundamentos, básicamente economicistas, cientifistas, competitivos y de prestigio.

BIBL.: AA.V V., Ética de calidad de vida, Secretariado Nacional de Pastoral Sanitaria, Madrid 1990; Avuso E., Criterios personalistas en sanidad, Instituto Emmanuel Mounier, Madrid 1992; DÍAZ C., Yo quiero. Por una filosofía del querer, San Esteban, Salamanca 1991; ID, Manifiesto para los humildes, Centro de Estudios Pastorales del Arzobispado de Valencia, Valencia 1993; GEREMEK B., La piedad y la horca. Historia de la miseria y de la caridad en Europa, Alianza, Madrid 1989; LAÍN ENTRALGO P., Historia de la medicina, Salvat, Barcelona 1982; ID, Antropología médica, Salvat, Barcelona 1984; MOUNIER E., Introducción a los existencialismos, en Obras completas III, Sígueme, Salamanca 1990; ID, Tratado del carácter en Obras completas 11,

Sígueme, Salamanca 1993.

L. E. Hernández