VII. Síntesis final: María en el misterio de la encarnación

 

Después de un recorrido de tipo analítico -teniendo presente que ya se ha dicho casi todo a medida que se iban estudiando los diversos elementos de la celebración- recogemos y recordamos los puntos más destacados. Aun cuando la reflexión completa sobre el misterio de la encarnación requeriría un estudio de todo el ciclo de Navidad (las fiestas de Navidad-Epifanía no son de menor importancia en este sentido: -> Madre de Dios, -> Presentación del Señor; -> Año litúrgico), el adviento, en su función de preparación, presenta ya una doctrina mariana muy considerable.

El culto a María durante el adviento hunde sus raíces en las realidades teologales, en cuyo corazón se sitúa su vocación y su misión. La madre se integra perfectamente en la celebración del misterio del Hijo, confiriéndole una acentuada nota espiritual y contemplativa. De este hecho se deriva que el adviento -pero lo mismo habría que decir de todo el ciclo de Navidad- es el tiempo en el que, más que en todos los demás períodos del año litúrgico, se pone fuertemente de relieve la cooperación de la Virgen al misterio de la salvación. Y esto sucede no por superposición devocional o por exceso en el lenguaje, sino según el mismo desarrollo de la economía divina.

1. LA VIRGEN QUE ESCUCHA. La Escritura nos ayuda a comprender el alcance del fíat de María. En el adviento la Virgen resalta como figura ejemplar en el pueblo de Dios que escucha la palabra del Señor y que reza en actitud de ofrenda.

La atención a la palabra de Dios tiene la primacía sobre todo lo demás y es también el principio y el fundamento de la vida espiritual y de la santidad. María escucha plenamente, acoge y medita dentro de su corazón, para dar fruto. Esta palabra, que requiere fe, disponibilidad, humildad, prontitud, es aceptada tal como se deben acoger las cosas de Dios. En ella hemos de reconocer las palabras de Jesús: "Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 11,27).

De esta forma el Verbo no bajó de los cielos como un hombre ya hecho, con un cuerpo adulto formado directamente por Dios como Adán (cf Gén 2,7), sino que vino a este mundo "nacido de mujer" (Gál 4,4), para salvarlo desde dentro. Los evangelios de las genealogías de Jesús que se leen en este tiempo -el último eslabón es María- nos recuerdan el misterio de la asunción de la naturaleza humana y de la inmersión en lo humano por parte de Dios.

La maternidad de María -como hemos visto- no es sólo ni principalmente un proceso biológico. Es ante todo el fruto de la adhesión a la palabra de Dios. Según el proyecto divino, ella acoge a Cristo y lo da al mundo en virtud de su consentimiento a la propuesta del ángel. Sin hacer del v. 38 (Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según su palabra") el vértice de la anunciación, Lucas quiso poner de relieve la calidad excepcional del acto de fe de María. Este consentimiento se llama fe u obediencia de fe; ella, "llena de fe..., concibió la carne de Cristo mediante la fe", dice san Agustín (Sermo 215,4: PL 38,1074; Contra Faustum 24,4: Pl 42,490) 75.

La historia pasa a través de este momento histórico de gracia y de libertad. María es la mujer que sabe llevar a cabo su opción, con humilde y plena decisión, en base a la palabra resolutiva de Dios, tomando en sus manos no solamente su propio destino, sino también el del mundo.

El asentimiento de María revela la enorme amplitud de su alcance cuando se le compara con la actitud de fe de Abrahán, el padre de todos los creyentes. "Para Dios nada hay imposible", le había dicho el ángel Gabriel (Lc 1,37), empleando las mismas palabras que Abrahán, ante la incredulidad de Sara, incapaz de tener hijos (Gén 18,13), había oído de Dios a propósito de la concepción de Isaac (Gén 18,24). Estas palabras pasarán a ser a continuación, en las revelaciones de los profetas, una terminología técnica, una especie de estribillo. Abrahán creyó que Dios era capaz de vivificar la matriz estéril y ya muerta de Sara: "Al encontrarse con el Dios que da vida a los muertos -comenta san Pablo- y llama a la existencia lo que no existe, Abrahán creyó" (Rom 4,17; cf Rom 19-21; Heb 11,11). Ya no provoca ningún estupor el hecho de que, así como por la fe Dios hizo a Abrahán el padre de un pueblo tan numeroso como las arenas de las playas (Gén 13,16) -haciendo de él una bendición viva para todos los pueblos de la tierra (Gén 12,2-3)-, del mismo modo María, por la calidad incomparable de su fe, haya logrado una fecundidad supereminente respecto a la iglesia, tal como ha reconocido la tradición unánime. Ella, creyente, fiel y obediente, se ha convertido en la madre del nuevo Israel, que es la iglesia, es decir, en la madre universal de los creyentes.

Si la fecundidad de Sara, como la de Ana y la de Isabel (que evoca Lucas), pueden presentarse ya como una especie de creación, es decir, como un paso de la nada a la existencia, por la fe todavía mayor de María la fecundidad que no conoció varón (cf Le 1,34) es un milagro singular y único. Lo llevó a cabo un fíat que en el mismo evangelista hace eco al de Cristo en Getsemaní (Le 22,42)

El paralelismo antitético entre el anuncio a Zacarías, a quien se le reprocha el "no haber creído" en la palabra del ángel (Lc 1,20), y el anuncio a María, que expresa un sí meditado pero comprometedor, tiene su comentario en la bendición inspirada de la persona más cualificada para establecer la confrontación, Isabel. Ella proclama en honor de la Virgen la primera bienaventuranza del NT: "¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Le 1,45). Efectivamente, María pone un acto de fe en consonancia con el acontecimiento recapitulador que le ha sido anunciado.

Ella creyó. La fe es ante todo conversión, o sea, entrar en el horizonte de Dios y de sus obras. Sin la conversión, que es siempre -como para Abrahán y para las tribus del Exodo- un abandonar la tierra propia (los propios proyectos, las evidencias de la razón y la satisfacción tranquilizante de la posesión física) para dejarse guiar únicamente por la voz y por la palabra de Dios, no es posible la realización del plan divino a lo largo de la historia. Ése es el motivo de que tanto la substancia de la predicación de Juan Bautista como el núcleo de la llamada del evangelio sea precisamente la metánoia. La fe es oscuridad, misterio, pero al mismo tiempo esperanza teologal; puede llevar consigo la vacilación y la duda, la tentación y la lucha, pero es también una esperanza que vislumbra ya en el futuro la seguridad del resultado.

2. SINTESIS VIVIENTE DE LA PREPARACIÓN MESIÁNICA. María es la mujer de la plenitud de los tiempos (cf Gál 4,4-7); con ella se cierra una época y se abre el futuro.

La fuerza misericordiosa y fiel de Dios se había manifestado ya antes de ella para dar a las mujeres estériles hijos carismáticos, llamados a salvar al pueblo; así es como nacieron Isaac de Sara, Sansón de la mujer de Manoé, Samuel de Ana, Juan de Isabel. Lucas evoca estos precedentes (cf 1,7) para hacer que brille con mayor esplendor el incomparable carácter excepcional de la elección de María: ser madre no ya de un salvador cualquiera, sino del Salvador (Le 1,32-33). De esta manera la maternidad divina resalta como la expresión más espléndida del amor soberano de Dios "por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación". Al querer rescatar hasta en sus profundidades más íntimas nuestra humanidad, Dios se hizo solidario con nosotros en todo, entrando en el linaje de Adán y pasando para ello a través de María.

Por eso mismo la iglesia, desde el concilio de Éfeso (431), confiesa que la Virgen es la madre de Dios: se trata del realismo y de la concreción con que ella reconoce la humanidad del Verbo, en el que Dios bajó a tocar a cada uno de los hombres de la manera más profunda y más íntima, en donde cada uno de ellos se siente herido.

3. VIRGINIDAD PROFÉTICA. María llevó a cabo la anticipación del celibato por el reino de los cielos. No se trata de la observancia de la pureza legal ni de una huida del mundo, como en el caso de los esenios, ni tampoco del espíritu de ascesis asiática. El sentido de la virginidad tiene que colocarse en el vértice del impulso y de la tensión escatológica del movimiento suscitado por el profetismo. María experimentó de este modo en primer lugar la libertad plena y abrió el camino a todos aquellos que renuncian a las cosas de este mundo teniendo como perspectiva el ciento por uno que, ya desde aquí abajo es posible encontrar en Dios (ef Mt 19,29). Este "ciento por uno" son los bienes mesiánicos, es decir, el mismo Hijo de Dios, el Dios-con-nosotros, simbolizado ya en Yavé presente en el arca de la alianza.

La anunciación y la encarnación son los elementos que determinan la vida de María imprimiendo en ella un carácter indeleble; son hechos que exigen de ella una virginidad absoluta, de la que es signo la integridad física. La virginidad de la madre de Dios supone un don radical y exclusivo de toda su persona a Dios, en una disponibilidad total, que permita al Espíritu plasmarla en el cuerpo y en el corazón. Convertida en pura capacidad, la Virgen puede ser templo de la nueva alianza, para arrojar nueva luz sobre el mundo y sobre la historia.

Lo mismo que ocurrió con la Virgen, que quedó ya pura y santificada por el Espíritu Santo desde el momento de su concepción y colmada de bendición y de santificación por obra del mismo Espíritu al recibir el anuncio del ángel, de forma análoga tiene que ocurrir también con la iglesia y con los cristianos. La virginidad de María que refleja la existencia de Cristo, es el espejo en el que tienen que mirarse los creyentes a fin de conformar su vida a los impulsos del Espíritu de Dios. Efectivamente, a pesar de toda preparación posible que podamos ofrecer y de todas nuestras mejores disposiciones, la palabra-voluntad de Dios irrumpe siempre de una manera inesperada e insospechada, con exigencias imprevisibles que, de todos modos, esperan también respuestas inéditas. No es posible únicamente con la luz de la razón y con las fuerzas humanas tan sólo comprender y aceptar hasta las últimas consecuencias las realidades divinas. María, con su fiat, después de la obediencia existencial de su hijo Jesús (cf Heb 10,5ss), alcanzó las cimas más altas.

4. LA VIRGEN-MADRE, TIPO DE LA IGLESIA. En el cumplimiento de las esperanzas de los profetas -después del diálogo prolongado e intenso entre Dios y los hombres- se sitúa la fe de María, que acoge la palabra, que concibe al Verbo de Dios y que se convierte así en principio y en símbolo de los creyentes, en realidad y modelo de la iglesia.

Cuando contempla las maravillas que Dios llevó a cabo en ella, la iglesia está escudriñando de alguna manera su propio ser y su propia historia. Si hay algún tiempo litúrgico en que la Virgen madre se manifiesta con toda claridad como tipo de la iglesia, es precisamente el ciclo de Navidad. Este tema se desarrollará sobre todo en el tiempo pascual y en las grandes festividades marianas.

El evangelio de la infancia de Lucas se parece mucho al de la infancia de la iglesia, es decir, a los Hechos de los apóstoles. El Espíritu que da vida y cumplimiento al primer pentecostés sobre María (Lc 1,35) es el mismo que viene a posarse en el segundo pentecostés sobre los apóstoles (He 1,8; cf 2). María sale con prisas en ayuda de los demás (Lc 1,39), y los discípulos salen del cenáculo (en donde estaban reunidos por miedo a los judíos: Jn 20 16 y He 1,13) y comienzan inmediatamente a anunciar con parresía -con coraje y con franqueza- la palabra de Dios y la resurrección de Jesús de entre los muertos (no pueden callarse lo que han visto y oído: He 5,20; con gran energía dan testimonio de la resurrección del Señor Jesús: He 4,33). La visita de la Virgen a Isabel responde al impulso que se deriva de este protopentecostés: María es por consiguiente el modelo de la disponibilidad a la misión del Espíritu a los pobres por la causa del evangelio. El impulso que la anima es la base de aquel otro ímpetu fundamental del Hijo que entra en el mundo, como disponibilidad ante la vida y ante la muerte precisamente porque se siente movido por el Espíritu (cf Lc 3,2; 4,1.14; etc.) as.

Del mismo modo los evangelios de la infancia ponen de relieve, a su modo, la obra del Espíritu. Encontramos sobre todo esta acción en relación con la virginidad fecunda de María. La Virgen que cree en las palabras del ángel y que concibe a Dios hecho hombre es ya el origen de la iglesia, incluso antes de pentecostés. Por eso mismo la virginidad se convierte en el signo característico de los tiempos nuevos, de los tiempos del Espíritu. Por consiguiente, desde el principio, a través de María, la iglesia recibe juntamente con la connotación de madre el calificativo de espiritual.

S. Rosso
DicMa 33-64